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En un mundo cada día más competitivo, sólo las ideas marcan la diferencia. Ideas que abren puertas, métodos para resolver problemas o simplemente información para entender mejor lo que está pasando en el mundo de la economía y de los negocios. En Prentice Hall, contamos con los autores líderes del mundo empresarial y fi nanciero, para presentarle las últimas tendencias del mercado global. Abrir nuevas vías en su negocio, desarrollar su carrera o ampliar sus conocimientos… Le proporcionamos las herramientas adecuadas para llegar a todas sus metas. Para más información sobre nuestras publicaciones, visítenos en: www.pearson.es http://www.pearson.es Codicia financiera Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real Eduardo Olier Codicia financiera: Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real Eduardo Olier Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser utilizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. Código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos —www.cedro.org), si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Todos los derechos reservados. © 2013 PEARSON EDUCACIÓN S.A. C/ Ribera del Loira, 28 28042 Madrid (España) ISBN papel: 978-84-9035-307-3 ISBN ePub: 978-84-9035-399-8 Depósito Legal: M-12183-2013 Editor: Jesús Domínguez Diseñadora: Elena Jaramillo Equipo de producción: Directora: Marta Illescas Coordinadora: Tini Cardoso Diseño de cubierta: César de la Morena Composición ePub: Pablo Barrio Nota sobre enlaces a páginas web ajenas: este libro incluye enlaces a sitios web cuya gestión, mantenimiento y control son responsabilidad única y exclusiva de terceros ajenos a PEARSON EDUCACIÓN, S.A. Los enlaces u otras referencias a sitios web se incluyen con finalidad estrictamente informativa y se proporcionan en el estado en que se encuentran en el momento de publicación sin garantías, expresas o implícitas, sobre la información que se proporcione en ellas. Los enlaces no implican el aval de PEARSON EDUCACIÓN S.A. a tales sitios, páginas web, funcionalidades y sus respectivos contenidos o cualquier asociación con sus administradores. 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Y al autor y al editor les pareció bien: refleja lo que está detrás de las crisis económicas, de la que todavía sufrimos, y de las muchas que sucedieron antes. Esto se irá viendo a lo largo de las páginas que siguen. En lengua inglesa existen varias obras con títulos similares, algunas referencias se dan aquí; si embargo, en todos los casos, sus autores ponen el énfasis en los desmanes económicos realizados por las personas que estuvieron o siguen al mando de varias empresas. No es nuestro objetivo. Lo que aquí pretendemos es, primero, hacer el recorrido sobre la economía financiera y los porqués de sus desviaciones y, luego, dar la voz de alarma sobre la economía política que subyace detrás del afán de enriquecimiento y que, siguiendo tales teorías, se viene realizando desde hace décadas. Teorías económicas de grandes economistas que pensaron que la codicia era una potente arma de creación de riqueza, sin darse cuenta de que la creación de riqueza no es tal si solo se aprovechan unos pocos de ella. No codiciarás los bienes ajenos, es el último de los mandamientos de las Tablas de la Ley. Sin embargo, en este como en otros, el paso de los siglos y las adaptaciones culturales los ha desvirtuado. Por lo que hoy, la codicia —el afán excesivo de riquezas, como se define en español— no es algo que, en el fondo, esté mal visto. Tampoco lo es en su acepción inglesa. Greed, ese deseo de adquirir o poseer, en lo material, más de lo que uno necesita o merece, no es en absoluto negativo. Con frecuencia, es todo lo contrario: muchos apelan a él como remedio de la pobreza. Pues según dicen: ¿quién no busca su propio beneficio? Y es que la codicia, al igual que la avaricia —que viene a ser lo mismo pero con el deseo de atesorar—, son términos que están en desuso. Y cuando una palabra sale del circuito natural de la comunicación humana, se transforma también el concepto que la acompaña. Y en caso de mantenerse su original acepción, se buscan caminos para desvirtuar los significados. De ahí que se hagan esfuerzos por cambiar los términos con el objetivo de modificar lo que significan. Este sería el ejemplo de transmutar terrorismo por lucha armada o aborto por interrupción del embarazo. Con las palabras se van los conceptos. Con ello, unos tranquilizan sus conciencias y otros tratan de adaptar la realidad a sus intereses. Otro tema es la corrupción, que, en una de sus acepciones, nos traslada al uso de la función pública en provecho de sus administradores. Una palabra de amplio espectro que tiene múltiples significados, como son: echar a perder, depravar, dañar o pudrir. Y también, pervertir o seducir a alguien. E incluso, alterar y trastocar la forma de algo. La corrupción está hoy muy en boga: se ha hecho popular; lo que habla de la degradación moral de los comportamientos públicos y, también, de los privados. En lo público, cualquier periódico de cualquier lugar mostrará ejemplos todos los días. La corrupción está perfectamente encastrada en el cuerpo social de cualquier país. Y de tanto vivir con ella, aunque se rechace, se asume con naturalidad. Por ello, en la práctica, en las llamadas democracias avanzadas, con los comportamientos corruptos a la vera del poder casi nunca pasa nada. Quedan exonerados con lo que se entiende como castigo político. Un castigo que se reduce, normalmente, a «perder el poder», para volver a alcanzarlo cuando las aguas se hayan calmado. Y si se mantienen los cargos después de unas elecciones, la consecuencia es que lo que se hizo, aunque fuera una fechoría, se considerará positivo, ya que el pueblo así lo dictamina. De manera que la moral pública se asimila a la opinión de la mayoría. Así, lo que está bien o mal acaba reducido a la relatividad democrática. Hecho que explica, de alguna manera, los porqués de la sociedad relativista actual. Son las mayorías —por lo general mayorías minoritarias— las que dictaminan lo que es bueno y lo que no lo es. Pero la corrupción, en su esencia, nace de la codicia. Ya que la codicia se da siempre en relación con los demás. El codicioso no lo es nunca de sus propios bienes, necesita los de los demás. Es decir, lo que, en justicia, pertenece a otros. De ahí que el mandamiento de la Ley se dirija a la codicia de los bienes ajenos. Sin embargo, aparte del orden moral que encierra, la codicia tiene otras consecuencias: genera pobreza. La pobreza moral que nace de ella siempre va unida a la material. Algo extensible también a la avaricia. El avaricioso, antes de serlo, fue codicioso. Ya lo dice Aristóteles en el Libro IV de su Moral a Nicómaco al referirse al amor desenfrenado de lucro: «Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; solo van en busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amordesenfrenado del lucro; unos y otros obran y desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician, y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas, tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la avaricia». El libro que el lector tiene ahora en sus manos no es, sin embargo, un estudio sobre la ética de los comportamientos. El autor no tiene esa capacidad, ni esos conocimientos. Aquí se habla de economía. De los porqués de la situación actual y de las malas prácticas que nos introdujeron en esta larga crisis económica. Malas prácticas amparadas en un deseo excesivo de poseer por cualquier medio, que muchos achacan a la pérdida de valores. Así lo expresaba, por ejemplo, el World Economic Forum en un informe de 2010 realizado en colaboración con la Georgetown University: Faith and the Global Agenda: Values for the Post-Crisis Economy, en cuyo prólogo se dice: «A medida que se ha ido desarrollando la crisis actual, se ha hecho evidente que la arquitectura de la comunidad financiera está necesitada de reformas. Y también queda claro que el sistema internacional ha demostrado su poca capacidad en relación con muchos objetivos que debieran ser fundamentales, como el crecimiento económico sostenible, la erradicación de la pobreza, la seguridad humana, la promoción de los valores de todos, evitar los conflictos, y muchos más.» Pero conviene ser concretos. Para conocer las causas y proponer soluciones, no basta tratar con ideas generalistas. Apelar a la pérdida de valores sin más, nos parece demasiado general. Cualquiera se perdería tratando de definir cuáles son los valores perdidos. Cuando se habla de valores, al final, no se sabe de lo que se está hablando. Por ello, a fin de concretar, nos hemos centrado en las causas de los problemas, que vienen de la promoción sistemática de un neoliberalismo sin control basado en el dejar hacer como fundamento de la creación de riqueza. Unas ideas que perviven con fuerza desde el siglo XVIII, cuando Adam Smith aseguraba que la búsqueda del interés propio acabaría trayendo el bienestar a todos. Según él, una mano invisible, acabaría ajustando los desajustes. Un pensamiento que se ha convertido en la regla de oro de los últimos cuarenta años. Con reconocidos economistas apelando a la codicia sin nombrarla, y con una clase política en connivencia con ellos. Y de ahí, la cohorte de renombrados financieros que pusieron en práctica toda su creatividad al amparo de los responsables políticos que, queriéndolo o no, han permitido prácticas rechazables. Y esto es lo que queremos poner de manifiesto aquí: que la economía financiera sin control y las inestabilidades que ella ha producido en la economía real, han sido las causas primeras de la crisis actual y de las crecientes desigualdades que se ven entre pobres y ricos. Desigualdades que, en países tan avanzados como Austria, llevan a que el 5% de la