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puro como no ha brillado jamás en el mundo. A la izquierda resplandecía el agua, y reflejaba la parte izquierda de mi cuerpo; así es que me miraba ...

puro como no ha brillado jamás en el mundo. A la izquierda resplandecía el agua, y reflejaba la parte izquierda de mi cuerpo; así es que me miraba en ella como en un espejo. Cuando desde mi orilla llegué a un punto en que únicamente el río me separaba de aquéllos, me detuve para mirar mejor, y vi las llamas caminando hacia adelante, dejando tras de sí pintado el aire con rasgos semejantes a banderolas extendidas; de modo que sobre ellas se veían claramente siete listas formadas de los colores de que el Sol hace su arco y Delia su cinturón. Aquellas listas se extendían por el cielo más allá de lo que alcanzaba mi vista, y según me pareció, las de los extremos distaban entre sí diez pasos una de otra[92]. Bajo el hermoso cielo que describo, se adelantaban de dos en dos veinticuatro ancianos coronados de azucenas[93]. Todos cantaban: "Bendita tú eres entre las hijas de Adán, y benditas sean eternamente tus bellezas." Después que las flores y las frescas hierbecillas que había en la otra ribera frente a mí se vieron libres de aquellos espíritus elegidos, así como en el cielo siguen unas a otras las estrellas, en pos de los ancianos vinieron cuatro animales, con ellos coronados de verdes hojas[94]. Cada uno tenía seis alas, con las plumas llenas de ojos, como serían los de Argos si viviese[95]. Lector, no empleo mis rimas en describir las formas de estos animales, pues me contiene tanto el gasto futuro, que no puedo ser ahora pródigo; pero puedes leer a Ezequiel, que los pinta tales como los vió acudir de las frías regiones, con el viento, con las nubes y con el fuego; y del mismo modo que los encontrarás en sus libros, así se presentaban aquí si se exceptúa que, en cuanto a las alas, Juan está conmigo y se separa de él. El espacio que quedaba entre los cuatro lo ocupaba un carro triunfal sobre dos ruedas, que iba tirado por un grifo. Este extendía sus alas ante la lista de en medio y las tres de ambos lados, sin que interceptara ninguna de ellas al hender el espacio entre las mismas comprendido. Se elevaban tanto, que se las perdía de vista: la parte de su cuerpo que era ave tenía los miembros de oro, y los de la otra parte eran blancos manchados de rojo. Ni Escipión el Africano, ni aun Augusto, hicieron jamás recrearse a Roma en la contemplación de un carro tan bello, y aun comparado con él, sería pobre aquel carro del Sol, que desviándose de su camino, fué abrasado, por los ruegos de la Tierra suplicante, cuando Júpiter fué misteriosamente justo. Tres mujeres venían danzando en redondo al lado de la rueda derecha; una de ellas tan roja, que apenas se la hubiera distinguido dentro del fuego: la otra era como si su carne y sus huesos fuesen de esmeralda: la tercera parecía nieve recién caída[96]. Tan pronto iba a la cabeza la blanca, como la roja; y según el canto de ésta, así las demás ajustaban el paso, avanzando lentas o rápidas. Hacia la izquierda del carro venían gozosas otras cuatro vestidas de púrpura asustando sus movimientos al de una de ellas, que tenía tres ojos en la cabeza.[97] En pos de estos grupos de que acabo de hablar, vi dos ancianos con diferentes vestiduras; pero iguales en su actitud, venerable y reposada. Uno de ellos parecía ser de los discípulos de aquel gran Hipócrates, a quien hizo la naturaleza en favor de los seres animados que le son más queridos;[98] el otro demostraba un cuidado contrario, con una espada tan reluciente y aguda, que a través del río me causó miedo.[99] Después vi otros cuatro de humilde apariencia;[100] y detrás de todos venía un anciano solo y durmiendo, pero con la faz inspirada.