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a dar en el no ser... ¿No es así? -Sí. -¡Ea, pues! Considera al alma de la misma manera. ¿Acaso la injusticia y sus demás males la destruyen y corr...

a dar en el no ser... ¿No es así? -Sí. -¡Ea, pues! Considera al alma de la misma manera. ¿Acaso la injusticia y sus demás males la destruyen y corrompen cuando se le adhieren e infunden hasta llevarla a la muerte al separarla del cuerpo? -De ningún modo -contestó. -Por otra parte -observé-, es absurdo que la perversión ajena destruya una cosa y la propia no.-Absurdo. -Y reflexiona, ¡oh, Glaucón! -continué-, en que por la mala condición de los alimentos, sea ésta la que sea, ranciedad, putrefacción o cualquier otra, no pensamos que el cuerpo tenga que perecer, sino que, cuando la corrupción de esos alimentos ha hecho nacer en el cuerpo la corrupción propia de éste, entonces diremos que el cuerpo ha perecido con motivo de aquéllos, pero bajo su propio mal, que es la enfermedad; en cambio, por la mala calidad de los alimentos, siendo éstos una cosa y el cuerpo otra y no habiendo sido producido el mal propio por el mal extraño, por esa causa jamás juzgaremos que el cuerpo haya sido destruido. -Muy exacto es lo que dices -observó. X. -Pues bien, conforme al mismo razonamiento -dije-, si la corrupción del cuerpo no implanta en el alma la corrupción propia de ésta, no admitiremos que ella quede destruida por el mal extraño sin la propia corrupción, es decir, lo uno por el mal de lo otro. -Así es de razón -dijo. -Ahora, pues, o refutemos todo esto, como dicho fuera de propósito, o sostengamos, en tanto no esté refutado, que ni por la fiebre ni por otra cualquier enfermedad ni por el degüello ni aunque el cuerpo entero quede desmenuzado en tajos, ni aun así ha de perecer ni destruirse c el alma en lo más mínimo; sostengámoslo hasta que alguno nos demuestre que por estos padecimientos del cuerpo se hace ella más injusta o impía. Porque por la aparición en una cosa de un mal que le es extraño, si no se le junta el mal propio, no hemos de dejar que se diga que se destruye el alma ni otro ser alguno. -Pues en verdad -aseveró- que nadie demostrará jamás esto de que el alma de los que están en trance de morir se haga más injusta por la muerte. -Pero si alguien -dije yo-, por no ser forzado a reconocer que las almas son inmortales, se atreve a salir al encuentro de nuestro argumento y a decir que el moribundo se hace más perverso y más injusto, en ese caso juzgaremos que, si dice verdad el que eso dice, la injusticia es algo mortal, como una enfermedad, para el que la lleva en sí y, por causa de ello, que es matador por su propia naturaleza, mueren los que la abrazan, los unos en seguida, los otros menos prontamente; pero de manera distinta a aquella en que mueren ahora los injustos a manos de los que les aplican la justicia. -¡Por Zeus! -exclamó él-. La injusticia no aparecería como cosa tan terrible si fuera mortal para el que la abraza, porque sería su escape de los males; más bien creo que se muestra como todo lo contrario, porque mata, si le es posible, a los demás, pero al que la lleva en sí, a ése le hace estar muy vivo y además bien despierto. Tan lejos se halla, según parece, de producir la muerte. -Bien dicho -observé-; en efecto, si la propia perversión y el mal propio no son bastantes para matar y destruir el alma, el mal ordenado para otro ser estará bien lejos de destruirla ni a ella ni a cosa alguna salvo aquella para la que ese mal esté ordenado. -Bien lejos, como es natural -dijo. -Y así, si no perece por mal alguno ni propio ni extraño, es evidente que por fuerza ha de existir siempre; y lo que existe siempre es inmortal. -Necesariamente -dijo. XI. -Esto, pues, ha de ser así -afirmé-; y, si así es, comprenderás que existen siempre las mismas almas, ya que ni pueden ser menos, porque no perece ninguna, ni tampoco más, pues si se produjera algo de más en los seres inmortales, bien te das cuenta de que nacería de lo mortal, y entonces todo terminaría siendo inmortal. -Verdad es lo que dices. -Pero no podemos