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Relatos RETRATOS EDUARDO PELÁEZ VALLEJO © Eduardo Peláez Vallejo © Editorial Universidad de Antioquia, 2001 PIE DE AMIGO No obstante haber vivido durante treinta y dos años en estas tierras, todavía a finales de 1981 yo no conocía a Santa Marta. Pero entre octubre de ese año y enero del siguiente estuve dos veces allí. En una arremetida neurótica llegué en octubre a un hotel de turismo familiar colocado exactamente frente al Mar Caribe, cargado de personas con calendario extraviado, decenas de niños importunos, ancianos con piernas como alfileres, señoras panzonas y horarios imposibles de cumplir. El plan vacacional abarcaba toda una semana y descifraba el tiempo minuto a minuto en forma de programas disciplinados. Ese viaje está caracterizado hoy en mi memoria por la visión de una playa inmensa, colmada de peces muertos y azulencos. De tal estancia no hay en mí alegría ninguna, pero sí una niebla pesada que borró para siempre itinerarios que hice sin darme cuenta. Y ya en diciembre me volví a encontrar en aquella ciudad, esta vez en un apartamento situado a dos cuadras de El Rodadero y sin vista al mar ni a los turistas, afortunadamente. El viaje era, en principio, normal para un consuetudinario aburrido de vacaciones: levantada involuntaria, exigida, al final de la mañana de cuarenta grados a la sombra; desayuno–almuerzo de último comensal, en pleno desgano; salida a la playa con la nítida decisión de no mirar a nadie, transformada en lucha tímida por conseguir un metro cuadrado de tierra dónde descansar del sol, la arena, los vecinos, los amigos, la pereza; iniciación de la alcoholizada hacia la mitad de la tarde, con final relajado a media noche entre oleadas de calor mal atenuado por la intermitente intromisión doble del ventilador de mesa, aún no completamente inventado. En la quietud de una tarde tórrida, cuando el sudor era ebullición de al angustia, alguien dijo: “Ahí viene Jaramillo”. Y sí; a menos de media cuadra (de las de diciembre a la orilla del mar) trataba de venir Oscar, saltando a lentas zancadas por sobre las manchas humanas que obstaculizaban la vía, la vida y la vista. Con mi manía de mirar mucho a los desconocidos y muy poco a los ya sabidos, vencí la inercia que nada quería y clavé mis ojos en el que se acercaba al ritmo de un paso adelante y tres a los costados, buscándole el alma. Era un tipo alto y un poco mayor que yo; la cabeza agachada seguía la dirección ordenada por la parábola de la infinita nariz aguileña, cuyo punto de ingreso a la tierra estaría detrás de las piernas; las manos, que se adivinaban largas, se cogían atrás y se turnaban el disfrute solitario de un llavero de muchacho de 1965; las piernas remataban, después de recorrer como metro y medio, en dos zapatos número cuarenta y cuatro con las puntas hacia fuera. Eran la cara, el cuerpo y el movimiento de un perezoso total que, visto de frente y caminando hacia nosotros sobre la arena del mismo tono de su piel, me recordó un lebrel de Afganistán, de esos que parecen nobles arruinados y melancólicos. Entonces pensé en un Medellín que nunca viví y que en algunas ocasiones miré entre mis dieciséis y mis veinte años, y allí encontré recostado a una pared céntrica, al mismo Jaramillo que ahora soltaba frases de humos gris oscuro, en tono bondadoso, a ritmo lento y con ojos vivos y, al mismo tiempo, tristes y penetrantes. Fue evidente que miraba con facilidad y veía más que todos. También recordé una clínica de maternidad en 1976, esperando un nacimiento y leyendo, entre tanto, unas entrevistas a “Los Once Antioqueños”, entre los cuales estaba Jaramillo con su cinismo y su velocidad, dando respuestas que acabaron con las preguntas. Esos dos recuerdos, acompañados de unas palabras de presentación y unas miradas de tanteo, introdujeron una vacaciones que, a partir de ese momento, fueron nuevas. Con los primeros cinco tragos al sol hicimos una tácita complicidad, suficiente para entender que la única manera de soportar el paseo de final de año consistía en observar, reír y decir crudezas demoledoras sobre todo lo que ocurría alrededor, hasta que las tres de la mañana doblaran con su tufo los cuerpos a duras penas sostenidos en pie. La quietud interior de algunos compañeros nos obligó a recorrer al derecho y al revés el Parque Tayrona (muy fatigoso) y nos metió en una tarde de brujería endemoniada que casi termina con la inmersión definitiva de varios amigos en el oleaje violento de Playa Brava, mientras ellos cuidaban más de la botella del radiante Old Parr que de sus vidas como de fábula. Y, finalmente, llegamos a la increíble Taganga, playa y villorrio de pescadores ajenos a la civilización, donde Jaramillo protagonizó con su hermosa española la primera pelea de gladiadores del amor que les conocí: una mezcla tragicómica con ingredientes como el amor, la ira, los celos, la borrachera, la ingenuidad, la violencia, la amenaza, la imprudencia, el cuchicheo, el portazo semifinal, las solidaridades mal distribuidas, la intromisión reveladora, el desvanecimiento de la fiesta, el comentario morboso y el glorioso guayabo moral, atenuado por el resurgimiento tímido de un amor a veces contenido y a veces desbordado, siempre evidente y siempre en lucha, dulce y doloroso, como todas las cosas de Oscar y María del Mar. Después de algo así como una semana, en cuyo transcurso se había agotado ya todo el año, cuando las arcas desesperaban y Jaramillo sentía en fugaces momentos que su tarjeta de crédito hacía muchos lujos que no era más solución sino sentencia de angustia, se dio el final de los primeros episodios de esta amistad iniciada en tierra extraña: el grupo en pleno se trasladó al hotel de turismo familiar que yo no quisiera recordar jamás, movido por el espejismo de un confort superior al de El Rodadero, en busca de más anteojos oscuros en rostros requemados por el eterno sol del trópico, de menos kilogramos de personas aceitadas, de más colorido amarillo-naranja-rojo en los cocteles caribeños de cercano ancestro norteamericano y mejores oportunidades de disfrutar el mar y la playa en la canícula de enero. Las cosas, claro está, no cambiaron mucho ni para bien. Paseo es paseo y la gente hija de cáncer es incurable: en una noche linda de luna llena, cuando el alcohol penetra hasta lo más profundo la angustia de los de junio-julio, Jaramillo mostró la cara que conozco desde que nací, explotando en el crudo silencio de la media noche, frente al océano, expuesto a la luna y apabullado por ella, sin esperanza, con lucidez, y arrancó, ante el respeto de todos, en su carro de color crema a media velocidad, casi sin rabia, solo como lo manda su destino, directamente hacia sus verdaderos molinos de viento, pasando desde la “Troncal del Caribe” y sus pavorosos ventarrones las quince horas de peligro que hacen franja entre Santa Marta y Medellín, para llegar, seguramente invadido por la depresión, a no afrontar (¿para qué?) la mil veces sabida prosa del cotidiano dejarse hacer que le corresponde matemáticamente. Una leve esperanza (que yo conocía inútil) de que Oscar estuviera por ahí, despertó a los amigos al mediodía siguiente, como tratando de que las vacaciones no terminaran así. Y entonces hubo búsqueda hasta Barranquilla, temores en la ciénaga, interrogatorios sin resultado, consolaciones, caras lívidas y remordimientos. Jaramillo se había ido y la fiesta había terminado. El regreso nos pasó por la quietud hirviente de Mompós, con la única alegría de un atardecer impresionante de colores en el Magdalena, contradicho por las siguientes diez horas de la mañana en la embarcación-bus que, por fin, llegó a Magangué rompiendo todos los despojos de Colombia, que a duras penas flotan en el río rumbo al mar, movidos menos por la corriente de las aguas que por la fuerza mal contenida de sus gases. Entretanto, Jaramillo yacía en los ruidos de la “Avenida Oriental” de Medellín, con esporádicas salidas nocturnas en busca de la belleza del millónde ilusiones que pueblan esta ciudad, ya olvidado de los episodios pasados, sin remordimientos, sin odios, con su tiempo ocupado por los sueños, dispuesto el corazón a favor de los amigos, de esos fantasmas de bien a quienes da solidaridad, vida, alegría, gusto, imaginación, tema y dibujos. Lo veo allí como una imagen de iglesia, con barba de cuatro días, en un pequeño y meticuloso apartamento, con varias pinturas perfectamente enmarcadas y dispuestas en las paredes, con objetos de exquisito sabor artístico y con una variedad de electrodomésticos todavía no estrenados pero celosamente poseídos, fijo en su sobrevuelo que lo determina y marca su destino impredecible, como el de los espejos. De este segundo viaje a Santa Marta quedé sabiendo que tenía una especie de nuevo vecino no estorboso. *** Al llegar de nuevo a Medellín seguí haciendo lo mismo de siempre (nada), hasta que un día de esos que suceden en Colombia se decretó la ley seca por culpa de algunas elecciones de segundo orden y se presentó Susana Rinaldi en un teatro público. Con la pereza que siempre me han producido los espectáculos multitudinarios, asistí involuntariamente al Pablo Tobón Uribe, dispuesto a tener que soportar quince tangos entre aplausos, gritos y ruidos imprudentes de envoltorios de papitas, de gargantas destruidas por el tabaco y de sillones envejecidos por el uso y la falta de mantenimiento. Para mi sorpresa, disfruté alelado todo lo que vi y escuché, y no me arrepentí de haberme dejado llevar al concierto. Ya a la salida del teatro me encontré con Jaramillo, entre empujones, humo, gente y toses. A él le había ocurrido lo mismo y tenía igual preocupación: ¿qué hacer a las nueve de una noche lluviosa y con ley seca vigente? Fue fácil decidir que él tenía vodka en su sexto piso del centro y salir para allá a tomarnos dos tragos mientras llegaba la hora de dormir, porque a nada bueno llamaba el frío. La noche fue larga, propiamente hasta