[101] Estos siete estaban vestidos como los veinticuatro primeros; pero no iban coronados de azucenas, sino de rosas y de otras flores coloradas; quien los hubiese visto desde algo lejos, habría jurado que ardía una llama sobre sus sienes. Cuando el carro estuvo frente a mí, se oyó un trueno; y aquellos dignos personajes, como si se les hubiera prohibido seguir adelante, se detuvieron allí al mismo tiempo que los candelabros. CANTO TRIGESIMO UANDO se detuvo el septentrión del primer Cielo, que no conoció nunca orto ni ocaso, ni más niebla que el velo que sobre él corrió el pecado, y que allí enseñaba a cada cual su deber, como el septentrión más bajo lo enseña al que dirige el timón para llegar al puerto, los veraces personajes que iban entre el Grifo y los siete candelabros se volvieron hacia el carro, como hacia el fin de sus deseos; y uno de ellos como enviado del Cielo, exclamó tres veces cantando: "Veni, sponsa, de Libano," y todos los demás cantaron lo mismo después de él. Así como los bienaventurados, cuando llegue la hora del juicio final, se levantarán con presteza de sus tumbas, cantando "Aleluya" con su voz recobrada por fin, del mismo modo se elevaron sobre el carro divino, "ad vocem tanti senis," cien ministros y mensajeros de la vida eterna. Todos decían: "Benedictus qui venis," y después, esparciendo flores por encima y alrededor, añadían: "Manibus o date lilia plenis." Yo he visto, al romper el día, la parte oriental enteramente sonrosada, el resto del cielo adornado de una hermosa serenidad, y la faz del Sol naciente cubierta de sombras, de suerte que a través de los vapores que amortiguaban su resplandor, podía contemplarla el ojo por largo tiempo: del mismo modo, a través de una nube de flores que salía de manos angelicales y caía sobre el carro y en torno suyo, se me apareció una dama coronada de oliva sobre un velo blanco, cubierta de un verde manto, y vestida del color de una vívida llama.[102] Mi espíritu, que hacía largo tiempo no había quedado abatido, temblando de estupor en su presencia, sin que mis ojos la reconocieran, sintió no obstante el gran poder del antiguo amor, a causa de la oculta influencia que de ella emanaba. En cuanto hirió mis ojos la alta virtud que me había avasallado antes de que yo saliera de la infancia, me volví hacia la izquierda, con el mismo respeto con que corre el niño hacia su madre, cuando tiene miedo, o cuando está afligido, para decir a Virgilio: "No ha quedado en mi cuerpo una sola gota de sangre que no tiemble; reconozco las señales de mi antigua llama." Pero Virgilio nos había privado de sí; Virgilio, el dulcísimo padre, Virgilio, que me había sido enviado por aquélla para mi salvación. Ni aun todo lo que perdió la antigua madre pudo impedir que mis mejillas enjutas se bañaran en triste llanto. —¡Dante, no llores todavía; no llores todavía porque Virgilio se vaya, pues es preciso que llores por otra herida! Como el almirante que va de popa a proa examinando la gente que monta los otros buques, y la anima a portarse bien, del mismo modo sobre el borde izquierdo del carro, vi yo, cuando me volví al oír mi nombre, que aquí se consigna por necesidad, a la Dama que se me apareció anteriormente velada por los halagos angelicales, dirigiendo sus ojos hacia mí de la parte acá del río. Aunque el velo que descendía de su cabeza, rodeado de las hojas de Minerva, no permitiese que se distinguieran sus facciones, con su actitud regia y altiva continuó de esta suerte, como aquel que al hablar reserva las palabras más calurosas para lo último: —Mírame bien, soy yo; soy en efecto Beatriz, ¿Cómo te has dignado subir a este monte? ¿No sabías que el hombre es aquí dichoso? Mis ojos se inclinaron hacia las limpias ondas; pero viéndome reflejado en ellas, los dirigí hacia la hierba: tanta fué la vergüenza que abatió mi frente. Parecióme Beatriz tan terrible como una madre irritada a su hijo, porque amarga el sabor de la piedad acerba. Ella guardó silencio, y los ángeles cantaron de improviso: "In te Domine speravi;" pero no pasaron de "pedes meos." Así como la nieve se congela y endurece al soplo de los vientos de Esclavonia, entre los árboles que crecen sobre el dorso de Italia; y luego se licúa por sí misma, en cuanto la tierra que pierde la sombra envía su aliento, semejante al fuego que derrite una vela; así me quedé sin lágrimas ni suspiros antes

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La_divina_comedia-Dante_Alighieri
444 pag.

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