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2 - Kraepelin, E , Paranoia Lecc 15

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94 Q Escritos psicopatológicos. Fragmentos 
 
 E. Kraepelin 
 
Paranoia (Lección 15) 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Señores: 
 
En el análisis de los síntomas de la locura la 
atención de los autores se vio sobre todo atraída 
por los delirios y las alucinaciones, que con fre- 
cuencia coexisten en estados psíquicos diferen- 
tes. Incluso, para algunas afecciones bien deter- 
minadas, se ha tomado la forma del delirio como 
signo patognomónico: delirio de grandeza, deli- 
rio de insignificancia, delirio de culpabilidad, de 
persecución, etc.; y son estos delirios los que sir- 
ven también para clasificar ciertas psicopatías. Sin 
embargo, en ni opinión, la naturaleza del delirio 
es de poca ayuda para el alienista encargado de 
formular el diagnóstico de un síndrome mórbido. 
¿Acaso no pueden los deseos, los temores, reves- 
tir un aspecto idéntico en el transcurso de mani- 
festaciones mentales muy distintas? Pero las múl- 
tiples especies de modalidades clínicas están, a 
pesar de ello, lejos de carecer de toda influencia 
en lo que respecta al aspecto que tomará el deli- 
rio, y en el curso de esta clase vamos a intentar 
estudiar más de cerca algunas formas del delirio 
en enfermedades netamente caracterizadas. 
El primero de los enfermos del que les voy a 
hablar es un hombre de 62 años, un hombre de 
ciudad. Entra aquí con aire de dignidad y, por el 
modo elegante en que se sienta aunque sus ropas 
estén un poco raídas, da la impresión de ser un 
hombre de mundo, con su barba bien cuidada y 
sus lentes. En un principio se puso de mal humor 
ante la idea de tener que hablar delante de tanta 
gente joven; pero es cosa de un instante, y pronto 
comienza un discurso que no acaba nunca. En su 
juventud fue a América, donde después de mil 
vicisitudes llegó a establecerse en Quito, logrando 
hacerse como comerciante de una pequeña fortu- 
na. Vuelve entonces, hace de esto 21 años, a su 
país natal, no sin perder sumas considerables en 
la liquidación de su negocio. A pesar de todo vi- 
vió de su capital, pasando su tiempo agradable- 
mente en el bar, leyendo los diarios, jugando al 
billar o yendo de paseo. Además se dedicaba a 
profundizar sobre toda una serie de proyectos de 
los cuales esperaba sacar provecho y gloria. Así 
fue que presentó a un jefe de oficina de un minis- 
terio un mapa, donde él había situado un montón 
de territorios deshabitados, cuya ocupación iría en 
beneficio de Alemania. Eran en África y en Nue- 
va Guinea; por sobre todo estaba la isla de Galá- 
pagos, que Ecuador abandonaría sin inconvenien- 
tes, y adquiriría mucha importancia tras la aper- 
tura del canal de Panamá. Poco tiempo después, 
el ministro iba a Berlín y nacía la política colo- 
nial alemana. Por lo demás, su instigador no ha- 
bía recibido ningún beneficio por ello. Siquiera 
había obtenido la recompensa que otros países 
le hubieran concedido. Por otra parte investiga- 
ba sobre la manera de aclimatar cacaos y árboles 
de China en nuestras colonias. Asimismo encon- 
tró un nuevo procedimiento de remachado de 
vías férreas, con el que se suprimían las sacudi- 
das del tren y se hacía imposible los descarrila- 
mientos; en fin, tenía ganado el derecho como 
para obtener muchas buenas posiciones, tales 
como la de cónsul en Quito, pero siempre se le 
hacía una zancadilla. 
Arguyendo como razón que él no quería re- 
bajarse, terminaba poco a poco por comerse su 
fortuna. El Estado –dice– no fue honesto con él, 
pero no se atormenta; para un hombre de su valía, 
que habla tres lenguas, que conoce el mundo en- 
tero, no es difícil encontrar un empleo digno de 
él. En los últimos tiempos cayó casi en la miseria; 
 