la llegada del sol, y determinó, a través de comentarios de todo tipo, excepto sobre temas “serios”, que la inicial complicidad de la playa fuera amistad a secas entre dos vagos incurables, cínicos y despreocupados, cuyos tiempos se botan soñando, durmiendo y conversando con los amigos. Por esta vía, que es fácil y permite el disfrute de todo, resultó otro paseo al mar, al enigmático Pacífico de cuarenta y cinco minutos arriba de Buenaventura (la ciudad fea del hotel más bello de Colombia), a la desconocida Piangua de brujos, de playa gris que crece inmensamente y se encoge hasta casi desaparecer al influjo de las mareas que bajan y suben dejando al descubierto y ocultando un fondo marino que anuncia tragedias que sí ocurren. En compañía buena y compañía mala asistimos al paseo de “Semana Santa”, llenos de previsiones ajenas que buscaban maravillosas comodidades en un hotelito precario a la orilla del mar y un poco más alto que él, sin agua dulce, con habitaciones separadas apenas por muros de cartones mal pintados y llenos de agujeros, sin playas caribes apropiadas para viajeros de buen gusto que buscan arena blanca, cielo alto y azul, sol cálido y de doce horas al día, veleros multicolores, figuras longilíneas deslizándose a plena velocidad por la superficie del agua azul, agarradas a cuerdas y soportadas en zapatos de madera pulida. Para dar al viaje un toque exótico, nuestro organizador y guía —hombre internacional— acudió a los servicios de un cocinero de varios gorros, con lo cual se garantizaba el disfrute de un improvisado paraíso en el extremo occidental de la selva Pacífica. Apenas arribábamos a Piangua en una canoa alquilada en Buenaventura, Jaramillo quiso pisar tierra apresuradamente, quizás porque ya estaba mareado por las olas y la conversación. Pero se paró en el pico de una botella de vidrio arrojada en la playa y se cortó un pie hasta el tobillo. Y se cumplió el axioma de los viajes: la estadía en Piangua fue sumamente desagradable, así: Los únicos amigos (y de amistad reciente) éramos Jaramillo y yo, de tal manera que el tiempo se ocupaba en intentos de acercamiento entre parejas distantes, sin nada de qué conversar, sin chispas de humor, sin muestras de afecto, sin ganas de nada bajo el calor húmedo y la capa gris que hacía de cielo. Y lo peor: el lugar y sus gentes (raza extraña habitada por brujos malignos, feos, sucios, entrometidos). Allá no hay nada qué hacer ni qué disfrutar; la playa es un arenal compacto, oscuro, sin gente; hacia el continente no hay acceso porque la greda limita directamente con la selva uniforme; el mar —que todo lo sabe— bota allí, en su purga rutinaria, la peor basura que recoge en todos los mundos. En este ambiente, con el estribillo de una persona que habló siempre en diminutivo, no quedaba sino la alternativa de siempre: beber desde la levantada sudorosa hasta la caída, con la única certeza del aburrimiento. De la quietud nace el movimiento: en una tarde infinita, con sol injusto aposentado sólo en el Atlántico, cuando moríamos de pereza en la terracita del hotel, nuestro anfitrión —el hombre internacional— daba a su novia trompadas de campeón de natación, y ella atinaba únicamente a corretear por la playa y a medio vociferar en una jerga de amor y temor que no expresaba nada en concreto. Tuvo que acudir a Jaramillo, cojo y nervioso, a convencer a dos personas que nada han comprendido en sus vidas. Mientras esta pareja acaparaba el paisaje, ótra, llegada quizás de algún pueblo del Valle del Cauca, se disponía a disfrutar su amor de estreno, en luna de miel y en tierra de malos augurios. Cuando la novia, ya transformada en futura matrona, quiso guardar para siempre en el papel la imagen de su marido y presionó con el índice el botón de la camarita, el varón cayó rematado por un infarto fulminante, sin apenas haber tenido tiempo de marcar su huella en el cuerpo ni en el alma de la joven viuda. Todos imploramos el doloroso milagro del olvido. Ya en la noche alguien se lamentó con pavor: el hotelito estaba ensangrentado a partir de la cama de Jaramillo, desde el dedo pulgar de su pie herido, y por el pasillo, la terraza y el muro que desde ella cae vertical hasta la playa. Un vampiro de la costa y de la selva del Pacífico se le aferró al dedo y lo sangró abundantemente, estropeando el sueño que de alguna manera nos liberaba de la pesadilla de todo aquello. La luna estaba llena en noche de tragedia. Y el plenilunio remató su presencia: el cocinero de fantasía —que no utilizó sus gorros— mordió a su mujer en el pómulo y —éste sí— marcó la huella de su furia en la ruta del llanto, mientras la muchacha producía el gemido más triste del mundo. Es difícil decir que la noche siguiente —la última en Piangua— María del Mar hizo una magnífica paella española (cuyos encantos desatendimos Jaramillo y yo por conversar desaforadamente a la luz del paliativo), y por causa de un pollo en incipiente pero eficaz descomposición se intoxicaron los habitantes del hotel (la paella, generosa, alcanzó para todos), y demostraron con hechos su envenenamiento, en ese ambiente trágico, sin agua dulce, sin drogas, sin médico, ya sin alma. Piangua no nos quiso nunca. Así que al día siguiente decidimos alejarnos, no tocar más el objeto del peligro, no sufrir más, no exponernos a la venganza de la selva malintencionada. Sólo que la retirada tuvo una demora adicional porque el bote estaba encallado, trancado en el arenal a causa de la marea que había descendido más de lo que se esperaba, y no valieron los esfuerzos de siete normales y un campeón de natación para mover el tronco de madera enterrado en el fondo del mar. Fue preciso esperar a que el océano fuera generoso y las propias aguas, acostumbradas a tragar toda vida, nos sacaran a flote hacia otra civilización más propicia, hacia el refugio del Inter-Continental de Cali, a donde llegamos acabados pero contentos, no obstante el pie de Jaramillo que para ese entonces era ya una pelota encarnada y amoratada, llena de peligros yde pésimos augurios. De este viaje de placer me queda una certeza: a Piangua no volveré jamás. En Medellín sentenció el médico —serio, ilustre, helado— que la rabia era la más cercana posibilidad: el noventa por ciento de los vampiros del Pacífico transmiten la enfermedad, y quien la contrae es hombre muerto. Jaramillo tuvo que vacunarse tardíamente (a nadie se le ocurrió en el viaje esa posibilidad, esa necesidad) y abstenerse de su principal disfrute (el alcohol) durante cien días con sus noches, y sin ninguna garantía de inmunidad. Fueron cien días en acecho, en espera de la aparición de los síntomas letales, de fiestas semanales de silenciosa y reprimida despedida, de chistes frustrados alrededor del gran tabú, de mirada fija y mala cara de Jaramillo, lo cual le valió el apodo perfecto: el ojo. Pero el hombre no murió. Lo que no se sabe es la suerte que ha podido correr el vampiro borracho. *** Quedan en Jaramillo la gran soledad de fantasma del día y de la noche (él se va en noches de luna, esté donde esté, a pie generalmente, solo, y siempre aparece al otro día, sereno, como que nada pasó), las aptitudes y el fenotipo de brujo, la seguridad del siempre abandonado a su destino, el cariño por los amigos, los mil desintereses que forman su estilo: por las conversaciones sobre temas cultos, el patriotismo, los sentimentalismos, la política, las feministas, los ejecutivos jóvenes y sus temitas, el cumplimiento del deber, las asociaciones de interés común, los adelantos de la ciencia, las colectas públicas, las granjas autosuficientes, las palabras bonitas, la sensibilidad, la crítica de arte, los concursos, las recreacionistas, la defensa civil, la superación personal, el mantenimiento del carro, el ahorro, la prudencia, la seguridad del estado, el derecho al sufragio, la lucha guerrillera, la investigación, los rituales, la historia, el civismo, los conciertos, la informática, la ecología, la teoría del color, el flagelo del narcotráfico, el divorcio vincular, la economía política, la seriedad, el futuro. Es la certeza de que la vida es única y puede ser deliciosa, y cabe, entonces, el ejercicio especializado de la pereza entregada a la amistad y al goce, sin remordimientos, sin estorbar a nadie, sin envidia, sin ambiciones, con generosidad, con dignidad, con elegancia, con humor, con ritmo lentísimo, plácidamente, sin temor a la muerte y sin avaricia frente a la vida. Con ese fondo tranquilo, simple, Oscar vive su tiempo interior, como un árbol plantado en el corazón del bosque. El Retiro, 21 de abril de 1987 EL ESLABÓN PERDIDO Alvaro Marín Vieco es loco y actor. Su locura encarna en la actuación. Su papel es la representación de su propia locura. Es una tautología de segundo grado, como un animal entre dos espejos, que lo repiten, lo multiplican, lo desdibujan, le ocultan el lindero entre su realidad y su virtualidad, le borran el principio de identidad. Cada aparición suya en escena lo recrea y lo suicida. Porta la misma ambigüedad que una rosa de plástico. Buscando su verdad (¿para qué?) ha gastado media vida y todo su patrimonio, y para ello ha consultado siquiatras y sicólogos, ha criado perros, ha peleado con su familia, ha bebido y fumado y aspirado, ha convivido violentamente con mujeres feas y bonitas, ha leído buenos libros, se ha refugiado en la soledad, se ha hecho torero y músico y buzo y profesor, se ha dado golpes con los amigos y las amigas, ha deseado cortarse las venas pero le ha faltado valor, ha viajado, ha puesto cara seria, ha llorado, se ha reído. Pero éstos son, nada más, búsquedas o racionalizaciones de una verdad que conocería si no fuera loco y actor, si no fuera él. *** Aún hoy, cuando ya es el cincuentón casi retirado que parecía ser desde los treinta y cinco años, quisiera tener la figura de un deportista olímpico italiano en lugar de la que engendraron sus padres antioqueños (no se los perdona), que es ésta: No es un hombre feo, aunque algunas