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Después de La nueva psicología del amor, verdadero clásico de nuestro tiempo, en el que analizó las complejidades del amor y la espiritualidad, el Dr. M. Scott Peck escribió esta obra, original y fascinante, que explora el lado más oscuro de nuestra existencia: la naturaleza de la maldad humana. El mal, dice el Dr. Peck, es lo que mata al espíritu, es algo real y palpable en nuestras vidas y debe ser reconocido como tal. Porque sólo cuando reconocemos el mal en sus muchas formas y lo llamamos por su nombre podernos curarlo. Las malas personas construyen sus vidas en la mentira. Atacan a los demás en lugar de enfrentar sus propios fracasos, y a menudo logran engañarlos. Peck demuestra los estragos que el mal produce en la vida cotidiana mediante ejemplos concretos e impresionantes que ha encontrado en su práctica psiquiótrica. El mal y la mentira es un libro profundamente perturbador pero a la vez positivo pleno de esperanza. A partir del éxito sin precedentes de La nueva psicología del amor (publicado en veinticuatro idiomas, ha vendido catorce millones de ejem- plares y batido todos los récords de permanencia en lo lista de bestsellers del New York Times, donde se mantiene desde hace once años), el doctor Scott Peck se dedica a predicar la integración de la Psicología y la espiritualidad. Educado en la Universidad de Harvard, sirvió en el Cuerpo Médico del Ejército como Subdirector de Psiquiatría y Consultor de Neurología hasta que se retiró para dedicarse a la práctica privada de la psiquiatría, que abandonó a su vez en 1984, cuando creó con su esposa Lily la Fundación para el Fomento de la Comunidad, organización pacifista sin fines de lucro. Peck ha escrito diez libros. Divide su tiempo entre Connecticut y California. Tiene tres hijos. DEL MISMO AUTOR Por nuestro sello editorial: • LA NUEVA PSICOLOGIA DEL AMOR • LA NUEVA COMUNIDAD HUMANA • UNA CAMA JUNTO A LA VENTANA • EL CRECIMIENTO ESPIRITUAL (más allá del la nueva psicología del amor) • UN MUNDO POR NACER M. Scott Peck EL MAL Y LA MENTIRA Traducción de Alicia Steimberg EMECÉ EDITORES Diseño de tapa: Eduardo Ruiz Título original: People of the Lie, The Hope For Healing Human Evil Copyright © 1983 by M. Scott Peck, M. D. Esta edición se publica por convenio con el editor original Simon & Schuster, New York El autor agradece el permiso para reproducir los fragmentos de las obras que cita © Emecé Editores SA., 1988 Alsina 2062 - Buenos Aires, Argentina 2da.impresión Impreso en Caribe, Udaondo 2646, Buenos Aires, noviembre de 1995 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento incluidos la reprografía y el tratamiento informático. IMPRESO EN LA ARGENTINA 1 PRINTED IN ARGENTINA Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 I.S.B.N.: 950-04-0774-4 23.361 Para Lily que reverencia a Dios de muchas maneras, una de las cuales ha sido luchar contra los demonios INDICE INTRODUCCIÓN USAR CON CUIDADO Este es un libro peligroso. Lo he escrito porque creo que es necesario. Creo que su efecto general será curativo. Pero también lo he escrito con inquietud. Tiene potencia] para hacer daño. A algunos lectores les provocará dolor, y con otros lectores sucederá algo peor: usarán el libro para hacer daño. Les he preguntado a algunos lectores preliminares cuyo juicio e integridad respeto particularmente: ¿Piensan ustedes que este libro sobre la maldad humana es malo en sí mismo?” Respondieron que no. Pero hubo uno que agregó: “En la Iglesia solemos decir que hasta la Virgen María puede ser usada para las fantasías sexuales”. Esta respuesta cruda aunque esencial es realista, pero no me sirve de gran consuelo. Pido disculpas a mis lectores y al público por el daño que puede causar este libro, y les ruego que lo usen con cuidado. Cuidado puede querer decir cariño. Sean amables y cariñosos con ustedes mismos si sienten que lo que está escrito en este libro les causa dolor. Y, por favor, sean bondadosos con aquellos a quienes consideran malos. Sean cuidadosos... actúen con mucho cuidado. Es fácil odiar a la gente mala. Pero recuerden el consejo de San Agustin de odiar el pecado pero amar al pecador1. Recuerden, al reconocer a una persona mala, que “sólo por la gracia de Dios no estoy yo en su lugar”. Al clasificar a cienos seres humanos como malos estoy haciendo un juicio de valor que sin duda es gravemente crítico: El Señor dijo: “No juzgues si no quieres ser juzgado”. Con esta frase -tan frecuentemente citada fuera de contexto- Jesús no quiso decir que nunca debemos juz- gar al prójimo. Porque luego dijo: “Hipócrita, ves la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”. Lo que quiso decir es que debemos juzgar a los demás con gran cuidado, y que ese cuidado comienza con el juicio que hacemos de nosotros mismos. No podemos esperar que curaremos la maldad humana si no la miramos de frente. No es agradable de ver. Muchos dijeron que mi libro anterior, La nueva psicología del amor2, era un libro muy lindo. Este no es un libro lindo. Es un libro sobre nuestro lado oscuro, y en gran parte sobre los miembros más oscuros de nuestra comunidad humana… los que yo francamente considero malos. No son personas agradables. Pero es necesario hacer el juicio. La principal tesis de esta obra es que esas personas específicas -lo mismo que la maldad humana en general- deben ser científicamente estudiadas. No en abstracto. No sólo filosóficamente, sino científicamente. Y para ello debemos estar dispuestos a hacer juicios. Expondremos los peligros de esos juicios al comienzo de la parte final de este libro. Pero por el momento les pido que recuerden que no podemos hacer tranquilamente esos juicios si no empezarnos por juzgarnos y curarnos a nosotros mismos. La batalla para curar la maldad humana siempre comienza en casa. Y la autopurificación siempre será nuestra arma más importante. Fue muy difícil escribir este libro, por muchas razones. La más importante de éstas es que siempre fue un libro en proceso. Yo no lo sé todo sobre el mal humano: lo estoy aprendiendo. En realidad, apenas estoy empezando a aprender. Un capítulo se titula: “Hacia una psicología del mal”, precisamente porque todavía no tenemos un cuerpo de conocimientos científicos sobre el 1 San Agustín, La ciudad de Dios 2 M.Scott Peck, La nueva Psicología del Amor, Emecé Editores, 1986 mal suficientes como para merecer el nombre de psicología. De manera que debo agregar otra precaución: No tomen nada de lo escrito aquí como la última palabra. En efecto, lo que este libro se propone es que nos sintamos insatisfechos con respecto a nuestra actual ignorancia sobre el tema. Hablé de Jesús como de Mi Señor. Después de muchos años de vaga identificación con el misticismo budista e islámico, he asumido finalmente un firme compromiso cristiano -señalado por mi bautismo no-denominacional el 9 de marzo de 1980, a la edad de cuarenta y tres años- mucho después de comenzar a trabajar en este libro. En un manuscrito que me envió, un autor se disculpaba por su “tendencia cristiana”. Yo no hago semejante disculpa. No me habría comprometido con algo que considerara una tendencia. Tampoco deseo disfrazar mi punto de vista cristiano. Mi compromiso con el cristianismo es lo más importante de mi vida y es, o así lo espero, profundo y total. Pero me preocupa que este punto de vista pueda influir innecesariamente en los lectores. De modo que les pido que también en este aspecto tengan cuidado. Los cristianos nominales, a menudo en el nombre de Cristo, han cometido muchos males a lo largo de los siglos, y aun aho- ra. La Iglesia Cristianavisible es necesaria, incluso salvadora, pero obviamente imperfecta y yo pido perdón por sus pecados, lo mismo que por los míos. Las cruzadas y las inquisiciones nada tienen que ver con Cristo. La arrogancia y la venganza nada tienen que ver con Cristo. Cuando dio el único sermón del que se tiene registro las primeras palabras que salieron de la boca de Jesús fueron: “Bienaventurados los pobres de espíritu”. No los arrogantes. Y cuando agonizaba pidió que sus asesinos fueran perdonados. En una carta a su hermana, Santa Teresa de Lysieux escribió: “Si estás dispuesta a soportar con serenidad la prueba de no agradarte a ti misma, entonces serás una agradable morada para Jesús.” Definir a un “verdadero cristiano” es un asunto difícil. Pero si tuviera que hacerlo, mi definición sería que un verdadero cristiano es cualquier persona que es “una agradable morada para Jesús”. Hay cientos de miles que van a las iglesias cristianas los domingos y no están dispuestos en lo más mínimo a no agradarse a sí mismos, ni serenamente ni de otra manera, y que por lo tanto no son una morada agradable para Jesús. Y en cambio hay millones de hindúes, budistas, musulmanes, judíos, ateos y agnósticos que están dispuestos a pasar por esa prueba. En este libro no hay nada que pueda ofenderlos. Pero hay mucho que puede ofender a los primeros. Me veo obligado a hacer otra “no disculpa”. A muchos lectores les preocupará que use pronombres masculinos para referirme a Dios. Creo entender y apreciar su preocupación. He pensado mucho sobre el tema. He apoyado enérgicamente el movimiento de las mujeres y creo que es razonable combatir el lenguaje sexista. Pero, en primer lugar, Dios no es neutro. Dios estalla de vida y amor… incluso de sexualidad, en cierto modo. De manera que no es apropiado considerarlo “Eso”, en forma neutra. Por cierto, pienso que Dios es andrógino. Es dulce, tierno, y alimenta como una mujer maternal. Sin embargo, a pesar de todos los condicionamientos culturales, subjetivamente experimento su realidad como masculina más que como femenina. Dios nos nutre, pero a la vez desea penetrarnos, mientras nosotros huimos de él como vírgenes esquivas. Él nos persigue con un vigor que típicamente asociamos con los machos. Como dijo C.S.Lewis, en relación con Dios somos todos hembras3. Además, cualquiera sea nuestro sexo o nuestra teología consciente, es nuestro deber -nuestra obligación- en respuesta a Su amor tratar de hacer nacer, como María, a Cristo en nosotros y en los demás. Intentaré, en cambio, romper con la tradición y referirme a Satanás en forma neutra. Sé que Satanás ansía penetrarnos, pero nunca he experimentado ese deseo como sexual o creativo, sino sólo como odioso y destructivo. Es difícil determinar el sexo de una serpiente. 