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viña, sus ojos con el azul del cielo, y la nube más pura, coloreada por los rayos rojizos del sol, no llegaba a ser tan atractiva como el brillo de...

viña, sus ojos con el azul del cielo, y la nube más pura, coloreada por los rayos rojizos del sol, no llegaba a ser tan atractiva como el brillo de su expresión sonrojada. Durante éstos y otros cánticos, no podía oírse otra cosa que no fuera el fluir de la música —aliviada o, si se quiere, atormentada por los ocasionales lamentos dolorosos, los cuales podían considerarse como los estribillos de esos cantos—. Los mismos guerreros delaware escucharon como si estuviesen hechizados; y sus semblantes dejaban muy claro hasta qué punto se identificaban con tales sentimientos. Incluso David se dejó llevar por el sonido de aquellas dulces voces; y tiempo después de terminado el cántico, su mirada anunciaba lo emocionada que estaba su alma. El explorador —el único entre los blancos que comprendía las palabras— abandonó su actitud meditabunda para escuchar con mayor atención lo que cantaban las muchachas. Cuando oyó acerca del futuro común de Cora y Uncas, agitó su cabeza en señal de desaprobación, como si diese por erróneas tan simples creencias, retomando su actitud pensativa. Así permaneció hasta el final de la ceremonia —si es que tales actos, tan llenos de sentimiento, pudiesen recibir ese calificativo—. Afortunadamente para ellos y sus convicciones, ni Heyward ni Munro pudieron entender el significado de los primitivos cánticos que oían. Chingachgook constituía la única excepción en cuanto al interés que dominaba a toda la comunidad nativa. Su mirada permaneció inalterable durante todo el proceso antes descrito; ni un solo músculo de su rostro se movió, incluso en los momentos más álgidos de las lamentaciones. Para él sólo existían los ya fríos e insensibles restos de su hijo, y el único sentido que no había anulado era el de la vista, con el fin de mirar con detenimiento y por última vez las facciones de un ser tan querido para él, al cual iba a poder contemplar ya poco tiempo y por última vez. A esas alturas de las honras fúnebres, un guerrero muy afamado por sus hazañas bélicas, y en especial por las de los últimos combates, avanzó desde la multitud con semblante sobrio y severo y se acercó al cuerpo del fallecido. —¿Por qué nos has dejado, orgullo de los wapanachki? —dijo, mientras se dirigía a los nulos oídos de Uncas, como si el barro sin vida pudiera retener los sentidos humanos—; tu tiempo ha sido como el del sol entre los árboles, tu gloria más brillante que su luz al mediodía. Te has ido, joven guerrero, pero cien wyandotes te allanarán el camino hacia el mundo de los espíritus. ¿Quién que te hubiera visto luchar hubiese pensado que podrías morir? ¿Quién había guiado alguna vez a Uttawa hacia la lucha antes de que vinieras tú? Tus pies eran como las alas de las águilas, tu brazo más fuerte que las grandes ramas de los pinos, y tu voz como la del Manittou cuando habla desde las nubes. La boca de Uttawa apenas puede hablar —añadió, mirando a su alrededor con melancolía—, y su corazón sometido a un gran pesar. Orgullo de los wapanachki, ¿por qué nos has dejado? A éste le siguieron otros, de acuerdo con un determinado orden, hasta que la mayoría de los hombres importantes y reconocidos de la nación había cantado o pronunciado su homenaje ante la figura del jefe sin vida. Después de que cada uno terminara, de nuevo reinaría un profundo y pesado silencio en el lugar. Entonces se oyó un sonido leve pero profundo, como si hubiese una música acompañando desde cierta distancia, dejándose oír lo justo como para ser reconocible, aunque dejando suficiente ambigüedad en su melodía como para que apenas pudiese ser identificada su naturaleza y su lugar de procedencia. Le siguió, no obstante, otra retahíla de lamentos, pero en un tono más alto, haciéndose más audible y nítida para el oído, hasta que por fin se oyeron palabras. Los labios de Chingachgook habían comenzado lo que sería el monólogo del padre del guerrero. A pesar de que ninguna mirada se tomó hacia él, ni se exhibió la más mínima señal de impaciencia, el modo en que los de la multitud levantaron sus cabezas dejó entrever que prestaban una atención tan grande como cuando les había hablado Tamenund. Pero su intención fue en vano. Las palabras se elevaron lo justo como para ser inteligibles, pero se volvieron más