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Resumen- Crítica de la razón instrumental Horkheimer

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Crítica de la razón instrumental 
Max Horkheimer 
 
Conceptos clave: razón subjetiva, razón objetiva, autoconservación, tolerancia, relativismo, 
formalización, pragmatismo, cosificación, adaptación/mimesis, naturaleza, represión, rebelión y 
darwinismo. 
 
I. Medios y fines 
 
El capítulo comienza contraponiendo dos conceptos de razón: la visión subjetiva y la objetiva. La 
primera se caracteriza por poder clasificar, deducir y concluir sin tener que tomar en cuenta el 
contenido específico de lo que se está tratando; es un funcionamiento abstracto del mecanismo 
pensante. Este concepto de la razón, además, es funcional para los intereses del individuo con 
miras a la autoconservación. 
 En cambio, la razón objetiva, que había predominado durante un largo tiempo en 
occidente, “afirmaba la existencia de la razón como fuerza contenida no sólo en la conciencia 
individual, sino también en el mundo objetivo” (p. 16). De esta forma se entiende que existe un 
cierto orden objetivo en la realidad (instituciones, relaciones sociales, la naturaleza, etc.), 
independiente del sujeto. No se pretendía estudiar la correspondencia entre medios y fines, sino 
que trataba la idea de un orden objetivo y supremo. 
Ahora, es importante notar que esta concepción no es una antítesis de la razón subjetiva, 
ya que no la excluye, sino que la considera limitada; o en otras palabras, la razón objetiva 
considera que no es posible dar cuenta de la racionalidad en su conjunto por medio de una 
visión subjetiva. 
Ya se puede empezar a ver la diferencia fundamental entre estas dos visiones: una 
considera que la racionalidad es un atributo inherente a la realidad, mientras que la otra dice 
que es una capacidad subjetiva. La razón subjetiva resulta ser la capacidad de calcular 
probabilidades y adecuar así los medios correctos a un fin dado. Es una razón 
fundamentalmente relacional, es decir, que refiere exclusivamente a la relación que puede 
establecer un fin con un medio; se entiende únicamente como un medio que sirve para otra cosa. 
Con esto lo que se consigue es que no existan fines en sí mismos. Esto porque algo sólo puede 
ser racional en tanto que esté al servicio de una tercera, o sea, como un medio. 
El problema es que esta visión de la razón ha hecho que el pensamiento pierda su 
capacidad de concebir alguna objetividad. Se comienza a desconfiar de todo lo objetivo en tanto 
que significa una potencial ilusión. Y esto tiene repercusiones prácticas y teóricas. Prácticas en 
tanto que la razón no es capaz de determinar si un objeto es deseable o no, por tanto, no es capaz 
de otorgar un contenido moral a la realidad. Entonces el pensamiento es un mero instrumento 
que sirve para cualquier empresa: una facultad intelectual de coordinación. 
Como se mencionó anteriormente, la razón no fue siempre concebida de esta manera 
instrumental. En efecto, en el pasado era concebida como un ente que regulaba nuestras 
relaciones e instituciones. La realidad en general era analizada en función de un orden objetivo; 
fuera este natural o teológico. Cuando se pensaba en la razón, “ésta [tenía] que cumplir mucho 
más que una mera regulación de la relación entre medios y fines” (p. 21). La esencia de esta 
razón objetiva es (i) ser una estructura inherente a la realidad y (ii) poder otorgar un 
determinado comportamiento para cada situación (de acorde al orden objetivo). 
Pero la pregunta ahora es, ¿cómo y por qué la razón objetiva entregó su predominio a 
una concepción subjetiva e instrumental? La respuesta tiene su origen en el conflicto que en su 
minuto se generó entre la religión y la ilustración. Tanto el pensamiento religioso como el 
ilustrado intentaron, a su manera, dar una respuesta objetiva al orden del mundo. Por mucho 
que la razón ilustrada pueda considerar a la religión como una falsa conciencia y, entonces, 
negar la existencia de Dios; se opone a ésta por medio de un concepto de verdad objetiva. 
El problema surge cuando empieza a surgir una actitud conciliadora, con lo que se deja 
de tomar en serio este tipo de discusiones. Los humanistas comienzan a considerar las disputas 
religiosas como algo insignificante, una discusión que nada tenía que ver con la razón. No veían 
mayor problema en que las personas tuvieran distintas creencias religiosas. 
Esta aparente tolerancia que trajo consigo la separación de la razón y la religión, significó 
un debilitamiento de la concepción objetiva de ésta. La filosofía racionalista no pretendía quitar 
eliminar la verdad objetiva que reclamaba para sí la religión; intentaba sólo darle una nueva 
base racional. En resumidas cuentas, tanto el pensamiento teológico como el racionalismo 
creyeron en poder obtener un entendimiento objetivo de la realidad. 
Pero cuando las dos esferas —religión y filosofía— se separan y, con esto, se neutraliza el 
conflicto; se debilita además la posibilidad de poder conseguir una verdad objetiva. Este arreglo 
“pacífico” debilitó el concepto mismo de la razón, por el cual de hecho existía el conflicto. 
Especulación es sinónimo de metafísica, y metafísica lo es de mitología y superstición. 
 
