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Resumen Cap 10, 11 y 12 inteligencia social - D Goleman

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Apunte 6 “Inteligencia Social” Daniel Goleman
Capítulo 10
Los genes no marcan el destino
A través de un experimento realizado con ratones alcohólicos, en el cual se ponían a ratones de la misma especie en distintos lugares y con distintas personas a cargo, pero con las mismas pruebas y entregándoles los mismos alimentos, se concluyó que las reacciones de estos ratones no dependen solo de su genética, sino que también del ambiente. Es como ocurre con los seres humanos: No es tan sólo los genes con los que nacemos, sino su expresión lo que es importante.
Para entender cómo operan nuestros genes, debemos apreciar las diferencias entre poseer un gen dado y el grado en que el dicho gen expresa su marca proteínica. En la expresión de un gen, básicamente un poco de ADN produce ARN, el cual a su vez crea una proteína que hace que algo suceda en nuestra biología. De los aproximadamente 30 mil genes en el cuerpo humano, algunos se expresan sólo durante el desarrollo embriónico, y luego se apagan para siempre. La epigenética muestra cómo nuestro entorno, traducido al entorno inmediato de una célula dada, programa nuestros genes de manera que determinan qué tan activos han de estar. La investigación en epigenética ha identificado muchos de los mecanismos biológicos que controlan la expresión de los genes. Uno de ellos, que involucra a una molécula de metil, no sólo enciende y apaga genes, sino que también disminuye o acelera su actividad. La actividad de esta molécula también ayuda a determinar en dónde, en el cerebro, terminan las más de 100 mil millones de neuronas, y a cuáles otras neuronas se vincularán sus diez mil conectores. En efecto, es una molécula de metil la que esculpe el cuerpo, incluyendo el cerebro. 
Es biológicamente imposible para un gen operar independientemente de se entorno. Los genes están diseñados para ser regulados por las señales de su entorno inmediato, incluyendo las hormonas del sistema endocrino y los neurotransmisores en el cerebro, algunos de los cuales, a su vez, son profundamente influidos por nuestras interacciones sociales.
Si no se expresan las proteínas de un gen que pueden afectar directamente el funcionamiento del cuerpo de un modo determinado, entonces, bien podríamos no tener ese gen. Si las expresa en una cantidad mínima, entonces el gen importará poco, y si la expresión es plena, entonces el gen importará mucho.
El cerebro humano está diseñado para cambiarse a sí mismo en respuesta a la experiencia acumulada. Con la consistencia de mantequilla a temperatura ambiente y atrapado en su jaula ósea, el cerebro es tan frágil como complejo. Parte de su fragilidad es resultado de su exquisita sensibilidad a su entorno. 
La adopción puede considerarse como un experimento natural único, en tanto que podemos evaluar el impacto de la influencia de los padres adoptivos en los genes del niño. 
La vida familiar parece alterar no sólo la actividad de los genes de la agresión, sino un vasto número de otras características cruciales. Una influencia dominante parece ser cuánto amor- o desamor- recibe el niño. 
Meaney ha descubierto, al menos para los ratones, un modo vital en el que la crianza puede cambiar la química misma de los genes de las crías. La cantidad de tiempo en el que la madre lame y acicala a sus crías durante este período determina cómo las sustancias químicas en el cerebro que responden al estrés se configurarán en el cerebro de las crías por el resto de sus vidas. Cuanto más cuidadosa sea la madre, más alertas, confiados y sin miedo serán las crías. Cuanto menos cuidadosa sea, más lentos serán en el aprendizaje y se sentirán más abrumados por riesgos de amenazas. Igualmente revelador, la cantidad de lamidas y cuidados de la madre determina cuánto una cría hembra, lamerá y cuidará de sus crías en el futuro.
Los equivalentes humanos al lamido y el cuidado parecen ser la empatía, la receptividad y el contacto.