3 That hideous strength, Macmillan Paperback Edition, New York, 1965, p. 316. He hecho múltiples alteraciones en los detalles de cada uno de los muchos casos relatados en este libro. Los pilares de la psicoterapia y la ciencia son la honestidad y la exactitud. Sin embargo, los valores a menudo entran en competencia, y la preservación del carácter confidencial del material tiene precedencia con respecto al relato total o exacto de detalles irrelevantes. Por lo tanto, los puristas pueden desconfiar de mis “datos”. Por otra parte, si creen reconocer a alguno de mis verdaderos pacientes en este libro, se equivocarán. Pero probablemente reconocerán a muchos individuos que pertenecen a los tipos de personalidad que describo. Esto ocurrirá porque creo no haber distorsionado significativamente la realidad de la dinámica humana involucrada. Y he escrito este libro basándome en lo que esa dinámica humana tiene en común en los distintos casos, y la necesidad de percibirlos y comprenderlos como seres humanos. La lista de personas a quienes debo agradecer por su apoyo en este trabajo es tan larga que resulta imposible hacerla, pero las siguientes merecen atención especial: mi fiel secretaria, Anne Pratt, que sin contar con una procesadora de palabras escribió a máquina el manuscrito aparente- mente interminable en todas sus versiones y revisiones a lo largo de cinco años; mis hijos, Belinda, Julia y Christopher, que sufrieron la adicción al trabajo de su padre; aquellos de mis colegas que me sostuvieron con su propia valentía para enfrentar la terrible realidad de la maldad humana; en particular mi esposa, Lily, a quien dedico esta obra, y mi querido ‘ateo’’, Richard Slone; mi editor, Erwin Glikes, que me apoyó tanto con su fe en la necesidad de escribir este libro; todos los valientes pacientes que se sometieron a mis vacilantes manipulaciones, convirtiéndose así en mis maestros; y, finalmente, a dos grandes estudiosos modernos de la maldad humana, que me sirvieron de guía: Erich Fromm y Malachi Martin. Dr. M. Scott Peck New Preston, Connecticut 06777 1. EL HOMBRE QUE PACTÓ CON EL DEMONIO George siempre había sido una persona sin preocupaciones -o al menos eso creía- hasta esa tarde a comienzos de octubre. Es cierto que tenía las preocupaciones habituales de un vendedor, y de un hombre casado y con tres hijos, dueño de una casa que de vez en cuando tenía goteras en el techo y de un jardín con césped que siempre había que estar cortando. También es cierto que él era una persona muy prolija y ordenada que se preocupaba más de la cuenta si el césped estaba un poco alto o la pintura de la casa un poco deteriorada. Y es cierto que por las tardes, en particular en el atardecer, siempre experimentaba una extraña mezcla de tristeza y miedo. A George no le gustaba el crepúsculo. Pero esto sólo duraba unos minutos. A veces, si estaba ocupado vendiendo o si el cielo estaba gris, no percibía en absoluto la hora del atardecer. George era un vendedor de primera, un vendedor innato. Era apuesto, hablaba muy bien, se comportaba con naturalidad y sabía contar historias; había conquistado el territorio del sudeste con velocidad meteórica. Vendía tapas de plástico para envases, del tipo de las que se adaptan a las latas de café. Era un mercado competitivo. La compañía de George era una de las cinco compañías nacionales que fabricaban ese producto. Después de dos años de haber sustituido en esa zona a un hombre que no era nada lento, George, con su capacidad de orden, había triplicado las ventas. A los treinta y cuatro años ganaba cerca de sesenta mil dólares por año entre el sueldo y las comisiones, sin siquiera tener que trabajar demasiado. Había triunfado. El problema empezó en Montreal. La empresa sugirió que fuera allá para asistir a una convención de fabricantes de plástico. Como era otoño, y ni él ni su mujer, Gloria, habían visto nunca la caída de las hojas en el norte, decidió llevarla con él. Lo pasaron muy bien. La convención fue como tantas otras, pero el follaje era una maravilla, los restaurantes excelentes, y Gloria estaba de bastante buen humor. En su última tarde en Montreal fueron a visitar la catedral. No porque fueran religiosos: Gloria profesaba a lo sumo un tibio protestantismo, y George, que había tenido que tolerar a una madre fanáticamente religiosa, sentía una fuerte antipatía por las iglesias. Pero era una de las excursiones, y ellos habían ido a conocer. A George la catedral le resultó sombría y nada interesante y se alegré cuando Gloria dio por terminada la visita. Cuando salieron a la luz George advirtió una alcancía cerca de la pesada puerta. Se detuvo, indeciso. Por un lado no tenía deseos de dar ni un centavo a esta iglesia ni a ninguna otra. Por otra parte, sentía el temor absurdo de estar poniendo su vida en peligro si no contribuía. El temor lo ponía mal; él era un hombre completamente racional. Pero luego se le ocurrió que seria totalmente racional hacer una pequeña contribución, así como es totalmenteracional pagar una entrada a un museo o a un parque de diversiones. Decidió donar las monedas que tenía en el bolsillo si no eran demasiadas. No, no lo eran. Cantó cincuenta y cinco centavos en monedas pequeñas y las echó en la alcancía. En ese momento se le cruzó el primer pensamiento. Le llegó como un golpe, una trompada, completamente inesperada, que lo dejó mareado, confundido. Era algo más que un pensamiento. Era como si el pensamiento estuviera impreso en su mente: MORIRÁS A LOS CINCUENTA Y CINCO AÑOS. George buscó la billetera en su bolsillo. Tenía la mayor parte del dinero en cheques de viajero. Pero tenía un billete de cinco dólares y dos de uno. Los sacó rápidamente de la billetera y los metió en la alcancía. Luego tomó de un brazo a Gloria y prácticamente la empujó por la puerta. Ella le preguntó qué le pasaba. Él le respondió que de pronto se había sentido mal y quería volver al hotel. George no recordaba haber bajado la escalinata de la catedral ni haber llamado un taxi. El pánico sólo se calmó cuando estuvo acostado en la cama del hotel, fingiendo vagamente estar enfermo. Al día siguiente, mientras volaban de regreso a su casa en Carolina del Norte, George se sentía tranquilo y confiado. Olvidó el incidente. Dos semanas después, mientras iba en su auto a trabajar en Kentucity, George llegó a un cartel que indicaba una curva y un límite de velocidad de cuarenta y cinco kilómetros. Al pasar el cartel se le cruzó otro pensamiento, también como si estuviera grabado en grandes letras en su mente: MORIRÁS A LOS CUARENTA Y CINCO. George se sintió inquieto durante el resto del día. Pero esta vez pudo considerar su experiencia con un poco más de objetividad. Los dos pensamientos tenían que ver con números. Los números no eran más que números, nada más, pequeñas abstracciones sin significado. Si tenían significado, ¿por qué habrían de cambiar? Primero cincuenta y cinco, ahora cuarenta y cinco. Si eran coherentes, tal vez hubiera algo de qué preocuparse. Pero eran sólo números sin significado. Al día siguiente George era otra vez el mismo de siempre. Pasó una semana. Al entrar en las afueras de un pueblito un cartel anunciaba que ésa era la entrada a Upton, Carolina del Norte. Y allí surgió el tercer pensamiento: SERAS ASESINADO POR UN HOMBRE LlAMADO UPTON. George comenzó a preocuparse seriamente. Dos días más tarde, al pasar por una vieja estación de ferrocarril abandonada, aparecieron otra vez las palabras: al TECHO DE ESE EDIFICIO SE CAERÁ ESTANDO TÚ ADENTRO, Y TE MATARÁ. De allí en adelante los pensamientos aparecían casi todos los días, siempre mientras manejaba para ir a los distintos lugares donde trabajaba en su zona. George comenzó a temer las mañanas en que debía hacer viajes de trabajo. Se percibía preocupado mientras trabajaba, y perdió el sentido del humor. Ya no notaba el sabor de la comida. Por las noches le costaba dormirse. Pero todo era todavía soportable hasta la mañana en que cruzó el rio Roanoite. Inmediatamente después tuvo este pensamiento: ÉSTA ES LA ÚLTIMA VEZ QUE CRUZAS ESTE PUENTE. George pensó en contarle a Gloria estos pensamientos. ¿Ella pensaría que estaba loco? No se animaba a hacerlo. Pero esa noche, en la cama, despierto junto a Gloria que roncaba suavemente a su lado, le tuvo rabia por estar en paz mientras él luchaba con su dilema. El puente sobre el río Roanoke era una de sus rutas más transitadas. Para evitarlo tendría que desviarse varios cientos de kilómetros cada mes o bien perder varios clientes. Al diablo, era absurdo. No podía permitir que unos cuantos pensamientos dirigieran su vida, unos cuantos inventos de una imaginación perversa. No había la más mínima evidencia de que estos pensamientos representaran algún tipo de realidad. Pero, por otra parte, ¿cómo podía estar seguro de que no eran reales? Eso es... podía probar que no eran reales. Si volvía a cruzar el puente Roanoke y no moría, eso sería una prueba de que los pensamientos