Todas estas consecuencias se hallaban ya contenidas en germen en la idea 
burguesa de la tolerancia, idea ambivalente. Por un lado, tolerancia significa 
libertad frente al dominio de la autoridad dogmática; por el otro, fomenta una 
posición de neutralidad frente a cualquier contenido espiritual y, por 
consiguiente, fomenta el relativismo (p. 30). 
 
Esto afectó, por ejemplo, a la idea de autoridad política, la cohesión social y el bien común en 
general. En efecto, ahora que no existían valores objetivos por los cuales una sociedad se podía 
organizar, ¿en función de qué podría hacerlo? Ahora la constitución sólo construye en miras de 
bienes como la justicia o la igualdad, en tanto que éstos signifiquen un medio eficiente para 
alcanzar otra cosa (estabilidad p.e.). 
 Al abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en un instrumento; un 
instrumento que pierde toda su relación con algún contenido objetivo. Se realizan operaciones 
lógicas sin que realmente se tome en cuenta el aspecto material de estas operaciones. Y esta 
mecanización es esencial para la expansión de la industria. Pero cuando la razón se ha 
mecanizado, se torna un fetiche que se acepta de forma ciega. Si bien todavía existen metas y 
fines, no hay ninguna forma de otorgarles algún valor y, entonces, realizar un vínculo con una 
realidad objetiva. Por ejemplo: “la afirmación de que la justicia y la libertad son de por sí 
mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable y, por tanto, resulta 
inútil” (p. 35). 
 La democracia y todo su fundamento también se ha visto debilitada por esta concepción 
subjetiva de la razón. ¿Por qué? Porque el principio de la mayoría supone que cada individuo es 
capaz de conocer sus intereses. Y este “conocer sus intereses” contiene implícitamente una 
racionalidad que no existe únicamente como medio sino también como fin. O en otras palabras, 
el concepto de democracia implica una concepción del bien común y de la sociedad; concepción 
que no es arbitraria ni instrumental. Así la idea de la mayoría, despojada de sus fundamentos 
racionales, ha cobrado un sentido enteramente irracional. 
El problema es que no sólo hay una pérdida los fines objetivos de la política, sino que en 
todos los terrenos de la vida: el comportamiento, el arte, el trabajo, la economía, etc. (p. 42). Y 
uno podría decir contra esto que los seres humanos aún mantienen viejos ideales: existe una 
conformidad respecto a valores y comportamientos generalmente aceptados. Pero esto no radica 
del contenido objetivo de ciertos valores. Por el contrario, la tradición y el consenso sólo 
muestran que tienen poder político y económico; son “funcionales” para una sociedad estable. 
Ciertas ideas veneradas todavía existen, pero han sido socavadaspor la formalización de la 
razón. 
¿Y qué quiere decir que la razón ha sido formalizada? Es el hecho que una actividad se 
considere “racional únicamente cuando sirve a otra finalidad. [...] Dicho con otras palabras, la 
actividad no es más que una herramienta, pues sólo cobra sentido mediante su vinculación con 
otros fines” (p. 47). Y aquí es fundamental la noción de “servir a otra finalidad”, es decir, en la 
medida que sea útil. 
Esta visión ha traído consigo una cosificación del mundo, en donde todo es considerado 
un objeto susceptible de un análisis instrumental; el arte y los hobbies, por ejemplo, ya no son 
considerados un fin en sí mismos. 
 