población acumule el 50% de la riqueza, mientras que el 50% de los ciudadanos no llega siquiera al 4%. Y que, en Alemania, en el período 1998-2008, el 10% de los más ricos hayan pasado de tener el 45% de los bienes a incrementarlo hasta el 53%; con la circunstancia de que el 50% de los más pobres ostentaban en 2008 el 1% de la riqueza, cuando diez años antes llegaban al 4%. O que, en España, uno de cada cinco ciudadanos, el 21% de la población, se encontrara en 2012 por debajo del umbral de la pobreza. Pero las prácticas de la economía financiera actual, como ya hemos apuntado, no serían posibles sin el concurso de los reguladores, es decir, de los responsables políticos. Hoy es la política la que condiciona los mercados. Y son las clases políticas dominantes las que facilitan que los mercados financieros ahoguen a la economía real. Nada del destrozo económico que hemos visto, y aún sufrimos, habría sido posible si los reguladores no hubieran permitido la expansión de productos financieros tóxicos, ni hubieran facilitado unas condiciones en los mercados que fueron el inicio de otros abusos. Tampoco habrían sido posible los problemas habidos en numerosas entidades financieras sin la cohabitación de políticos y gestores empresariales. Entidades que han tenido que ser rescatadas a base de impuestos a los ciudadanos, mientras los responsables se otorgaron, en muchos casos, enormes sumas por su gestión al frente de empresas quebradas. Y este es el contexto del libro que el lector tiene en sus manos. Si bien nuestro objetivo no es, únicamente, resaltar los defectos, sino poner en perspectiva los contextos y proponer un urgente cambio de rumbo. Cambio de rumbo que no debiera basarse como única solución en llevar a cabo políticas económicas restrictivas y ajustes excesivos que, al final, sufren los que menos tienen. Esto solo llevará a un retroceso de muchos de los derechos hasta ahora adquiridos. Con ello, el Estado de bienestar irá poco a poco desapareciendo. ¿Y cuál es ese nuevo rumbo? Simplemente, estructuras políticas más democráticas, clases políticas más honradas, más separación de poderes y una justicia efectiva e independiente. Todo ello con el esfuerzo de trasladar a los mercados globalizados los mismos mecanismos. Lo irán viendo en lo que sigue. CAPÍTULO 1 El apetito inmobiliario Regent Street es la calle más comercial de Londres, transcurre entre Picadilly Circus y Oxford Circus. Son unos dos kilómetros de longitud con una pronunciada curva en el arranque con Picadilly. Recibe cerca de ocho millones de turistas todos los años y sus tiendas emplean a unas 10.000 personas. Fue la primera calle construida en la ciudad con carácter comercial. La diseñó el arquitecto John Nash y se terminó en 1825. Conectaba la residencia del rey Jorge IV en Carlton House con Saint Jame’s y Regent’s Park. Las fachadas de los edificios representan lo más característico de la arquitectura londinense. Los precios del metro cuadrado son exorbitantes, de acuerdo con el valor de los edificios, que se estimaba en unos 2.500 millones de euros en 2011. Y encima de los comercios, en los edificios, aparecen lujosas oficinas y no menos exclusivos apartamentos. Los precios de los alquileres están por las nubes, acordes con la exclusividad de la zona: por un local de unos dos mil metros cuadrados se puede llegar a pagar por encima de los tres millones de euros mensuales. The Crown Estate Regent Street pertenece a The Crown Estate, una sociedad propiedad de la corona británica. Es una de las mayores inmobiliarias del Reino Unido, con unos activos que llegaban en 2011 a unos 9.000 millones de euros, superando los 300 millones de euros de beneficios anuales. The Crown Estate tiene propiedades por toda Inglaterra, incluidos bosques y tierras de labor. Cuenta también con el hipódromo de Ascot y el Parque Windsor. No se puede decir que la corona inglesa tenga dificultades económicas: la revista Forbes estimaba sus ingresos en 2010 alrededor de los 450 millones de dólares; aun así, el Estado inglés le proporciona más de 50 millones de euros adicionales todos los años. La gran cantidad de propiedades inmobiliarias de la corona inglesa proviene de siglos atrás, cuando los nobles eran los dueños de la tierra y de sus numerosos castillos. Una reminiscencia que arranca en la Edad Media e incluso en tiempos más lejanos aún. Era la aristocracia de los propietarios, muy común en algunos países de Europa donde todavía se conservan privilegios que vienen de épocas feudales. En el Reino Unido esto, en cierta medida, no ha cambiado, ya que, actualmente, en un país con más de 60 millones de habitantes, dos tercios de su suelo pertenecen a unas 190.000 familias. La democracia moderna, por su lado, ha continuado un esquema parecido en todas partes, y existe lo que se podría llamar aristocracia de la clase política. Dedicarse a la «cosa pública» y alcanzar puestosrelevantes allí suele, en muchos países democráticos, reportar pingües beneficios económicos, independientemente del color del partido político al que se pertenezca. A principios del siglo XIX, en la Inglaterra rural, únicamente los titulares de derechos de propiedad podían votar en las elecciones. Por aquella época el 20% de los diputados del Parlamento eran hijos de algún par inglés, y más del 70% de ellos se elegían por tan solo 180 señores feudales. Poco a poco, sin embargo, las reformas que se hicieron con el transcurso del tiempo acabaron con las prerrogativas de los nobles. Así, a finales del siglo XIX no era preciso ser propietario, bastaba con pagar 10 libras de alquiler al año para poder votar. Lo que daba unos cinco millones y medio de electores, siendo hombres adultos un 40% de los votantes. Esta norma quedó abolida en 1928 cuando se dio el derecho de voto a todos los hombres y mujeres mayores de edad. Lo que no quería decir que el derecho de propiedad fuera universal: en 1938 menos del 30% de las viviendas tenían propietario. Una situación que fue, quizás, el origen del famoso proverbio inglés: «Para un inglés su hogar es su castillo». Todos querían tener su casa en propiedad al igual que los nobles. Lo mismo que ha sucedido en múltiples lugares: tener una vivienda propia es signo de estatus social, y también de seguridad personal. Ser propietario asegura, de alguna manera, el futuro propio y de los descendientes. Casi nadie en un país desarrollado quiere vivir alquilado de por vida. Y este es el caldo de cultivo de la especulación inmobiliaria y la financiera asociada a ella. Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el fenómeno, sin embargo, se comportó de manera distinta; quizás porque la Guerra Civil americana la perdieron los aristócratas y los terratenientes. Es cierto que, antes de la Gran Depresión de 1929, a no ser que se fuera granjero, o se tuvieran propiedades inmobiliarias, los créditos hipotecarios no eran accesibles. De ahí que, menos del 40% de los americanos tuvieran una vivienda en propiedad: lo normal eran los alquileres. Además, los préstamos hipotecarios eran de muy corta duración, entre tres y cinco años; y no eran amortizables, es decir, se iban pagando los intereses y se devolvía el capital al final del período. La Gran Depresión, sin embargo, trajo un enorme drama también en el sector inmobiliario. Entre 1932 y 1933 se produjeron medio millón de embargos, y a principios de 1934 se contabilizaban ya más de mil diarios. Las caídas de los precios de las viviendas fueron igualmente dramáticas. En ese período los precios se depreciaron más del 20%, y por encima del 50% en las zonas rurales. En 1933, Franklin Delano Roosevelt fue elegido trigésimo segundo presidente de Estados Unidos. Ganó las elecciones a Herbert Hoover al hilo de la canción entonces de moda: Happy Days Are Here Again, que popularizó Leo Reisman con su orquesta. Su mandato se extendió hasta abril de 1945. Roosevelt fue un presidente carismático. Y su mujer, Eleanor, no lo fue menos: gran defensora de los derechos civiles, llegó a ser la representante de Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, y en esa función presidió el Comité que elaboró y aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en diciembre de 1948. Cuando Roosevelt llegó al poder, los Estados Unidos estaban inmersos en lo más crudo de la depresión económica. De ahí que, en los primeros cien días de gobierno, se lanzara con entusiasmo a promover el programa del New Deal, tratando así de estimular la economía con una serie de acciones dirigidas a crear empleo con contrataciones desde el sector público. Adicionalmente, se introdujeron reformas en la regulación financiera y otros sectores como el transporte. El New Deal trajo consigo un nuevo programa social que atendía en sus objetivos a «democratizar las propiedades». Un concepto revolucionario sin duda. Ya no solo los ricos, sino las clases más desfavorecidas, podrían optar a una vivienda en propiedad. Se trataba de terminar con las chabolas, que entonces como hoy en muchos lugares se construían con cualquier cosa que sirviera para poner unas paredes y un techo. Fue el signo de la incipiente clase media estadounidense, que al correr de los años se haría universal: tener una vivienda en propiedad era el sueño de la mayoría de la gente. Especulación inmobiliaria en Florida Durante los años veinte, antes de la llegada de Roosevelt y su política del New Deal, se produjo una enorme especulación financiera e inmobiliaria en Estados Unidos. El estado de Florida representa en ese sentido el paradigma de la burbuja inmobiliaria, con un pico en 1925. Muchos paralelismos se podrían hacer entre lo que pasó entonces en Florida y lo que ha sucedido en algunos países occidentales en los últimos veinte años, donde Irlanda y España son los casos más emblemáticos, sin dejar de lado la enorme especulación inmobiliaria en Estados Unidos y otros lugares en este tiempo. En Florida se crearon nuevas zonas habitables en la región de los Everglades, una zona pantanosa entonces. En realidad, la prosperidad económica de los años veinte, después de terminar la Primera Guerra Mundial, sentó las condiciones de esa burbuja inmobiliaria. Parecía que el cambio de ciclo económico por venir hiciera buenas las palabras de Clement Juglar, uno de los teóricos de esta disciplina: «La única causa de la depresión es la prosperidad». Una buena respuesta a los mensajes del presidente americano Coolidge, cuando en 1928 aseguraba en el Congreso que: «Nunca hasta ahora el país ha tenido una situación tan satisfactoria: tranquilidad interior, y un récord en los años de prosperidad». Es la falta de oportunidad de esos políticos que viven alejados de la realidad. Algo ciertamente común en todas las épocas. Muchas parcelas en la zona interior de Miami se vendían por tres y cuatro veces su valor. Incluso especuladores conocidos, como Charles Ponzi, inventaban lugares edificables en zonas inhabitables. Cualquier terreno en cualquier lugar era susceptible de ser recalificado como urbano. Lo mismo que hace tan solo unos pocos años en tantos sitios. «Durante 1925 —en palabras de John Kenneth Galbraith— el deseo de hacerse rico sin esfuerzo — ¡qué pensamiento tan actual!