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cuestiones. Entonces hice lo que cualquier hombre honrado creería necesario; dejé a la dama para que otro la pretendiese y me marché para servir a ...

cuestiones. Entonces hice lo que cualquier hombre honrado creería necesario; dejé a la dama para que otro la pretendiese y me marché para servir a mi rey. Había estado en muchos lugares, y derramado mucha sangre antes de que el deber requiriese mi presencia en las islas de las Indias Occidentales. Allí dispuso el destino que me uniera con aquella que sería mi mujer, así como la madre de Cora, Ella, era la hija de un caballero de las islas y de una señora cuya desgracia fue, si se quiere llamar así —dijo el anciano con orgullo—, la de haber tenido antepasados que fueron esclavos. Sí, amigo mío, fue un resultado más de la maldición que supuso para Escocia el verse unida de forma tan antinatural con un pueblo foráneo y de costumbres comerciales ¡Pero cualquier hombre que hubiera osado tratar mal a mi hija habría tenido que enfrentarse con las incandescentes iras de un padre! Por cierto, comandante Heyward, usted mismo nació en el sur, donde las gentes imputar unas ideas tan injustas. —Tiene usted razón, caballero —le replicó el anciano, de nuevo cambiando su tono por otro más suave y calmado—. La chica es la viva imagen de su madre cuando tenía esa edad, antes de que llegara a conocer el dolor. Cuando la muerte se llevó a mi mujer, me volví a Escocia, dotado de las riquezas que heredé de ella y, ¿qué le parece, Duncan?, la chica angelical que había dejado allí aún era soltera, permaneciendo así durante veinte años, ¡todo por un hombre que la había olvidado! Hizo incluso más que eso, amigo mío; no tuvo en cuenta mi poca fe del pasado y, al no haber más impedimentos, me aceptó como marido. —Entonces, ¿ella es la madre de Alice? —preguntó Duncan con un entusiasmo que podría haber resultado peligroso en aquel momento, si no fuera porque Munro estaba embebido en sus recuerdos. —En efecto —afirmó el anciano—, y pagó caro el concederme esa bendición. Pero ahora es una santa en el cielo, amigo mío, y la vida se hace pesada para el que permanece en la tierra llorando la falta de una persona tan divina. Eso sí, estuvo conmigo durante un año, aunque fue muy poco tiempo de felicidad para alguien cuya juventud se había consumido por una decepción amorosa. ra dirigirse a su compañero de armas y preguntarle, con formidables aires marciales: —¿No tiene usted, comandante Heyward, algún comunicado de parte del marqués de Montcalm que yo deba oír? Tras un primer instante de sorpresa, Duncan comenzó inmediatamente a transmitirle, aunque con tono avergonzado, el referido mensaje. Es conveniente puntualizar aquí sobre el hecho de que el francés había eludido, con gran diplomacia y cortesía, todos los intentos por parte de Heyward para que revelara el contenido de la ya mencionada carta, así como el hecho de que el general francés había dejado claro, en su mensaje a Munro, que para conocer el comunicado de la misiva debería presentarse en persona ante él. Mientras Munro escuchaba el relato de Duncan, los sentimientos paternales del anciano dieron paso gradualmente a los de un soldado consciente de su deber. Cuando hubo terminado el joven su informe, tenía ante sí al militar de cuerpo y alma, herido en su orgullo por lo acontecido. —¡Ha dicho usted suficiente, comandante Heyward! —exclamó el veterano con enojo—, lo suficiente como para escribir un libro sobre los buenos modales de los franceses. Resulta que este caballero me invita a una entrevista y cuando le envío un sustituto de lo más capacitado, como lo es usted, Duncan, a pesar de su juventud, me responde con una evasiva. —Posiblemente no le haya agradado lo del sustituto, señor; recuerde que la invitación de entonces, al igual que la de ahora, iba dirigida al jefe de la fortificación, no al segundo en el mando. —¿Acaso no se pueden depositar en un sustituto aquellos poderes propios del quien se los transfiere? ¡Así que desea cambiar impresiones con Munro! Le digo a usted, caballero, que no me faltan ganas de complacerle, aunque sólo fuera para que comprobase con qué tranquilidad nos mantenemos, a pesar de su superioridad numérica y sus amenazas. Puede que sea lo mejor que podamos hacer, mi joven