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los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; n...

los límites de lo racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza y vengar las muertes de William y Justine. Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud de mi padre se vio profundamente afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth estaba triste y abatida; ya no encontraba ningún placer en sus actividades cotidianas; y cualquier alegría le resultaba sacrílega para con los muertos; pensaba que la pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje que tenía que rendir por la inocencia que se había destruido y aniquilado de aquel modo. Ya no era la criatura feliz que en su primera juventud había vagado conmigo por las orillas del lago y hablaba con alegría de nuestras perspectivas futuras. Ahora se había convertido en una mujer seria y a menudo hablaba de la volubilidad de la fortuna y de la inestabilidad de la vida humana. —Mi querido primo —me decía—, cuando pienso en la miserable muerte de Justine Moritz, me resulta imposible ver este mundo y todo lo que hay en él del mismo modo que antes. Antes consideraba las historias sobre el vicio y la injusticia que leía en los libros o que escuchaba a otros como cuentos de viejas o de demonios imaginarios; al menos, me parecían muy lejanos y más relacionados con la razón que con la imaginación; pero ahora la calamidad ha llegado a nuestra casa y todos los hombres me parecen monstruos sedientos de sangre de los demás. Pero estoy siendo ciertamente injusta. Todo el mundo creía que esa pobre muchacha era culpable; y si ella pudiera haber cometido el crimen por el que fue condenada, con toda seguridad habría sido la más depravada de todas las criaturas humanas. Solo por unas joyas… haber asesinado al hijo de su benefactor y amigo, un niño a quien ella misma había cuidado desde que nació y al que parecía querer como si hubiera sido el suyo propio… No puedo admitir jamás la ejecución de ningún ser humano, pero con toda seguridad habría pensado que un ser así no era digno de pertenecer a la sociedad. Sin embargo, era inocente. Lo sé, siento que era inocente. Tú eres de la misma opinión y eso me lo confirma. ¡Por Dios, Victor…! Si la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede estar seguro de alcanzar alguna felicidad? Siento como si estuviera caminando por el borde de un precipicio hacia el cual avanzan miles de seres que intentan arrojarme al abismo. William y Justine fueron asesinados, y el asesino escapa, fingiendo ser humano; anda libre por el mundo y quizá sea respetado. Pero aunque me condenaran a morir en el cadalso por esos mismos crímenes, no me cambiaría jamás por semejante monstruo. Escuché sus palabras con una angustia indescriptible. Yo era, no físicamente, pero sí efectivamente, el verdadero asesino. Elizabeth leyó la angustia en mi rostro y, cogiéndome cariñosamente la mano, dijo: —Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte; esos acontecimientos me han afectado… ¡Dios sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan destrozada como tú… Hay en tu rostro una expresión de dolor, y a veces de venganza, que me hace temblar; cálmate, mi querido Victor; daría mi vida por que estuvieras tranquilo. Verás como volveremos a ser felices: viviendo apaciblemente en nuestro país natal y apartados del mundo, ¿qué podría perturbar nuestra tranquilidad? Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras me lo decía, desmintiendo la misma felicidad que me prometía, pero al mismo tiempo sonreía de tal modo que podía apartar los demonios que se escondían en mi corazón. Mi padre, que vio en la tristeza se reflejaba en mi cara solo una exageración de la pena que debía sentir naturalmente, pensó que un entretenimiento adecuado a mis gustos sería el mejor medio para que recuperara la serenidad acostumbrada. Fue por este motivo por el que nos habíamos trasladado al campo; y, animado por la misma razón, ahora propuso que podíamos hacer un viaje al valle de Chamonix. Yo ya había estado allí, pero Elizabeth y Ernest nunca lo habían visitado; y ambos habían expresado muy a menudo su deseo de ver aquel sitio, que todo el mundo les había descrito como un lugar maravilloso y sublime. Así pues, a mediados del mes de agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine, partimos de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje. El tiempo era maravilloso; y si mi pena hubiera sido de esas que se pueden ahuyentar mediante cualquier entretenimiento pasajero, aquel viaje habría obtenido ciertamente el resultado que mi padre se había propuesto. En todo caso, me interesó un tanto el paisaje: a veces me apaciguaba, pero no podía mitigar del todo mi dolor. Durante el primer día, viajamos en un carruaje. Por la mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las que nos dirigíamos poco a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por el que transitábamos, y que estaba formado por el Arve, cuyo curso seguíamos, se cerraba sobre nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso, vimos las inmensas montañas y precipicios descolgándose sobre nosotros por todas partes y oímos el sonido del río rugiendo entre las rocas y las cascadas precipitándose alrededor. Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en mulas; y a medida que ascendíamos más y más, el valle adquiría un aspecto más bello y frondoso. Los castillos en ruinas colgando de los precipicios en montañas pobladas de pinos, el Arve impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí y allá entre los árboles formaban una escena de singular belleza. Pero aún lo fue más, y se acercó a lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes, cuyas blancas y brillantes pirámides y cúpulas se elevaban como torres sobre todo lo existente en la Tierra: la morada de otra raza de seres. Cruzamos el puente de Pelissier, donde la quebrada que forma el río se abría ante nosotros, y comenzamos a ascender la montaña que se elevaba sobre él. Poco después, entramos en el valle de Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso y sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como el de Servox, que era el que acabábamos de dejar atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas, pero ya no vimos más castillos en ruinas ni tierras fértiles. Los inmensos glaciares se acercaban casi al camino; oímos el atronador retumbar de avalanchas que se desprendían y la huella de neblina que dejaban a su paso. El Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc, se elevaba sobre las aiguilles que lo rodean, y su imponente cúpula dominaba el valle. Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a Elizabeth y me esforcé en señalarle las distintas maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a mi mula a quedarse atrás, para poder entregarme así a las penas de mis pensamientos. En otras ocasiones espoleaba al animal para que adelantara a mis compañeros de viaje, para poder olvidarme de ellos, del mundo y, sobre todo, de mí mismo. Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba y me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el horror y la desesperación. A las ocho de la tarde llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba encantado y muy animado. La única circunstancia que le molestaba era el viento del sur y la lluvia que ese viento prometía para el día siguiente. Nos retiramos pronto a nuestros aposentos, pero no a dormir: al menos, yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a la ventana, observando los pálidos resplandores que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana. CAPÍTULO 15 Al día siguiente, contrariamente a los pronósticos de nuestros guías, hizo muy bueno, aunque el cielo estaba nublado. Visitamos las fuentes del Arveiron y paseamos a caballo por el valle hasta la tarde. Aquellos paisajes sublimes y magníficos me proporcionaban todo el consuelo que podía recibir. Me elevaban por encima de la mezquindad; y aunque no podían disipar mi dolor, lo mitigaban y lo acallaban. En alguna medida, también, apartaban mi mente de los pensamientos en los que había estado sumida durante el último mes. Regresaba al atardecer, agotado pero menos desdichado, y conversaba con mi familia con más simpatía de lo que había sido mi costumbre desde hacía algún tiempo. Mi padre estaba contento, y Elizabeth,

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Frankenstein-Mary_Shelley
191 pag.

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