— llevó hasta Florida a un número de personas cada vez mayor. Se parcelaban terrenos, y se sacaban playas donde no existían». Son bastantes los que consideran el fenómeno especulador de Florida como la causa de la Gran Depresión. No fue así realmente, pero tuvo mucho que ver. Aunque, a decir verdad, no solo fueron los especuladores los que participaban activamente, también entró en el juego la Reserva Federal americana ayudando a engordar la burbuja con su política de altos tipos de interés, a lo que se unieron las masivas compras de valores en Wall Street al hilo de inconsecuentes préstamos bancarios. Préstamos que se daban con enorme facilidad: bastaba aportar un 10% de capital para obtener créditos por el 90% restante; algo muy común también hace pocos años, tanto en Europa como en Estados Unidos. Préstamos que se dedicaban a la especulación inmobiliaria y a la compra de acciones en Wall Street, donde los valores subían como la espuma al igual que los activos inmobiliarios. La historia como se puede ver, se repite. Al dinero fácil se unieron, por un lado, la explosiva industria del automóvil que incitó a un consumo sin medida y, por otro, las autorizaciones administrativas que permitían la construcción de viviendas muy alejadas de los núcleos urbanos. Todo muy actual: la confluencia entre los errores (y también corrupciones) del poder político en connivencia con intereses económicos particulares que buscaban un enriquecimiento rápido y sin esfuerzo. La política del New Deal La Gran Depresión se llevó por delante todo el espejismo de riqueza que se había generado durante los años veinte. La pujante industria del automóvil de entonces, al igual que sucedió en 2008, se encontró con una crisis inesperada. Las ventas bajaronde tal manera que los despidos masivos no se hicieron esperar. En Detroit, cuna de esta industria, no quedaban en 1933 ni la mitad de los obreros que se ocupaban en la fabricación de automóviles cuatro años antes. La miseria se veía por todas partes y era imposible encontrar trabajo. Empezaron las manifestaciones por todos los lugares de Estados Unidos, con explosiones de rabia popular que a veces acabaron en tragedia, como la sucedida en Detroit en marzo de 1932, que terminó con disparos de la policía y varios obreros muertos en las calles. A los pocos días, decenas de miles salieron nuevamente a la calle cantando La Internacional. El primer Gobierno de Roosevelt trató de impulsar políticas sociales concentrándose en proporcionar viviendas a aquellos que no disponían de bienes y vivían malamente en chabolas. Era el antídoto contra una revolución socialista en ciernes. El Ministerio de Obras Públicas fue el primero en reaccionar dedicando un 15% de su presupuesto a viviendas baratas. En paralelo, se abrió un mercado hipotecario con condiciones muy asumibles para facilitar el acceso al crédito. De ello se ocupó en primera instancia un nuevo banco federal, la Home Owner’s Loan Corporation , que daba préstamos hipotecarios a pagar en 15 años. Además, en 1932, se creó un Consejo Federal (el Federal Home Loan Bank Board) para estimular que las cajas locales de empréstito (Savings & Loans) dieran préstamos para la compra de viviendas. Estas cajas recibían depósitos de particulares que eran prestados a los compradores de casas. Además, a fin de evitar que los impositores perdieran su dinero en caso de quiebra, el Gobierno habilitó una garantía federal para tales depósitos. La película de 1946, Qué bello es vivir, dirigida por Frank Capra, cuenta bien cómo operaban las cajas locales de entonces. Otra novedad de la Administración Roosevelt vino de la mano del Ministerio de la Vivienda (la Federal Housing Administration) que, para estimular los préstamos en el largo plazo (hasta veinte años), ofrecía garantías por el 80% del valor de la vivienda. Un hecho que ayudó a la creación en 1938 de un mercado secundario de hipotecas. Su nombre es bien conocido también en nuestros días: Fannie Mae, la Federal National Mortgage Association. Una organización que emitía obligaciones hipotecarias, es decir, títulos de renta fija que se utilizaban para la recompra de préstamos otorgados por las cajas locales. De ahí nacieron tantos suburbios de tantas ciudades americanas. En 1968 Fannie Mae se separó en dos entidades. Eran los tiempos del presidente Lyndon B. Johnson, del movimiento hippie, del Ku Klux Klan y de la cuerra de Vietnam. Pero también, un nuevo tiempo de la «lucha contra la pobreza» emprendida por este presidente, que hacía el número cuarenta y cinco de la historia de Estados Unidos, y que había sucedido a John Fitzgerald Kennedy, brutalmente asesinado en Dallas a finales de 1963. Por el impulso de Johnson se creó la Government National Mortgage Association, Ginnie Mae, una entidad destinada a dar préstamos a las clases más pobres, entre las que se encontraban antiguos combatientes de la guerra de Vietnam. En paralelo Fannie Mae se transformó en una empresa privada con garantías del Estado. Además, dos años después, en 1970, ya en época del presidente Nixon, se creó otra nueva entidad pública: Freddie Mac, la Federal Home Loan Mortgage Corporation, que entraba a competir en el mercado secundario de las hipotecas. Su primer objetivo: bajar los intereses de estas. Con tales decisiones, la política del New Deal de facilitar casas a los pobres se mantenía con los años, y el mercado secundario de hipotecas continuaba boyante con el paso del tiempo. Las hipotecas se convierten en productos financieros Los problemas actuales y la crisis financiera que aún persiste no empezaron con las hipotecas subprime. Mucho antes, como hemos visto, el Gobierno americano había promovido ya un mercado secundario de hipotecas para gentes con menos recursos económicos que, además, ofrecía garantías sobre los préstamos en ciertas condiciones. En concreto, se garantizaban hasta 40.000 dólares pagando una prima del 0,12%. En contrapartida, las cajas locales podían hacer préstamos para la compra de viviendas siempre que se encontraran en un radio de 25 kilómetros de su zona de influencia. Eso sí, desde 1966, no podían remunerar sino un 0,25% por encima de los intereses ofrecidos por la banca comercial. También podían invertir en otro tipo de productos, incluidos los bonos basura. Una historia conocida en otros lugares, donde, con el paso del tiempo, las instituciones financieras pensadas como instrumentos sociales entraron a especular en productos financieros de alto riesgo. Inversiones especulativas que al final explotaban sin remedio. Como es casi recurrente, la fiebre inmobiliaria en Estados Unidos se desató de nuevo hacia finales de los años setenta. Nadie se acordaba ya de las penurias pasadas en los años treinta. Y de la misma forma que entonces, terrenos que se compraban por pocos millones de dólares se vendían días después por decenas de millones. Estados como Texas cambiaron su faz de manera abrupta y sin control. Hechos que, casi al mismo tiempo e incluso antes, habían aparecido también en Europa. España, por ejemplo, llenó de inmuebles zonas costeras de Levante y Andalucía al hilo de la especulación desbocada del suelo en los años sesenta. Algo que volvió a repetirse en un ciclo absurdo cuarenta años después. Además de España, en otros países como Irlanda e incluso los Emiratos, surgió el mismo apetito inmobiliario, en el último caso con la construcción de rascacielos por doquier. Dubai es un claro ejemplo. A mitad de los años ochenta, cientos de cajas locales de Estados Unidos entraron en bancarrota y cerraron. Miles de personas fueron perseguidas por diversos delitos económicos, y el coste de la crisis inmobiliaria de entonces se llevó allí un 3% del PIB, unos 150.000 millones de dólares de la época. Una crisis poco conocida pero, sin duda, la mayor después de la Gran Depresión antes de que llegara la actual. Y es aquí donde aparece por primera vez la malsana combinación entre los productos financieros y las hipotecas. Con la debacle de las cajas americanas, y la caída definitiva de la política del New Deal, un banco de inversiones de Nueva York, Salomon Brothers, entró en acción a principios de los años ochenta saliendo a comprar paquetes de hipotecas de aquellas cajas que pretendían refinanciar sus préstamos para mejorar sus baremos de solvencia. El mecanismo fue el anticipo de las conocidas hipotecas subprime. Se procedió a reagrupar un número de títulos hipotecarios y aportarlos como garantía de nuevas hipotecas que se soportaban con garantías del Estado. De esta manera, los créditos hipotecarios se convertían en una suerte de obligaciones