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Relatos de Santa Marta

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Relatos
RETRATOS
EDUARDO PELÁEZ VALLEJO
© Eduardo Peláez Vallejo
© Editorial Universidad de Antioquia, 2001
PIE DE AMIGO
No obstante haber vivido durante treinta y dos años en estas tierras, todavía a finales de 1981 yo no
conocía a Santa Marta. Pero entre octubre de ese año y enero del siguiente estuve dos veces allí.
En una arremetida neurótica llegué en octubre a un hotel de turismo familiar colocado exactamente
frente al Mar Caribe, cargado de personas con calendario extraviado, decenas de niños importunos, ancianos
con piernas como alfileres, señoras panzonas y horarios imposibles de cumplir. El plan vacacional abarcaba
toda una semana y descifraba el tiempo minuto a minuto en forma de programas disciplinados.
Ese viaje está caracterizado hoy en mi memoria por la visión de una playa inmensa, colmada de peces
muertos y azulencos. De tal estancia no hay en mí alegría ninguna, pero sí una niebla pesada que borró para
siempre itinerarios que hice sin darme cuenta.
Y ya en diciembre me volví a encontrar en aquella ciudad, esta vez en un apartamento situado a dos
cuadras de El Rodadero y sin vista al mar ni a los turistas, afortunadamente.
El viaje era, en principio, normal para un consuetudinario aburrido de vacaciones: levantada
involuntaria, exigida, al final de la mañana de cuarenta grados a la sombra; desayuno–almuerzo de último
comensal, en pleno desgano; salida a la playa con la nítida decisión de no mirar a nadie, transformada en
lucha tímida por conseguir un metro cuadrado de tierra dónde descansar del sol, la arena, los vecinos, los
amigos, la pereza; iniciación de la alcoholizada hacia la mitad de la tarde, con final relajado a media noche
entre oleadas de calor mal atenuado por la intermitente intromisión doble del ventilador de mesa, aún no
completamente inventado.
En la quietud de una tarde tórrida, cuando el sudor era ebullición de al angustia, alguien dijo: “Ahí viene
Jaramillo”. Y sí; a menos de media cuadra (de las de diciembre a la orilla del mar) trataba de venir Oscar,
saltando a lentas zancadas por sobre las manchas humanas que obstaculizaban la vía, la vida y la vista.
Con mi manía de mirar mucho a los desconocidos y muy poco a los ya sabidos, vencí la inercia que
nada quería y clavé mis ojos en el que se acercaba al ritmo de un paso adelante y tres a los costados,
buscándole el alma. Era un tipo alto y un poco mayor que yo; la cabeza agachada seguía la dirección
ordenada por la parábola de la infinita nariz aguileña, cuyo punto de ingreso a la tierra estaría detrás de las
piernas; las manos, que se adivinaban largas, se cogían atrás y se turnaban el disfrute solitario de un llavero
de muchacho de 1965; las piernas remataban, después de recorrer como metro y medio, en dos zapatos
número cuarenta y cuatro con las puntas hacia fuera. Eran la cara, el cuerpo y el movimiento de un perezoso
total que, visto de frente y caminando hacia nosotros sobre la arena del mismo tono de su piel, me recordó
un lebrel de Afganistán, de esos que parecen nobles arruinados y melancólicos.
Entonces pensé en un Medellín que nunca viví y que en algunas ocasiones miré entre mis dieciséis y mis
veinte años, y allí encontré recostado a una pared céntrica, al mismo Jaramillo que ahora soltaba frases de
humos gris oscuro, en tono bondadoso, a ritmo lento y con ojos vivos y, al mismo tiempo, tristes y
penetrantes. Fue evidente que miraba con facilidad y veía más que todos.
También recordé una clínica de maternidad en 1976, esperando un nacimiento y leyendo, entre tanto,
unas entrevistas a “Los Once Antioqueños”, entre los cuales estaba Jaramillo con su cinismo y su velocidad,
dando respuestas que acabaron con las preguntas.
Esos dos recuerdos, acompañados de unas palabras de presentación y unas miradas de tanteo,
introdujeron una vacaciones que, a partir de ese momento, fueron nuevas.
Con los primeros cinco tragos al sol hicimos una tácita complicidad, suficiente para entender que la
única manera de soportar el paseo de final de año consistía en observar, reír y decir crudezas demoledoras
sobre todo lo que ocurría alrededor, hasta que las tres de la mañana doblaran con su tufo los cuerpos a
duras penas sostenidos en pie.
La quietud interior de algunos compañeros nos obligó a recorrer al derecho y al revés el Parque
Tayrona (muy fatigoso) y nos metió en una tarde de brujería endemoniada que casi termina con la inmersión
definitiva de varios amigos en el oleaje violento de Playa Brava, mientras ellos cuidaban más de la botella del
radiante Old Parr que de sus vidas como de fábula. Y, finalmente, llegamos a la increíble Taganga, playa y
villorrio de pescadores ajenos a la civilización, donde Jaramillo protagonizó con su hermosa española la
primera pelea de gladiadores del amor que les conocí: una mezcla tragicómica con ingredientes como el
amor, la ira, los celos, la borrachera, la ingenuidad, la violencia, la amenaza, la imprudencia, el cuchicheo, el
portazo semifinal, las solidaridades mal distribuidas, la intromisión reveladora, el desvanecimiento de la
fiesta, el comentario morboso y el glorioso guayabo moral, atenuado por el resurgimiento tímido de un amor
a veces contenido y a veces desbordado, siempre evidente y siempre en lucha, dulce y doloroso, como todas
las cosas de Oscar y María del Mar.
Después de algo así como una semana, en cuyo transcurso se había agotado ya todo el año, cuando
las arcas desesperaban y Jaramillo sentía en fugaces momentos que su tarjeta de crédito hacía muchos lujos
que no era más solución sino sentencia de angustia, se dio el final de los primeros episodios de esta amistad
iniciada en tierra extraña: el grupo en pleno se trasladó al hotel de turismo familiar que yo no quisiera
recordar jamás, movido por el espejismo de un confort superior al de El Rodadero, en busca de más anteojos
oscuros en rostros requemados por el eterno sol del trópico, de menos kilogramos de personas aceitadas,
de más colorido amarillo-naranja-rojo en los cocteles caribeños de cercano ancestro norteamericano y
mejores oportunidades de disfrutar el mar y la playa en la canícula de enero.
Las cosas, claro está, no cambiaron mucho ni para bien. Paseo es paseo y la gente hija de cáncer es
incurable: en una noche linda de luna llena, cuando el alcohol penetra hasta lo más profundo la angustia de
los de junio-julio, Jaramillo mostró la cara que conozco desde que nací, explotando en el crudo silencio de la
media noche, frente al océano, expuesto a la luna y apabullado por ella, sin esperanza, con lucidez, y
arrancó, ante el respeto de todos, en su carro de color crema a media velocidad, casi sin rabia, solo como lo
manda su destino, directamente hacia sus verdaderos molinos de viento, pasando desde la “Troncal del
Caribe” y sus pavorosos ventarrones las quince horas de peligro que hacen franja entre Santa Marta y
Medellín, para llegar, seguramente invadido por la depresión, a no afrontar (¿para qué?) la mil veces sabida
prosa del cotidiano dejarse hacer que le corresponde matemáticamente.
Una leve esperanza (que yo conocía inútil) de que Oscar estuviera por ahí, despertó a los amigos al
mediodía siguiente, como tratando de que las vacaciones no terminaran así. Y entonces hubo búsqueda
hasta Barranquilla, temores en la ciénaga, interrogatorios sin resultado, consolaciones, caras lívidas y
remordimientos. Jaramillo se había ido y la fiesta había terminado.
El regreso nos pasó por la quietud hirviente de Mompós, con la única alegría de un atardecer
impresionante de colores en el Magdalena, contradicho por las siguientes diez horas de la mañana en la
embarcación-bus que, por fin, llegó a Magangué rompiendo todos los despojos de Colombia, que a duras
penas flotan en el río rumbo al mar, movidos menos por la corriente de las aguas que por la fuerza mal
contenida de sus gases.
Entretanto, Jaramillo yacía en los ruidos de la “Avenida Oriental” de Medellín, con esporádicas salidas
nocturnas en busca de la belleza del millónde ilusiones que pueblan esta ciudad, ya olvidado de los
episodios pasados, sin remordimientos, sin odios, con su tiempo ocupado por los sueños, dispuesto el
corazón a favor de los amigos, de esos fantasmas de bien a quienes da solidaridad, vida, alegría, gusto,
imaginación, tema y dibujos.
Lo veo allí como una imagen de iglesia, con barba de cuatro días, en un pequeño y meticuloso
apartamento, con varias pinturas perfectamente enmarcadas y dispuestas en las paredes, con objetos de
exquisito sabor artístico y con una variedad de electrodomésticos todavía no estrenados pero celosamente
poseídos, fijo en su sobrevuelo que lo determina y marca su destino impredecible, como el de los espejos.
De este segundo viaje a Santa Marta quedé sabiendo que tenía una especie de nuevo vecino no
estorboso.
***
Al llegar de nuevo a Medellín seguí haciendo lo mismo de siempre (nada), hasta que un día de esos que
suceden en Colombia se decretó la ley seca por culpa de algunas elecciones de segundo orden y se presentó
Susana Rinaldi en un teatro público. Con la pereza que siempre me han producido los espectáculos
multitudinarios, asistí involuntariamente al Pablo Tobón Uribe, dispuesto a tener que soportar quince tangos
entre aplausos, gritos y ruidos imprudentes de envoltorios de papitas, de gargantas destruidas por el tabaco
y de sillones envejecidos por el uso y la falta de mantenimiento. Para mi sorpresa, disfruté alelado todo lo
que vi y escuché, y no me arrepentí de haberme dejado llevar al concierto.
Ya a la salida del teatro me encontré con Jaramillo, entre empujones, humo, gente y toses. A él le había
ocurrido lo mismo y tenía igual preocupación: ¿qué hacer a las nueve de una noche lluviosa y con ley seca
vigente? Fue fácil decidir que él tenía vodka en su sexto piso del centro y salir para allá a tomarnos dos
tragos mientras llegaba la hora de dormir, porque a nada bueno llamaba el frío.
