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0811und2art1godoy1993 - Maleno Baez

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MÓDULO 0811 - PSICOLOGÍA TEÓRICA III. EL PROCESO TERAPÉUTICO EN LA APROXIMACIÓN COGNITIVO – CONDUCTUAL 1 
 
UNIDAD II. PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL 
 
 
 
 
 
L e c t u r a 1 
Godoy, J. (1993). El proceso de la evaluación 
conductual. En V. Caballo (dir). Manual 
de técnicas de terapia y modificación de 
conducta. Madrid: Siglo XXI. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INDICE 
 
UU NN II DD AA DD II II .. 
 
PP RR OO CC EE SS OO DD EE LL AA 
EE VV AA LL UU AA CC II ÓÓ NN CC OO NN DD UU CC TT UU AA LL 
 
 
 
EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL .................2 
Las fases del proceso de evaluación conductual ......................2 
Análisis del motivo de consulta ..............................................2 
Establecimiento de las metas últimas del tratamiento ...........3 
Variables de las que dependen las metas últimas del 
tratamiento .............................................................................4 
Análisis de las conductas problema.......................................4 
El estudio de los objetivos terapéuticos .................................6 
La elección de las conductas meta ........................................6 
La prioridad en las conductas objetivo...................................7 
Criterios directrices para la elección del tratamiento 
adecuado ...............................................................................8 
La estrategia del análisis funcional ........................................8 
La estrategia de la conducta clave.........................................8 
La estrategia diagnóstica .......................................................9 
La estrategia de la guía teórica..............................................9 
Evaluación de los resultados del tratamiento.......................10 
Valoración de las metas últimas del tratamiento..................11 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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MÓDULO 0811 - PSICOLOGÍA TEÓRICA III. EL PROCESO TERAPÉUTICO EN LA APROXIMACIÓN COGNITIVO – CONDUCTUAL 2 
 