mujeres se obstinan en decir que es horroroso. Es un buen zambo de un metro con sesenta centímetros, de gafas grandes, con predominio de los rasgos negroides en la boca, los dientes (casi siempre se ríe) y la nariz; sus ojos, amarillos y pequeños, se abren completamente al fondo y en el centro de sus salientes y descomunales cuencas, y, sin embargo, no expresan alegría sino perplejidad, tal vez porque se siente extraño habitando un ambiente o hasta una especie que no son los suyos; a partir de las cuencas, la frente se inclina inmediatamente hacia atrás y continúa en una piel delgada y brillante hasta el lindero inferior de lo que sería la coronilla, muy cerca ya del occipucio, forrando un cráneo pequeño y redondeado, enmarcada en unos cuantos pelos que nacen negros y blancos y son sometidos a descargas permanentes de tinturas que los doblegan, resecan y dejan, hasta su temprana muerte, de un color indefinible pero parecido al de los que ostentan en la punta las mazorcas de los chócolos; con excepción de la que rodea los ojos, que es gris, la piel de toda la cabeza es, a fuerza de ungüentos, emplastos y masajes que no logran producir los efectos del sol, una mezcla de café oscuro, gris y verde, para un resultado aproximadamente amarillo cobrizo, propio de sus razas, como el de los enfermos terminales del mal del siglo; las orejas son corrientes, tal vez un poco largas, pero donde el triángulo carnoso las une a la cara hacen un pliegue algo extraño, sin ser propiamente una anormalidad; el resto de la cara, redonda y con las arrugas de la edad en los sitios de siempre, está cubierto con una barba muy pegada a la piel, cuidadosamente recortada de tal manera que parece, simplemente, postiza, de color naturalmente negro canoso, pero realmente rojizo a fuerza de teoría del color y práctica de barbería y tinturería caseras; excepción hecha de los momentos de soledad depresiva, cuando lo frunce, el ceño se mantiene ampliamente estirado, como el de las bailarinas de cabaret, y, como a ellas, le da un aspecto de felicidad difícil de creer; el cuerpo es corto y con el pecho y la espalda anchos (algún antepasado fue, posiblemente, nadador de río en el corazón del África); cintura de hombre sedentario y de cincuenta años, vergonzante a fuerza de cinturones apretados y trucos contra natura; estrecho y pando de caderas, con piernas delgadas y arqueadas (como si montara a caballo), pies cortos y hacia fuera; y los amigos le conocemos las partes más feas (opacas, oscuras, mustias, inermes), por su manía de desnudarse en las fiestas cuando no le escuchamos sus viejas, manidas y graciosas historias-novelas de sus múltiples vidas pasadas, presentes y soñadas. Pero en general lo recuerdo como una amplia, blanca, limpia y ruidosa carcajada que brota de todos los rincones de este hombre gracioso que, si cambiara las gafas por una cola, pasaría desapercibido en la selva amazónica. Dos detalles adicionales: cuando habla —siempre—, las manos (cortas, algo gruesas, con los pulgares oponibles, uñas varoniles recortadas, sin sutileza, rematando unos brazos que pudieran ser de boxeador para la pelea cuerpo a cuerpo) se mueven constantemente, sobreactúan y no corresponden jamás a lo que las palabras dicen, como si fueran libres, como si no pertenecieran a esa voz; y cuando camina hacia los amigos, desde algún lugar que siempre será un misterio, lo hace con timidez, se incomoda, no sabe dónde colocar los ojos, se ríe, mira a donde no tiene por qué y, cuando finalmente llega, abre los brazos, los ojos y la carcajada, y dice alguna palabra que hacer reír a todos. *** Pero Marín también tiene alma. Y un poco más: lo primero que se le ve es el alma. Cuando lo conocí, dieciséis años atrás, supe inmediatamente que era un amigo, que detrás de sus desplantes, de sus posturas de tímido, de sus pataletas de niño con déficit de compota, alentaba un alma, alguien sentía, un hombre sufría. Es un hombre bueno que nació con una gracia que hace una distancia esencial: es artistade alma, desde su alma. Al arte se llega siempre por vías naturales. Nadie se hace artista. La cercanía con el arte es geográfica, natural. Y Marín nació en el arte y a él pertenece, como el ajo a la buena mesa. Y es del arte por la vía más noble: la de la sangre. En su familia hay músicos sobresalientes, pintores sobresalientes, escultores sobresalientes, diseminados en varias generaciones, configurando una línea genética consistentemente dotada para el arte. Y en esa línea Alvaro tiene su puesto en forma de pintor y de escultor, y en ella se ve bien, natural, tranquilo, como una rosa radiante en su jardín. *** Y Marín tiene espíritu. Su animalidad se manifiesta en forma de pura vida, de alegría, de honradez, de calor humano, de humildad, de color, de bondad, de solidaridad, de comprensión. En las fiestas, en los paseos, cuando todos estamos aburridos, Alvaro hace piruetas, golpea con ritmo las botellas, rompe los silencios, parlotea, baila como un muñeco de caucho, hace reír, llora. En las mañanas, cuando está solo, en la absoluta distancia que existe entre la cama y el resto del mundo, Alvaro Marín Vieco es un hombre enfrentado a su propia tragedia, sabe que en la nevera no hay nada para calmar la angustia de la noche anterior, muere cotidianamente en todo lo que no fue, sabe que la vida no trasciende, siente que la muerte ronda permanentemente, comprende que lo del arte es un sueño que nunca se realizará, vive su pobre vida, su vida de habitante de esta tierra, pero tiene la esperanza de que con la luz abrumadora de cada mediodía la vida podrá ser amable. Y los amigos, todos los amigos, hasta los más huraños, sentiremos una brisa alegre cuando en el aburrimiento de la soledad recordemos al hombre amable, entrañable, que es Alvaro Marín. Y mis hijas estarán orgullosas cuando al entrar en mi casa vean en el centro del muro principal el cuadro azul y gris que pintó un buen amigo de su padre. El Retiro, 23 de julio de 1996 CANDICE BERGEN Mi último amor nació de un error. Sin embargo, la fuerza que lo echó a rodar y la inercia lo sostuvieron en pié durante diez años. Hoy, en la paz del olvido, miro hacia atrás y no encuentro un solo destello del resplandor que produjo la explosión del amor. Siento que se ha cumplido un destino, que la soledad ha vuelto a acomodarse en mí, que regreso a mi ambiente natural. Seguramente estoy irreconocible, pero me veo como en cualquier tarde de 1967 antes de mi primer amor, solo, leyendo un libro, ajeno a toda noticia, esperando sin ansiedad la llegada y el paso de los hechos, habitando sin deslumbramiento ese eterno agonizante que es el presente, en silencio, sin esperanzas, estéril, tranquilo. Las huellas de la vida no han penetrado profundamente mi tierra. Finalmente yo soy el que fui y el que debí ser. Este relato es mi catarsis. *** Aquí está la historia: Cuando era niño iba con mis hermanos y con los vecinos al teatro del barrio, los domingos por la mañana, para ver dos películas permitidas por la censura católica. En ese teatro, y sólo en él, disfruté la niñez, especialmente cuando aparecían en la pantalla los vaqueros del oeste, los caballos multicolores, los balazos, el paisaje de Colorado y cierta ternura que hacía contraste moral con tantas aventuras descabelladas. Después, cuando me quedé solo y la timidez me ocupó definitivamente, no frecuenté el cine porque me aburrían las filas para comprar la boleta de entrada y para llegar hasta mi butaca, los saludos indeseados, los comentaristas espontáneos en las sillas vecinas, las interferencias de los fósforos que encendían los fumadores y de los paquetes que rasgaban los comedores, los graciosos inoportunos y la seriedad fatigosa de las conversaciones reflexivas al terminar la función (siempre sentí que el cine tiene más que ver con la sensualidad que con la inteligencia). Pero cuando lograba vencer las resistencias y acudía a ver alguna película, gozaba como antes y grababa para siempre en mi memoria un rostro hermoso de mujer, y lo convertía en el objeto de mis ensoñaciones, mis deseos, mis sueños y mi amor. De todos ellos, el de Candice Bergen me inundó como una obsesión y se me incrustó en la vida en forma de arquetipo: de arquetipo de belleza, de sexualidad, de ternura; es decir, de mujer, pero de mujer imposible, de mujer para el sufrimiento, para acentuar la distancia insalvable. En ese estado lo congelé en alguna profundidad del inconciente, de donde ocasionalmente lo sacaba un sueño incontable para rendirle el homenaje del amor prohibido. *** Cuando menos lo esperaba y menos lo requería, se me vino encima el primer amor, precisamente en una encrucijada de la vida. Estaba en el momento de decidir qué ruta tomar, y yo me fui con los ojos cerrados por la primera que encontré: prometí que ese amor sería el único y viví sólo para él. Por esa vía llegué al matrimonio, el hogar, la abogacía, la seriedad, el dinero. En ella olvidé que podía soñar y reír. La travesía por el túnel me tomó doce años. A la salida encontré que había perdido la juventud y muchas esperanzas, pero en el mar de miserias flotó siempre cerca del naufragio el corcho de la insatisfacción. Y una noche inolvidable me destrozó la vida una mujer que cuando se rapaba la cabeza parecía una diosa de mármol. En ese cuerpo y esa locura se decidió que mi vida estaría por los lados del ocio, los amigos, el alcohol, la alegría, los libros que escriben los locos inútiles y, sobre todo, la gran soledad. La vida de estúpido me había restado energías, pero la libertad fue un buen regenerador. Por eso me vieron borracho una mañana de septiembre de 1980 en el aeropuerto de Medellín tomando un avión que me llevó a otro mundo, a París, donde, en vez de estudiar filosofía durante cinco años, bebí vino, calvados y ron antillano todos los días y todas las noches de los seis meses siguientes. La distancia, la soledad y el dolor hicieron su trabajo: al fin de la cura mi cuerpo quedó extenuado y demandó