cuyos intereses se dividían en niveles de acuerdo con los vencimientos y riesgos de las hipotecas originales. El primero de esos productos veía la luz en 1983, y con ello nacía una nueva era: la ingeniería financiera basada en la titulización de créditos. Además, desaparecía la cercanía entre inversores y emisores de productos financieros, y los riesgos se hacían opacos detrás de intereses muy atractivos. Unos créditos que, en este caso, siempre tenían los mayores ratings de las agencias de calificación, pues seguían existiendo las garantías del Estado mediante sus conocidos instrumentos: Fannie Mae, Ginnie Mae y Freddie Mac. Entre 1980 y 2007 el volumen de dichos títulos pasó de los 200 millones de dólares a los 4 billones [1]. Y si en 1980 solo el 10% del mercado inmobiliario estaba titulizado, en 2007 llegaba al 60%. Titulización —conocida también como securitización—, un término que encerraba tras de sí un arcano financiero incomprensible para muchos inversores que caían en sus redes al hilo del pago de unos intereses muy atractivos. Una explosiva combinación de codicia, avaricia y usura, al igual que ha ido sucediendo después con tantos otros inventos financierosde sugerentes nombres como las ya hoy famosas preferentes. De esta manera, se abría un inmenso campo para hacerse rico: promover la construcción de viviendas y usar los préstamos hipotecarios como productos financieros de altas remuneraciones, con respaldo de las garantías del Estado. Solo un dato: aquellas personas que hubieran invertido en el mercado inmobiliario americano a finales de los años ochenta, habrían triplicado el valor de la inversión veinte años después, descontado el efecto de la inflación, con unos dividendos pagados en el período que habrían supuesto más de siete veces esa inversión. Todo un negocio. Algo mucho más atractivo en Inglaterra, donde el valor inmobiliario se había multiplicado por cuatro, y el valor de la inversión en Bolsa de los productos financieros se multiplicaba casi por diez. La caída de Fannie Mae y Freddie Mac Según se dice, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y la piedra en este caso fue el movimiento cíclico del sector inmobiliario y de la economía. En diciembre de 2005, nuevamente en Detroit, el valor de las viviendas había caído el 10%. Algo estaba sucediendo. Es verdad que en los diez años anteriores el precio de los apartamentos había aumentado un 50%, eso sí, mucho menos que el valor medio que, en Estados Unidos, lo había hecho un 180%. Situación muy trasladable a otros lugares de Europa. ¿Qué había sucedido? Lo mismo que antes del crac del 29: la locura inmobiliaria había dado lugar a una nueva fiebre de construcción, y en paralelo, préstamos hipotecarios por doquier. Sin olvidar que en ese tiempo la sofisticación de productos financieros nada tenía que ver con lo que existía antes de los años ochenta. Ingeniería financiera que se había ido sofisticando aún más como iremos viendo a lo largo de estas páginas, especialmente con la venida del presente siglo. Al inicio del siglo XXI, ya no se trataba únicamente de préstamos hipotecarios garantizados por las agencias estatales: habían surgido otro tipo de préstamos, por ejemplo, las hipotecas jumbo. Préstamos demasiado arriesgados como para ser garantizados por las agencias Fannie Mae o Freddie Mac. Riesgos que, en sí mismos, eran lo que les aportaba el atractivo financiero de grandes ganancias, ya que los jumbo requerían el pago de altos intereses a aquellos que los solicitaban; gente que, evidentemente, tenían más dificultades económicas para salir adelante. Nuevamente codicia y usura en perfecta combinación: unos queriendo obtener el máximo interés por sus inversiones, otros siguiéndoles el juego haciendo opacos los riesgos, y detrás los solicitantes de las hipotecas pagando enormes intereses por ellas. Y todo con una cierta protección del Estado americano, que incluso en tiempos de George Bush hijo, en 2008, aumentó los límites de este tipo de hipotecas mediante una ley, la Housing and Economic Recovery Act de 2008 que, como consecuencia, alimentó aún más la especulación. Los préstamos jumbo se indexaban a los intereses variables de los créditos hipotecarios a corto plazo y, además, no eran amortizables: se trataba de préstamos in fine, en los que se pagaba el capital después de haber abonado los intereses. Estos préstamos, podían tener, por ejemplo, intereses cercanos al 10% durante los dos primeros años, a los que se les podía sumar otros nueve puntos adicionales sobre el interés del interbancario. Todo un ejercicio de avaricia unido al enorme riesgo de impago, ya que los solicitantes de estos créditos eran muy vulnerables económicamente. Y es aquí donde surge el mundo de las hipotecas subprime. Un ejemplo evidente de un malsano juego del Monopoly llevado a la vida real. Fannie Mae y Freddie Mac por su parte establecían los términos según los cuales una hipoteca cumplía los criterios de garantías estatales. En 2006, por ejemplo, el límite para entrar en este baremo eran 417.000 dólares. Así, si la vivienda a comprar tenía una valoración de, digamos, 500.000 dólares, la manera de escapar de la limitación era dividir el préstamo en dos, dejando los 83.000 dólares que no entraban en el esquema (diferencia de los 500.000 y los 417.000 dólares) como una hipoteca jumbo, o en este caso, superjumbo, dado que la vivienda en cuestión era, obviamente, de lujo. De ahí el nombre de hipotecas subprime: aquellas que no entraban en las garantías de Freddie Mac o de Fannie Mae. Hipotecas que, a su vez, habían sido titulizadas según lo explicado anteriormente; es decir, empaquetadas en productos financieros de alta rentabilidad y, por supuesto, alto riesgo, unidos a la característica de sortear los criterios de Fannie Mae y Freddie Mac en una suerte de connivencia entre especuladores y reguladores. Con estos criterios, entre 2002 y 2007, gracias a las hipotecas subprime, el número de tenedores de hipotecas en Estados Unidos había aumentado en más de tres millones de personas, casi todas con pocas posibilidades económicas de atender los pagos en el largo plazo. La democracia de los propietarios había llegado al culmen de lo posible. Y detrás, el poder político. George Bush, como si quisiera estimular la especulación, aseguraba en 2002: «Queremos que todos los americanos tengan sus casas en propiedad». Para lo cual, en 2003, había promulgado otra ley: la American Dream Downpayment Act, que facilitaba la adquisición de vivienda a los más pobres, siempre con las agencias Freddie y Fannie dando cobertura al mercado de las hipotecas subprime. Todo un desatino. A principios de 2007, el Centre for Responsible Lending, una organización americana sin ánimo de lucro, que persigue educar al público sobre los peligros de instrumentos financieros de alto riesgo, avisaba que más de tres millones de hipotecas no serían atendidas por sus prestatarios. Y en 2008 se hablaba del 11% de todas las hipotecas subprime, con más de nueve millones de hogares que no podían responder normalmente a los pagos. Y detrás de todo ello los productos financieros opacos, especialmente los CDO (Collateralized Debt Obligations). Unas obligaciones de deuda garantizadas que, en un volumen de unos 250.000 millones de dólares, habían sido comercializadas en 2006 con hipotecas subprime escondidas en su interior. Unos productos financieros estructurados de los que hablaremos en próximas páginas. Baste decir ahora que son unos mecanismos financieros que pagan a los inversores unos dividendos de acuerdo con los beneficios que consiguen de un conjunto de bonos o de otros activos. Los inversores se acogen a diferentes niveles de riesgo, con la circunstancia de que si hay pérdidas, aquellos que han asumido los menores riesgos son los que las sufrirán en primer lugar. En este estado de cosas, a principios de septiembre de 2008, el director de la Agencia Inmobiliaria Federal (Federal Housing Finance Agency), James Lockhart, expresaba su decisión de poner a Fannie Mae y Freddie Mac bajo control directo del Estado, es decir nacionalizarlas. Una decisión que públicamente apoyaron el mismo día los responsables de la política económica americana, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, y Henry Paulson, secretario del Tesoro. Ambas empresas estaban inmersas en el negocio de las subprime: en 2008 tenían en sus balances el 80% de todas las nuevas hipotecas que se habían otorgado en los últimos años en Estados Unidos. Se habían metido en el negocio de la compra de hipotecas a los prestamistas originales para después titulizarlas y revenderlas a otros inversores. En junio de 2008 eran propietarias de 1,5 billones de dólares de hipotecas (aproximadamente, vez y media el PIB español). La caída del mercado inmobiliario y la crisis financiera habían hecho el resto: las agencias estatales estaban en quiebra. En diciembre de 2008, los números eran descomunales: Fannie y Freddie tenían más de cinco billones de dólares en hipotecas, a lo que había que añadir otros dos billones al menos en productos titulizados, de ahí que la Administración Obama resolviera intervenir para evitar un colapso financiero de enormes proporciones.Varios millones de personas perdieron sus viviendas, y como consecuencia la clase media americana sufrió un enorme embate del que tardará años en reponerse. El Estado americano tuvo que acudir con 800.000 millones de dólares para tratar de salvar a las dos empresas. Explota la burbuja inmobiliaria ¿Qué había sucedido? ¿Qué eran realmente los títulos respaldados por hipotecas? La respuesta es simple: a la especulación tradicional del negocio inmobiliario, es decir, a la especulación con el suelo y las viviendas, se había unido la especulación financiera. El simple mecanismo de pedir un préstamo hipotecario para adquirir una vivienda se había transformado con los años