no eran reales. Pero si lo eran... A la una de la mañana George tomó la decisión de arriesgar su vida. Mejor morir que vivir atormentado de esa manera. Se vistió silenciosamente en la oscuridad y salió de la habitación. Unos cien kilómetros para volver al puente Roanoke. Manejaba con gran cuidado. Cuando por fin el puente apareció ante sus ojos sintió una opresión en el pecho que casi le impedía respirar. Pero siguió adelante. Cruzó el puente. Hizo tres kilómetros más por la ruta. Luego giró y volvió a cruzar el puente para volver a su casa. Lo había logrado. ¡Había probado que el pensamiento era falso! Un pensamiento tonto, ridículo. Se puso a silbar. Cuando entró en su ca- sa a la madrugada estaba eufórico. Se sentía bien por primera vez en dos meses. Se había terminado el miedo. Hasta tres noches después. Al volver a su casa por la tarde después de otro día de trabajo, pasó junto a una profunda excavación a un lado del camino, cerca de Fayetteville. ANTES DE QUE LA RELLENEN, TU AUTO CAERÁ DIRECTAMENTE DENTRO DE LA EXCAVACIÓN Y TE MATARAS. Al principio George casi se rió de este pensamiento. Los pensamientos no eran más que pensamientos, ¿acaso no lo había comprobado? Pero esa noche no pudo volver a dormir. Era cierto que había comprobado la falsedad del pensamiento sobre el puente Roanoke. Pero eso no significaba necesariamente que el pensamiento sobre la excavación era falso. Tal vez éste fuera real. ¿Y si el pensamiento sobre el puente Roanoke sólo hubiera servido para darle una falsa impresión de seguridad? ¿Y si realmente estaba destinado a caer en esa fosa? Cuanto más lo pensaba, más ansioso se ponía. Le era imposible dormir. Tal vez si volvía al borde de la fosa se sentiría mejor, como le había sucedido al volver al puente. Pero la idea no tenía demasiado sentido, porque si bien podía ir hasta la fosa y volver a casa sin ningún percance, nada aseguraba que no podía caer en la fosa en otra ocasión, más adelante, como se lo habían pronosticado. Pero estaba tan ansioso que valía la pena probar. Una vez más George se vistió en mitad de la noche y salió sigilosamente de la casa. Se sentía estúpido. Casi se sorprendió cuando, después de haber llegado a Fayetteville, haber pasado junto a la fosa e iniciado el viaje de regreso, comenzó a sentirse mejor, muchísimo mejor. Recuperó la confianza. Sentía que nuevamente era dueño de su destino. En cuanto llegó a su casa se durmió. Durante unas horas estuvo tranquilo. La estructura de la enfermedad de George se afianzó y se hizo más devastadora. Cada uno o dos días le volvían nuevos pensamientos sobre su muerte mientras manejaba en la ruta. Después de tener el pensamiento su ansiedad se tornaba intolerable. En ese punto tenía la compulsión de volver al lugar donde se le había presentado el pensamiento. Después de hacerlo volvía a sentirse bien hasta el día siguiente, cuando se presentaba el nuevo pensamiento. Y recomenzaba el ciclo. George lo soportó durante otras seis semanas. Noche por medio salía de su casa y recorría Carolina del Norte. Dormía cada vez menos. Bajó siete kilos. Tenía miedo de salir al camino, de hacer su trabajo. Disminuyó su rendimiento. Algunos clientes comenzaron a protestar. Estaba irritable con sus hijos. Finalmente, una noche de febrero, estalló. Llorando de rabia le contó su tormento a Gloria. Gloria me conocía a través de una amiga. Me llamó a la mañana siguiente, y por la tarde vi a George por primera vez. Expliqué a George que sufría de una típica neurosis obsesivo-compulsiva, que los “pensamientos” que lo perturbaban eran lo que los psiquiatras llamamos obsesiones, y que la necesidad de volver a la escena del pensamiento era una compulsión. -¡Claro! -exclamó- es una compulsión. Yo no quiero volver al lugar dondetuve el pensamiento. Sé que es tonto. Sólo quiero dormirme y olvidarme del asunto. Es como si algo me forzara a pensar en eso, a levantarme y a volver. No puedo evitarlo. Estoy compelido a volver. Esa es la peor parte, ¿sabe? Si sólo fueran los pensamientos creo que podría soportarlo, pero es esta compulsión a volver lo que me está matando, lo que me quita el sueño, lo que me vuelve loco mientras paso horas debatiendo mentalmente: “¿Debo volver o no?” Mis compulsiones son aun peores que mis... ¿cómo decía usted?... mis obsesiones. Me vuelven loco. Aquí George hizo una pausa y me miró ansiosamente: -¿Usted cree que me estoy volviendo loco? -No –respondí-. Para mí usted todavía es un desconocido, pero a primera vista no me parece que se esté volviendo loco ni que tenga nada peor que una fuerte neurosis. -¿Quiere decir que otra gente tiene la misma clase de “pensamientos” o compulsiones? -preguntó ansiosamente George-. ¿Otras personas que no están locas? -Así es –respondí-. Sus obsesiones pueden no tener que ver con la muerte y sus compulsiones pueden estar referidas a otras cosas. Pero el tipo de pensamientos no deseados y la realización de acciones no deseadas es exactamente igual-. Y le conté a George algunas de las obsesiones más comunes que aquejan a la gente. Le hablé, por ejemplo, de la gente que tiene gran dificultad en irse de vacaciones porque nunca está segura de si cerró con llave la puerta de entrada y tiene que volver a comprobarlo. -A mi me ha pasado! -exclamó George-. He tenido que volver tres o cuatro veces a ver si había dejado la cocina encendida. Qué bueno. ¿Es decir, que, según usted, yo soy como las demás personas? -No, George. Usted no es como las demás personas –contesté-. Si bien muchas personas, incluso las que tienen éxito en la vida, sufren medianamente por su necesidad de sentirse protegidas y seguras, no se pasan la noche en vela empujados de aquí para allá por sus compulsiones. Usted tiene una neurosis importante que está arruinando su vida. Es una neurosis curable, pero la cura -una psicoterapia psicoanalítica- será muy difícil y llevará mucho tiempo. Usted no está volviéndose loco, pero creo que tiene un problema serio, y creo que si no hace un tratamiento prolongado seguirá semiparalizado como ahora. Tres días después, cuando George vino a su segunda sesión, era otro hombre. En la primera sesión, mientras me contaba su problema, casi sollozaba y pedía a gritos que lo tranquilizaran. Ahora irradiaba confianza y aplomo. En realidad, tenía una actitud de savoir-faire que más tarde los dos denominaríamos “su postura frívola”. Traté de enterarme un poco más de las circunstancias de su vida, pero había poco que pudiera ser útil. -Realmente no hay nada que me preocupe, doctor Peck, excepto estas pequeñas obsesiones y compulsiones, y desde que lo vi por última vez no las he tenido. Bien, admito que tengo preocupaciones, pero no son verdaderos problemas. Por ejemplo, pienso si debemos pintar la casa este verano o esperar al próximo. Pero eso no es un verdadero problema. Tenemos mucho dinero en el Banco. Me preocupa cómo andan los chicos en el colegio. Y Deborah, la mayor, que tiene trece años, seguramente necesitará un tratamiento de ortodoncia. George, que tiene once, no tiene muy buenas notas. No es que tenga dificultades, simplemente le interesan más los deportes. Christopher, que tiene seis, acaba de comenzar el colegio. Tiene excelente disposición. Creo que podría decirse que es mi favorito. Admito que en el fondo de mi corazón me inclino más hacia él que hacia los otros, pero trato de no demostrarlo, y creo que lo logro... de manera que no es un problema. Somos una familia estable. Un buen matrimonio. Sí, Gloria tiene sus ataques de mal humor. A veces pienso que es una cascarrabias, pero creo que así son todas las mujeres. Por las menstruaciones, y todas esas cosas que les pasan. ¿Nuestra vida sexual? Ah, muy bien. Sin problemas. Excepto, claro está, cuando Gloria está de mal humor, y entonces ninguno de los dos tiene ganas... pero eso es lógico, ¿verdad?... ¿Mi infancia? Bien, no puedo decir que siempre haya sido feliz. Cuando yo tenía nueve años mi padre tuvo una crisis nerviosa. Hubo que internarlo en el hospital. Creo que diagnosticaron esquizofrenia. Supongo que por eso me preocupé ahora, pensando que me volvía loco. Admito que me sacó un gran peso de encima cuando me dijo que no era así. Porque papá nunca salió de eso. Volvió a casa varias veces, autorizado por el hospital, pero no resultó. Sí, creo que a veces estaba muy loco, pero en realidad no lo recuerdo mucho. Recuerdo que tenía que ir a visitarlo al hospital. Detestaba ir. Me ponía horriblemente incómodo. Y ese lugar era muy feo. Cuando estaba por la mitad de la escuela secundaria no quise ir más a visitarlo, y él murió cuando yo estaba en la universidad. Sí, murió joven. Creo que fue una suerte. Pero no pienso que nada de eso me haya perturbado realmente. Mi hermana, que es dos años menor, y yo recibimos mucha atención. Mamá estaba con nosotros todo el tiempo. Era una buena madre. Es bastante religiosa, un poco en exceso, para mi gusto. Siempre nos arrastraba a la iglesia, y eso yo también lo detestaba. Pero eso es lo único de lo que puedo culparla, y por otra parte eso terminó en cuanto yo entré en la universidad. No estábamos bien económicamente, pero siempre teníamos lo suficiente para vivir. Mis abuelos tenían un poco de dinero y nos ayudaban bastante… los padres de mamá. El caso es que estábamos mucho con nuestros abuelos. Nunca conocí a los padres de papá. Durante un tiempo, mientras papá estaba en el hospital, hasta vivimos con nuestros abuelos maternos. Yo los quería mucho, especialmente a mi abuela. Esto me hace pensar en algo que recordé después de nuestra última sesión. Cuando hablábamos de compulsiones recordé que también tuve una compulsión alrededor de los trece años de edad. No sé cómo empezó, pero