cirugía, pero el alma se puso a punto para meterme en esta montaña fría hasta la muerte, escuchando la voz de los locos y alejándome cada vez más de los serios que se engordan y me hacen desear que este planeta pierda su rumbo en el espacio. Es curioso, pero desde entonces nunca he soñado con esos doce años ni he deseado volver a ellos, ni siquiera en las tardes terribles de sol, sed y ansiedad que siguen a las parrandas interminables con los amigos. Parece que se han ido para siempre. *** 1981 fue un año plano para mí. Los recuerdo, ya un poco perdidos, se refieren a las insatisfacciones en una primera casa que no se dejaba habitar porque no encajaba en mi destino, a un amor empalagoso que quiso ocupar mi tiempo y mi espacio y logró inmovilizarme en una rutina de bobos que muy pronto me hizo evidente la necesidad de un nuevo final, a un frío de muerte en los amaneceres en el pequeño colchón húmedo que hacía de cama junto a la chimenea que dejaba de calentar a las tres de cada mañana a cambio de la oscuridad total, al terror que sentí cuando descubrí que alguna semilla del colchón de paja había germinado y por la costura salía una hoja verde y premonitoria, al título de “La Pecera” que le dieron los amigos a mi casa, al peso de todas las angustias acumuladas en treinta años de vida de disgusto y a la figura desdibujada pero contundente del fantasma de miedo que me visitaba cotidianamente y me miraba en silencio: el futuro. En el undécimo mes del año logré escaparme para el Caribe colombiano por una semana. Buscaba mi soledad, el calor de la playa lejos del amor, el deseo de no morir, un poco de fuerza para volver a acabar con todo y la oportunidad de mirar de frente al fantasma y domesticarlo. Pero sólo me cambió transitoriamente el color de la piel. Definitivamente, no me gusta el mar. Cuando regresé, los amigos se enteraron de que no había muerto y quisieron celebrarlo. Esa noche conocí a una rubia malencarada, pálida, con tres kilos de más y un temperamento comoel de los condenados a muerte. La fiesta concluyó, como muchas de la vida real, con el portazo de la muchacha en la nariz naturalmente chata de su novio llorón, el drama del amor representado en ridículo para la maledicencia de un público desconocido y la borrachera de compañía hasta el día siguiente. Poco después invitaron a la muchacha a pasar un fin de semana en mi casa, pensando en que olvidara sus problemas de amor, en el aire libre, la naturaleza y la mansedumbre de una noche moderadamente prolongada frente a la chimenea, con el fondo amable de una conversación fácil e intrascendente. Yo acepté con la resignación habitual y me dispuse a lo de siempre: aislarme y, de vez en cuando, decir lo que se asomara a mi lengua, más para no enloquecer y no estorbar que para comunicarme o ser amable. La invitada resultó ser una media sangre francesa y cuarto de sangre judía, con la piel rosada demasiado suave, ojos azules-verdes con las pestañas más grandes y más tupidas que he visto, nariz afilada, barbilla cuadrada, boca hermosa y sensual, risa blanca, alegría infantil, discreta malicia, conversación variada con voz delicada y al volumen justo, ternura contenida y un fondo triste muy llamativo. Lejos de la presión del amor, sus facciones se tranquilizaban, como cuando baja la marea, y a la luz de la chimenea se me fue revelando un rostro espectacular que retrocedió mi vida hasta la segunda etapa del cine y se situó exactamente en el nombre y la imagen de mi arquetipo: Candice Bergen Esta vez el deshielo se produjo al calor de una noche completa de conversación, de la conversación más cercana, más íntima y más deliciosa que había tenido en mi vida. Después de que ella se apoderó del tiempo, del ambiente y de mi espíritu, no era posible para un hombre de corazón evitar la catástrofe que mi novia intuyó desde que se puso amarilla la primera llama y comenzó a entibiar la noche todavía fría. Yo estaba ya enhebrado en la aguja del amor y sabía que para separarme de ella se precisaba un rompimiento. Tras él, yo quedaría partido. El martes siguiente llamé por teléfono al banco donde trabajaba la francesa. Después de pronunciar el Silvie Beatrice, estas palabras suyas alumbraron el camino con la claridad de un relámpago: “Me alarma su llamada”, escuché en la casa de un amigo que nunca entendió por qué se me rebajó el color y empecé a temblar. Desde entonces operó en mí otro mecanismo: la sensualidad. Y comprendí que algunos sueños son realizables. No era difícil en ese momento jugarme nuevamente la vida, y quizás era lo único que podía hacer. Y galopé con los estribos perdidos en el potro desbocado del amor durante diez largos años, hasta que caí hecho pedazos cuando me zarandeó este último corcoveo: “Usted nunca me ha gustado”, dijo con su voz delicada la francesa al atardecer frente a una hermosa copa de coctel a base de mandarina y wisky, tres años después de que yo sentí que ya no me quería y un segundo antes de que decidiera cerrar definitivamente para ella las puertas de mi vida. Sin embargo, una chispa de mi amor había aspirado a ser más que un simple destello. Por esos días quise ver a la muerte. Muchas noches, mientras bebía solitario frente a la chimenea apagada, olvidé que me gustaba amar y ser alegre. Y una de esas noches me despertó una copla, casi como un empujón, y volví a sentir el calambre de la vida: Buscaré el olvido eterno por los lados del amor, aunque sería mejor bajarme para el infierno. Después de ella, en el transcurso de tres días que viví como en otro planeta, llegaron unas cien coplas más. Algún día las revisaré para hacer nuevamente el viaje. *** Esa historia pertenece a mi pasado. De todas maneras, yo la recuerdo con nitidez, especialmente cuando presencio el milagro de la aparición de una mujer hermosa. Ahora mismo siento que me estoy enamorando de una mujer de película. Es un demonio encantador e insolente que me hace sentir que algunos sueños son realizables. Ella lo sabe y me ha escrito una carta que termina con la palabra más reconfortante: “Tuya”. El Retiro, 4 de septiembre de 1994 POETA Ahí está José Manuel Arango, vivo con sesenta y tres años, intocable. Pronunciar su nombre no informa nada: llamarse José Manuel y ser Arango en Antioquia no resta ninguna probabilidad en el juego de la fortuna por la identidad en la vida, como cada gota de un aguacero tropical es indiferente en el espectáculo del chaparrón. Si, además de eso, el José Manuel Arango prefiere mirar, escuchar, no moverse, no hacer ruido y como no estar, es fácil que su vida sea quietud en la penumbra fresca del anonimato. Sí, este varón indiscutible parece educado en un colegio suizo para señoritas, en las nieves perpetuas de los Alpes, en la contemplación silenciosa de la inmensidad del paisaje solitario, para labrarle un carácter escueto y hacerlo un ser propenso al asombro y al arte, sin vanidad, sin envidia, sin zalamería, recatado, discreto, sobrio, amable, distinto. Sin embargo, ésa es solo una apariencia: este José Manuel Arango es el que es por que es así, vino de la tierra cifrado y volverá a ella con la misma hechura; quiero decir que no es producto del artificio, que es natural, que se parece así mismo, que es idéntico así mismo. Pero no es únicamente su nombre lo intercambiable: su apariencia es corriente, muy ceñida a su raza antioqueña en el color café-gris de la piel, en su metro con setenta de estatura, en los rasgos de la cara, en los movimientos descomplicados, en los ademanes naturales, en el tono de la voz, en el atuendo sencillo y ajeno a las modas. Si uno en un vagón de metro sentado frente a un obrero calificado, bien podría suponer que dos compañeros de trabajo regresan a su casa después de una jornada de ocho horas bajo el mismo techo. En la pantalla donde se vive la representación de la vida, a José Manuel siempre se le podrá localizar en la comparsa, compartiendo la condición de mancha oscura, casi invisible de los que no tienen vanidad ni deseo de ser vistos. *** Lo único obvio en José Manuel Arango es su hermetismo. Para encontrarlo se precisa estar atento, observarlo, acercársele, quererlo. Él no rehuye, no oculta, no rechaza, pero vive una intensa y generosa individualidad instante a instante, sin claudicar por fatiga ni por costumbre, como si pensara en otra lengua. Traspasa el umbral que lo separa del telón, aparece inmediatamente su rasgo más llamativo: la intimidad. Siempre que se está con él hay intimidad, aunque el tema puede ser hasta el fútbol. Y es un hombre amable, profundamente respetuoso, serio, honrado, delicado, jovial, original, cercano, hasta gracioso. No le he conocido (ni creo que nadie lo haya conocido) maledicencia, mala fe, envidia, falsedad, petulancia, mal trato. Generalmente está en silencio, atento, con la mirada concentrada de sus grandes ojos oscuros a fondo de las cuencas profundas y detrás de las grandes gafas claras que ya hacen parte de su cara y de su ser todo. Pero siempre percibo –o creo percibir- que su presencia es voluntaria y que instintivamente no está, que su interés mayor ocupa otro espacio, que el humo abundante de su permanente cigarrillo es también una nube que separa su ser de su estar. De todas maneras, cuando asiste a las fiestas (algunas pocas veces) o cuando invita a sus fiestas (por un libro que publicó, generalmente) uno lo ve en su cuerpo delgado y corvo, con los brazos flacos de fibras largas y duras como alambres (trabaja con la guadaña de motor desde años atrás) y sabe que está gozando. Saluda muy amablemente y uno siente que se alegra con el encuentro, que no está pisando el terreno de lo formal sino el de lo personal, pero pronto se ubica en el último plano del escenario, se sienta en un taburete cualquiera (el que esté mas atrás), cruza pulcramente una pierna flaca sobre la otra, fuma, bebe (al principio lentamente, como sin gusto, pero paulatinamente acelera el ritmo hasta llegar a ser un bebedor furibundo como cualquierade sus