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de esta gran obra. Se trata de la vigesimosexta edición, promulgada en Boston, Anno Domini 1744, titulada Los salmos, himnos y canciones espiritual...

de esta gran obra. Se trata de la vigesimosexta edición, promulgada en Boston, Anno Domini 1744, titulada Los salmos, himnos y canciones espirituales del viejo y nuevo testamento, fielmente traducidos al metro inglés, para la utilización, formación y consuelo de santos, en lugares públicos y privados, sobre todo en Nueva Inglaterra. Durante este elogio a la escasa producción de sus poetas nativos, el desconocido extrajo el libro de su bolsillo y, tras fijar un par de lentes oculares al puente de su nariz, abrió el manual con una delicadeza y una veneración dignas de su sagrado propósito. Acto seguido, sin apología ni circunloquio, pronunciando la palabra «Standish» en primer lugar y llevando a su boca el desconocido artilugio ya descrito anteriormente, hizo sonar una nota estridente y aguda, seguida de una baja octava de su propia voz, y comenzó a cantar las siguientes palabras en tonos enérgicos, dulces y melódicos que marcaron el paso para la música, la poesía y hasta el movimiento inquieto de su animal: Qué bueno es, mirad, Y cómo bien agrada, Juntos, en unión, Que los hermanos así convivan. Es como el ungüento selecto, Que va de la cabeza a la barba: Por la barba de Arón, hasta allí bajó, Que a los bajos de sus vestiduras llegó. La ejecución de estas rimas tan ingeniosas se hizo acompañar, en la persona del desconocido, por un movimiento regular de alzada y bajada de su mano derecha, la cual terminaba en su descenso con la acción momentánea de sus dedos sobre las hojas del pequeño manual; mientras que, en su ascenso, se abría con un estilo que tan sólo los muy doctos podían imitar. Daba la sensación de que este acompañamiento manual era el fruto de muchas horas de práctica, ya que continuó sin cesar hasta que el verbo escogido por el poeta para cerrar su verso se pronunció con dos contundentes sílabas. Sería imposible que semejante perturbación del silencio y la quietud del bosque pudiera pasar desapercibida por parte de otros oídos que estuvieran a poca distancia. El indio le indicó algo, en un inglés agramatical, a Heyward, tras lo cual éste se dirigió al desconocido, interrumpiéndole y poniendo fin a sus hazañas musicales por el momento. —Aunque no estemos en peligro, el sentido común nos ha de dictar que viajemos por estos parajes con el mayor sigilo posible. Por lo tanto, me perdonarás, Alice, si atento contra tus diversiones al pedirle a este caballero que posponga sus cánticos para una ocasión más oportuna. —Pues sí que atentas contra ellas —replicó la chica, indignada—, ya que jamás había oído una conjunción de música y lenguaje menos meritoria; y en mi curiosidad estaba preguntándome cómo podría ser que no encajase el sonido con el sentido, ¡cuando tú interrumpiste el encanto de mis pensamientos con esa voz de barítono que tienes, Duncan! —No sé lo que llamas voz de barítono —dijo Heyward, ofendido por su crítica—, pero sé que tu seguridad y la de Cora significan mucho más para mí que toda una orquesta tocando música de Handel —se detuvo y miró rápidamente hacia unos arbustos, y luego observó con suspicacia al guía, quien continuó su paso con invariable regularidad y firmeza. El joven se rio para sus adentros, ya que había confundido algún finto brillante con los destellantes ojos de un salvaje al acecho, y retomó su camino, reanudando la conversación que había interrumpido el momentáneo sobresalto. Sin embargo, el comandante Heyward tan sólo se confundió al dejarse llevar más por su juvenil exceso de confianza que por su capacidad de observación. Nada más pasar la comitiva, las ramas de los mencionados arbustos se movieron ligeramente, y un rostro humano, tan fieramente salvaje como daba a entender la pintura que lo cubría, se asomó para vigilar la marcha de los viajeros. Una expresión de júbilo se formó sobre los oscuros rasgos pintados del habitante del bosque, a medida que estudiaba la ruta de sus potenciales víctimas, quienes confiadamente siguieron adelante; las formas ligeras y esbeltas de las féminas mezclándose con la de los árboles entre las sinuosas curvaturas del