tenía la sensación de que mi abuela moriría si yo no tocaba todos los días cierta piedra. No era nada difícil, la piedra estaba en el camino de casa a la escuela, de modo que sólo tenía que acordarme de tocarla. Sólo era un problema los fines de semana, cuando tenía que encontrar el momento de ir a tocarla. De todos modos, se me pasó después de algo más de un año. No sé cómo. Simplemente lo superé, como si se hubiera tratado de una etapa, o algo así... Me hace pensar que también voy a superar estas obsesiones y compulsiones que he tenido recientemente. Ya le dije que no tuve ni una sola desde que vine a verlo. A lo mejor se terminaron. Tal vez lo único que necesitaba era la charlita que tuvimos hace unos días. Le estoy muy agradecido. No sabe cómo me tranquilizó saber que no me estaba volviendo loco y que otra gente también tiene ideas raras. Creo que el haberme tranquilizado resolvió el problema. No creo que necesite… ¿cómo se llama?... psicoanálisis. Admito que puede ser muy pronto para decirlo, pero no creo que yo necesite un tratamiento tan largo y costoso para superar un problema que seguramente desaparecerá solo. De manera que prefiero no hacer otra cita. Esperemos a ver qué pasa. Si vuelven mis obsesiones y compulsiones, lo haré, pero por el momento prefiero esperar. Hice un leve intento de discutir el asunto con George. Le dije que me parecía que nada había cambiado sustancialmente en su existencia. Sospechaba que sus síntomas reaparecerían muy pronto, de una u otra forma. Dije que comprendía su deseo de esperar y ver qué pasaba, y que de todas maneras con mucho gusto volvería a verlo cuando él quisiera. Él estaba decidido y era claro que no iniciaría una terapia mientras se sintiera bien. No tenía sentido discutir el asunto. Lo único razonable que yo podía hacer era esperar.No tuve que esperar mucho tiempo. Dos días después me llamó George, desesperado. -Usted tenía razón, doctor Peck, los pensamientos regresaron. Ayer volvía de una reunión de ventas, y estaba a pocos kilómetros de una curva que había pasado, cuando de pronto pensé: ATROPELLASTE Y MATASTE A UN JOVEN QUE HACIA DEDO Y QUE ESTABA PARADO AL COSTADO DEL CAMINO EN EL LUGAR DONDE TOMASTE LA CURVA. Supe que era uno de esos pensamientos locos. Si realmente hubiera atropellado a alguien, habría oído un mido o sentido un golpe. Pero no podía quitarme la idea de la cabeza. Seguía viendo el cuerpo tirado en la cuneta al costado del camino. Seguía pensando que a lo mejor estaba vivo y necesitaba ayuda. No podía dejar de pensar que podían acusarme de haberlo dejado abandonado. Luego, cuando estaba por llegar a casa, no aguanté más. De modo que volví atrás casi ochenta kilómetros hasta llegar a aquella curva. Por supuesto allí no había nadie, ni señales de un accidente, ni sangre en el pasto. De manera que me sentí mejor. Pero no puedo seguir así. Creo que realmente necesito esto del… psicoanálisis. Así fue como George volvió al tratamiento, y lo continuó porque continuaron sus obsesiones y compulsiones. Durante los tres meses siguientes, en que mantuvimos dos sesiones por semana, lo asaltaron muchos más de estos pensamientos. La mayoría eran sobre su propia muerte, pero otros lo señalaban como causante de la muerte de otro o como autor de algún crimen. Y todas las veces, después de luchar para no entregarse a la compulsión, volvía al lugar donde había tenido el pensamiento por primera vez para obtener alivio. Su agonía continuaba. Durante esos tres primeros meses de terapia me enteré de que George tenía mucho más de qué preocuparse que sus síntomas. Su vida sexual, que él había descrito como buena, era pésima. Gloria y é1 tenían una relación cada seis semanas, que era casi siempre violenta, un rápido acto animal cuando los dos estaban borrachos. Los “ataques de mal humor” de Gloria duraban semanas. Tuve una entrevista con ella y la encontré notablemente deprimida, llena de odio hacia George, a quien describió como “un débil, un boludo total”. George, por su parte, comenzó a expresar un enorme resentimiento contra Gloria, a quien veía como una mujer egoísta, que no lo ayudaba ni lo quería. Él no tenía ninguna relación con sus dos hijos mayores, Deborah y George. Sentía que Gloria era la culpable de que ellos se hubieran vuelto contra él. Christopher era el único miembro de la familia con quien tenía una relación, y reconocía que tal vez estaba estropeando al chico a fuerza de mimarlo para “sacarlo de las garras de Gloria”. Aunque al principio había admitido que su infancia no había sido lo ideal, a medida que yo lo empujaba a recordarla George iba dándose cuenta de que había sido más dañina y atemorizante de lo que él jamás había pensado. Recordó, por ejemplo, el día en que cumplió ocho años, cuando su padre mató al gatito de su hermana. George estaba sentado en su cama antes del desayuno, fantaseando con los regalos que recibiría, cuando el gatito entró corriendo en su cuarto. El padre de George venía detrás, loco de furia, con una escoba. Parece que el gato había ensuciado la alfombra del living. Mientras George se acurrucaba en su cama, pidiéndole a gritos a su padre que se detuviera, el padre golpeó al animalito con la escoba hasta matarlo en un rincón del dormitorio. Esto sucedió un año antes de que el padre finalmente tuviera que ser internado en el hospital. George también logró reconocer que su madre estaba tan perturbada como su padre. Una noche, cuando George tenía once años, lo había obligado a pasar la noche despierto hasta el amanecer, orando de rodillas por la salvación de su pastor, que había sufrido un ataque al corazón. George odiaba al pastor, y odiaba a la iglesia pentecostal donde su madre lo obligaba a ir todos los miércoles a la noche, todos los viernes a la noche y durante todo el domingo, a través de años y años. Recordaba la terrible vergüenza que le causaba ver a su madre delirar y retorcerse de éxtasis durante los oficios, gritando “Ay, Jesús”. Tampoco su vida con sus abuelos había sido tan idílica como a él le gustaba recordarla. Es cierto que su relación con su abuela había sido cálida y tierna y probablemente salvadora, pero esa relación parecía haber estado frecuentemente amenazada. Durante los dos años que vivió con sus abuelos -después de que internaron a su padre- su abuelo le pegaba a su abuela casi todas las semanas. Y en cada ocasión George temía que la matara. A menudo tenía miedo de salir de la casa, sintiendo que de alguna manera, por su sola débil presencia, podía evitar el asesinato. Estos y otros datos había que arrancárselos a George. Se quejaba repetidamente de que no le veía sentido a ocuparse de los problemas aparentemente insolubles de su vida actual ni a recordar los hechos dolorosos de su pasado. -Sólo deseo –decía-, liberarme de estas ideas y compulsiones. No sé cómo me ayudará en ese sentido hablar de cosas desagradables que ya están terminadas. Por otra parte George hablaba todo el tiempo de sus obsesiones y compulsiones. Cada vez que aparecía un nuevo ‘‘pensamiento’’ lo describía con gran lujo de detalles y parecía gozar con el relato del sufrimiento que le provocaba tomar la decisión de ceder o no a la compulsión de volver. Pronto comprendí que George usaba sus síntomas para no enfrentar las realidades de su vida actual. -Una de las razones por las que tiene estos síntomas –expliqué-, es que actúan como una cortina de humo. Usted está tan ocupado describiendo sus obsesiones y compulsiones que no tiene tiempo de pensar en los problemas más básicos que las causan. Mientras no esté dispuesto a prescindir de esta cortina de humo, y a tratar más en profundidad los problemas de su pésimo matrimonio y su espantosa infancia, seguirá torturado por sus síntomas. También resultó claro que George se negaba a ver el tema de la muerte. -Sé que moriré algún día, pero ¿para qué pensar en ello? Es morboso. Además, no se puede hacer nada para evitarlo. Con pensar en la muerte no se cambia nada. Intenté, sin éxito, demostrarle que su actitud era casi ridícula. -En realidad, usted piensa todo el tiempo en la muerte -le dije-. ¿Sobre qué cree que son todas sus obsesiones y compulsiones, si no sobre la muerte? ¿Y su ansiedad a la hora del atardecer? ¿No es evidente que usted odia la caída del sol porque representa la muerte del día y eso le recuerda su propia muerte? A usted le aterra la muerte. Eso es lógico. A mí también. Pero usted trata de esquivar ese terror en lugar de enfrentarlo. El problema no es que usted piense sobre la muerte, sino la forma en que piensa en ella. Mientras no pueda pensar voluntariamente en la muerte -a pesar del terror que inspira- seguirá pensando en ella involunta- riamente en forma de obsesiones. Pero por mejor que expresara el problema, George no parecía tener prisa por tratarlo. Sin embargo, tenía una gran prisa en que lo aliviaran de sus síntomas. A pesar de que prefería hablar de ellos en lugar de hablar de la muerte o de su alienación de su mujer y sus hijos, era evidente que George sufría mucho con sus obsesiones y compulsiones. Tomó el hábito de llamarme desde la ruta cuando las experimentaba. “-Doctor Peck, decía, estoy en Raleigh y tuve otro de esos pensamientos hace un par de horas. Le prometí a Gloria que estaría en casa para la cena. Pero no podré llegar si vuelvo al lugar donde tuve el pensamiento. No sé qué hacer. Quiero ir a casa, pero siento que tengo que volver. Por favor, doctor Peck, ayúdeme. Dígame qué hacer. Dígame que no puedo volver. Dígame que no debo ceder a la compulsión”. Todas las veces yo le explicaba pacientemente a George que no iba a decirle qué hacer,que yo no tenía poder para decirle qué hacer, que sólo él tenía poder