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4- Baradit Jorge - Historia Secreta De Chile III - Luisa maria Querales moreno

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Para Ángela y Gabriel. 
Por soportar el proceso y ayudarme 
cuando todo se ponía imposible. 
Ellos son mi historia. 
 
 
 
Bajo los zapatos 
barro más cemento 
el futuro no es ninguno de los prometidos en los doce juegos. 
 
A otros enseñaron secretos que a ti no a otros dieron de verdad esa cosa llamada 
educación. 
 
Ellos pedían esfuerzo ellos pedían dedicación ¿Y para qué? Para terminar bailando 
y pateando piedras. 
 
LOS PRISIONEROS 
 
 
 PRÓLOGO 
 Historia secreta de Chile —el primer libro de esta serie— se publicó el año 
2015. Muchas cosas han pasado desde entonces. 
No creo en descubridores de la pólvora. A veces ocurre que alguien saca sin 
querer el dedo de la grieta en una represa o pincha el globo donde corresponde. 
Hay hechos que desatan fuerzas que ya estaban ahí desde mucho antes. Y algo así 
ocurrió con este libro, sin dudas. Creo que nadie podría desmentirlo. 
Antes y después de ese alfiler, hubo otros libros de formato similar que 
hablaban de historias ocultas, desconocidas o insospechadas de Chile. La explosión que 
se produjo en estos últimos años abrió el campo para que también la novelización 
de pasajes de nuestra historia encontrara de mejor manera a su público. Se 
construyeron espacios en radio y se potenciaron otros que venían dando la pelea 
hace rato. Incluso, ciertos lugares que jamás pensamos que hablarían de historia 
comenzaron a abrir sus puertas a contenidos más inteligentes, como los matinales 
o programas de tertulia en televisión abierta. Todos hicimos fuerzas para que el 
relato de nuestro origen, de nuestra memoria, fuera puesto sobre la mesa para ser 
discutido de distintas maneras. Finalmente, un programa hecho y derecho, Chile 
Secreto, aunó todas estas fuerzas y entregó no solo contenido histórico sino además 
generó audiencia y ganó en un medio no muy amable con la cultura. Muchos 
escritores, historiadores e investigadores fueron encontrando un público más 
amplio, pinchando otros globos y desatando otras fuerzas en esta marea común 
donde, de pronto, nuestro pasado se volvía una mina de inquietudes sin fin. 
¿Qué pasó? La verdad es que no tengo idea, pero en estos años que han 
transcurrido he tratado de explicármelo de diferentes maneras. He dicho que en 
este nuevo siglo se democratizó la información, permitiendo a cada uno de 
nosotros tener acceso a increíbles cantidades de datos y, con ello, para bien y para 
mal, el conocimiento dejó de pertenecerle a unos pocos. Pudimos descorrer el velo 
sobre las formas en que las instituciones públicas y las empresas privadas 
manejaban el poder, administraban las influencias y se repartían los cargos. Se 
cayeron así todas las cortinas. Todos los emperadores y magos de Oz quedaron 
desnudos frente a sus manejos. Pudimos ver sus dinámicas y culturas internas 
asquerosillas, sus transas y comercios con los temas más delicados. En definitiva, 
pudimos conocer la manera como nos administraban para sus beneficios mediante 
modos que a ellos les parecían muy normales, usuales, lo de siempre, pero que a 
nosotros nos parecían indignantes. La transparencia forzada a la que se vieron 
sometidos desató una voluntad «desclasificatoria» en la ciudadanía que, de pronto, 
quiso saber realmente cómo funciona el poder y sus amaños. Y poco a poco 
comenzaron a darse cuenta de que, por ejemplo, las instituciones que debían 
proteger su ancianidad, los estaban estafando; que la que debía proteger su 
frontera y su seguridad, los había estado matando y desfalcando; que quienes 
debían proteger sus almas, violaba a sus niños; que quienes debían cuidar el país, 
se lo estaban llevando para la casa. Todas estas son cuestiones que en realidad 
siempre sospechamos, pero de pronto tuvimos las evidencias, e-mails, videos e 
imágenes insoslayables. Y nos descubrimos solos frente a una serpiente de mil 
cabezas. Uno a uno comenzamos a preguntarnos: si hoy nos mienten así, ¿cuánto 
nos habrán mentido hacia atrás? Comenzaba a brotar, entonces, el germen inicial 
que dio vida a la Historia secreta de Chile. 
Esta queja no fue nunca en contra de los historiadores —y creo que a estas 
alturas la mayoría de ellos lo tiene claro—, sino contra un Estado de Chile que 
utiliza la historia como una herramienta de adoctrinamiento para ciudadanos. 
Unos cuentos de hadas a los que llamó Historia inoculada a nuestros niños con 
fines de orden político y diversos usos instrumentales a sus intereses. Estos 
básicamente fueron (y son): no cuestiones, obedece órdenes; mátate por la patria, 
odia a tus países vecinos, somos mejores que el resto y una sarta de estupideces 
chauvinistas «necesarias» para construir identidad de la peor manera, en un país 
joven que necesitaba volverse el choro del barrio. Es el mensaje detrás de la figura de 
cartón a la que redujeron al gran y muy complejo Arturo Prat: un tipo que obedece 
y se mata; fin. Esquilmando de nuestra historia todo perfil rebelde o crítico, al 
cortar las puntas incómodas a nuestros próceres para dejarlos planitos, 
escondiendo bajo la alfombra aquello que pudiera darnos la idea de que quizás, tal 
vez, el Estado podría no ser tan bueno con su población, reduciendo todo a una 
caricatura servil. 
«Borra esa masacre.» «No, no cuentes eso.» «Llámale “pacificación” mejor.» 
«No digas que nos liberaron los argentinos.» «Trata de borrar a Freire y toda esa 
tontera del federalismo.» «Bota esa carta en la que O’Higgins defiende el derecho 
de los mapuche sobre su tierra.» «¿Para qué enseñar que nosotros permitimos el 
exterminio de los selk’nam?» «Pásate rapidito lo de la cuestión social, mucho 
“obrero” pone nerviosos a los patrones.» «Mejor ni hablar de las masacres a los 
trabajadores. Bueno, ya, la de Santa María, ¡pero esa nomás! Total, todo el mundo 
la conoce ya.» «No digamos que O’Higgins estuvo involucrado en una razzia 
donde mataron a próceres de nuestra Independencia» «¿Y que Prat enseñaba en 
escuelas de obreros relacionadas con la izquierda de la época? No, tú estái loco. 
Para qué decir eso.» 
Desgraciadamente, el Estado enseña(ba) estas historias simplonas a niños de 
diez años que luego no volvían a tomar otro libro de historia nunca más en su vida. 
Y ese era, y es, el espesor de lo que sabemos sobre nuestro origen y nuestro 
devenir. Los grandes textos de nuestros historiadores no son, en general, muy 
accesibles a la gente común como uno. Son maravillosas piezas de historiografía, 
sí, pero la verdad es que no le hablan mucho al ciudadano de a pie, y ellos lo 
saben. Tampoco es su trabajo hacerlos accesibles. Lo que buscamos, entonces, estos 
nuevos escritores, investigadores, historiadores y también autodidactas, fue la 
divulgación de esas otras formas de ver la historia, más allá de la oficial. Usar, por 
ejemplo, las herramientas de la narrativa para contar en pasajes cortos, echando 
mano a la emoción, la maravillosa conexión que la literatura puede establecer con 
su lector y sumergirlo en la historia, alegrarlo, enojarlo, conmoverlo, y con ello 
recuperar el sabor del hecho histórico, que no es más que un evento grande o 
pequeño vivido por los sentidos de las personas de su tiempo. Recuperar eso a 
través de la narrativa hace que podamos reconectarnos con ese dolor, con esa 
esperanza, con esos sueños o esos miedos. 
Pero las historias elegidas no fueron al azar. Tienen que ver con el poder, 
con el abuso, con la mentira y con la pelea de un pueblo que ha debido sufrir la 
injusticia de quien debiera haberlo defendido, protegido y ayudado a encontrar su 
felicidad, pero que, por el contrario, amparó la explotación y el beneficio para unos 
pocos a través de su historia. No es una elección inocente, tampoco una elección 
sin punto de vista (y, como dije en el primer prólogo de esta serie, finalmente la 
historia es un punto de vista). El objetivo de este libro es sencillo: intentar 
convertirse en un puente entre las personas comunes,como yo, y esos otros libros 
en donde profundizar los temas tratados; uno que despierte la curiosidad por 
nuestra identidad, nuestro origen y nuestro destino, porque la historia no es 
historia vieja, es historia presente. La historia es política. Lo que pasó, volvió a 
pasar y volverá a presentarse. La historia tiene características cíclicas y esto ocurre, 
en parte, justamente por esconder lo inconveniente. Si no enfrentamos los errores, 
seguirán ocurriendo, simple. 
A quienes les molesta este discurso y lo califican de sesgado o poco objetivo, 
les advertiría que no existe algo así como la historia objetiva. Todos los narradores, 
historiadores e investigadores nacieron en un lugar determinado, fueron educados 
y formados de cierta manera y tienen un punto de vista personal, no objetivo. A los 
inquietos, les diría que quizá lo que sí existe es una historia que les acomoda y otra 
que les incomoda, la primera ya la conocen, de modo que atrévanse con la que les 
incomoda en vez de descalificarla. Quizás aprenderán más sobre el país que creen 
pisar, quizá comprenderán mejor al otro y podamos acercarnos. Entender que no 
hay santos inmaculados, que un prócer pudo haber sido un bravo en el campo de 
batalla pero también un dictador en el ejercicio del poder y que eso no anula sus 
logros; que otro pudo haber sido un narciso pendenciero irresponsable y aún así 
ser considerado el primero en gritar libertad, ganándose el derecho a ocupar un 
lugar entre nuestros padres fundadores. Que aprender de sus contradicciones no 
es destruirlos sino acercarlos para entenderlos mejor, bajarlos de sus altares y 
conversar con ellos como las personas que fueron para quererlos, no para 
adorarlos. Casi siempre ambos lados tienen parte de la verdad. Abrazar solo un 
aspecto y atrincherarnos no conduce a nada, solo a un eterno desgaste sin sentido. 
Pero entiendo que a veces se siente miedo, miedo a perder el equilibrio de ese 
suelo granítico sobre el que creen están parados. Hay que aceptar también que 
nuestra historia no ha sido forjada toda por próceres militares o presidentes 
aristócratas, sino además por los trabajadores, los profesores, los músicos, los 
videntes, los marginales, los inmigrantes, los homosexuales, los indígenas y toda 
esa gran mayoría silenciosa que no está ni ha estado presente en el discurso 
histórico oficial salvo como notas antropológicas muertas. Porque ahí estamos —y 
cabemos— todos. Tú, yo y nuestras familias, como corresponde. Porque la historia 
es nuestra y nunca más queremos ser ignorantes ni desaparecidos de nuestra 
propia memoria. Una persona sin memoria no sabe lo bueno que hizo, lo malo que 
le hicieron, los errores que cometió y pierde todo su valioso bagaje de experiencia 
sin la cual no es nada. A los países les ocurre lo mismo. Todos deberíamos saber 
quiénes fuimos para saber quiénes somos, porque solo así podremos saber qué 
queremos y qué no para nuestro futuro y el de nuestros hijos. 
 