La noche fue larga, propiamente hasta la llegada del sol, y determinó, a través de comentarios de todo
tipo, excepto sobre temas “serios”, que la inicial complicidad de la playa fuera amistad a secas entre dos
vagos incurables, cínicos y despreocupados, cuyos tiempos se botan soñando, durmiendo y conversando con
los amigos.
Por esta vía, que es fácil y permite el disfrute de todo, resultó otro paseo al mar, al enigmático Pacífico
de cuarenta y cinco minutos arriba de Buenaventura (la ciudad fea del hotel más bello de Colombia), a la
desconocida Piangua de brujos, de playa gris que crece inmensamente y se encoge hasta casi desaparecer
al influjo de las mareas que bajan y suben dejando al descubierto y ocultando un fondo marino que anuncia
tragedias que sí ocurren.
En compañía buena y compañía mala asistimos al paseo de “Semana Santa”, llenos de previsiones
ajenas que buscaban maravillosas comodidades en un hotelito precario a la orilla del mar y un poco más alto
que él, sin agua dulce, con habitaciones separadas apenas por muros de cartones mal pintados y llenos de
agujeros, sin playas caribes apropiadas para viajeros de buen gusto que buscan arena blanca, cielo alto y
azul, sol cálido y de doce horas al día, veleros multicolores, figuras longilíneas deslizándose a plena velocidad
por la superficie del agua azul, agarradas a cuerdas y soportadas en zapatos de madera pulida.
Para dar al viaje un toque exótico, nuestro organizador y guía —hombre internacional— acudió a los
servicios de un cocinero de varios gorros, con lo cual se garantizaba el disfrute de un improvisado paraíso en
el extremo occidental de la selva Pacífica.
Apenas arribábamos a Piangua en una canoa alquilada en Buenaventura, Jaramillo quiso pisar tierra
apresuradamente, quizás porque ya estaba mareado por las olas y la conversación. Pero se paró en el pico
de una botella de vidrio arrojada en la playa y se cortó un pie hasta el tobillo.
Y se cumplió el axioma de los viajes: la estadía en Piangua fue sumamente desagradable, así:
Los únicos amigos (y de amistad reciente) éramos Jaramillo y yo, de tal manera que el tiempo se
ocupaba en intentos de acercamiento entre parejas distantes, sin nada de qué conversar, sin chispas de
humor, sin muestras de afecto, sin ganas de nada bajo el calor húmedo y la capa gris que hacía de cielo. Y lo
peor: el lugar y sus gentes (raza extraña habitada por brujos malignos, feos, sucios, entrometidos). Allá no
hay nada qué hacer ni qué disfrutar; la playa es un arenal compacto, oscuro, sin gente; hacia el continente no
hay acceso porque la greda limita directamente con la selva uniforme; el mar —que todo lo sabe— bota allí,
en su purga rutinaria, la peor basura que recoge en todos los mundos.
En este ambiente, con el estribillo de una persona que habló siempre en diminutivo, no quedaba sino la
alternativa de siempre: beber desde la levantada sudorosa hasta la caída, con la única certeza del
aburrimiento.
De la quietud nace el movimiento: en una tarde infinita, con sol injusto aposentado sólo en el Atlántico,
cuando moríamos de pereza en la terracita del hotel, nuestro anfitrión —el hombre internacional— daba a
su novia trompadas de campeón de natación, y ella atinaba únicamente a corretear por la playa y a medio
vociferar en una jerga de amor y temor que no expresaba nada en concreto. Tuvo que acudir a Jaramillo, cojo
y nervioso, a convencer a dos personas que nada han comprendido en sus vidas.
Mientras esta pareja acaparaba el paisaje, ótra, llegada quizás de algún pueblo del Valle del Cauca, se
disponía a disfrutar su amor de estreno, en luna de miel y en tierra de malos augurios. Cuando la novia, ya
transformada en futura matrona, quiso guardar para siempre en el papel la imagen de su marido y presionó
con el índice el botón de la camarita, el varón cayó rematado por un infarto fulminante, sin apenas haber
tenido tiempo de marcar su huella en el cuerpo ni en el alma de la joven viuda. Todos imploramos el doloroso
milagro del olvido.
Ya en la noche alguien se lamentó con pavor: el hotelito estaba ensangrentado a partir de la cama de
Jaramillo, desde el dedo pulgar de su pie herido, y por el pasillo, la terraza y el muro que desde ella cae
vertical hasta la playa. Un vampiro de la costa y de la selva del Pacífico se le aferró al dedo y lo sangró
abundantemente, estropeando el sueño que de alguna manera nos liberaba de la pesadilla de todo aquello.
La luna estaba llena en noche de tragedia.
Y el plenilunio remató su presencia: el cocinero de fantasía —que no utilizó sus gorros— mordió a su
mujer en el pómulo y —éste sí— marcó la huella de su furia en la ruta del llanto, mientras la muchacha
producía el gemido más triste del mundo.
Es difícil decir que la noche siguiente —la última en Piangua— María del Mar hizo una magnífica paella
española (cuyos encantos desatendimos Jaramillo y yo por conversar desaforadamente a la luz del paliativo),
y por causa de un pollo en incipiente pero eficaz descomposición se intoxicaron los habitantes del hotel (la
paella, generosa, alcanzó para todos), y demostraron con hechos su envenenamiento, en ese ambiente
trágico, sin agua dulce, sin drogas, sin médico, ya sin alma.
Piangua no nos quiso nunca. Así que al día siguiente decidimos alejarnos, no tocar más el objeto del
peligro, no sufrir más, no exponernos a la venganza de la selva malintencionada. Sólo que la retirada tuvo
una demora adicional porque el bote estaba encallado, trancado en el arenal a causa de la marea que había
descendido más de lo que se esperaba, y no valieron los esfuerzos de siete normales y un campeón de
natación para mover el tronco de madera enterrado en el fondo del mar. Fue preciso esperar a que el
océano fuera generoso y las propias aguas, acostumbradas a tragar toda vida, nos sacaran a flote hacia otra
civilización más propicia, hacia el refugio del Inter-Continental de Cali, a donde llegamos acabados pero
contentos, no obstante el pie de Jaramillo que para ese entonces era ya una pelota encarnada y amoratada,
llena de peligros yde pésimos augurios.
De este viaje de placer me queda una certeza: a Piangua no volveré jamás.
En Medellín sentenció el médico —serio, ilustre, helado— que la rabia era la más cercana posibilidad:
el noventa por ciento de los vampiros del Pacífico transmiten la enfermedad, y quien la contrae es hombre
muerto.
Jaramillo tuvo que vacunarse tardíamente (a nadie se le ocurrió en el viaje esa posibilidad, esa
necesidad) y abstenerse de su principal disfrute (el alcohol) durante cien días con sus noches, y sin ninguna
garantía de inmunidad. Fueron cien días en acecho, en espera de la aparición de los síntomas letales, de
fiestas semanales de silenciosa y reprimida despedida, de chistes frustrados alrededor del gran tabú, de
mirada fija y mala cara de Jaramillo, lo cual le valió el apodo perfecto: el ojo.
Pero el hombre no murió. Lo que no se sabe es la suerte que ha podido correr el vampiro borracho.
***
Quedan en Jaramillo la gran soledad de fantasma del día y de la noche (él se va en noches de luna,
esté donde esté, a pie generalmente, solo, y siempre aparece al otro día, sereno, como que nada pasó), las
aptitudes y el fenotipo de brujo, la seguridad del siempre abandonado a su destino, el cariño por los amigos,
los mil desintereses que forman su estilo: por las conversaciones sobre temas cultos, el patriotismo, los
sentimentalismos, la política, las feministas, los ejecutivos jóvenes y sus temitas, el cumplimiento del deber,
las asociaciones de interés común, los adelantos de la ciencia, las colectas públicas, las granjas
autosuficientes, las palabras bonitas, la sensibilidad, la crítica de arte, los concursos, las recreacionistas, la
defensa civil, la superación personal, el mantenimiento del carro, el ahorro, la prudencia, la seguridad del
estado, el derecho al sufragio, la lucha guerrillera, la investigación, los rituales, la historia, el civismo, los
conciertos, la informática, la ecología, la teoría del color, el flagelo del narcotráfico, el divorcio vincular, la
economía política, la seriedad, el futuro.
Es la certeza de que la vida es única y puede ser deliciosa, y cabe, entonces, el ejercicio especializado
de la pereza entregada a la amistad y al goce, sin remordimientos, sin estorbar a nadie, sin envidia, sin
ambiciones, con generosidad, con dignidad, con elegancia, con humor, con ritmo lentísimo, plácidamente, sin
temor a la muerte y sin avaricia frente a la vida.
Con ese fondo tranquilo, simple, Oscar vive su tiempo interior, como un árbol plantado en el corazón del
bosque.
El Retiro, 21 de abril de 1987
EL ESLABÓN PERDIDO
Alvaro Marín Vieco es loco y actor. Su locura encarna en la actuación. Su papel es la representación de
su propia locura. Es una tautología de segundo grado, como un animal entre dos espejos, que lo repiten, lo
multiplican, lo desdibujan, le ocultan el lindero entre su realidad y su virtualidad, le borran el principio de
identidad. Cada aparición suya en escena lo recrea y lo suicida. Porta la misma ambigüedad que una rosa de
plástico.
Buscando su verdad (¿para qué?) ha gastado media vida y todo su patrimonio, y para ello ha
consultado siquiatras y sicólogos, ha criado perros, ha peleado con su familia, ha bebido y fumado y
aspirado, ha convivido violentamente con mujeres feas y bonitas, ha leído buenos libros, se ha refugiado en
la soledad, se ha hecho torero y músico y buzo y profesor, se ha dado golpes con los amigos y las amigas,
ha deseado cortarse las venas pero le ha faltado valor, ha viajado, ha puesto cara seria, ha llorado, se ha
reído. Pero éstos son, nada más, búsquedas o racionalizaciones de una verdad que conocería si no fuera
loco y actor, si no fuera él.