La forma en que nosotros tratemos a nuestros niños, a la vez, determinará los niveles de actividad en sus genes. Este hallazgo sugiere que los pequeños actos de afecto paternal pueden dejar profundas huellas y que las relaciones tienen un rol en la guía del continuo rediseño cerebral.
Rompecabezas naturaleza-entorno
 David Reiss hizo una investigación de variedades de familias adoptivas en cuanto a la influencia de los genes y el ambiente. Se descubrió que los niños experimentan la misma familia de modos muy particulares. El estudio de los mellizos criados por separado había asumido que cada niño en una familia la experimentaba del mismo modo. Pero el grupo de investigación de Reiss, como Crabbe con los ratones de laboratorio, hizo pedazos esta suposición.
Aunque los padres tengan algún impacto sobre el temperamento de un niño, no son los únicos. También lo tienen una gran cantidad de personas en la vida de un niño, en particular los hermanos y los amigos. Un factor sorpresa apareció como formador independiente y poderoso en el destino de un niño: los modos en que los que un niño piensa sobre sí mismo. Ciertamente, el sentido de sí de un adolescente depende en mucho de cómo ha sido tratado el niño y casi en nada de la genética. Pero entonces, una vez formado, el sentido de sí del niño modela el comportamiento más allá de lo que intenten sus padres, de la presión de sus pare o de cualquier genética dada. La genética dada de un niño determina a su vez cómo los demás lo tratan a él. Mientras que los padres, naturalmente, miman a los bebés amables a quienes les gusta el contacto, los bebés gruñones o indiferentes tienden a recibir menos cariños. Esta última ruta empeora el lado dificultoso del niño, el cual a su vez compele la negatividad de los padres, en un círculo vicioso.
El establecimiento de senderos neurológicos.
Las primeras conexiones hechas en el circuito neurológico se fortalecen cada vez que se repite la secuencia, hasta que dicho sendero se vuelve tan dominante que se vuelve la ruta automática, y así se establece un nuevo circuito. 
Puesto que el cerebro humano contiene tantos circuitos en un espacio tan limitado, genera una presión continua para eliminar conexiones que la mente ya no necesita, para dar espacio a las que tienen que existir.
Además de determinar qué conexiones son mantenidas, nuestras relaciones ayudan a configurar nuestro cerebro guiando las conexiones hechas por nuevas neuronas. Sabemos que el cerebro y la espina dorsal contienen células madres que se transforman en nuevas neuronas al ritmo de miles por día. Este ritmo alcanza su máximo durante la infancia, pero continúa hasta la ancianidad.
Una vez que una nueva neurona es creada, migra a su posición en el cerebro, y durante el transcurso de un mes, se desarrolla al punto de establecer diez mil conexiones con otras neuronas distribuidas por el cerebro. Durante los cuatro meses siguientes, la neurona refina sus conexiones. Una vez que estos senderos se establecen, se fijan. Como les gusta decir a los neurocientíficos: las células que destellan juntas, están conectadas entre sí.
Durante estos cinco o seis meses, las experiencias personales dictan a cuáles neuronas ha de conectarse la nueva neurona. La clave es la repetición. Cuanto más se repita una experiencia, más fuerte se convierte el hábito, y más densa es la conectividad neurológica resultante. 
El neurocientífico Richard Davidson dice: Luego de que nuestro cerebro registra una información emocional, la neocorteza prefrontal nos ayuda a elaborar nuestra respuesta adecuadamente. La configuración de estos circuitos por los genes interactuando con nuestras experiencias de vida determina nuestro estilo afectivo: qué tan pronto e intensamente responderemos a un detonante emocional y cuánto tiempo nos llevará recobrarnos.”
La evidencia animal indica que algunos de los efectos de las primeras experiencias pueden ser irreversibles, por lo que una vez que un circuito está configurado por el entorno durante la infancia, se vuelve notablemente estable.
