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Para Ángela y Gabriel. Por soportar el proceso y ayudarme cuando todo se ponía imposible. Ellos son mi historia. Bajo los zapatos barro más cemento el futuro no es ninguno de los prometidos en los doce juegos. A otros enseñaron secretos que a ti no a otros dieron de verdad esa cosa llamada educación. Ellos pedían esfuerzo ellos pedían dedicación ¿Y para qué? Para terminar bailando y pateando piedras. LOS PRISIONEROS PRÓLOGO Historia secreta de Chile —el primer libro de esta serie— se publicó el año 2015. Muchas cosas han pasado desde entonces. No creo en descubridores de la pólvora. A veces ocurre que alguien saca sin querer el dedo de la grieta en una represa o pincha el globo donde corresponde. Hay hechos que desatan fuerzas que ya estaban ahí desde mucho antes. Y algo así ocurrió con este libro, sin dudas. Creo que nadie podría desmentirlo. Antes y después de ese alfiler, hubo otros libros de formato similar que hablaban de historias ocultas, desconocidas o insospechadas de Chile. La explosión que se produjo en estos últimos años abrió el campo para que también la novelización de pasajes de nuestra historia encontrara de mejor manera a su público. Se construyeron espacios en radio y se potenciaron otros que venían dando la pelea hace rato. Incluso, ciertos lugares que jamás pensamos que hablarían de historia comenzaron a abrir sus puertas a contenidos más inteligentes, como los matinales o programas de tertulia en televisión abierta. Todos hicimos fuerzas para que el relato de nuestro origen, de nuestra memoria, fuera puesto sobre la mesa para ser discutido de distintas maneras. Finalmente, un programa hecho y derecho, Chile Secreto, aunó todas estas fuerzas y entregó no solo contenido histórico sino además generó audiencia y ganó en un medio no muy amable con la cultura. Muchos escritores, historiadores e investigadores fueron encontrando un público más amplio, pinchando otros globos y desatando otras fuerzas en esta marea común donde, de pronto, nuestro pasado se volvía una mina de inquietudes sin fin. ¿Qué pasó? La verdad es que no tengo idea, pero en estos años que han transcurrido he tratado de explicármelo de diferentes maneras. He dicho que en este nuevo siglo se democratizó la información, permitiendo a cada uno de nosotros tener acceso a increíbles cantidades de datos y, con ello, para bien y para mal, el conocimiento dejó de pertenecerle a unos pocos. Pudimos descorrer el velo sobre las formas en que las instituciones públicas y las empresas privadas manejaban el poder, administraban las influencias y se repartían los cargos. Se cayeron así todas las cortinas. Todos los emperadores y magos de Oz quedaron desnudos frente a sus manejos. Pudimos ver sus dinámicas y culturas internas asquerosillas, sus transas y comercios con los temas más delicados. En definitiva, pudimos conocer la manera como nos administraban para sus beneficios mediante modos que a ellos les parecían muy normales, usuales, lo de siempre, pero que a nosotros nos parecían indignantes. La transparencia forzada a la que se vieron sometidos desató una voluntad «desclasificatoria» en la ciudadanía que, de pronto, quiso saber realmente cómo funciona el poder y sus amaños. Y poco a poco comenzaron a darse cuenta de que, por ejemplo, las instituciones que debían proteger su ancianidad, los estaban estafando; que la que debía proteger su frontera y su seguridad, los había estado matando y desfalcando; que quienes debían proteger sus almas, violaba a sus niños; que quienes debían cuidar el país, se lo estaban llevando para la casa. Todas estas son cuestiones que en realidad siempre sospechamos, pero de pronto tuvimos las evidencias, e-mails, videos e imágenes insoslayables. Y nos descubrimos solos frente a una serpiente de mil cabezas. Uno a uno comenzamos a preguntarnos: si hoy nos mienten así, ¿cuánto nos habrán mentido hacia atrás? Comenzaba a brotar, entonces, el germen inicial que dio vida a la Historia secreta de Chile. Esta queja no fue nunca en contra de los historiadores —y creo que a estas alturas la mayoría de ellos lo tiene claro—, sino contra un Estado de Chile que utiliza la historia como una herramienta de adoctrinamiento para ciudadanos. Unos cuentos de hadas a los que llamó Historia inoculada a nuestros niños con fines de orden político y diversos usos instrumentales a sus intereses. Estos básicamente fueron (y son): no cuestiones, obedece órdenes; mátate por la patria, odia a tus países vecinos, somos mejores que el resto y una sarta de estupideces chauvinistas «necesarias» para construir identidad de la peor manera, en un país joven que necesitaba volverse el choro del barrio. Es el mensaje detrás de la figura de cartón a la que redujeron al gran y muy complejo Arturo Prat: un tipo que obedece y se mata; fin. Esquilmando de nuestra historia todo perfil rebelde o crítico, al cortar las puntas incómodas a nuestros próceres para dejarlos planitos, escondiendo bajo la alfombra aquello que pudiera darnos la idea de que quizás, tal vez, el Estado podría no ser tan bueno con su población, reduciendo todo a una caricatura servil. «Borra esa masacre.» «No, no cuentes eso.» «Llámale “pacificación” mejor.» «No digas que nos liberaron los argentinos.» «Trata de borrar a Freire y toda esa tontera del federalismo.» «Bota esa carta en la que O’Higgins defiende el derecho de los mapuche sobre su tierra.» «¿Para qué enseñar que nosotros permitimos el exterminio de los selk’nam?» «Pásate rapidito lo de la cuestión social, mucho “obrero” pone nerviosos a los patrones.» «Mejor ni hablar de las masacres a los trabajadores. Bueno, ya, la de Santa María, ¡pero esa nomás! Total, todo el mundo la conoce ya.» «No digamos que O’Higgins estuvo involucrado en una razzia donde mataron a próceres de nuestra Independencia» «¿Y que Prat enseñaba en escuelas de obreros relacionadas con la izquierda de la época? No, tú estái loco. Para qué decir eso.» Desgraciadamente, el Estado enseña(ba) estas historias simplonas a niños de diez años que luego no volvían a tomar otro libro de historia nunca más en su vida. Y ese era, y es, el espesor de lo que sabemos sobre nuestro origen y nuestro devenir. Los grandes textos de nuestros historiadores no son, en general, muy accesibles a la gente común como uno. Son maravillosas piezas de historiografía, sí, pero la verdad es que no le hablan mucho al ciudadano de a pie, y ellos lo saben. Tampoco es su trabajo hacerlos accesibles. Lo que buscamos, entonces, estos nuevos escritores, investigadores, historiadores y también autodidactas, fue la divulgación de esas otras formas de ver la historia, más allá de la oficial. Usar, por ejemplo, las herramientas de la narrativa para contar en pasajes cortos, echando mano a la emoción, la maravillosa conexión que la literatura puede establecer con su lector y sumergirlo en la historia, alegrarlo, enojarlo, conmoverlo, y con ello recuperar el sabor del hecho histórico, que no es más que un evento grande o pequeño vivido por los sentidos de las personas de su tiempo. Recuperar eso a través de la narrativa hace que podamos reconectarnos con ese dolor, con esa esperanza, con esos sueños o esos miedos. Pero las historias elegidas no fueron al azar. Tienen que ver con el poder, con el abuso, con la mentira y con la pelea de un pueblo que ha debido sufrir la injusticia de quien debiera haberlo defendido, protegido y ayudado a encontrar su felicidad, pero que, por el contrario, amparó la explotación y el beneficio para unos pocos a través de su historia. No es una elección inocente, tampoco una elección sin punto de vista (y, como dije en el primer prólogo de esta serie, finalmente la historia es un punto de vista). El objetivo de este libro es sencillo: intentar convertirse en un puente entre las personas comunes,como yo, y esos otros libros en donde profundizar los temas tratados; uno que despierte la curiosidad por nuestra identidad, nuestro origen y nuestro destino, porque la historia no es historia vieja, es historia presente. La historia es política. Lo que pasó, volvió a pasar y volverá a presentarse. La historia tiene características cíclicas y esto ocurre, en parte, justamente por esconder lo inconveniente. Si no enfrentamos los errores, seguirán ocurriendo, simple. A quienes les molesta este discurso y lo califican de sesgado o poco objetivo, les advertiría que no existe algo así como la historia objetiva. Todos los narradores, historiadores e investigadores nacieron en un lugar determinado, fueron educados y formados de cierta manera y tienen un punto de vista personal, no objetivo. A los inquietos, les diría que quizá lo que sí existe es una historia que les acomoda y otra que les incomoda, la primera ya la conocen, de modo que atrévanse con la que les incomoda en vez de descalificarla. Quizás aprenderán más sobre el país que creen pisar, quizá comprenderán mejor al otro y podamos acercarnos. Entender que no hay santos inmaculados, que un prócer pudo haber sido un bravo en el campo de batalla pero también un dictador en el ejercicio del poder y que eso no anula sus logros; que otro pudo haber sido un narciso pendenciero irresponsable y aún así ser considerado el primero en gritar libertad, ganándose el derecho a ocupar un lugar entre nuestros padres fundadores. Que aprender de sus contradicciones no es destruirlos sino acercarlos para entenderlos mejor, bajarlos de sus altares y conversar con ellos como las personas que fueron para quererlos, no para adorarlos. Casi siempre ambos lados tienen parte de la verdad. Abrazar solo un aspecto y atrincherarnos no conduce a nada, solo a un eterno desgaste sin sentido. Pero entiendo que a veces se siente miedo, miedo a perder el equilibrio de ese suelo granítico sobre el