para tomar sus propias decisiones y que no era sano que deseara que yo las tomara por él. Pero mi respuesta carecía de sentido para él. Todas las sesiones me reprochaba: “Doctor Peck, yo sé que si usted me dijera que no puedo volver, no volvería. Me sentiría tanto mejor. No entiendo por qué no quiere ayudarme. Lo único que me dice es que no le corresponde tomar mi lugar. Pero para eso vengo a verlo… para que me ayude, y usted se niega a ayudarme. No sé por qué es tan cruel. Es como si ni siquiera deseara ayudarme. Insiste en que yo debo tomar mis propias decisiones. Pero, ¿no ve que eso es precisamente lo que no puedo hacer? ¿No se da cuenta de lo que sufro? ¿No quiere ayudarme? -gemía. Así siguieron las cosas, semanas y semanas. Y George se deterioraba visiblemente. Comenzó a tener diarrea. Perdió más peso y mostraba un aspecto lamentable. Pasaba la mayor parte del tiempo lloriqueando. Se preguntaba si no debía consultar a otro psiquiatra. Y yo mismo comencé a dudar de si estaba manejando bien el caso. Parecía que pronto sería necesario internar a George. Pero entonces, de pronto, algo empezó a cambiar. Una mañana, unos cuatro meses después de comenzadas las sesiones, George llegó al consultorio silbando y evidentemente alegre. De inmediato comenté el cambio. -Sí, hoy por cierto me siento bien -admitió George-. Realmente no sé por qué. Hace cuatro días que no tengo ninguno de esos pensamientos ni necesidad de volver a un lugar. Tal vez sea por eso. Tal vez sea que empiezo a ver la luz al final del túnel. Pero, a pesar de que no estaba torturado por su síntoma, George no parecía tener más ganas que antes de hablar de su vida familiar ni de su infancia. Retomando su tono frívolo, hablaba con bastante facilidad de esas realidades si yo lo instaba a ello, pero sin un verdadero sentimiento. Luego, justo al final de la sesión, inesperadamente, me preguntó: -Doctor, ¿usted cree en el demonio? -Qué pregunta rara. Y qué complicada. ¿Por qué lo pregunta? -Ah, por ninguna razón especial. Sólo por curiosidad. -Se está evadiendo –dije-. Debe de haber una razón. -Bien, supongo que la razón es que se publica tanto sobre esos cultos extraños que adoran a Satanás. Por ejemplo, esos grupos marginales en San Francisco. En los diarios se habla mucho de ellos en estos días. -Es verdad –respondí-. Pero, ¿qué los trajo a su mente? ¿Porqué pensó en eso esta mañana en particular, durante la sesión? -¿Qué sé yo? -dijo George. Parecía desconcertado. -Simplemente se me vino a la cabeza. Usted me indicó que le dijera todo lo que me pasaba por la cabeza, por eso lo hice. Hice lo que debo hacer. Se me ocurrió y se lo dije. No sé por qué se me ocurrió. No había forma de ir más lejos. Había llegado el fin de la sesión, y dejamos el asunto. En la sesión siguiente George seguía sinriéndose bien. Había aumentado un kilo y ya no parecía un despojo. -Hace dos días tuve otra vez un pensamiento -me informó-, pero no me perturbó. Me dije que no voy a dejar que estas tontas ideas me perturbe más. Sin duda no quieren decir nada. Así que uno de estos días me voy a morir, ¿y qué? Ni siquiera tuve ganas devolver. Apenas me pasó por la cabeza. ¿Para qué volver por una tontería así? Creo que por fin me he quitado el problema de encima. Una vez más, ahora que no estaba acosado por sus síntomas, intenté centrar la sesión en sus problemas maritales. Pero su postura ‘‘frívola’’ era impenetrable: todas sus respuestas eran superficiales. Yo me sentía inquieto. George parecía ir mejorando. Esto debería haberme dado alegría, pero no tenía la más remota idea de por qué se sentía mejor. Nada había cambiado en su vida ni en la forma en que él la manejaba. Entonces, ¿por qué estaba mejor? Traté de no pensar en mi inquietud. Nuestra siguiente sesión fue al atardecer. George entró sintiéndose aparentemente bien y con su aspecto “frívolo”. Como de costumbre, dejé que él comenzara la sesión. Después de un breve silencio, en forma casual y sin el menor signo de ansiedad, anuncio: -Creo que tengo que hacer una confesión. -¿ Sí? -Bien, últimamente me siento mejor, y no le he dicho por qué. -Ajá. -¿Se acuerda que hace un par de sesiones le pregunté si creía en el demonio? Y usted quiso saber por qué me había puesto a pensar en eso. Bueno, creo que no fui del todo honesto con usted. Yo sé por qué. Pero me hacía sentir tonto contárselo. -Siga. -Todavía me siento un poco tonto. Pero es que usted no me ayuda. No hizo nada por impedirme volver a los lugares donde había tenido los pensamientos. Yo tenía que hacer algo para lograr no ceder a las compulsiones. Y lo hice. -¿Qué hizo? -le pregunté. -Hice un pacto con el demonio. Es decir, no es que yo crea realmente en el demonio, pero tenía que hacer algo, ¿verdad? Llegué a este acuerdo: si yo cedía a la compulsión y volvía al lugar, el demonio haría que mi pensamiento se convirtiera en realidad. ¿Entiende? -No del todo -respondí. -Bien, por ejemplo el otro día tuve este pensamiento cerca de Chapel Hill: LA PRÓXIMA VEZ QUE VENGAS POR AQUI CAERÁS POR EL TERRAPLÉN Y TE MATARÁS. Lo habitual habría sido que yo rumiara este pensamiento durante un par de horas y finalmente volviera al lugar en que se me había ocurrido para probar que no era cierto. Pero una vez hecho el pacto, no podía volver. Porque el demonio me habría hecho saltar por encima del terraplén y matarme. Sabiendo que me iba a matar, no había razón para volver. ¿Ahora me entiende? -Entiendo la mecánica del asunto -contesté sin comprometerme. -Bien, parece que funciona -dijo alegremente George-. Ya he tenido dos veces estos pensamientos, y no tuve que volver al lugar. Pero debo admitir que siento algunas culpitas. -¿Culpitas? -Sí, un sentimiento de culpa. Porque… no se debe pactar con el demonio, ¿verdad? Además, yo realmente no creo en el demonio. Pero parece que funciona, ¿no? Guardé silencio. No sabía qué contestarle a George. Me sentía perdido ante la complejidad del problema y la complejidad de mis propios sentimientos. Mirando la suave luz de la lámpara en el escritorio que nos separaba, sentados en mi consultorio tranquilo y aparentemente seguro, percibía cientos de pensamientos que me cruzaban por la mente, todos desconectados. Me sentía incapaz de encontrar mi camino en ese laberinto de pensamientos obsesivos, de enfrentar este pacto de trabajo con el demonio que no existía para anular la compulsión a anular pensamientos que en sí eran irreales. Sabiendo que los árboles me impedían ver el bosque, me quedé mirando la luz de la lámpara mientras los minutos pasaban audiblemente marcados por el reloj. -Bien, ¿qué me dice usted? -preguntó finalmente George. -No sé, George –respondí-. No sé qué decirle. Necesito más tiempo para pensarlo. Todavía no sé qué decirle. Volví a mirar la luz, y el reloj siguió con su tictac. Pasaron otros cinco minutos. George parecía muy incómodo con el silencio. Por fin lo rompió. -Bien, creo que hay algo más que no le conté –dijo-, y creo que es por eso que tengo las culpitas. En este acuerdo con el demonio hubo otra parte. Como yo realmente no creo en el demonio, no podía creer con certeza que él iba a hacer que me matara si volvía. Para que la cosa funcionara tenía que encontrar algo que asegurara que yo no volvería. Qué podía ser eso, me pregunté. Entonces se me ocurrió que lo que más quiero en el mundo es a mi hijo Christopher. Entonces, como parte del acuerdo, agregué que si yo cedía a la compulsión de volver, el demonio haría que Christopher tuviera una muerte temprana. No sólo moriría yo, sino también Christopher. Ahora ya sabe por qué no puedo volver más. Aunque el demonio no exista, no deseo arriesgar la vida de Christopher por este asunto. Loquiero tanto. -¿De manera que también metió la vida de Christopher en este negocio? -repetí con dificultad. -Sí… no está bien, ¿verdad? Esa es la parte que realmente me da culpitas. Guardé silencio otra vez. Lentamente comenzaba a organizar mis ideas. Era casi el final de la hora, y George comenzaba a hacer movimientos para preparar su partida. -Todavía no, George –ordené-. Ésta es la última sesión que tengo hoy. Quiero responderle, y creo que ya puedo hacerlo. A menos que usted tenga urgencia por irse, prefiero que se quede y escuche lo que tengo que decirle. George esperaba, nervioso. No era mi intención ponerlo nervioso. Como psiquiatra había aprendido -y había adquirido práctica en ello- a no juzgar la conducta de mis pacientes. La terapia sólo puede andar bien si el paciente siente que su terapeuta lo acepta. Sólo en una atmósfera de aceptación el paciente puede esperar confiar sus secretos para desarrollar un sentido de su propio valor. Yo tenía suficiente experiencia como para saber que en algún punto del tratamiento a menudo es necesario, o más bien esencial, que el terapeuta se oponga al paciente en algún tema en particular y haga de él un juicio crítico. Pero también sabía que lo ideal es que esto suceda en una etapa avanzada del tratamiento, cuando la relación terapéutica ya está firmemente establecida. George había estado en tratamiento conmigo durante sólo cuatro meses y nuestra relación todavía era débil. No deseaba hacer un juicio sobre él en una etapa muy temprana, y además en un nivel tan elemental, parecía muy peligroso hacerlo. Pero no hacerlo parecía igualmente peligroso. George no pudo tolerar más la espera en silencio. Mientras yo pasaba por la tortura final de mi toma de decisión, me espetó: -Bueno, ¿qué piensa? Lo miré. -Pienso, George, que me alegro mucho de que tenga culpitas, como usted las llama. -¿Qué me quiere decir? -Quiero decir que debe sentirse culpable. Ha hecho algo como para sentirse culpable. Si usted no sintiera culpa por lo que ha