Imaginemos una madre y su bebé jugando un inocente juego de escondidas. Mientras la madre,reiteradamente cubre y descubre su rostro, el bebé se excita cada vez más, en el momento de mayor intensidad, el bebé, abruptamente parata su vista y se chupa el pulgar, mirando la nada.
Esta mirada significa un periodo de reposo que el bebé necesita para calmarse. La madre le da el tiempo que necesita, esperando a que vuelva a estar listo para continuar el juego. Unos pocos segundos después, el bebé se vuelve a su madre y ambos sonríen.
Comparemos este juego de escondidas con este otro: nuevamente el juego alcanza su crescendo de excitación, el momento en el que el bebé necesita apartar su mirada, chupar su pulgar y calmarse antes de volver a jugar con su madre. Excepto que es esta oportunidad ella no espera que el bebé se vuelva a ella. En cambio, se pone en su campo visual, chasqueando la lengua para demandar que vuelva su atención a ella.
El bebé continúa aparatando la vista, ignorando a su madre. Ella acerca aún más su rostro, forzándolo a que él se moleste y frunza el ceño, apartando su rostro. Finalmente, se aleja aún más de su madre, chupando frenéticamente su pulgar.
¿Importa que una madre perciba las señales que le envía su bebé mientras que la otra ignora el mensaje?
Nada puede probarse con un simple juego de escondidas. Pero los repetidos y múltiples fracasos en comprender estas señales pueden tener, de acuerdo a muchas de las investigaciones efectos duraderos.
Una esperanza de cambio
En los estudios anteriores, Kagan descubrió que cuando los padres alentaban a los niños tímidos a compartir su tiempo con niños a quienes de otro modo evitarían (y a veces los padres tenían que ser insistentes), con frecuencia los niños podían sobreponerse a la predisposición genética a la timidez. Luego de décadas de investigación, Kagan ha hallado que entre los niños que fueron identificados al poco tiempo de nacer como “inhibidos”, solo un tercio continuó exhibiendo comportamiento tímido al entrar a la adultez.
Tomemos como ejemplo un niño, identificado como inhibido durante su infancia, quien aprendió durante su adolescencia a percibir su miedo pero actuar a pesar de él. Hoy nadie, dijo Kagan, podía percibir que seguía siendo tímido. Pero llevó tiempo y esfuerzo, y una serie de pequeñas victorias, para que el camino alto equilibrara al bajo. 
Capítulo 11
Una base segura
John Bowlby, psicoanalista británico, identificó un lazo saludable con los padres como el ingrediente crucial en el bienestar del niño. Cuando los padres actuaban con empatía y respondían a las necesidades del niño, establecían un sentimiento básico de segurar. Cada niño, arguye Bowlby, necesita una preponderancia de conexión Yo-Tú en la infancia para florecer a lo largo de la vida. Los padres perceptivos ofrecen al niño una “base segura”, gente con la que pueden contar cuando están ofuscados y necesitan atención amor y consuelo. 
La idea de los lazos y de una base segura fue elaborada por el principal discípulo estadounidense de Bowlby, Mary Ainsworth. Virtualmente desde el nacimiento, los bebés no son paquetes pasivos, sino comunicadores activos en busca de conseguir sus objetivos, intensos y urgentes. El mensaje de ida y vuelta emocional entre un bebé y quien cuida del mismo representa su línea vital, el camino por el que pasa todo el tráfico para satisfacer sus necesidades básicas. Los bebés necesitan ser pequeños expertos para conducir a sus cuidadores a través de un elaborado sistema ya instalado de contacto y rechazo visual, sonrisas y llantos; el carecer del contacto social puede hacer que los bebés se vuelvan desdichados o incluso mueran por abandono.