que creen están parados. Hay que aceptar también que nuestra historia no ha sido forjada toda por próceres militares o presidentes aristócratas, sino además por los trabajadores, los profesores, los músicos, los videntes, los marginales, los inmigrantes, los homosexuales, los indígenas y toda esa gran mayoría silenciosa que no está ni ha estado presente en el discurso histórico oficial salvo como notas antropológicas muertas. Porque ahí estamos —y cabemos— todos. Tú, yo y nuestras familias, como corresponde. Porque la historia es nuestra y nunca más queremos ser ignorantes ni desaparecidos de nuestra propia memoria. Una persona sin memoria no sabe lo bueno que hizo, lo malo que le hicieron, los errores que cometió y pierde todo su valioso bagaje de experiencia sin la cual no es nada. A los países les ocurre lo mismo. Todos deberíamos saber quiénes fuimos para saber quiénes somos, porque solo así podremos saber qué queremos y qué no para nuestro futuro y el de nuestros hijos. SANTIAGO DE CHILE, JULIO DE 2017 LA TRAGEDIA MÁS GRANDE DE NUESTRA HISTORIA Era 9 de diciembre de 1863. Santiago amaneció envuelto en una niebla extraña. La ceniza se mezclaba con el olor a carne quemada y de aceites indefinibles. Algunos madrugadores envolvían sus narices en pañuelos para filtrar el olor que a ratos se tornaba nauseabundo. Ellos sabían que, de algún modo, estaban respirando cadáveres, restos humanos calcinados y convertidos en pequeñas partículas que flotaban por la capital, envolviéndolos en la nube negra de la tragedia. Sobre las calles de la ciudad planeaban, a la deriva, restos microscópicos de hijas, de esposas y abuelas que murieron quemadas, reducidas a polvo de carbón que se acumulaba en callejones, aceras, y caía sobre los techos de las casas. Era un espíritu fantasmagórico del tamaño de una ciudad que entraba por ventanas, puertas y narices para cubrirlo todo. El silencio inundaba espeso el corazón, pero también los edificios, las plazas, los paladares. Solo el ruido de las carretas que golpeaban los adoquines de la calle de La Bandera tenían permiso para romper el dolor que hacía callar hasta a los pájaros. Iban cargadas de masas amorfas, de cuerpos pegados unos a otros de tal forma que creaban esculturas terroríficas, monstruos con muchos brazos, pólipos y cabezas espolvoreadas con cal. A medida que avanzaban por las calles de Santiago, las carretas iban dejando una traza de blanco y de negro en su camino hacia el Cementerio General. Ciento cuarenta y seis carretas, en hilera y culebreando entre las calles, las recorrían dibujando en carbón y tiza una palabra en la ciudad más triste del mundo por esos días, Santiago de Chile. En 1860, hace más de ciento cincuenta años, nuestro país aún seguía discutiendo el tipo de república que deseaba ser. Por un lado estaban los liberales, que querían un país moderno, progresista y laico; y por el otro, los conservadores, que tras anular esos sueños mediante la fuerza —con el golpe de Portales y la Constitución de 1833—, buscaban que el país continuara en la senda del orden, la Iglesia y el dominio de las élites (algo no muy distinto a lo que ocurre hoy, hay que decirlo, salvo que la Iglesia aún participaba directamente en la conducción del país al estar todavía enquistada constitucionalmente en el Estado). En este contexto, en esa sociedad que discutía en todos los frentes acerca de cuál debía ser el lugar y rol de la Iglesia, Santiago viviría un triste fin de año. El 8 de diciembre de 1863 se celebraría, como todos los años, una de las fiestas más importantes del mundo católico femenino: la asunción de la Virgen y el fin del mes de María. El lugar favorito de la sociedad santiaguina para ello era la Iglesia de la Compañía de Jesús, un enorme edificio que competía en tamaño y popularidad con la Catedral, y estaba ubicado muy cerca de esta, en la esquina de Compañía con Bandera, junto a la actual sede de Santiago del Congreso Nacional y frente al Palacio de Tribunales, donde antiguamente estuvo el recinto donde se celebró la primera junta nacional de gobierno en 1810. Es decir, en el corazón mismo de nuestra historia. Mujeres de todas las clases sociales asistían con sus familias completas, incluyendo también a su servidumbre. El día era uno de fiesta y ya en la tarde la aglomeración era cuantiosa. Las señoras de clase alta, acompañadas de sus cocineras, lavanderas, damas de compañía y junto a cada una de ellas sus propias hijas, se cruzaban con las costureras, las dueñas de casa y la gente del pueblo que asistía a celebrar a la virgen María, un ejemplo de castidad, obediencia y recato impuesto por la Iglesia como modelo para la mujer del siglo XIX, mujer que, por esos años, no tenía muchos más derechos que un niño al estar subordinada al hombre y sus decisiones, inhabilitada para administrar sus propios bienes, alejada de una educación que le posibilitara independencia y bastante abandonada por el Estado e incluso por los grupos más liberales. Una mujer sin marido, haya sido por viudez o simples circunstancias de la vida, era una paria abandonada que debía recibir asistencia del Estado, a la que se le negaban los acreedores de su esposo, que debía volver a las vitrinas sociales para intentar ser adquirida por un nuevo hombre, vivir con algún hijo o, en realidad, con quien se apiadara de su situación, porque era un estorbo. Y la Iglesia aplaudía esto, celebrando un culto paralelo especial para ellas en su calendario anual a fin de difundir la sumisión y el recato. De hecho, cinco años antes, en la propia Iglesia de La Compañía se fundó un club llamado Cofradía del Inmaculado Corazón de María que le conllevó una grandísima popularidad entre las mujeres. Las Hijas de María, como se hacían llamar, repletaron entonces ese 8 de diciembre la plaza frente a La Compañía a la espera de que se abrieran las puertas y comenzarala más imponente celebración de la Purísima que se hubiera visto en años. Eran las 18.00 horas de un pleno día de primavera; nadie podía sospechar lo que iba a ocurrir. Los niños corrían y gritaban, las jóvenes sonreían, los poquísimos hombres presentes se arrinconaban en una esquina y comentaban, quizá, los avances de Cornelio Saavedra en la Araucanía, quien ese mismo año había iniciado el plan de ocupación a sangre y fuego de territorios mapuche llamado Pacificación de la Araucanía. Pronto las puertas se abrieron y ya a las 18.45 el interior de la iglesia estuvo repleto. Todos querían oír al orador que venía desde el mismo Vaticano, un verdadero rockstar que llenaría cualquier estadio hasta las banderas. La planta del recinto, anticipando la multitud, estaba libre: no había bancas y la gente se instalaba en el suelo sobre mantas o ponchos. Unos pocos llevaban consigo — mejor dicho, sus sirvientes cargaban para la ocasión— pequeños taburetes donde sentarse. Adelante, cerca del altar principal, se ubicaron las mujeres de la alta sociedad; los hombres, también adelante, pero hacia los costados. Más atrás, el resto. Era una víspera realmente festiva. Miles de mujeres envueltas en enormes vestidos de época, gala, crinolina, enaguas, velos, pañuelos y tocados se movían con elegancia y dificultad. El interior de la iglesia lucía decorado como nunca. Cientos de velas, guirnaldas y flores de papel; telas drapeadas caían por el contorno de las naves laterales; en el altar mayor, una imagen enorme de la Virgen Purísima brillaba gracias a una gran medialuna a sus pies fabricada con un quemador a parafina que la hacía resaltar. La Compañía era una enorme y maravillosa caja sólida llena de mujeres, pero también repleta de combustible, materiales inflamables que rodeaban todo y puertas enormes que se cerrarían de un momento a otro. El aroma del incienso y los cantos indicaron que la función estaba por comenzar. De pronto, un sacristán entró en escena, se acercó a la medialuna de la virgen y encendió un cerillo. Lo acercó a la mecha, todo dentro de lo usual. Pero esta vez, sin querer, giró la llave de paso de la parafina un poco más de lo debido y la llama que se produjo se elevó inesperadamente, encendiendo unas telas decorativas más arriba en el altar. El sacristán se quedó helado. Del público saltó entonces un hombre que, con un poncho, intentó apagar las llamas frente a la mirada atónita de quienes se ubicaban en las primeras filas, pero las brasas encendieron unas flores de cartulina que adornaban el tabernáculo y luego unas hojas de papel de seda. Le siguieron unas telas más altas, inalcanzables, los adornos de cartón, la madera y finalmente el propio altar, convertido ya en un muro en llamas. Los que estaban más atrás ni siquiera se daban cuenta de lo que ocurría. Al inicio, hubo temor natural pero todo pareció controlable. Existe incluso el testimonio de una señora que habría regañado a sus hijas por querer salir, con lo que perderían la ubicación para la ceremonia. Como en muchas tragedias, esos minutos de titubeo marcaron toda la diferencia. La iglesia no contaba con sistema alguno de emergencia y la altura del altar hizo imposible cualquier esfuerzo. La gente de las primeras filas comenzó a moverse hacia atrás. Las llamas alcanzaban ahora las telas y la madera del techo. Y cuando los hombres miraron las salidas laterales, de pronto, como un reguero de pólvora, el fuego rodó intempestivo a través de la techumbre, sus telas y adornos para convertir el cielo de la iglesia en un repentino lago de fuego que iluminó como un horno el interior del templo. Se desató el pánico. Los que estaban más adelante, entre ellos casi todos los hombres que se encontraban en el interior, huyeron hacia las puertas que había en los costados del altar, que conducían a las oficinas y luego a los jardines. Pero la mayoría, por instinto, buscó fatalmente las puertas principales. Al