***
Aún hoy, cuando ya es el cincuentón casi retirado que parecía ser desde los treinta y cinco años,
quisiera tener la figura de un deportista olímpico italiano en lugar de la que engendraron sus padres
antioqueños (no se los perdona), que es ésta:
No es un hombre feo, aunque algunas mujeres se obstinan en decir que es horroroso. Es un buen
zambo de un metro con sesenta centímetros, de gafas grandes, con predominio de los rasgos negroides en
la boca, los dientes (casi siempre se ríe) y la nariz; sus ojos, amarillos y pequeños, se abren completamente
al fondo y en el centro de sus salientes y descomunales cuencas, y, sin embargo, no expresan alegría sino
perplejidad, tal vez porque se siente extraño habitando un ambiente o hasta una especie que no son los
suyos; a partir de las cuencas, la frente se inclina inmediatamente hacia atrás y continúa en una piel delgada
y brillante hasta el lindero inferior de lo que sería la coronilla, muy cerca ya del occipucio, forrando un cráneo
pequeño y redondeado, enmarcada en unos cuantos pelos que nacen negros y blancos y son sometidos a
descargas permanentes de tinturas que los doblegan, resecan y dejan, hasta su temprana muerte, de un
color indefinible pero parecido al de los que ostentan en la punta las mazorcas de los chócolos; con
excepción de la que rodea los ojos, que es gris, la piel de toda la cabeza es, a fuerza de ungüentos,
emplastos y masajes que no logran producir los efectos del sol, una mezcla de café oscuro, gris y verde, para
un resultado aproximadamente amarillo cobrizo, propio de sus razas, como el de los enfermos terminales del
mal del siglo; las orejas son corrientes, tal vez un poco largas, pero donde el triángulo carnoso las une a la
cara hacen un pliegue algo extraño, sin ser propiamente una anormalidad; el resto de la cara, redonda y con
las arrugas de la edad en los sitios de siempre, está cubierto con una barba muy pegada a la piel,
cuidadosamente recortada de tal manera que parece, simplemente, postiza, de color naturalmente negro
canoso, pero realmente rojizo a fuerza de teoría del color y práctica de barbería y tinturería caseras;
excepción hecha de los momentos de soledad depresiva, cuando lo frunce, el ceño se mantiene ampliamente
estirado, como el de las bailarinas de cabaret, y, como a ellas, le da un aspecto de felicidad difícil de creer; el
cuerpo es corto y con el pecho y la espalda anchos (algún antepasado fue, posiblemente, nadador de río en
el corazón del África); cintura de hombre sedentario y de cincuenta años, vergonzante a fuerza de cinturones
apretados y trucos contra natura; estrecho y pando de caderas, con piernas delgadas y arqueadas (como si
montara a caballo), pies cortos y hacia fuera; y los amigos le conocemos las partes más feas (opacas,
oscuras, mustias, inermes), por su manía de desnudarse en las fiestas cuando no le escuchamos sus viejas,
manidas y graciosas historias-novelas de sus múltiples vidas pasadas, presentes y soñadas.
Pero en general lo recuerdo como una amplia, blanca, limpia y ruidosa carcajada que brota de todos los
rincones de este hombre gracioso que, si cambiara las gafas por una cola, pasaría desapercibido en la selva
amazónica.
Dos detalles adicionales: cuando habla —siempre—, las manos (cortas, algo gruesas, con los
pulgares oponibles, uñas varoniles recortadas, sin sutileza, rematando unos brazos que pudieran ser de
boxeador para la pelea cuerpo a cuerpo) se mueven constantemente, sobreactúan y no corresponden jamás
a lo que las palabras dicen, como si fueran libres, como si no pertenecieran a esa voz; y cuando camina hacia
los amigos, desde algún lugar que siempre será un misterio, lo hace con timidez, se incomoda, no sabe
dónde colocar los ojos, se ríe, mira a donde no tiene por qué y, cuando finalmente llega, abre los brazos, los
ojos y la carcajada, y dice alguna palabra que hacer reír a todos.
***
Pero Marín también tiene alma. Y un poco más: lo primero que se le ve es el alma.
Cuando lo conocí, dieciséis años atrás, supe inmediatamente que era un amigo, que detrás de sus
desplantes, de sus posturas de tímido, de sus pataletas de niño con déficit de compota, alentaba un alma,
alguien sentía, un hombre sufría. Es un hombre bueno que nació con una gracia que hace una distancia
esencial: es artistade alma, desde su alma.
Al arte se llega siempre por vías naturales. Nadie se hace artista. La cercanía con el arte es geográfica,
natural. Y Marín nació en el arte y a él pertenece, como el ajo a la buena mesa. Y es del arte por la vía más
noble: la de la sangre. En su familia hay músicos sobresalientes, pintores sobresalientes, escultores
sobresalientes, diseminados en varias generaciones, configurando una línea genética consistentemente
dotada para el arte. Y en esa línea Alvaro tiene su puesto en forma de pintor y de escultor, y en ella se ve
bien, natural, tranquilo, como una rosa radiante en su jardín.
***
Y Marín tiene espíritu. Su animalidad se manifiesta en forma de pura vida, de alegría, de honradez, de
calor humano, de humildad, de color, de bondad, de solidaridad, de comprensión.
En las fiestas, en los paseos, cuando todos estamos aburridos, Alvaro hace piruetas, golpea con ritmo
las botellas, rompe los silencios, parlotea, baila como un muñeco de caucho, hace reír, llora.
En las mañanas, cuando está solo, en la absoluta distancia que existe entre la cama y el resto del
mundo, Alvaro Marín Vieco es un hombre enfrentado a su propia tragedia, sabe que en la nevera no hay
nada para calmar la angustia de la noche anterior, muere cotidianamente en todo lo que no fue, sabe que la
vida no trasciende, siente que la muerte ronda permanentemente, comprende que lo del arte es un sueño
que nunca se realizará, vive su pobre vida, su vida de habitante de esta tierra, pero tiene la esperanza de
que con la luz abrumadora de cada mediodía la vida podrá ser amable.
Y los amigos, todos los amigos, hasta los más huraños, sentiremos una brisa alegre cuando en el
aburrimiento de la soledad recordemos al hombre amable, entrañable, que es Alvaro Marín.
Y mis hijas estarán orgullosas cuando al entrar en mi casa vean en el centro del muro principal el
cuadro azul y gris que pintó un buen amigo de su padre.
El Retiro, 23 de julio de 1996
CANDICE BERGEN
Mi último amor nació de un error. Sin embargo, la fuerza que lo echó a rodar y la inercia lo sostuvieron
en pié durante diez años. Hoy, en la paz del olvido, miro hacia atrás y no encuentro un solo destello del
resplandor que produjo la explosión del amor. Siento que se ha cumplido un destino, que la soledad ha
vuelto a acomodarse en mí, que regreso a mi ambiente natural.
Seguramente estoy irreconocible, pero me veo como en cualquier tarde de 1967 antes de mi primer
amor, solo, leyendo un libro, ajeno a toda noticia, esperando sin ansiedad la llegada y el paso de los hechos,
habitando sin deslumbramiento ese eterno agonizante que es el presente, en silencio, sin esperanzas, estéril,
tranquilo. Las huellas de la vida no han penetrado profundamente mi tierra. Finalmente yo soy el que fui y el
que debí ser.
Este relato es mi catarsis.
***
Aquí está la historia:
Cuando era niño iba con mis hermanos y con los vecinos al teatro del barrio, los domingos por la
mañana, para ver dos películas permitidas por la censura católica. En ese teatro, y sólo en él, disfruté la
niñez, especialmente cuando aparecían en la pantalla los vaqueros del oeste, los caballos multicolores, los
balazos, el paisaje de Colorado y cierta ternura que hacía contraste moral con tantas aventuras
descabelladas.
Después, cuando me quedé solo y la timidez me ocupó definitivamente, no frecuenté el cine porque me
aburrían las filas para comprar la boleta de entrada y para llegar hasta mi butaca, los saludos indeseados,
los comentaristas espontáneos en las sillas vecinas, las interferencias de los fósforos que encendían los
fumadores y de los paquetes que rasgaban los comedores, los graciosos inoportunos y la seriedad fatigosa
de las conversaciones reflexivas al terminar la función (siempre sentí que el cine tiene más que ver con la
sensualidad que con la inteligencia). Pero cuando lograba vencer las resistencias y acudía a ver alguna
película, gozaba como antes y grababa para siempre en mi memoria un rostro hermoso de mujer, y lo
convertía en el objeto de mis ensoñaciones, mis deseos, mis sueños y mi amor. De todos ellos, el de Candice
Bergen me inundó como una obsesión y se me incrustó en la vida en forma de arquetipo: de arquetipo de
belleza, de sexualidad, de ternura; es decir, de mujer, pero de mujer imposible, de mujer para el sufrimiento,
para acentuar la distancia insalvable. En ese estado lo congelé en alguna profundidad del inconciente, de
donde ocasionalmente lo sacaba un sueño incontable para rendirle el homenaje del amor prohibido.
***
Cuando menos lo esperaba y menos lo requería, se me vino encima el primer amor, precisamente en
una encrucijada de la vida. Estaba en el momento de decidir qué ruta tomar, y yo me fui con los ojos
cerrados por la primera que encontré: prometí que ese amor sería el único y viví sólo para él. Por esa vía
llegué al matrimonio, el hogar, la abogacía, la seriedad, el dinero. En ella olvidé que podía soñar y reír.
La travesía por el túnel me tomó doce años. A la salida encontré que había perdido la juventud y
muchas esperanzas, pero en el mar de miserias flotó siempre cerca del naufragio el corcho de la
insatisfacción.
Y una noche inolvidable me destrozó la vida una mujer que cuando se rapaba la cabeza parecía una
diosa de mármol. En ese cuerpo y esa locura se decidió que mi vida estaría por los lados del ocio, los
amigos, el alcohol, la alegría, los libros que escriben los locos inútiles y, sobre todo, la gran soledad.
La vida de estúpido me había restado energías, pero la libertad fue un buen regenerador. Por eso me
vieron borracho una mañana de septiembre de 1980 en el aeropuerto de Medellín tomando un avión que me
llevó a otro mundo, a París, donde, en vez de estudiar filosofía durante cinco años, bebí vino, calvados y ron
antillano todos los días y todas las noches de los seis meses siguientes.