La investigación también ha demostrado que una base segura significa más que proveer un capullo emocional: parece que alienta al cerebro a secretar neurotransmisores que agregan una pequeña dosis de placer al sentimiento de ser bien querido y hacen los mismo hacia quienquiera que suministre ese amor. Los neurocientíficos identificaron los neurotransmisores inductores de placer, oxitocina (genera una sensación de satisfecha relajación) y endorfinas (copian en placer adictivo de la heroína en el cerebro), que son activados por esta compenetración.
Las interacciones felices y compenetradas son una necesidad tan básica para el infante como el alimentarse o el eructar. Ante la carencia de un cuidado tal, los niños están expuestos a un mayor riesgo de desarrollarse con patrones afectivos distorsionados.
Rostro ausente.
Una madre comparte unos momentos placenteros con su bebé cuando de pronto, un sutil cambio tiene lugar. El rostro de la madre se vuelve vacío e indiferente. Frente a eso, el bebé tiene un momento de pánico, una expresión de angustia cruza su rostro. La madre no demuestra emoción alguna, no responde a su incomodidad. Está ausente. Su bebé comienza a gemir. Los psicólogos llaman a este escenario de “rostro ausente” y lo utilizan intencionalmente para explorar los fundamentos de la capacidad para recuperarse de la angustia.
Cuanto más éxito tienen los bebés para solicitar que se repare la comunicación interrumpida, mejor se vuelven en la concreción de esa tarea. De allí emerge otra cualidad: tales niños perciben las interacciones humanas como reparables; creen contar con la capacidad de arreglar las cosas cuando algo ha dejado de estar en sintonía con otra persona.
La compenetración depresiva
En las interacciones con sus bebés, las madres deprimidas tienden a calcular mal los tiempos, a interponerse, enojarse o estar tristes. Esta falla de sincronización impide la compenetración, mientras que las emociones negativas envían el mensaje de que el bebé ha hecho algo mal y necesita, de alguna manera, cambiar. Ese mensaje, a su vez, perturba al bebé, que no puede caer con facilidad en una espiral descendente de falta de coordinación, negatividad y mensajes ignorados. Los geneticistas del comportamiento dicen la depresión puede heredarse.
Los bebés parecen aprender de los estilos de interacción a partir de la continua serie de momentos asincrónicos con la madre deprimida. Más aún, se encuentran en riesgo de adquirir un distorsionado sentido de sí, habiendo aprendido que son incapaces de solucionar las situaciones cuando están tristes o fuera de sincronía, o cuando confían en otros para que los ayuden a sentirse mejor.
La torcedura de la empatía
Es claro que la habilidad de leer las emociones en los eventos de su vida disminuirá si un niño ha sido privado de interacciones que enseñan esta lección. Los niños que han sido privados de un contacto humano vital, no pueden realizar distinciones cruciales entre las emociones; se percepción de los que los otros sienten, permanece borrosa.
Esta torcedura de la empatía significa que la menor señal de que alguien pueda estar enojado captura la atención de los niños victimados. Ellos buscan señales de furia más que otros niños, “las ven” incluso cuando no existen, y siguen buscándolas durante más tiempo.
El problema aparece cuando estos niños traen su sensitividad excesiva con ellos a la vida cotidiana, los niños prepotentes en las escuelas (quienes típicamente tienen una historia de abuso físico) sobreinterpretan la furia, leyendo antagonismo en rostros que son neutrales. Sus ataques a otros niños son con frecuencia la percepción errada de intentos hostiles cuando no existían.
El lidiar con los ataques de furia de un niño presenta un gran desafío a sus padres, así como una oportunidad.
El entorno familiar crea la realidad emocional del niño.
La experiencia reparadora
Así como los niños aprenden a manejar sus propios sentimientos en la seguridad de un espacio contenedor, los psicoterapeutas ofrecen a los adultos una oportunidad para concluir la tarea. Efectos reparadores similares pueden tener lugar con una pareja romántica o con un buen amigo que ofrezca estas cualidades humanas reparativas. Si es efectiva, tal terapia, u otras relaciones reparativas en su vida, pueden enriquecer la capacidad para vincularse, lo que en sí mismo tiene propiedades curativas. 