débiles y temblorosas, hasta desvanecerse como si las llevara el viento. Los labios del sagamore se cerraron y permaneció quieto en su asiento, dando la impresión de ser una criatura creada por el todopoderoso con el aspecto de un hombre pero sin el alma correspondiente al mismo, debido a su mirada fija y su forma inmóvil. Los delaware, quienes sabían que estos síntomas denotaban que la mente de su amigo no estaba preparada para tan gran esfuerzo de ánimo, aminoraron su atención y, con gran delicadeza, dedicaron sus pensamientos a los homenajes hacia la dama desconocida. Uno de los jefes más veteranos hizo una señal para llamar la atención de las mujeres que estaban cerca del cuerpo de Cora. Obedeciendo la orden, las muchachas levantaron la camilla hasta los hombros, avanzando a paso lento mientras cantaban otro apenado homenaje a la difunta. Gamut, habiendo observado todos esos ritos que aún consideraba propios de infieles, se agachó para dirigirse al distraído padre de la dama, susurrándole: —Se llevan los restos de su hija; ¿no debemos seguirles y asegurarnos de que ella tenga un entierro cristiano? Munro se sobresaltó, como si una trompeta hubiese sonada cerca de él, y tras mirar a su alrededor con gesto preocupado, se levantó y se puso detrás de la pequeña procesión, caminando con la gallardía de un soldado, pero soportando las penas de un padre. Sus amigos se congregaron a su alrededor, más afligidos de lo que cabría esperar de personas que no guardaban parentesco familiar con él; incluso el joven francés tomó parte en la escolta, expresando también su hondo pesar por la triste y prematura pérdida de una joven tan hermosa. Por otra parte, en cuanto la última y más humilde fémina de la tribu se hubo sumado a la procesión, los hombres lenape se concentraron alrededor de la persona de Uncas, tan solemnes, callados e inmóviles como antes. El lugar escogido para dar tierra a Cora era un pequeño montículo sobre el cual había crecido un grupo de frondosos pinos, dando lugar a una apropiada sombra de melancolía en ese sitio. Al llegar allí, las muchachas depositaron la camilla y, haciendo alarde de su paciencia nativa, esperaron durante varios minutos para que los familiares y amigos diesen alguna señal de estar satisfechos con lo dispuesto. Al final, el explorador, siendo el único que comprendía sus costumbres, les dijo en su idioma nativo: —Mis hijas han hecho bien; los hombres blancos se lo agradecen. Contentas con esta manifestación favorable, las muchachas procedieron a introducir el cuerpo en un féretro hábilmente fabricado a partir de la corteza de un abedul, tras lo cual se depositó en el oscuro hueco que sería su morada final. La ceremonia de cobertura de los restos, así como el procedimiento para disimular el enterramiento por medio de hojas y otros elementos naturales, también se llevaron a cabo con el mismo cuidado y esmero. Pero cuando habían concluido estas delicadas y piadosas labores por parte de las jóvenes, éstas quedaron expectantes, dando a entender que no sabían que más podían hacer. Entonces el explorador se dirigió de nuevo a ellas. —Mis jóvenes han hecho ya bastante —dijo—; el espíritu de un rostro pálido no requiere alimento ni otros enseres, ya que su premio lo recibe en el cielo de sus creencias —a continuación añadió, al ver que David estaba preparando su libro con la intención de ofrecer una canción santa—: Veo que aquél que conoce mejor los ritos cristianos se dispone a hablar. Con modestia, las féminas se apartaron, pasando de ser las protagonistas principales de la escena a ser humildes y atentas espectadoras de lo que seguía. Durante los momentos en que David entonaba sus piadosos sentimientos espirituales, no hubo la más mínima señal de sorpresa ni impaciencia por su parte. Escucharon como si entendiesen el significado de tan extrañas palabras, y dieron la sensación de comprender las nociones de dolor, esperanza y resignación que comunicaban. Emocionado por lo que había visto y posiblemente llevado por sus propios sentimientos personales, el maestro de canto se superó a sí mismo con respecto a sus acostumbrados esfuerzos. Su voz, potente y melodiosa, no tenía nada que en

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El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

Literatura e Ensino de Literatura Universidad Bolivariana de VenezuelaUniversidad Bolivariana de Venezuela

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