La distancia, la soledad y el dolor hicieron su trabajo: al fin de la cura mi cuerpo quedó extenuado y
demandó cirugía, pero el alma se puso a punto para meterme en esta montaña fría hasta la muerte,
escuchando la voz de los locos y alejándome cada vez más de los serios que se engordan y me hacen desear
que este planeta pierda su rumbo en el espacio.
Es curioso, pero desde entonces nunca he soñado con esos doce años ni he deseado volver a ellos, ni
siquiera en las tardes terribles de sol, sed y ansiedad que siguen a las parrandas interminables con los
amigos. Parece que se han ido para siempre.
***
1981 fue un año plano para mí. Los recuerdo, ya un poco perdidos, se refieren a las insatisfacciones en
una primera casa que no se dejaba habitar porque no encajaba en mi destino, a un amor empalagoso que
quiso ocupar mi tiempo y mi espacio y logró inmovilizarme en una rutina de bobos que muy pronto me hizo
evidente la necesidad de un nuevo final, a un frío de muerte en los amaneceres en el pequeño colchón
húmedo que hacía de cama junto a la chimenea que dejaba de calentar a las tres de cada mañana a cambio
de la oscuridad total, al terror que sentí cuando descubrí que alguna semilla del colchón de paja había
germinado y por la costura salía una hoja verde y premonitoria, al título de “La Pecera” que le dieron los
amigos a mi casa, al peso de todas las angustias acumuladas en treinta años de vida de disgusto y a la figura
desdibujada pero contundente del fantasma de miedo que me visitaba cotidianamente y me miraba en
silencio: el futuro.
En el undécimo mes del año logré escaparme para el Caribe colombiano por una semana. Buscaba mi
soledad, el calor de la playa lejos del amor, el deseo de no morir, un poco de fuerza para volver a acabar con
todo y la oportunidad de mirar de frente al fantasma y domesticarlo. Pero sólo me cambió transitoriamente el
color de la piel. Definitivamente, no me gusta el mar.
Cuando regresé, los amigos se enteraron de que no había muerto y quisieron celebrarlo. Esa noche
conocí a una rubia malencarada, pálida, con tres kilos de más y un temperamento comoel de los condenados
a muerte. La fiesta concluyó, como muchas de la vida real, con el portazo de la muchacha en la nariz
naturalmente chata de su novio llorón, el drama del amor representado en ridículo para la maledicencia de un
público desconocido y la borrachera de compañía hasta el día siguiente.
Poco después invitaron a la muchacha a pasar un fin de semana en mi casa, pensando en que olvidara
sus problemas de amor, en el aire libre, la naturaleza y la mansedumbre de una noche moderadamente
prolongada frente a la chimenea, con el fondo amable de una conversación fácil e intrascendente. Yo acepté
con la resignación habitual y me dispuse a lo de siempre: aislarme y, de vez en cuando, decir lo que se
asomara a mi lengua, más para no enloquecer y no estorbar que para comunicarme o ser amable.
La invitada resultó ser una media sangre francesa y cuarto de sangre judía, con la piel rosada
demasiado suave, ojos azules-verdes con las pestañas más grandes y más tupidas que he visto, nariz afilada,
barbilla cuadrada, boca hermosa y sensual, risa blanca, alegría infantil, discreta malicia, conversación variada
con voz delicada y al volumen justo, ternura contenida y un fondo triste muy llamativo. Lejos de la presión del
amor, sus facciones se tranquilizaban, como cuando baja la marea, y a la luz de la chimenea se me fue
revelando un rostro espectacular que retrocedió mi vida hasta la segunda etapa del cine y se situó
exactamente en el nombre y la imagen de mi arquetipo: Candice Bergen
Esta vez el deshielo se produjo al calor de una noche completa de conversación, de la conversación
más cercana, más íntima y más deliciosa que había tenido en mi vida. Después de que ella se apoderó del
tiempo, del ambiente y de mi espíritu, no era posible para un hombre de corazón evitar la catástrofe que mi
novia intuyó desde que se puso amarilla la primera llama y comenzó a entibiar la noche todavía fría. Yo
estaba ya enhebrado en la aguja del amor y sabía que para separarme de ella se precisaba un rompimiento.
Tras él, yo quedaría partido.
El martes siguiente llamé por teléfono al banco donde trabajaba la francesa. Después de pronunciar el
Silvie Beatrice, estas palabras suyas alumbraron el camino con la claridad de un relámpago: “Me alarma su
llamada”, escuché en la casa de un amigo que nunca entendió por qué se me rebajó el color y empecé a
temblar. Desde entonces operó en mí otro mecanismo: la sensualidad. Y comprendí que algunos sueños son
realizables. No era difícil en ese momento jugarme nuevamente la vida, y quizás era lo único que podía hacer.
Y galopé con los estribos perdidos en el potro desbocado del amor durante diez largos años, hasta que caí
hecho pedazos cuando me zarandeó este último corcoveo: “Usted nunca me ha gustado”, dijo con su voz
delicada la francesa al atardecer frente a una hermosa copa de coctel a base de mandarina y wisky, tres años
después de que yo sentí que ya no me quería y un segundo antes de que decidiera cerrar definitivamente
para ella las puertas de mi vida. Sin embargo, una chispa de mi amor había aspirado a ser más que un simple
destello.
Por esos días quise ver a la muerte. Muchas noches, mientras bebía solitario frente a la chimenea
apagada, olvidé que me gustaba amar y ser alegre. Y una de esas noches me despertó una copla, casi como
un empujón, y volví a sentir el calambre de la vida:
Buscaré el olvido eterno
por los lados del amor,
aunque sería mejor
bajarme para el infierno.
Después de ella, en el transcurso de tres días que viví como en otro planeta, llegaron unas cien coplas
más. Algún día las revisaré para hacer nuevamente el viaje.
***
Esa historia pertenece a mi pasado. De todas maneras, yo la recuerdo con nitidez, especialmente
cuando presencio el milagro de la aparición de una mujer hermosa.
Ahora mismo siento que me estoy enamorando de una mujer de película. Es un demonio encantador e
insolente que me hace sentir que algunos sueños son realizables. Ella lo sabe y me ha escrito una carta que
termina con la palabra más reconfortante: “Tuya”.
El Retiro, 4 de septiembre de 1994
POETA
Ahí está José Manuel Arango, vivo con sesenta y tres años, intocable.
Pronunciar su nombre no informa nada: llamarse José Manuel y ser Arango en Antioquia no resta
ninguna probabilidad en el juego de la fortuna por la identidad en la vida, como cada gota de un aguacero
tropical es indiferente en el espectáculo del chaparrón. Si, además de eso, el José Manuel Arango prefiere
mirar, escuchar, no moverse, no hacer ruido y como no estar, es fácil que su vida sea quietud en la
penumbra fresca del anonimato.
Sí, este varón indiscutible parece educado en un colegio suizo para señoritas, en las nieves perpetuas
de los Alpes, en la contemplación silenciosa de la inmensidad del paisaje solitario, para labrarle un carácter
escueto y hacerlo un ser propenso al asombro y al arte, sin vanidad, sin envidia, sin zalamería, recatado,
discreto, sobrio, amable, distinto. Sin embargo, ésa es solo una apariencia: este José Manuel Arango es el
que es por que es así, vino de la tierra cifrado y volverá a ella con la misma hechura; quiero decir que no es
producto del artificio, que es natural, que se parece así mismo, que es idéntico así mismo.
Pero no es únicamente su nombre lo intercambiable: su apariencia es corriente, muy ceñida a su raza
antioqueña en el color café-gris de la piel, en su metro con setenta de estatura, en los rasgos de la cara, en
los movimientos descomplicados, en los ademanes naturales, en el tono de la voz, en el atuendo sencillo y
ajeno a las modas. Si uno en un vagón de metro sentado frente a un obrero calificado, bien podría suponer
que dos compañeros de trabajo regresan a su casa después de una jornada de ocho horas bajo el mismo
techo.
En la pantalla donde se vive la representación de la vida, a José Manuel siempre se le podrá localizar en
la comparsa, compartiendo la condición de mancha oscura, casi invisible de los que no tienen vanidad ni
deseo de ser vistos.
***
Lo único obvio en José Manuel Arango es su hermetismo. Para encontrarlo se precisa estar atento,
observarlo, acercársele, quererlo. Él no rehuye, no oculta, no rechaza, pero vive una intensa y generosa
individualidad instante a instante, sin claudicar por fatiga ni por costumbre, como si pensara en otra lengua.
Traspasa el umbral que lo separa del telón, aparece inmediatamente su rasgo más llamativo: la
intimidad. Siempre que se está con él hay intimidad, aunque el tema puede ser hasta el fútbol. Y es un
hombre amable, profundamente respetuoso, serio, honrado, delicado, jovial, original, cercano, hasta
gracioso. No le he conocido (ni creo que nadie lo haya conocido) maledicencia, mala fe, envidia, falsedad,
petulancia, mal trato.
Generalmente está en silencio, atento, con la mirada concentrada de sus grandes ojos oscuros a fondo
de las cuencas profundas y detrás de las grandes gafas claras que ya hacen parte de su cara y de su ser
todo. Pero siempre percibo –o creo percibir- que su presencia es voluntaria y que instintivamente no está,
que su interés mayor ocupa otro espacio, que el humo abundante de su permanente cigarrillo es también
una nube que separa su ser de su estar.
De todas maneras, cuando asiste a las fiestas (algunas pocas veces) o cuando invita a sus fiestas (por
un libro que publicó, generalmente) uno lo ve en su cuerpo delgado y corvo, con los brazos flacos de fibras
largas y duras como alambres (trabaja con la guadaña de motor desde años atrás) y sabe que está gozando.
Saluda muy amablemente y uno siente que se alegra con el encuentro, que no está pisando el terreno de lo
formal sino el de lo personal, pero pronto se ubica en el último plano del escenario, se sienta en un taburete
cualquiera (el que esté mas atrás), cruza pulcramente una pierna flaca sobre la otra, fuma, bebe (al principio
lentamente, como sin gusto, pero paulatinamente acelera el ritmo hasta llegar a ser un bebedor furibundo
como cualquierade sus amigos), mira, mira, mira y no dice nada, de pronto ríe suavemente cuando alguien
dice algo gracioso, no opina, no chismorrea, está. Su presencia es amable y seria, imprime en el ambiente
altos niveles de respeto y decencia, ennoblece la fiesta, pero no cohibe, no resta alegría, no ensucia el aire
con solemnidad.