Capítulo 12
El set-point de la felicidad
La habilidad de un niño para reparar unadesconexión, para resistir una tormenta emocional y volver a reconectarse, es la llave para una vida feliz. El secreto yace no en evitar las inevitables frustraciones y contratiempos de la vida, sino en aprender a recobrarse. Cuanto más rápida sea la recuperación, mayor será la capacidad del niño para la alegría.
Esa capacidad, como tantas otras de la vida social, comienza en la infancia. Cuando un bebé y quien lo cuida están sincronizados, cada uno responde con reciprocidad a los mensajes del otro de manera coordinada. Pero durante el primer año de vida los bebés carecen de muchas de las conexiones neurológicas necesarias para llevar a cabo tal coordinación. Permanecen bien coordinados sólo un 30 por ciento del tiempo, o menos, con un ciclo natural de ir de la sincronicidad a la asincronía cada tres a cinco segundos.
El estar asincrónicos hace infelices a los bebés. Protestan mediante signos de frustración, como el llanto, pidiendo de hecho ayuda para volver a estar en sincronía. Esto es parte de sus primeros intentos para reparar la interacción. El dominio de estas habilidades humanas esenciales parece comenzar en esas pequeñas alternancias de desdichada asincronía a calma sincrónica.
Cuatro maneras de decir que no
Un niño de catorce meses, típicamente travieso, se pone en peligro cuando trata de treparse a una mesa en donde una lámpara está en equilibrio precario.
Consideremos varias respuestas posibles de parte de un progenitor:
· Dice “¡No!” con firmeza y le indica que para trepar está el jardín, y lo lleva allí a que encuentre un lugar donde hacerlo.
· Ignora al niño trepando, sólo para escuchar el ruido de la lámpara al caerse, la levanta y en voz baja le dice que no lo vuelva a hacer y luego continúa sin prestarle atención.
· Grita “¡No!” enfurecido, pero se siente culpable por reaccionar con tanta ira, le da un abrazo para confrontarlo y después los deja sólo porque lo ha decepcionado.
Tomemos al primer padre. Esta interacción afecta óptimamente la corteza orbitofrontal del niño, reforzando los “frenos” emocionales de la COF. Lo que el niño aprende se reduce a: “A mis padres no siempre les gusta lo que hago, pero si dejo de hacerlo y encuentro algo mejor, todo va a estar bien.” Esta estrategia tipifica el estilo de disciplina que da como resultado vínculos afectivos seguros. Los niños con estos vínculos experimentan armonía con sus padres, incluso cuando se han portado mal.
Tomemos el segundo caso. Esa respuesta tipifica a la relación padre-hijo en donde la sintonía ocurre rara vez y en donde los padres no están involucrados emocionalmente con el niño. Tales niños suelen encontrar solamente frustración al intentar obtener atención empática de sus padres. La ausencia de compenetración, y por lo tanto de compartir momentos de placer o alegría, aumenta la posibilidad de que el niño crezca con una capacidad disminuida para emociones positivas, y que más tarde en su vida encuentre difícil el acercarse a otras personas.
La reacción del tercer padre: esta postura emocional puede dejar al niño sintiéndose repetidamente herido y humillado. Sin embargo a veces la sensación de no ser cuidado, o de “no importa lo haga, está mal.”, deja al niño angustiado, aunque siga deseando una atención positiva de los padres. Tales niños terminan por considerarse a sí mismos como básicamente defectuosos.
El trabajo del juego
Una simple señal de que el niño siente que tiene un refugio seguro es salir a jugar. El juego tiene serios beneficios, a través de años de juegos, los niños adquieren un rango de habilidades sociales. Por ejemplo, pueden aprender a ser socialmente astutos, respecto a cómo negociar espacios de poder, cómo cooperar y formar alianzas y cómo conceder su derrota con gracia.