primer grito de terror explotó el caos. El mar de gente que corrió desde adelante fue chocando con las mujeres y las familias que permanecían sentadas en sus mantos sobre el suelo. Los gritos de la multitud que era aplastada por esta estampida se mezclaban con aquellos proferidos por las mujeres que, atrapadas en sus enormes vestidos y pañuelos, se enredaban entre ellas, incapaces de ponerse de pie. Desde el cielo comenzaron a caer tizones encendidos y trozos de madera de uno o dos kilos de peso cuya caída, a decenas de metros de altura, bien pudo ser letal. Los carbones quemaban los vestidos y la piel expuesta. A medida que las mujeres buscaban la salida tropezaban, y un nudo de crinolinas, alfombras, personas, pañoletas y chamantos, se fue formando. Cerca de las puertas, un muro compacto de gente desmayada, de mujeres que gritaban aplastadas bajo decenas de otros cuerpos, se rasguñaban, golpeaban y pisoteaban unos a otros tratando de nadar entre los brazos, todos haciendo lo mismo al mismo tiempo mientras los tizones caían, alguna cabellera comenzaba a incendiarse y los vestidos simplemente se inflamaban con las brasas que saltaban desde todos lados como lluvia de fuego viniendo desde el techo. Se impuso el caos. En el exterior, la gente corrió hacia las puertas buscando ayudar. Y dentro, los brazos y las manos que se extendían desde esa masa no conseguían avanzar, atrapados además por puertas que además se cerraban hacia afuera. Cuatro o cinco metros de altura llegó a tener ese muro de brazos y piernas. Y siguió creciendo, pues algunas mujeres, desesperadas, trepaban pisando sobre el resto para intentar así salir por la cima, pero eran todas atrapadas por las mil manos que buscaban algo de qué aferrarse. El pánico destruye toda lógica mientras llueve fuego. El humo te asfixia y todos quieren pararse sobre ti para huir. En la iglesia, el fuego ya alcanzaba la cúpula. Las llamaradas salían por las ventanas de las torres y esta lámpara de gas inflamada en la que se había convertido el edificio era visible desde todo el valle a la hora del crepúsculo. Quienes se cubrían el rostro para acercarse a las puertas e intentar sacar a alguien debían ser cuidadosos: un par lo intentó, pero debió defenderse a patadas y golpes de puño de las miles de manos estiradas de las mismas mujeres que los agarraban irracionalmente, poniendo sus propias vidas en riesgo. Tenemos el recuerdo de un gringo que logró salvar a una mujer de las llamas, pero cuando volvió por una segunda fue devorado por esas manos y no volvió a vérsele nunca más. Otro tiró un lazo hacia la cima de la pila humana y logró sacar a tres jalándolas con su caballo, pero en el segundo intento fue tanta la resistencia y tan compacto el grupo que el lazo se cortó. Mientras tanto, la madera encendida de la techumbre seguía cayendo cada vez con más frecuencia, en pedazos grandes y pequeños. Los vestidos, telas y pañuelos ardían. A través de la penumbra y del claroscuro se veía a mujeres azotándose contra otras en un intento por apagar sus cabelleras encendidas. Decenas de antorchas humanas corrían por el interior. Las jóvenes se desgarraban el rostro con las uñas por la desesperación. De pronto, la cúpula cedió y se derrumbó sobre sí misma, cayendo al interior de la iglesia como una detonación y repartiendo fuego en todas direcciones. Hombres fuertes, cuerdas y tablas se usaron para intentar liberar a unas pocas mujeres ya medio quemadas, desfiguradas, desde las puertas. Se tiró con tanta fuerza que hubo dislocaciones e incluso desmembramientos, algunos rescatistas quedaron con brazos en sus manos. Con el correr de los minutos la temperatura les impidió acercarse más. Solo les quedó ser testigos, observar con rostros de horror la lenta combustión de esas mujeres que, aún vivas y entre alaridos, sentían arder sus cabelleras para luego tornarse blancas como cirios incandescentes, envueltas en el plasmadel fuego y finalmente derivar a negro con rapidez, manteniendo el gesto terrible en el rostro. Afuera, un residente extranjero era contenido por varios amigos, forcejeando y gritando enloquecido el nombre de su mujer que estaba en el interior, toda la gente comenzó a retroceder al darse cuenta de que las llamas ya no solo bajaban desde la techumbre, sino que venían también desde abajo. Se habían formado tres enormes piras de cuerpos humanos, una en cada puerta. Y nada más había por hacer. El espectáculo era horripilante. De un momento a otro, el griterío cesó y el silencio fue solo interrumpido por el crepitar de la madera volviéndose carbón y ceniza. Era una gran hoguera silente en medio de la ciudad. Un agujero de fuego en medio de la noche. Al rato, el fuego envolvió la torre y el campanario. Unos pocos minutos después, estos se desplomaron. El sonido atroz de aquellas campanas de toneladas de peso cayendo contra el suelo resonó en todo Santiago. Era el punto final a la tragedia más grande de nuestra historia. El reloj marcaba exactamente las 20.00 horas y, con los días, se sabría que al interior habían muerto de manera horrorosa dos mil doscientas personas, casi todas mujeres, ancianas, madres, jóvenes y niñas representantes de todas las clases sociales. Muchas de ellas eran jóvenes de las familias más nobles del país en edad de casarse; muchas, personas humildes de las que nunca se llegó a conocer siquiera su nombre. Tras el fin del incendio y cuando aún se organizaban cuadrillas para atender a los heridos y rescatar los cuerpos, un muchacho adolescente ingresó por una de las puertas laterales sin alcanzar a ser detenido por los policías. Gritaba el nombre de su madre, a quien encontró entre los restos carbonizados de la madera. Por algún detalle logró reconocerla y el grito se sintió incluso en el exterior. El muchacho recogió los restos quebradizos de su progenitora y los echó a un saco. Al salir de la iglesia en ruinas fue interceptado por la policía, pero el joven los insultó entre sollozos. Los oficiales retrocedieron y el joven se alejó por calle Bandera, con su pena contenida en un saco lleno de carbones. El edificio estaba ahora totalmente ennegrecido, salvo algunas paredes y bordes que aún brillaban al rojo vivo, dándole un halo tétrico a esa noche del 8 de diciembre. Quienes entraron a revisar el interior no podían creer lo que veían. Por todos lados era posible distinguir a grupos de personas carbonizadas, como estatuas, en las más insólitas posiciones. Algunas familias habían muerto abrazadas; otros, agarrándose entre sí; los más, como cadáveres desplomados en bultos irreconocibles. Hubo también algunos que buscaron refugio, pero murieron asfixiados. Nada más horrendo que morir ahogado en tierra firme, ciego por el humo, manoteando en el aire y con la sensación de que los ojos explotarán en sus órbitas. Mujeres de pie, carbonizadas en el gesto de dolor, con el cráneo estallado —«descerebradas», indicaría el parte de un médico—, producto de la ebullición de su masa encefálica. Pero como si estas visiones no bastaran, lo más horrible de todo era ver a esos grupos de cientos de personas apiladas en atroces contorsiones frente a las puertas; brazos enredados en piernas, piernas junto a troncos, agrupaciones monstruosas donde nada se distinguía de nada, conjuntos adheridos que hubo que romper a golpe de pala y chuzo para, más o menos, separarlos en cuerpos posibles de ser trasladados. Doscientos hombres trabajaron en la enorme fosa común a la que serían llevados los cuerpos irreconocibles, restos amorfos e incompletos de esas más de dos mil personas. Sacos y sacos de cal se utilizaron para envolverlos y evitar un desastre sanitario mayor. Las carretas recorrieron Santiago desde muy temprano llevando su carga atroz hasta el agujero a las afueras del Cementerio General. Cuatro días fueron necesarios para trasladar esas figuras negruzcas por toda la ciudad, mientras las carretas, inevitablemente, eran asaltadas de tramo en tramo por familiares que buscaban reconocer de algún modo a su madre, a su esposa, a su hija de entre aquellos carbones tiesos que serían arrojados a la fosa. Ramona Solar fue reconocida por los restos apenas visibles de un monograma en su pañuelo. Cualquier otro modo hubiese sido en vano: su cadáver no tenía cabeza. Duele en el alma revisar la lista de víctimas que se fue confeccionando con el pasar de los días, y con la mayoría confirmada solo por suposición. María Cruz Pineda, 14 años; Catalina Astorga, 16; Gregoria Morales, 14; Mercedes Campo, 11; Jacinta Gamboa, 9; Micaela Torres, 4. Igual de terrible ha sido constatar que para la sociedad de la época la servidumbre era invisible o, en el mejor de los casos, solo nombrada de acuerdo a su patrón. La lista de muertos los indicaba de este modo: tres sirvientes de la casa de don Rafael Larraín; tres sirvientes de la casa de don Fernando Errázuriz; Lucía y Concepción, sirvientes de don Manuel García; etcétera. La lista siguió aumentando con los días, porque de entre los pocos rescatados, menos aún sobrevivieron, muriendo en los hospitales entre horribles dolores en una época sin analgésicos ni anestesia. Santiago quedó en shock; en realidad, el mundo quedó en shock. La noticia se publicó en Nueva York, París, Ginebra, Australia e Inglaterra. El presidente José Joaquín Pérez recorrió el sitio de la tragedia visiblemente consternado y la Iglesia, debido a la magnitud del golpe, no intento jamás reconstruir el templo. El incendio de la Iglesia de La Compañía es considerado hasta el día de hoy como una de las peores tragedias en la historia de Occidente. Porque si medimos, por ejemplo, el impacto del atentado a las Torres Gemelas, con un número de muertes cercano a las tres mil personas en una ciudad con millones de habitantes, en Chile, en 1863, murieron más de dos mil; es decir, ¡casi