En algún momento de la noche alguien recuerda su presencia y levanta la excusa de su soledad con
una pregunta o un comentario, y el alcohol -que siempre es milagroso- desata su lengua larga y ancha, abre
de par en par su boca muy grande, extiende sus manos pulcras, endereza un poco su lomo encorvado,
contrae su enorme frente de cinco arrugas profundas y gruesas, levanta las cejas mínimas y gachas por
sobre el nivel superior de las gafas que uno de los índices empuja hacia arriba por el puente, y José Manuel
Arango empieza a hablar inteligente y pausadamente, pensando y pronunciando cada palabra con la
devoción de una madre, saboreando como a un confite ácido cada frase precisa, cada idea traída desde su
soledad fértil, cada recuerdo desenterrado, cada relación hallada, cada lindero verbal marcado por él muy
meticulosa y precisamente. Cuando lo veo y lo oigo hablar así, pienso que para José Manuel la literatura es la
fiesta de las palabras, de las palabras tocadas por la belleza, creadoras de belleza, portadoras de epifanía, y
no es el asunto fatigoso de la academia que han invadido las editoriales, ha recargado las librerías de basura
ilegibles, han transformado en calvario el placer de la lectura, ha convertido a lo escritores en unos
malhumorados y pálidos hombrecitos que saben los que dicen los libros y no han pecado de obra por pura
torpeza; ni –mucho menos- es el juego sucio que mueve la codicia con sus múltiples cabezas: la codicia del
dinero, la de la fama, la del poder.
Hay una ley inexorable: cuando está José Manuel se habla de poesía; y generalmente es él quien habla
o quien marca los hitos de la conversación, por que conoce a fondo el tema, ha leído mucha poesía,
recuerda, disfruta la poesía, vive en constante obsesión por la poesía, traduce poesía... y es poeta.
Otra ley inexorable: no es José Manuel quien pone el tema de la poesía sobre el tapete. Si por él fuera,
simplemente se quedaría en su silla, mirando, fumando, oyendo y bebiendo, con una pierna sobre la otra y
moviendo hacia delante y hacia atrás la pantorrila del aire, como quien se sienta en la banca de un parque a
esperar que el tiempo pase mientras llega la hora del almuerzo.
Pero cuando llega el tema, él disfruta realmente, oye con respeto y atención lo que los demás dicen,
opina certeramente y sin seguir las rutas pavimentadas por la moda, por las costumbres o por el interés, se
aferra con inteligencia y conocimiento a sus opiniones, dice herejías que hacen rabiar a unos, sonrojar reír a
otros (yo entre ellos); una noche piensa y dice algo de un poeta, y tres meses después dice lo contrario del
mismo, y no se pone colorado, no se inmuta, no se desluce, convence con su nueva verdad (yo le creo);
expresa siempre con sus palabras, con sus gestos (hace muchas muecas lentas con los ojos, con la boca,
con la cabeza toda, con las manos), con sus entonaciones, con sus dudas muy explícitas, con sus sorpresas,
una pertenencia definitiva, honesta, incurable, sufrida, gozada, como de carnaval, a la poesía, y es claro que
lo mantienen en la vida solamente dos obsesiones: La poesía y su familia... Bueno y otra adicción: el
cigarrillo: alguna vez sintió que se moría por culpa del tabaco (tosía, se enfermaba de gripa, estaba débil) y
decidió acudir al caucho de nicotina que imprime un aspecto de beisbolista gringo en quienes utilizan esta
terapia. El resultado fue una caricatura: José Manuel se envició al chicle medicinal y continúo aspirando y
comiendo nicotina, se olvidó de la tos y volvió a resolver que ninguna norma que no provenga de sus
entrañas debe ser atendida.
Después de su conversación sobre poesía, cuando ya el alcohol ahoga a todos, retorna a su silencio,
entristece un poco su rostro seco de color terroso, se resguarda en el cercano regazo de Clara (su mujer,
boyacense, alegre-triste, afectuosa, decente, bonita, cercana, cordial, amiga de la fiesta) y, sin que se note,
se va para su cama, en paz, levemente agachado, digno, respetuoso, bueno.
***
José Manuel Arango es poeta por que nació poeta y por que lo que escribe es poesía. No es poeta
como resultado de una decisión ni de un esfuerzo (“Lo que natura...”), ni lo es por el reconocimiento que ya
tiene, que él ha gustado humildemente, ha aceptado, no ha buscado, ha soportado y tendrá que soportar (ya
se ha convertido en un objeto de turismo; a él van los escritores consagrados, los por consagrar, los
inconsagrables, los que aspiran a ser artistas, toda la gama de farsantes que quieren ser conocidos como
inteligentes, y todos quieren tener un espacio en su ámbito personal, ojalá en su corazón, ojalá en su
admiración, ojalá en su palabra).
Su poesía es ya plenamente reconocida y apreciada. Ha llegado a la cumbre más inaccesible: es
indiscutible. Nadie en el medio (en el medio de la poesía) duda de su calidad, y para algunos es simplemente
el poeta más importante de Colombia en estos tiempos.
Yo prefiero citar a Jaime Jaramillo Escobar (otro poeta respetado) refiriéndose a su poesía: “Concisión,
claridad y limpieza definen su estilo”.
Y ese poema de su primer libro, de hace 30 años, me gusta:
XXII
un trueno en la mañana, súbito
y después el silencio filoso de los sueños
es la misma calle de siempre, los sitios familiares
que extraños sin embargo de pronto
como apariencias de un helado país de muerte
la rama de la ceiba –su sombra- tiembla sobre el muro
día a día debiste hacer tu jornada de lento viajero
para llegar a este minuto
en que la radical extrañeza
de todo te hiere
y un trueno estalla en la mañana, súbito
y es después el silencio filoso de los sueños.
***
José Manuel Arango ha vivido su vida: nació en El Carmen de Viboral, en la montaña fría antioqueña, a
mas de dos mil metros sobre el mar, y allí aprendió a caminar, a decir “yo”, a leer y a escribir, en un paisaje
de paz, con terrenos suavemente ondulado y manso a sus pies, mas no grandes y abruptas montañas al
fondo, entre riachuelos con truchas, bosques de arrayanes, siete cueros y dragos, sumergido buena parte
del año en la neblina fría y presenciando la germinación, el crecimiento, la florescencia y la fructificación de
las mas sanas hortalizas del planeta, vivo sol verde, rojo, amarillo, anaranjado.
Todavía era un niño cuando se fue para el Seminario de Medellín, donde probablemente le conoció la
cara a su soledad, y se enamoró a primera vista de ella, y de su mano tierna, firme y sabia ha viajado por su
tiempo y llegará al final del camino un poco menos triste de lo que llegaría si le faltara su lazarillo.
Más tarde, un bachiller emigró a la alta llanura, a Tunja, donde encontró la filosofía y el amor, y con
ellos se casó para toda la vida, y tuvo dos hijos y descubrió que es poeta. Después vivió en Popayán, en la
media montaña occidental de Colombia, regresó al frío de la montaña plana de Tunja y desde 1967 vivió en
Medellín, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Antioquia y se metió de cuerpo entero en su poesía.
Posteriormente se jubiló y se volvió para la montaña, al occidente de Medellín, con un paisaje
impresionante de montañas que le dio el título a su último libro, varios de sus mejores poemas (Montañas 1,
por ejemplo), el oficio de trabajador de la guadaña, más libertad, más cercanía con su familia, más contacto
con el frío y la tierra, más posibilidad de voltearse el cuero y mirarse el interior, más paz, más tristeza, más
vida para su poesía. Ahora vive entre
Medellín y la montaña, pero más específicamente en el lugar que siempre ha habitado, que trata cada
día de conocer y de domesticar, en el cual ha reído y ha llorado libremente: José Manuel Arango.
***
Aquí desde la montañadel frente, me parece ver su seriedad, su piel gruesa y dura, su faz triangular de
facciones bien definidas y afirmadas, sus orejas largas y anchas de lóbulos separados de la cara, su nariz
grande y recta cuya punta roma vuela un poco sobre el crecido labio superior, los dos grandes y profundos
paréntesis que enmarcan su boca extensa, bajo las gafas enormes sus ojos oscuros como almendras
acostadas y resistiendo el peso de las cejas pequeñas e inclinadas y de los párpados que caen sobre ellos y
los tiznan de tristeza y como de nostalgia, su pelo negro (ya bien surtido de canas) muy crespo y pegado al
cráneo (cuando olvida la peluquería se parece a un futbolista argentino envejecido prematuramente), su
cuello fino y arrugado que ocasionalmente (cuando va a hablar) se estira como el de un cisne discreto y lo
hace cobrar vida exterior, su voz lenta y con poco volumen que sale de la boca modulada de acuerdo con
sentido que lleva adherido, que transporta desde su interior hasta el oído atento un castellano perfecto,
claro, pensado, culto, con matices, con demonio, propio de un poeta que ha remontado la vida, que ha
gozado, que ha sufrido a fondo, que conoce los rigores de la soledad y no aprendió a quejarse.
Su poesía como su voz, expresa en perfecto castellano (domina el oficio) lo que ha visto, lo que está
viendo, lo que siente, lo que piensa.
Ahí está José Manuel Arango, sabiendo quién es, vivo y en contacto con la muerte, con esa muerte que
no podrá borrar su poesía por que esta ya pertenece al dominio de la humanidad.
Medellín, 13 de enero de 2001
RARA AVIS
De todos los hombres que he conocido, sólo uno es sabio: Gustavo Vives.
Hace cuarenta años lo conocí en nuestra cárcel infantil: el colegio de los jesuitas. El primer golpe de vista me
lo reveló como un niño viejo y sabio. La mirada de ayer me lo reveló como un viejo niño y sabio.
