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un criminal. Douglas miró a su hijo con gravedad. —Tú nunca le has comprendido. No es que yo le entienda, pero al menos puedo acercarme a vislumbra...

un criminal. Douglas miró a su hijo con gravedad. —Tú nunca le has comprendido. No es que yo le entienda, pero al menos puedo acercarme a vislumbrar el modo en que él ve el mundo. Pero tú… —Lo sé. No podríamos ser más opuestos, ¿eh? —Parece que no. —¿Te pidió que hablaras conmigo? —Sí. —No cederé. —Eso dijo él. Padre e hijo guardaron silencio, ambos pensando en Seid y en la particular relación que tenían con él. Había algo especial en Seid; cada persona que le conocía lo experimentaba de forma diferente, pero nadie era capaz de explicar de qué se trataba. Una enorme fuerza militar llevaba tres días viajando casi a marchas forzadas a través de los bosques tropicales del Cabo Blanco, en la Tierra de Fuego. Aquel impresionante contingente se aproximaba cada vez más a la capital ullani, Kylâsh. Pese a que Zar se había visto obligado a dejar nutridos destacamentos en las zonas recientemente liberadas, el número de tropas de su ejército no se había visto mermado gracias a la continua admisión de nuevos voluntarios. La fama de su comandante los precedía; los relatos de sus hazañas estaban en boca de todos; su leyenda crecía cada día que pasaba. Los jóvenes ullani necesitaban mucho menos que aquello para enrolarse. El cuarto día de marcha, el ejército de Zar era más numeroso que las tropas que fueron enviadas inicialmente a la campaña del Cabo Blanco. Aunque muchos de ellos no estaban tan bien entrenados, parecían bastante fanáticos y fácilmente influenciables, características que Zar consideraba de lo más conveniente para sus propósitos. A media mañana, el coronel Nikka se acercó a él desde la retaguardia, espoleando a su enorme corcel negro. El propio Zar también montaba un espectacular caballo de pelaje negro azabache que había adornado con los colores de su bandera personal. Poco a poco, de forma sutil pero eficaz, haría desaparecer los símbolos del u-Wathor y los sustituiría por los de su propio ejército. Tenía poco tiempo antes de llegar a Kylâsh, tan sólo unos siete u ocho días, pero con ayuda de la magia podría tener todo listo para entonces. —¡Señor! —llamó Nikka. —¿Qué pasa? —Una serpiente ha mordido a uno de los jóvenes reclutas antes de que la mataran. Preguntan si sería posible parar un instante para intentar amputarle el brazo y que… —No será necesario. Haz que lo traigan aquí y reducid la marcha al paso medio de infantería. Tras un momento de vacilación, Nikka respondió con voz potente: —Sí, mi general. Aquél era un buen momento para empezar a influir en sus nuevos seguidores. Dos jinetes ayudaron a traer al chico hasta la posición de Zar. Tres nuevos reclutas los acompañaban, con miradas de preocupación. —¿Quiénes son? —preguntó Zar a uno de los jinetes. —Dos amigos suyos y su hermano mayor, señor. —No os preocupéis —les dijo Zar—. No perderá el brazo y se recuperará enseguida. Los jóvenes se miraron, esperanzados. Entonces, Zar agarró del cinto al recluta herido y lo izó con una sola mano hasta colocarlo delante de él, sobre el lomo del caballo. El chico estaba inconsciente y tenía mucha fiebre; no hubiera durado mucho sin ayuda. Zar aferró el brazo herido con su mano derecha y empleó la magia para limpiar su cuerpo de veneno. Después se estiró para alcanzar una de las cantimploras que pendían del costado de su cabalgadura y vertió su contenido sobre la cabeza del joven, que de pronto abrió los ojos, sin saber dónde estaba. Zar le ayudó a bajarse del caballo, momento en que el muchacho se percató de su situación. Sus jóvenes compañeros le abrazaron, llenos de júbilo. —Muchas gracias, mi general. Yo… Yo no sé… —No digas nada, muchacho. Sólo demuéstrame que salvarte la vida no ha sido una equivocación la próxima vez que tengamos que presentar batalla. —¡Sí, señor! Estaréis orgulloso de mí. La sonrisa del joven recluta era tan amplia que Zar pensó que se le desencajaría la mandíbula. Poco después, Nikka se acercó a Zar. —Señor —dijo en voz baja—, os ruego que disculpéis mi atrevimiento, pero… ¿eso no es… magia? —Por supuesto que lo es. —Pero