en un atractivo sector de instrumentos financieros de alto riesgo: los títulos respaldados por hipotecas (Mortgage-Backed Securities, en inglés). Como siempre correrían con las pérdidas los menos avisados. El mecanismo fue la titulización arriba aludida: trocear las hipotecas y empaquetarlas en títulos de inversión que se vendían por separado de acuerdo con los diferentes apetitos de riesgo de los posibles inversores. Un mecanismo similar al de los hedge funds que trataremos páginas más adelante y que, por otra parte, entraron también a jugar con entusiasmo en este lucrativo negocio. Además, estos títulos respaldados por hipotecas se emitían en ocasiones desde sociedades residentes en paraísos fiscales, lo que aumentaba las ganancias. Un proceso que ofrecía enormes beneficios a los que comerciaban con ellas. Por un lado, los que otorgaban las hipotecas recibían comisiones sin exponerse a ningún tipo de riesgo, ya que las revendían a otros inversores que las empaquetaban de la manera más atractiva. Y, por otro, los bancos o las agencias de inversión que las empaquetaban y las emitían como atractivos productos financieros de alta rentabilidad que, aparte de limitar el riesgo con la diversificación, obtenían jugosos beneficios de los inversores finales, sobre todo en un mercado donde existía el respaldo del Estado por medio de las agencias estatales Fannie Mae y Freddie Mac tal como se ha indicado. Todo un negocio, para algunos. Negocio en el que entraron con alegría los más importantes bancos de Wall Street: Lehman Brothers, J. P. Morgan, Goldman Sachs, Bank of America y Bear Stearns, así como grandes prestamistas que jugaban con las hipotecas de alto riesgo: Indymac o Countrywide, por ejemplo. Un mercado financiero opaco que estalló al comprobarse que la crisis había roto el circuito: las hipotecas originales dejaban de pagarse por los adjudicatarios y, en consecuencia, todo el entramado se caía por los suelos. De esta manera, el FMI (Fondo Monetario Internacional) estimaba que, a mediados de 2009, las pérdidas producidas por la dispersión de este tipo de productos financieros tóxicos habría producido pérdidas por todo el mundo por valor de unos cuatro billones de dólares, casi cuatro veces el PIB español. Europa, Japón e incluso China sentían el impacto. Baste el ejemplo del Royal Bank of Scotland que anunciaba, en agosto de 2008, unas pérdidas por valor de 1.300 millones de dólares, pues había tenido que hacer frente a un deterioro del valor de sus inversiones en títulos subprime de casi 11.500 millones de dólares. Barclays, casi al mismo tiempo, hablaba de 5.400 millones de pérdidas. Una situación que colapsaría el sistema financiero global y cerraría el negocio interbancario, vital en países como España o Irlanda, así como la propia Inglaterra, que sufrirían para encontrar financiación fuera de sus fronteras. El colapso del mercado inmobiliario traía así una cascada de problemas a todo el sistema financiero: los productos de inversión perdían rápidamente su valor, los bancos y las agencias tenedoras de tales productos entraban en muchos casos en bancarrota, otras entidades financieras quedaban sin capacidad de financiarse y se hundía el mercado de crédito. Ya nadie se fiaba de nadie, y los que todavía podían dar préstamos cerraban la puerta, lo que afectaba a todo el sistema, incluidos los países que necesitaban financiarse para seguir funcionando. Únicamente los especuladores hacían su agosto. De esta manera, la burbuja inmobiliaria y los productos financieros tóxicos que iban de su mano destrozaban el sistema financiero mundial y, en algunos países, demasiado expuestos a este sector, se llevaba sus economías por delante. Este ha sido el caso especialmente de España o Irlanda; países que sin estar excesivamente expuestos a los productos financieros tóxicos relacionados con las hipotecas subprime, dejaron crecer sin ningún rigor su sector inmobiliario que, al cortarse el flujo de la financiación, acabó por destrozar todo el sistema. España, a inicios de 2011, tenía casi un billón y medio de euros de deudas provenientes del ladrillo que estaban atrapados en su sistema bancario: casi el 50% del total del balance de cajas y bancos. Cifra que se distribuía, más o menos, de la siguiente forma: un 40% en deudas de promotores inmobiliarios, 45% en préstamos hipotecarios a familias y empresas, y el resto, un 15%, a empresas constructoras. Entre 1996 y 2006 el sector inmobiliario en España duplicaba su peso respecto del PIB, pasando del 5% al 10%, siendo el período 2003-2006 el más intenso en construcción de casas: 650.000 viviendas construidas en 2003 y unas 900.000 en 2006. Todo ello bajo el manto de una financiación barata y muy accesible, y unos criterios de recalificación de suelo muy permisibles, al hilo, muchas veces, de la corrupción política. Una circunstancia que puso de relieve las carencias del sistema económico español de forma abrupta y que ha obligado a los enormes ajustes ya conocidos. De manera similar, Irlanda se embarcó en la enfermedad de la construcción. O por decirlo en palabras Morgan Kelly, profesor de economía del University College de Dublín, primero en levantar la voz para alertar de lo que se avecinaba: «La causa primera del boom y la caída de Irlanda desde el año 2000 es bien conocida: la construcción». Irlanda pasó de dedicar el 5% de su PIB a la construcción de viviendas en los años noventa, al 15% en el pico de la «burbuja», es decir durante el período 2006-2007. Lógicamente, la actividad del sector de la construcción trajo en aquellas tierras un enorme aumento del empleo y de la inmigración, lo que dejó olvidados otros sectores, a la vez que los importantes ingresos derivados de los impuestos de la construcción desbocaban el gasto público. Todo bajo un esquema de enorme endeudamiento privado, y también público. La foto exacta de lo sucedido en España. ¿Y por qué este aumento sin control en un sector de tan poco valor añadido? Simplemente, por la existencia de créditos bancarios casi universales con tipos de interés muy bajos, unidos a una relajación política desmedida en la concesión de licencias para construir cualquier cosa en cualquier lugar. Y en la trastienda, el apetito de todos por tener una casa en propiedad y, en muchos casos, una segunda para disfrutar las vacaciones en zonas costeras o para especular con ella. Lo que fue un perfecto caldo de cultivo para la aparición de unos sofisticados productos financieros opacos que, al hilo del apetito inmobiliario, enfermaron todo el sistema, incluida la debilidad estructural económica y política de la moneda única europea, el euro. La conclusión de todo ello fue que economías como la española o la irlandesa quedaron destrozadas, el entramado financiero de estos países en grave crisis, surgieron enormes deudas públicas y la necesidad de ajustar gastos e ingresos en unos momentos de serias dificultades económicas a nivel global. Todo un drama de dolorosa salida donde la codicia tuvo un importante papel. Quizás el más relevante. CAPÍTULO 2 Los mercados financieros En octubre de 1760 Jorge III fue nombrado rey de Gran Bretaña e Irlanda. Le sucedió su hijo Guillermo IV en septiembre de 1831. Estas fechas constituyen el período de la primera Revolución Industrial en Inglaterra. Se iniciaba un nuevo tiempo de fuertes cambios sociales yeconómicos: la población creció enormemente, nació una importante actividad industrial, se inventaron máquinas, aparecieron nuevas fuentes de energía, se abrieron nuevos mercados, y el comercio conoció una expansión sin precedentes. Fue un época en la que surgieron decenas de emprendedores que, con sus inventos, dieron origen a un capitalismo empresarial antes desconocido. También fue el tiempo en que el papel moneda tomó el valor del oro y nació el sistema bancario moderno. Se desarrolló el mercado de capitales que ya no se destinaban al ahorro, sino que los terratenientes invertían en nuevas empresas y nuevos procesos fabriles. En 1793 el Reino Unido tenía unos 400 bancos provinciales, y hacia 1815 llegaban casi a los 1.000. El sistema bancario ayudó a la movilización de capitales que se transferían de las regiones agrícolas de poca demanda y mayor ahorro a las industriales, que estaban hambrientas de capital. El capitalismo de Adam Smith Adam Smith nace en 1723 y muere en 1790. Tenía 34 años cuando llega al poder Jorge III. En marzo de 1776 (año de la Declaración de Independencia de Estados Unidos) publica La riqueza de las naciones, una obra de gran impacto aunque, quizás, menos representativa de sus ideas que La teoría de los sentimientos morales publicada 17 años antes. En este libro aseguraba que la mejor política económica no es la que impulsan los Gobiernos, sino la que se deduce de la acción responsable de los individuos. Ideas que provenían seguramente de la admiración intelectual que siempre tuvo hacia su profesor de filosofía moral, el estoico Francis Hutcheson, que era partidario del principio de racionalidad, según el cual las personas actúan racionalmente; es decir, su comportamiento se orienta a poner en práctica aquello que facilita el logro de sus objetivos. O dicho de otra manera, el ser humano no es estúpido y, por tanto, trata de buscar lo mejor para él. Aunque, como demuestra la historia, esto no siempre es cierto. Con La riqueza de las naciones se rompe con tres siglos de capitalismo mercantil, 300 años de gran actividad comercial en la que se vendían todo tipo de cosas: tejidos, productos agrícolas, especias, artículos de piel, hilados, metales, etc., que se transportaban por barcos o caravanas de un lugar a otro del mundo. Se abrían mercados de oriente a occidente, y algunas ciudades como Venecia, Florencia, Amberes, Londres, Ámsterdam o Brujas, se caracterizaban por tener comunidades mercantiles donde los grandes mercaderes tenían un peso determinante en el gobierno