admitir eso -añadí-, porque la razón no lo permite, como tampoco que el alma, en su más verdadera naturaleza, sea algo que rebose diversidad, desigualdad y diferencia en relación consigo mismo. -¿Qué quieres decir? -preguntó. -No es fácil -dije- que lo eterno sea algo compuesto de muchos elementos y con una composición que no es la más conveniente, como en lo anterior se nos ha mostrado el alma. -No, no es propio. -Así, pues, el que el alma sea algo inmortal nos lo impone nuestro reciente argumento y los demás que se dan; pero para saber cómo sea ella en verdad no hay que contemplarla degradada por su comunidad con el cuerpo y por otros males, como lavemos ahora, sino adecuadamente con el raciocinio, tal como es ella al quedar en su pureza, y se la hallará entonces mucho más hermosa y se distinguirán más claramente las obras justas y las injustas y todo lo demás de que hemos tratado. Pero esto que acabamos de decir solamente es verdad según se nos aparece al presente, porque antes la hemos contemplado en una disposición tal que, así como los que veían al marino Glauco no podían percibir fácilmente su naturaleza originaria, porque, de los antiguos miembros de su cuerpo, los unos habían sido rotos y los otros consumidos y totalmente estropeados por las aguas, mientras le habían nacido otros nuevos por la acumulación de conchas, algas y piedrecillas, de suerte que más bien parecía una fiera cualquiera que lo que era por nacimiento, en esa misma disposición contemplamos nosotros al alma por efecto de una multitud de males. Por ello, Glaucón, hay que mirar a otra parte. -¿Adónde? -dijo. -A su amor del saber, y hay que pensar en las cosas a que se abraza y en las compañías que desea en su calidad de allegada de lo divino e inmortal y de lo que siempre existe; y en cómo haya de ser cuando vaya toda entera tras esto y se salga, por el mismo impulso, del mar en que se halla y se sacuda las muchas piedras y conchas que ahora, puesto que de la tierra se nutre, se han fijado a su alrededor: costra terrea, rocosa y silvestre procedente de esos banquetes a que suele atribuirse la felicidad. Y entonces se podrá ver su verdadera naturaleza, si es compuesta o simple o de qué manera y cómo sea. Por ahora, según creo, hemos recorrido suficientemente sus accidentes y formas en la vida humana. -En efecto -observó. XII. -Así, pues -pregunté-, ¿no hemos resuelto en nuestro razonamiento las dificultades propuestas sin celebrar por otra parte las recompensas y la gloria de la justicia como, según vosotros, hicieron Hesíodo y Homero, sino encontrando que la práctica de la justicia es en sí misma lo mejor para el alma considerada en su esencia, y que ésta ha de obrar justamente tenga o no tenga el anillo de Giges y aunque a este anillo se agregue el casco de Hades? -Pura verdad -respondió- es lo que dices. -Entonces -seguí- ¿se podrá ver con malos ojos, Glaucón, que, además de esas excelencias, restituyamos a la justicia y a las demás virtudes los muchos y calificados premios que suele recibir tanto de los hombres como de los dioses, así en vida del sujeto como después de su muerte? -De ningún modo -dijo. -¿Me devolveréis, pues, lo que tomasteis prestado en nuestra discusión? -¿Y qué es ello? -Os concedí que el justo pareciera ser injusto y el injusto justo; porque vosotros creíais que, aunque no fuera ello cosa que pudiera pasar a la vista de los dioses ni de los hombres, debía con todo concederse en gracia de la argumentación para que la justicia en sí fuese juzgada en relación con la injusticia en sí. ¿No lo recuerdas? -Mal haría -dijo- en no recordarlo. -Por consiguiente -dije-, puesto que ahora ya están juzgadas, pido de nuevo, en nombre de la justicia, que reconozcamos que ésta se nos muestra tal como corresponde al buen nombre que tiene entre los dioses y los hombres; y ello a fin de que recoja los premios del vencedor que gana por su fama y da a los que la poseen, puesto que ya la

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Platão e Sócrates no Pireo
940 pag.

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