[Y esta cosificación de la vida], la transmutación de todos los productos de la 
actividad humana en mercancías sólo puede llevar a cabo en el advenimiento de 
la sociedad industrial. [...] Lo que determina la colocabilidad de la mercancía 
comercial es el precio que se paga en el mercado y así se determina también la 
productividad de una forma específica de trabajo. Se estigmatiza como carentes 
de sentido o superfluas, como lujo, las actividades que no son útiles o no 
contribuyen (p. 51). 
 
Esta concepción del mundo está fuertemente relacionada con el pragmatismo, el cual considera 
que las cosas deben ser valoradas en tanto que útiles, es decir, que sirvan para algo. Con esto 
todas las teorías y las ideas en general no son más que un esquema para la acción, y entonces la 
verdad queda reemplazada por el éxito. En efecto, la teoría pragmatista, que antes que todo es 
una teoría epistemológica, considera que la verdad de las proposiciones está dada por su 
aplicabilidad. Por tanto, nuestras ideas son verdaderas en la medida que cumplen nuestras 
esperanzas y, entonces, nuestras acciones son exitosas. 
 Con este paradigma, por muy pluralista que pueda parecer, todo se convierte en un mero 
objeto (cosificación) y por ello en un elemento más en la interminable cadena de medios y fines. 
Claro, si todo está definido —incluso el significado— en función de su utilidad, entonces todo 
análisis va a tener que ser relacional; un análisis que relacione medios y fines, pero siempre 
tomando en cuenta su adecuación y no su contenido objetivo. 
 Pero, ¿cómo podemos saber si algo es útil o no? No puede ser a través de la especulación, 
la cual ha sido satanizada y acusada de ilusoria. No. El pragmatista venera sólo una clase de 
experiencia: el experimento. Por esto se dice que existe un vínculo entre el pragmatismo y el 
empirismo y, en última instancia, con el positivismo. Para esta corriente el experimentar es lo 
único que puede dar respuestas concretas a preguntas concretas. 
 
 
[En resumidas cuentas,] todo pensamiento, para demostrar que se lo piensa con 
razón, debe tener su coartada, cuando su uso directo sea “teórico”, es sometido en 
última instancia a un examen mediante la aplicación práctica de la teoría en la 
cual funciona. El pensar debe medirse en algo que no es pensar; por su efecto 
sobre la producción o por su influjo sobre el comportamiento social (p. 61). 
 
Con todo esto: con el pragmatismo, la cosificación y la formalización de la razón; la sociedad 
comienza a preguntarse con tono despectivo qué significan en realidad expresiones tales como la 
“verdad misma” o el bien. Este tipo de ideas por sí solas aparecen vacías de todo significado. 
El punto es que la reducción de la razón a mero instrumento perjudica en último caso 
incluso su mismo carácter instrumental. La razón concebida de esta manera es lo que permitió 
los totalitarismos. Y entonces la racionalidad instrumental o subjetiva termina por auto 
aniquilarse. Lo que puede ser expresado de la siguiente manera: 
 
La neutralización de la razón, que la priva de toda relación con los contenidos 
objetivos y de la fuerza de juzgarlos, la degrada a una capacidad ejecutiva que se 
ocupa más del cómo que del qué [...]. La razón subjetiva pierde toda 
espontaneidad, toda productividad, toda fuerza para descubrir contenidos de una 
especie nueva y de hacerlos valer: pierde lo que comporta su subjetividad. Al 
igual que la hoja de afeitar afilada con demasiada frecuencia, este “instrumento” 
se torna demasiado delgado y finalmente hasta se vuelve incapaz de afrontar con 
éxito las tareas puramente formalistas a las que se ve reducido (p. 66). 
 
