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a la risa contenida, pero a la vez contagiosa, del otro. Bajo la influencia de estos gentiles y naturales sentimientos, no se detectaba ni la más m...

a la risa contenida, pero a la vez contagiosa, del otro. Bajo la influencia de estos gentiles y naturales sentimientos, no se detectaba ni la más mínima señal de fiereza en los relajados rasgos del sagamore. La representación de la muerte que asumía su pintura de guerra parecía más un disfraz burlón que el anuncio de un deseo de provocar la destrucción y la desolación a su paso. Tras una hora dando rienda suelta a sus mejores sentimientos, Chingachgook anunció repentinamente su deseo de dormir, envolviéndose la cabeza con su manta y extendiendo su cuerpo sobre la tierra, sin aislarse de la superficie de la misma. La alegría de Untas cesó inmediatamente y, tras ordenar las brasas de tal manera que despidieran calor hacia los pies de su padre, el joven preparó su propia almohada en medio de las ruinas del lugar. Dando paso a un renovado sentido de la confianza, inspirado a su vez por la seguridad que rezumaban los experimentados hombres del bosque, Heyward pronto siguió el ejemplo de éstos; así, mucho antes de que terminara la noche, los que yacían tendidos en medio de las ruinas parecían dormir tan profundamente como los miembros de esa multitud cuyos huesos ya empezaban a blanquear en la llanura circundante. Capítulo XX ¡Tierra de Albania! Deja que mis ojos se posen Sobre ti, ¡aguerrida nodriza de hombres salvajes! Childe Harold. Aún podía verse una multitud de estrellas en el cielo cuando Ojo de halcón se acercó para despertar a los que dormían. Habiéndose despojado de sus capas, Munro y Heyward ya estaban de pie mientras el cazador les llamaba desde la entrada de la rudimentaria cabaña, en la cual habían pasado la noche. Cuando salieron al exterior, encontraron al explorador aguardándoles en las cercanías, mediando como único saludo entre ellos un significativo gesto, pidiendo silencio, por parte del sagaz guía. —Recen para sus adentros —les susurró mientras se acercaban—; ya que Aquel al que van dirigidas las plegarias conoce todas las formas de habla, tanto con las palabras como con el corazón. Pero, eso sí, no hablen; la voz de los blancos no suele estar hecha para disimularse en el bosque, como pudimos comprobar en el caso de ese pobre diablo el cantante. Vengan conmigo —continuó diciendo, mientras les llevaba a uno de los muros de las ruinas—; introduzcámonos en este lado de la zanja; tengan cuidado con los escombros de piedra y madera al avanzar. Todos sus acompañantes así procedieron, aunque los dos blancos se preguntaban acerca de las razones para tanta precaución. Mientras se encontraban en ese surco que rodeaba al fuerte por tres de sus cuatro costados, pudieron comprobar que las ruinas casi bloqueaban el paso. No obstante, con mucho cuidado y paciencia, lograron seguir al explorador hasta llegar a las orillas arenosas del Horicano. —Ése será un rastro que sólo podrá seguirse por el olfato —dijo el explorador con satisfacción, mientras miraba hacia atrás y reconocía la dificultad del camino por el que habían avanzado—. La hierba es una alfombra traicionera para los que huyen a través de ella, mientras que la madera y la piedra no muestran huellas de mocasín. De haber llevado ustedes puestas sus botas militares podrían haber dejado alguna señal, pero calzado con piel de gamo, un hombre puede andar confiado sobre terreno rocoso la mayoría de las veces. Trae la canoa más hacia tierra, Uncas; esa arena se deja imprimir con extremada facilidad. Con suavidad, muchacho, con suavidad, no dejes que roce la orilla, de lo contrario esos bribones sabrán cómo nos hemos ido. El joven hizo caso de tan prudentes directrices. A continuación, el explorador colocó una tabla a modo de puente entre los escombros y la embarcación, haciéndoles una señal a los dos oficiales para que cruzaran. Hecho esto, todo se dejó en la misma posición y en el mismo lugar que antes, consiguiendo Ojo de halcón alcanzar la barca sin dejar una sola de esas temidas huellas de las que siempre hablaba. Heyward permaneció en silencio hasta que los indios hubiesen remado una distancia suficientemente lejos de las ruinas; entonces, bajo