amigos), mira, mira, mira y no dice nada, de pronto ríe suavemente cuando alguien dice algo gracioso, no opina, no chismorrea, está. Su presencia es amable y seria, imprime en el ambiente altos niveles de respeto y decencia, ennoblece la fiesta, pero no cohibe, no resta alegría, no ensucia el aire con solemnidad. En algún momento de la noche alguien recuerda su presencia y levanta la excusa de su soledad con una pregunta o un comentario, y el alcohol -que siempre es milagroso- desata su lengua larga y ancha, abre de par en par su boca muy grande, extiende sus manos pulcras, endereza un poco su lomo encorvado, contrae su enorme frente de cinco arrugas profundas y gruesas, levanta las cejas mínimas y gachas por sobre el nivel superior de las gafas que uno de los índices empuja hacia arriba por el puente, y José Manuel Arango empieza a hablar inteligente y pausadamente, pensando y pronunciando cada palabra con la devoción de una madre, saboreando como a un confite ácido cada frase precisa, cada idea traída desde su soledad fértil, cada recuerdo desenterrado, cada relación hallada, cada lindero verbal marcado por él muy meticulosa y precisamente. Cuando lo veo y lo oigo hablar así, pienso que para José Manuel la literatura es la fiesta de las palabras, de las palabras tocadas por la belleza, creadoras de belleza, portadoras de epifanía, y no es el asunto fatigoso de la academia que han invadido las editoriales, ha recargado las librerías de basura ilegibles, han transformado en calvario el placer de la lectura, ha convertido a lo escritores en unos malhumorados y pálidos hombrecitos que saben los que dicen los libros y no han pecado de obra por pura torpeza; ni –mucho menos- es el juego sucio que mueve la codicia con sus múltiples cabezas: la codicia del dinero, la de la fama, la del poder. Hay una ley inexorable: cuando está José Manuel se habla de poesía; y generalmente es él quien habla o quien marca los hitos de la conversación, por que conoce a fondo el tema, ha leído mucha poesía, recuerda, disfruta la poesía, vive en constante obsesión por la poesía, traduce poesía... y es poeta. Otra ley inexorable: no es José Manuel quien pone el tema de la poesía sobre el tapete. Si por él fuera, simplemente se quedaría en su silla, mirando, fumando, oyendo y bebiendo, con una pierna sobre la otra y moviendo hacia delante y hacia atrás la pantorrila del aire, como quien se sienta en la banca de un parque a esperar que el tiempo pase mientras llega la hora del almuerzo. Pero cuando llega el tema, él disfruta realmente, oye con respeto y atención lo que los demás dicen, opina certeramente y sin seguir las rutas pavimentadas por la moda, por las costumbres o por el interés, se aferra con inteligencia y conocimiento a sus opiniones, dice herejías que hacen rabiar a unos, sonrojar reír a otros (yo entre ellos); una noche piensa y dice algo de un poeta, y tres meses después dice lo contrario del mismo, y no se pone colorado, no se inmuta, no se desluce, convence con su nueva verdad (yo le creo); expresa siempre con sus palabras, con sus gestos (hace muchas muecas lentas con los ojos, con la boca, con la cabeza toda, con las manos), con sus entonaciones, con sus dudas muy explícitas, con sus sorpresas, una pertenencia definitiva, honesta, incurable, sufrida, gozada, como de carnaval, a la poesía, y es claro que lo mantienen en la vida solamente dos obsesiones: La poesía y su familia... Bueno y otra adicción: el cigarrillo: alguna vez sintió que se moría por culpa del tabaco (tosía, se enfermaba de gripa, estaba débil) y decidió acudir al caucho de nicotina que imprime un aspecto de beisbolista gringo en quienes utilizan esta terapia. El resultado fue una caricatura: José Manuel se envició al chicle medicinal y continúo aspirando y comiendo nicotina, se olvidó de la tos y volvió a resolver que ninguna norma que no provenga de sus entrañas debe ser atendida. Después de su conversación sobre poesía, cuando ya el alcohol ahoga a todos, retorna a su silencio, entristece un poco su rostro seco de color terroso, se resguarda en el cercano regazo de Clara (su mujer, boyacense, alegre-triste, afectuosa, decente, bonita, cercana, cordial, amiga de la fiesta) y, sin que se note, se va para su cama, en paz, levemente agachado, digno, respetuoso, bueno. *** José Manuel Arango es poeta por que nació poeta y por que lo que escribe es poesía. No es poeta como resultado de una decisión ni de un esfuerzo (“Lo que natura...”), ni lo es por el reconocimiento que ya tiene, que él ha gustado humildemente, ha aceptado, no ha buscado, ha soportado y tendrá que soportar (ya se ha convertido en un objeto de turismo; a él van los escritores consagrados, los por consagrar, los inconsagrables, los que aspiran a ser artistas, toda la gama de farsantes que quieren ser conocidos como inteligentes, y todos quieren tener un espacio en su ámbito personal, ojalá en su corazón, ojalá en su admiración, ojalá en su palabra). Su poesía es ya plenamente reconocida y apreciada. Ha llegado a la cumbre más inaccesible: es indiscutible. Nadie en el medio (en el medio de la poesía) duda de su calidad, y para algunos es simplemente el poeta más importante de Colombia en estos tiempos. Yo prefiero citar a Jaime Jaramillo Escobar (otro poeta respetado) refiriéndose a su poesía: “Concisión, claridad y limpieza definen su estilo”. Y ese poema de su primer libro, de hace 30 años, me gusta: XXII un trueno en la mañana, súbito y después el silencio filoso de los sueños es la misma calle de siempre, los sitios familiares que extraños sin embargo de pronto como apariencias de un helado país de muerte la rama de la ceiba –su sombra- tiembla sobre el muro día a día debiste hacer tu jornada de lento viajero para llegar a este minuto en que la radical extrañeza de todo te hiere y un trueno estalla en la mañana, súbito y es después el silencio filoso de los sueños. *** José Manuel Arango ha vivido su vida: nació en El Carmen de Viboral, en la montaña fría antioqueña, a mas de dos mil metros sobre el mar, y allí aprendió a caminar, a decir “yo”, a leer y a escribir, en un paisaje de paz, con terrenos suavemente ondulado y manso a sus pies, mas no grandes y abruptas montañas al fondo, entre riachuelos con truchas, bosques de arrayanes, siete cueros y dragos, sumergido buena parte del año en la neblina fría y presenciando la germinación, el crecimiento, la florescencia y la fructificación de las mas sanas hortalizas del planeta, vivo sol verde, rojo, amarillo, anaranjado. Todavía era un niño cuando se fue para el Seminario de Medellín, donde probablemente le conoció la cara a su soledad, y se enamoró a primera vista de ella, y de su mano tierna, firme y sabia ha viajado por su tiempo y llegará al final del camino un poco menos triste de lo que llegaría si le faltara su lazarillo. Más tarde, un bachiller emigró a la alta llanura, a Tunja, donde encontró la filosofía y el amor, y con ellos se casó para toda la vida, y tuvo dos hijos y descubrió que es poeta. Después vivió en Popayán, en la media montaña occidental de Colombia, regresó al frío de la montaña plana de Tunja y desde 1967 vivió en Medellín, fue profesor de Filosofía en la Universidad de Antioquia y se metió de cuerpo entero en su poesía. Posteriormente se jubiló y se volvió para la montaña, al occidente de Medellín, con un paisaje impresionante de montañas que le dio el título a su último libro, varios de sus mejores poemas (Montañas 1, por ejemplo), el oficio de trabajador de la guadaña, más libertad, más cercanía con su familia, más contacto con el frío y la tierra, más posibilidad de voltearse el cuero y mirarse el interior, más paz, más tristeza, más vida para su poesía. Ahora vive entre Medellín y la montaña, pero más específicamente en el lugar que siempre ha habitado, que trata cada día de conocer y de domesticar, en el cual ha reído y ha llorado libremente: José Manuel Arango. *** Aquí desde la montañadel frente, me parece ver su seriedad, su piel gruesa y dura, su faz triangular de facciones bien definidas y afirmadas, sus orejas largas y anchas de lóbulos separados de la cara, su nariz grande y recta cuya punta roma vuela un poco sobre el crecido labio superior, los dos grandes y profundos paréntesis que enmarcan su boca extensa, bajo las gafas enormes sus ojos oscuros como almendras acostadas y resistiendo el peso de las cejas pequeñas e inclinadas y de los párpados que caen sobre ellos y los tiznan de tristeza y como de nostalgia, su pelo negro (ya bien surtido de canas) muy crespo y pegado al cráneo (cuando olvida la peluquería se parece a un futbolista argentino envejecido prematuramente), su cuello fino y arrugado que ocasionalmente (cuando va a hablar) se estira como el de un cisne discreto y lo hace cobrar vida exterior, su voz lenta y con poco volumen que sale de la boca modulada de acuerdo con sentido que lleva adherido, que transporta desde su interior hasta el oído atento un castellano perfecto, claro, pensado, culto, con matices, con demonio, propio de un poeta que ha remontado la vida, que ha gozado, que ha sufrido a fondo, que conoce los rigores de la soledad y no aprendió a quejarse. Su poesía como su voz, expresa en perfecto castellano (domina el oficio) lo que ha visto, lo que está viendo, lo que siente, lo que piensa. Ahí está José Manuel Arango, sabiendo quién es, vivo y en contacto con la muerte, con esa muerte que no podrá borrar su poesía por que esta ya pertenece al dominio de la humanidad. Medellín, 13 de enero de 2001 RARA AVIS De todos los hombres que he conocido, sólo uno es sabio: Gustavo Vives. Hace cuarenta años lo conocí en nuestra cárcel infantil: el colegio de los jesuitas. El primer golpe de vista me lo reveló como un niño viejo y sabio. La mirada de ayer me lo reveló como un viejo niño y sabio. A los once años Gustavo era un hombre serio, ensimismado, lejano, decente e inmensamente solitario, y conserva esos vicios. Lo recuerdo con la cabeza metida