SANTIAGO DE CHILE, 
JULIO DE 2017 
 
 
 LA TRAGEDIA MÁS GRANDE DE NUESTRA HISTORIA 
 
 
Era 9 de diciembre de 1863. Santiago amaneció envuelto en una niebla 
extraña. La ceniza se mezclaba con el olor a carne quemada y de aceites 
indefinibles. Algunos madrugadores envolvían sus narices en pañuelos para filtrar 
el olor que a ratos se tornaba nauseabundo. Ellos sabían que, de algún modo, 
estaban respirando cadáveres, restos humanos calcinados y convertidos en 
pequeñas partículas que flotaban por la capital, envolviéndolos en la nube negra 
de la tragedia. Sobre las calles de la ciudad planeaban, a la deriva, restos 
microscópicos de hijas, de esposas y abuelas que murieron quemadas, reducidas a 
polvo de carbón que se acumulaba en callejones, aceras, y caía sobre los techos de 
las casas. Era un espíritu fantasmagórico del tamaño de una ciudad que entraba 
por ventanas, puertas y narices para cubrirlo todo. El silencio inundaba espeso el 
corazón, pero también los edificios, las plazas, los paladares. Solo el ruido de las 
carretas que golpeaban los adoquines de la calle de La Bandera tenían permiso 
para romper el dolor que hacía callar hasta a los pájaros. Iban cargadas de masas 
amorfas, de cuerpos pegados unos a otros de tal forma que creaban esculturas 
terroríficas, monstruos con muchos brazos, pólipos y cabezas espolvoreadas con 
cal. A medida que avanzaban por las calles de Santiago, las carretas iban dejando 
una traza de blanco y de negro en su camino hacia el Cementerio General. Ciento 
cuarenta y seis carretas, en hilera y culebreando entre las calles, las recorrían 
dibujando en carbón y tiza una palabra en la ciudad más triste del mundo por esos 
días, Santiago de Chile. 
 