EELL PPRROOCCEESSOO DDEE LLAA EEVVAALLUUAACCIIÓÓNN CCOONNDDUUCCTTUUAALL 
 
Distintos autores suelen proponer un número diferente de 
pasos en la realización de una evaluación conductual (Barrios y 
Hartman, 1986; Fernández Ballesteros, 1980; Llavona, 1984; 
Nelson y Hayes, 19866; Silva, 1985). En la mayoría de los casos 
se está de acuerdo en que pueden distinguirse, al menos, tres 
fases principales: 
• Selección y descripción de las conductas problema. 
• Selección de las técnicas de intervención con las que se 
incidirá sobre las conductas descritas en el paso anterior 
• Valoración de los efectos producidos por la intervención 
realizada. 
Algunos autores (p.ej., Llavona, 1984), tras la fase de 
selección y descripción de las conductas problema (análisis 
topográfico o morfológico y análisis funcional de las mismas) 
sitúan, en nuestra opinión muy acertadamente, la elección de los 
objetivos del tratamiento. 
En el presente capítulo se añadirá alguna fase más, en un 
intento por describir y clarificar los distintos pasos a través de los 
cuales el terapeuta de conducta se enfrenta a los problemas que 
le plantea el paciente y le ayuda a solucionarlos. Las fases, pues, 
que a continuación se detallan representan aquello que el 
terapeuta hace desde que se dispone a enterarse de los pro-
blemas que aquejan al paciente hasta que finaliza su 
intervención. 
Seguidamente describiremos cada una de las fases del 
proceso de evaluación conductual. 
Las fases del proceso de evaluación conductual 
Análisis del motivo de consulta 
Posiblemente no existe una fase del proceso de 
evaluación conductual menos estudiada que el análisis del 
motivo por el que el paciente acude a consulta por el que otras 
personas importantes de su medio lo traen. Prácticamente oda la 
algunas hayan sido estudiadas con mucha mayor profusión que 
otras. Es más, la mayoría de los autores suelen pasarla casi 
completamente por alto, comenzando con la traducción del 
motivo de consulta en conductas operacionalmente definidas, de 
tal forma que a lo más que suelen llegar es a dar algunos 
consejos de tipo general. Así, algo frecuentemente recomendado, 
es pedir al paciente que ponga ejemplos del problema del que se 
queja, o de cosas que deberían ocurrir para que éste mejorara 
(Nelson y Hayes, 19866). Lazarus (1971), por su parte, pide a los 
pacientes que señalen tres cosas en que su vida podría mejorar. 
Sin embargo, como resulta obvio, antes de traducir a conductas 
es absolutamente necesario tener perfectamente claro qué es lo 
que se necesita traducir. Sin embargo, la importancia de atender 
a una descripción completa de cuáles pueden ser las quejas y 
demandas del paciente y de su ambiente, aparece clara en los 
llamamientos de algunos autores para que el evaluador 
conductual se asegure de que la conceptualización teórica que 
hace del problema representa adecuadamente los motivos por 
los que se realiza la consulta (Bacr, 1982; Evans, 1985; Hawkins, 
1986; Kanfer, 1985; Kazdin, 1985b). Así, por ejemplo, Baer 
(1982) manifiesta que «esta disciplina (el análisis funcional 
aplicado) necesita conocer... cómo traducir cualquier queja del 
paciente en conductas a cambiar, de modo que, si se las cambia, 
convertirán las conductas de queja del paciente en conductas de 
satisfacción» (p. 286). Para ello, desde luego, es necesario 
conocer con exactitud y de forma completa cuáles son las 
conductas de queja del paciente. Igualmente ilustrativo puede 
resultar el siguiente caso propuesto por Hawkíns (1975): 
Se trataba de un joven biólogo, con el grado de doctor, 
que recientemente había desarrollado, sin causa orgánica alguna 
que lo justificara, una ceguera, supuestamente histérica, y había 
perdido su puesto de trabajo como profesor universitario. El tera-
peuta de conducta construyó un aparato de laboratorio con el que 
el paciente debía realizar discriminaciones visuales gruesas, 
recibiendo choques eléctricos en caso de no realizarlas. 
Conforme el paciente iba mostrando cada vez mayor efectividad 
en la realización de los problemas de discriminación que se le 
literatura existente versa sobre el resto de las fases, aun cuando proponían, éstos fueron haciéndose cada vez más complejos y 
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sutiles hasta que el paciente mostró una discriminación visual 
considerada normal. 
Esta forma de actuar, como dice Hawkins al describir el 
caso, puede resultar razonable para muchos terapeutas 
conductuales. Sin embargo, un estudio más detenido de la vida 
del paciente mostró datos interesantes: el biólogo había tenido 
grandes dificultades para terminar sus estudios en la facultad, su 
trabajo como profesor era su primera ocupación, lo llevaba 
desempeñando sólo unos cuantos meses cuando mostraba 
grandes signos de ansiedad. 
Como concluye Hawkíns en un escrito posterior, al 
comentar el caso (Hawkins, 1986), «los problemas del paciente 
eran, desde luego, bastante más que una ceguera histérica» (p. 
357). 
Esta necesidad de atender y clarificar todo el 
conglomerado de quejas y demandas que presenta el propio 
paciente, así como las demandas que el entorno en que vive le 
presenta, requiere una exploración minuciosa y activa por parte 
del evaluador, si es que no quiere quedarse únicamente en 
aquellos problemas más llamativos o más molestos que son los 
primeros en salir a la luz en las entrevistas diagnósticas iniciales 
y que pueden quedar como los únicos existentes (al menos 
durante un largo período del proceso evaluador y terapéutico), si 
el terapeuta no se mantiene vigilante. 
Esta exploración activa de los posibles motivos de 
consulta parecenecesaria aun en aquellos casos en los que el 
problema aparentemente resulta «monosintomático», como es el 
caso anteriormente expuesto de Hawkins (1975). Sí el sujeto 
acude a consulta es porque el «síntoma» es importante. Esto es, 
porque influye sobre aspectos importantes de su vida o de su en-
torno. Por ejemplo, nadie acude a consulta porque le tenga 
miedo a subir a los aviones si ello no acarrea consecuencias 
importantes en su vida diaria. 
Aparte de estas llamadas de atención y ejemplos 
señalando la necesidad de realizar un estudio exhaustivo de lo 
que puede ser el motivo de consulta, poco se ha hecho en el 
estudio de esta fase de la evaluación. Así, en el momento 
presente, se echan en falta guías teóricas o reglas de 
procedimiento que permitan enfrentarse con esta fase de la 