amigo. Duncan, convencido de que lo más importante en aquel momento era conocer el mensaje de la carta que traía el explorador, aplaudió la idea con entusiasmo. —Sin duda la confianza del francés se vería socavada por nuestra indiferencia —le dijo. —No pudo haber dicho mayor verdad, caballero. Incluso desearía que ese individuo se lanzara contra el fuerte abiertamente, por medio de un ataque a discreción. Ése es el modo más eficaz de probar al valor de un enemigo, infinitamente mejor que el sistema de baterías que ha preferido utilizar. El arte y la hombría que se demostraban antes en la guerra han quedado diezmados, comandante Heyward, por los artilugios de ese tal monsieur Vauban. ¡Nuestros antepasados estaban muy por encima de tales cobardías científicas! —Puede que sea verdad, señor; pero lo cierto es que ahora nos vemos obligados a combatir a los artilugios por medio de artilugios, también. ¿Cómo piensa prepararse para la entrevista? —Me veré con el francés, sin miedo ni demora, y con la presteza que me exige la fidelidad hacia mi rey. Retírese, comandante Heyward, y empiece a hacer los preparativos mandándoles un mensajero que les haga saber quién vendrá. Nosotros seguiremos detrás, escoltados por un pelotón de guardia, ya que es apropiado exigir respeto para aquél que representa el honor de su monarca; además, Duncan, —añadió casi susurrando, a pesar de que estaban solos—, puede venir bien estar preparados en caso de que se trate de una trampa. El joven oficial abandonó el despacho al recibir la orden. Dado que quedaba poco para que terminara el día, se dispuso inmediatamente a hacer los preparativos. En poco tiempo pudo agrupar unas filas de efectivos, más un ordenanza que portara la bandera, anunciando la llegada del comandante jefe. Una vez hecho esto, Duncan les llevó hacia el portón, donde ya les aguardaba su superior. En cuanto concluyeron los consabidos ceremoniales de despedida, el veterano y su joven acompañante dejaron la fortaleza, arropados por su escolta. Sólo habían avanzado unos trescientos metros cuando avistaron al grupo que asistía al general francés abriéndose paso por el pequeño valle que flanqueaba a un arroyo entre las baterías de los asaltantes y el fuerte. Desde el primer momento, la actitud de Munro era orgullosa y rebosaba dignidad castrense. En cuanto divisó el plumín blanco del sombrero de Montcalm, su mirada se encendió y toda la musculatura de su robusto cuerpo se tensó, a pesar de su avanzada edad. —Dígales a los muchachos que estén atentos, caballero —le dijo a Duncan en voz baja—, y que tengan preparados tanto los fulminantes como las bayonetas, ya que uno nunca sabe a qué atenerse con uno de estos «luises». Además de ser precavidos, les mostraremos lo seguros que estamos de nosotros mismos. ¡Usted ya me entiende, comandante Heyward! Su discurso fue interrumpido por un estruendo de golpes de tambor por parte del grupo francés, al cual respondieron inmediatamente. Tras esto, ambas partes hicieron avanzar sendos ordenanzas, cada uno portando una bandera blanca. El astuto escocés se detuvo, con su escolta de guardianes justo detrás de él. En cuanto la pequeña formalidad de intercambio de saludos hubo concluido, Montcalm avanzó hasta ellos con paso rápido, pero también orgulloso. Se descubrió ante el veterano y, al hacerle este gesto de cortesía, rozó la tierra con la pluma blanca de su sombrero. La actitud de Munro era tan sumamente viril y autoritaria que contrastaba por completo con los cuidados y pulidos modales del francés. Durante unos instantes ninguno habló, sino que se miraron atónitos, llenos de curiosidad. A continuación, correspondiéndole el derecho por la superioridad de su rango, así como por ser el artífice de la entrevista, Montcalm comenzó a hablar. Después de brindarles unas palabras de saludo, se volvió hacia Duncan y, lleno de alegría al reconocerlo, continuó hablando en francés, diciendo: —Me alegro, monsieur, de que nos haya proporcionado el grato placer de su presencia en esta ocasión. No habrá necesidad de hacer llamar a un intérprete común, ya que, en sus manos, tengo tanta tranquilidad como si hablase yo mismo en su idioma. Duncan agradeció el cumplido y Mont

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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