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En cuanto Uncas asestó el golpe se salió del círculo y miró al sol, el cual comenzaba a alcanzar el punto en el que la tregua con Magua llegaba a s...

En cuanto Uncas asestó el golpe se salió del círculo y miró al sol, el cual comenzaba a alcanzar el punto en el que la tregua con Magua llegaba a su fin. Este hecho fine anunciado al poco rato por medio de un significativo gesto y el correspondiente grito; y la multitud entera abandonó su mímica de guerra con alaridos de placer, para empezar enseguida con la práctica real de su propósito. Todo el campamento cambió drásticamente. Aunque ya estaban armados y pintados los guerreros, todos quedaron repentinamente quietos e indiferentes. Por otra parte, las mujeres salieron de las chozas entonando cánticos de júbilo que se entremezclaban con otros de lamento; una combinación tan extraña que resultaba difícil decir cuál de las dos emociones preponderaba. Todas ellas, sin embargo, estaban ocupadas. Algunas portaban sus enseres más preciados, otras sus hijos, y algunas llevaban a sus seres queridos, ancianos o enfermos, con ellas. Así se dirigían hacia el bosque, que se extendía como una rica capa de esplendor verde contra la ladera de la montaña. También Tamenund se puso en marcha, con expresión tranquila, tras entrevistarse brevemente con Uncas, del cual se apartó el patriarca con la misma reticencia que mostraría cualquier padre ante la partida de un hijo recién llegado y que se había dado por perdido durante mucho tiempo. Mientras tanto, Duncan dejó a Alice en un lugar seguro y se fue en busca del explorador, también mostrando en su rostro un gran entusiasmo por comenzar la inminente contienda. Pero Ojo de halcón estaba demasiado acostumbrado al canto de guerra y a los preparativos de los salvajes como para tener gran interés en toda la parafernalia anterior. Se limitó a fijarse en el número y la calidad de los guerreros que estaban dispuestos a seguirle a Uncas hasta la batalla. Pronto quedó satisfecho, pues como ya se ha podido comprobar, el carisma del joven jefe se hizo enseguida con todos los hombres de la nación capaces de luchar. Tras dirimirse esta cuestión de orden material, el explorador mandó a un chico indio a que fuera en busca del «mata-ciervos» y el fusil de Uncas, allí en el lugar en el cual los habían depositado antes de entrar en el campamento delaware. Ésta fue una medida con doble propósito: primero, así se aseguraban de que no cayeran las armas en manos enemigas si eran capturados, y en segundo lugar, les daba la oportunidad de aparecer ante el poblado más como víctimas que como hombres capacitados para defenderse y sobrevivir. Al hacer que otro se encargara de recuperar su apreciado fusil, el explorador estaba haciendo alarde de su habitual cautela. Sabía que Magua no habría venido solo, y también sabía que estarían al acecho los espías hurones a lo largo de los bosques circundantes, vigilando los movimientos de sus nuevos enemigos. Por consiguiente, no habría sido conveniente que él mismo fuese en busca del arma; un guerrero tampoco habría sido lo más adecuado; pero un niño no sería considerado peligroso hasta no verle con el fusil en las manos. Cuando Heyward fue a su encuentro, el explorador estaba pacientemente esperando el resultado de la maniobra. El chico, que estaba bien enseñado, aparte de ser bastante hábil, siguió adelante con su cometido, henchido del orgullo y la confianza inherentes a la juventud, moviéndose desde el claro hasta los árboles con descuidada soltura y entrando en la franja boscosa a poca distancia del punto en el que se encontraban las armas. No obstante, en cuanto se encontraba al amparo de la vegetación, su figura se movió con la rapidez de una serpiente en busca de su objetivo. Lo consiguió, y al momento siguiente apareció corriendo con la rapidez de un dardo, hasta el límite del poblado, con un arma en cada mano. Justo cuando estaba aproximándose a este punto, se oyó un disparo que confirmaba las sospechas del explorador. El chico lo contestó con un leve grito de desprecio; y una segunda bala se disparó desde un lugar distinto del bosque. Al momento siguiente, había superado la loma del borde del campamento y elevaba las armas en gesto de triunfo frente al famoso cazador, sintiéndose honrado de haber llevado a cabo tan glorioso servicio. A pesar de la preocupación que había sentido