evaluación de forma segura. Cabe destacar, no obstante, 
algunos esfuerzos realizados en este sentido por auto-res como 
Lazarus (1981) con la creación de su Cuestionario Multimodal de 
la Historia de Vida, o, entre nosotros, el tratamiento recibido por 
la historia clínica en el libro de Bartolomé, Carrobles, Costa y Del 
Ser (1977). 
Establecimiento de las metas últimas del tratamiento 
Hace ya algunos años que Rosen y Proctor (1981) 
diferenciaron entre lo que ellos denominan los «resultados 
finales» (lo que nosotros hemos venido llamando metas últimas, 
«goals»), los «resultados instrumentales» (conductas objetivo, 
«target behavior») y los «resultados intermediarios» del 
tratamiento. Para estos autores (Rosen y Proctor, 1981), los 
resultados finales hacen referencia a los criterios utilizados para 
considerar el tratamiento como un éxito. A estos resultados, por 
tanto, se les pedirá que posean validez clínica y social. Por ello, 
los cambios directa o indirectamente logrados deberán ser 
clínicamente relevantes y socialmente significativos. Ello supone 
que puedan utilizar los distintos valoradores sociales que resulten 
pertinentes. Esto es, los resultados finales deben haber 
solucionado las demandas del paciente y de los agentes sociales 
significativos que lo rodean. 
Los resultados instrumentales, para Rosen y Proctor, son 
aquellos que son suficientes para alcanzar otros resultados sin 
intervención adicional. Deben, pues, poseer validez clínica, en el 
sentido de que con su consecución se logre afrontar con éxito las 
respuestas clínicas que se persiguen (p.ej., todas y cada una de 
las conductas que se conciben propias de la depresión). De la 
misma forma, deben valorarse también según su contribución en 
la consecución de los resultados finales. Esto último tiene una 
doble vertiente: que los resulta-dos instrumentales sean 
suficientes para alcanzar los resultados finales, y que exista 
alguna forma de intervenir sobre los resultados instrumentales. 
Por último, Rosen y Proctor diferencian lo que ellos 
denominan resultados intermediarios, es decir, aquellos que 
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facilitan la continuación del tratamiento o posibilitan la aplicación 
de determinadas técnicas de intervención (p.ej., la capacidad de 
imaginar para aplicar la desensibilización sistemática por medio 
de la imaginación). 
Con las expresiones «metas», «objetivos últimos de la 
terapia», o «resultados finales», en palabras de Rosen y Proctor 
(en la literatura de lengua inglesa suele utilizarse el término 
«goals»), suele hacerse referencia a las metas o efectos finales 
que se espera produzca el tratamiento (por ejemplo, un mejor 
rendimiento académico, un mejor ajuste laboral, la mejoría de las 
relaciones familiares, etc.). Las conductas objetivo («target 
behavior») hacen referencia a aquellas variables concretas de la 
conducta o del contexto en el que ésta sucede y sobre las que se 
enfoca el tratamiento (de ahí que se las proponga como 
«resultados instrumentales»). Los objetivos últimos de la terapia, 
por el contrario, se expresan en términos de los efectos que 
deben producir las conductas cambiadas durante el tratamiento. 
No se trata ya de que la conducta o la situación manipuladas se 
hayan modificado en la dirección deseada. Se hace necesario 
que hayan cambiado en la magnitud y con la generalización y 
perdurabilidad necesarias para producir los efectos que se 
pretendían. Estos cambios, pues, deben haber alcanzado las 
metas últimas deseadas incidiendo en el comportamiento y el 
ambiente del sujeto. 
Puede pensarse, pues, que a la vista de la diferenciación 
conceptual previamente realizada, no siempre explicitada en los 
escritos sobre terapia y evaluación conductual, queda claro que 
la famosa frase de Eysenck (1960) «controla el síntoma y habrás 
eliminado la neurosis» queda ya lejos de lo que se pretende sea 
la moderna terapia de conducta. 
Dada la complejidad e interrelación entre las distintas 
partes de la intervención, quizá conviene, como han señalado 
algunos autores, no olvidar que existen covariaciones entre 
distintas clases de conductas (p.ej., Kazdin, 1985b) y 
dependencias funcionales entre conductas, y que, más que 
modificar un conjunto inconexo de las mismas sobre lo que se 
está interviniendo es sobre un sistema funcional (Evans, 1985; 
Voeltz y Evans, 1983). 
Variables de las que dependen las metas últimas del tratamiento 
Las metas últimas del tratamiento dependen 
fundamentalmente de los juicios de valor de los que directa o 
indirectamente intervienen en la terapia (Wilson y O'Leary, 1980). 
En terapia de conducta se supone que los objetivos finales que 
deben alcanzarse son un asunto a consensuar entre el paciente 
(o, como en el caso de los niños, otros que tienen 
responsabilidad sobre el mismo) y el terapeuta (Nelson y Hayes, 
19866). Resumidamente, pues, las metas últimas del tratamiento 
puede decirse que dependen de: 
El sistema conceptual y de valores del terapeuta. Distintas 
terapias y distintos terapeutas parecen tener objetivos finales 
diferentes. 
El sistema conceptual y de valores de quien realiza la 
consulta. Las quejas y demandas procedentes de los pacientes 
con frecuencia se expresan en términos vagos y de teorías de 
rasgos (Mischel, 1968; Kazdin, 19856). Dado que el terapeuta de 
conducta suele adoptar una postura activa en la recopilación de 
información, los datos que proporciona el paciente, sin embargo, 
con frecuencia se encuentran influidos por el sistema conceptual 
empleado por el terapeuta (Kazdin, 1985b; Kratochwill, 1985). 
Los requerimientos del medio físico y social en el que vive 
y se desenvuelve el paciente. 
Análisis de las conductas problema 
Desde el punto de vista del paciente, o de los otros 
usuarios de la psicoterapia, los problemas que se plantean son 
de dos tipos: a) quejas, y b) de-mandas. Ambas suelen 
agruparse en lo que se considera «el motivo de consulta». Las 
quejas suelen referirse a lo que va mal y se quiere eliminar, a lo 
que causa problemas, a lo negativo y molesto. Las demandas, a 
su vez, hacen referencia a lo que se quiere adquirir, a lo positivo. 
Las demandas no siempre coinciden con la eliminación de lo que 
constituye una queja. En general, puede decirse sin embargo que 
toda queja encierra una demanda: una nueva forma de 
comportarse (p.ej., más desinhibida, menos impulsiva, más 