En 1860, hace más de ciento cincuenta años, nuestro país aún seguía 
discutiendo el tipo de república que deseaba ser. Por un lado estaban los liberales, 
que querían un país moderno, progresista y laico; y por el otro, los conservadores, 
que tras anular esos sueños mediante la fuerza —con el golpe de Portales y la 
Constitución de 1833—, buscaban que el país continuara en la senda del orden, la 
Iglesia y el dominio de las élites (algo no muy distinto a lo que ocurre hoy, hay que 
decirlo, salvo que la Iglesia aún participaba directamente en la conducción del país 
al estar todavía enquistada constitucionalmente en el Estado). 
En este contexto, en esa sociedad que discutía en todos los frentes acerca de 
cuál debía ser el lugar y rol de la Iglesia, Santiago viviría un triste fin de año. El 8 
de diciembre de 1863 se celebraría, como todos los años, una de las fiestas más 
importantes del mundo católico femenino: la asunción de la Virgen y el fin del mes 
de María. El lugar favorito de la sociedad santiaguina para ello era la Iglesia de la 
Compañía de Jesús, un enorme edificio que competía en tamaño y popularidad 
con la Catedral, y estaba ubicado muy cerca de esta, en la esquina de Compañía 
con Bandera, junto a la actual sede de Santiago del Congreso Nacional y frente al 
Palacio de Tribunales, donde antiguamente estuvo el recinto donde se celebró la 
primera junta nacional de gobierno en 1810. Es decir, en el corazón mismo de 
nuestra historia. 
Mujeres de todas las clases sociales asistían con sus familias completas, 
incluyendo también a su servidumbre. El día era uno de fiesta y ya en la tarde la 
aglomeración era cuantiosa. Las señoras de clase alta, acompañadas de sus 
cocineras, lavanderas, damas de compañía y junto a cada una de ellas sus propias 
hijas, se cruzaban con las costureras, las dueñas de casa y la gente del pueblo que 
asistía a celebrar a la virgen María, un ejemplo de castidad, obediencia y recato 
impuesto por la Iglesia como modelo para la mujer del siglo XIX, mujer que, por 
esos años, no tenía muchos más derechos que un niño al estar subordinada al 
hombre y sus decisiones, inhabilitada para administrar sus propios bienes, alejada 
de una educación que le posibilitara independencia y bastante abandonada por el 
Estado e incluso por los grupos más liberales. Una mujer sin marido, haya sido por 
viudez o simples circunstancias de la vida, era una paria abandonada que debía 
recibir asistencia del Estado, a la que se le negaban los acreedores de su esposo, 
que debía volver a las vitrinas sociales para intentar ser adquirida por un nuevo 
hombre, vivir con algún hijo o, en realidad, con quien se apiadara de su situación, 
porque era un estorbo. Y la Iglesia aplaudía esto, celebrando un culto paralelo 
especial para ellas en su calendario anual a fin de difundir la sumisión y el recato. 
De hecho, cinco años antes, en la propia Iglesia de La Compañía se fundó un club 
llamado Cofradía del Inmaculado Corazón de María que le conllevó una 
grandísima popularidad entre las mujeres. Las Hijas de María, como se hacían 
llamar, repletaron entonces ese 8 de diciembre la plaza frente a La Compañía a la 
espera de que se abrieran las puertas y comenzarala más imponente celebración 
de la Purísima que se hubiera visto en años. Eran las 18.00 horas de un pleno día 
de primavera; nadie podía sospechar lo que iba a ocurrir. Los niños corrían y 
gritaban, las jóvenes sonreían, los poquísimos hombres presentes se arrinconaban 
en una esquina y comentaban, quizá, los avances de Cornelio Saavedra en la 
Araucanía, quien ese mismo año había iniciado el plan de ocupación a sangre y 
fuego de territorios mapuche llamado Pacificación de la Araucanía. 
Pronto las puertas se abrieron y ya a las 18.45 el interior de la iglesia estuvo 
repleto. Todos querían oír al orador que venía desde el mismo Vaticano, un 
verdadero rockstar que llenaría cualquier estadio hasta las banderas. La planta del 
recinto, anticipando la multitud, estaba libre: no había bancas y la gente se 
instalaba en el suelo sobre mantas o ponchos. Unos pocos llevaban consigo —
mejor dicho, sus sirvientes cargaban para la ocasión— pequeños taburetes donde 
sentarse. Adelante, cerca del altar principal, se ubicaron las mujeres de la alta 
sociedad; los hombres, también adelante, pero hacia los costados. Más atrás, el 
resto. 
Era una víspera realmente festiva. Miles de mujeres envueltas en enormes 
vestidos de época, gala, crinolina, enaguas, velos, pañuelos y tocados se movían 
con elegancia y dificultad. El interior de la iglesia lucía decorado como nunca. 
Cientos de velas, guirnaldas y flores de papel; telas drapeadas caían por el 
contorno de las naves laterales; en el altar mayor, una imagen enorme de la Virgen 
Purísima brillaba gracias a una gran medialuna a sus pies fabricada con un 
quemador a parafina que la hacía resaltar. La Compañía era una enorme y 
maravillosa caja sólida llena de mujeres, pero también repleta de combustible, 
materiales inflamables que rodeaban todo y puertas enormes que se cerrarían de 
un momento a otro. 
El aroma del incienso y los cantos indicaron que la función estaba por 
comenzar. De pronto, un sacristán entró en escena, se acercó a la medialuna de la 
virgen y encendió un cerillo. Lo acercó a la mecha, todo dentro de lo usual. Pero 
esta vez, sin querer, giró la llave de paso de la parafina un poco más de lo debido y 
la llama que se produjo se elevó inesperadamente, encendiendo unas telas 
decorativas más arriba en el altar. El sacristán se quedó helado. Del público saltó 
entonces un hombre que, con un poncho, intentó apagar las llamas frente a la 
mirada atónita de quienes se ubicaban en las primeras filas, pero las brasas 
encendieron unas flores de cartulina que adornaban el tabernáculo y luego unas 
hojas de papel de seda. Le siguieron unas telas más altas, inalcanzables, los 
adornos de cartón, la madera y finalmente el propio altar, convertido ya en un 
muro en llamas. Los que estaban más atrás ni siquiera se daban cuenta de lo que 
ocurría. Al inicio, hubo temor natural pero todo pareció controlable. Existe incluso 
el testimonio de una señora que habría regañado a sus hijas por querer salir, con lo 
que perderían la ubicación para la ceremonia. 
Como en muchas tragedias, esos minutos de titubeo marcaron toda la 
diferencia. La iglesia no contaba con sistema alguno de emergencia y la altura del 
altar hizo imposible cualquier esfuerzo. La gente de las primeras filas comenzó a 
moverse hacia atrás. Las llamas alcanzaban ahora las telas y la madera del techo. Y 
cuando los hombres miraron las salidas laterales, de pronto, como un reguero de 
pólvora, el fuego rodó intempestivo a través de la techumbre, sus telas y adornos 
para convertir el cielo de la iglesia en un repentino lago de fuego que iluminó 
como un horno el interior del templo. Se desató el pánico. Los que estaban más 
adelante, entre ellos casi todos los hombres que se encontraban en el interior, 
huyeron hacia las puertas que había en los costados del altar, que conducían a las 
oficinas y luego a los jardines. Pero la mayoría, por instinto, buscó fatalmente las 
puertas principales. Al primer grito de terror explotó el caos. 
El mar de gente que corrió desde adelante fue chocando con las mujeres y 
las familias que permanecían sentadas en sus mantos sobre el suelo. Los gritos de 
la multitud que era aplastada por esta estampida se mezclaban con aquellos 
proferidos por las mujeres que, atrapadas en sus enormes vestidos y pañuelos, se 
enredaban entre ellas, incapaces de ponerse de pie. Desde el cielo comenzaron a 
caer tizones encendidos y trozos de madera de uno o dos kilos de peso cuya caída, 
a decenas de metros de altura, bien pudo ser letal. Los carbones quemaban los 
vestidos y la piel expuesta. A medida que las mujeres buscaban la salida 
tropezaban, y un nudo de crinolinas, alfombras, personas, pañoletas y chamantos, 
se fue formando. Cerca de las puertas, un muro compacto de gente desmayada, de 
mujeres que gritaban aplastadas bajo decenas de otros cuerpos, se rasguñaban, 
golpeaban y pisoteaban unos a otros tratando de nadar entre los brazos, todos 
haciendo lo mismo al mismo tiempo mientras los tizones caían, alguna cabellera 
comenzaba a incendiarse y los vestidos simplemente se inflamaban con las brasas 
que saltaban desde todos lados como lluvia de fuego viniendo desde el techo. 
Se impuso el caos. En el exterior, la gente corrió hacia las puertas buscando 
ayudar. Y dentro, los brazos y las manos que se extendían desde esa masa no 
conseguían avanzar, atrapados además por puertas que además se cerraban hacia 
afuera. Cuatro o cinco metros de altura llegó a tener ese muro de brazos y piernas. 
Y siguió creciendo, pues algunas mujeres, desesperadas, trepaban pisando sobre el 
resto para intentar así salir por la cima, pero eran todas atrapadas por las mil 
manos que buscaban algo de qué aferrarse. 
El pánico destruye toda lógica mientras llueve fuego. El humo te asfixia y 
todos quieren pararse sobre ti para huir. 
En la iglesia, el fuego ya alcanzaba la cúpula. Las llamaradas salían por las 
ventanas de las torres y esta lámpara de gas inflamada en la que se había 
convertido el edificio era visible desde todo el valle a la hora del crepúsculo. 
Quienes se cubrían el rostro para acercarse a las puertas e intentar sacar a alguien 
debían ser cuidadosos: un par lo intentó, pero debió defenderse a patadas y golpes 
de puño de las miles de manos estiradas de las mismas mujeres que los agarraban 
irracionalmente, poniendo sus propias vidas en riesgo. Tenemos el recuerdo de un 
gringo que logró salvar a una mujer de las llamas, pero cuando volvió por una 
segunda fue devorado por esas manos y no volvió a vérsele nunca más. Otro tiró 
un lazo hacia la cima de la pila humana y logró sacar a tres jalándolas con su 
caballo, pero en el segundo intento fue tanta la resistencia y tan compacto el grupo 
que el lazo se cortó. 
Mientras tanto, la madera encendida de la techumbre seguía cayendo cada 
vez con más frecuencia, en pedazos grandes y pequeños. Los vestidos, telas y 
pañuelos ardían. A través de la penumbra y del claroscuro se veía a mujeres 
azotándose contra otras en un intento por apagar sus cabelleras encendidas. 
Decenas de antorchas humanas corrían por el interior. Las jóvenes se desgarraban 
el rostro con las uñas por la desesperación. De pronto, la cúpula cedió y se 
derrumbó sobre sí misma, cayendo al interior de la iglesia como una detonación y 
repartiendo fuego en todas direcciones. Hombres fuertes, cuerdas y tablas se 
usaron para intentar liberar a unas pocas mujeres ya medio quemadas, 
desfiguradas, desde las puertas. Se tiró con tanta fuerza que hubo dislocaciones e 
incluso desmembramientos, algunos rescatistas quedaron con brazos en sus 
manos. Con el correr de los minutos la temperatura les impidió acercarse más. Solo 
les quedó ser testigos, observar con rostros de horror la lenta combustión de esas 
mujeres que, aún vivas y entre alaridos, sentían arder sus cabelleras para luego 
tornarse blancas como cirios incandescentes, envueltas en el plasmadel fuego y 
finalmente derivar a negro con rapidez, manteniendo el gesto terrible en el rostro. 
Afuera, un residente extranjero era contenido por varios amigos, forcejeando y 
gritando enloquecido el nombre de su mujer que estaba en el interior, toda la gente 
comenzó a retroceder al darse cuenta de que las llamas ya no solo bajaban desde la 
techumbre, sino que venían también desde abajo. Se habían formado tres enormes 
piras de cuerpos humanos, una en cada puerta. Y nada más había por hacer. El 
espectáculo era horripilante. 
De un momento a otro, el griterío cesó y el silencio fue solo interrumpido 
por el crepitar de la madera volviéndose carbón y ceniza. Era una gran hoguera 
silente en medio de la ciudad. Un agujero de fuego en medio de la noche. 
Al rato, el fuego envolvió la torre y el campanario. Unos pocos minutos 
después, estos se desplomaron. El sonido atroz de aquellas campanas de toneladas 
de peso cayendo contra el suelo resonó en todo Santiago. Era el punto final a la 
tragedia más grande de nuestra historia. El reloj marcaba exactamente las 20.00 
horas y, con los días, se sabría que al interior habían muerto de manera horrorosa 
dos mil doscientas personas, casi todas mujeres, ancianas, madres, jóvenes y niñas 
representantes de todas las clases sociales. Muchas de ellas eran jóvenes de las 
familias más nobles del país en edad de casarse; muchas, personas humildes de las 
que nunca se llegó a conocer siquiera su nombre. 
Tras el fin del incendio y cuando aún se organizaban cuadrillas para atender 
a los heridos y rescatar los cuerpos, un muchacho adolescente ingresó por una de 
las puertas laterales sin alcanzar a ser detenido por los policías. Gritaba el nombre 
de su madre, a quien encontró entre los restos carbonizados de la madera. Por 
algún detalle logró reconocerla y el grito se sintió incluso en el exterior. El 
muchacho recogió los restos quebradizos de su progenitora y los echó a un saco. Al 
salir de la iglesia en ruinas fue interceptado por la policía, pero el joven los insultó 
entre sollozos. Los oficiales retrocedieron y el joven se alejó por calle Bandera, con 
su pena contenida en un saco lleno de carbones. 
El edificio estaba ahora totalmente ennegrecido, salvo algunas paredes y 
bordes que aún brillaban al rojo vivo, dándole un halo tétrico a esa noche del 8 de 
diciembre. Quienes entraron a revisar el interior no podían creer lo que veían. Por 
todos lados era posible distinguir a grupos de personas carbonizadas, como 
estatuas, en las más insólitas posiciones. Algunas familias habían muerto 
abrazadas; otros, agarrándose entre sí; los más, como cadáveres desplomados en 
bultos irreconocibles. Hubo también algunos que buscaron refugio, pero murieron 
asfixiados. Nada más horrendo que morir ahogado en tierra firme, ciego por el 
humo, manoteando en el aire y con la sensación de que los ojos explotarán en sus 
órbitas. Mujeres de pie, carbonizadas en el gesto de dolor, con el cráneo estallado 
—«descerebradas», indicaría el parte de un médico—, producto de la ebullición de 
su masa encefálica. Pero como si estas visiones no bastaran, lo más horrible de todo 
era ver a esos grupos de cientos de personas apiladas en atroces contorsiones 
frente a las puertas; brazos enredados en piernas, piernas junto a troncos, 
agrupaciones monstruosas donde nada se distinguía de nada, conjuntos adheridos 
que hubo que romper a golpe de pala y chuzo para, más o menos, separarlos en 
cuerpos posibles de ser trasladados. 
Doscientos hombres trabajaron en la enorme fosa común a la que serían 
llevados los cuerpos irreconocibles, restos amorfos e incompletos de esas más de 
dos mil personas. Sacos y sacos de cal se utilizaron para envolverlos y evitar un 
desastre sanitario mayor. Las carretas recorrieron Santiago desde muy temprano 
llevando su carga atroz hasta el agujero a las afueras del Cementerio General. 
Cuatro días fueron necesarios para trasladar esas figuras negruzcas por toda la 
ciudad, mientras las carretas, inevitablemente, eran asaltadas de tramo en tramo 
por familiares que buscaban reconocer de algún modo a su madre, a su esposa, a 
su hija de entre aquellos carbones tiesos que serían arrojados a la fosa. 
Ramona Solar fue reconocida por los restos apenas visibles de un 
monograma en su pañuelo. Cualquier otro modo hubiese sido en vano: su cadáver 
no tenía cabeza. 
Duele en el alma revisar la lista de víctimas que se fue confeccionando con el 
pasar de los días, y con la mayoría confirmada solo por suposición. María Cruz 
Pineda, 14 años; Catalina Astorga, 16; Gregoria Morales, 14; Mercedes Campo, 11; 
Jacinta Gamboa, 9; Micaela Torres, 4. Igual de terrible ha sido constatar que para la 
sociedad de la época la servidumbre era invisible o, en el mejor de los casos, solo 
nombrada de acuerdo a su patrón. La lista de muertos los indicaba de este modo: 
tres sirvientes de la casa de don Rafael Larraín; tres sirvientes de la casa de don 
Fernando Errázuriz; Lucía y Concepción, sirvientes de don Manuel García; 
etcétera. La lista siguió aumentando con los días, porque de entre los pocos 
rescatados, menos aún sobrevivieron, muriendo en los hospitales entre horribles 
dolores en una época sin analgésicos ni anestesia. 
Santiago quedó en shock; en realidad, el mundo quedó en shock. La noticia se 
publicó en Nueva York, París, Ginebra, Australia e Inglaterra. El presidente José 
Joaquín Pérez recorrió el sitio de la tragedia visiblemente consternado y la Iglesia, 
debido a la magnitud del golpe, no intento jamás reconstruir el templo. 
 