el 1 por ciento de toda la población de la ciudad! Proporcionalmente es como si hoy perecieran sesenta mil personas en un solo accidente. Murieron —de una sola vez, en una hora de incendio— casi tantas personas como bajas tuvo el Ejército de Chile en toda la Guerra del Pacífico. Casi todas las familias de Santiago contaron con un muerto debido al fuego de la Compañía. Casi todas eran mujeres. Luego de una disputa entre el gobierno y la Iglesia acerca del destino de los terrenos, se decidió levantar un monumento de piedra y bronce a las víctimas, el que fue encargado a talleres franceses. Con los años el monumento fue trasladado al frontis del Cementerio General y puesto sobre el lugar donde estaría la fosa común de quienes murieron allí. Y en el jardín del ex-Congreso, donde alguna vez se erigió esta iglesia, se levantó otro de similares características en el punto donde estaba ubicado el altar mayor. Y con ese interés tan particular por el patrimonio que siempre ha tenido nuestro país, las campanas de la iglesia fueron vendidas al kilo a un británico, quien se las llevó para adornar la iglesia de su pueblo. Solo regresaron el año 2010 y hoy todas se lucen en un memorial en los jardines del ex-Congreso, excepto una, que fue instalada en los patios de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago, institución que fue creada precisamente a raíz del incendio. Desgraciadamente, hubo intentos de aprovechamiento político en la época. El momento que vivía el país —decidir qué tanto quería a la Iglesia metida en las labores del Estado—, llevó al sector liberal a atacar la «devoción fanática de las mujeres», los «cultos supersticiosos realizados de noche», los «resultados catastróficos» del control que tenía la Iglesia sobre la sociedad, en momentos, vale decirlo, tremendamente inoportunos. Porque ajeno a si tenían razón o no, es imposible concebir una peor instancia que esta para levantar ideales progresistas en medio de una tragedia dela que Santiago demoró años en recuperarse. Y a esto se sumaron informes en ciertos periódicos que responsabilizaron a las señoras y sus enormes trajes de crinolina del desenlace, y otros que hablaron de la histeria, «esa natural incapacidad femenina de controlarse». Al parecer, para muchos sectores de la sociedad de la época, conservadores y liberales, fueron las propias mujeres las responsables de su muerte atroz. Pero, en fin, lo cierto es que Chile nunca más volvió a ser el mismo. Los días de la Iglesia católica imperando sobre la política nacional comenzaron su cuenta regresiva y el incendio de la Compañía fue, de algún modo, una metáfora horrible de aquello. El Chile que surgiría desde las cenizas de esas pobres mujeres olvidadas sería uno completamente diferente. UN EXORCISMO PÚBLICO EN SANTIAGO Un sacerdote caminaba aceleradamente por la Alameda de las Delicias. Eran casi las once de la mañana en el Santiago de 1857 y su figura doblaba en avenida Portugal, calle de la Maestranza en aquel entonces, esquivando a los pocos transeúntes de una capital joven, aún llena de calles de tierra, mulas y caballos. Era un país aparentemente tranquilo. Aún vivían muchos protagonistas y víctimas del violento desangramiento que fue la Independencia y el largo proceso posterior de revoluciones y golpes de Estado hasta alcanzar cierta estabilidad. Veinte años han pasado desde la guerra contra Perú y Bolivia, y solo seis desde la última revolución armada que dejó cientos de muertos a lo largo del país. Arturo Prat era por entonces un niño de nueve años que jugaba con su primo a tirar piedras a las vacas en una hacienda del sur. El cura avanzaba raudo por la ciudad, levantándose un poco la sotana para no tropezar, acompañado por dos presbíteros. Al ver un pequeño tumulto en la entrada del Hospicio de las Hermanas de la Caridad, edificio famoso por las pésimas condiciones de salubridad, hacinamiento y degradación moral en que mantenía a sus internados, desaceleró. Estaba molesto por el encargo: debía visitar a una enferma a la que, según rumores cada vez más insistentes, se le había metido el diablo en el cuerpo. Después de toda una vida de lidiar con un pueblo ignorante que veía con terror cada pequeña manifestación de lo desconocido, con beatas que robaban el agua bendita de las pilas bautismales para hacerle tecitos a esa sobrina rebelde, esta pérdida de tiempo le parecía insoportable. Y divisar a ese grupo de curiosos que a cada jornada crecía fuera del hospicio solo aumentaba su molestia. A empujones se abrió paso hacia los pasillos interiores. —¿Dónde está la Carmen Marín? —preguntó. Las monjas le indicaron una dirección incierta entre los pasadizos oscuros del edificio. Muros manchados y olor a orina, moscas. Una habitación apenas iluminada en el fondo con dos monjas en la puerta. Cuando el arzobispo Raimundo Zisternas finalmente cruzó el umbral, se detuvo y no pudo evitar sonreír. Ahí, en medio de una celda, acostada en un sucio colchón sobre el suelo, una mujer de dieciocho años miraba el techo sin expresión alguna en el rostro. Envuelta en un camisón de dormir, su respiración era tranquila, absolutamente normal. El sacerdote se sintió ofendido por el engaño. O quizá pensó: «Por esta tontera he perdido toda la mañana». De modo que se sacó el chaquetón, lo arrojó a la única silla y se subió las mangas del traje. —Conozco esta clase de enfermedad —dijo con dureza mirando a la joven un par de segundos. Luego le ordenó a una de las monjas, asegurándose de que todos escucharan—: Tráeme una plancha al rojo vivo. Se la dejamos caer en la boca del estómago y listo. Asunto solucionado —dijo sonriendo y mirando a la mujer que corrió a cumplir sus órdenes. Sus acompañantes miraron a Zisternas algo confundidos. Pronto, la sonrisa socarrona del rostro del cura comenzó a borrarse al ver que la cabeza de Carmen Marín giraba lentamente hacia él, hasta mirarlo a los ojos, y pronunciara: —A la Carmen quemarás…, pero no a mí. Zisternas titubeó, sorprendido. —¿Por qué hablas en tercera persona? Yo solo veo a una mujer que dice estar enferma —dijo. La mujer sonrió burlonamente, con una risita que heló la sangre de todos los presentes, y comenzó a arquear el cuerpo, levantando la pelvis como si la estuvieran izando con una cuerda invisible desde el cielo. —A la Carmen quemarás… —repitió riendo convulsivamente y moviendo la cabeza de lado a lado, tan rápidamente que se nublaban sus facciones. Y luego rugió, clavando sus ojos inyectados en sangre en el cura—: ¡Pero no a mí! Zisternas, con la piel de gallina, retrocedió un paso y se miró con los otros sacerdotes. La mujer tragaba aire, aullaba y comenzaba a convulsionar. Sus gritos retumbaban en las esquinas de la habitación y en los pasillos del hospicio. Las monjas intentaban por todos los medios calmar a los enfermos, quienes respondían mediante sus propios gemidos al horror que se removía en la celda de Carmen, que arqueaba el cuerpo y los miembros de formas atroces. Las obscenidades salían de su boca como explosiones de sangre y saliva; los ojos en blanco, metralla y temblores que entraban por los oídos de los curas. Las monjas se abalanzaron sobre ella para controlarla, pero la mujer se puso de pie de un salto y se arrojó contra la pared, azotándose horriblemente el cráneo. Al caer al suelo se golpeó nuevamente contra el empedrado, pero siguió gritando salvajemente. Los sacerdotes estaban pegados contra la pared. Zisternas atinó a gritar: —¡Deténganla! Las monjas consiguieron controlarla y condujeron a Carmen, con gran esfuerzo, de vuelta al colchón. Murmuraba frases incoherentes con voz afónica, algo masculina. —Pulso irregular —dijo una de las religiosas. —Puta beata —murmuró Carmen Marín. Zisternas tenía los ojos como platos. Se acariciaba el mentón nerviosamente. Su mente era un torbellino. Miraba a cada uno de los sacerdotes que lo acompañaban y reflexionaba en voz alta. No sería tan sencillo como pensaba. —Hay que formar una comisión de médicos para que la revisen y descartar una enfermedad de los nervios antes de cualquier cosa que haga la Iglesia —dijo finalmente. Tomó su chaquetón y se retiró del lugar ya no tan presuroso como había ingresado. Toda la arrogancia y molestia con la que llegó se la había comido, a cabezazos, una joven sencilla que se removía, bufando y murmurando frases extrañas, al interior de una celda en pleno centro de Santiago de Chile. En la época en que ocurrieron los hechos, a mediados del siglo XIX, irrumpió con fuerza lo que conocemos hoy como «pensamiento racionalista». La elite más culta quería acercar la ciencia a la gente para que buscara en ella la explicación a las cosas y no en la superstición. Que los fenómenos del cielo los revelara la astronomía y no los mitos; que las lluvias y las heladas las estudiaran los meteorólogos y no los brujos; que las enfermedades las curaran los médicos y no los chamanes; que los males se solucionaran con ciencia y tecnología, no con misas y diezmos a las iglesias. Los científicos buscaban así desterrar las visiones mágicas y ganar espacio en una guerra no declarada contra las religiones y la superchería. Era el sueño original de nuestros padres fundadores: una república laica que en su primer escudo patrio grabó, en parte por este motivo, su lema: Post Tenebras Lux — «Después de las tinieblas, la luz»—, que se puede leer como una reflexión en código iluminista para entender que «después de la oscuridad del imperio y la superstición», viene la luz de la república y el conocimiento. Chile se debatía en esa lucha desde sus orígenes. El país, gobernado por los conservadores cercanos a la Iglesia desde la década de 1830, conoció la división al interior del gobierno en el período de Manuel Montt: la Iglesia católica —parte del Estado en esos años—, quiso censurary