camino, seguidas por la viril figura de Heyward y, finalmente, la figura indefinida del maestro de canto, hasta que todos quedaron cubiertos por los innumerables troncos que, como oscuras bandas, se elevaban en medio de aquel lugar. Capítulo III Antes de que estos campos fueran despejados y cultivados, Nuestros ríos llevaban un caudal desbordante, La melodía de las aguas llenaba El fresco bosque sin fin; Y los torrentes corrían, y los arroyos jugueteaban, Y las fuentes nacían a la sombra. Bryant Dejando al inocente Heyward y a sus confiados acompañantes mientras penetran aún más en un bosque repleto de inquilinos traicioneros, debemos hacer uso de los privilegios de un autor y cambiar de escenario hasta unas pocas millas al oeste del lugar en el que los hemos dejado. Ese mismo día, dos hombres descansaban a las orillas de un riachuelo pequeño, aunque caudaloso, a una hora de camino del campamento de Webb; su actitud era la de aquél que espera la llegada de una persona ausente, o de un acontecimiento anunciado. La vasta extensión del arbolado se extendía hasta la margen del río; sus ramas ensombreciendo la superficie del agua, le conferían a su ya oscura corriente un tono aún más profundo. Los rayos del sol se tornaron menos intensos y el calor intenso del día retrocedió, a medida que los vapores frescos de las fuentes y los manantiales se elevaban de sus verdes lechos y se integraban en la atmósfera. Con todo, el jadeante silencio que caracteriza al bochorno adormecedor del paisaje americano durante el mes de julio permanecía en el lugar, alterado únicamente por las suaves voces de los hombres, los intermitentes y ocasionales golpes de algún pájaro carpintero, el canto discorde de algún alegre arrendajo, o el insistente zumbido de alguna catarata distante. No obstante, estos sonidos débiles y discontinuos resultaban tan sumamente familiares para los hombres del bosque que no les distraía de su tema de conversación. Mientras uno de ellos mostraba la misma piel roja y los salvajes arreos de un nativo de los bosques, el otro exhibía, bajo una máscara de rudos equipamientos, cercanos a lo primitivo, una complexión más clara, propia de alguien cuyos orígenes fueran europeos, aunque áspera y curtida por el sol. El primero se encontraba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, en una postura que le permitía intensificar el efecto de su lenguaje sincero, por medio de los tranquilos, aunque expresivos, gestos de un indio debatiendo una cuestión. Su cuerpo, casi desnudo, presentaba un temible emblema de muerte, dibujado a base de una alternante combinación de los colores blanco y negro. Su cabeza estaba bien afeitada, dejando únicamente la bien conocida y caballerosa cresta guerreras, sin ninguna otra clase de ornamentación sobre la misma, a excepción de una solitaria pluma de águila que la cruzaba y pendía sobre el hombro izquierdo. A su cintura, un tomahawk y un cuchillo de cortar cabelleras, de fabricación inglesa, mientras que sobre su delgada y desnuda rodilla descansaba de forma relajada una carabina militar corta, del tipo que dictaba la política de los blancos para armar a sus aliados salvajes. El amplio pecho, las extremidades bien formadas y la grave expresión de este guerrero podrían denotar que había alcanzado la plenitud de sus días, aunque ningún síntoma de decrepitud parecía haber debilitado su hombría. El físico del blanco, a juzgar por aquello que no quedaba disimulado por sus ropas, se asemejaba a la de aquél cuya vida, ya desde joven, había conocido el esfuerzo y las vicisitudes. Su persona, aunque musculosa, resultaba más fibrosa que corpulenta, pero cada nervio y músculo se distinguía, endurecido por los constantes efectos del ambiente y del esfuerzo. Vestía una camisa de caza color verde bosque, ribeteada por un apagado color amarillo, y un gorro de verano hecho a base de pieles curtidas. También portaba un cuchillo a la cintura, en un cinturón adornado, muy parecido al que bordea las escasas vestimentas del indio, pero sin tomahawk. Sus mocasines estaban adornados según el gusto propio de los nativos, mientras que la única prenda que se revelaba bajo la blusa de

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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