III. La rebelión de la naturaleza 
 
Considerando todo lo anteriormente expuesto —la subjetivación de la razón—, la racionalidad 
queda entonces reducida a la mera capacidad de reducir todo a una herramienta (medio). Pero 
esta transformación total del mundo en un dominio de medios conduce a la liquidación del 
sujeto que paradójicamente ha de servirse de ellos. Una subjetividad que eleva al sujeto, al 
mismo tiempo lo condena. ¿Por qué? Porque el dominio sobre la naturaleza incluye el dominio 
sobre los hombres. 
 Las metas humanas sólo tiene significado en tanto que sean funcionales a “algo”. De esta 
forma el sujeto es incapaz de fijarse metas objetivas, y esto produce una racionalidad respecto a 
los medios, pero una irracionalidad respecto al existir humano. Y la misma dominación de la 
naturaleza se ha realizado sin un motivo claro: subyugación por subyugación. 
La creciente dominación de la naturaleza —en miras de la autoconservación— trae 
consigo un paso de la selección natural a la actuación racional. La supervivencia ahora 
“depende de la adaptabilidad del individuo a las coerciones a que lo somete la sociedad” (p. 
105). Y lo relevante de este fenómeno es que la adaptación es ahora deliberada y, por lo tanto, 
total. Al sujeto ya no le es posible abstraerse del sistema, del cual debe realizar mímesis para 
asegurar su conservación. La adaptación se convierte, pues, en pauta para todo tipo imaginable 
de comportamiento subjetivo. 
 
La siempre creciente uniformidad de los procesos técnicos facilita a los hombres 
el cambio de ocupación. Pero esta mayor facilidad para el paso de una actividad a 
otra no significa que le quede más tiempo libre [...]. Cuando más aparatos 
inventemos destinados a dominar la naturaleza, tanto más debemos servir 
[adaptarnos] a éstos para sobrevivir (p. 106). 
 
A medida que el sujeto comienza efectivamente a dominar la naturaleza, empieza también a ser 
menos dependiente de pautas de conductas. Se le considera tan libre que no necesita pauta 
alguna que no haya sido autogenerada. Pero el problema es que, paradójicamente, este aumento 
de la independencia ha conducido a un aumento de la pasividad. El ser humano se ha 
convertido en un ser fundamentalmente calculador, y, con esto, se vuelve en un ser torpe en 
cuanto la elección de fines. 
 Este entorpecimiento se debe, en gran parte, a la identificación que se genera entre 
razón y adaptación. El sujeto moderno tiene una posibilidad más amplia de elección que sus 
antepasados. Su libertad ha aumentado de forma notable con el aumento de las posibilidades de 
producción. Sin embargo, esta libertad es meramente simbólica o formal cuando uno se da 
cuenta que las condiciones sociales modernas le imponen ciertas cosas al individuo. En efecto, si 
bien ha existido un desarrollo de la libertad, por medio de leyes y el control de la naturaleza; 
este desarrollo ha cambiado el carácter de la libertad misma. Es como si las condiciones sociales 
nos condujeran a actuar de una determinada manera. 
 
Nuestra espontaneidad se ve reemplazada por una disposición de ánimo que nos 
obliga a privarnos de toda sensación o de todo pensamiento que pudiera 
perjudicar nuestra celeridad frente a las exigencias impersonales que nos 
asaltan (p. 108). 
 