hecho, yo me preocuparía por usted. George enseguida se puso en guardia. -Yo pensaba que la psicoterapia debía aliviarme de mis sentimientos de culpa. -Sólo de los sentimientos de culpa que son inapropiados -repliqué-. Sentir culpa por algo que no es malo es innecesario y enfermo. No sentir culpa por algo que es malo también es enfermo. -¿Usted piensa que yo soy malo? -Pienso que al pactar con el demonio usted ha hecho algo que es malo. Moralmente malo. -Pero si en realidad no he hecho nada -exclamó George-. ¿No ve que todo sucede en mis pensamientos? Usted mismo me dijo que no existen los malos pensamientos, los malos deseos o los malos sentimientos. Que sólo lo que uno realmente hace es malo. Eso ha dicho usted. Y lo llamó “la primera ley de la psiquiatría”. Bien, yo no he hecho nada. No he levantado un dedo contra nadie. -Pero usted ha hecho algo, George -respondí. -¿ Qué? -Usted pactó con el demonio. -Pero eso no es “hacer” nada. -¿No? -No. ¿No entiende? Todo sucede dentro de mi cabeza, es obra de mí imaginación. Yo no creo en el demonio. Ni siquiera creo en Dios, ¿cómo podría creer, entonces, en el demonio? Si yo hubiera hecho un pacto real con una persona real, sería otra cosa. Pero no lo he hecho. El demonio no es real. ¿Cómo puede ser real mi pacto? ¿Cómo se puede hacer un pacto real con algo que no existe? No fue una acción real. -¿Es decir que no hizo un pacto con el demonio? -Caramba, sí. Ya le dije que lo hice. Pero no es un pacto real. Usted trata de confundirme con juegos de palabras. -No. George –respondí-. El único que hace juegos de palabras es usted. Yo no sé más que usted sobre el demonio. No sé si es hombre o mujer, cosa o animal. No sé si el demonio es corpóreo, si es una fuerza, o si es sólo un concepto. Pero eso no importa. El hecho es que, sea lo que fuere, usted ha hecho un contrato con él. George intentó una nueva táctica. -Aunque lo haya hecho, el contrato no es válido. Es nulo y vacío. Cualquier abogado sabe que un contrato bajo coacción no es un contrato legal. Nadie puede ser declarado responsable por haber firmado un contrato cuando le apuntaban con una pistola a la espalda. Y Dios sabe que yo estuve en esa situación. Usted vio lo que sufría. Durante meses le rogué que me ayudara, y usted no movió un dedo. Parece que se interesa por mí, es cierto, pero por alguna razón no hace nada para aliviar mi sufrimiento. ¿Qué otra cosa puedo hacer si usted no me ayuda? Estos últimos meses han sido una tortura. Una absoluta tortura. Si eso no es coacción… Me levanté de mi asiento y fui hasta la ventana. Me quedé allí un minuto contemplando la oscuridad de afuera. Había llegado el momento. Me volví para mirar a George. -Bien, George, voy a decirle unas cuantas cosas. Quiero que me escuche bien. Porque son muy importantes. No hay nada más importante que lo que voy a decirle. Volví a sentarme y continué, sin dejar de mirarlo. -Usted tiene un defecto, una debilidad de carácter, George -dije-. Es una debilidad muy básica, y es la causa de todas las dificultades de las que hemos estado hablando. Es la causa principal de su mal matrimonio. Es la causa de sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones. Y ahora es la causa de su pacto con el demonio. E incluso de su intento de explicar el pacto. Básicamente, George, usted es una especie de cobarde –continué-. Siempre que se hace un poco difícil seguir adelante, usted se entrega. Cuando se enfrenta con la idea de que uno de estos días se va a morir, la rehúye. No piensa en ello, porque es “morboso”. Cuando se da cuenta de la penosa realidad de que su matrimonio es un desastre, también se escapa. En vez de enfrentarlo y hacer algo al respecto, no piensa en eso tampoco. Y luego, como escapa a cosas de las que en realidad no se puede escapar, se ve acosado por sus síntomas, sus obsesiones y sus compulsiones. Estos síntomas podrían ser su salvación. Podría pensar: “Estos síntomas significan que estoy embrujado. Será mejor que averigüe qué son estos fantasmas y los saque de mi casa”. Pero no lo piensa, porque eso significaría enfrentar cosas que son dolorosas. De manera que trata de escapar también de sus síntomas. En lugar de enfrentarlos y descubrir qué significan, usted trata de liberarse de ellos. Y si no le resulta fácil liberarse acude a cualquier que pueda proporcionarle un alivio, por más malvada o destructiva que sea. -Usted aduce que no puede ser considerado responsable de su pacto con el demonio porque lo hizo bajo coacción. Claro que fue bajo coacción. ¿Para qué habría uno de pactar con el demonio, si no para liberarse de un sufrimiento? Si el demonio anda por allí, como dicen algunos, buscando almas que quieran venderse a él, seguramente centra su atención en los que sufren algún tipo de tormento. La cuestión no es la coacción. La cuestión es cómo actúa la gente ante una coacción. Algunos la soportan y la superan, y salen ennoblecidos de la batalla. Algunos se quiebran y se venden. Usted se vende, y debo decirle que se vende con bastante facilidad. Fácilmente, fácil. Esa es una palabra clave para usted, George. Le gusta pensar que usted es una persona de trato fácil. Frívola. Y supongo que lo es, pero no sé adónde irá con facilidad, excepto al infierno. Usted siempre busca la salida fácil, George. No la salida correcta. La salida fácil. Si tiene que elegir entre la salida correcta y la salida fácil, siempre elegirá la fácil. La que no es dolorosa. En realidad, siempre buscará la salida fácil, aunque sea vendiendo su alma y sacrificando a su hijo. -Como le dije, me alegro de que se sienta culpable. Si usted no se sintiera mal por tratar de encontrar la salida fácil, yo no podría ayudarlo. Ya ha estado aprendiendo que la psicoterapia no es la salida fácil. Es una forma de enfrentarlas cosas, aunque sea dolorosa, incluso muy dolorosa. Es la forma de no escapar. Es la forma correcta, no la fácil. Si está dispuesto a enfrentar las realidades penosas de su vida -su infancia llena de terror, su miserable matrimonio, su mortalidad, su propia cobardía- yo puedo ayudarlo en algo. Y estoy seguro de que tendremos éxito. Pero si sólo desea un rápido alivio del dolor, entonces creo que es usted un hombre del demonio, y no veo cómo puede ayudarlo la psicoterapia. Ahora le tocó a George guardar silencio. Sonaba otra vez el tictac del reloj. Ya hacía dos horas que había comenzado la sesión. Finalmente habló él: -En las historietas, una vez que uno hace un pacto con el demonio ya no puede volverse atrás. Una vez que ha vendido su alma, el demonio ya no se la devuelve. Tal vez sea tarde para que yo cambie. -No lo sé, George –respondí-. Como le dije, no sé mucho de estas cosas. Usted es la primera persona que conozco que ha hecho específicamente ese pacto. Como usted, ni siquiera sé si el demonio realmente existe. Pero, basándome en mi experiencia con usted, creo que puedo adelantar una suposición bastante certera sobre cómo son verdaderamente las cosas. Creo que realmente usted hizo un pacto con el demonio y creo que, por haberlo hecho, para usted el demonio se volvió real. En su deseo por evitar el dolor, creo que dio vida al demonio. Porque usted tuvo el poder de darle vida, creo que también tiene el poder de terminar con la existencia del demonio. Intuitivamente, en lo más profundo, siento que el proceso es reversible. Creo que puede volver al lugar donde estaba. Creo que si usted cambia de idea y se dispone a aceptar el sufrimiento, el pacto quedará anulado y el demonio tendrá que buscar en otra parte a alguien que lo haga real. George parecía muy triste. -Durante los últimos diez días –dijo-, me he sentido mejor que en muchos meses. Tuve unos cuantos pensamientos, pero en realidad no me perturbaron mucho. Si tuviera que revertir el proceso, significaría volver al punto en que estaba hace dos semanas. A esa agonía. -Creo que así es -admití. -Lo que usted me pide es que vuelva voluntariamente a un estado de tormento. -Es lo que sugiero que usted necesita hacer, George. No por mí, sino por usted. Si le ayuda que yo le pida que lo haga, bien, se lo pediré. -Elegir concretamente un estado de dolor -reflexionó George-. No sé. No estoy seguro de poder hacerlo. Me puse de pie. -¿Vendrá el lunes, George? -pregunté. -Sí, vendré. George se puso de pie. Fui hacia él y le di la mano. -Hasta el lunes, entonces. Buenas noches. Esa noche fue el punto clave de la terapia de George. El lunes los síntomas habían vuelto con toda su fuerza. Pero había un cambio. Ya no me rogaba que le dijera que no volviera. Además estaba un poco más dispuesto a examinar en profundidad su miedo a la muerte y el enorme abismo de comprensión y comunicación que existía entre él y su esposa. Con el tiempo se mostró cada vez mejor dispuesto. Un día pudo pedirle a su esposa, con mi asistencia, que ella misma iniciara una terapia. Pude enviarla a otro terapeuta, con quien hizo grandes progresos. El matrimonio comenzó a mejorar. Una vez que Gloria estuvo también en terapia, mi trabajo con George se centró en sus sentimientos ‘negativos’ -sus sentimientos de rabia, de frustración, de ansiedad, de depresión y, por encima de todo, sus sentimientos de tristeza y congoja. George pudo descubrir que era una persona sensible, que sentía profundamente el pasaje de las estaciones del año, el crecimiento de sus hijos y el carácter transitorio de la existencia. Llegó a comprender que en estos sentimientos negativos, en su sensibilidad y en su ternura y en su vulnerabilidad al dolor, estaba su humanidad. Ya no se mostraba tan frívolo, y a la vez aumentó su capacidad de soportar el dolor. Los atardeceres seguían causándole pena, pero ya no lo ponían ansioso. Sus síntomas -obsesiones y compulsions-, con altibajos, comenzaron a disminuir en intensidad varios meses después de aquella noche en que hablamos de su pacto con el demonio. Un año después habían desaparecido totalmente. A los dos años de comenzado el tratamiento lo terminó. No se había convertido en el más fuerte de los hombres, pero era más fuerte que antes. 