El incendio de la Iglesia de La Compañía es considerado hasta el día de hoy 
como una de las peores tragedias en la historia de Occidente. Porque si medimos, 
por ejemplo, el impacto del atentado a las Torres Gemelas, con un número de 
muertes cercano a las tres mil personas en una ciudad con millones de habitantes, 
en Chile, en 1863, murieron más de dos mil; es decir, ¡casi el 1 por ciento de toda la 
población de la ciudad! Proporcionalmente es como si hoy perecieran sesenta mil 
personas en un solo accidente. Murieron —de una sola vez, en una hora de 
incendio— casi tantas personas como bajas tuvo el Ejército de Chile en toda la 
Guerra del Pacífico. Casi todas las familias de Santiago contaron con un muerto 
debido al fuego de la Compañía. Casi todas eran mujeres. 
Luego de una disputa entre el gobierno y la Iglesia acerca del destino de los 
terrenos, se decidió levantar un monumento de piedra y bronce a las víctimas, el 
que fue encargado a talleres franceses. Con los años el monumento fue trasladado 
al frontis del Cementerio General y puesto sobre el lugar donde estaría la fosa 
común de quienes murieron allí. Y en el jardín del ex-Congreso, donde alguna vez 
se erigió esta iglesia, se levantó otro de similares características en el punto donde 
estaba ubicado el altar mayor. 
Y con ese interés tan particular por el patrimonio que siempre ha tenido 
nuestro país, las campanas de la iglesia fueron vendidas al kilo a un británico, 
quien se las llevó para adornar la iglesia de su pueblo. Solo regresaron el año 2010 
y hoy todas se lucen en un memorial en los jardines del ex-Congreso, excepto una, 
que fue instalada en los patios de la Primera Compañía de Bomberos de Santiago, 
institución que fue creada precisamente a raíz del incendio. 
Desgraciadamente, hubo intentos de aprovechamiento político en la época. 
El momento que vivía el país —decidir qué tanto quería a la Iglesia metida en las 
labores del Estado—, llevó al sector liberal a atacar la «devoción fanática de las 
mujeres», los «cultos supersticiosos realizados de noche», los «resultados 
catastróficos» del control que tenía la Iglesia sobre la sociedad, en momentos, vale 
decirlo, tremendamente inoportunos. Porque ajeno a si tenían razón o no, es 
imposible concebir una peor instancia que esta para levantar ideales progresistas 
en medio de una tragedia dela que Santiago demoró años en recuperarse. Y a esto 
se sumaron informes en ciertos periódicos que responsabilizaron a las señoras y 
sus enormes trajes de crinolina del desenlace, y otros que hablaron de la histeria, 
«esa natural incapacidad femenina de controlarse». Al parecer, para muchos 
sectores de la sociedad de la época, conservadores y liberales, fueron las propias 
mujeres las responsables de su muerte atroz. Pero, en fin, lo cierto es que Chile 
nunca más volvió a ser el mismo. Los días de la Iglesia católica imperando sobre la 
política nacional comenzaron su cuenta regresiva y el incendio de la Compañía 
fue, de algún modo, una metáfora horrible de aquello. El Chile que surgiría desde 
las cenizas de esas pobres mujeres olvidadas sería uno completamente diferente. 
 