Ahora bien, la adaptación es algo que en realidad siempre ha existido, la diferencia radica en 
que en la modernidad las personas no se entregan a este proceso como un niño, sino como un 
adulto que abandona la individualidad que ha conquistado. 
El dominio de la naturaleza en la edad de la razón formalizadase puede explicar a 
través de tres ideas: (i) la naturaleza ha sido desprovista de todo sentido o valor interno; (ii) al 
hombre le quitaron todas las metas salvo la de la autoconservación y (iii) el hombre intenta 
convertir todo lo que está a su alcance en un medio para este fin. Son estas tres premisas las que 
permiten que la naturaleza sea vista como un medio que debe ser dominado para la 
supervivencia. Asimismo, esta transformación total del mundo en un mundo más de medios 
que de fines es en sí consecuencia del desarrollo histórico de los métodos de producción. 
“La indiferencia moderna frente a la naturaleza constituye en verdad tan sólo una 
variante de la actitud pragmática, que es típica de la civilización occidental en su totalidad” (p. 
113). 
Por otro lado, retomando algo que ya se anticipó, el esfuerzo del ser humano por 
subyugar a la naturaleza es también la historia del sojuzgamiento del hombre por el hombre. Y 
esta doble historia —dominación de la naturaleza y del sujeto— se ve reflejada en el concepto del 
yo. ¿Por qué? Porque el yo se entiende como un principio de identidad que se encuentra en 
conflicto con: (i) la naturaleza en general. (ii) los otros individuos en particular y (iii) contra los 
propios impulsos; el yo se entiende como algo ligado a funciones de dominio, mando y 
organización. 
El yo se volvió en cada uno de los sujetos una encarnación del líder. Y este líder tiene 
como primer objetivo el dominio de las pasiones, la propia naturaleza. Esta idea se vio 
enfatizada con la introducción del dualismo cartesiano, el cual separaba el mundo externo del 
yo consciente. 
Con esta concepción la naturaleza comienza a entenderse como una herramienta del 
sujeto. La naturaleza es un objeto de explotación total, que no conoce límites, puesto que no 
conoce ninguna meta instituida por la razón [consecuencia de la razón subjetiva/formal]. Aquí 
hay que destacar que este deseo de poder y dominio, tanto interno como externo, no surge de la 
propia naturaleza del ser humano, sino que de la estructura de la sociedad a la cual el sujeto 
debe adaptarse. 
 
Los modelos que los hombres aplican en su contemplación de la naturaleza 
ejercen finalmente un efecto retroactivo sobre cómo se reflejan lo hombres en el 
espíritu humano, determinan ese reflejo y suprimen la última meta objetiva que 
pudiera motivar el proceso. La represión de los deseos que la sociedad logra 
mediante el yo, se torna cada vez más irracional, no sólo respecto a la población 
como todo, sino también en lo referente a cada individuo. Cuando más 
ruidosamente se proclama y se reconoce la idea de racionalidad, tanto más se 
acrecienta en la disposición de ánimo del hombre el resentimiento consciente o 
inconsciente contra la civilización y su instancia dentro del individuo: el yo (p. 
119). 
 
