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dos? —respondió Uncas despectivamente —. Desde que ha sido vuestro prisionero, este delaware ha oído sonar dos veces a una conocida arma. Tus jóven...

dos? —respondió Uncas despectivamente —. Desde que ha sido vuestro prisionero, este delaware ha oído sonar dos veces a una conocida arma. Tus jóvenes no volverán. Una pausa breve y amarga siguió a esta atrevida afirmación. Duncan, entendiendo que el mohicano se refería al mortífero fusil del explorador, se interesó inmediatamente en los efectos que pudiera producir sobre los enemigos; pero el jefe se limitó a responder sencillamente: —Si los lenape son tan hábiles, ¿cómo es que uno de sus mejores guerreros está aquí? —Siguió los pasos de un cobarde que huía y cayó en una trampa. Incluso la más astuta ardilla puede ser atrapada. Mientras decía esto, Uncas señaló con el dedo hacia el solitario hurón, pero sin mirar a un ser tan poco digno de consideración. Las palabras y los ademanes de su respuesta tuvieron un fuerte impacto sobre los congregados. Todos miraron con resentimiento hacia el individuo señalado, mientras un murmullo amenazador recoma la multitud. Los rumores traspasaron la puerta, llegando hasta las mujeres y los niños que estaban apretujados contra ella, quienes se concentraron aún más para ver lo que acontecía, llevados por una ávida y tenebrosa curiosidad. Mientras tanto, los jefes ancianos reunidos en el centro intercambiaban impresiones con frases breves y entrecortadas. Ni una sola palabra se pronunció sin que diera a entender que el mensaje del cautivo se había entendido plenamente. De nuevo se sucedió una larga y solemne pausa. Todos los presentes sabían que era el preludio de una decisión importante y contundente. Los más alejados se pusieron de puntillas para observar la conclusión; e incluso el avergonzado cobarde se olvidó momentáneamente de su condición, llevado por una emoción más fuerte, mirando a la asamblea de jefes con gesto preocupado. El guerrero anciano al que tantas veces hemos aludido rompió por fin el silencio. Se levantó de su sitio y pasó por delante de la figura inmóvil de Uncas, colocándose en una postura repleta de dignidad ante el procesado. En ese momento, la mujer anciana de antes se aproximó al círculo ejercitando una especie de baile, lento y monótono, sosteniendo la antorcha y murmurando una retahíla de palabras apenas perceptibles, pero que se asemejaban a un encantamiento. Aunque su presencia constituía una clara intrusión, no se le dio importancia. Acercándose a Uncas, movía la ardiente llama de tal forma que iluminó todo su cuerpo, haciendo evidente hasta el más mínimo de sus gestos. El mohicano conservó una actitud firme e indolente; su mirada, lejos de corresponder a los ojos inquisidores de la vieja, se tomó lejana, como si penetrase todo obstáculo en su camino y se asomase a la eternidad. Terminada su prospección, la anciana le dejó complacida y procedió a llevar a cabo el mismo experimento con el inculpado miembro de su pueblo. El joven hurón llevaba pintura de guerra, y la constitución física que yacía bajo ella distaba de ser bien proporcionada. La luz de la antorcha reveló cada rasgo de su anatomía, y Duncan sintió repulsión ante el hecho de que temblaba con irreprimible agonía. La mujer comenzó a emitir un aullido solemne ante el triste y vergonzoso espectáculo, hasta que el jefe la apartó con su brazo y la hizo cesar. Junco-que-se-dobla —dijo, dirigiéndose al joven malhechor por su nombre y en su propio idioma—, aunque el Gran Espíritu te ha dotado de un aspecto grato, habría sido mejor que no hubieses nacido. Das rienda suelta a tu lengua en el poblado pero en el combate te callas. Ninguno de mis jóvenes guerreros se ensaña tanto con las estacas de guerra, y a la vez tan poco con los yengeese. El enemigo conoce bien tu espalda, pero no tu mirada. Tres veces te han desafiado, y otras tantas te negaste a responder. Tu nombre no se mencionará jamás en tu tribu, ya está en el olvido. Mientras pronunciaba estas palabras, el jefe hacía pausas entre cada frase, a la vez que el acusado levantaba su cara de un modo altivo con respecto al rango y la experiencia del otro. La vergüenza, el horror y la arrogancia luchaban