 
 UN EXORCISMO PÚBLICO EN SANTIAGO 
 
 
Un sacerdote caminaba aceleradamente por la Alameda de las Delicias. Eran 
casi las once de la mañana en el Santiago de 1857 y su figura doblaba en avenida 
Portugal, calle de la Maestranza en aquel entonces, esquivando a los pocos 
transeúntes de una capital joven, aún llena de calles de tierra, mulas y caballos. 
Era un país aparentemente tranquilo. Aún vivían muchos protagonistas y 
víctimas del violento desangramiento que fue la Independencia y el largo proceso 
posterior de revoluciones y golpes de Estado hasta alcanzar cierta estabilidad. 
Veinte años han pasado desde la guerra contra Perú y Bolivia, y solo seis desde la 
última revolución armada que dejó cientos de muertos a lo largo del país. Arturo 
Prat era por entonces un niño de nueve años que jugaba con su primo a tirar 
piedras a las vacas en una hacienda del sur. 
El cura avanzaba raudo por la ciudad, levantándose un poco la sotana para 
no tropezar, acompañado por dos presbíteros. Al ver un pequeño tumulto en la 
entrada del Hospicio de las Hermanas de la Caridad, edificio famoso por las 
pésimas condiciones de salubridad, hacinamiento y degradación moral en que 
mantenía a sus internados, desaceleró. Estaba molesto por el encargo: debía visitar 
a una enferma a la que, según rumores cada vez más insistentes, se le había metido 
el diablo en el cuerpo. Después de toda una vida de lidiar con un pueblo ignorante 
que veía con terror cada pequeña manifestación de lo desconocido, con beatas que 
robaban el agua bendita de las pilas bautismales para hacerle tecitos a esa sobrina 
rebelde, esta pérdida de tiempo le parecía insoportable. Y divisar a ese grupo de 
curiosos que a cada jornada crecía fuera del hospicio solo aumentaba su molestia. 
A empujones se abrió paso hacia los pasillos interiores. 
—¿Dónde está la Carmen Marín? —preguntó. 
Las monjas le indicaron una dirección incierta entre los pasadizos oscuros 
del edificio. Muros manchados y olor a orina, moscas. Una habitación apenas 
iluminada en el fondo con dos monjas en la puerta. Cuando el arzobispo 
Raimundo Zisternas finalmente cruzó el umbral, se detuvo y no pudo evitar 
sonreír. Ahí, en medio de una celda, acostada en un sucio colchón sobre el suelo, 
una mujer de dieciocho años miraba el techo sin expresión alguna en el rostro. 
Envuelta en un camisón de dormir, su respiración era tranquila, absolutamente 
normal. El sacerdote se sintió ofendido por el engaño. O quizá pensó: «Por esta 
tontera he perdido toda la mañana». De modo que se sacó el chaquetón, lo arrojó a 
la única silla y se subió las mangas del traje. 
—Conozco esta clase de enfermedad —dijo con dureza mirando a la joven un 
par de segundos. Luego le ordenó a una de las monjas, asegurándose de que todos 
escucharan—: Tráeme una plancha al rojo vivo. Se la dejamos caer en la boca del 
estómago y listo. Asunto solucionado —dijo sonriendo y mirando a la mujer que 
corrió a cumplir sus órdenes. 
Sus acompañantes miraron a Zisternas algo confundidos. Pronto, la sonrisa 
socarrona del rostro del cura comenzó a borrarse al ver que la cabeza de Carmen 
Marín giraba lentamente hacia él, hasta mirarlo a los ojos, y pronunciara: 
—A la Carmen quemarás…, pero no a mí. 
Zisternas titubeó, sorprendido. 
—¿Por qué hablas en tercera persona? Yo solo veo a una mujer que dice 
estar enferma —dijo. 
La mujer sonrió burlonamente, con una risita que heló la sangre de todos los 
presentes, y comenzó a arquear el cuerpo, levantando la pelvis como si la 
estuvieran izando con una cuerda invisible desde el cielo. 
—A la Carmen quemarás… —repitió riendo convulsivamente y moviendo la 
cabeza de lado a lado, tan rápidamente que se nublaban sus facciones. Y luego 
rugió, clavando sus ojos inyectados en sangre en el cura—: ¡Pero no a mí! 
Zisternas, con la piel de gallina, retrocedió un paso y se miró con los otros 
sacerdotes. La mujer tragaba aire, aullaba y comenzaba a convulsionar. Sus gritos 
retumbaban en las esquinas de la habitación y en los pasillos del hospicio. Las 
monjas intentaban por todos los medios calmar a los enfermos, quienes respondían 
mediante sus propios gemidos al horror que se removía en la celda de Carmen, 
que arqueaba el cuerpo y los miembros de formas atroces. Las obscenidades salían 
de su boca como explosiones de sangre y saliva; los ojos en blanco, metralla y 
temblores que entraban por los oídos de los curas. Las monjas se abalanzaron sobre 
ella para controlarla, pero la mujer se puso de pie de un salto y se arrojó contra la 
pared, azotándose horriblemente el cráneo. Al caer al suelo se golpeó nuevamente 
contra el empedrado, pero siguió gritando salvajemente. Los sacerdotes estaban 
pegados contra la pared. Zisternas atinó a gritar: 
—¡Deténganla! 
Las monjas consiguieron controlarla y condujeron a Carmen, con gran 
esfuerzo, de vuelta al colchón. Murmuraba frases incoherentes con voz afónica, 
algo masculina. 
—Pulso irregular —dijo una de las religiosas. 
—Puta beata —murmuró Carmen Marín. 
Zisternas tenía los ojos como platos. Se acariciaba el mentón nerviosamente. 
Su mente era un torbellino. Miraba a cada uno de los sacerdotes que lo 
acompañaban y reflexionaba en voz alta. No sería tan sencillo como pensaba. 
—Hay que formar una comisión de médicos para que la revisen y descartar 
una enfermedad de los nervios antes de cualquier cosa que haga la Iglesia —dijo 
finalmente. 
Tomó su chaquetón y se retiró del lugar ya no tan presuroso como había 
ingresado. Toda la arrogancia y molestia con la que llegó se la había comido, a 
cabezazos, una joven sencilla que se removía, bufando y murmurando frases 
extrañas, al interior de una celda en pleno centro de Santiago de Chile. 
En la época en que ocurrieron los hechos, a mediados del siglo XIX, 
irrumpió con fuerza lo que conocemos hoy como «pensamiento racionalista». La 
elite más culta quería acercar la ciencia a la gente para que buscara en ella la 
explicación a las cosas y no en la superstición. Que los fenómenos del cielo los 
revelara la astronomía y no los mitos; que las lluvias y las heladas las estudiaran 
los meteorólogos y no los brujos; que las enfermedades las curaran los médicos y 
no los chamanes; que los males se solucionaran con ciencia y tecnología, no con 
misas y diezmos a las iglesias. 
Los científicos buscaban así desterrar las visiones mágicas y ganar espacio 
en una guerra no declarada contra las religiones y la superchería. Era el sueño 
original de nuestros padres fundadores: una república laica que en su primer 
escudo patrio grabó, en parte por este motivo, su lema: Post Tenebras Lux —
«Después de las tinieblas, la luz»—, que se puede leer como una reflexión en 
código iluminista para entender que «después de la oscuridad del imperio y la 
superstición», viene la luz de la república y el conocimiento. 
Chile se debatía en esa lucha desde sus orígenes. El país, gobernado por los 
conservadores cercanos a la Iglesia desde la década de 1830, conoció la división al 
interior del gobierno en el período de Manuel Montt: la Iglesia católica —parte del 
Estado en esos años—, quiso censurary cerrar algunos periódicos que, según ella, 
promovían el ateísmo. Pero el presidente se opuso, desatando una crisis no menor. 
La lucha entre ciencia y religión era permanente. Y actual: solo seis años antes el 
país había vivido una revolución en toda regla, con ejércitos sublevados y 
batallones armados de civiles rebeldes liderados, entre otros, por Francisco Bilbao, 
que buscaban derrocar los gobiernos conservadores portalianos e instalar una 
república liberal, utópica, igualitaria y separada de la Iglesia. Pero esa es otra gran 
historia. 
Cuando el caso de Carmen Marín estalló en la prensa, las heridas frescas 
sangraron de nuevo y las acusaciones de «Fraude católico», «Farsa de sacerdotes» 
y «Aprovechadores del ciego y bárbaro fanatismo» campearon en diarios como El 
País y El Ferrocarril. 
La inocente Carmen Marín se convertía entonces en una excusa para las 
fuerzas en pugna. 
Raimundo Zisternas convocó entonces a los médicos a algo que podría 
interpretarse como una forma de reto, un desafío, al instarlos a explicar la supuesta 
enfermedad de la que desde hace días era conocida ya como «La Endemoniada de 
Santiago». Con ello, Zisternas vio la oportunidad de reinstalar a la Iglesia como 
mediadora ante lo desconocido. Los médicos, en cambio, abordaron esta 
posibilidad con el fin de validarse como científicos razonables y respetables, para 
instalarse como los dueños del mundo de las enfermedades por sobre el rezo y las 
prácticas supersticiosas. La prensa laica, a su vez, actuó como desenmascarador del 
catolicismo, acusándolo de querer ejercer poder sobre la gente común a través de la 
ignorancia y el miedo a lo sobrenatural. 
Hoy nos parece razonable que la medicina se haga cargo de los enfermos, 
pero en esos años no había mucha diferencia en la sanación de las enfermedades 
del alma y la mente. En su lucha contra la superstición, la ciencia había decidido 
que las patologías de la mente tenían su origen en los órganos del cuerpo y no en 
cuestiones etéreas y desconocidas. De modo que una neurosis, una depresión o 
una psicosis se explicaban por la forma particular del cráneo del sujeto, la acción 
de ciertos fluidos del cuerpo o, en el caso de las mujeres, en la mala función de 
úteros y ovarios. 
Los delirios ya no serían más un problema espiritual, sino una enfermedad 
física que debía ser atendida en hospitales. Estas instituciones comenzaron a recibir 
enormes cantidades de personas en precario estado, pero al no estar preparadas 
para tratar las patologías que aún no entendían, se convirtieron en verdaderos 
campos de concentración donde se experimentaba de las maneras más insólitas 
para lograr las curaciones a los desórdenes de personalidad. 
En los asilos mentales de Estados Unidos se podían encontrar tratamientos 
mentales que incluían la castración, la remoción de costillas y músculos, y la 
extracción de grandes cantidades de sangre, donde se suponía que habitaban 
algunos de estos problemas. Esta solución, por supuesto, calmaba a los sicóticos, ya 
que los dejaba exangües y al borde de la anemia aguda. 
La idea de la mente como un mecanismo y de la enfermedad como un 
«desencaje» de esa relojería, llevó a la idea del shock como tratamiento posible cual 
si fuera el bruto que arregla un televisor a patadas. Y fue así como algunos 
tratamientos contra la depresión o la esquizofrenia incluyeron quemar el cuero 
cabelludo de pobres enfermos con hierros calientes, sumergirlos en tinas de agua 
con hielo durante horas, obligarlos a ingerir grandes cantidades de purgantes y 
vomitivos y, tras el descubrimiento de la corriente eléctrica, el uso de los 
cinturones de electrocución y la aplicación de golpes eléctricos en distintas partes 
del cuerpo se hicieron frecuentes en pacientes que, en muchos casos, pasaban años 
en tratamientos atroces, prácticamente abandonados por sus familiares en estas 
instituciones sin el más mínimo estándar de salubridad. También en Estados 
Unidos, por ejemplo, muchos pacientes murieron congelados a lo largo de los años 
en que funcionó el asilo Overbrook, simplemente por la falta de calefacción en una 
zona donde la temperatura en invierno desciende varios grados bajo cero. O en 
Willowbrook, donde los enfermos vagaban desnudos por los pasillos o reposaban 
en sus camas sobre sus propias heces y orina. O el tristemente célebre Bedlam 
londinense, que solo contaba con un balde para las necesidades y los enfermos 
graves debían convivir en la celda con sus desechos o, en su defecto, arrojarlos al 
pasillo. No era extraño tampoco que algunos pacientes murieran de hambre. Y no 
fue sino hasta 1850 cuando comenzó a desecharse el uso de grilletes y cadenas. 
Cualquier persona podía llegar a parar a estas cárceles de pesadilla si la justicia, un 
médico o la propia familia decidía que esa conducta extraña o demasiado rebelde 
merecía internación. Un día podías despertar engrillado, semidesnudo y expuesto 