 
 
no pudo cobrar a sus deudores de América; como 
no tenía ya ningún dinero debió recurrir a présta- 
mos para los cuales exhibía a modo de garantía 
ingresos que el futuro le tenía reservado, los cua- 
les ciertamente habrían de restablecer su fortuna. 
Con el pretexto de darle un empleo se lo condu- 
jo a un asilo para crónicos. Allí trabajó en las 
oficinas de la administración hasta el día en que 
se dio cuenta de que no se le pagaba en razón de 
los servicios que prestaba. Así es que intentó in- 
gresar a otro establecimiento; fue entonces que 
con un falso pretexto, se lo condujo a la clínica en 
la que se halla detenido –dice– contra toda justi- 
cia. He ahí, agrega con amargura a modo de con- 
clusión, la manera en que su patria le retribuye. 
El enfermo desarrolla con tranquilidad y sin 
conmoverse todo este relato, que en sus trazos 
principales responde efectivamente a la realidad. 
Lo que llama la atención desde las primeras fra- 
ses es el contento de sí mismo, la pedantería con 
que se jacta de su inteligencia y de su capacidad, 
tanto más cuanto que su instrucción es muy co- 
mún, de lo cual puede uno darse cuenta fácil- 
mente. Que él sea el iniciador de la política colo- 
nial alemana es un hecho que toma por lo más 
natural del mundo. A pesar de sus fracasos coti- 
dianos, a pesar de haber perdido su fortuna, está 
persuadido de que su actividad le valdrá, un día, 
honores y dinero. Y si le muestro cuán lejos está 
la realidad de sus deseos, objeta: “Nadie es profe- 
ta en su tierra. He sido demasiado inteligente para 
estos señores”. Para luego decir, gesticulando con 
presunción: “¿Qué es lo que quiere? Las faldas!”. 
No sin antes protestar airadamente empieza a 
contar que una mujer a quien dio el sobrenombre 
de Bulldogg, hija del cónsul inglés en Quito, vie- 
ne persiguiéndolo desde hace veintitrés o veinti- 
cuatro años con proyectos de matrimonio. Ella se 
las arregla para que él vaya de fracaso en fracaso. 
Incluso en América, donde en los últimos tiempos 
las cosas no le salían nunca como quería; utilizan- 
do una llave maestra le fueron robados centenares 
de restos de pájaros, únicamente por maldad. En 
todas partes notaba las trampas de Bulldogg y de 
sus cómplices. “Algo tiene que haber en todo esto 
para que nada me salga bien”. Esta americana 
media loca lo siguió hasta la región donde él habi- 
ta y se introdujo entre el vecindario; tendría la 
audacia de vestirse de hombre y, para obligarlo a 
casarse con ella, le impedía encontrar empleo o in- 
tentaba reducirlo a la miseria. Llena de sutilezas inven- 
taba mil subterfugios para aproximársele. Pero –conti- 
núa– no es sin embargo por medio de tantas chicanas 
que se llega a ganar el corazón de un hombre. El 
sería quizás hoy el individuo más rico de California si 
la Bulldogg no se hubiese inmiscuido. Y también ella 
es responsable de su encierro en el asilo. “Quién 
podría ser si no?”. En su casa, vaya donde vaya la 
encontraba. Los agujeros de sus zapatos, las manchas 
de su ropa sólo podían provenir de la Bulldogg. 
El enfermo escucha con aire de entendido, 
e incrédulo, todos los argumentos que se inten- 
ta oponérsele; pero éstos siquiera rozan su con- 
vicción y él permanece siempre igualmente in- 
quebrantable. Enseguida nos damos cuenta de 
que no toma en serio los puntos de que le ha- 
blamos, está convencido de que no representan 
nuestra verdadera opinión. 
Las ideas de persecución y la estima excesiva 
de su persona constituyen los síntomas esenciales 
que presenta este hombre. Por otra parte, su com- 
prensión, su memoria, el conjunto de su com- 
portamiento son de lo más normales. Las ideas de 
persecución nos parecen patognomómicas del 
delirio. A pesar de que estén plenamente en 
contradicción con todo sentido común, el enfer- 
mo no siente la necesidad de darles bases más 
sólidas y las mantiene tenazmente. Existen des- 
de hace veintitrés años, al parecer, bajo la mis- 
ma forma, y todos los acontecimientos de la vida 
diaria son interpretados en el sentido del delirio. 
Para nuestro sujeto, la menor contrariedad, y últi- 
mamente aún su derivación a la clínica, en vez 
de ser el resultado del curso normal de las cosas, 
sonproducto de la intervención de determinada 
persona o de sus acólitos. En cierto modo ve el 
mundo entero a través de su delirio y las perse- 
cuciones que sufre se vuelven cada día más in- 
verosímiles. En todo encuentra a la Bulldogg al- 
rededor suyo, y nosotros mismos no tardaremos 
en compartir la misma suerte que toda la gente 
que resistió a sus deseos. 
Las alucinaciones sensoriales, hasta donde se 
puede abrir juicio no tienen parte alguna en el de- 
sarrollo de su delirio. Una vez, a decir verdad, cuan- 
do pasaba frente a una casa, percibió detrás de las 
 