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persistente, etc.) o un cambio en el ambiente (p.ej., en los 
padres, en un determinado alumno, en la pareja, etc.). Tanto las 
quejas como las demandas, en nuestra cultura, suelen plantearse 
bien en términos de clases de conductas (p.ej., «se pasa el día 
sentado», «no hace más que llorar», etc.), o bien en capacidades 
(«no soy capaz de...», «me gustaría poder...», etc.) en quejas y 
demandas del paciente, tal como éste las presenta,son las 
distintas corrientes teóricas subyacentes a cada una de terapias 
existentes. De la misma forma, en evaluación conductual lo que 
siente experimenta como un sentimiento sordo de malestar 
puede pasar connceptualizarse como respuestas específicas a 
nivel motor, cognitivo y lógico. 
En lo que llevamos dicho hasta aquí puede verse que 
estamos diferendo entre lo que son: a) los motivos de consulta, 
b) las conductas problema c) el punto sobre el que debe incidir la 
intervención, y d) las metas mas del tratamiento. Aun cuando con 
frecuencia tiendan a confundirse tres últimos elementos, en el 
estado actual de nuestros conocimientos rece ventajoso el 
mantenerlos diferenciados. 
Las conductas problema hacen referencia, pues, a la 
traducción, en términos conductuales operacionales, del motivo 
de consulta presentado por el usuario (paciente u «otros 
significativos» de su medio). Cuando se habla de eliminación o 
definición de las conductas problema en terapia de conducta 
suele hacerse referencia a la operacionalización, en términos 
conductuales, santo de las quejas como de aquello que produce 
las demandas del paciente. 
En algunos casos la conducta problema propuesta por el 
terapeuta aparentemente se aleja de las quejas del paciente. Ello 
no quiere decir que el evaluador haya descubierto «el problema 
real» o algún problema «más profundo». Únicamente el 
evaluador se ha creado un modelo de trabajo del funcionamiento 
del paciente en el que aparecen otros comportamientos, previos 
en la «cadena causal», de los que dependen las quejas 
presentadas y que es necesario eliminar, o instaurar para hacer 
desaparecer las quejas o conseguir las demandas que se hacen. 
Algunos autores (Evans, 1985 y Voeltz y Evans, 1983) 
señalan que pueden distinguirse en terapia de conducta y en 
evaluación conductual dos en-foques subyacentes: el enfoque 
mayoritario en la actualidad, centrado en el problema (o «enfoque 
eliminador», en términos de Goldiamond, 1974), y otro punto de 
vista, siempre existente pero poco destacado, en el que se 
defiende que las metas del tratamiento no siempre llegan a 
coincidir con la traducción operacional en conductas aisladas de 
las demandas del paciente (enfoque al que, a partir de ahora, 
llamaremos «enfoque constructivo» o «sistémico» [Goldiamond, 
1974, 1984]). 
El elegir uno u otro enfoque influye profundamente sobre 
todas las fases de la evaluación. Desde el punto de vista 
centrado en las conductas problema, el ideal parece consistir en 
llegar a una situación de conocimientos tal que permita un acto 
diagnóstico completo: la clasificación de las conductas problema 
de tal forma que sea posible la indicación del tratamiento más 
adecua-do (Kanfer y Saslow, 1965, 1969; Pelechano, 1981b), es 
decir, el tratamiento que elimine el problema a lo largo del tiempo 
y a través de las situaciones. Desde el punto de vista centrado en 
la construcción positiva de una nueva forma de comportarse, la 
generalización a través de las respuestas, de las situaciones y 
del tiempo cambia de perspectiva. Ya no se trata de que el efecto 
producido sobre la conducta tratada se generalice a otras 
conductas, a otros ambientes y que perdure en el tiempo. El 
objetivo consiste, más bien, en cambiar muchas clases de 
conductas en muchas situaciones, de tal forma que se 
automantengan y desencadenen una nueva forma de 
relacionarse con el ambiente y/o proporcionen posibilidades de 
acceder a otros ambientes. Se trata, en suma, de cambiar el 
curso de la vida del sujeto. 
Desde el punto de vista centrado en el problema, o 
enfoque eliminativo y tópico (en contraposición al enfoque 
constructivo y sistémico) se ha propuesto que, dado el estado 
actual de la cuestión, los trastornos comporta-mentales, más que 
con etiquetas diagnósticas, deben conceptualizarse como 
excesos o déficit (Kanfer y Saslow, 1969). Para esto se dice que 
una conducta se puede catalogar como exceso o déficit 
atendiendo a los parámetros objetivos de frecuencia, duración o 
intensidad, a que se produzca de forma adecuada o bajo 
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condiciones en las que socialmente se espera que ocurra. Sin 
embargo, aunque en clínica los parámetros de frecuencia, tasa, 
duración, latencia y, en menor medida, intensidad pueden ser 
bastante objetivos, no lo es tanto el «que se produzca de forma 
adecuada o bajo las condiciones en que se espera que ocurra», 
ya que con frecuencia distintos valoradores sociales poseen 
ideas diferentes de lo que puede ser adecuado o no, o de lo que 
debería o no ocurrir, dadas unas determinadas condiciones 
ambientales. Por otra parte, es obvio que conociendo la 
frecuencia, la intensidad o la duración de una conducta 
problemática no se sabe aún si debe catalogarse ésta como 
exceso o como déficit. Se necesitan para ello, además, normas o 
criterios acerca de lo que es adecuado o normal, con los que 
comparar la frecuencia, la duración o la intensidad obtenidas en 
un caso particular. Catalogarlas de una u otra forma sobre la 
base de lo que el terapeuta o evaluador conductual considera 
que es lo normal o adecuado, posiblemente no es más objetivo 
que catalogadas como tal o cual entidad nosológica. 
Ante lo que acaba de decirse en el punto anterior, como 
es obvio, los criterios contra los que debe contrastarse la bondad 
del tratamiento son completamente distintos en uno y otro 
enfoque de la terapia. En el primer caso (enfoque eliminador) se 
trata de averiguar si la conducta-problema ha desaparecido tras 
la aplicación del tratamiento y si continúa sin aparecer durante el 
seguimiento. El mejor punto de comparación en este enfoque es 
la línea base. En el segundo caso (enfoque constructivo), se trata 
más bien de contrastar si las herramientas comportamentales 
proporcionadas al sujeto han orientado su vida diaria por un 
camino mejor que el truncado por el trata-miento. La valoración, 
en este último caso, resulta bastante más compleja y supone que 
