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Inés Urdapilleta En primer lugar, quiero agradecer a quienes han organizado este Segundo Congreso de Cultura: al Gobierno de la provincia de Tucumán, a la Secretaría de Cultura de la Nación y al CFI, y especialmente a ustedes, que se han acercado hasta acá para escuchar las ponencias de esta mesa, agradecimiento que hago extensivo a quienes hoy me acompañan en este panel. Yo voy a referirme a un tema muy concreto y puntual, la Ley 2264, que crea el Régimen de Promoción Cultural de la Ciudad de Buenos Aires, sancionada el 14 de diciembre de 2006 luego de un arduo trabajo de articulación dentro de la Comisión de Cultura de la que, en ese momento, yo era miembro y que presido desde diciembre de 2007. La comúnmente y mal llamada Ley de Mecenazgo fue una propuesta de incentivo a la participación privada en el financiamiento de proyectos culturales aún no ha sido reglamentada, tarea a la que, en estos momentos, está abocado el Poder Ejecutivo de la Ciudad de Buenos Aires. Con excepción de la Ciudad de Buenos Aires, con un presupuesto que triplica el mínimo exigido por UNESCO no existe ni en los 2.100 municipios ni en las 23 provincias ni en el Estado Nacional la concepción de la cultura como una política de Estado, acreedora en tanto tal a un presupuesto que refleje su importancia estratégica en el concierto de las políticas públicas. Los magros presupuestos asignados por los diferentes estados a la cultura conllevan la presión de los sectores culturales que reclaman medidas que vehiculicen recursos a sus proyectos. El mecenazgo, - la primera de las confusiones es llamar así a este tipo de normativas- se encuadra dentro de una concepción de filantropía empresarial y se realiza con recursos provenientes exclusivamente del sector privado, que no son deducibles de impuestos -lo que haría que su sentido privado original se deslizara a la esfera de lo público-. Esta mirada es fundamental en el análisis que estoy proponiendo. Este aporte privado no busca sustituir el papel público de los estados en la inversión gubernamental en cultura, ni su imprescindible labor al servicio del interés general. Es destacable el aporte del mecenazgo a la cultura en la medida en que genera el aumento de la conciencia y responsabilidad ciudadana, por un lado, y de la identidad local de las empresas, por otro. El mundo privado, con su accionar a favor de las expresiones culturales, favorece el desarrollo sociocultural de las comunidades y, de esta manera, facilita el acceso de la ciudadanía y de nuevos públicos a la producción cultural de alta calidad. Por el contrario, las leyes o proyectos que pactan la participación empresarial en el financiamiento de programas culturales a cambio de deducciones impositivas, no pueden ser comprendidos dentro del concepto de filantropía o de generosidad empresarial. Este nombre, con reminiscencias renacentistas, con que tan livianamente se denomina a estas normas, resulta una falacia. Por eso, la segunda confusión -muy relacionada con la errónea denominación de mecenazgo- es instalar en el imaginario colectivo -ingenua o intencionalmente- la idea de que los recursos que están en juego son bienes económicos aportados por las empresas provenientes de sus propios patrimonios. Aquí se trata a todas luces de la utilización del dinero estatal, de las arcas públicas que son bienes públicos y no privados. En la mayoría de los casos, el incentivo de la participación privada en la cultura termina siendo un eufemismo para disfrazar la utilización de los recursos públicos del Tesoro nacional, provincial o local en proyectos que son seleccionados, tanto por su contenido, como por su impacto, en relación con lo que mejor resulta al mercado que es donde se inscribe el accionar de las empresas, que, vuelvo a insistir, no aportan su propio dinero sino que desarrollan un mecanismo de adelanto monetario a cuente de los impuestos que están obligadas a pagar al estado, o sea, se trata de una situación de deducción impositiva. Además, coexisten dos conceptos básicos y diferentes que conllevan a este tipo de leyes, me refiero al acto de patrocinio, y al de donación o beneficio. La diferencia entre ellos estriba en el móvil de la acción, en la contraprestación y en la posibilidad de elección del proyecto a beneficiar. Mientras el patrocinio es, ante todo, una sofisticada herramienta de comunicación de las empresas que pretenden mejorar su imagen en la medida en que se las vincule o asocie -como en este caso- a proyectos culturales. En esta ecuación, lo patrocinado siempre cede algunos derechos a favor del patrocinante, por lo que se deduce que las empresas obtienen un beneficio al asociar, por este mecanismo, su imagen al proyecto. En este caso particular y en relación con la figura de donación -que explicaré más bajo-, las empresas tienen un