 
 
persianas de una boutique un soldado voluntario 
que le apuntaba con su fusil; en ese mismo instan- 
te alguien le gritó: “¿No ve que tiran sobre usted?”. 
Advertido por segunda vez, y al trastabillar, pier- 
de su sombrero. Fue entonces que constató, a nivel 
del lado izquierdo de la sien un raspón recubierto 
de sangre. Justo detrás de él estaba quien vivía en 
esa casa, un abogado que figuraba entre sus ene- 
migos; cuchillo en mano, éste último le gritó que 
le tenía marcado por haberse acercado demasiado 
a su mujer. Según explica el enfermo, quería re- 
emplazar rápidamente el sombrero atravesado por 
una bala y desfigurar a cuchillazos el rostro del 
cadáver con que esperaba encontrarse. 
¿Se trata aquí de alucinaciones o de interpreta- 
ciones delirantes? Por cierto que es difícil pronun- 
ciarse. Con frecuencia, debo señalárselos, son pu- 
ras invenciones que se instalan en el paciente a 
título de recuerdos como hechos realmente ocurri- 
dos. No se notan en este sujeto otras alucinaciones 
sensoriales. Frecuentemente sus ideas persecuto- 
rias se relacionan por el contrario con cualquier 
tipo de incidentes, interpretados de modo total- 
mente especial, tal como pudieron observarlo en 
el asunto de los agujeros de los zapatos, la deriva- 
ción a la clínica y el fracaso de sus proyectos. 
Observamos en la particular disposición a 
delirar de nuestro enfermo una gran flaqueza de 
juicio. Mismo cuando se toma uno la labor de ha- 
cerle entender toda la absurdidad de su delirio, él 
no llega a rendirse a la evidencia. En lo que con- 
cierne por ejemplo a la hija del cónsul de Quito, 
que lo persigue desde hace veinte años con su 
amor de modo tan singular, que se disfraza de 
hombre, que llama en su ayuda a todo tipo de 
cómplices, nos responde: “No sabe usted lo que 
una mujer refinada es capaz de inventar”. La alta 
estima de sí es otra prueba de esta flaqueza de 
juicio. Un fracaso no reduce sus pretensiones. Eva- 
lúa en muy caro precio un trabajo mecánico que 
consiste en recopiar lentamente unas páginas de 
escritura o dibujos de la mayor simplicidad; pero 
es incapaz de hacer una copia que exija alguna 
reflexión. Si consideramos su existencia anterior 
en su conjunto y la despreocupación con que 
gastó hasta su último centavo, quedamos fijados 
sobre su inferioridad mental y sobre la imposibi- 
lidad en que se encuentra para conducir por su 
lado su conducta. Rechazaba creer que su capital 
estuviese agotado y que vivía de préstamos; per- 
suadía a la gente de que obtendría mucho dinero 
en algún tiempo más, y finalmente llegó hasta a 
pedir varias jóvenes en matrimonio. Fueron co- 
sas de este orden que motivaron la necesidad de 
su primera internación en un establecimiento para 
alienados, pues con anterioridad no había toda- 
vía atraído hacia él de modo franco la atención 
de las personas que vivían en su entorno. 
Sobre todo es esta última particularidad que 
tiene un gran valor para mí. No se manifiesta nin- 
gún trastorno en el terreno de la emotividad, ni de 
la voluntad. Se nota quizá cierta susceptibilidad 
cuando uno discute con el sujeto sus ideas deli- 
rantes o su supuesta superioridad. El resto del tiem- 
po no está alegre, ni triste, ni apático. Encara los 
acontecimientos y a la gente con la mayor natura- 
lidad. Lee los diarios y libros; se da ocupaciones, 
hace dibujos y planos, observa los diversos inci- 
dentes cotidianos; charla con los médicos, busca 
hacerse nuevas relaciones, se enoja cuando le so- 
brevienen contrariedades y le agrada la considera- 
ción con que se lo trata; en una palabra: su con- 
ducta es irreprochable. No hay Befehlsautomatie, 
negativismo ni manierismo. Tampoco impulsivi- 
dad. Nuestro sujeto no tiene la sensación de obe- 
decer a las voces interiores que tan frecuentemen- 
te vemos influir en los actos de estos enfermos. 
Cuando lo vemos actuar por impulso, es por el 
lado del delirio que hay que buscar la causa. 
Esta singular afección, en la cual la autofilia y 
las ideas de persecución se desarrollan con la 
mayor lentitud, sin que la voluntad o la emotivi- 
dad sean trastornadas, se denomina “paranoia”. 
En esta enfermedad se instala un “sistema” que es 
producido a la vez por un delirio o por una mane- 
ra especial de interpretarlo todo por medio del 
delirio. Se instaba una manera de ver las cosas to- 
talmente particular, que el enfermo adapta a cada 
acontecimiento cuya impresión le toca vivir. Su 
ritmo es esencialmente crónico y lento. Los pa- 
cientes comienzan por tener sospechas, las que 
pronto se tornan en certezas, para dar lugar final- 
mente a una inquebrantable convicción. Las ideas 
delirantes se injertan en hechos que son sometidos 
a una interpretación patológica. No se constatan jamás 
alucinaciones sensitivas, salvo excepcionalmente; 
 