se evalúen muchas facetas de la vida del sujeto y, posiblemente, 
de muchas formas distintas. Desde esta perspectiva, los puntos 
de comparación son múltiples. Por otra parte, no se trataría de 
saber cuánto nos hemos alejado de la línea base (multilínea 
base), sino cuánto nos hemos acercado a los criterios 
positivamente propuestos. El éxito de los cambios, pues, no se 
juzgará por la magnitud de la diferencia entre el estado actual y el 
estado reflejado en la línea base, de manera que cuanto mayor 
sea dicha magnitud, tanto más efectivo habrá sido el tratamiento. 
La bondad de los cambios vendrá dada, más bien, por la 
magnitud de la diferencia entre el estado actual y los estados 
propuestos como metas, de tal forma que cuanto menor sea 
dicha magnitud, tanto mayor habrá sido el éxito del tratamiento. 
El estudio de los objetivos terapéuticos 
Las conductas meta, o conductas objetivo, constituyen 
aquella clase de conductas a las que se dirige, o sobre las que se 
centra la intervención terapéutica (Evans, 1985). Una vez 
modificadas las conductas objetivo se supone que deben haber 
quedado igualmente satisfechas las quejas y demandas del pa-
ciente (Baer, 1982). Sin embargo, no toda demanda o queja 
produce una conducta objetivo. Con frecuencia una demanda o 
queja supone que el terapeuta debe proponer varios puntos 
sobre los que la terapia debe incidir. Y al revés, en algunas 
ocasiones se espera poder cubrir varias quejas o demandas con 
la intervención sobre un único punto. 
Aunque suele hablarse de conductas problema y de 
conductas objetivo, en muchas ocasiones el terapeuta de 
conducta propone como problemas o como puntos sobre los que 
debe incidir la terapia, no clases de conductas, sino más bien 
determinadas condiciones ambientales. Así se hace cuando lo 
que se ve como problemático no es la conducta del niño, sino 
,más bienla relación entre los padres, o de éstos con el niño, o la 
disposición de determinados enseres en el hogar, en una 
residencia o en la clase, o el momento y/o el lugar en el que 
sucede la conducta, etcétera). 
La elección de las conductas meta 
Desde un punto de vista centrado en el problema, Nelson 
y Hayes (1986b) señalan algunas consideraciones que utilizan 
los terapeutas de conducta para guiarse en la elección de las 
conductas objetivo y de la secuencia más adecuada en que debe 
abordarse cada una de ellas. Dichas consideraciones son las 
siguientes: 
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Deben cambiarse los comportamientos que son física, 
social o económicamente peligrosos para el paciente o para los 
que le rodean (Kanfer, 1985). 
Una conducta es anormal y debe modificarse si es 
aversiva para el propio sujeto o para otros, bien porque se aparta 
de lo que se espera del sujeto en ciertas situaciones, bien porque 
resulta impredecible (Ullman y Krasner, 1969). 
Se debe cambiar una determinada conducta si así se 
flexibiliza el repertorio del paciente, de tal forma que se aumenta 
el bienestar individual y social a largo plazo. Por ejemplo, cuando 
con la implantación de una nueva conducta o con la eliminación 
de la actual se maximiza la obtención de re-forzadores a largo 
plazo (Krasner, 1969; Mycrson y i-layes, 1978). 
La conducta a implantar en lugar de la conducta problema 
debe establecerse en términos positivos y constructivos, en 
oposición a la visión supresora o negativa. La razón de este 
consejo reside en la idea de que las conductas positivas, 
constructivas, tenderán a mantenerse si tienen validez ecológica, 
en tanto que la eliminación de las conductas negativas puede ser 
sólo temporal, especialmente si tenían por función, como suele 
ser el caso, obtener reforzadores que con la eliminación de 
dichas conductas ahora no se obtienen (Goldiamond, 1974; 
McFall, 1982; Winett y Winkler, 1972). 
Deben obtenerse niveles óptimos de funcionamiento, y no 
sólo niveles medios (Foster y Ritchey, 1979; Van Houten, 1979). 
Se deben seleccionar para su modificación únicamente 
aquellas conductas que el contexto continuará manteniendo 
(Ayllon y Azrin, 1968). Debe entenderse aquí por «contexto» no 
sólo el entorno físico y social que rodea al paciente, sino también 
su sistema de valores y creencias, especialmente cuando éstas 
son consonantes con el medio social en el que se desenvuelve 
(Kanfer, 1985). 
Sólo se deben considerar como conductas objetivo 
aquellas que son susceptibles de ser tratadas, dados los 
recursos con que cuentan el paciente y el terapeuta y con los 
medios disponibles en un determinado momento de desarrollo de 
las técnicas terapéuticas (Kanfer, 1985; Kanfer y Grimm, 1977). 
La prioridad en las conductas objetivo 
La cuestión acerca de qué conducta objetivo se debe 
intentar alcanzar en primer lugar se plantea siempre que el 
problema no es «monosintómatico», es decir, siempre que exista 
más de una conducta objetivo. En estos casos, la conducta a 
modificar en primer lugar será: 
La conducta que resulte más molesta para el paciente o 
los otros significativos, ya que de esta forma el propio paciente o 
los otros, como mediadores, estarán más motivados a continuar 
con el tratamiento si se benefician con la intervención (Tharp y 
Wetzel, 1969). 
La conducta más fácil de modificar, ya que los resultados 
rápidos motivarán al paciente y/o a los otros significativos y los 
llevarán a esforzarse y a colaborar en los intentos terapéuticos 
(O'Leary, 1972). 
La conducta que produzca la máxima generalización de 
los efectos terapéuticos (Hay, Hay y Nelson, 1977). 
La primera conducta de la cadena en el caso de que 
varias conductas constituyan una cadena comportarnental 
(Nelson y Hayes, 19866). 
Estos consejos generales, surgidos del sentido común o 
de las teorías subyacentes a los modelos conductuales, no 
parecen universalmente aplicables, excepto en lo que respecta a 
los puntos tres y cuatro. Así, por ejemplo, puede aducirse con 
respecto al primer aserto, que cuando se elimina lo más molesto 
para el paciente o para los otros significativos, existe cierta 
probabilidad de que se abandone el tratamiento, ya que, 
habiendo eliminado la conducta más molesta, el coste de seguir 
con el tratamiento pudiera resultar mayor que el que supondría 
abandonarlo. Algo semejante puede decirse con respecto a la 
segunda afirmación. Aunque en algunos casos el elegir una 
conducta sobre la que los efectos de la intervención sean rápidos 
puede llevar al sujeto a implicarse más en la terapia, en otros 