campo más amplio en la elección del objeto de su patrocinio, al tiempo que se reduce el porcentaje de desgravación de impuestos a favor de los proyectos presentados por las asociaciones civiles sin fines de lucro. Una deducción excesiva significaría lisa y llanamente una transferencia de recursos públicos al mercado. Por su parte, en el caso del beneficio o donación, la empresa está impedida de vincular su imagen con el proyecto, por lo que el porcentaje a deducir puede ser mayor en la medida en que no se espera una contraprestación por parte del proyecto financiado. Es necesario destacar que no todas las leyes de este tipo consideran esta distinción entre patrocinio y donación. La Ley aprobada en la Ciudad de Buenos Aires sí la contempla. Llegado este punto, creo que se puede señalar la importancia de aclarar esta diferencia para un entendimiento acabado del alcance de este tipo de normas. Otro tópico que fue muy discutido en la Legislatura de Buenos Aires, en relación con la Ley 2.264, ha sido el de la conformación del órgano de aplicación. Si, como hemos dicho con anterioridad, nos estamos refiriendo al erario público, al cual las empresas aportan tanto en forma de patrocinio, como de donación, el órgano que debe decidir cuáles son los proyectos a beneficiar ha de estar integrado por personas idóneas y expertas en el desarrollo de políticas públicas. La situación de Brasil, donde existen dos leyes nacionales aparte de las regionales y municipales que se refieren al incentivo de la inversión en cultura: la Ley de Audiovisión y la muy mentada Ley Rouanet de 1991, nombre que tomó del Ministro de Cultura, que coordinó el trabajo en torno a esta norma que reemplazó a la primera Ley de Incentivo fiscal de 1986. La Ley Rouanet instituyó el Programa Nacional de Apoyo a la Cultura, uno de cuyos mecanismos incluye la concesión de incentivos fiscales a personas físicas o jurídicas, residentes o no en Brasil, que inviertan en el área de cultura. De esta manera, se les posibilita deducir, del impuesto de la renta, una parte de la cantidad destinada a donaciones y patrocinio de proyectos culturales siempre que se cumplan una serie de requisitos establecidos. Si bien la aplicación de la Ley Rouanet tiene un aspecto favorable: los incentivos fiscales inyectan en el área de cultura más de 500 millones de reales por año, sin embargo, no faltan los cuestionamientos. La posibilidad de deducción que permite la Ley de Audiovisual -hasta el 124%- y la Ley Rouanet -100%-, sin ningún tipo de obligación de contraparte, desvirtúa el concepto de incentivo fiscal para transformarse en una mera situación de transferencia de recursos públicos. Además, la Ley Rouanet tiene otras consecuencias igualmente negativas en la medida que posibilita una alta concentración de recursos tanto a nivel geográfico -una única región, la del sudeste-, como a nivel de patrocinantes -unas pocas empresas y una flagrante connivencia entre éstasy los proyectos-. Hoy todos los candidatos en Brasil hablan de la necesidad de "retocar" la Ley Rouanet, sutileza para no mencionar las dramáticas asimetrías que posibilita. Cuando Marta Porto, reconocida especialista, se refiere a la Ley Rouanet, dice: “La ausencia de un proyecto estratégico para el sector y la falta de mecanismos reguladores establecidos por la legislación, dio resultados poco alentadores. El resultado es una serie de acciones fragmentadas, patrocinadas por las principales empresas brasileñas concentradas en el eje Río-San Pablo, sin expresión regional o garantía de contrapartida pública en forma de diversidad, circulación o gratuidad de la población brasileña, que se dio en todos estos años, su derecho a los recursos provenientes de impuestos para copatrocinar proyectos de incentivo”. En la Argentina, el Presidente Eduardo Duhalde vetó en uno de los primeros actos de gobierno la Ley de Mecenazgo, que había propuesto el entonces diputado Luis Brandoni y que el Congreso aprobó en noviembre de 2001. Esta Ley se sancionó pocos días antes de una de las crisis más feroces que vivió la Argentina. Los tiempos habían cambiado y esta norma era inapropiada. El sector empresarial y determinadas instituciones privadas vinculadas a la cultura, habían solicitado su derogación: los bajos porcentajes de deducción y que el órgano de aplicación fuera el Fondo Nacional de las Artes, la convertía en una ley indeseable. Pocos años después, en el año 2005, un nuevo proyecto presentado por la senadora mendocina María Cristina Perceval, logró la media sanción de la Cámara de Senadores con el respaldo de todos los bloques, pero no consiguió su tratamiento favorable en la Cámara, por lo que terminó en archivo. En lo que hace al tratamiento en el ámbito de la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, primero y ante, hubo que preguntarse cuál era el motivo o la necesidad de una ley