señor… —La magia es una herramienta muy útil, sobre todo para usos militares. ¿Crees que voy a dejar morir a uno de nuestros reclutas sólo porque una estúpida y decrépita ley prohíba el uso de la magia? De ninguna manera. —Pero se supone que… —No supongas nada, Nikka. El mundo está cambiando y nosotros estamos en la cresta de la ola del cambio. Puedo sentirlo. ¿Nunca has percibido que tenías el poder de hacer cosas extraordinarias? —Sí. —Y siempre que lo intentaste te dijeron que aquello era magia y estaba prohibido. Luego tendremos una reunión de oficiales y aclararemos muchas cosas. Os contaré más cosas del plan que te esbocé en el campamento del Cabo Blanco. —Bien, mi general. Sabéis que mi lealtad hacia vos es absoluta. —No me cabe la menor duda, mi buen Nikka. No pasó mucho tiempo antes de que la milagrosa sanación del recluta llegara a oídos de todos los soldados. Para las tropas veteranas sólo era una hazaña más que apuntar a su poderoso general. Para los nuevos voluntarios, suponía la confirmación de que lo que habían oído era verdad. Aunque algunos se mostraron recelosos acerca del uso de la magia, Zar lo había calculado todo a la perfección. Tras su reunión con los oficiales, en la que expuso los principales trazos de su complejo plan, y en la que obtuvo un apoyo casi incondicional, éstos se encargaron de hacer llegar a todos la noticia de que la magia no sólo estaba permitida, sino que era necesaria. Las gloriosas campañas que estaban por venir, y cuyas batallas se librarían contra otras tribus que sí usaban la magia, requerían que también los ullani aprendieran sus secretos. Justo después de dejar a su padre en casa para volver al centro de mando, Meldon recibió una llamada de Karles de Puankt. Al parecer, el predicador tenía nuevas noticias acerca de la petición de Julia, la computadora personal de Mel. Éste hizo que su transporte cambiara de dirección para pasar por la sede de la Escuela. A los pocos minutos, entraba en el despacho de Karles. —Perdone por hacerle venir hasta aquí, pero… —No tiene por qué disculparse —dijo Meldon con una sonrisa—. Bueno, ¿qué ocurre? —La Escuela ha dado mayor importancia de la que yo esperaba a la petición de Julia. Me comunicaron que debía llevar el asunto con la mayor discreción posible y que el Consejo no debía saber nada por el momento. También dijeron que usted y Julia deberían viajar lo antes posible a la Escuela, en la Tierra. —¿Cómo? Usted dijo que llevaría tiempo. —Lo sé, pero el Cónclave está muy alterado. —¿Por qué? —No lo sé. —¿No han querido decírselo? —No es eso. Las cosas no funcionan así en la Escuela. Verá… Que yo le diga a usted que no debería comentar nada para que no intervenga el Consejo es aceptable en cierto modo. Al fin y al cabo, usted puso en mí su confianza y yo estoy moralmente obligado a respetar esa confianza. Sin embargo, el Cónclave no tiene esa obligación moral. La única razón por la que ellos me han aconsejado mantener esto en secreto es porque estamos tocando una fibra muy sensible. Si yo los hubiera interrogado acerca de lo que estaba pasando, ellos me lo hubieran dicho, pero no quería hacerlo hasta estar seguro de que usted quería involucrarse en esto. Vaya… ¿Qué puede ser tan grave? Es decir, entiendo que tanto la Escuela como el Consejo se interesen por un posible avance en la inteligencia artificial, pero tampoco es una cuestión que… —Bueno… Aunque no comparto del todo su valoración sobre la importancia de las demandas de Julia, sospecho que no se trata sólo de eso. —¿Qué otra cosa puede ser? —Paraíso. —¿Paraíso? Karles asintió, con gesto grave. —Como ya sabe, los primeros capítulos del Libro de la moral universal fueron escritos por Jane Polster, de la legendaria expedición al sistema Lambda, la primera entre los que fueron conocidos como los Iluminados. Los eruditos de la Escuela llevan siglos estudiando esos textos en busca de las claves para descifrar todos los enigmas de la Gran Conversión, y también de Paraíso. —Eso tengo entendido. —Bien… Es posible

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El espejo - Eduardo Lopez Vera
268 pag.

Empreendedorismo Faculdade das AméricasFaculdade das Américas

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