casos puede crearle expectativas de que todo lo que resta es 
igualmente fácil y rápido, llevándolo a desanimarse, e incluso a 
abandonar, ante los primeros inconvenientes, dificultades o 
recaídas. 
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En nuestra opinión, parece más sensato intervenir en 
primer lugar (excepto en aquellos casos en que existen 
conductas peligrosas o muy aversivas para el sujeto o los que lo 
rodean) sobre aquellos elementos (conductas o factores 
ambientales) que produzcan un proceso de intervención más 
rápido, parsimonioso y dotado de efectos más generales. Aunque 
el análisis de tipo sistémico es mucho más complejo y prolonga el 
tiempo necesario para realizar la evaluación pretratamiento, 
pensamos que posiblemente resulte más económico a largo 
plazo, teniendo en cuenta la duración total del proceso 
evaluación-tratamiento-valoración de los efectos. 
Criterios directrices para la elección del tratamiento adecuado 
Se supone, como se ha dicho anteriormente, que la 
evaluación debe señalar, de alguna manera, cuál es el 
tratamiento más adecuado. Ello supone que la existencia de un 
sistema de conocimientos que permita que, conociendo el 
diagnóstico, se sepa igualmente si existe o no tratamiento y, en el 
caso de que lo haya, cuál es el apropiado. 
Nelson (1984) y Nelson y Hayes (19866) han propuesto 
que las estrategias principales para elegir tratamiento pueden 
agruparse en tres categorías clasificatorias: el análisis funcional, 
la estrategia de la conducta clave (Kkeystone behavior») y la 
estrategia diagnóstica. A estas tres estrategias de actuación 
posiblemente pueda añadirse una más, denominada «estrategia 
de la guía teórica». 
La estrategia del análisis funcional 
El análisis funcional es la estrategia clásica en terapia de 
conducta para unir evaluación y tratamiento, esto es, para derivar 
el tratamiento adecuado a partir de los datos de la evaluación. 
Con frecuencia, sin embargo, el análisis funcional, fiel a 
sus orígenes dentro de las teorías operantes, ha sido un análisis 
funcional operante y, con más frecuencia aún, se ha venido 
haciendo en exclusiva cuando lo que se pretendía era la 
eliminación de conductas problema. En estos casos, como 
repetidamente se ha señalado, el estudio de las conductas 
problema debe realizarse mediante un cuidadoso análisis 
topográfico, al que sigue el análisis funcional propiamente dicho. 
Cuando de lo que se trata no es de la eliminación de 
alguna conducta problema, sino más bien de la creación de 
nuevas conductas en el repertorio del paciente, parece ser que el 
análisis funcional no se realiza con el mismo esmero, limitándose, 
en la mayoría de los casos, a exponer de forma gruesa en qué 
debe consistir la conducta a implantar, pero prescindiendo de 
definirla en términos de los mismos parámetros de frecuencia, 
intensidad, duración, etc., empleados en otras ocasiones. De la 
misma forma, el análisis de los estímulos ambientales que deben 
evocar y mantener la conducta a implantar ha consistido, más en 
señalar qué estímulos se van a emplear durante la fasede 
tratamiento que en prever qué estímulos deberán provocar y 
mantener la conducta en el medio natural en el que vive el sujeto. 
Por otra parte, como han indicado Nelson y Hayes 
(19866), el análisis funcional realizado en la clínica con 
frecuencia ha distado bastante de parecerse al análisis 
experimental del comportamiento en el que decía basarse, ya 
que las variables controladoras de la conducta que se proponen 
son hipotéticamente controladoras y no ha habido comprobación 
previa de que efectivamente controlan la conducta a modificar. 
En la mayoría de los casos, el tratamiento constituye la única 
contrastación empírica de las hipótesis funcionales formuladas. 
Por último, conviene hacer notar que en algunos casos el 
análisis funcional (operante) parece resultar bastante irrelevante, 
especialmente en aquellas ocasiones en las que se ha dado una 
explicación pavloviana a los problemas. 
La estrategia de la conducta clave 
Dentro de la evaluación conductual se ha venido 
desarrollando cada vez con más fuerza una nueva tendencia, 
que tal como es propuesta por algunos autores (p.ej., Patterson, 
1976; Wahler, 1975; Evans, 1985), más que contra-decir el 
análisis funcional clásico, lo complementa. Esta corriente ha 
venido ganando terreno, especialmente desde la entrada dentro 
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de la modificación de conducta de la terapia cognitiva. La 
estrategia de la conducta clave («keystone behavior») parte del 
supuesto de que los trastornos conductuales están constituidos 
por clases de conductas que se interrelacionan en los tres siste-
mas de respuestas: motor, cognitivo y fisiológico (Evans,' 1986). 
Se supone, igualmente, que el modificar alguna clase de 
conductas, o algunas conductas de una determinada clase, 
modifica otras clases o la clase entera. Un ejemplo de ello son 
las conductas que se conciben como cadenas causales y en las 
que se espera que el cambio de la primera conducta (conducta 
clave) cambie toda la cadena. 
En palabras de Evans (1986), la estrategia de la conducta 
clave pretende cambiar una conducta para que ésta cambie otra, 
y ésta a otra, y así sucesivamente. Por ejemplo, podemos 
aumentar las habilidades de comunicación para facilitar las 
relaciones sexuales que, a su vez, disminuirán la depresión, lo 
que debe reducir la ingesta de bebida. O podemos enseñar 
estrategias de autocontrol para reducir la impulsividad, de tal 
forma que aumenten los logros académicos, de manera que 
mejoren las habilidades y conocimientos básicos que, a su vez, 
facilitarán las oportunidades laborales. 
Desde este punto de vista puede fácilmente concluirse 
que raramente existe una conducta objetivo de tratamiento que 
deba elegirse en primer lugar, sino que se extrae de un conjunto 
de conductas objetivo de más o menos la misma importancia. 
Este enfoque implica que lo que existe son ciertos puntos de 
comienzo, anteriores a las conductas objetivo a cambiar, que se 
eligen por la facilidad o rapidez con que el terapeuta puede 
modificarlos y por los efectos en cascada que sobre tales 
conductas objetivo producen. 
Como puede apreciarse, pues, en tanto que el análisis 
funcional pretende descubrir relaciones estímulo-respuesta, la 
estrategia de la conducta clave intenta descubrir relaciones 
respuesta-respuesta (Evans, 1985; Kazdin, 19856). 
 