en el amplio cajón del pupitre escolar, con la pesada tapa de madera apoyada en la cabeza, perdido en unos como experimentos que nunca pude adivinar y siempre me produjeron curiosidad, soportando impasible los golpes que le propinábamos los compañeros, con lápices, borradores, manos, papeles, libros y piedras, sordo a los regaños de los profesores, silencioso, ajeno, pacífico. Sólo transcendía su apretada frontera un hilillo de humo que ocasionalmente salía del pupitre y nos hacía reír, pero nunca supimos su causa. Por lo demás, nunca conversó con nadie, no lloró, no se rió, no hizo ningún deporte, no militó en nada, no hablo en voz alta, fue imperturbable en su distancia, no invadió territorios, no trató de lucirse, mantuvo su línea, tuvo personalidad. Fue, entonces, un hombre correcto y especial. En algún momento dejó de asistir al colegio y no dejó rastro. Aunque su presencia y su partida fueron silenciosas, sentí la ausencia. Veinte años después supe nuevamente de Vives, supe que seguía siendo raro, que era un experto a quien consultaban y explotaban los anticuarios, que todavía se cortaba el pelo casi a ras del cuero cabelludo de su inmensa cabeza rubia, bovina, gacha, repleta, con ojos azules, enormes, bovinos, perdidos, miopes bajo las grandes gafas de lentes gruesos y empañados; y volví a ver su cara de piel muy blanca, nariz y orejas coloradas, boca grande y apariencia europea, con un cuerpo corto, fuerte, sin ejercicio y sin grasa, inclinado hacia delante en un ángulo que el peso de la cabeza hace peligrosamente agudo y a veces sucumbe a la ley de la gravedad. Y me alegró volver a verlo y sentir que él se alegraba de volver a verme, y nos supimos amigos. *** Gustavo Vives es sabio en Inventario de Patrimonio Cultural, y de eso vive como empleado del Departamento de Antioquia. Sus libros en este campo son espectaculares por el derroche de conocimientos, por la investigación que demandan, por la capacidad de revelación y de relación, por la precisión, por la credibilidad. Para este trabajo Gustavo aplica su sabiduría en arte colonial antioqueño y colombiano (también penetra a fondo muchas fronteras americanas), en arte antioqueño y colombiano del siglo diecinueve, en historia de Colombia, en mueblería, en joyería, en cerámica, en escultura, en imaginería, en historia del arte occidental, en iconografía cristiana y en hagiografía. Los libros de Gustavo se pueden leer como tratados de arte, especialmente como revelaciones del arte cristiano en Antioquia, mueble e inmueble, y en ese sentido se deben leer con la cara seria y grave del estudioso. Y también se pueden leer —a mí me interesan así— como vehículos viajeros por mundos maravillosos, en los cuales se viven emociones que son comparables a las que se experimentan en el buceo, en los safaris, en los centros comerciales, en las góndolas de Venecia, en las bicicletas de Amsterdam, en la lectura del Quijote, en La Odisea, en el ir de tapas en Madrid, en las visitas no turísticas al Louvre, en las parrandas con los amigos y en todas esas bagatelas que engordan el espíritu y ablandan el cuerpo. Con Vives uno queda perplejo, no entiende cómo puede saber tanto de un tema tan extraño, se pregunta cuándo aprendió todo lo que sabe, aunque evidentemente es muy cabezón y muy estudioso. A veces pienso en una monstruosidad genética que lo haría heredero directo de los conocimientos descomunales que posee, como si hubiera nacido depositario de un tesoro meticulosamente cifrado. Mirarlo corrobora esta hipótesis: verlo es ponerle materia al paradigma del sabio, y para quien lo ha visto no es extraño el adjetivo ni es un elogio que se hace a Gustavo: es la objetivación de una palabra, su adecuación natural, es la representación de lo que nombra por lo nombrado. También tiene estos rasgos ligados a su condición de sabio: es desordenado hasta el más remoto extremo, torpe, desacertado, olvidadizo, desinteresado, descuidado, resignado a su suerte, víctima de abusos, generoso, de los que pueden caminar con un pie en la acera y el otro en la calle, ingenuo, repetidor, compulsivo, desconcertante, de mirada triste, incomprendido, incomprensible, desconectado de la realidad, aislado, bondadoso, honrado, desprevenido, sin capacidad de odiar, sin rencor, explotado, de buena fe, comprensivo, sin aspiraciones, rutinario, humilde, amable, ignorante de su importancia, tierno, caricaturesco, cálido, sin precauciones, respetuoso, pulcro, trabajador, sin veneno, tragicómico. *** Y, sin embargo, Gustavo es un hombre alegre. Nadie quiere más a un hijo que Gustavo Vives a su Luciano Santiago. Nadie quiere a Miguel Escobar, a Gloria Palomino, a José Gabriel Baena, a Jairo Morales, a Pacho Gaviria y Gustavo Melo como los quiere Gustavo Vives. El quiere a su gente con una admiración y una alegría especiales, se le siente un aliento de amor tímido, de necesidad de amor, de capacidad de sacrificio y de solidaridad de espíritu que no se ve en estas tierras. Cuando nos vemos —tres o cuatro veces en el año— siempre me dice en algún momento de la parranda con los amigos, cuando el aguardiente disuelve su timidez, ya expresivo, desbordado de generosidad y de cariño, cercano, sincero, invaluable: “Qué rico estar con vos”, y yo siempre le agradezco estas palabras cortas, definitivas, correspondidas y honrosas. Después del trabajo silencioso, concentrado, exigente y solitario de todo el día y de todos los días, al final de la tarde se va para el bar de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, donde trabaja con sus compinches de exposiciones de arte, libros y demás, y bebe aguardiente doble y relajante en la más inofensiva y sana fiesta que un hombre decente puede celebrar cada día, porque a Gustavo el alcohol jamás lo ha llevado a la violencia ni al irrespeto. Allí se emborracha, prende el cigarrillo presente con el que aún no es pasado, hace sus simpáticos juegos verbales de humor suave, se enamora de la mujer bonitao fea que se atreva a bailar con él alguna salsa, algún bolero o algún vallenato que por casualidad suena, dice sus obsesiones del momento en el tema de arte que está trabajando, paga su cuenta religiosamente y se va a dormir con una sonrisa de boca torcida y de paz que alguna noche será el sello de su muerte serena. Gustavo morirá tranquilamente, su conciencia no podrá reprocharle nada y el mundo le deberá siempre más de lo que él le ha dado. Como es media sangre caribe, tiene en los huesos el baile y esa fiesta de los costeños del norte de Colombia. Es un miembro por ejercicio de la parranda de tres días del “Festival Mundial del Porro”, en San Pelayo, donde se baila, se bebe y se olvida de día y de noche, en un carnaval agotador y regenerador que Gustavo frecuenta como un loco perdido en un mundo medio propio y medio ajeno que lo acoge como a un expósito sin malicia. Gustavo Vives Mejía —caribe y antioqueño— quiere a sus dos tierras, siente los ancestros en su sangre, hace una historia de Antioquia muy original (que sólo él está en condiciones de emprender) y guarda en su baúl una ilusión que habla de su espíritu: irse con sus huesos y su sangre todavía caliente a divagar en el vaivén pendular e inconciente de una hamaca rayada entre dos palmeras del Caribe, para recordar en la niebla clara del ron la iconografía amable de la alta montaña antioqueña que él ilumina con su paciencia, para entregarse sosegadamente al deliro final de unos instintos que no han exigido nada, que han cumplido con humildad un destino misterioso. *** Gustavo Vives es un hombre tocado de manera especial por la naturaleza, ha tenido que vivir como un ser de otra especie, como cumpliendo una orden cósmica indiscutible; es, podría decirse, un loco, un extraño, un hombre perdido en el planeta, como si se hubiera sometido a una congelación secular y viniera ahora a traernos noticias de su época. Todo eso lo distancia, pero en su compañía, en su cercanía amable, en la calidez de su afecto y en la persistencia de su amistad se siente la presencia de un ser bueno, transparente, tranquilo y humano. Gustavo vive la mejor sabiduría: es feliz. Medellín, 15 de julio de 2000 NO ES El espíritu de Clemencia Echeverri es volátil, como una esencia. Esta bella cualidad la adorna y la imanta, pero le imprime un sello trágico: la hace fugaz. Desde hace quince años he querido encerrarla en unas palabras, mas cuando creo que la tengo agarrada del pelo se me difumina y pierdo su rastro; de pronto, sorpresivamente, se me aparece en el brillo de su radiación, pero se disuelve en un espejismo. En sentido estricto, este retrato ha cerrado la línea. Pero quizás, por un temorcillo al temperamento del objeto, será conveniente agregar unas palabras a título de ambientación, de tal manera que no pueda decirse que esta mujer ha perdido su venida al planeta: Hace unos treinta años vi por primera vez a Clemencia y, como todos los de mi ciudad y mi generación, me enamoré de ella: sus fotografías salieron en los periódicos porque era la Reina de la Belleza del Departamento de Caldas, una veta generosa de mujeres dignas, hermosas, inteligentes y de mucha raza. Este amor fue, como todos, pasajero, y me dejó, también como todos, recuerdo y frustración. Hoy, ya en “la juventud de la vejez”, Clemencia Echeverri conserva las gracias que la sacaron por primera vez del anonimato, y yo guardo la memoria de ese resplandor en un altar con rosas blancas y rojas. *** Trece años después, cuando ya vivía solo, tenía novia que llegaba al atardecer, estaba triste y era feliz, en una medianoche de luna de 1981 se apareció en mi casa, en la montaña silenciosa, Clemencia Echeverri, la de las fotografías, con unos artistas que no vi, en una parranda deliciosa, vestida de negro, con piel de perla mate, brazos y piernas alargados y tensos, pelo castaño oscuro y lacio hasta la base del cuello largo de cisne, con remolino simpático e inmanejable encima de la frente de tres dedos (ese remolino se prolonga hasta el fondo