2. HACIA UNA PSICOLOGIA DEL MAL LOS MODELOS Y EL MISTERIO Hay diferentes formas de ver las cosas. La forma en que los psiquiatras están más acostumbrados a comprender a los seres humanos es en términos de salud y enfermedad. Este punto de vista es conocido como modelo médico. Es una forma muy útil y eficaz de mirar a la gente. Según este punto de vista, George sufría una enfermedad muy específica: una neurosis obsesivo-compulsiva. Sabemos mucho sobre esta enfermedad. En muchos sentidos el caso de George era típico. Por ejemplo, las neurosis obsesivo-compulsivas tienen su origen en la primera infancia, y comienzan casi siempre en un entrenamiento de esfínteres que está por debajo de lo deseable. George no recordaba cómo había sido su entrenamiento, pero sabiendo que su padre había matado a golpes a un gatito por ensuciar una alfombra, podemos deducir que estaba claro para George que debía controlar sus esfínteres o sería castigado brutalmente. No es accidental que George se haya transformado en un adulto particularmente prolijo y metódico, como a menudo lo son los obsesivo-compulsivos. Otra característica típica de las personas que son víctimas de esta neurosis es lo que se llama el “pensamiento mágico”. El pensamiento mágico puede asumir una variedad de formas, pero básicamente consiste en la creencia de que los pensamientos en sí mismos y por sí solos pueden lograr que sucedan cosas. Los niños pequeños suelen pensar mágicamente. Por ejemplo, un chico de cinco años puede tener este pensamiento: “Deseo que mi hermanita se muera”. Y luego angustiarse pensando que ella realmente se morirá porque él lo ha deseado. O si la hermanita se enferma lo consumirá la culpa, pensando que él le ha causado la enfermedad con su pensamiento. Generalmente superamos esta tendencia a pensar mágicamente y al llegar a la adolescencia ya sabemos que no podemos controlar los acontecimientos externos sólo con nuestros pensamientos. Pero sucede con frecuencia que los niños que han sido muy traumatizados no superan la etapa del pensamiento mágico. Esto sucede en especial con los que tienen una neurosis obsesiva-compulsiva. Por cierto que George no había superado esa etapa. Su creencia de que sus pensamientos se volverían realidad era una parte esencial de su neurosis. Era porque pensaba que sus pensamientos se volverían realidad que se sentía obligado a recorrer kilómetros para volver al sitio donde lo había asaltado la idea para anular o deshacer su poder. Visto en esta perspectiva, el pacto de George con el demonio no era más que otra manifestación de su pensamiento mágico. El pacto le parecía a George una manera fácil de obtener alivio para sus sufrimientos, especialmente porque sentía que se haría realidad. Aunque el pacto estaba “sólo dentro de su cabeza”, George creía que él y su hijo realmente morirían de acuerdo con sus condiciones. Restringiéndose al modelo médico podríamos decir que el pacto de George con el demonio era una de las muchas formas que asumía su pensamiento mágico y que este pensamiento mágico era un rasgo típico de la enfermedad mental común que sufría. Y como el fenómeno puede ser comprendido en estos términos, no hay necesidad de más análisis. Caso cerrado. EI problema es que, visto de esta manera, la relación entre George y el demonio parece trivial y no muy significativa. ¿Cómo sería si en cambio la viéramos en términos de un modelo religioso tradicional cristiano? Según este modelo, la humanidad (y tal vez el universo entero) está involucrada en una luchatitánica entre las fuerzas del bien y del mal, entre Dios y el demonio. El campo de batalla de esta lucha es el alma humana individual. El significado total de la vida humana gira alrededor de la batalla. La única cuestión del significado último es si el alma individual será ganada para Dios o para el demonio. Al establecer con este pacto su relación con el demonio, George había puesto su alma en el mayor peligro conocido por el hombre. Sin duda era el punto crítico de su vida. Y tal vez hasta el destino de toda la humanidad dependía de su decisión. Coros de ángeles y ejércitos de demonios lo contemplaban, pendientes de cada uno de sus pensamientos, rogando continuamente porque triunfara uno u otro resultado. Finalmente, renunciando al pacto y a la relación, George se salvaba del infierno para gloria de Dios y esperanza de la humanidad. ¿Cuál es el significado del pacto de George? ¿Un síntoma neurótico más o el momento crucial de su existencia, con significado cósmico? Mi intención en este libro no es desvalorizar el modelo médico. De todos los modelos —y hay muchos— sigue siendo el más útil para comprender la enfermedad mental. En casos específicos y momentos específicos, sin embargo, otro modelo puede resultar más apropiado. En esos momentos necesitamos elegir el punto de vista más ventajoso. Cuando George me habló de su pacto con el demonio me vi ante la disyuntiva de tomarlo como un síntoma neurótico típico entre otros, o como un momento de crisis moral. Si elegía la primera posibilidad, no se requería una acción directa de mi parte. Si elegía la segunda, tenía el deber ante George y ante el mundo de lanzarme con todo el vigor que pudiera a la lucha moral. ¿Por cuál de los dos caminos decidirme? Al elegir ver e1 pacto de George —aunque sólo existiera dentro de su mente— como algo inmoral, y enfrentarlo a él con su inmoralidad, sin duda elegí la alternativa mis dramática. Aquí encontramos, creo yo, una regla empírica. Si, en un momento particular, estamos en posición de elegir un modelo específico, probablemente tendremos que elegir el más dramático, es decir, el que confiere al acontecimiento que estamos estudiando la mayor significación posible. Generalmente, sin embargo, no es necesario ni conveniente adoptar un modelo único. Nosotros los norteamericanos vemos un hombre en la Luna; algunos centroamericanos, según me dicen, perciben un conejo. ¿Quién tiene razón? Los dos, por supuesto, ya que ambos tienen un punto de vista distinto, tanto cultural como geográfico. Lo que llamamos modelos, son simplemente puntos de vista alternativos. Y si queremos conocer la luna —o cualquier otro fenómeno— lo mejor que podamos, tendremos que estudiarla desde todos los puntos de observación posibles. Por lo tanto el enfoque de este libro será multifacético. Los lectores que prefieren las presentaciones simples (o simplistas) probablemente se sentirán incómodos. Pero el tema merece ser aclarado lo más completamente posible. La maldad humana es demasiado importante como para entenderla en forma unilateral. Y es una realidad demasiado vasta como para entenderla en un marco de referencia único. En verdad, es un problema tan básico como para ser inherente e inevitablemente misterioso. La comprensión de la realidad básica es algo que jamás se puede lograr; solamente podemos aproximarnos a ella. Y, en realidad, cuanto más nos acercamos, más nos damos cuenta de que no entendemos... más pasmados nos quedamos ante su misterio. Entonces, ¿para qué tratar de entender? La pregunta misma habla en el lenguaje del nihilismo, una voz diabólica 4 desde tiempo inmemorial. ¿Para qué hacer o aprender nada? La respuesta es simplemente que es mucho mejor —mucho más satisfactorio y constructivo— obtener algún destello de comprensión de esto en que estamos, que flotar a la deriva en una total 4 En todos los relatos de exorcismos las voces demoníacas proponen un nihilismo de uno u otro tipo. oscuridad. No podemos abarcar ni controlar todo, pero como dice J. R. R. Tolkien: “No es tarea nuestra controlar todas las mareas del mundo, sino hacer todo lo que esté a nuestro alcance para ayudar a los años en que nos toca vivir, arrancando el mal en los campos que conocemos, para que los que vengan después encuentren la tierra limpia para arar. No podemos determinar que tengan buen o mal tiempo”. 5 Así busca la ciencia, hasta donde puede, penetrar el misterio del mundo. Y, poco a poco, los científicos comienzan a sentirse cómodos abrazando modelos múltiples. Los físicos ya no se desaniman por tener que considerar a la luz tanto una partícula como una onda. En cuanto a la psicología, los modelos abundan: el biológico, el psicológico, el psico-biológico, el sociológico, el socio-biológico, el freudiano, el racional-emotivo, el conductista, el existencial, etcétera. Y mientras la ciencia necesita esos innovadores que privilegiarán a un nuevo modelo único como el más avanzado método de comprensión, el paciente que desea ser comprendido en forma tan completa como sea posible hará bien en buscar un terapeuta capaz de aproximarse al misterio del alma humana desde todos los ángulos. Sin embargo, la ciencia no ha adquirido todavía un criterio muy amplio. Este capítulo se titula “Hacia una psicología del mal” porque aún no existe un cuerpo de conocimiento científico que merezca llamarse psicología. Hace milenios que el concepto del mal está en el centro del pensamiento religioso. Pero está virtualmente ausente de nuestra ciencia de la psicología, a pesar de que podría pensarse que la psicología está vitalmente vinculada con este asunto. La principal razón de esta extraña situación es que hasta ahora se ha considerado que la religión y la psicología no pueden mezclarse; son como el agua y el aceite, incompatibles y antagónicas. A fines del siglo