cerrar algunos periódicos que, según ella, promovían el ateísmo. Pero el presidente se opuso, desatando una crisis no menor. La lucha entre ciencia y religión era permanente. Y actual: solo seis años antes el país había vivido una revolución en toda regla, con ejércitos sublevados y batallones armados de civiles rebeldes liderados, entre otros, por Francisco Bilbao, que buscaban derrocar los gobiernos conservadores portalianos e instalar una república liberal, utópica, igualitaria y separada de la Iglesia. Pero esa es otra gran historia. Cuando el caso de Carmen Marín estalló en la prensa, las heridas frescas sangraron de nuevo y las acusaciones de «Fraude católico», «Farsa de sacerdotes» y «Aprovechadores del ciego y bárbaro fanatismo» campearon en diarios como El País y El Ferrocarril. La inocente Carmen Marín se convertía entonces en una excusa para las fuerzas en pugna. Raimundo Zisternas convocó entonces a los médicos a algo que podría interpretarse como una forma de reto, un desafío, al instarlos a explicar la supuesta enfermedad de la que desde hace días era conocida ya como «La Endemoniada de Santiago». Con ello, Zisternas vio la oportunidad de reinstalar a la Iglesia como mediadora ante lo desconocido. Los médicos, en cambio, abordaron esta posibilidad con el fin de validarse como científicos razonables y respetables, para instalarse como los dueños del mundo de las enfermedades por sobre el rezo y las prácticas supersticiosas. La prensa laica, a su vez, actuó como desenmascarador del catolicismo, acusándolo de querer ejercer poder sobre la gente común a través de la ignorancia y el miedo a lo sobrenatural. Hoy nos parece razonable que la medicina se haga cargo de los enfermos, pero en esos años no había mucha diferencia en la sanación de las enfermedades del alma y la mente. En su lucha contra la superstición, la ciencia había decidido que las patologías de la mente tenían su origen en los órganos del cuerpo y no en cuestiones etéreas y desconocidas. De modo que una neurosis, una depresión o una psicosis se explicaban por la forma particular del cráneo del sujeto, la acción de ciertos fluidos del cuerpo o, en el caso de las mujeres, en la mala función de úteros y ovarios. Los delirios ya no serían más un problema espiritual, sino una enfermedad física que debía ser atendida en hospitales. Estas instituciones comenzaron a recibir enormes cantidades de personas en precario estado, pero al no estar preparadas para tratar las patologías que aún no entendían, se convirtieron en verdaderos campos de concentración donde se experimentaba de las maneras más insólitas para lograr las curaciones a los desórdenes de personalidad. En los asilos mentales de Estados Unidos se podían encontrar tratamientos mentales que incluían la castración, la remoción de costillas y músculos, y la extracción de grandes cantidades de sangre, donde se suponía que habitaban algunos de estos problemas. Esta solución, por supuesto, calmaba a los sicóticos, ya que los dejaba exangües y al borde de la anemia aguda. La idea de la mente como un mecanismo y de la enfermedad como un «desencaje» de esa relojería, llevó a la idea del shock como tratamiento posible cual si fuera el bruto que arregla un televisor a patadas. Y fue así como algunos tratamientos contra la depresión o la esquizofrenia incluyeron quemar el cuero cabelludo de pobres enfermos con hierros calientes, sumergirlos en tinas de agua con hielo durante horas, obligarlos a ingerir grandes cantidades de purgantes y vomitivos y, tras el descubrimiento de la corriente eléctrica, el uso de los cinturones de electrocución y la aplicación de golpes eléctricos en distintas partes del cuerpo se hicieron frecuentes en pacientes que, en muchos casos, pasaban años en tratamientos atroces, prácticamente abandonados por sus familiares en estas instituciones sin el más mínimo estándar de salubridad. También en Estados Unidos, por ejemplo, muchos pacientes murieron congelados a lo largo de los años en que funcionó el asilo Overbrook, simplemente por la falta de calefacción en una zona donde la temperatura en invierno desciende varios grados bajo cero. O en Willowbrook, donde los enfermos vagaban desnudos por los pasillos o reposaban en sus camas sobre sus propias heces y orina. O el tristemente célebre Bedlam londinense, que solo contaba con un balde para las necesidades y los enfermos graves debían convivir en la celda con sus desechos o, en su defecto, arrojarlos al pasillo. No era extraño tampoco que algunos pacientes murieran de hambre. Y no fue sino hasta 1850 cuando comenzó a desecharse el uso de grilletes y cadenas. Cualquier persona podía llegar a parar a estas cárceles de pesadilla si la justicia, un médico o la propia familia decidía que esa conducta extraña o demasiado rebelde merecía internación. Un día podías despertar engrillado, semidesnudo y expuesto al horror del hacinamiento, rodeado de gritos y aullidos mañana y noche, de agresiones y abusos. Existe el registro de un paciente norteamericano que estuvo encadenado por el cuello a una barra vertical por más de doce años en Bedlam, sin diagnóstico ni tratamiento alguno… La vida de cientos de seres humanos como tú o como yo se perdió en inenarrables torturas diarias en estos agujeros negros, verdaderos infiernos de medicaciones experimentales, atropellos, purgantes y degradación, todo supervisado por asistentes sin preparación que cumplían la labor más bien de guardias y reducidores. Los suicidios, las muertes repentinas, las sobredosis y los accidentes eran lo usual. Pacientes tragados por fosas comunes anónimas en los patios de las instituciones desaparecían diariamente tras las puertas de estas máquinas de moler cuerpos humanos. La peor parte la llevaban, sin duda, las mujeres. En el siglo XIX ellas tenían prácticamente los derechos civiles de un niño. Dependientes de las decisiones de sus maridos o familias, casi no tenían derecho a nada fuera de sus casas. A raíz de los incipientes movimientos por los derechos de la mujer, muchas esposas e hijas de esa época fueron encerradas en manicomios por padres y esposos para corregir sus conductas y opiniones rebeldes. Algunas instituciones las mantenían hacinadas y desnudas, sufriendo abusos sexuales y tratamientos que hoy entenderíamos como tortura. Muchas de ellas encontraron la muerte en tratamientos que incluían la ingesta de pastillas de mercurio, metal pesado altamente tóxico para nuestro organismo, o amarradas al giróscopo: una silla colgante que giraba vertiginosamente más de una vez por segundo durante largos minutos hasta provocar vómitos, diarrea, jaquecas insoportables y pérdida del sentido. Por la ciencia de la época estas mujeres eran consideradas como depositarias de muchos males. Claudia Araya cuenta en su artículo «Mujeres, médicos y enfermedad mental en la segunda mitad del siglo XIX», que los procesos femeninos naturales como la menstruación, lactancia, menopausia o el propio embarazo, eran vistos médicamente como puertas a la enajenación mental y, por lo mismo, una mujer no era confiable. Los científicos de aquellos años establecieron una relación entre el útero y ovarios con la locura, la inestabilidad y cierta inoperancia social que le dio base científica a una brutal discriminación de género. Como dice Claudia Araya, los doctores insistían en que ya el solo hecho de poseer útero las predisponía a la neurosis, llegándose en esa época incluso a la extirpación de los órganos reproductores para tratar una depresión. En Chile, el afamado doctor Pedro Lautaro Ferrer, por ejemplo, recomendaba los baños eléctricos como tratamiento para curar los desequilibrios mentales indicando «… la electrización de los puntos dolorosos […], poniendo el polo diferente en los ovarios, útero o vagina». No es de extrañar entonces que el doctor Armstrong,tras auscultar a Carmen Marín, arguyera por su parte, con cierto dejo de desprecio, que «él se llevaría a la Carmen a un hospital de locos, le pondría ahí cadenas y la entregaría buena en quince días». Asimismo, no vale la pena referirse a los procedimientos eclesiásticos y los brutales mecanismos de la fe, aún más arbitrarios y destructivos, porque requerirían un capítulo aparte. Para decirlo de un modo sencillo, Carmen Marín se encontraba completamente indefensa en manos del siglo XIX, y en medio de dos fuegos enemigos: la ciencia versus la fe. Por entonces, ninguno de los dos preparados para enfrentar algo así. Era julio de 1857. Carmen yacía en un colchón tirado en el suelo, expuesta e ignorante de que afuera de los muros de su pieza, en la ciudad, las dos partes en pugna se preparaban para el enfrentamiento. Abrió los fuegos el doctor Laiseca, quien ingresó al hospicio y permaneció diez minutos con ella. En ese lapso le tomó el pulso, le hizo dos o tres preguntas y rechazó quedarse para observar uno de los ataques. Zisternas le contó que la joven había tomado una brasa al rojo vivo y, sonriendo, le devolvió solo ceniza, sin presentar daños. El doctor se retiró ofuscado. Su diagnóstico: un simple caso de histeria. Luego fue el turno de los médicos Ríos y McDermott, en cuya presencia se leyó el Evangelio de San Juan para detener los síntomas. Ambos facultativos se retiraron de inmediato. Ríos no emitió informe y, diez días después, McDermott envió una carta de pocas líneas diagnosticando histeria. Lo mismo hizo Sazié. Eleodoro Fontecilla y Zenón Villarreal ni siquiera aventuraron un diagnóstico. La mayoría de ellos fue testigo de los horribles ataques de Carmen y también del aparente milagro que obraba sobre estos la lectura del evangelio. Algunos presenciaron su capacidad de identificar agua bendita del agua regular y su rechazo total a ser siquiera tocada por la primera con aullidos y contorsiones, mientras la segunda