del Estado. En esta época, conceptos como salario o precio justo no eran más que palabras sin sentido, y la competencia era inaceptable para los comerciantes. Por ello, con su influencia, los mercaderes forzaban a los gobernantes a aprobar normas dirigidas a mantener sus monopolios de precios y productos. Esto es lo que ve con claridad Adam Smith: la importancia del sistema económico en la vida de las personas, no solo de los grupos dominantes. De donde deduce que habría que establecer unos mecanismos razonables para fijar salarios y precios, y lo mismo con los beneficios. El Estado, por su parte, debía concentrar su acción en promover el progreso económico y llevar la prosperidad a la gente. Y en este nuevo escenario, los mercaderes dejaban de ser las piezas esenciales del entramado económico, tomando este papel las personas involucradas en la industrialización; un proceso que nacía de los ingenios y máquinas debidos a la creatividad de los individuos. Y por eso las personas eran las que tenían que estar en la cúspide del sistema económico. Con este nuevo papel de los individuos en la economía, aparecía una nueva forma de entender el capitalismo: la búsqueda del enriquecimiento individual, que se sustenta, de acuerdo con Adam Smith, en tres principios. Primero, el hombre tiene un impulso natural hacia la riqueza. Segundo, el universo está ordenado de tal manera que en conjunto todo tiende al bien social. Y tercero, lo mejor es dejar que los procesos económicos sigan su propio curso. En definitiva, una forma de pensar muy imbuida del signo de aquellos tiempos, donde imperaba la tradición newtoniana basada en la filosofía natural, el calvinismo y el estoicismo. Por lo que favorecer una libertad individual sin cortapisas de ningún tipo tenía que conducir, según estas ideas, a la libertad de mercado. En un contexto donde el Estado debía reducir sus gastos y cargar con menores impuestos a los ciudadanos, pues estos eran al final el motor de generación de riqueza. Riqueza que, según este pensamiento, con el potencial que ofrece la naturaleza, podía mantenerse siempre creciente. Lo que llevaba a concluir a Adam Smith que un capitalismo de corte liberal era el modelo perfecto para lograr el bienestar de toda la población. Han pasado ya más de 200 años y, con sus carencias, el sistema económico capitalista en sus diferentes vertientes ha demostrado que es capaz de proporcionar mejores condiciones de vida que cualquier otra opción. Sin embargo, un capitalismo sin reglas al estilo de Adam Smith, donde «dejar hacer» sea la mejor opción, no es la forma ideal para redistribuir la riqueza, ya que existen una gran cantidad de necesidades humanas que escapan de las posibilidades que ofrecen los mercados por sí mismos, pues no todo es susceptible de compraventa. Sin olvidar, además, que aquellos que no tienen recursos suficientes necesitan asistencia al margen del funcionamiento de los mercados, y que la tendencia natural del hombre le aproxima más a la codicia que a la generosidad. Por tanto, el capitalismo, como sistema económico que permite la acción económica individual en un mercado de libre oferta y demanda, siempre precisará un «regulador» que, con mayor justicia, equilibre los desajustes y los ordene al bien común. Lo que tiene que ir más allá de las ideas de Adam Smith, cuando aseguraba en La riqueza de las naciones que: «…al igual que cada individuo se esfuerza en emplear su capital en apoyo de su propia industria y, en consecuencia, la dirige hacia la obtención de las mayores ganancias, así se consigue que cada actividad individual rinda el mayor valor a la sociedad. A la vez que cada persona trata con su esfuerzo de lograr su propio beneficio, …en esto, como en otros muchos casos, se ve dirigida por una mano invisible que la lleva a conseguir un bien que no formaba parte de su intención primera». Ya se comprende por propia experiencia que las solas fuerzas del mercado y los intereses individuales no están dirigidos por una mano invisible que los orienta al bien común. Más bien al contrario: la experiencia demuestra que parece existir una fuerza en la naturaleza que mueve las acciones humanas hacia la avaricia, la autosuficiencia, el engreimiento y otros muchos defectos. Y aunque en un mercado libre el juego de costes y beneficios, bajo ciertas condiciones, tienda a equilibrarse, no se puede decir que de forma natural se consiga una situación en la que todos salgan beneficiados; pues, sin acudir a principios de orden moral siempre necesarios, surgen «externalidades» económicas, es decir, imperfecciones del mercado. Irregularidades que no fueron contempladas por Adam Smith y que necesitan de una acción externa para ser corregidas. Piénsese, por ejemplo, en una fábrica cuya actividad económica reporte pingües beneficios pero que polucione seriamente el medioambiente. Esta «externalidad negativa» necesitaría ser enmendada fuera del mercado, ya que este, por sí mismo, no sería capaz de hacerlo. Lo mismo ocurre con los mercados financieros, que han demostrado con frecuencia generar externalidades negativas adelantándose a las acciones de los reguladores, incapaces de evitar serios daños sobre el sistema económico en su conjunto. Daños que llevan a considerar que el regulador, como se ha demostrado tantas veces, no es siempre eficiente; ya sea porque esconde intereses particularistas que van en contra del bien común, o porque es ineficaz en sus actos y estimula lo que quería prevenir. La financiacióndel ferrocarril al Oeste La Revolución Industrial se acompañó, como se ha dicho, de la creación de nuevos bancos que movían sus inversiones hacia proyectos industriales. Así, fueron apareciendo nuevas factorías y nuevas infraestructuras que eran financiadas por inversores privados. Un buen ejemplo de estos desarrollos fue la construcción de los ferrocarriles norteamericanos en el siglo XIX. Con ellos surgieron innovadores mecanismos de financiación, hoy todavía vigentes. Durante la segunda mitad del siglo XIX se construyeron decenas de miles de kilómetros de vías férreas en Europa y Estados Unidos. Este esfuerzo de ingeniería requirió importantes inversiones. Para abordar su construcción, se crearon a ambos lados del Atlántico nuevas empresas. Con un objetivo inicial: unir prósperas ciudades para incrementar el comercio entre ellas. Así nació en 1828 el primer ferrocarril americano que conectaba Baltimore con Ohio. Su objetivo: instalar una vía férrea a través de las montañas para evitar la competencia del proyectado canal de Erie que pretendía conectar los Grandes Lagos con el océano Atlántico. Entre 1830 y 1860 estaba en marcha en Estados Unidos la construcción de casi 50.000 kilómetros de vías que precisaban una inversión de unos mil millones de dólares de la época. A lo que había que añadir, aparte de las máquinas y vagones, los terrenos adyacentes, las estaciones, y toda la infraestructura adicional que completaba la red ferroviaria. Un enorme esfuerzo económico y técnico en el que entraban también el Estado Federal por un lado, y las ciudades y las comunidades locales, por otro. Por impulso del Gobierno del presidente Millard Fillmore, el Congreso de Estados Unidos autorizó en 1850 una controvertida concesión de un millón y medio de hectáreas entre los estados de Illinois, Mississippi y Alabama para la favorecer la financiación de un corredor ferroviario entre varias ciudades. La concesión incluía los derechos sobre un corredor de tierra de 60 metros de ancho, así como grandes parcelas salteadas a lo largo del recorrido. Las concesiones permitieron constituir hipotecas con los terrenos como garantía; lo que fue, al final, el activo principal para atraer financiación para la compañía promotora, Illinois Central, así como hacia otras empresas que construían otros tramos de vía. En los siete años posteriores, este tipo de concesiones se generalizaron a otros estados, llegándose a totalizar un paquete concesional de unos siete millones de hectáreas. El apetito por atraer capital no se redujo únicamente a hipotecar terrenos de origen público. Eran precisas nuevas aportaciones que iban más allá de las ayudas estatales; ya que para construir una línea de tamaño pequeño se precisaban como mínimo diez millones de dólares de capital, sin contar los gastos de operación. Enorme cifra en aquellos tiempos. De ahí nacieron las emisiones de bonos como un instrumento ideal para financiar todo este despliegue. Un mercado financiero —los bonos ferroviarios— que solo en 1859 superaba la cifra de mil millones de dólares y que, en la tercera parte del siglo, se había internacionalizado de tal manera que los inversores extranjeros acumulaban más del 25% de los bonos emitidos en Estados Unidos. Mercado en el que entraron nuevas firmas como Lehman Brothers. Un banco que, originalmente, desde su establecimiento en 1850, había dirigido su negocio a la intermediación en el mercado de algodón. Los bonos ferroviarios se constituían según títulos emitidos a nombre del comprador, eran negociables, y el emisor se comprometía a devolver su importe más un interés (un cupón) que se abonaba periódicamente. Los bonos se ofrecían según varias modalidades: bonos simples (plain vanilla bonds) que caducaban en una fecha determinada y pagaban un interés fijo; bonos respaldados por hipotecas (mortgage bonds) que, en caso de quiebra o impago, permitían reclamar a su tenedor la parte alícuota del activo inmobiliario correspondiente; bonos garantizados por acciones (collateral trust bonds) que daban la opción de reclamar acciones de la compañía si no eran atendidos; o bonos de ingreso (revenue bonds) que pagaban un cupón fijado por contrato. En los años setenta del siglo XIX, atraídos por el olor de las ganancias, entraron en el mercado los brokers de Wall Street, que además de ofrecer bonos, vendían posiciones cortas o largas de las compañías