por la suerte del mensajero, tomó el «mata-ciervos» con tal satisfacción que se olvidó momentáneamente de todo lo demás. Tras examinar la pieza con atención, abriendo y cerrando la carcasa unas diez o quince veces, y probando exhaustivamente otros elementos, como el percutor, se dirigió al chico y le preguntó con gran sinceridad si se había lastimado. El pequeño le miró con orgullo, pero sin dar respuesta. —¡Ajá! ¡Ya veo, muchacho, que esos bribones te han rozado el brazo! — añadió el explorador, cogiéndole esa extremidad al callado sufridor, y observando la existencia de una herida limpia pero profunda en ella—; pero estas cosas también traen suerte. ¡Lo vendaremos con una tira de tela decorada! Has comenzado a ser un guerrero muy pronto, mi pequeño valiente, y probablemente lucirás más cicatrices en honor a tus hazañas a lo largo de tu vida. Conozco muchos jóvenes guerreros que han arrancado cabelleras, pero que no pueden presumir de una señal como ésta. Ahora vete —le dijo tras colocarle el vendaje—; ¡Tú serás un jefe! El chico se alejó, más orgulloso de su sangre derramada que cualquier soldado lo estaría de una condecoración, y volvió con los de su edad generando admiración y envidia entre ellos. Pero en un momento de tanta trascendencia, este acto aislado no recibió la atención que habría despertado en otras circunstancias. No obstante, sirvió para que los delaware tomaran consciencia de las posiciones, así como las intenciones, de sus enemigos. En consecuencia, se formó un grupo de hombres, mejor preparados que el inexperto aunque valiente muchacho, para dispersar a los intrusos. El objetivo fue logrado, ya que la mayoría de los hurones se retiraron de sus posiciones al verse descubiertos. Los delaware avanzaron hasta una distancia prudencial con respecto al campamento, y se detuvieron a la espera de nuevas órdenes para evitar caer en una emboscada. Dado que tanto los integrantes de un grupo como del otro permanecieron ocultos, el bosque volvió a estar tan silencioso y pacífico como lo estaría cualquier otra mañana de mediados del verano. Uncas, tranquilo pero expectante, reunió a sus jefes y repartió el mando. Presentó a Ojo de halcón como guerrero, ya que a menudo había demostrado su valía y lealtad. Cuando vio que su amigo fine bien recibido, le confirió el liderazgo de un grupo de veinte hombres, los cuales eran también activos, hábiles y tenaces como él. Les explicó a los delaware el rango que tenía Heyward entre los yengeese, por lo que le dotó también de la misma autoridad ahora. Sin embargo, Duncan declinó la oferta a cambio de poder servir como voluntario al lado del explorador. Tras esto, el joven mohicano nombró a varios nativos como responsables de distintos mandos y dio la orden para ponerse en marcha, ya que el tiempo apremiaba. Más de doscientos hombres le siguieron, muy dispuestos aunque totalmente en silencio. Entraron al bosque sin encontrar resistencia alguna; y sin toparse con ningún ser vivo que les alarmara o informara hasta que dieron con los suyos que ya se habían adelantado antes. En este punto se dio el alto para que se reunieran los jefes y celebrasen un «consejo susurrante». Durante esta conferencia se discutieron diversos planes operativos, aunque ninguno acababa de satisfacer al ardoroso caudillo que les mandaba. Si se hubiese dejado llevar por sus impulsos, Uncas habría hecho que todos le siguieran y entrasen inmediatamente a la carga contra el enemigo, confiando en la sorpresa y la suerte; pero tal procedimiento habría sido contrario a todas las enseñanzas y buenos consejos de los hombres de su tribu. Por lo tanto, y muy a pesar suyo, se vio obligado a tomar las debidas precauciones, debatiéndose entre el peligro en el que se encontraba Cora y la insolencia de Magua. Tras un infructuoso cambio de impresiones que duró muchos minutos, se detectó a un individuo solitario que avanzaba desde el lado enemigo, aproximándose con tal rapidez que les indujo a pensar que se trataba de un mensajero portando alguna propuesta de paz. No obstante, a unos cien metros del lugar en el que estaban a cubierto, el desconocido aminoró la marcha, como si dudara de su camino, y acabó deteniéndose. Todas las miradas se centraban ahora en Uncas, esperando su orden. —

Esta pregunta también está en el material:

El_ultimo_mohicano-James_Fenimore_Cooper
401 pag.

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