no producía efecto alguno. El propio doctor Fontecilla escondió una cruz en uno de dos paquetes de papel idénticos y pudo comprobar que La Endemoniada era capaz de distinguir perfectamente el que contenía el objeto sagrado del que no. Zisternas permitió que los médicos la auscultaran, interrogaran y sometieran a pruebas de todo tipo. Sus exámenes incluyeron presión en puntos dolorosos, aplicación de vendas con emplastos de pimienta negra —muy irritante—, e incluso la introducción de alfileres hasta la cabeza en brazos, piernas y columna vertebral. Ninguna de estas pruebas registró la más mínima queja o gesto de dolor en la mujer. Tampoco, según declaración de los propios médicos, dejaron en ella marca alguna. Lo que sí pudieron constatar fue la presencia de «algo», un cuerpo redondeado y duro que parecía moverse independientemente por el abdomen de la joven, haciendo ruidos y chasquidos similares al agua batiéndose al interior de un tonel. Certificaron que, con razones o sin ellas, los ataques concluían y sus signos vitales volvían a la normalidad cada vez que Zisternas leía el Evangelio de San Juan, en particular cuando llegaba a la frase: «Et verbum caro factumest et habitavit nobis» —«Y el verbo se hizo carne y habita en nosotros»—, momento en que la enferma hacía crisis, manifestaba todos sus síntomas y se derrumbaba sobre el lecho. Mientras tanto, la gente se agolpaba no solo en el exterior del hospicio, sino afuera de la habitación misma a la espera de este verdadero duelo entre curas y médicos. Autorizadas por Zisternas, cientos de personas esperaban para presenciar los ataques de la mujer, en un espectáculo que tomaba colores grotescos e incomodaba más y más a las partes. Las acusaciones mutuas fueron tomando espesor, y mientras la estrategia del cura consistió en victimizarse e insistir en su buena voluntad frente al caso, los médicos blandieron argumentos de todo tipo para desacreditarlo. El doctor Tocornal, por ejemplo, acusó al sacerdote de magnetizar a la joven para provocarle los ataques. «Porque hoy día todo el mundo sabio reconoce como una verdad práctica, testificada por comisiones especiales de la Academia de Medicina de París […] la existencia del magnetismo animal», dijo. El doctor García continuó con esta tesis agregando que «El magnetismo es un fluido sumamente sutil, repartido en todas las criaturas y acaso en todos los seres […] susceptible de acumularse en una persona, bajo la influencia de la voluntad de otra». Y luego concluyó con una hipótesis científica que nos aclaraba la oscuridad del conocimiento de esos años al afirmar: «Existiendo un fluido magnético en todo el globo y pudiéndose magnetizar a largas distancias, podría suceder que uno de esos grandes magnetizadores de Europa o de Norteamérica estuviera desde allá magnetizando a la Carmen». De un modo u otro, los médicos de la época profesaban una fe ciega en el credo científico, entregando muchas veces diagnósticos y tratamientos que no distaban tanto de las pócimas e interpretaciones de brujos y chamanes, buscando con tozudez explicaciones materiales más allá, incluso y paradójicamente, de lo racional. Los doctores Padin y Barañao, finalmente, admitieron que la medicina no bastaba para identificar los síntomas de la joven. Y solo el doctor Benito García Fernández, en un informe emitido el 30 de agosto de 1857, dijo que la enfermedad no era fingida, natural o nueva, sino que efectivamente «la Carmen Marín es una endemoniada». Zisternas, por su parte, concluyó que los médicos no habían conseguido llegar a un diagnóstico acertado y mucho menos a proponer un tratamiento que ofreciera alguna esperanza. En razón de ello decidió que el día 1 de agosto iría al Hospicio de las Hermanas de la Caridad de Santiago y ejecutaría, según el ritual romano aprobado, un exorcismo en forma para expulsar al demonio del cuerpo de esa pobre joven casi anónima, que tenía revolucionada a la sociedad de la época. Pero ¿quién era Carmen Marín? ¿Quién era esta joven de dieciocho años, descrita como de estatura mediana, hermosa, piel blanca y cabellos negros, cuerpo bien conformado y carácter frágil? Lo poco que sabemos de ella —una mujer tímida y de maneras suaves cuando no estaba bajo los ataques descritos—, apenas nos permite distinguirla a través de la bruma de los años. Es, para nosotros, una desconocida. No sabemos qué pensaba ni qué anhelaba. No conocemos su rostro. Solo sabemos que fue una vela que se encendió durante unos días tormentosos para apagarse entre la muchedumbre unos pocos meses después de los hechos hace ya más de cien años. Y que fue una más entre las miles de vidas trágicas cortadas por la rudeza de un tiempo incomprensiblemente más duro y áspero del que nos toca vivir. Carmen Marín nació y a los pocos meses quedó huérfana de madre y padre. Fue entregada al cuidado ajeno en casa de una tía, quien a los doce años la entregó como interna a las Monjas Francesas del puerto de Valparaíso. Allí fue sometida a la árida educación católica de la época, mucho más árida para una mujer, que además era huérfana y pobre, destinada a la servidumbre, la prostitución y a una muerte joven por causa de alguna enfermedad infecciosa de las que en Chile sobraban. A las pocas semanas de ingresar al recinto de las monjas, vivió su primera menstruación con todos los prejuicios y condenas al respecto. Fue cercano a estos días cuando la niña, abandonada y sometida a presiones extremas, se vio caminando sola por los pasillos del colegio, en la oscuridad de la noche, hacia la capilla para velar al Santísimo Sacramento y rogar por el perdón de sus pecados. Un día, a las once de la noche, luego de un rato de oración hincada frente al sagrario en medio de la penumbra de las velas, Carmen abrió los ojos sobresaltada por el fuerte ruido de ladridos de perros que parecían provenir de todas direcciones. Un miedoque jamás había sentido la hizo ponerse de pie. Escuchó luego un griterío de risas y voces de algo que le pareció un grupo de hombres ebrios burlándose tras los muros. La niña corrió, huyendo, hacia la habitación que compartía con compañeras, y se acostó tapada hasta arriba presa de un temor completamente desconocido. Pasada la medianoche, un agudo zumbido en el oído izquierdo parecía atravesarle el cráneo. Y en la niebla de sus sueños se le presentó un demonio horrendo que la atacó. Carmen abrió los ojos gritando, saltó de la cama y atacó a sus compañeras de cuarto. Todo fue un griterío en la oscuridad que concluyó con el ingreso de monjas armadas de candelabros. Cayeron muebles, se rasgaron vestidos y Carmen fue reducida con mucho esfuerzo. Esa noche comenzó un largo y aterrador camino de seis años por el bosque oscuro de la sanación decimonónica. Las monjas, en primera instancia, convocaron a un médico que le abrió las venas para desangrarla y sacarle el mal. Luego la sometieron a baños de lluvia a la intemperie y le aplicaron bolsas de hielo y nieve en la cabeza por horas, que le provocaron intensas migrañas. Sin saber qué más hacer, las religiosas desistieron y la expulsaron. Su tía intentó curarla con brebajes tóxicos de meicas locales que, por supuesto, también fracasaron. Ella también la abandonó. La niña, ya de catorce años, pasó a vivir con su hermano quien, aburrido de lo que él consideraba una farsa, la encerró y golpeó tan brutalmente que los propios vecinos irrumpieron en el hogar para detener la golpiza. La imagino llorando de noche en su habitación sin entender nada. ¿Habrá jugado con muñecas?, ¿habrá aprendido a leer? Su hermano entonces la dejó al cuidado de brujos y adivinos. Vivió ocho días en casa de una curandera que intentó sanarla con tecitos de agua bendita y piedras de altar molidas. En otro hogar sustituto fue acosada por el hijo de la dueña de casa que, aprovechando uno de sus ataques, abusó sexualmente de ella. ¿Se habrá enamorado alguna vez? Su familia, finalmente, la arrastró al hospital de Valparaíso, donde fue prácticamente abandonada. En este lugar fue sometida a tratamientos diarios tan duros —incluida la aplicación de sanguijuelas, esos gusanos negros con una gran boca dentada que te muerde y succiona tu sangre hasta hincharse, detrás de las orejas y en diferentes partes del cuerpo— que la niña no lo soportó más. Un día decidió, quizá llorando, amarrarse una cuerda al cuello, anudar el otro extremo al pilar del catre y dejarse caer. Fue encontrada horas después, inconsciente y con la piel azulada, pero viva. Por supuesto, la institución no se hizo cargo de su dolor y la expulsó de inmediato. Semejante ofensa a Dios no podía ser tolerada. El rastro de Carmen desapareció luego de salir del hospital. Estaba sin ayuda, sin dinero, sin familia. Con dieciséis años y sola en el mundo, se le presumía una corta vida, entre delincuentes y prostitutas. Pasado el tiempo la volveremos a encontrar en Santiago, en el Hospital San Borja, enferma de viruela. El azar había querido que, con anterioridad, durante uno de sus ataques, un sacerdote leyera el Evangelio de San Juan al niño de la cama contigua. Y no pudo dejar de notar que, al llegar a la frase «et verbum caro est et habitavit nobis», la joven convulsa de al lado se derrumbaba como golpeada por una fuerza invisible. A poco andar, el rumor sobre la espirituada, la poseída, la endemoniada, terminó por llevarla al Hospicio de las Hermanas de la Caridad. Fue ahí donde se encontró con el arzobispo de Santiago, Raimundo Zisternas, que en esos instantes se encontraba en sus habitaciones orando y preparando todo lo necesario para darle término al largo camino de una joven que, con dieciocho años, había soportado una vida atroz. Era el 1 de agosto de 1857. Ha pasado un año desde que la Endemoniada de Santiago fuera encontrada en el Hospital San Borja. Eran las 19.30 de la tarde. Los