de mecenazgo. Me pregunto: ¿Esta necesidad existe, más allá de los pedidos de los sectores empresariales?, ¿ hay algún sector que crea que esta ley puede ser beneficiosa para la cultura de la ciudad? ¿Existen estudios hechos sobre cuál es la necesidad de contar con ese instrumento? ¿Está debidamente probado que existan sectores vulnerables que merecen ser estimulados y que esta ley los protegerá?, ¿esta ley es un traje a medida de los empresarios, o un estímulo al sector o una forma encubierta de desgravación impositiva? ¿Cuál es la razón por la cual permitimos que el dinero que es del Estado pase a ser manejado por el sector privado? El argumento de la falta de financiamiento se contrapone con la existencia, desde hace cincuenta años, de instituciones públicas que, de manera exitosa, articulan con los distintos agentes y actores culturales. La Secretaría de Cultura de la Nación cuenta con varios de estos organismos, la mayoría descentralizados, que manejan recursos propios: el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, el Instituto Nacional del Teatro, la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares, el Fondo Nacional de las Artes. En la actualidad, el proyecto de la creación del Instituto del Libro cuenta con media sanción en el Senado de la Nación. La Ciudad de Buenos Aires no va en zaga respecto de la existencia de los organismos que distribuyen subsidios para las iniciativas culturales de la sociedad civil: con dependencia directa del Ministerio de Cultura, contamos con los programas Proteatro y Prodanza, así como con el Fondo Metropolitano de Cultura; en la Legislatura, además, se encuentra en estado parlamentario el proyecto que he presentado sobre la creación del Instituto de la Música. Ni Chile ni Brasil cuentan con modelos como los que hemos mencionado. La comparación es poco válida. Como dice Néstor García Canclini, la concepción de Mecenas se encuentra dentro del aparato estatal, principalmente en países que no poseen estructuras institucionales adecuadas para promover la cultura. El presupuesto de cultura de la Ciudad de Buenos Aires, en términos porcentuales representa, sobre el presupuesto total de la ciudad, un 4%, lo que lo coloca en uno de los más altos de Iberoamérica. Buenos Aires es ejemplo de gestión cultural en el mundo. ¿Por qué debemos suponer que el Estado no es buen administrador de los recursos? La respuesta es sencilla: sectores interesados quieren que así sea. Demostrar la falsa antinomia Estado anquilosado versus privados eficientes, nos lleva, como dijimos al principio, a problematizar una ley que se puede transformar en una grosera transferencia de recursos públicos. Evidentemente, falta un análisis profundo sobre cuál es el sentido democrático que debería percibir una ley que destina recursos del tesoro público a actividades privadas. Para terminar, quiero señalar que, en diciembre de 2006, el proyecto que crea el Régimen de promoción privada de la cultura fue una iniciativa presentada por Diputados del PRO. el Frente para la Victoria al que pertenezco decidió trabajar como oposición de modo que los resultados de esta proyecto no fueran tan perniciosos, así fue como logramos algunos cambios importantes tanto en lo que hace al establecimiento de límites razonables a la deducción impositiva -50% en lugar del 70% propuesto para el patrocinio- como el establecimiento de un monto máximo a compensar en el 1,1% del monto total percibido por el Gobierno de la Ciudad en concepto de ingresos brutos. Así y todo, estamos hablando de 50 millones de pesos. Otros artículos que hemos incorporado desde el Frente para la Victoria limitan el beneficio a las empresas que tienen sus obligaciones tributarias y laborales al día. Por otro lado, se ha logrado circunscribir a un Consejo conformado por miembros del gobierno la aprobación de los proyectos. Este organismo se conforma con tres representantes del Poder Ejecutivo, tres del Legislativo y tres artistas. Los integrantes del Ejecutivo y del Legislativo son fijos, los artistas rotarán según la especialidad del proyecto de que se trate. La Ciudad de Buenos Aires, no solamente tiene un presupuesto tan holgado que supera al de toda la Nación y de todas las provincias juntas, sino que, además, ya es un lugar elegido -aun sin mediar ningún tipo de incentivo- por las empresas privadas para aportar a la cultura. Es indudable que una Ley de alcance nacional aumentaría la concentración de oferta de bienes y servicios culturales en Buenos Aires. Por lo tanto, sugiero que este régimen no se implemente como una ley nacional, a lo sumo y, dejando bien en claro que quien debe definir la política es el Estado, puede ser un instrumento viable para las provincias y las intendencias para incentivar a las empresas locales a invertir en proyectos culturales.
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