XVII, después de que el asunto Galileo resultó perjudicial para ambas, la ciencia y la religión elaboraron un contrato social no escrito de no-relación. El mundo se dividió arbitrariamente entre lo “natural” y lo “sobrenatural”. La religión aceptó que el “mundo natural” era zona exclusiva de los científicos. Y la ciencia, a su vez, estuvo de acuerdo en no meter la nariz en lo espiritual... o, en todo caso, en lo que tuviera que ver con los “valores”. En realidad, la ciencia se definió como “libre de valores”. De manera que en los últimos trescientos años ha habido una profunda separación entre la religión y la ciencia. Este divorcio —en algunas ocasiones agrio, la mayoría de las veces amigable— ha decretado que el problema del mal ha de permanecer a cargo de tos pensadores religiosos. Con pocas excepciones, los científicos ni siquiera han buscado hacer alguna inspección en el terreno religioso, aunque sólo fuera por la razón de que la ciencia está libre de los valores. La palabra “mal” en sí requiere un juicio de valor a priori. Por lo tanto, ni siquiera es permisible para una ciencia libre de valores tratar el tema. Claro que todo esto está cambiando. El resultado final de una ciencia sin valores ni axiomas religiosos parecería ser la locura de la cartera armamentista; el resultado final de una religión sin dudas y escrutinio científicos, la locura rasputiniana de Jonestown. Por una gran variedad de factores, la separación de religión y ciencia ya no funciona. Hoy existen muchas razones imperativas para su reintegración —una de ellas es el problema del mal en sí— hasta el punto de la creación de una ciencia que no esté exenta de valores. Esa reintegración comenzó ya en la década pasada. Es realmente el más interesante acontecimiento en la historia intelectual de fines del siglo veinte. La ciencia también se ha apartado del problema del mal por la inmensidad del misterio que ésteinvolucra. No es que a los científicos no les atraiga el misterio, sino más bien que su actitud y su metodología para encararlo es generalmente reduccionista. Su procedimiento habitual es el del “cerebro izquierdo” en el estilo analítico. Su procedimiento habitual es separar trocitos del 5 J. R. R. Tolkicn, The Return of the King, Ballantine Books. 1965, p. 190. todo, de a uno, y examinar esos fragmentos en forma relativamente aislada. Prefieren los misterios pequeños a los grandes. Los teólogos no tienen tantos escrúpulos. Sus apetencias se dirigen hasta Dios mismo. El hecho deque Dios sea invariablemente más que lo que pueden digerir no los asusta para nada. Al contrario, mientras unos buscan a través de la religión escapar al misterio, para otros la religión es una forma de aproximarse al misterio. Estos últimos no desdeñan acudir al método reduccionista de la ciencia, pero tampoco se oponen a los métodos de exploración más integrativos del “cerebro derecho”: la meditación, la intuición, el sentimiento, la fe y la revelación. Para ellos cuanto más grande sea el misterio, mejor. El problema del mal es sin duda un misterio muy grande. No se somete fácilmente al reduccionismo. Sin embargo, como veremos, algunas cuestiones referentes a la maldad humana pueden reducirse a un tamaño manejable para una adecuada investigación científica. Pero las partes del rompecabezas están tan interrelacionadas que es muy difícil y distorsionante separarlas. Además, el tamaño del rompecabezas es tan inmenso que a lo sumo podremos vislumbrar el total del cuadro. Como sucede con cualquier primer intento de exploración científica, terminaremos con más preguntas que respuestas. El problema del mal, por ejemplo, no puede separarse del problema del bien. Si no hubiera bien en el mundo, no podríamos considerar el problema del mal. Es algo extraño. Mis pacientes y mis conocidos me han preguntado montones de veces: “Doctor Peck, ¿por qué existe el mal en el mundo?” Pero ninguno me ha preguntado en todos estos años: “¿Por qué existe el bien en el mundo?” Es como si automáticamente pensáramos que éste es un mundo naturalmente bueno que, de alguna manera, se ha contaminado del mal. En términos de lo que sabemos de ciencia, sin embargo, es relativamente fácil explicar el mal. El hecho de que las cosas se deterioren, decaigan, es perfectamente explicable por la ley natural de la física. El hecho de que la vida evolucione hacia formas cada vez más complejas ya no es tan fácilmente comprensible. Que los chicos generalmente mientan, roben y hagan trampa es un hecho observable todos los días. Lo más notable es que habitualmente se convierten en adultos realmente honestos. La haraganería es más común que la contracción al trabajo. Si lo pensamos seriamente, tal vez tiene más sentido suponer que éste es un mundo naturalmente malo que misteriosamente se ha “contaminado” de bondad, más bien que al contrario. El misterio del bien es aun mayor que el misterio del mal. 6 Y estos misterios son inextricables. El título de este capitulo es en sí una distorsión. Más bien debería ser “Hacia una psicología del bien y el mal”. No es legítimo investigar el problema de la maldad humana sin investigar simultáneamente el problema de la bondad humana. En realidad, como explicaré en el último capítulo, centrarse exclusivamente en el problema del mal es sumamente peligroso para el alma del investigador. No olviden que así como el tema del mal inevitablemente lleva a la cuestión del demonio, el tema del bien (indisolublemente unido al del mal) lleva a la cuestión de Dios y la creación. Si bien podemos, y creo que debemos separar trocitos del misterio donde hincar nuestros dientes científicos, nos estamos aproximando a asuntos vastos y magníficos que están más allá de nuestra comprensión. Lo sepamos o no, literalmente estamos pisando terreno sagrado. Es lógico que sintamos una mezcla de temor y admiración. Ante semejante misterio sagrado lo mejor será acordarse de caminar con el cuidado que dictan el miedo y el amor. UN ASUNTO DE VIDA O MUERTE 6 Véase el estudio sobre la entropía, la pereza y el pecado original en La nueva psicología del amor de M. Scott Peck, Emecé Editores, pág. 282. Para seguir adelante necesitamos al menos una definición provisoria. Un reflejo del enorme misterio del tema es que no tenemos una definición del mal generalmente aceptada. Pero en nuestros corazones todos tenemos cierta comprensión de su naturaleza. Por el momento, lo mejor que puedo hacer es prestar atención ami hijo, quien, con la característica visión de los chicos de ocho años, me dice lo siguiente: “’Evil’ is ‘Live’ spe1led backwards”. 7 El mal es una oposición a la vida. Es lo que se opone a la fuerza vital. En síntesis, tiene que ver con matar. Específicamente tiene que ver con el asesinato, con la muerte innecesaria, con la acción de matar que no es necesaria para la supervivencia biológica. No lo olvidemos. Hay algunos que han escrito sobre el mal en forma tan intelectual que su abstracción del tema lo torna irrelevante. El asesinato no es una abstracción. No olvidemos que George estaba dispuesto a sacrificar la vida misma de su propio hijo. Cuando digo que el mal tiene que ver con el asesinato no me refiero únicamente al asesinato físico. El mal es también aquello que mata al espíritu. Hay varios atributos esenciales de la vida —en particular de la vida humana— como, por ejemplo, la sensibilidad, la movilidad, la conciencia, el crecimiento, la autonomía, la voluntad. Es posible matar o intentar matar a cualquiera de estos atributos sin destruir el cuerpo. Así podemos “domar” a un caballo e incluso a un niño sin tocarle un pelo. Erich Fromm demostró ser muy sensible a esto cuando incluyó en el concepto de “necrofilia” el deseo que tienen a1gunas personas de controlar a otras; de tornarlas controlables, estimular su dependencia, desalentar su capacidad de pensar por sí solas, disminuir su impredicibilidad y su originalidad, y mantenerlos a raya. Las diferenció de la persona “biofísica”, que aprecia y estimula las diversas formas de la vida y la unicidad del individuo. Demostró que existe un tipo de carácter “necrofílico”, cuya meta es evitar la inconveniencia de la vida convirtiendo a los demás en autómatas obedientes, robándoles su humanidad. 8 Entonces, por el momento, diremos que el mal es una fuerza que reside dentro o fuera de los seres humanos, y que busca matar la vida o la vitalidad. Y el bien es lo opuesto. El bien es lo que estimula la vida y la vitalidad. Actualmente hablo y predico mucho. Últimamente me he preguntado qué es lo que básicamente trato de decir. En todas mis charlas y sermones, ¿hay un tema, un mensaje central? Lo hay. Meditando sobre esto, me di cuenta que, de una u otra forma, cualquiera sea mi tema, siempre estoy tratando de ayudar a las personas como puedo para que se tomen más en serio a Dios, a Cristo y a sí mismas de lo que habitualmente hacen. Desde el comienzo se nos dice que Dios nos creó a Su imagen y semejanza. ¿Debemos tomar esto en serio? ¿Aceptar la responsabilidad de que somos seres divinos? ¿Y de que la vida humana es de importancia sagrada? Hablando de su relación con nosotros, los seres humanos, Jesús dijo: “He venido para que tengan vida, y para que tengan vida más abundante”. 9 Abundante. ¡Qué palabra maravillosa! Este hombre extraño, que obviamente gozaba con las bodas y con el vino, con los buenos aceites y la buena compañía, y sin embargo se dejó matar, no se preocupaba tanto por la longitud de la vida como por su intensidad. No se interesaba en los títeres humanos, de los que una vez dijo: “Que los muertos entierren a sus muertos”. 10 Se interesaba más bien en el espíritu
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