A los once años Gustavo era un hombre serio, ensimismado, lejano, decente e inmensamente solitario, y
conserva esos vicios. Lo recuerdo con la cabeza metida en el amplio cajón del pupitre escolar, con la pesada
tapa de madera apoyada en la cabeza, perdido en unos como experimentos que nunca pude adivinar y
siempre me produjeron curiosidad, soportando impasible los golpes que le propinábamos los compañeros,
con lápices, borradores, manos, papeles, libros y piedras, sordo a los regaños de los profesores, silencioso,
ajeno, pacífico. Sólo transcendía su apretada frontera un hilillo de humo que ocasionalmente salía del pupitre
y nos hacía reír, pero nunca supimos su causa.
Por lo demás, nunca conversó con nadie, no lloró, no se rió, no hizo ningún deporte, no militó en nada,
no hablo en voz alta, fue imperturbable en su distancia, no invadió territorios, no trató de lucirse, mantuvo su
línea, tuvo personalidad. Fue, entonces, un hombre correcto y especial.
En algún momento dejó de asistir al colegio y no dejó rastro. Aunque su presencia y su partida fueron
silenciosas, sentí la ausencia.
Veinte años después supe nuevamente de Vives, supe que seguía siendo raro, que era un experto a
quien consultaban y explotaban los anticuarios, que todavía se cortaba el pelo casi a ras del cuero cabelludo
de su inmensa cabeza rubia, bovina, gacha, repleta, con ojos azules, enormes, bovinos, perdidos, miopes
bajo las grandes gafas de lentes gruesos y empañados; y volví a ver su cara de piel muy blanca, nariz y
orejas coloradas, boca grande y apariencia europea, con un cuerpo corto, fuerte, sin ejercicio y sin grasa,
inclinado hacia delante en un ángulo que el peso de la cabeza hace peligrosamente agudo y a veces
sucumbe a la ley de la gravedad. Y me alegró volver a verlo y sentir que él se alegraba de volver a verme, y
nos supimos amigos.
***
Gustavo Vives es sabio en Inventario de Patrimonio Cultural, y de eso vive como empleado del
Departamento de Antioquia. Sus libros en este campo son espectaculares por el derroche de conocimientos,
por la investigación que demandan, por la capacidad de revelación y de relación, por la precisión, por la
credibilidad. Para este trabajo Gustavo aplica su sabiduría en arte colonial antioqueño y colombiano (también
penetra a fondo muchas fronteras americanas), en arte antioqueño y colombiano del siglo diecinueve, en
historia de Colombia, en mueblería, en joyería, en cerámica, en escultura, en imaginería, en historia del arte
occidental, en iconografía cristiana y en hagiografía.
Los libros de Gustavo se pueden leer como tratados de arte, especialmente como revelaciones del arte
cristiano en Antioquia, mueble e inmueble, y en ese sentido se deben leer con la cara seria y grave del
estudioso. Y también se pueden leer —a mí me interesan así— como vehículos viajeros por mundos
maravillosos, en los cuales se viven emociones que son comparables a las que se experimentan en el buceo,
en los safaris, en los centros comerciales, en las góndolas de Venecia, en las bicicletas de Amsterdam, en la
lectura del Quijote, en La Odisea, en el ir de tapas en Madrid, en las visitas no turísticas al Louvre, en las
parrandas con los amigos y en todas esas bagatelas que engordan el espíritu y ablandan el cuerpo.
Con Vives uno queda perplejo, no entiende cómo puede saber tanto de un tema tan extraño, se
pregunta cuándo aprendió todo lo que sabe, aunque evidentemente es muy cabezón y muy estudioso. A
veces pienso en una monstruosidad genética que lo haría heredero directo de los conocimientos
descomunales que posee, como si hubiera nacido depositario de un tesoro meticulosamente cifrado. Mirarlo
corrobora esta hipótesis: verlo es ponerle materia al paradigma del sabio, y para quien lo ha visto no es
extraño el adjetivo ni es un elogio que se hace a Gustavo: es la objetivación de una palabra, su adecuación
natural, es la representación de lo que nombra por lo nombrado.
También tiene estos rasgos ligados a su condición de sabio: es desordenado hasta el más remoto
extremo, torpe, desacertado, olvidadizo, desinteresado, descuidado, resignado a su suerte, víctima de
abusos, generoso, de los que pueden caminar con un pie en la acera y el otro en la calle, ingenuo, repetidor,
compulsivo, desconcertante, de mirada triste, incomprendido, incomprensible, desconectado de la realidad,
aislado, bondadoso, honrado, desprevenido, sin capacidad de odiar, sin rencor, explotado, de buena fe,
comprensivo, sin aspiraciones, rutinario, humilde, amable, ignorante de su importancia, tierno, caricaturesco,
cálido, sin precauciones, respetuoso, pulcro, trabajador, sin veneno, tragicómico.
***
Y, sin embargo, Gustavo es un hombre alegre.
Nadie quiere más a un hijo que Gustavo Vives a su Luciano Santiago. Nadie quiere a Miguel Escobar, a
Gloria Palomino, a José Gabriel Baena, a Jairo Morales, a Pacho Gaviria y Gustavo Melo como los quiere
Gustavo Vives. El quiere a su gente con una admiración y una alegría especiales, se le siente un aliento de
amor tímido, de necesidad de amor, de capacidad de sacrificio y de solidaridad de espíritu que no se ve en
estas tierras. Cuando nos vemos —tres o cuatro veces en el año— siempre me dice en algún momento de
la parranda con los amigos, cuando el aguardiente disuelve su timidez, ya expresivo, desbordado de
generosidad y de cariño, cercano, sincero, invaluable: “Qué rico estar con vos”, y yo siempre le agradezco
estas palabras cortas, definitivas, correspondidas y honrosas.
Después del trabajo silencioso, concentrado, exigente y solitario de todo el día y de todos los días, al
final de la tarde se va para el bar de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, donde trabaja con sus
compinches de exposiciones de arte, libros y demás, y bebe aguardiente doble y relajante en la más
inofensiva y sana fiesta que un hombre decente puede celebrar cada día, porque a Gustavo el alcohol jamás
lo ha llevado a la violencia ni al irrespeto. Allí se emborracha, prende el cigarrillo presente con el que aún no
es pasado, hace sus simpáticos juegos verbales de humor suave, se enamora de la mujer bonitao fea que se
atreva a bailar con él alguna salsa, algún bolero o algún vallenato que por casualidad suena, dice sus
obsesiones del momento en el tema de arte que está trabajando, paga su cuenta religiosamente y se va a
dormir con una sonrisa de boca torcida y de paz que alguna noche será el sello de su muerte serena.
Gustavo morirá tranquilamente, su conciencia no podrá reprocharle nada y el mundo le deberá siempre más
de lo que él le ha dado.
Como es media sangre caribe, tiene en los huesos el baile y esa fiesta de los costeños del norte de
Colombia. Es un miembro por ejercicio de la parranda de tres días del “Festival Mundial del Porro”, en San
Pelayo, donde se baila, se bebe y se olvida de día y de noche, en un carnaval agotador y regenerador que
Gustavo frecuenta como un loco perdido en un mundo medio propio y medio ajeno que lo acoge como a un
expósito sin malicia.
Gustavo Vives Mejía —caribe y antioqueño— quiere a sus dos tierras, siente los ancestros en su
sangre, hace una historia de Antioquia muy original (que sólo él está en condiciones de emprender) y guarda
en su baúl una ilusión que habla de su espíritu: irse con sus huesos y su sangre todavía caliente a divagar en
el vaivén pendular e inconciente de una hamaca rayada entre dos palmeras del Caribe, para recordar en la
niebla clara del ron la iconografía amable de la alta montaña antioqueña que él ilumina con su paciencia, para
entregarse sosegadamente al deliro final de unos instintos que no han exigido nada, que han cumplido con
humildad un destino misterioso.
***
Gustavo Vives es un hombre tocado de manera especial por la naturaleza, ha tenido que vivir como un
ser de otra especie, como cumpliendo una orden cósmica indiscutible; es, podría decirse, un loco, un extraño,
un hombre perdido en el planeta, como si se hubiera sometido a una congelación secular y viniera ahora a
traernos noticias de su época. Todo eso lo distancia, pero en su compañía, en su cercanía amable, en la
calidez de su afecto y en la persistencia de su amistad se siente la presencia de un ser bueno, transparente,
tranquilo y humano.
Gustavo vive la mejor sabiduría: es feliz.
Medellín, 15 de julio de 2000
NO ES
El espíritu de Clemencia Echeverri es volátil, como una esencia. Esta bella cualidad la adorna y la
imanta, pero le imprime un sello trágico: la hace fugaz.
Desde hace quince años he querido encerrarla en unas palabras, mas cuando creo que la tengo
agarrada del pelo se me difumina y pierdo su rastro; de pronto, sorpresivamente, se me aparece en el brillo
de su radiación, pero se disuelve en un espejismo.
En sentido estricto, este retrato ha cerrado la línea. Pero quizás, por un temorcillo al temperamento del
objeto, será conveniente agregar unas palabras a título de ambientación, de tal manera que no pueda
decirse que esta mujer ha perdido su venida al planeta:
Hace unos treinta años vi por primera vez a Clemencia y, como todos los de mi ciudad y mi generación,
me enamoré de ella: sus fotografías salieron en los periódicos porque era la Reina de la Belleza del
Departamento de Caldas, una veta generosa de mujeres dignas, hermosas, inteligentes y de mucha raza.
Este amor fue, como todos, pasajero, y me dejó, también como todos, recuerdo y frustración. Hoy, ya en “la
juventud de la vejez”, Clemencia Echeverri conserva las gracias que la sacaron por primera vez del
anonimato, y yo guardo la memoria de ese resplandor en un altar con rosas blancas y rojas.
***
Trece años después, cuando ya vivía solo, tenía novia que llegaba al atardecer, estaba triste y era feliz,
en una medianoche de luna de 1981 se apareció en mi casa, en la montaña silenciosa, Clemencia Echeverri,
la de las fotografías, con unos artistas que no vi, en una parranda deliciosa, vestida de negro, con piel de
perla mate, brazos y piernas alargados y tensos, pelo castaño oscuro y lacio hasta la base del cuello largo de
cisne, con remolino simpático e inmanejable encima de la frente de tres dedos (ese remolino se prolonga
hasta el fondo del cerebro dentro de la pequeña y vivaz cabeza femenina) y calzada con unos hermosos
zapatos de gamuza que no la apretaban y le permitían moverse mucho, con agilidad, alegría, sensualidad y
elegancia.