Pero, ¿cómo reacciona la naturaleza contra esta represión? Todo ser humano se encuentra 
desde su nacimiento sometido a un poder: el poder del padre. El mandato del padre es la razón 
liberada de la naturaleza, es un poder inexorable. Y al niño desde pequeño se le va obligando a 
responder a ciertas normas, con lo que de a poco se forma lo que Freud llama superyó. 
El sufrimiento detrás de este proceso comienza a desarrollarse y se genera una profunda 
enemistad contra la civilización misma. El “niño” se da cuenta que la sociedad no le compensa 
por la represión de los deseos que él ha tenido que realizar. Y en este nivel se centra el conflicto 
en torno a los ideales por los cuales se le impone un funcionamiento determinado. En torno a la 
identidad entre razón, yo, dominio y naturaleza. Siente el abismo entre los ideales que se le 
inculcaron junto con las esperanzas que despiertan en él. y el principio de realidad al cual se ha 
visto obligado a someterse. 
En este contexto hay dos opciones: resistencia o sumisión. La primera se caracteriza por 
un gesto que se opone a todo intento pragmático por conciliar las exigencias de la verdad con las 
irracionalidades del existir. En lugar de resignarse a vivir adaptándose a esta sociedad que 
rechaza, insistirá en expresar en su vida tanta verdad como pueda. En cambio, el sumiso es 
aquel que, si bien nunca ha logrado reconciliarse racionalmente con la civilización, se inclina 
ante ella y acepta secretamente esta identidad entre dominio y razón. “Toda su vida es un 
incesante esfuerzo destinado a oprimir y a rebajar la naturaleza, ya sea dentro o hacia afuera, y a 
identificarse con sus sustitutos más poderosos” (p. 123). 
Sólo es capaz de ejercer resistencia contra la sociedad quien ha superado el conflicto con 
el padre. La verdadera causa de su actitud reside en la toma de conciencia [emancipación] de 
que la realidad es “no verdadera”. 
Pero volvamos ahora el origen del asunto: el problema del mimetismo. La civilización 
comienza con este tipo de impulsos, es parte de su naturaleza. Pero el progreso de la cultura en 
su totalidad depende de que este comportamiento mimético se convierta en un comportamiento 
racional. El niño moderno debe ser capaz de refrenar sus impulsos de místicos y dirigirlos hacia 
una meta determinada. Adaptarse significa llegar a identificarse con el mundo de los objetos 
[mimesis + cosificación]. 
Ahora, este empleo maligno del impulso mimético explica ciertos rasgos de la demagogia 
moderna. ¿Por qué? Porque los demagogos son capaces de estimular la rebelión de la 
naturaleza, esta represión que se encuentra en los individuos. El fascismo, por ejemplo, 
incorpora a su propio sistema las potencialidades de rebelión de la naturaleza. 
 
Los impulsos naturales reprimidos fueron puestos al servicio de las necesidades 
del nacionalismo nazista. Y precisamente porque se impusieron se renegó de 
ellos. [...] No sólo fue suprimida su “naturaleza” psicológica específica, sino que, 
en el proceso de nivelación racional, se resintieron también sus intereses 
materiales; su nivel de vida descendió. [...] La moraleja es muy simple: la 
apoteosis del yo y del principio de la autoconservación como tales culminan en 
la más extrema inseguridad del individuo, en su completa negación (p. 131). 
 
Finalmente Horkheimer hace una relación entre el surgimiento del pragmatismo y la teoría de 
Darwin (la versión “popular”). Este pensamiento ha penetrado en diversos aspectos de la 
cultura de masas y de la moralidad pública en general. 
 
La doctrina acerca de la “supervivencia de los más aptos” deja de ser una teoría 
de la evolución orgánica que no pretende imponer a la sociedad imperativos 
morales. Independientemente de cómo se exprese, esta idea se ha convertido en 
el axioma más importante del comportamiento y de la ética (p. 133). 
Con este tipo de pensamiento la razón pasa a ser una herramienta más que se puede utilizar 
para asegurar la autoconservación. Y se habla de un componente ético porque lo bueno 
comienza a identificarse con lo bien adaptado [darwinismo + adaptación] y el valor de aquello a 
lo cual el organismo se adapta no se discute o se lo mide únicamente según la pauta de una 
adaptación subsiguiente. Estar bien adaptado significa estar en condiciones de dominar las 
fuerzas que lo rodean a uno. 
 
Es así como la negación teórica del antagonismo entre espíritu y naturaleza [...] 
significa en la práctica a menudo adherirse al principio del dominio constante y 
extremo del hombre sobre la naturaleza. Considerar a la razón como un órgano 
natural no significa despojarse de la tendencia al dominio ni le presta tampoco 
mayores posibilidades de reconciliarse con la naturaleza. Al contrario, la 
abdicación del espíritu en el darwinismo popular implica el rechazo de todos los 
elementos del pensar que trascienden la función de adaptación y que, por lo 
tanto, no son instrumentos de autoconservación (p. 136).