 
La estrategia diagnóstica 
Aunque en otras ramas de la medicina el diagnóstico 
suele hacerse en función de los factores etiológicos que causan 
la enfermedad, en psiquiatría el diagnóstico se basa más bien en 
la forma, topografía o propiedades estructurales de la conducta, 
en oposición a sus propiedades funcionales. 
A pesar de estas diferencias importantes con los enfoques 
más usuales en evaluación conductual, la estrategia diagnóstica 
es encontrada de utilidad por muchos autores de este campo 
(Nathan, 1981; Taylor, 1983). 
Según este enfoque, una vez que se le ha asignado a la 
persona un diagnóstico determinado, se elegirá el tratamiento 
que se ha encontrado más efectivo para ese tipo de trastorno, 
suponiendo que tal tratamiento exista. Así, para la depresión 
puede aconsejarse la terapia cognitiva de Beck; para las fobias, 
técnicas de exposición; para el exhibicionismo, sensibilización 
en-cubierta, etc. 
Posiblemente, como han señalado Nelson y Hayes 
(19866), este enfoque esté siendo frecuentemente utilizado por 
los evaluadores conductuales, aun cuando suela hablarse con 
más frecuencia de la utilización del 'análisis funcional. Por 
ejemplo, los hallazgos de Felton y Nelson (1984) señalan que los 
evaluadores conductuales concordaban más acerca del 
tratamiento indicado que acerca de las variables controladoras de 
las conductas a modificar, lo que desde el punto de vista del 
análisis funcional resulta poco explicable. Posiblemente, como 
concluyen Nelson y Hayes (1986b), muchos evaluadores 
conductuales para elegir el tratamiento, más que el análisis 
funcional, utilizan estrategias diagnósticas. 
La estrategia de la guía teórica 
Si se admite, como hace ya casi veinte años propuso 
Yates (1970), que la terapia de conducta se basa en cualquier 
teoría o sistema de conocimientos procedentes de la psicología 
científica, y no únicamente en aquéllos derivados de las teorías 
del aprendizaje, puede proponerse una cuarta estrategia de 
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diagnóstico a la que podemos denominar «de la guía teórica» y 
de la que el análisis funcional no es sino un caso concreto. 
El procedimiento, brevemente expresado, puede 
describirse de la siguiente forma: enfrentados con las quejas y 
demandas del paciente, el terapeuta recurre al arsenal de teorías 
y conocimientos científicos existentes en busca de un sistema 
conceptual que verse sobre la región de fenómenos con que se 
encuentra, de tal forma que le sea posible describirlos con 
precisión y encontrar estrategias de actuación para pasar de un 
estado A (coincidente con el que actualmente presenta el 
paciente) a un estado B (coincidente con las metas últimas 
propuestas). 
Esta parece ser la forma de actuar de algunos autores 
conductuales. Así, ante algunos problemas de tipo depresivo, 
pueden llegar a plantearse qué estímulos discriminatívos los 
provocan y qué estímulos reforzantes los mantienen (hipótesis 
operante de las «ganancias secundarias de los síntomas»), de 
cara a someter al sujeto a procesos de extinción. En tanto que 
ante otros casos, en los que las mismas conductas van 
acompañadas de una extensa pérdida de reforzadores puede 
recurrir a las hipótesis de Fester (1965), o a la de Lazarus 
(19686), en las que se considera que el sujeto está sometido a 
un programa de extinción de las conductas más adaptativas (y, 
quizá, a un programa de refuerzo de conductas de evitación). En 
otras ocasiones, por el contrario, puede pensarse que las quejas 
y demandas del paciente y sus familiares quedan mejor 
conceptualizadas desde la visión de Lewinsohn (1974), en la que 
se propone que el paciente carece de las habilidades necesarias 
para obtener reforzadores en su medio social habitual; o desde la 
teoría de la «indefensión aprendida» de Seligman (1975; 
Abramson, Seligman y Teasdale, 1978), o desde la posición 
cognitiva de Beck (1979), etc. De este modo, las quejas y 
demandas planteadas de forma semejante, tras un análisis más 
de-tenido, pueden quedar conceptualizadas en una forma distinta 
y requerir la evaluación de unos u otros contenidos, así como 
desembocar en uno u otro tipo de tratamiento. 
Sobre las ventajas relativas de uno u otro enfoque de 
elección del tratamiento existen discrepancias entre los distintos 
autores. Lo que sí parece caro en este momentoes que no se 
justifica la recomendación que hacen porque en otros casos, aun 
cuando no resulte gratuito, la razón coste/beneficio, si se 
compara con otros procedimientos, no lo hace aconsejable. 
Posiblemente, como han señalado algunos autores 
(Haynes, 1986; Nathan, 1981; Nelson y Hayes, 19866), en 
algunas situaciones sea mejor el empleo de una estrategia y en 
otras el empleo de otra. Así por ejemplo, Nathan (1981) ha 
propuesto que en los trastornos con una etiología biológica relati-
vamente clara, puede resultar de más utilidad el enfoque 
diagnóstico. En tanto que el análisis funcional sería más idóneo 
en los trastornos altamente dependientes del ambiente 
circundante. Haynes (1986), por su parte, propone que el 
acercamiento diagnóstico puede resultar preferible al análisis 
funcional cuando existe, para un determinado tipo de trastorno, 
un tratamiento que sea suficiente y proporcione una alta 
probabilidad de éxito (p.ej., la desensibilización sistemática o las 
técnicas de exposición con las fobias). 
Evaluación de los resultados del tratamiento 
Razones para realizar una valoración sistemática de los resultados 
 