 
 
pero de tanto en tanto se perciben errores en la 
memoria. Como estos enfermos no llaman dema- 
siado la atención, su afección puede prolongarse 
durante largos años sin que se la perciba y sólo 
raramente se los halla en los asilos. Por lo demás, 
están en condiciones de ejercer una profesión que 
les permita vivir. 
No cabe en absoluto esperar la curación de 
una entidad mórbida que reposa sobre una modi- 
ficación completa del organismo psíquico1. Por lo 
general, al cabo de unos diez años aparece, como 
en el presente caso, un relajamiento demencial 
bastante pronunciado. El tratamiento en el asilo es 
difícil que lo acepten debido a esta misma autofilia, 
y luchan obstinadamente por conquistar su liber- 
tad, a menos que la progresión de la demencia 
haya paralizado toda su energía. Este sujeto, por 
ejemplo, apeló a los diarios y escribió numerosas 
cartas a efecto de obtener su salida. 
 
He aquí un sastre de 42 años quien, también 
él, se encarnizó con el reclamo objetivo. Será útil 
para ustedes como otro tipo de paranoia. Hace sie- 
te años quebró y tuvo enredos con el abogado de 
algunos de sus acreedores. Se instaló entonces en 
otra ciudad, pero allí no le fue mejor y se endeudó. 
Hace cuatro años la casa donde vivía cambió de 
propietario y se vio obligado a mudarse. El nuevo 
dueño quiso embargarle una parte del mobiliario 
para resarcirse de los alquileres caídos, para lo cual 
se hizo presente un agente de justicia produciéndo- 
se una viva discusión; a fin de cuentas nuestro 
enfermo dejó encerrados al agente del juzgado y a 
sus ayudantes en tanto que iba a hacer su reclamo 
ante la justicia. Fue acusado y condenado por pri- 
vación ilegal de la libertad. 
Un diario humorístico publicó un artículo so- 
bre estos entuertos donde se relataba el inciden- 
te bajo el título de “Embargo”. Se añadía que el 
acusado guardaba un odio profundo por el agen- 
te de Justicia, quien sin embargo había sido con 
frecuencia su huésped; el paciente se irritó pro- 
fundamente, y su cólera aumentó aún más cuan- 
do vio que una rectificación que había enviado 
al diario no había sido publicada íntegramente. 
Entonces dirigió al director una carta bastante 
amarga; para lograr una respuesta amenazaba con 
acudir a los tribunales y con que llegaría incluso 
hasta la Cámara de Apelación si fuese necesa- 
rio. Pero en otro artículo la palabra “maestro- 
sastre” apareció impresa de modo llamativo. El 
enfermo se puso furioso y se decidióa presen- 
tar una demanda por difamación contra el di- 
rector, reclamando daños y perjuicios por el des- 
crédito que se le había ocasionado y finalmente 
una rectificación por difamación. 
Los tribunales no aceptaron ninguna de sus 
conclusiones. Nuestro hombre no se dio por ven- 
cido; puso en movimiento todos los medios ima- 
ginables: para comenzar, recurrió a los tribuna- 
les correccionales, luego al Tribunal de primera 
instancia, a la justicia criminal y a la Cámara de 
Apelación. Después solicitó la revisión del proce- 
dimiento, envió peticiones al Ministerio de Justi- 
cia, al de las Cortes, al Gran Duque, al Emperador, 
a los tribunales administrativos y al gobierno. Tam- 
bién tenía intenciones de hacer llegar una nueva 
petición al Consejo Federal y al canciller del 