del cerebro dentro de la pequeña y vivaz cabeza femenina) y calzada con unos hermosos zapatos de gamuza que no la apretaban y le permitían moverse mucho, con agilidad, alegría, sensualidad y elegancia. En algún momento, sorpresivamente, me atenazó las manos, me sacó de un certero tirón de la seguridad de las tres cobijas y me sometió a la vergüenza del baile con temblor como epiléptico en una piyama ridícula de franela que los franceses usan como segunda piel en invierno, muy pegada al cuerpo y con una abertura larga y amplia donde se requiere. Yo soy tímido y no sé bailar (ni me gusta), pero esa noche el asunto era diferente: se trataba de la realización de un sueño empolvado, yo podía abrazar a una reina, sentir su aroma desconocido, tocar su suavidad, podía decirle todo lo que sabía, tal vez le gustaría mi flaca soledad, tal vez me miraría con ojos generosos, tal vez podría refrescar mis labios en los suyos delgados y pequeños (no muy tentadores, pero suyos) que hablaban mucho y muy descomplicada y elocuentemente. ¿Cómo no hacerlo? Cuando me tocan los instintos primordiales, sucumbo; y me lancé de lleno a la fiesta, bailé con Clemencia como un antillano, dije todo lo que se me ocurrió (hablé durante cinco o más horas sin detenerme) y sentí que mis palabras llegaban tan lejos como no imaginé, no me importó la piyama con su peligroso hueco, me olvidé de la novia y me fui con Clemencia a su apartamento, a una hora de mi casa, y conversamos y bebimos hasta alguna hora del día siguiente, cuando perdí definitivamente la conciencia que ya andaba de huida, y amanecí solo, tirado en un tapete de lana, con una cobija encima, con dolor de cabeza, sin haber experimentado el temblor fundamental y con la certeza de que las mujeres bonitas, alegres, buenas conversadoras, locas e inteligentes guardan en sus sinuosidades de materia y de espíritu la clave de la alegría, pero son muy peligrosas. Clemencia no es una mujer exuberante. Tiene una linda figura fuerte y delgada, larga y alargada; sus manos largas de uñas recortadas (a veces comidas por causa de algún nervio de más) son tan expresivas como su lengua ágil e inteligente y como sus ojillos profundos, del castaño oscuro del pelo, alegres y con párpados superiores un tanto abundantes; la nariz es recta, normal, bonita, descendente y apropiada a su pequeña cara infantil, como lo son sus orejas, más agradables cuando las adorna con aretes grandes con algo de color; la barbilla es pequeña y casi insignificante en sí, pero cierta arrogancia la levanta con frecuencia y denuncia un espíritu desafiante de mujer temperamental, de sangre caliente y atrevida; las líneas de la cara son escuetas, sin mejillas y labran con buen sentido un bonito rostro, descarnado, discretamente cóncavo entre el remolino del pelo y el mentón, alerta, significativo y emblemático de una mujer muy viva y en movimiento, de las que producen envidia, pavor, admiración y furia en las demás mujeres, salvo en las muy seguras, en las muy inseguras y en las de buen humor, que disfrutan de su abundancia, como los hombres de casi todas las calañas; su voz es aguda, certera, melodiosa, con muchas inflexiones, levemente afectada y apta para el coqueteo; el vestido (generalmente negro) es el de una señora joven, bonita, moderna, un tanto exótica, de buen gusto, con énfasis en los zapatos (siempre muy bonitos, muy finos, muy cómodos) y con pleno conocimiento de sus más y sus menos. Sin embargo, algunas veces aparece vestida de “jeans”, con ancho cinturón de cuero café, con camisa blanca y chaleco corto y de colores, como si estuviera a punto de disparar desde lo alto de un caballo pinto a un matón irrespetuoso. Con esa apariencia me hace pensar que es idéntica por dentro y por fuera. El espíritu ocupa en ella más espacio que el cuerpo, y por eso los músculos permanecen tensos, no tienen sosiego. Tal vez puedo decir que su belleza no sería tan provocativa sin las raudas ruedas desu intangible. *** Hace treinta años nuestras mujeres se casaban muy jóvenes y, con las incontables excepciones de los desbordamientos y avalanchas de la naturaleza, vírgenes o casi vírgenes. A más belleza, más premura. A sus veinte años, una mujer bonita era una matrona con niño pelón, anchas caderas, carnes abundantes y marido fatigado y distante. Antes de la primera florescencia plena, las muchachas pasaban sin alegría al archivo del hogar, donde se marchitaban prematuramente y contraían una como eternidad gris. De pronto se estremecía el barrio con la visión de una viejecita seca y gacha que salía de la iglesia con un largo traje oscuro, y resultaba ser la muchacha rosada que diez años atrás arribó al altar del brazo de un padre joven y llorón, vestida como la reina que era, deslumbrante en una hermosura local, todavía cruda y ya inmensamente sensual, enloquecedora en su blanca sonrisa de mujer para el amor y para la vida. Una de esas muchachas fue Clemencia Echeverri, nuestro sueño virgen (?), que pasó de los lomos del impresionante semental de paso fino Resorte Tercero (abriendo plaza en la Feria de la Candelaria) a la cama nupcial con un muchacho-señor a quien prácticamente no conocía, que le llegaba a las orejas, grueso, moreno, carirredondo, un viejo, ambicioso y con temperamento y tesón suficientes para doblegar su esbelta nobleza, su arrogancia, sus bríos de potranca cerrera. *** A Clemencia le gusta la parranda. Cuando ella salió de su primera muerte, yo ya vivía mi última resurrección, en la paz de la montaña, los libros y los caballos de paso fino. Nos encontramos en la alegría de la libertad, yo con mi traje de vago y ella con la pompa simpática de artista de escuela y de profesora universitaria de arte (“Lo que natura...”), y pasamos del coqueteo inicial (que se hizo costumbre inofensiva) a la amistad seca y caliente, ejercida en afecto, en conversaciones sin tema, en gusto mutuo, en amigos en común y locos, en sus horribles vallenatos que ni escucho ni bailo (“Mi nido de amor...”, cantaba y gritaba Clemencia, amable, graciosa, feliz, a la tres de la mañana, y no dejaba dormir a los vecinos), en el alcohol que tanta alegría nos ha proporcionado, en la tendencia irresistible a formar parranda en mitad de la semana. Clemencia es artista (pintora y escultora de colores fuertes, rojos, amarillos, verdes, azules), tiene y acumula libros de arte (creo que los ve y los lee), le gusta hablar de arte, le gusta la vanguardia, le encanta alegar de arte y sabe ponerse furiosa por los insignificantes asuntos del arte: una noche, en Santa Marta, en el apartamento del hombre que se hizo su segundo marido por el resto de su vida desde hace ya más de quince años, armó una guerra verbal con Alvaro Marín (su amigo más tierno por esos tiempos), y cuando Alvaro le dijo que ella no era artista, Clemencia lo paró en seco con un directo de derecha, seguido del obvio “uper cut” de izquierda, golpes que lo pusieron al borde del K.O. fulminante; sin embargo, el marido intervino y paró la pelea, librando a Marín de la humillación de chupar la arenosa y amarilla baldosa del caribe, en la salmuera del salitre y de sus lágrimas abundantes que ya chorreaban imparables por su chato rostro de boxeador abismado por las rápidas trompadas de una mujer más joven y mejor alimentada que él. Los asistentes a la velada también boxítica gozamos a plena carcajada del más gracioso combate del siglo y reaprendimos la lección de la historia: las mujeres son peligrosas. A Clemencia también le tocó su lección, ésta más seria y efectiva: su marido, un matemático de verdad y con su locura específica y excluyente, pronunció aquella noche el discurso de su vida, el que marcó el rumbo de su destino y el de Clemencia, fijó para siempre los linderos entre su amor serio y el resto del mundo, apabulló a su amada boxeadora con una incontestable andanada de todos los golpes verbales originados en la razón y en el instinto de conservación de las pertenencias y nos condujo a los espectadores (amigos, nada más, sin aspiraciones sentimentales con Clemencia) a una nueva carcajada silenciosa (respeto, miedo) que hoy, muchos años después del vencimiento del último plazo del olvido, no ha cesado. Sus palabras caben en una botella así: la vida es seria e impone rigor; lo mío es mío. Alvaro Marín perdió la honra y las gafas, lloró en público e hizo más imbatible su récord: no ha ganado una sola pelea, aunque cada semana pacta y realiza una. Pero él, siempre generoso con la risa, también disfrutó de su aporte al humor. Para Clemencia, en cambio, el triunfo significó un impuesto inimaginable: beber cada día del contenido de la botella. Esa noche supe que la presencia de Clemencia Echeverri era efímera, que su espíritu jovial sería sometido por el amor, quién lo creyera, a una hibernación irreversible. A cambio de la suspensión, el espíritu primordial de Clemencia sería representado por un personaje que vestiría su misma armadura pero actuaría motivado por un mecanismo preciso, eficiente, automático: la razón. *** Hoy, ya con cincuenta años, Clemencia Echeverri es una señora juvenil que vive en Bogotá a la manera bogotana, en el mundo del arte y de la academia, sobria, seria, ecuánime, concentrada en lo suyo, con aspiraciones y sacrificios, en un hogar que ya va siendo típico, moderadamente angustiada, moderadamente alegre. Es una artista contemporánea que materializa su arte en videos (no sé si esa es la expresión adecuada), vanguardista, con permanentes toques con el arte inglés actual, con mirada un tanto desdeñosa para el arte y los artistas “tradicionales”. Ocasionalmente se asoma a Medellín y a sus amigos de la época cálida, y seguramente experimenta instantes de nostalgia y tentación, pero la mirada severa de su fantasma del rigor diluye sin dolor los vestigios de su locura inmensa e impide el amanecer con sol de sus instintos desbordados. Desde la distancia su cuerpo se ve lineal y suavemente curvado en la parte superior de la espalda y en los