ferroviarias cotizadas, así como nuevos esquemas financieros conocidos como puts y calls. Con las posiciones cortas el broker, que conocía por algún conducto que las acciones de la empresa iban a depreciarse, «pedía» prestadas un número de ellas a algún tenedor al que pagaba un interés durante el tiempo que duraba el préstamo, normalmente días. Una vez conseguidas, las vendía inmediatamente, y al término del plazo pactado con el prestamista compraba nuevas acciones ya depreciadas que devolvía al propietario original, quedándose con las ganancias de la diferencia entre la venta y la compra menos el coste del préstamo, siempre bajo en comparación con las ganancias. Obviamente, si las acciones no bajaban de precio, sufría la pérdida correspondiente, de ahí la importancia de tener información privilegiada sobre lo que podía suceder. Con las posiciones largas se jugaba al revés, es decir, conociendo por información de «buena fuente» que el precio aumentaría, se compraban acciones que se vendían una vez que se habían revalorizado. Unos mecanismos, especialmente las operaciones a corto, muy extendidos en la actualidad, donde brokers expertos pueden manipular el valor de las acciones obteniendo grandes ganancias. De ahí que algunos Gobiernos hayan decidido prohibir este tipo de operaciones especulativas, sobre todo con las emisiones de bonos soberanos. Los put y calls eran, al igual que hoy, opciones de venta o de compra, respectivamente. Instrumentos financieros soportados contractualmente, según los cuales el comprador tenía la opción —pero no la obligación— de ejercitar la compra o la venta de un activo (acciones, bonos, etc.) en un momento dado. Al igual que hoy, por las opciones se pagaba un precio que era válido hasta la fecha pactada. En realidad, una opción es un contrato a futuro que puede cancelarse antes de que llegue la fecha de su vencimiento, siempre que una de las partes así lo decida. El firmante que tiene este privilegio es el comprador de la opción. Estos nuevos mercados financieros trajeron toda una generación de especuladores que, años después, en la época de la Gran Depresión, pasaron a llamarse los Robber Barons (barones ladrones). Entre ellos estaban, por ejemplo, J. P. Morgan o John D. Rockefeller, y otros como Daniel Drew, Jay Gould o Jim Fisk. Estos últimos conocidos como los Mefistófeles de Wall Street. Financieros que no solo operaban en los mercados relacionados con el ferrocarril, sino también con petróleo, actividades inmobiliarias, materias primas, acero, etc. Había surgido un nuevo mundo lleno de bonos, opciones, etc., que con el paso del tiempo se sofisticaría cada vez más. En 1857 sobrevino una crisis económica conocida como el pánico de 1857. Fue la primera crisis internacional ocasionada por la internacionalización de las actividades financieras de aquel tiempo. La industria del ferrocarril quedó seriamente dañada; cientos de trabajadores perdieron su trabajo y miles de inversores sufrieron enormes pérdidas. En el horizonte se vislumbraba ya la guerra civil americana que comenzaría en 1861. La crisis, aunque no duró excesivamente, mantuvo las penalidades del pueblo norteamericano hasta el final de la guerra cuatro años después. El camino estaba ya sembrado, además, de peligrosos instrumentos financieros. Las agencias de rating Las empresas norteamericanas de ferrocarriles fueron, quizás, las primeras grandes corporaciones industriales de la historia. Se trataba de organizaciones con múltiples divisiones y filiales que extendían sus operaciones dentro y fuera de Estados Unidos; con actividades industriales dentro de la vasta geografía del país, yactividades financieras expandidas internacionalmente. Se empleaban además cientos de trabajadores que se organizaban según una compleja estructura similar a la de muchas grandes empresas de hoy en día. Debido a la importancia de esta nueva actividad económica, el elevado número de inversores y la cantidad de empresas dedicadas a esta actividad, apareció hacia 1832 The American Railroad Journal; una publicación que informaba sobre lo que sucedía en este importante sector industrial. En 1849 Henry Varnum Poor compró los derechos de la publicación, convirtiéndose en su editor durante los 13 años siguientes. Desde el inicio, Henry Poor se ocupó de publicar otros detalles sobre las empresas: sus dueños, sus activos, sus ingresos, sus beneficios, y tantas otras informaciones de interés para los inversores. Después de la guerra civil, en 1868, juntamente con su hijo William creó H.V. & H.W. Poor Co. Juntos cambiaron el objetivo del negocio y comenzaron a publicar el Manual of the Railroads of the United States, un anuario que incorporaba datos económicos estadísticos de varios años sobre las más relevantes empresas ferroviarias norteamericanas. Durante mucho tiempo este manual fue la información más autorizada sobre el sector. Hacia 1916, después del fallecimiento de su fundador, la compañía entró a valorar los bonos emitidos por empresas de otras industrias, convirtiéndose así en una agencia de calificación. Posteriormente, en 1941, Poor & Co. se fusionó con otra agencia, Standard Statistics, creando la hoy conocida Standard & Poor’s (S & P) que, en 1966, fue adquirida al 100% por el gigante editorial McGraw-Hill. El caso de John Moody, creador de la agencia de calificación Moody’s, es similar, si bien desde el inicio se orientó a la valoración de bonos. Se trataba así de la primera agencia de calificación propiamente dicha. En 1900, desde la recién creada John Moody’s & Company, Moody lanzó al mercado el Moody’s Manual of Industrial and Miscellaneous Securities, un documento de referencia en el sector financiero. Con el paso de los años y la multiplicación de productos financieros, las agencias de calificación alcanzaron un papel internacional muy relevante, ya que los inversores institucionales o privados se fijaban en sus comentarios para canalizar sus inversiones. Tanto es así, que el reconocido escritor Thomas Friedman aseguraba en un artículo publicado en 1995 en el New York Times bajo el título Foreign Affairs; Don’t Mess with Moody’s: «De hecho, cualquiera puede decir que vivimos nuevamente en un mundo con dos superpotencias. Los Estados Unidos pueden destrozar un país con bombas; Moody’s lo puede destrozar rebajando la calificación de sus bonos». Son muchos los que se preguntan sobre la independencia de estas empresas, y si sus valoraciones no estarán en el fondo movidas por intereses particulares. Máxime cuando las dos grandes agencias Moody’s y Standard & Poor’s tienen, a día de hoy, nada menos que nueve accionistas comunes, que ostentan el 53% del capital de la primera y el 38% de la segunda; siendo estos últimos, además, propietarios del 37,96% del consorcio de empresas que constituyen McGraw-Hill, dueño a su vez al cien por cien de Standard & Poor’s, como se ha dicho. Moody’s, por su parte, tiene también otros singulares accionistas como son Warren Buffet y la Fundación Gates, dueños del 12,13% de la empresa a través de una sociedad conjunta, Berkshire Hathaway, Inc. Otro singular accionista de Moody’s es el Morgan Stanley Bank, que tiene el 3,5% de su capital. Se trata de cruces de participaciones accionariales que, con suficiente razón, sustentan la duda sobre la objetividad de algunos de sus informes. Sobre todo por la circunstancia de que los accionistas cruzados son, a su vez, grandes multinacionales de servicios financieros, entre las que se encuentran: Capital Group Companies, que gestiona activos por más de un billón de dólares; Vanguard Group, que tiene 1,7 billones en activos; State Street Corporation, que es una importante sociedad de gestión de inversiones; o Fidelity Investments, uno de los mayores fondos mutuos del mundo. Fondos mutuos que, a diferencia del ahorro tradicional, invierten los depósitos de sus clientes sin garantizar una ganancia determinada, ya que los clientes asumen el riesgo de las inversiones. El resto de los accionistas comunes de Moody’s y Standard & Poor’s son: Northern Trust Corporation; T. Rowe Price Associates; Black Rock, Inc.; Bank of New York y Massatchussets Financial Services. Además de las dos agencias antes mencionadas hay que añadir a Fitch Ratings, participada al 50% por la sociedad de servicios financieros francesa Fimalac, S.A., y por Hearst Corporation, uno de los mayores grupos editoriales americanos, propietario de la imponente Hearst Tower, de 182 metros de altura, situada en Manhattan, en Nueva York. Un oligopolio de facto, ya que entre Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch controlan el 95% del mercado. Un mercado cerrado para cualquier otra empresa de esas características. Hasta 1970, los ingresos de las agencias de calificación provenían de la venta de informes a sus suscriptores. Sin embargo, a partir de esa fecha cambiaron la forma de su negocio, siendo los propios emisores de productos financieros los que contrataban a las agencias para que emitieran sus informes. ¿Por qué esto? Simplemente, porque lo que venden unos y compran otros es el «nivel de reputación». Este, sin embargo, no es el caso de las emisiones de deuda soberana: las calificaciones de los grandes países, como Alemania, Estados Unidos, Francia, España, etc., se realizan gratis. Aunque los países menores o en vías de desarrollo pagan una cantidad entre 50.000 y 200.000 euros por informe. ¿Son fiables las evaluaciones? La agencias de calificación se jactan decir que su visión es a largo plazo, aunque pocos se acuerdan ya de la catástrofe financiera de Enron de noviembre de 2001: cinco días antes de entrar en quiebra era todavía considerada «una excelente inversión» por las agencias. Lo mismo sucedió con la empresa de telecomunicaciones WorldCom, e incluso con Lehman Brothers hasta poco antes de su desaparición en 2008. O bien, con las hipotecas subprime. Un producto hipotecario de