En algún momento, sorpresivamente, me atenazó las manos, me sacó de un certero tirón de la
seguridad de las tres cobijas y me sometió a la vergüenza del baile con temblor como epiléptico en una
piyama ridícula de franela que los franceses usan como segunda piel en invierno, muy pegada al cuerpo y
con una abertura larga y amplia donde se requiere. Yo soy tímido y no sé bailar (ni me gusta), pero esa
noche el asunto era diferente: se trataba de la realización de un sueño empolvado, yo podía abrazar a una
reina, sentir su aroma desconocido, tocar su suavidad, podía decirle todo lo que sabía, tal vez le gustaría mi
flaca soledad, tal vez me miraría con ojos generosos, tal vez podría refrescar mis labios en los suyos
delgados y pequeños (no muy tentadores, pero suyos) que hablaban mucho y muy descomplicada y
elocuentemente.
¿Cómo no hacerlo? Cuando me tocan los instintos primordiales, sucumbo; y me lancé de lleno a la
fiesta, bailé con Clemencia como un antillano, dije todo lo que se me ocurrió (hablé durante cinco o más
horas sin detenerme) y sentí que mis palabras llegaban tan lejos como no imaginé, no me importó la piyama
con su peligroso hueco, me olvidé de la novia y me fui con Clemencia a su apartamento, a una hora de mi
casa, y conversamos y bebimos hasta alguna hora del día siguiente, cuando perdí definitivamente la
conciencia que ya andaba de huida, y amanecí solo, tirado en un tapete de lana, con una cobija encima, con
dolor de cabeza, sin haber experimentado el temblor fundamental y con la certeza de que las mujeres
bonitas, alegres, buenas conversadoras, locas e inteligentes guardan en sus sinuosidades de materia y de
espíritu la clave de la alegría, pero son muy peligrosas.
Clemencia no es una mujer exuberante. Tiene una linda figura fuerte y delgada, larga y alargada; sus
manos largas de uñas recortadas (a veces comidas por causa de algún nervio de más) son tan expresivas
como su lengua ágil e inteligente y como sus ojillos profundos, del castaño oscuro del pelo, alegres y con
párpados superiores un tanto abundantes; la nariz es recta, normal, bonita, descendente y apropiada a su
pequeña cara infantil, como lo son sus orejas, más agradables cuando las adorna con aretes grandes con
algo de color; la barbilla es pequeña y casi insignificante en sí, pero cierta arrogancia la levanta con
frecuencia y denuncia un espíritu desafiante de mujer temperamental, de sangre caliente y atrevida; las líneas
de la cara son escuetas, sin mejillas y labran con buen sentido un bonito rostro, descarnado, discretamente
cóncavo entre el remolino del pelo y el mentón, alerta, significativo y emblemático de una mujer muy viva y en
movimiento, de las que producen envidia, pavor, admiración y furia en las demás mujeres, salvo en las muy
seguras, en las muy inseguras y en las de buen humor, que disfrutan de su abundancia, como los hombres
de casi todas las calañas; su voz es aguda, certera, melodiosa, con muchas inflexiones, levemente afectada y
apta para el coqueteo; el vestido (generalmente negro) es el de una señora joven, bonita, moderna, un tanto
exótica, de buen gusto, con énfasis en los zapatos (siempre muy bonitos, muy finos, muy cómodos) y con
pleno conocimiento de sus más y sus menos. Sin embargo, algunas veces aparece vestida de “jeans”, con
ancho cinturón de cuero café, con camisa blanca y chaleco corto y de colores, como si estuviera a punto de
disparar desde lo alto de un caballo pinto a un matón irrespetuoso. Con esa apariencia me hace pensar que
es idéntica por dentro y por fuera.
El espíritu ocupa en ella más espacio que el cuerpo, y por eso los músculos permanecen tensos, no
tienen sosiego. Tal vez puedo decir que su belleza no sería tan provocativa sin las raudas ruedas desu
intangible.
***
Hace treinta años nuestras mujeres se casaban muy jóvenes y, con las incontables excepciones de los
desbordamientos y avalanchas de la naturaleza, vírgenes o casi vírgenes. A más belleza, más premura. A sus
veinte años, una mujer bonita era una matrona con niño pelón, anchas caderas, carnes abundantes y marido
fatigado y distante. Antes de la primera florescencia plena, las muchachas pasaban sin alegría al archivo del
hogar, donde se marchitaban prematuramente y contraían una como eternidad gris.
De pronto se estremecía el barrio con la visión de una viejecita seca y gacha que salía de la iglesia con
un largo traje oscuro, y resultaba ser la muchacha rosada que diez años atrás arribó al altar del brazo de un
padre joven y llorón, vestida como la reina que era, deslumbrante en una hermosura local, todavía cruda y ya
inmensamente sensual, enloquecedora en su blanca sonrisa de mujer para el amor y para la vida.
Una de esas muchachas fue Clemencia Echeverri, nuestro sueño virgen (?), que pasó de los lomos del
impresionante semental de paso fino Resorte Tercero (abriendo plaza en la Feria de la Candelaria) a la cama
nupcial con un muchacho-señor a quien prácticamente no conocía, que le llegaba a las orejas, grueso,
moreno, carirredondo, un viejo, ambicioso y con temperamento y tesón suficientes para doblegar su esbelta
nobleza, su arrogancia, sus bríos de potranca cerrera.
***
A Clemencia le gusta la parranda.
Cuando ella salió de su primera muerte, yo ya vivía mi última resurrección, en la paz de la montaña, los
libros y los caballos de paso fino. Nos encontramos en la alegría de la libertad, yo con mi traje de vago y ella
con la pompa simpática de artista de escuela y de profesora universitaria de arte (“Lo que natura...”), y
pasamos del coqueteo inicial (que se hizo costumbre inofensiva) a la amistad seca y caliente, ejercida en
afecto, en conversaciones sin tema, en gusto mutuo, en amigos en común y locos, en sus horribles vallenatos
que ni escucho ni bailo (“Mi nido de amor...”, cantaba y gritaba Clemencia, amable, graciosa, feliz, a la tres
de la mañana, y no dejaba dormir a los vecinos), en el alcohol que tanta alegría nos ha proporcionado, en la
tendencia irresistible a formar parranda en mitad de la semana.
Clemencia es artista (pintora y escultora de colores fuertes, rojos, amarillos, verdes, azules), tiene y
acumula libros de arte (creo que los ve y los lee), le gusta hablar de arte, le gusta la vanguardia, le encanta
alegar de arte y sabe ponerse furiosa por los insignificantes asuntos del arte: una noche, en Santa Marta, en
el apartamento del hombre que se hizo su segundo marido por el resto de su vida desde hace ya más de
quince años, armó una guerra verbal con Alvaro Marín (su amigo más tierno por esos tiempos), y cuando
Alvaro le dijo que ella no era artista, Clemencia lo paró en seco con un directo de derecha, seguido del obvio
“uper cut” de izquierda, golpes que lo pusieron al borde del K.O. fulminante; sin embargo, el marido intervino
y paró la pelea, librando a Marín de la humillación de chupar la arenosa y amarilla baldosa del caribe, en la
salmuera del salitre y de sus lágrimas abundantes que ya chorreaban imparables por su chato rostro de
boxeador abismado por las rápidas trompadas de una mujer más joven y mejor alimentada que él. Los
asistentes a la velada también boxítica gozamos a plena carcajada del más gracioso combate del siglo y
reaprendimos la lección de la historia: las mujeres son peligrosas.
A Clemencia también le tocó su lección, ésta más seria y efectiva: su marido, un matemático de verdad y
con su locura específica y excluyente, pronunció aquella noche el discurso de su vida, el que marcó el rumbo
de su destino y el de Clemencia, fijó para siempre los linderos entre su amor serio y el resto del mundo,
apabulló a su amada boxeadora con una incontestable andanada de todos los golpes verbales originados en
la razón y en el instinto de conservación de las pertenencias y nos condujo a los espectadores (amigos, nada
más, sin aspiraciones sentimentales con Clemencia) a una nueva carcajada silenciosa (respeto, miedo) que
hoy, muchos años después del vencimiento del último plazo del olvido, no ha cesado. Sus palabras caben en
una botella así: la vida es seria e impone rigor; lo mío es mío.
Alvaro Marín perdió la honra y las gafas, lloró en público e hizo más imbatible su récord: no ha ganado
una sola pelea, aunque cada semana pacta y realiza una. Pero él, siempre generoso con la risa, también
disfrutó de su aporte al humor.
Para Clemencia, en cambio, el triunfo significó un impuesto inimaginable: beber cada día del contenido
de la botella.
Esa noche supe que la presencia de Clemencia Echeverri era efímera, que su espíritu jovial sería
sometido por el amor, quién lo creyera, a una hibernación irreversible. A cambio de la suspensión, el espíritu
primordial de Clemencia sería representado por un personaje que vestiría su misma armadura pero actuaría
motivado por un mecanismo preciso, eficiente, automático: la razón.
***
Hoy, ya con cincuenta años, Clemencia Echeverri es una señora juvenil que vive en Bogotá a la manera
bogotana, en el mundo del arte y de la academia, sobria, seria, ecuánime, concentrada en lo suyo, con
aspiraciones y sacrificios, en un hogar que ya va siendo típico, moderadamente angustiada, moderadamente
alegre.
Es una artista contemporánea que materializa su arte en videos (no sé si esa es la expresión
adecuada), vanguardista, con permanentes toques con el arte inglés actual, con mirada un tanto desdeñosa
para el arte y los artistas “tradicionales”.
Ocasionalmente se asoma a Medellín y a sus amigos de la época cálida, y seguramente experimenta
instantes de nostalgia y tentación, pero la mirada severa de su fantasma del rigor diluye sin dolor los
vestigios de su locura inmensa e impide el amanecer con sol de sus instintos desbordados.