hombros, discreta y correctamente cubierto, buen gancho para la ropa, todavía apto para la aventura y fácil para el movimiento. De cerca se ve que ha perdido agua, que el leve relieve de su rostro va siendo una llanura, que el tiempo ha lavado su fachada y le ha borrado su policromía original, como a Nuestra Señora de París; pero cuando despierta su bestia y se asoma por la maraña del rigor razonador, sus facciones tornan por un instante al pasado todavía cercano, aflora a sus ojos pequeños la picardía reprimida y una oleada de calor tropical entibia saludablemente sus huesos cristalizados en el hielo seco de Londres y Bogotá. Cuando la veo alegre, la imagino y la sueño diez años más adelante, viuda y de regreso a Salamina (el hermoso pueblo antioqueño, por raza y por arquitectura, donde nació), convertida en la vieja seca y agachada que ya se puede prever, graciosa, risueña, pintora, maliciosa y aguardientera. Allá podrá comprender que el amor no es un vehículo para viajar al futuro, sino un modo de vida donde los amantes se internan como en un vagón vetusto de un tren abandonado a su suerte e inmóvil, con ventanas hacia adentro y ajeno a lo que lo rodea. Al final, cuando el amor termina, a la salida (cada uno por su propia puerta) se sorprenden con un mundo diferente del que dejaron, y creen que han viajado, pero el viajero es el mundo. Yo, aquí, tengo a Clemencia cerca en el afecto y en la memoria, persigo su fantasma por los callejones de la vida, espero ya con paciencia y siempre sin esperanza que su ceño se relaje y le reste gravedad a una vida que bien pude ser un homenaje a la belleza, a la alegría, a los instintos en su libertad original. Medellín, julio 31 de 2000 UN ROBLE Oscar Jaramillo es un excelente retratista antioqueño a quien Manuel Mejía Vallejo quería, admiraba y respetaba. Cuando hablaba de él, Manuel siempre repetía: “Jaramillo es hijo mío”, como decía de las canciones que le gustaban: “Esaes mía, maestrico”. Un mes después de que enterramos las cenizas de Manuel en el hoyo donde plantamos un roble joven de los Andes, en “Ziruma”, su finca y su casa durante los últimos veinticinco años, conversé con Oscar sobre el retrato de Hugo Zapata que está dibujando desde hace diez años (Jaramillo decía que estaba esperando a que Hugo llegara a su rostro definitivo, pero por poco lo espanta el que llevará la momia funeraria de Hugo en la larga y pacífica eternidad). — Ayer lo terminé— dijo como invitándome a verlo. — Seguramente te quedó parecido a un perro — le dije, imaginado y recordando la cantidad y el desorden de pelos blancos y negros que hoy cubren la cabeza cuadrada y canina de Zapata. — ¿Por qué decís eso?— preguntó Jaramillo riéndose, como sorprendido y como entrando en secreta complicidad. — Porque la cabeza de Hugo (por dentro y por fuera) se parece a la de un “Viejo Ovejero Inglés”, de esos grises y blancos, juguetones, simpáticos, gustadores y sin cola que yo criaba cuando estaba casado y era abogado. ¿Y por qué te da risa? — le alargué el cuento porque sabía que Jaramillo tenía algo más guardado en su gran bodega, como siempre. — Porque cuando terminé el retrato lo miré de lejos y pensé que me había quedado igual a un perro lanudo, a uno de esos que tienen pelos largos por todas partes, desordenados y de varios tonos de gris, de negro y de blanco. Además, quedó mostrando los dientecitos de arriba, como un “´Pequinés” sin rabia. Las conversaciones de dos vagos, como afortunadamente somos Oscar y yo, no son en absoluto interesantes, pero sí son agradables, refrescantes y propicias para los sueños, los chismes y las dulces calumnias casi inofensivas. Hugo Zapata es un buen amigo (no importa a qué se parezca), el mejor escultor antioqueño de estos tiempos (nació en el Quindío, pero eso es lo mismo que Antioquia), y es una gran persona humana porque es honrado, bondadoso, generoso, cercano, alcohólico y amable. Y cuando el aguardiente le inunda las neuronas, alcanza uno a vislumbrar el sentido de la antigua definición: “Filosofía es la ciencia con la cual y sin la cual todos quedamos tal cual”, porque en las fiestas (la vida para él es fiesta, aunque tiene sus angustias y trabaja en serio y constantemente) se abstrae de las conversaciones que lo rodean y escoge alguna oreja amiga para emprender sus caminos metafísicos y llegar siempre a una encrucijada indescifrable, graciosa e inofensiva. Y no es de extrañar lo del retrato de Hugo: alguna vez escribí un retrato de Oscar Jaramillo, y en un momento del trabajo se me representó idéntico de cuerpo y de alma a un “Perro de Afganistán”, y así lo escribí, porque el retrato tiene que ser honrado. Y fue agradable la sorpresa cuando unos días después Fernando González Restrepo —que no conocía el retrato— vio un Afgano y exclamó instintivamente: “Ahí va Jaramillo”, con su andar destemplado, la cabeza larga y gacha, y la mirada lánguida y triste de ojillos pequeños y maliciosos. Y hablamos Oscar y yo del retrato que hace diez años estoy escribiendo de Manuel Mejía Vallejo (he esperado que se me afine el pulso, pero eso no me sucede) y del retrato de Manuel que desde siempre está él tratando de dibujar (ha esperado que se le afine el pulso, pero eso tampoco sucede). Manuel ha muerto y ya nos tocará dibujarlo y escribirlo en pasado, aunque los pulso sigan trémulos, y ahora, quizás, más que antes por la fuerza de su ausencia. Un retrato es, en palabras de diccionario (pensadas, precisas en la trama de sus referencias), la representación de una persona mediante el dibujo o la palabra. Si la persona representada en el dibujo y en la palabra es la misma, los retratos deberían, en principio, ser coincidentes. Pero inmediatamente se desdibujan las líneas y las letras, de tal manera que los retratos parecen ser o son de personas diferentes: la figura total (cuerpo y espíritu) de la persona retratada es cambiante, nunca es la misma; las relaciones del retratado con sus retratistas son específicas, son individuales (esta es una condición necesaria para que pueda haber retrato); todo retrato es parcial, nunca abarca la totalidad de la persona retratada, la mirada de cada retratista enfoca aspectos diferentes; y la limitación (si es limitación) de siempre: un mismo aspecto de una misma persona siempre es percibido por los demás de manera diferente, hasta tal punto que nunca puede decirse que un mismo aspecto de una misma persona se representa idénticamente por personas diferentes. El retrato (y valga como explicación o, si se quiere, como disculpa) tiene en su esencia unas características, y ellas conllevan una conclusión que no allana el camino para el retratista, que no quita la exigencia del rigor: siempre es una visión subjetiva del retratista; pero ello no lo libera de ninguna de sus obligaciones porque éstas son irredimibles: el retrato tiene que ser objetivo porque tiene que estar impulsado por la finalidad de representar al retratado, tiene que ser sincero, tiene que derivar de un conocimiento cierto del retratado, no puede pretender mejorarlo ni empeorarlo, tiene que ser bueno. Si algo falla, el retrato no es ni bueno ni malo, el retrato no es retrato, como cuando una flecha no da en el blanco. Con todos los riesgos, tranquilamente, me sumerjo en Manuel Mejía Vallejo (una persona que conocí y quise) y pretendo hacer su retrato. Ojalá que al final el retrato de Oscar Jaramillo (si se decide a hacerlo) y el mío coincidan, que sus rayas y mis letras saquen un poco de la muerte al amigo común que tuvimos en Manuel. *** Cuando conocí a Manuel Mejía Vallejo, él tenía ya cincuenta y ocho años, era importante aquí y en otros mundos, gozaba (él sí lo disfrutaba) de una popularidad que ya lo había convertido en una leyenda. Era, en realidad, un honor conocerlo personalmente, llegar a su casa en una montaña de El Retiro, dos mil metros por encima del mar, y encontrarlo sentado en su sillón de cuero peludo, café y blanco, de brazos gruesos y cómodos, habitando el planeta con su familia y haciendo de la vida la fiesta permanente que también es. Yo ya era amigo de Oscar Jaramillo (nos emborrachábamos juntos todos los días, hablábamos de todo el mundo, nos enamorábamos cotidiana, efímera y unilateralmente de todas las muchachas hermosas que en dosis enormes iban al bar donde lo dejamos todo); Oscar era —como en el boxeo— de “la cuerda” de Manuel y solía ir a su casa los fines de semana para deleitar la vida con los amigos en el alcohol, las canciones, la despreocupación y la conversación delirante, hasta la extenuación. Él me llevó un sábado por la tarde, en mi condición de borracho, vago y amigo de la conversación como vicio y expresión del arte de no hacer nada y no sentir remordimientos. Así llegué a Ziruma con treinta y dos años, sin porvenir, sin historia y con el único deseo que justifica una lucha: permanecer en la quietud. La vieja casa antioqueña, de las que dejaron los españoles agarradas a la cultura de estas montañas, resultó ser la que construyó Don Manuel Felipe Jaramillo hace aproximadamente cien años, gemela de la di mi abuelo en otra montaña de El Retiro Mi timidez me hizo repetir el rito que ya no me duele: me senté en un rincón a ver y a oír, y tomé aguardiente hasta que todo se acabó, ya muy cerca del amanecer del domingo (siempre soy el último en salir de las fiestas, aunque me aburra). Y vi y oí todo, que fue mucho; sobre todo oí más de lo que había oído en toda mi vida, porque allá había gente que sabía hablar, que había vivido, que tenía gracia, que no estaba para mostrar nada a nadie. Como no me gusta analizar sino simplemente presenciar y sentir, sé decir qué vi en Manuel: en el sillón estuvo sentado todo el tiempo (no se levantó para nada, absolutamente) un hombre maduro (no tuvo cara de viejo nunca) de uno con setenta de estatura, cabezón, de tronco grueso aunque no tanto como la cabeza, estrecho de caderas, con una chaqueta a cuadros y de manga
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