doctores Carmona, Barañao y García golpeaban los portones del hospicio, que estaba cerrado para impedir el acceso a una multitud que se había vuelto inmanejable. Ya casi perdían las esperanzas de ingresar cuando las gruesas láminas de madera se abrieron para darles paso. Ya habían estado antes ahí, al mediodía, haciendo pruebas y tratamientos en la enferma sin resultado alguno. Zisternas les dio una última oportunidad. Era la última noche, antes de que él tomara el control y fueran testigos de un exorcismo en toda regla. Al interior se encontraban los doctores Tocornal y Fontecilla. Al medio de la habitación, Carmen Marín yacía acostada boca abajo sobre un colchón en el suelo. Los doctores fueron sorprendidos apenas entraron: la mujer sostenía su cuerpo rígido en el aire, apoyada solamente en manos y pies. Se quejaba. Vestía camisón blanco de dormir y un pañuelo tejido le cubría los hombros. Por cerca de una hora los médicos aplicaron en la piel de la espalda vendas embadurnadas con pimienta negra y le enterraron agujas, dándole a oler éter, cloroformo y otros químicos sin conseguir efecto alguno. Le dieron masajes en puntos dolorosos, la auscultaron y provocaron desangramientos. Pero nada. La mujer se levantó y deambuló por la habitación con los ojos inyectados en sangre, las pupilas dilatadas y movimientos de sonámbulo. Por momentos podía distinguirse en ella el ceño fruncido, como el de alguien que busca despertar de una pesadilla incómoda; en otros, ensayaba una risita burlona y murmuraba insultos. Le detectaron cien latidos por minuto en reposo. Mucha sed. Alrededor de las nueve y media de la noche, Zisternas se puso de pie y dio por cerrada la intervención médica. Había llegado su turno. Enfrentando cara a cara a Carmen Marín, que entonces permanecía sentada balanceándose con la mirada perdida, Zisternas habló con voz potente, de mando, como dirigiéndose a esa otra persona que parecía habitarla. —¿Tengo yo facultades para echarte? —preguntó. La mujer no respondió, pero sí hizo gestos de incomodidad y esquivó su mirada. —En el nombre de Dios, ¡¿tengo yo facultades para echarte?! —insistió con voz aún más profunda. La mujer se removió nuevamente y demostró una marcada repugnancia para obedecer. De pronto abrió la boca y balbuceó: —Sí. Zisternas abrió el libro que tenía entre las manos. —¿A qué signo obedeces? —debió preguntar tres veces antes de obtener una respuesta de mala gana. —Al Evangelio de Juan —respondió Carmen enfatizando el nombre de pila sin el San y agregando insultos a los allí congregados. —¿Por qué atormentas a la Carmen? —volvió a inquirir el cura. Silencio. Risitas. Insultos en voz baja. Gestos rápidos y miradas a los ojos de cada uno de los presentes. Zisternas repitió la pregunta: —¿Por qué atormentas a la Carmen? El silencio permitía escuchar el siseo de la respiración áspera de la mujer. —Solo para probar su paciencia —dijo la voz. La atmósfera en esa habitación la hacía parecer como la única pieza iluminada en toda la capital. No volaba una sola mosca en Santiago. Zisternas sabía que el demonio tenía sus minutos contados. Le preguntó: —¿Cuándo volverás? —Dentro de un año y medio —dijo este. —¿Volverás bajo la misma forma? La mujer sonrió y dijo: —Eso nunca se sabe. Zisternas desvió su atención de la mujer y pidió a las religiosas presentes que entonaran cánticos religiosos en francés, cantos que Carmen acompañó con burlas, risas y enojos mientras el cura besaba la estola y avanzaba hacia la mujer con el libro abierto en las manos. —Exorcízo te, inmundíssim espiritus, omnis incúrsio adversárii, omne phantasma, omnis legio, in nómine Dómini nostri Jesu Christi erradicáre… Al oír las palabras, Carmen Marín comenzó a gesticular, gruñendo y sacudiéndose cada vez más bruscamente. Cayó de espaldas, se golpeó horrorosamente el cráneo contra el suelo de piedra y empezó a arrastrarse como una larva,sin usar pies ni manos, dándose de cabezazos contra el suelo como un bulto furioso y convulso. Los presentes retrocedieron espantados. —Audi ergo, et time, sátana, inimíce fidei, hostis géneris húmani, mortis addúctor, vitae raptor… La masa de gruñidos y espasmos intentó salir del cuarto reptando entre las piernas de los asistentes, pero Zisternas detuvo la lectura y, a duras penas, entre varios, lograron regresarla al colchón. Pero no pudieron impedir que continuara retorciéndose con mucha violencia. —¡Detente en el nombre de Dios! —gritó el sacerdote. La mujer obedeció, pero a cada reinicio de la lectura del ritual romano de exorcismo debió pedir calma y silencio en nombre de Dios. Finalmente, Zisternas concluyó con las palabras: —Ab insídiis diabolis, líbera nos, Domine. Carmen resoplaba, agotada. Los médicos, unos conmovidos, otros incrédulos, todos consternados, observaban en silencio. Eran pasadas las diez de la noche cuando Zisternas, sin pronunciar palabra, abrió el Evangelio de San Juan. Las hojas parecían crepitar mientras buscaba la página de inicio. El sacerdote respiró hondo y comenzó la lectura que debería reducir y expulsar aquello, lo que fuere, que habitaba en el interior del despojo de mujer que yacía enfrente. —In principium erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum… Lo que ocurrió en la celda apenas comenzaron a sonar las palabras fue descrito, por crédulos e incrédulos, como una experiencia horripilante. Carmen Marín convulsionó como nunca antes entre gestos y aullidos violentos que erizaron los cabellos de todos. Una contracción espasmódica la encorvó hacia atrás, la cabeza buscó los talones, las coyunturas crujieron, dedos y facciones del rostro se deformaron por completo, los ojos se movieron a toda velocidad en sus órbitas blancas y la boca se abrió como un plato. Carmen Marín gimió y gruñó como un animal herido. —Erat lux vera, quae illuminat omnem hóminem… El vientre de la mujer comenzó a moverse y a rugir. Una masa imposible de identificar se desplazaba libremente por su abdomen, dando saltos, hinchándose y deshinchándose en pulsos violentos. Las monjas rezaban en voz alta. —Quot quot autem recepérunteum, dediteis potestátem fílios Dei fieri… El cuello de la mujer se hinchó de modo extraordinario. La cara, amoratada y contrahecha, emitió gárgaras y chasquidos secos. Aquel cuerpo tenía hasta el más mínimo músculo crispado. La respiración suspendida «formando el todo un conjunto horrible y espantoso», escribiría en su informe el doctor García. La habitación fue por momentos un universo aparte que incluía alaridos, insultos y obscenidades. Zisternas alzaba la voz sabiendo que pronto llegaría el final. Pero, haciendo alarde de su control sobre lo que ocurría a su alrededor, recitó nuevamente el inicio del versículo catorce: —Et verbum caro factumest… Pero no lo concluyó, dejando a la mujer suspendida en un gesto horrendo por un par de minutos, tiempo suficiente para que uno de los presentes, el pintor Alejandro Cicarelli, bosquejara la situación. Zisternas cerró entonces los ojos y continuó el conjuro: —… et habitavit nobis. Carmen se derrumbó sobre sí misma, casi muerta, con el rostro tranquilo y algo amoratado. Algunos doctores se acercaron a constatar lesiones, mientras otros se retiraron ofuscados sin pronunciar comentario alguno. Los menos se quedaron pasmados, intentando recuperarse de la experiencia. Al cabo de unos minutos, la mujer despertó como si nada hubiera ocurrido. Nunca recordó nada, nunca sintió nada. Hoy sabemos que jamás volvió a tener un ataque. El cura se quedó largo tiempo en la habitación, observando a la joven. Tenía el rostro cansado, la frente sudada. La prensa liberal de la época continuó desacreditando a Zisternas y su «Farsa religiosa», y los médicos elaboraron informes contradictorios entre sí hasta el final de ese año. Eso sí, dejaron en claro también que la ciencia aún no estaba preparada del todo para enfrentar este tipo de situaciones. La guerra entre religión y ciencia continuó hasta bien entrado el siglo XX. La psiquiatría demoró un poco más en ganarse un reconocimiento limpio de dudas en torno a las enfermedades espirituales —los electroshocks y lobotomías hasta mediados de los cincuenta no ayudaron mucho— para llegar a constituirse en la disciplina respetada que es hoy. El punto es que alguna vez en Chile se jugó un partido cerrado entre Dios y el Diablo, con prensa, público y controversia. Un combate entre ciencia y superstición en el primer exorcismo documentado y analizado de Latinoamérica. Pero ¿qué fue del campo de batalla sobre el que se peleó este conflicto trascendente? ¿Qué pasó con la verdadera protagonista? Lamentablemente nunca más se supo de Carmen Marín. Una vez que dejó de haber interés en su condición, desapareció en la noche de la historia. No sabemos si se casó, si pudo rehacer su vida o si debió huir de Santiago y del estigma que la marcó frente a la rígida sociedad de un país duro con su gente. La Endemoniada de Santiago, tras seis años de maltratos en nombre de la religión y la ciencia, simplemente se desvaneció. ¿ESCLAVOS AFRICANOS PELEARON EN LA INDEPENDENCIA DE CHILE? Hace algunos años me topé con un artículo de origen europeo escrito a principios de los años treinta que alababa a Chile y Argentina por sus gobiernos y logros productivos. En uno de sus párrafos más insólitos afirmaba que una de las razones por las que estos países se distinguían del resto de Latinoamérica, era porque se habían desecho de sus indígenas y nunca habían tenido población negra importante. Nada raro si pensamos que por esos años los fascismos de Hitler, Mussolini y Franco campeaban en popularidad. Pero la idea me quedó dando vueltas: ¿hubo negros en Chile? Y si los hubo, ¿adónde se fueron? Por su parte, nuestros beneméritos historiadores clásicos, Barros Arana y Encina, decían —e insistían— que la presencia