Desde la distancia su cuerpo se ve lineal y suavemente curvado en la parte superior de la espalda y en
los hombros, discreta y correctamente cubierto, buen gancho para la ropa, todavía apto para la aventura y
fácil para el movimiento. De cerca se ve que ha perdido agua, que el leve relieve de su rostro va siendo una
llanura, que el tiempo ha lavado su fachada y le ha borrado su policromía original, como a Nuestra Señora de
París; pero cuando despierta su bestia y se asoma por la maraña del rigor razonador, sus facciones tornan
por un instante al pasado todavía cercano, aflora a sus ojos pequeños la picardía reprimida y una oleada de
calor tropical entibia saludablemente sus huesos cristalizados en el hielo seco de Londres y Bogotá.
Cuando la veo alegre, la imagino y la sueño diez años más adelante, viuda y de regreso a Salamina (el
hermoso pueblo antioqueño, por raza y por arquitectura, donde nació), convertida en la vieja seca y
agachada que ya se puede prever, graciosa, risueña, pintora, maliciosa y aguardientera. Allá podrá
comprender que el amor no es un vehículo para viajar al futuro, sino un modo de vida donde los amantes se
internan como en un vagón vetusto de un tren abandonado a su suerte e inmóvil, con ventanas hacia adentro
y ajeno a lo que lo rodea. Al final, cuando el amor termina, a la salida (cada uno por su propia puerta) se
sorprenden con un mundo diferente del que dejaron, y creen que han viajado, pero el viajero es el mundo.
Yo, aquí, tengo a Clemencia cerca en el afecto y en la memoria, persigo su fantasma por los callejones
de la vida, espero ya con paciencia y siempre sin esperanza que su ceño se relaje y le reste gravedad a una
vida que bien pude ser un homenaje a la belleza, a la alegría, a los instintos en su libertad original.
Medellín, julio 31 de 2000
UN ROBLE
Oscar Jaramillo es un excelente retratista antioqueño a quien Manuel Mejía Vallejo quería, admiraba y
respetaba. Cuando hablaba de él, Manuel siempre repetía: “Jaramillo es hijo mío”, como decía de las
canciones que le gustaban: “Esaes mía, maestrico”.
Un mes después de que enterramos las cenizas de Manuel en el hoyo donde plantamos un roble joven
de los Andes, en “Ziruma”, su finca y su casa durante los últimos veinticinco años, conversé con Oscar sobre
el retrato de Hugo Zapata que está dibujando desde hace diez años (Jaramillo decía que estaba esperando a
que Hugo llegara a su rostro definitivo, pero por poco lo espanta el que llevará la momia funeraria de Hugo
en la larga y pacífica eternidad).
— Ayer lo terminé— dijo como invitándome a verlo.
— Seguramente te quedó parecido a un perro — le dije, imaginado y recordando la cantidad y el
desorden de pelos blancos y negros que hoy cubren la cabeza cuadrada y canina de Zapata.
— ¿Por qué decís eso?— preguntó Jaramillo riéndose, como sorprendido y como entrando en secreta
complicidad.
— Porque la cabeza de Hugo (por dentro y por fuera) se parece a la de un “Viejo Ovejero Inglés”, de
esos grises y blancos, juguetones, simpáticos, gustadores y sin cola que yo criaba cuando estaba casado y
era abogado. ¿Y por qué te da risa? — le alargué el cuento porque sabía que Jaramillo tenía algo más
guardado en su gran bodega, como siempre.
— Porque cuando terminé el retrato lo miré de lejos y pensé que me había quedado igual a un perro
lanudo, a uno de esos que tienen pelos largos por todas partes, desordenados y de varios tonos de gris, de
negro y de blanco. Además, quedó mostrando los dientecitos de arriba, como un “´Pequinés” sin rabia.
Las conversaciones de dos vagos, como afortunadamente somos Oscar y yo, no son en absoluto
interesantes, pero sí son agradables, refrescantes y propicias para los sueños, los chismes y las dulces
calumnias casi inofensivas.
Hugo Zapata es un buen amigo (no importa a qué se parezca), el mejor escultor antioqueño de estos
tiempos (nació en el Quindío, pero eso es lo mismo que Antioquia), y es una gran persona humana porque es
honrado, bondadoso, generoso, cercano, alcohólico y amable. Y cuando el aguardiente le inunda las
neuronas, alcanza uno a vislumbrar el sentido de la antigua definición: “Filosofía es la ciencia con la cual y sin
la cual todos quedamos tal cual”, porque en las fiestas (la vida para él es fiesta, aunque tiene sus angustias y
trabaja en serio y constantemente) se abstrae de las conversaciones que lo rodean y escoge alguna oreja
amiga para emprender sus caminos metafísicos y llegar siempre a una encrucijada indescifrable, graciosa e
inofensiva.
Y no es de extrañar lo del retrato de Hugo: alguna vez escribí un retrato de Oscar Jaramillo, y en un
momento del trabajo se me representó idéntico de cuerpo y de alma a un “Perro de Afganistán”, y así lo
escribí, porque el retrato tiene que ser honrado. Y fue agradable la sorpresa cuando unos días después
Fernando González Restrepo —que no conocía el retrato— vio un Afgano y exclamó instintivamente: “Ahí va
Jaramillo”, con su andar destemplado, la cabeza larga y gacha, y la mirada lánguida y triste de ojillos
pequeños y maliciosos.
Y hablamos Oscar y yo del retrato que hace diez años estoy escribiendo de Manuel Mejía Vallejo (he
esperado que se me afine el pulso, pero eso no me sucede) y del retrato de Manuel que desde siempre está
él tratando de dibujar (ha esperado que se le afine el pulso, pero eso tampoco sucede). Manuel ha muerto y
ya nos tocará dibujarlo y escribirlo en pasado, aunque los pulso sigan trémulos, y ahora, quizás, más que
antes por la fuerza de su ausencia.
Un retrato es, en palabras de diccionario (pensadas, precisas en la trama de sus referencias), la
representación de una persona mediante el dibujo o la palabra. Si la persona representada en el dibujo y en
la palabra es la misma, los retratos deberían, en principio, ser coincidentes. Pero inmediatamente se
desdibujan las líneas y las letras, de tal manera que los retratos parecen ser o son de personas diferentes: la
figura total (cuerpo y espíritu) de la persona retratada es cambiante, nunca es la misma; las relaciones del
retratado con sus retratistas son específicas, son individuales (esta es una condición necesaria para que
pueda haber retrato); todo retrato es parcial, nunca abarca la totalidad de la persona retratada, la mirada de
cada retratista enfoca aspectos diferentes; y la limitación (si es limitación) de siempre: un mismo aspecto de
una misma persona siempre es percibido por los demás de manera diferente, hasta tal punto que nunca
puede decirse que un mismo aspecto de una misma persona se representa idénticamente por personas
diferentes. El retrato (y valga como explicación o, si se quiere, como disculpa) tiene en su esencia unas
características, y ellas conllevan una conclusión que no allana el camino para el retratista, que no quita la
exigencia del rigor: siempre es una visión subjetiva del retratista; pero ello no lo libera de ninguna de sus
obligaciones porque éstas son irredimibles: el retrato tiene que ser objetivo porque tiene que estar impulsado
por la finalidad de representar al retratado, tiene que ser sincero, tiene que derivar de un conocimiento cierto
del retratado, no puede pretender mejorarlo ni empeorarlo, tiene que ser bueno. Si algo falla, el retrato no es
ni bueno ni malo, el retrato no es retrato, como cuando una flecha no da en el blanco.
Con todos los riesgos, tranquilamente, me sumerjo en Manuel Mejía Vallejo (una persona que conocí y
quise) y pretendo hacer su retrato. Ojalá que al final el retrato de Oscar Jaramillo (si se decide a hacerlo) y el
mío coincidan, que sus rayas y mis letras saquen un poco de la muerte al amigo común que tuvimos en
Manuel.
***
Cuando conocí a Manuel Mejía Vallejo, él tenía ya cincuenta y ocho años, era importante aquí y en otros
mundos, gozaba (él sí lo disfrutaba) de una popularidad que ya lo había convertido en una leyenda. Era, en
realidad, un honor conocerlo personalmente, llegar a su casa en una montaña de El Retiro, dos mil metros
por encima del mar, y encontrarlo sentado en su sillón de cuero peludo, café y blanco, de brazos gruesos y
cómodos, habitando el planeta con su familia y haciendo de la vida la fiesta permanente que también es.
Yo ya era amigo de Oscar Jaramillo (nos emborrachábamos juntos todos los días, hablábamos de todo
el mundo, nos enamorábamos cotidiana, efímera y unilateralmente de todas las muchachas hermosas que en
dosis enormes iban al bar donde lo dejamos todo); Oscar era —como en el boxeo— de “la cuerda” de
Manuel y solía ir a su casa los fines de semana para deleitar la vida con los amigos en el alcohol, las
canciones, la despreocupación y la conversación delirante, hasta la extenuación. Él me llevó un sábado por la
tarde, en mi condición de borracho, vago y amigo de la conversación como vicio y expresión del arte de no
hacer nada y no sentir remordimientos.
Así llegué a Ziruma con treinta y dos años, sin porvenir, sin historia y con el único deseo que justifica
una lucha: permanecer en la quietud. La vieja casa antioqueña, de las que dejaron los españoles agarradas a
la cultura de estas montañas, resultó ser la que construyó Don Manuel Felipe Jaramillo hace
aproximadamente cien años, gemela de la di mi abuelo en otra montaña de El Retiro
Mi timidez me hizo repetir el rito que ya no me duele: me senté en un rincón a ver y a oír, y tomé
aguardiente hasta que todo se acabó, ya muy cerca del amanecer del domingo (siempre soy el último en salir
de las fiestas, aunque me aburra). Y vi y oí todo, que fue mucho; sobre todo oí más de lo que había oído en
toda mi vida, porque allá había gente que sabía hablar, que había vivido, que tenía gracia, que no estaba
para mostrar nada a nadie.
Como no me gusta analizar sino simplemente presenciar y sentir, sé decir qué vi en Manuel: en el sillón
estuvo sentado todo el tiempo (no se levantó para nada, absolutamente) un hombre maduro (no tuvo cara
de viejo nunca) de uno con setenta de estatura, cabezón, de tronco grueso aunque no tanto como la cabeza,
estrecho de caderas, con una chaqueta a cuadros y de manga

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