ínfimo valor, como ya dijimos, que se escondía en otros atractivos productos financieros mediante el procedimiento de la titulización de activos. Las subprime, seguramente, nunca habrían crecido de aquella forma si las agencias de rating no les hubieran dado el respaldo que les dieron manteniéndolas con la máxima calificación. Wall Street No existe en el mundo otro lugar como este: es la identificación máxima de dinero y poder. Steve Fraser en su libro Wall Street: America’s Dream Palace lo expone con claridad: «Wall Street fue siempre un asilo de locos con manías incontroladas; un centro abracadabrante de sueños inverosímiles y de depresiones irracionales; una democracia de la avaricia, un carnaval, un mundo patas arriba, un bulevar de oportunidades ilimitadas y de desastres endémicos». En los primeros años del siglo XVII los holandeses revolucionaron el sistema financiero internacional inventando las cuentas bancarias y creando un banco central, el Wisselbank de Ámsterdam. Mucho antes, sin embargo, ya operaban con emisiones de bonos y tenían en funcionamiento todos los instrumentos de un sistema financiero moderno: moneda estable, deuda pública e incluso agencias de valores. La república Holandesa fue la economía más importante del siglo XVII. A finales de siglo, los ingleses emularon a los holandeses fundando el Banco de Inglaterra en 1694. La Revolución Industrial, como ya dijimos, hizo el resto. Con esto reemplazaron a los holandeses como la economía dominante. No fue sino un siglo después cuando, ya independientes, los Estados Unidos establecieron un sistema financiero moderno, copia de los ingleses. Y para 1795 ya contaban con el dólar, importantes mercados de bonos y commodities en diversas plazas, un banco central, etc. Y así como los ingleses habían sucedidoa los holandeses en su preeminencia financiera, lo hicieron posteriormente los norteamericanos con los ingleses. Se dice que la Bolsa de Nueva York, la Bolsa de Wall Street, comenzó con un acuerdo entre 24 brokers que, el 17 de mayo de 1792, decidieron comercializar una serie de valores enfrente del número 68 de esta calle. El Banco de Nueva York fue la primera compañía cotizada. De ahí nació el NYSE (New York Stock Exchange), la mayor bolsa de valores del mundo. Pero fue mucho antes, en el siglo XVII, cuando los holandeses que llegaron a América fundaron Nueva Ámsterdam en el lugar que posteriormente se denominó Nueva York. Y allí para protegerse de las agresiones de los nativos construyeron un muro, conocido posteriormente como Wall Street; donde, no muy lejos, se sitúa hoy, en la bifurcación que la calle Broadway hace sobre sí misma, hacia el número 32, el famoso toro, el Charging Bull. Una imponente escultura de más de tres toneladas de peso, de casi cinco metros de largo y tres metros y medio de altura, que representa la fuerza financiera americana y, por supuesto, de Wall Street. Durante muchos años las operaciones de Wall Street fueron un impenetrable arcano donde los inversores no tenían ninguna información de lo que allí sucedía. Después de la Gran Depresión, el Congreso norteamericano aprobó en 1933 The Securities Act, una ley que obligaba a los emisores de títulos a dar información sobre los productos que ponían a la venta. Los escándalos habían sido tan enormes que se estima que de los 50.000 millones de dólares emitidos en títulos negociables desde 1920 hasta 1933, la mitad no tenían ningún valor. Una cantidad de la que un 40% había sido vendida a inversores internacionales. Ante aquella situación, el entonces senador por Florida, Duncan Fletcher, emitió un informe en 1934 en el que aseguraba: «La mayoría de los abusos de la banca de inversión ha sido ocasionada por la incompetencia, negligencia, irresponsabilidad o codicia de las personas que se dedican a esta profesión». Una visión, sin duda, muy actual. Desde la crisis de 1929, no ha habido nada comparable a lo que sucedió a partir de 2008. Un fenómeno que a modo de terrible tsunami no solo se ha llevado consigo miles de empresas a la tumba, sino que amenaza con llevarse por delante a la propia moneda única europea y dejar arrinconados a varios países, incluidos España e Italia. Una crisis económica en absoluto comparable a otras que sucedieron a finales del siglo XX, como fueron las quiebras ocasionadas en 1982 por la deuda de varios países del Tercer Mundo, el crash de las Bolsas en 1987, o la burbuja Internet del 2000; todas ellas siempre pasajeras y sin excesivos daños globales. El problema de 2008, como tantas veces antes, fue ocasionado por la codicia de bastantes individuos y un gran número de instituciones financieras; los cuales, amparados en una época de tipos de interés absurdamente bajos, amasaron enormes fortunas al hilo de la comercialización de productos financieros de enorme riesgo. Y, como siempre, apareció el fenómeno que se repite en todas las crisis económicas: unos activos que suben de precio de manera imparable, a la vez que las instituciones financieras prestan sin tino a potenciales compradores, con la expectativa de unos y otros de que la revalorización de tales activos no tenga fin. Y cuando se ve que la burbuja va a explotar, los inversores más avisados tratan de vender rápidamente lo que tienen para evitar el desastre. Desastre que conduce al pánico: se colapsa el crédito, los bancos se descapitalizan, y algunos entran en quiebra, se bloquea el consumo, la economía entra en recesión, aumenta el paro y se produce un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Y si a esto se une un endeudamiento público y privado desmesurado, el resultado es el que se tiene actualmente. En otras partes del mundo también se produjeron abusos durante este tiempo, pero nada comparable con lo sucedido en Wall Street. Un informe de 639 páginas publicado el 13 de abril de 2011 por una comisión del Senado de Estados Unidos presidida por el senador Carl Levin, bajo el título Wall Street and the Financial Crisis: Anatomy of a Financial Collapse, comienza con estas duras consideraciones: «En otoño de 2008, América sufrió un devastador colapso económico. Lo que una vez fueron títulos sanos perdieron la mayor parte de su valor, los mercados de deuda se congelaron, las Bolsas se hundieron, e históricas empresas financieras sucumbieron. Millones de americanos perdieron su trabajo; millones de familias perdieron sus casas; y negocios prósperos echaron el cierre. Estos sucesos arrojaron a los Estados Unidos dentro de una recesión económica tan profunda que el país no se ha recuperado aún totalmente». Una descripción que parece hecha para otros países en similares o peores condiciones. ¿Y por qué Wall Street? La explicación la dan los mismos senadores del referido informe: «Durante los pasados diez años, las empresas que operaban en Wall Street idearon, para ser vendidos a los inversores, instrumentos financieros cada vez más complejos, incluidos los títulos respaldados por hipotecas (RMBS: Residential Mortgages-Backed Securities) y obligaciones de deuda garantizadas (CDO: Collateralized Debt Obligations) que tuvieron un papel esencial en la crisis financiera». Y siguen: «Por una comisión, las firmas de Wall Street ayudaron a crear los títulos RMBS y CDO, trabajaron con las agencias de rating para obtener altas calificaciones y vendieron los títulos a inversores tales como: fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fundaciones universitarias, ayuntamientos y hedge funds». Concluyendo que: «Sin las agencias de calificación las firmas de Wall Street habrían tenido muchas más dificultades en vender estos productos a los inversores, pues cada inversor habría analizado por él mismo cada instrumento financiero. Adicionalmente, además de haber usado la ingeniería financiera para crear productos de alto riesgo que fueron clasificados AAA —de primera calidad—, las empresas de Wall Street combinaron estos activos de alto riesgo y los trocearon con títulos respaldados por hipotecas subprime de tipo BBB —de grado medio bajo—, por los que pagaban altos intereses una vez convertidos en otros instrumentos como los CDO, y se emitían como nuevos títulos de tipo AAA, de manera que las subprime RMBS y los CDO relacionados con ellas se convertían en atractivas inversiones». Más claro, imposible. Especular con commodities Los mercados de commodities se refieren a la compraventa de productos básicos, a las materias primas, principalmente. Funcionan como las Bolsas de valores, con la diferencia de que en lugar de comerciar con acciones de empresas cotizadas se hace con metales (oro, plata, aluminio, cobre, etc.), semiconductores o memorias electrónicas, productos agrícolas (trigo, cebada, algodón, aceites vegetales, etc.), materias primas energéticas (petróleo, gas natural, gasolina, etc.), ganado, y otros productos como café, azúcar, cacao, arroz, etc. El dinero, las divisas, también son un commodity, y tienen, a su vez su propio mercado, el Forex, del que hablaremos en el próximo capítulo. También se comercializan la electricidad o incluso el tiempo atmosférico (precipitaciones, temperaturas, etc.). Un mercado este que, en forma de derivados, creció en el período 2010-2011 un 20% acercándose a los 12.000 millones de dólares en el Chicago Mercantile Exchange. Bolsa donde se venden este tipo de productos. Es evidente que, desde que el mundo es mundo, cualquier cosa es objeto de compraventa. En los mercados de commodities existen, básicamente, dos formas de negocio: las operaciones de ventanilla, llamadas en medios especializados OTC (Over the Counter), y las tradicionales, es decir, comprar y vender en el mercado abierto, en las Bolsas que existen a tal efecto. Se realizan también operaciones spot, que no dejan de ser un tipo de OTC que se restringe a comercializadores determinados, como pueden ser granjeros o mayoristas en
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