al horror del hacinamiento, rodeado de gritos y aullidos mañana y noche, de 
agresiones y abusos. Existe el registro de un paciente norteamericano que estuvo 
encadenado por el cuello a una barra vertical por más de doce años en Bedlam, sin 
diagnóstico ni tratamiento alguno… 
La vida de cientos de seres humanos como tú o como yo se perdió en 
inenarrables torturas diarias en estos agujeros negros, verdaderos infiernos de 
medicaciones experimentales, atropellos, purgantes y degradación, todo 
supervisado por asistentes sin preparación que cumplían la labor más bien de 
guardias y reducidores. Los suicidios, las muertes repentinas, las sobredosis y los 
accidentes eran lo usual. Pacientes tragados por fosas comunes anónimas en los 
patios de las instituciones desaparecían diariamente tras las puertas de estas 
máquinas de moler cuerpos humanos. 
La peor parte la llevaban, sin duda, las mujeres. En el siglo XIX ellas tenían 
prácticamente los derechos civiles de un niño. Dependientes de las decisiones de 
sus maridos o familias, casi no tenían derecho a nada fuera de sus casas. A raíz de 
los incipientes movimientos por los derechos de la mujer, muchas esposas e hijas 
de esa época fueron encerradas en manicomios por padres y esposos para corregir 
sus conductas y opiniones rebeldes. Algunas instituciones las mantenían hacinadas 
y desnudas, sufriendo abusos sexuales y tratamientos que hoy entenderíamos 
como tortura. Muchas de ellas encontraron la muerte en tratamientos que incluían 
la ingesta de pastillas de mercurio, metal pesado altamente tóxico para nuestro 
organismo, o amarradas al giróscopo: una silla colgante que giraba 
vertiginosamente más de una vez por segundo durante largos minutos hasta 
provocar vómitos, diarrea, jaquecas insoportables y pérdida del sentido. 
Por la ciencia de la época estas mujeres eran consideradas como depositarias 
de muchos males. Claudia Araya cuenta en su artículo «Mujeres, médicos y 
enfermedad mental en la segunda mitad del siglo XIX», que los procesos 
femeninos naturales como la menstruación, lactancia, menopausia o el propio 
embarazo, eran vistos médicamente como puertas a la enajenación mental y, por lo 
mismo, una mujer no era confiable. Los científicos de aquellos años establecieron 
una relación entre el útero y ovarios con la locura, la inestabilidad y cierta 
inoperancia social que le dio base científica a una brutal discriminación de género. 
Como dice Claudia Araya, los doctores insistían en que ya el solo hecho de poseer 
útero las predisponía a la neurosis, llegándose en esa época incluso a la extirpación 
de los órganos reproductores para tratar una depresión. 
En Chile, el afamado doctor Pedro Lautaro Ferrer, por ejemplo, 
recomendaba los baños eléctricos como tratamiento para curar los desequilibrios 
mentales indicando «… la electrización de los puntos dolorosos […], poniendo el 
polo diferente en los ovarios, útero o vagina». No es de extrañar entonces que el 
doctor Armstrong,tras auscultar a Carmen Marín, arguyera por su parte, con 
cierto dejo de desprecio, que «él se llevaría a la Carmen a un hospital de locos, le 
pondría ahí cadenas y la entregaría buena en quince días». 
Asimismo, no vale la pena referirse a los procedimientos eclesiásticos y los 
brutales mecanismos de la fe, aún más arbitrarios y destructivos, porque 
requerirían un capítulo aparte. 
Para decirlo de un modo sencillo, Carmen Marín se encontraba 
completamente indefensa en manos del siglo XIX, y en medio de dos fuegos 
enemigos: la ciencia versus la fe. Por entonces, ninguno de los dos preparados para 
enfrentar algo así. 
Era julio de 1857. Carmen yacía en un colchón tirado en el suelo, expuesta e 
ignorante de que afuera de los muros de su pieza, en la ciudad, las dos partes en 
pugna se preparaban para el enfrentamiento. 
Abrió los fuegos el doctor Laiseca, quien ingresó al hospicio y permaneció 
diez minutos con ella. En ese lapso le tomó el pulso, le hizo dos o tres preguntas y 
rechazó quedarse para observar uno de los ataques. Zisternas le contó que la joven 
había tomado una brasa al rojo vivo y, sonriendo, le devolvió solo ceniza, sin 
presentar daños. El doctor se retiró ofuscado. Su diagnóstico: un simple caso de 
histeria. 
Luego fue el turno de los médicos Ríos y McDermott, en cuya presencia se 
leyó el Evangelio de San Juan para detener los síntomas. Ambos facultativos se 
retiraron de inmediato. Ríos no emitió informe y, diez días después, McDermott 
envió una carta de pocas líneas diagnosticando histeria. Lo mismo hizo Sazié. 
Eleodoro Fontecilla y Zenón Villarreal ni siquiera aventuraron un diagnóstico. La 
mayoría de ellos fue testigo de los horribles ataques de Carmen y también del 
aparente milagro que obraba sobre estos la lectura del evangelio. Algunos 
presenciaron su capacidad de identificar agua bendita del agua regular y su 
rechazo total a ser siquiera tocada por la primera con aullidos y contorsiones, 
mientras la segunda no producía efecto alguno. El propio doctor Fontecilla 
escondió una cruz en uno de dos paquetes de papel idénticos y pudo comprobar 
que La Endemoniada era capaz de distinguir perfectamente el que contenía el objeto 
sagrado del que no. Zisternas permitió que los médicos la auscultaran, 
interrogaran y sometieran a pruebas de todo tipo. Sus exámenes incluyeron 
presión en puntos dolorosos, aplicación de vendas con emplastos de pimienta 
negra —muy irritante—, e incluso la introducción de alfileres hasta la cabeza en 
brazos, piernas y columna vertebral. Ninguna de estas pruebas registró la más 
mínima queja o gesto de dolor en la mujer. Tampoco, según declaración de los 
propios médicos, dejaron en ella marca alguna. 
Lo que sí pudieron constatar fue la presencia de «algo», un cuerpo 
redondeado y duro que parecía moverse independientemente por el abdomen de 
la joven, haciendo ruidos y chasquidos similares al agua batiéndose al interior de 
un tonel. Certificaron que, con razones o sin ellas, los ataques concluían y sus 
signos vitales volvían a la normalidad cada vez que Zisternas leía el Evangelio de 
San Juan, en particular cuando llegaba a la frase: «Et verbum caro factumest et 
habitavit nobis» —«Y el verbo se hizo carne y habita en nosotros»—, momento en 
que la enferma hacía crisis, manifestaba todos sus síntomas y se derrumbaba sobre 
el lecho. 
Mientras tanto, la gente se agolpaba no solo en el exterior del hospicio, sino 
afuera de la habitación misma a la espera de este verdadero duelo entre curas y 
médicos. Autorizadas por Zisternas, cientos de personas esperaban para presenciar 
los ataques de la mujer, en un espectáculo que tomaba colores grotescos e 
incomodaba más y más a las partes. 
Las acusaciones mutuas fueron tomando espesor, y mientras la estrategia 
del cura consistió en victimizarse e insistir en su buena voluntad frente al caso, los 
médicos blandieron argumentos de todo tipo para desacreditarlo. El doctor 
Tocornal, por ejemplo, acusó al sacerdote de magnetizar a la joven para provocarle 
los ataques. «Porque hoy día todo el mundo sabio reconoce como una verdad 
práctica, testificada por comisiones especiales de la Academia de Medicina de París 
[…] la existencia del magnetismo animal», dijo. 
El doctor García continuó con esta tesis agregando que «El magnetismo es 
un fluido sumamente sutil, repartido en todas las criaturas y acaso en todos los 
seres […] susceptible de acumularse en una persona, bajo la influencia de la 
voluntad de otra». Y luego concluyó con una hipótesis científica que nos aclaraba la 
oscuridad del conocimiento de esos años al afirmar: «Existiendo un fluido 
magnético en todo el globo y pudiéndose magnetizar a largas distancias, podría 
suceder que uno de esos grandes magnetizadores de Europa o de Norteamérica 
estuviera desde allá magnetizando a la Carmen». 
De un modo u otro, los médicos de la época profesaban una fe ciega en el 
credo científico, entregando muchas veces diagnósticos y tratamientos que no 
distaban tanto de las pócimas e interpretaciones de brujos y chamanes, buscando 
con tozudez explicaciones materiales más allá, incluso y paradójicamente, de lo 
racional. 
Los doctores Padin y Barañao, finalmente, admitieron que la medicina no 
bastaba para identificar los síntomas de la joven. Y solo el doctor Benito García 
Fernández, en un informe emitido el 30 de agosto de 1857, dijo que la enfermedad 
no era fingida, natural o nueva, sino que efectivamente «la Carmen Marín es una 
endemoniada». 
Zisternas, por su parte, concluyó que los médicos no habían conseguido 
llegar a un diagnóstico acertado y mucho menos a proponer un tratamiento que 
ofreciera alguna esperanza. En razón de ello decidió que el día 1 de agosto iría al 
Hospicio de las Hermanas de la Caridad de Santiago y ejecutaría, según el ritual 
romano aprobado, un exorcismo en forma para expulsar al demonio del cuerpo de 
esa pobre joven casi anónima, que tenía revolucionada a la sociedad de la época. 
Pero ¿quién era Carmen Marín? ¿Quién era esta joven de dieciocho años, 
descrita como de estatura mediana, hermosa, piel blanca y cabellos negros, cuerpo 
bien conformado y carácter frágil? 
Lo poco que sabemos de ella —una mujer tímida y de maneras suaves 
cuando no estaba bajo los ataques descritos—, apenas nos permite distinguirla a 
través de la bruma de los años. Es, para nosotros, una desconocida. No sabemos 
qué pensaba ni qué anhelaba. No conocemos su rostro. Solo sabemos que fue una 
vela que se encendió durante unos días tormentosos para apagarse entre la 
muchedumbre unos pocos meses después de los hechos hace ya más de cien años. 
Y que fue una más entre las miles de vidas trágicas cortadas por la rudeza de un 
tiempo incomprensiblemente más duro y áspero del que nos toca vivir. 
Carmen Marín nació y a los pocos meses quedó huérfana de madre y padre. 
Fue entregada al cuidado ajeno en casa de una tía, quien a los doce años la entregó 
como interna a las Monjas Francesas del puerto de Valparaíso. Allí fue sometida a 
la árida educación católica de la época, mucho más árida para una mujer, que 
además era huérfana y pobre, destinada a la servidumbre, la prostitución y a una 
muerte joven por causa de alguna enfermedad infecciosa de las que en Chile 
sobraban. 
A las pocas semanas de ingresar al recinto de las monjas, vivió su primera 
menstruación con todos los prejuicios y condenas al respecto. Fue cercano a estos 
días cuando la niña, abandonada y sometida a presiones extremas, se vio 
caminando sola por los pasillos del colegio, en la oscuridad de la noche, hacia la 
capilla para velar al Santísimo Sacramento y rogar por el perdón de sus pecados. 
Un día, a las once de la noche, luego de un rato de oración hincada frente al 
sagrario en medio de la penumbra de las velas, Carmen abrió los ojos sobresaltada 
por el fuerte ruido de ladridos de perros que parecían provenir de todas 
direcciones. Un miedoque jamás había sentido la hizo ponerse de pie. Escuchó 
luego un griterío de risas y voces de algo que le pareció un grupo de hombres 
ebrios burlándose tras los muros. La niña corrió, huyendo, hacia la habitación que 
compartía con compañeras, y se acostó tapada hasta arriba presa de un temor 
completamente desconocido. Pasada la medianoche, un agudo zumbido en el oído 
izquierdo parecía atravesarle el cráneo. Y en la niebla de sus sueños se le presentó 
un demonio horrendo que la atacó. Carmen abrió los ojos gritando, saltó de la 
cama y atacó a sus compañeras de cuarto. Todo fue un griterío en la oscuridad que 
concluyó con el ingreso de monjas armadas de candelabros. Cayeron muebles, se 
rasgaron vestidos y Carmen fue reducida con mucho esfuerzo. 
Esa noche comenzó un largo y aterrador camino de seis años por el bosque 
oscuro de la sanación decimonónica. Las monjas, en primera instancia, convocaron 
a un médico que le abrió las venas para desangrarla y sacarle el mal. Luego la 
sometieron a baños de lluvia a la intemperie y le aplicaron bolsas de hielo y nieve 