La razón por la cual jugar es tan divertido se ha vuelto mucho más claro con el descubrimiento de que los circuitos cerebrales dedicados al juego también están dedicados al placer.
Las cosquillas disparan el mecanismo de la risa, que tiene un circuito diferente al de la sonrisa. La carcajada humana, como el mismo juego, tiene aproximaciones en muchos mamíferos, y es siempre lograda a través de las cosquillas.
La razón por la que no podemos hacernos cosquillas a nosotros mismos es que parece ser que las neuronas para las cosquillas están sintonizadas para la impredecibilidad, razón por la que con simplemente agitar un dedo frente a un niño y emitir un amenazador “cuchi-cuchi-cu” lo hará reírse mucho, y sin poder contenerse.
¿Cómo dominar a un niño que exhibe hiperactividad, impulsividad, y un rápido cambio de una actividad a otra sin concentrarse en ninguna?
Panksepp hace una propuesta radical, aún no probada: que los niños “descarguen” su necesidad de jugar en una actividad de juego libre, temprano por la mañana, o durante los recreos, y que luego sean llevados al aula una vez que la urgencia por el juego haya sido saciada, cuando puedan prestar atención con más facilidad.
A medida que los circuitos reguladores de la corteza prefrontal se desarrollan al final de la infancia y al principio de la adolescencia, los niños son más capaces de lidiar con la exigencia social de “ponerse serios”. Lentamente, estas energías son canalizadas hacia modos más “adultos” de placer, a medida que los juegos de niños se convierten en una mera memoria.
La capacidad para la alegría
Davidson ha descubierto que cuando la gente está sumida en una emoción negativa, las dos áreas del cerebro más activas son la amígdala y la corteza prefrontal derecha. Cuando nos sentimos alegres, estas áreas están quietas, mientras que parte de la corteza prefrontal izquierda se enciende.
La actividad en el área prefrontal solamente es un rastro de nuestro humor: el lado derecho se activa cuando estamos malhumorados, el lado izquierdo cuando estamos de buen humor.
Davidson: “La cantidad de alegría en las relaciones de un niño parece ser crítica para establecer los senderos cerebrales para la alegría.
Capacidad de recuperación
La sobreprotección es una forma de privación. La idea de que un niño debe evitar a cualquier costo las situaciones tristes distorsiona tanto la realidad de la vida como el modo en el que los niños aprenden a ser felices.
Los investigadores han hallado que para un niño, más importante que la búsqueda de una elusiva felicidad perpetua es el aprender a resolver las tormentas emocionales.
Asustarse lo suficiente
Las dosis de estrés, si se administran en el rango adecuado, parecen darle a la mente en desarrolla la oportunidad de dominar las amenazas y hallar modos de tranquilizarse. Los neurocientíficos concluyen que si los jóvenes son expuestos a niveles de estrés que aprendan a controlar, este aprendizaje se imprimirá en sus circuitos neurológicos, volviéndolos más capaces de recuperarse cuando tengan que enfrentarse al estrés como adultos. La repetición de la secuencia de miedo-calma configura, aparentemente, el circuito neurológico de la capacidad de recuperación, estableciendo una habilidad emocional esencial.
Si una película de terror persigue a un niño durante meses con pesadillas y miedo durante el día, entonces el cerebro ha fallado en el control del miedo. En cambio, simplemente esboza, y tal vez refuerce sutilmente la respuesta del miedo.
El cerebro social aprende mediante la imitación de modelos, como un padre que con calma mira lo que de otro modo parecería amenazador.
Tales lecciones básicas de la infancia nos dejarán sus huellas de por vida, no sólo como una postura básica hacia el mundo social, sino en nuestra habilidad para navegar los torbellinos del amor adulto. Y el amor, a su vez, nos dejará sus duraderas marcas biológicas.

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