negra no había sido significativa, que morían debido a la dureza del clima, que casi no habían tenido descendencia y menos relevancia en nuestra historia, especialmente en la reciente. —Oiga, don Diego Barros Arana, pero acá en los censos del siglo XVII puedo ver que había más de veintiún mil negros en Chile para cuando nació O’Higgins. —Nada, nada. Que la mayoría estaba solo de paso. Se concentraban en Mendoza y los llevaban a embarcarse a Valparaíso. Porque allá en Argentina, ahí sí que estaba lleno de africanos. No acá. —Pero, ¿y los mil doscientos esclavos que tenían solo los jesuitas cuando fueron expulsados en…? —A esos los enviaron todos al Perú. —¿Y los…? —¡Que no hubo negros en Chile, joder! Francisco Encina tampoco se quedaba atrás por más que reconociera una amplia presencia negra durante la Colonia. El prestigioso historiador negaba que la raza chilena, como él la denominaba, estuviera contaminada por la, en sus palabras, «inferioridad física y moral del negro». Encina pasaba luego a explicar que los negros no constituían un problema porque morían rápidamente por el frío, la tuberculosis y el alcoholismo. «La eliminación del negro fue un gran bien para la raza chilena», señaló uno de los pilares de la historiografía nacional. Sobre la base de este razonamiento, queda claro por qué en la historia chilena tradicional no aparecen negros, y si los hubo se plantea que fueron pocos e irrelevantes. No obstante, una inocente visita al Museo Histórico Nacional, ese precioso edificio frente a la Plaza de Armas de Santiago, enciende todas las alarmas. Ahí, en una pared del museo, una gran pintura de José Tomás Vandorse llamada Batalla de Chacabuco, ejecutada en 1863 —es decir, a menos de cincuenta años de los hechos—, recreaba el enfrentamiento entre los malditos realistas y el glorioso Ejército Patriota de Los Andes compuesto por dos batallones de… ¡¿soldadosnegros?! Tenía que ser un error, porque a nadie le enseñan algo así en la escuela. ¿Estaría dañada la pintura? No, ahí podía distinguirse claramente a los oficiales blancos mandando a la tropa compuesta por africanos de lustroso color oscuro. La segunda pista surgió durante una visita al Palacio de La Moneda para entrevistar a una autoridad. Esperando en un gran salón, noté que en una de las paredes estaba colgado el famoso cuadro Jura de la Independencia, de fray Pedro Subercaseaux, donde se escenificaba la ceremonia realizada en la Plaza de Armas de Santiago, el 12 de febrero de 1818, con O’Higgins y San Martín a la cabeza de tan solemne momento… Bien, O’Higgins en realidad estaba en Talca ese día, pero eso no es lo importante. El punto es que, gracias al gran tamaño del cuadro, pude ver por primera vez en detalle, en la esquina inferior derecha, que una banda militar, algo tostada, diría yo, aparece de espaldas. Pero el artista, en un gesto claramente reivindicador, pintó al tambor mayor girando su cabeza —como si «mirara hacia la cámara»— para que pudiésemos comprobar sin duda que se trataba de un africano en uniforme patriota. Él y todos los músicos. ¿Qué es lo que pasaba? ¿Dónde estaban esos soldados en la historia que nos enseñaron? ¿También nos dirían que eran pocos e irrelevantes? La verdad es que los gloriosos batallones n.° 7 y 8 «de negros libertos» eran casi UN TERCIO del total de soldados que cruzó la cordillera con San Martín y peleó por nuestra Independencia. Algunos aventuran incluso que fueron muchos más. Y, a diferencia de lo que se enseña también en Argentina, la mayoría eran africanos provenientes de Guinea o el Congo, como se lee en la lista de bajas de la batalla de Chacabuco. Pero ¿de dónde salieron? ¿Qué hacían batallones completos de negros africanos combatiendo en Chile en 1817, ayudándonos a derrotar a las fuerzas realistas del Imperio español, peleando junto a O’Higgins? Para entender esto mejor debemos cruzar a Mendoza y bucear en otro mito, esta vez argentino. La historia oficial al otro lado de la cordillera dice que el Ejército de Los Andes se habría levantado gracias a la colaboración desinteresada de los terratenientes patriotas y financiado con las joyas que las damas nobles de Mendoza habrían sacado de sus ajuares para donarlas a tan noble causa. La verdad fue que esas joyas no financiaron ni cien de las diez mil mulas que incluía la operación. Porque para mover a miles de soldados, alimentarlos, armarlos y vestirlos durante años, se requería una enorme cantidad de dinero que nadie todavía tiene muy claro de dónde salió. Pero esa es otra historia. Un segundo mito heroico dice que San Martín ofreció la libertad a todos los esclavos que se unieran a la causa. La historia bonita sugiere la postal de esclavos libertos sumándose voluntariamente al sueño independentista latinoamericano, inflamados de pasión patriótica. Pero la verdad de nuevo fue otra: angustiado por el escaso contingente militar que había logrado reunir, San Martín concluyó que la única forma de generar el volumen ofensivo necesario para armar un ejército competitivo era confiscando a los esclavos de sus dueños, sin preguntar nada a los involucrados. La conversación fue entre patrones. Y la tuvo difícil. «No hay remedio, mi buen amigo. Solo nos puede salvar el poner a todo esclavo sobre las armas», escribió San Martín a Godoy Cruz el 12 de junio de 1816, a solo seis meses de la fecha proyectada para la invasión a Chile. La angustia se respiraba en esas líneas. Desesperado, San Martín buscó el apoyo del presidente de las Provincias Unidas de La Plata, Pueyrredón, para tener el poder de requisar esclavos, quien finalmente se lo otorgó. Lo que siguió a continuación fue una lucha feroz contra los terratenientes, que se negaban a entregar aquello que consideraban de su propiedad: hombres, mujeres y niños que los enriquecían al trabajar sus campos a cambio de comida y un techo. Incluso la Iglesia, la piadosa congregación del Señor, se negó terminantemente a entregar a los cientos de esclavos de su propiedad que hacían producir sus cosechas, elaboraban sus vinos y les limpiaban la ropa, el suelo, las letrinas y sus vidas. Las razones eran las de siempre: si dejaban a los aristócratas sin esclavitud, la producción caería, se perderían trabajos y los más pobres sufrirían. Siempre tan humanitarios ellos, pensando en los pobres. Pero la porfía de San Martín continuó incluso hasta presionarlos por la fuerza. Desató lo que luego se llamaría «El golpe de los esclavos», y ese mismo año emitió un decreto que obligaba a los propietarios de esos seres humanos a entregar dos tercios de su planta de trabajo para servir de carne de cañón al ejército. La edad de reclutamiento se amplió de dieciséis a treinta y cinco años a un más amplio margen de catorce a cincuenta y cinco. Mediante este decreto, San Martín aumentó entonces en un tercio el volumen de su tropa, con esos esclavos que se convertirían en los poco reconocidos Batallones n.° 7 y 8 de negros de Mendoza. Al mando, por supuesto, estaban oficiales blancos encabezados por Pedro Conde y Ambrosio Crámer, ambos a su vez bajo el mando, aunque usted no lo crea, de nuestro Bernardo O’Higgins. Más de mil quinientos esclavos, muchos de los cuales ni siquiera hablaban español, no entendieron nada cuando les pasaron un uniforme, les entregaron un arma y les dijeron que ahora eran libres…, pero que serían fusilados si se negaban a combatir. La gran mayoría eran jóvenes, pero también había niños asustados, como Miguel Pestana, de diez años, o Antonio Moslera, de solo ocho. Gran parte de la generación anterior, sus padres y especialmente sus abuelos, había nacido en África, pero de pronto fueron secuestrados desde sus playas y tierras ancestrales, separados de sus familias y arrojados a las bodegas de un barco en una vorágine de gritos, cadenas, puertos y caminatas en fila hacia otros barcos en mundos extraños, con personas horribles, ropas diferentes e idiomas insólitos. Solos, niños y jóvenes, sin entender nada, con sus parientes y amigos muriendo de enfermedades atroces a su lado, mientras eran subidos a golpes a vagones para comenzar nuevas caminatas cargados como animales, sin letrinas, sin cuidado alguno, hacia destinos desconocidos. Luego, en estos confines, solos, sin sus madres, eran vestidos, desvestidos y revisados. Y ahora les entregaban un fusil y les ordenaban cruzar una cordillera para matarse sin saber por qué causa. San Martín les tenía cariño. Los encontraba bravos y encaradores, perfectos para ir en la avanzada directo a la muerte. Su simpatía llegó incluso a escandalizar a los republicanos oficiales, que vieron con horror cómo San Martín permitía que negros pudieran ascender a cabos o sargentos. Si esto de la igualdad tampoco era para tanto. Pero la apuesta del prócer no era errada; efectivamente los batallones n.° 7 y 8 resultaron cruciales en Chacabuco. Sufrieron numerosas bajas, es cierto, pero destacaron por su valentía. Imagino a San Martín en su tienda brindando por aquellos bravos soldados que luchaban y morían por la libertad de América, mientras se dejaba atender por su esclava personal, María Demetria, una de las muchas que cruzaron junto al Ejército Libertador de Los Andes y de las que sabemos prácticamente nada. Esfumadas de la historia como fantasmas cabizbajos, bandeja en mano. Hoy tiene un sabor agridulce saber que nuestros libertadores también fueron dueños de esclavos y que seguramente fueron atendidos por ellos en ese primer descanso en la campaña. La historia no avanza a saltos, el cambio cultural no es fácil. Pero lo intentaban, pucha que lo intentaban, y con honesto esfuerzo. Aun así, la esclavitud en Chile distaba de la imagen que tenemos en mente después de tanta película bíblica o historias sobre las plantaciones de algodón
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