en la cabeza por horas, que le provocaron intensas migrañas. Sin saber qué más 
hacer, las religiosas desistieron y la expulsaron. Su tía intentó curarla con brebajes 
tóxicos de meicas locales que, por supuesto, también fracasaron. Ella también la 
abandonó. La niña, ya de catorce años, pasó a vivir con su hermano quien, 
aburrido de lo que él consideraba una farsa, la encerró y golpeó tan brutalmente 
que los propios vecinos irrumpieron en el hogar para detener la golpiza. 
La imagino llorando de noche en su habitación sin entender nada. ¿Habrá 
jugado con muñecas?, ¿habrá aprendido a leer? 
Su hermano entonces la dejó al cuidado de brujos y adivinos. Vivió ocho 
días en casa de una curandera que intentó sanarla con tecitos de agua bendita y 
piedras de altar molidas. En otro hogar sustituto fue acosada por el hijo de la 
dueña de casa que, aprovechando uno de sus ataques, abusó sexualmente de ella. 
¿Se habrá enamorado alguna vez? 
Su familia, finalmente, la arrastró al hospital de Valparaíso, donde fue 
prácticamente abandonada. En este lugar fue sometida a tratamientos diarios tan 
duros —incluida la aplicación de sanguijuelas, esos gusanos negros con una gran 
boca dentada que te muerde y succiona tu sangre hasta hincharse, detrás de las 
orejas y en diferentes partes del cuerpo— que la niña no lo soportó más. Un día 
decidió, quizá llorando, amarrarse una cuerda al cuello, anudar el otro extremo al 
pilar del catre y dejarse caer. Fue encontrada horas después, inconsciente y con la 
piel azulada, pero viva. Por supuesto, la institución no se hizo cargo de su dolor y 
la expulsó de inmediato. Semejante ofensa a Dios no podía ser tolerada. 
El rastro de Carmen desapareció luego de salir del hospital. Estaba sin 
ayuda, sin dinero, sin familia. Con dieciséis años y sola en el mundo, se le 
presumía una corta vida, entre delincuentes y prostitutas. 
Pasado el tiempo la volveremos a encontrar en Santiago, en el Hospital San 
Borja, enferma de viruela. El azar había querido que, con anterioridad, durante 
uno de sus ataques, un sacerdote leyera el Evangelio de San Juan al niño de la 
cama contigua. Y no pudo dejar de notar que, al llegar a la frase «et verbum caro est 
et habitavit nobis», la joven convulsa de al lado se derrumbaba como golpeada por 
una fuerza invisible. A poco andar, el rumor sobre la espirituada, la poseída, la 
endemoniada, terminó por llevarla al Hospicio de las Hermanas de la Caridad. Fue 
ahí donde se encontró con el arzobispo de Santiago, Raimundo Zisternas, que en 
esos instantes se encontraba en sus habitaciones orando y preparando todo lo 
necesario para darle término al largo camino de una joven que, con dieciocho años, 
había soportado una vida atroz. 
Era el 1 de agosto de 1857. Ha pasado un año desde que la Endemoniada de 
Santiago fuera encontrada en el Hospital San Borja. Eran las 19.30 de la tarde. Los 
doctores Carmona, Barañao y García golpeaban los portones del hospicio, que 
estaba cerrado para impedir el acceso a una multitud que se había vuelto 
inmanejable. Ya casi perdían las esperanzas de ingresar cuando las gruesas láminas 
de madera se abrieron para darles paso. Ya habían estado antes ahí, al mediodía, 
haciendo pruebas y tratamientos en la enferma sin resultado alguno. Zisternas les 
dio una última oportunidad. Era la última noche, antes de que él tomara el control 
y fueran testigos de un exorcismo en toda regla. 
Al interior se encontraban los doctores Tocornal y Fontecilla. Al medio de la 
habitación, Carmen Marín yacía acostada boca abajo sobre un colchón en el suelo. 
Los doctores fueron sorprendidos apenas entraron: la mujer sostenía su cuerpo 
rígido en el aire, apoyada solamente en manos y pies. Se quejaba. Vestía camisón 
blanco de dormir y un pañuelo tejido le cubría los hombros. Por cerca de una hora 
los médicos aplicaron en la piel de la espalda vendas embadurnadas con pimienta 
negra y le enterraron agujas, dándole a oler éter, cloroformo y otros químicos sin 
conseguir efecto alguno. Le dieron masajes en puntos dolorosos, la auscultaron y 
provocaron desangramientos. Pero nada. La mujer se levantó y deambuló por la 
habitación con los ojos inyectados en sangre, las pupilas dilatadas y movimientos 
de sonámbulo. Por momentos podía distinguirse en ella el ceño fruncido, como el 
de alguien que busca despertar de una pesadilla incómoda; en otros, ensayaba una 
risita burlona y murmuraba insultos. 
Le detectaron cien latidos por minuto en reposo. Mucha sed. 
Alrededor de las nueve y media de la noche, Zisternas se puso de pie y dio 
por cerrada la intervención médica. Había llegado su turno. 
Enfrentando cara a cara a Carmen Marín, que entonces permanecía sentada 
balanceándose con la mirada perdida, Zisternas habló con voz potente, de mando, 
como dirigiéndose a esa otra persona que parecía habitarla. 
—¿Tengo yo facultades para echarte? —preguntó. 
La mujer no respondió, pero sí hizo gestos de incomodidad y esquivó su 
mirada. 
—En el nombre de Dios, ¡¿tengo yo facultades para echarte?! —insistió con 
voz aún más profunda. 
La mujer se removió nuevamente y demostró una marcada repugnancia 
para obedecer. De pronto abrió la boca y balbuceó: 
—Sí. 
Zisternas abrió el libro que tenía entre las manos. 
—¿A qué signo obedeces? —debió preguntar tres veces antes de obtener una 
respuesta de mala gana. 
—Al Evangelio de Juan —respondió Carmen enfatizando el nombre de pila 
sin el San y agregando insultos a los allí congregados. 
—¿Por qué atormentas a la Carmen? —volvió a inquirir el cura. 
Silencio. 
Risitas. 
Insultos en voz baja. 
Gestos rápidos y miradas a los ojos de cada uno de los presentes. 
Zisternas repitió la pregunta: 
—¿Por qué atormentas a la Carmen? 
El silencio permitía escuchar el siseo de la respiración áspera de la mujer. 
—Solo para probar su paciencia —dijo la voz. 
La atmósfera en esa habitación la hacía parecer como la única pieza 
iluminada en toda la capital. No volaba una sola mosca en Santiago. 
Zisternas sabía que el demonio tenía sus minutos contados. Le preguntó: 
—¿Cuándo volverás? 
—Dentro de un año y medio —dijo este. 
—¿Volverás bajo la misma forma? 
La mujer sonrió y dijo: 
—Eso nunca se sabe. 
Zisternas desvió su atención de la mujer y pidió a las religiosas presentes 
que entonaran cánticos religiosos en francés, cantos que Carmen acompañó con 
burlas, risas y enojos mientras el cura besaba la estola y avanzaba hacia la mujer 
con el libro abierto en las manos. 
—Exorcízo te, inmundíssim espiritus, omnis incúrsio adversárii, omne phantasma, 
omnis legio, in nómine Dómini nostri Jesu Christi erradicáre… 
Al oír las palabras, Carmen Marín comenzó a gesticular, gruñendo y 
sacudiéndose cada vez más bruscamente. Cayó de espaldas, se golpeó 
horrorosamente el cráneo contra el suelo de piedra y empezó a arrastrarse como 
una larva,sin usar pies ni manos, dándose de cabezazos contra el suelo como un 
bulto furioso y convulso. Los presentes retrocedieron espantados. 
—Audi ergo, et time, sátana, inimíce fidei, hostis géneris húmani, mortis addúctor, 
vitae raptor… 
La masa de gruñidos y espasmos intentó salir del cuarto reptando entre las 
piernas de los asistentes, pero Zisternas detuvo la lectura y, a duras penas, entre 
varios, lograron regresarla al colchón. Pero no pudieron impedir que continuara 
retorciéndose con mucha violencia. 
—¡Detente en el nombre de Dios! —gritó el sacerdote. 
La mujer obedeció, pero a cada reinicio de la lectura del ritual romano de 
exorcismo debió pedir calma y silencio en nombre de Dios. Finalmente, Zisternas 
concluyó con las palabras: 
—Ab insídiis diabolis, líbera nos, Domine. 
Carmen resoplaba, agotada. Los médicos, unos conmovidos, otros 
incrédulos, todos consternados, observaban en silencio. 
Eran pasadas las diez de la noche cuando Zisternas, sin pronunciar palabra, 
abrió el Evangelio de San Juan. Las hojas parecían crepitar mientras buscaba la 
página de inicio. El sacerdote respiró hondo y comenzó la lectura que debería 
reducir y expulsar aquello, lo que fuere, que habitaba en el interior del despojo de 
mujer que yacía enfrente. 
—In principium erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum… 
Lo que ocurrió en la celda apenas comenzaron a sonar las palabras fue 
descrito, por crédulos e incrédulos, como una experiencia horripilante. Carmen 
Marín convulsionó como nunca antes entre gestos y aullidos violentos que 
erizaron los cabellos de todos. Una contracción espasmódica la encorvó hacia atrás, 
la cabeza buscó los talones, las coyunturas crujieron, dedos y facciones del rostro 
se deformaron por completo, los ojos se movieron a toda velocidad en sus órbitas 
blancas y la boca se abrió como un plato. Carmen Marín gimió y gruñó como un 
animal herido. 
—Erat lux vera, quae illuminat omnem hóminem… 
El vientre de la mujer comenzó a moverse y a rugir. Una masa imposible de 
identificar se desplazaba libremente por su abdomen, dando saltos, hinchándose y 
deshinchándose en pulsos violentos. 
Las monjas rezaban en voz alta. 
—Quot quot autem recepérunteum, dediteis potestátem fílios Dei fieri… 
El cuello de la mujer se hinchó de modo extraordinario. La cara, amoratada 
y contrahecha, emitió gárgaras y chasquidos secos. Aquel cuerpo tenía hasta el más 
mínimo músculo crispado. La respiración suspendida «formando el todo un 
conjunto horrible y espantoso», escribiría en su informe el doctor García. 
La habitación fue por momentos un universo aparte que incluía alaridos, 
insultos y obscenidades. 
Zisternas alzaba la voz sabiendo que pronto llegaría el final. Pero, haciendo 
alarde de su control sobre lo que ocurría a su alrededor, recitó nuevamente el 
inicio del versículo catorce: 
—Et verbum caro factumest… 
Pero no lo concluyó, dejando a la mujer suspendida en un gesto horrendo 
por un par de minutos, tiempo suficiente para que uno de los presentes, el pintor 
Alejandro Cicarelli, bosquejara la situación. Zisternas cerró entonces los ojos y 
continuó el conjuro: 
—… et habitavit nobis. 
Carmen se derrumbó sobre sí misma, casi muerta, con el rostro tranquilo y 
algo amoratado. Algunos doctores se acercaron a constatar lesiones, mientras otros 
se retiraron ofuscados sin pronunciar comentario alguno. Los menos se quedaron 
pasmados, intentando recuperarse de la experiencia. 
Al cabo de unos minutos, la mujer despertó como si nada hubiera ocurrido. 
Nunca recordó nada, nunca sintió nada. Hoy sabemos que jamás volvió a tener un 
ataque. 
El cura se quedó largo tiempo en la habitación, observando a la joven. Tenía 
el rostro cansado, la frente sudada. 
La prensa liberal de la época continuó desacreditando a Zisternas y su 
«Farsa religiosa», y los médicos elaboraron informes contradictorios entre sí hasta 
el final de ese año. Eso sí, dejaron en claro también que la ciencia aún no estaba 
preparada del todo para enfrentar este tipo de situaciones. 
La guerra entre religión y ciencia continuó hasta bien entrado el siglo XX. La 
psiquiatría demoró un poco más en ganarse un reconocimiento limpio de dudas en 
torno a las enfermedades espirituales —los electroshocks y lobotomías hasta 
mediados de los cincuenta no ayudaron mucho— para llegar a constituirse en la 
disciplina respetada que es hoy. 
El punto es que alguna vez en Chile se jugó un partido cerrado entre Dios y 
el Diablo, con prensa, público y controversia. Un combate entre ciencia y 
superstición en el primer exorcismo documentado y analizado de Latinoamérica. 
Pero ¿qué fue del campo de batalla sobre el que se peleó este conflicto 
trascendente? ¿Qué pasó con la verdadera protagonista? 
Lamentablemente nunca más se supo de Carmen Marín. Una vez que dejó 
de haber interés en su condición, desapareció en la noche de la historia. No 
sabemos si se casó, si pudo rehacer su vida o si debió huir de Santiago y del 
estigma que la marcó frente a la rígida sociedad de un país duro con su gente. 
La Endemoniada de Santiago, tras seis años de maltratos en nombre de la 
religión y la ciencia, simplemente se desvaneció. 
 