entre sí sobre sus facciones. Su mirada, contraída por la angustia, se dirigió con odio hacia aquéllos por cuyas bocas había pasado su nombre, y esta emoción predominó durante un instante. Se levantó y dejó su pecho al descubierto, mirando fijamente el afilado y brillante cuchillo que sostenía su inexorable juez. A medida que el arma penetraba lentamente en su corazón, llegó incluso a sonreír, como si experimentara la alegría de una muerte menos desagradable de lo que había imaginado. Tras esto, cayó pesadamente a los pies del inmóvil e indiferente Uncas. La anciana dio un grito sonoro y contundente, mientras estrellaba la antorcha contra el suelo, dejando el lugar en tinieblas. Toda la masa de temblorosos espectadores huyó de la choza como un grupo de duendes asustados; y Duncan pensó que sólo él y el cuerpo aún caliente de la víctima de un juicio indio eran sus únicos ocupantes. Capítulo XXIV Así habló el sabio: los reyes sin demora Disuelven la reunión y obedecen a su jefe. Pope, La Ilíada. Bastó un solo momento para convencer al joven de que estaba equivocado. Una mano se posó con inmensa fuerza sobre su hombro, y la suave voz de Uncas le susurró al oído: —Los hurones son indignos. Ver la sangre de un cobarde no debe hacer temblar a un guerrero. El «Cabellos Grises» y el sagamore están a salvo, y el fusil de Ojo de halcón no duerme. Ahora vete; Uncas y «Mano tendida» deben ser desconocidos entre sí. Basta por ahora. Heyward hubiera querido saber más, pero un leve empujón por parte de su amigo le llevó hacia la puerta, recordándole el peligro que podría suponer el que fueran descubiertos. Con lentitud y torpeza, marchó del lugar y se introdujo en la multitud que estaba congregada allí cerca. Las debilitadas fogatas del descampado apenas iluminaban las siluetas de los que iban y venían en silencio, esporádicamente alumbrando la figura de Uncas, quien se mantenía dentro de la casa junto al cadáver del hurón. Pronto, un conjunto de guerreros se adentró de nuevo en el lugar, y salieron llevando los restos del indio hasta los bosques cercanos. Tras presenciar esta concluyente acción, Duncan deambuló entre las edificaciones, sin ser interrogado ni despertar interés alguno, ansioso de averiguar el paradero de aquella por la que arriesgaba su vida. En las circunstancias de aquel momento, habría sido fácil huir y reunirse con sus compañeros, si ése hubiese sido su deseo. Pero además de la incesante preocupación por Alice, un interés adicional por la suerte de Uncas le mantuvo en su sitio. Continuó pues, paseando de choza en choza y mirando dentro de cada una. Sólo se encontró con la decepción de no encontrar nada, hasta que recorrió el poblado entero en su búsqueda. Poniendo fin a tan inútil empresa, volvió hasta la casa de los consejos, dispuesto a preguntarle a David y así acabar con sus dudas. Al llegar al edificio que había servido tanto de tribunal como de patíbulo, el joven se encontró con que todo estaba en calma. Los guerreros se habían reunido de nuevo y estaban fumando tranquilamente mientras hablaban acerca de los incidentes de su reciente incursión en la cabeza del Horicano. Aunque su regreso hubiese podido volver a levantar sospechas acerca de su carácter y propósito, no produjo ninguna reacción visible. Hasta ese momento, la terrible escena que había acabado de ocurrir le pareció favorable para sus intenciones, y no dudó en procurar sacar provecho de una ventaja así. Sin miedo aparente, entró en el lugar y tomó asiento con porte sobrio, correspondiente con la actitud de sus anfitriones. Una fugaz pero intencionada mirada le sirvió para percatarse de que, si bien Uncas permanecía en el mismo sitio, David no había vuelto a aparecer. Ningún impedimento se le había aplicado al cautivo, salvo la vigilancia de un joven hurón situado cerca, y un guerrero armado ya estaba apostado en el poste de la pequeña entrada a la choza. Por lo demás parecía estar en libertad; aunque estaba excluido de la conversación, haciendo más las veces de una bien esculpida estatua que de un hombre con vida y voluntad propias. Los violentos castigos tribales de los que había sido testigo

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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