el cobijo de la gran sombra oscura que proyectaba la montaña oriental sobre la superficie cristalina del lago, preguntó con exigencia: —¿Qué necesidad tenemos de huir de esta manera tan apresurada? —Si la sangre de un oneida pudiera teñir una extensión de agua tan pura como ésta —le contestó el explorador—, los dos ojos que lleva usted en la cara ya le responderían a esa pregunta. ¿Acaso se ha olvidado del reptil que Uncas eliminó? —Por supuesto que no. Pero estaba solo y los muertos no pueden amenazar a nadie. —En efecto, estaba solo en sus diabólicos quehaceres; pero un indio que proviene de una tribu tan prolífica en guerreros no debe temer que su propia muerte se quede sin ser vengada. —Pero nuestra presencia, la autoridad del coronel Munro ya sería suficiente garantía para protegernos de las iras de los que son nuestros aliados, sobre todo siendo que el desgraciado se mereció lo acontecido. Confío en Dios que usted no se haya desviado ni un palmo de nuestro camino por una razón tan nimia. —¿Cree usted que la bala disparada por ese bellaco se habría desviado, aunque fuera su mismísima majestad el rey quien estuviera en su camino? — replicó el tozudo explorador—. Si la palabra de un blanco ejerce tanta influencia sobre la naturaleza de un indio, ¿por qué no pudo el gran franchute, capitán general del Canadá, hacer que los hurones enterrasen sus hachas de guerra? La respuesta de Heyward se vio interrumpida por un gruñido exhalado por Munro; sin embargo, tras una pausa silenciosa —respetando así el dolor de su anciano amigo—, volvió a incidir sobre el asunto. —El marqués de Montcalm tendrá que responder de ese error ante su Dios —dijo el joven con tono solemne. —En efecto, ahora habla usted con sabiduría, ya que sus palabras se basan en la honradez y la fe. Existe una gran diferencia entre la intervención de un regimiento de casacas blancas, con el fin de mediar en un conflicto surgido entre cautivos blancos e indios aliados, y la pretensión de convencer a un furioso salvaje de que no lleva un cuchillo y un fusil, dirigiéndose a él por medio de las palabras «hijo mío». No, no —continuó diciendo el explorador, mirando atrás hacia las difusas orillas del fuerte William Henry, ya casi fuera de vista, mientras reía para sus adentros—; he logrado poner agua de por medio y, a no ser que los diablos se hagan amigos de los peces y éstos les digan quiénes han pasado por su hogar esta dulce mañana, estaremos al otro extremo del Horicano antes de que puedan decidir qué camino tomar. —Teniendo enemigos delante y enemigos detrás, nuestro viaje será probablemente peligroso. —¿Peligroso? —repitió Ojo de halcón sin perder la calma—. No, no demasiado peligroso, ya que, teniendo los oídos y los ojos abiertos y manteniéndonos en alerta, podemos mantener una ventaja de horas por delante de los bribones; por otra parte, si hemos de utilizar el fusil, somos por lo menos tres los que entendemos su lenguaje tanto como los mejores que pueda usted conocer en la frontera. No, no será peligroso, tan sólo podría ser un poco difícil, por llamarlo de algún modo; en todo caso, podríamos tener algún roce o sufrir alguna escaramuza o algo parecido, pero siempre estaríamos a cubierto y con abundante munición. Es posible que el grado de peligro sospechado por Heyward fuera muy distinto al estimado por el explorador, ya que, en vez de responder, se quedó callado a lo largo de varios kilómetros de río. Justo cuando iba a amanecer, entraron por la parte más estrecha del lago, moviéndose rápida y, a la vez, cautelosamente entre sus numerosas islas. Fue por este camino por el que Montcalm se había retirado con su ejército; por eso los viajeros no estaban seguros de que hubiese dejado alguno de sus indios vigilando la retaguardia. Por esta razón se aproximaron al pasadizo guardando su acostumbrado y prudente silencio. Chingachgook posó el remo a un lado, mientras que Untas y el explorador dirigieron la frágil embarcación a través de abruptas y laberínticas aperturas, en las cuales tornan a cada paso el peligro de ser asaltados. Los ojos del sagamore se dirigían de una isleta a otra, y de un pasillo a otro, a medida que

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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