 
 ¿ESCLAVOS AFRICANOS PELEARON EN LA INDEPENDENCIA 
DE CHILE? 
 
 
Hace algunos años me topé con un artículo de origen europeo escrito a 
principios de los años treinta que alababa a Chile y Argentina por sus gobiernos y 
logros productivos. En uno de sus párrafos más insólitos afirmaba que una de las 
razones por las que estos países se distinguían del resto de Latinoamérica, era 
porque se habían desecho de sus indígenas y nunca habían tenido población negra 
importante. Nada raro si pensamos que por esos años los fascismos de Hitler, 
Mussolini y Franco campeaban en popularidad. Pero la idea me quedó dando 
vueltas: ¿hubo negros en Chile? Y si los hubo, ¿adónde se fueron? 
Por su parte, nuestros beneméritos historiadores clásicos, Barros Arana y 
Encina, decían —e insistían— que la presencia negra no había sido significativa, 
que morían debido a la dureza del clima, que casi no habían tenido descendencia y 
menos relevancia en nuestra historia, especialmente en la reciente. 
—Oiga, don Diego Barros Arana, pero acá en los censos del siglo XVII puedo 
ver que había más de veintiún mil negros en Chile para cuando nació O’Higgins. 
—Nada, nada. Que la mayoría estaba solo de paso. Se concentraban en 
Mendoza y los llevaban a embarcarse a Valparaíso. Porque allá en Argentina, ahí sí 
que estaba lleno de africanos. No acá. 
—Pero, ¿y los mil doscientos esclavos que tenían solo los jesuitas cuando 
fueron expulsados en…? 
—A esos los enviaron todos al Perú. 
—¿Y los…? 
—¡Que no hubo negros en Chile, joder! 
Francisco Encina tampoco se quedaba atrás por más que reconociera una 
amplia presencia negra durante la Colonia. El prestigioso historiador negaba que la 
raza chilena, como él la denominaba, estuviera contaminada por la, en sus palabras, 
«inferioridad física y moral del negro». Encina pasaba luego a explicar que los 
negros no constituían un problema porque morían rápidamente por el frío, la 
tuberculosis y el alcoholismo. «La eliminación del negro fue un gran bien para la 
raza chilena», señaló uno de los pilares de la historiografía nacional. 
Sobre la base de este razonamiento, queda claro por qué en la historia 
chilena tradicional no aparecen negros, y si los hubo se plantea que fueron pocos e 
irrelevantes. No obstante, una inocente visita al Museo Histórico Nacional, ese 
precioso edificio frente a la Plaza de Armas de Santiago, enciende todas las 
alarmas. Ahí, en una pared del museo, una gran pintura de José Tomás Vandorse 
llamada Batalla de Chacabuco, ejecutada en 1863 —es decir, a menos de cincuenta 
años de los hechos—, recreaba el enfrentamiento entre los malditos realistas y el 
glorioso Ejército Patriota de Los Andes compuesto por dos batallones de… 
¡¿soldadosnegros?! Tenía que ser un error, porque a nadie le enseñan algo así en la 
escuela. ¿Estaría dañada la pintura? No, ahí podía distinguirse claramente a los 
oficiales blancos mandando a la tropa compuesta por africanos de lustroso color 
oscuro. 
La segunda pista surgió durante una visita al Palacio de La Moneda para 
entrevistar a una autoridad. Esperando en un gran salón, noté que en una de las 
paredes estaba colgado el famoso cuadro Jura de la Independencia, de fray Pedro 
Subercaseaux, donde se escenificaba la ceremonia realizada en la Plaza de Armas 
de Santiago, el 12 de febrero de 1818, con O’Higgins y San Martín a la cabeza de 
tan solemne momento… Bien, O’Higgins en realidad estaba en Talca ese día, pero 
eso no es lo importante. El punto es que, gracias al gran tamaño del cuadro, pude 
ver por primera vez en detalle, en la esquina inferior derecha, que una banda 
militar, algo tostada, diría yo, aparece de espaldas. Pero el artista, en un gesto 
claramente reivindicador, pintó al tambor mayor girando su cabeza —como si 
«mirara hacia la cámara»— para que pudiésemos comprobar sin duda que se 
trataba de un africano en uniforme patriota. Él y todos los músicos. 
¿Qué es lo que pasaba? ¿Dónde estaban esos soldados en la historia que nos 
enseñaron? ¿También nos dirían que eran pocos e irrelevantes? 
La verdad es que los gloriosos batallones n.° 7 y 8 «de negros libertos» eran 
casi UN TERCIO del total de soldados que cruzó la cordillera con San Martín y 
peleó por nuestra Independencia. Algunos aventuran incluso que fueron muchos 
más. Y, a diferencia de lo que se enseña también en Argentina, la mayoría eran 
africanos provenientes de Guinea o el Congo, como se lee en la lista de bajas de la 
batalla de Chacabuco. 
Pero ¿de dónde salieron? ¿Qué hacían batallones completos de negros 
africanos combatiendo en Chile en 1817, ayudándonos a derrotar a las fuerzas 
realistas del Imperio español, peleando junto a O’Higgins? 
Para entender esto mejor debemos cruzar a Mendoza y bucear en otro mito, 
esta vez argentino. 
La historia oficial al otro lado de la cordillera dice que el Ejército de Los 
Andes se habría levantado gracias a la colaboración desinteresada de los 
terratenientes patriotas y financiado con las joyas que las damas nobles de 
Mendoza habrían sacado de sus ajuares para donarlas a tan noble causa. La verdad 
fue que esas joyas no financiaron ni cien de las diez mil mulas que incluía la 
operación. Porque para mover a miles de soldados, alimentarlos, armarlos y 
vestirlos durante años, se requería una enorme cantidad de dinero que nadie 
todavía tiene muy claro de dónde salió. Pero esa es otra historia. 
Un segundo mito heroico dice que San Martín ofreció la libertad a todos los 
esclavos que se unieran a la causa. La historia bonita sugiere la postal de esclavos 
libertos sumándose voluntariamente al sueño independentista latinoamericano, 
inflamados de pasión patriótica. Pero la verdad de nuevo fue otra: angustiado por 
el escaso contingente militar que había logrado reunir, San Martín concluyó que la 
única forma de generar el volumen ofensivo necesario para armar un ejército 
competitivo era confiscando a los esclavos de sus dueños, sin preguntar nada a los 
involucrados. La conversación fue entre patrones. Y la tuvo difícil. 
«No hay remedio, mi buen amigo. Solo nos puede salvar el poner a todo 
esclavo sobre las armas», escribió San Martín a Godoy Cruz el 12 de junio de 1816, 
a solo seis meses de la fecha proyectada para la invasión a Chile. La angustia se 
respiraba en esas líneas. Desesperado, San Martín buscó el apoyo del presidente de 
las Provincias Unidas de La Plata, Pueyrredón, para tener el poder de requisar 
esclavos, quien finalmente se lo otorgó. Lo que siguió a continuación fue una lucha 
feroz contra los terratenientes, que se negaban a entregar aquello que consideraban 
de su propiedad: hombres, mujeres y niños que los enriquecían al trabajar sus 
campos a cambio de comida y un techo. Incluso la Iglesia, la piadosa congregación 
del Señor, se negó terminantemente a entregar a los cientos de esclavos de su 
propiedad que hacían producir sus cosechas, elaboraban sus vinos y les limpiaban 
la ropa, el suelo, las letrinas y sus vidas. Las razones eran las de siempre: si dejaban 
a los aristócratas sin esclavitud, la producción caería, se perderían trabajos y los 
más pobres sufrirían. Siempre tan humanitarios ellos, pensando en los pobres. Pero 
la porfía de San Martín continuó incluso hasta presionarlos por la fuerza. Desató lo 
que luego se llamaría «El golpe de los esclavos», y ese mismo año emitió un 
decreto que obligaba a los propietarios de esos seres humanos a entregar dos 
tercios de su planta de trabajo para servir de carne de cañón al ejército. La edad de 
reclutamiento se amplió de dieciséis a treinta y cinco años a un más amplio margen 
de catorce a cincuenta y cinco. 
Mediante este decreto, San Martín aumentó entonces en un tercio el 
volumen de su tropa, con esos esclavos que se convertirían en los poco reconocidos 
Batallones n.° 7 y 8 de negros de Mendoza. Al mando, por supuesto, estaban 
oficiales blancos encabezados por Pedro Conde y Ambrosio Crámer, ambos a su 
vez bajo el mando, aunque usted no lo crea, de nuestro Bernardo O’Higgins. 
Más de mil quinientos esclavos, muchos de los cuales ni siquiera hablaban 
español, no entendieron nada cuando les pasaron un uniforme, les entregaron un 
arma y les dijeron que ahora eran libres…, pero que serían fusilados si se negaban 
a combatir. La gran mayoría eran jóvenes, pero también había niños asustados, 
como Miguel Pestana, de diez años, o Antonio Moslera, de solo ocho. Gran parte 
de la generación anterior, sus padres y especialmente sus abuelos, había nacido en 
África, pero de pronto fueron secuestrados desde sus playas y tierras ancestrales, 
separados de sus familias y arrojados a las bodegas de un barco en una vorágine 
de gritos, cadenas, puertos y caminatas en fila hacia otros barcos en mundos 
extraños, con personas horribles, ropas diferentes e idiomas insólitos. Solos, niños 
y jóvenes, sin entender nada, con sus parientes y amigos muriendo de 
enfermedades atroces a su lado, mientras eran subidos a golpes a vagones para 
comenzar nuevas caminatas cargados como animales, sin letrinas, sin cuidado 
alguno, hacia destinos desconocidos. Luego, en estos confines, solos, sin sus 
madres, eran vestidos, desvestidos y revisados. Y ahora les entregaban un fusil y 
les ordenaban cruzar una cordillera para matarse sin saber por qué causa. 
San Martín les tenía cariño. Los encontraba bravos y encaradores, perfectos 
para ir en la avanzada directo a la muerte. Su simpatía llegó incluso a escandalizar 
a los republicanos oficiales, que vieron con horror cómo San Martín permitía que 
negros pudieran ascender a cabos o sargentos. Si esto de la igualdad tampoco era 
para tanto. 
Pero la apuesta del prócer no era errada; efectivamente los batallones n.° 7 y 
8 resultaron cruciales en Chacabuco. Sufrieron numerosas bajas, es cierto, pero 
destacaron por su valentía. 
Imagino a San Martín en su tienda brindando por aquellos bravos soldados 
que luchaban y morían por la libertad de América, mientras se dejaba atender por 
su esclava personal, María Demetria, una de las muchas que cruzaron junto al 
Ejército Libertador de Los Andes y de las que sabemos prácticamente nada. 
Esfumadas de la historia como fantasmas cabizbajos, bandeja en mano. 
Hoy tiene un sabor agridulce saber que nuestros libertadores también fueron 
dueños de esclavos y que seguramente fueron atendidos por ellos en ese primer 
descanso en la campaña. La historia no avanza a saltos, el cambio cultural no es 
fácil. Pero lo intentaban, pucha que lo intentaban, y con honesto esfuerzo. 
Aun así, la esclavitud en Chile distaba de la imagen que tenemos en mente 
después de tanta película bíblica o historias sobre las plantaciones de algodón

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