Existen muchas razones que aconsejan la realización de 
una valoración sistemática de los resultados de las 
intervenciones psicológicas (Hayes y Nelson, 1986; Nelson y 
Hayes, 1986b). Entre las señaladas más frecuentemente se 
encuentran las siguientes: 
La calidad del servicio al paciente se mejora, ya que la 
valoración proporciona información acerca de la magnitud y 
dirección de los cambios, así como acerca de en qué medida se 
camina hacia la consecución de las metas últimas del 
tratamiento, permitiendo con ello la corrección de los fallos o 
deficiencias que se observen (valoración formativa). 
Cuando la valoración se realiza tras la terminación de la 
intervención, bien inmediatamente después de la misma, o bien 
durante el período de seguimiento, la valoración permite apreciar 
el grado con el que se han alcanzado las metas últimas del 
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tratamiento y, por tanto, si el tratamiento puede considerarse o no 
como un éxito, en qué medida lo es y con respecto a qué criterios 
de los utilizados (valoración normativa). 
La valoración normativa realizada sobre los 
procedimientos de intervención nos da seguridad acerca de su 
calidad y permite diseminar mejor los tratamientos, como 
productos psicológicos que son, entre sus consumidor, 
terapeutas, responsables de la administración etc. 
Valoración de las metas últimas del tratamiento 
Las conductas objetivo, sobre las que se realiza la 
intervención, habitualmente son escogidas por el terapeuta de 
conducta, con frecuencia de forma consensuada con el paciente, 
sobre la base de su consideración como conductas adaptativas; 
es decir, sobre la base de su adecuación para alcanzar las metas 
últimas del tratamiento. Estas se eligen sobre criterios de valores 
culturales y personales (Wilson y O'Leary, 1980) y para 
establecerlas en terapia de conducta se debe realizar un 
contrato, previamente consensuado, entre el terapeuta y el 
paciente o quien lo representa (Davison y Stuart, 1975; Nelson y 
Hayes, 19866). 
Desde un punto de vista centrado en las conductas 
problema, puede pensarse que el establecimiento de las metas 
últimas de la intervención dependen del paciente o de las 
personas bajo cuya tutela se encuentra, en el caso de los sujetos 
incapacitados. Desde un punto de vista sistémico, más amplio, el 
establecimiento y la valoración de la consecución de las metas 
últimas puede resultar bastante más complejo. Desde este último 
punto de vista, el estable-cimiento del éxito del tratamiento 
depende de diversos criterios que pueden diferir según los 
agentes sociales u otras personas significativas que realicen la 
valoración de los resultados. Esto hace que sea necesario hacer 
un muestreo de los otros significativos en los distintos ambientes 
en que se desenvuelve el paciente para establecer cuáles son los 
criterios de éxito que utilizan. De un ambiente a otro y de un 
valorador a otro estos criterios pueden diferir, tal como se ha 
puesto de manifiesto en algunas obras relacionadas con la 
valoración de programas de intervención (p.ej., Stufflebeam y 
Shinkfield, 1987). Así los criterios empleados para valorar una 
misma actuación difieren dependiendo del sexo, la edad o el 
«rol» del que actúa (McFall, 1982). De la misma forma, los 
criterios con los que se valora la adecuación de una determinada 
actuación pueden ser muy distintos, según quién sea el que la 
valora. 
Así, parece simplista suponer que la adecuación del 
cambio depende única y exclusivamente del grado de cambio 
que se ha producido con respecto a la línea base y de la 
dirección del mismo. Una misma magnitud de cambio en 
determinada dirección puede ser valorada como muy relevante y 
adecuada, o irrelevante y contraproducente, según los criterios 
de adecuación que utilicen los agentes sociales que se toman 
como jueces. 
 
UNIDAD II. PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL 
	EL PROCESO DE LA EVALUACIÓN CONDUCTUAL
	Las fases del proceso de evaluación conductual
	Análisis del motivo de consulta
	Establecimiento de las metas últimas del tratamiento
	Variables de las que dependen las metas últimas del tratamie
	Análisis de las conductas problema
	El estudio de los objetivos terapéuticos
	La elección de las conductas meta
	La prioridad en las conductas objetivo
	Criterios directrices para la elección del tratamiento adecu
	La estrategia del análisis funcional
	La estrategia de la conducta clave
	La estrategia diagnóstica
	La estrategia de la guía teórica
	Evaluación de los resultados del tratamiento
	Razones para realizar una valoración sistemática de los resu
	Valoración de las metas últimas del tratamiento

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