Reichstag, a éste último en su carácter de responsa- 
ble de la puesta en ejecución de las leyes del impe- 
rio. Al final recusa a los jueces y a los tribunales 
y lleva su demanda a la Corte Suprema. Quiere 
abrir un proceso disciplinario contra el Procura- 
dor en el ámbito del Gran Ducado y lanzar un 
grito de alarma al público en general en defensa 
de los intereses de la honestidad. 
Casi siempre redacta sus reclamos por la no- 
che; la cantidad es considerable: muy largos, con- 
tienen sin cesar las mismas incoherencias. Su 
estilo tiene pretensiones jurídicas. De modo cons- 
tante comienzan con “en cuanto a”. Enumera en 
esos reclamos “las pruebas”, y concluye con “los 
motivos”. A lo largo de los renglones se pueden 
encontrar citas de artículos del código, compren- 
didas a medias o interpretadas de manera ab- 
surda. Su escritura con frecuencia es precipita- 
da y traduce la excitación del autor; de un ex- 
tremo al otro, e incluso en medio de las frases 
se puede observar la presencia de signos de 
exclamación y de interrogación. Los postcriptum 
están subrayados dos o tres veces en lápiz rojo 
o azul y los márgenes están cubiertos de seña- 
lamientos, a tal punto que no quedan espacios 
en blanco sobre el papel. Buen número de es- 
tas peticiones fueron escritas al dorso de las 
respuestas de las autoridades. 
 
 
 
A consecuencia de sus continuos reclamos 
el enfermo fue proscripto, pero se agarra de 
donde puede; hoy, por mandato del tribunal, 
tengo que entregar un informe médico-legal en 
relación a su caso. Entretanto, los negocios en 
su sastrería continuaron; logró administrarla aun- 
que, a decir verdad, con bastante dificultad. 
Haciendo abstracción de sus peticiones sus clien- 
tes no notan nada de su afección. 
Demos ahora lo palabra al paciente. Pode- 
mos constatar que él se da cuenta de su situación 
y que no confunde los hechos del pasado. Cuen- 
ta sus altercados con la justicia con la mayor vo- 
lubilidad y encuentra en ello cierta satisfacción. 
Ninguna observación que se le haga le produce 
embarazo; va acumulando detalles sobre deta- 
lles, párrafos y más párrafos. Al cabo de cierto 
tiempo, se agrega a esta cansadora proliferación 
una tendencia a saltar de una idea a otra y a uti- 
lizar siempre los mismos giros gramaticales en 
sus frases. El abogado que lo había demandado 
es la causa única de todas sus desgracias, y ello a 
pesar de que hace actualmente seis años que no 
tiene relación. Cuando quiso iniciar su proceso 
contra el director del diario, nos dice, el secreta- 
rio del Juzgado, que tenía conocimiento de sus 
anteriores aventuras judiciales, buscó la manera 
de disuadirlo pero fue en vano. 
¿Acaso no es eso una prueba segura de que el 
abogado había prevenido al secretario del juzga- 
do en su contra? Todos los contratiempos que se 
produjeron luego parten de allí. Si el secretario 
hubiese conducido el trámite como debía haberlo 
hecho, él hubiese podido llevar más lejos el asun- 
to. El procurador se hace una idea equivocada, y 
los jueces del tribunal de primera instancia, por 
deferencia respecto de su colega, no consintieron 
en volver sobre lo que había sido ya decidido. 
“Estaban en liga los unos con los otros”. Motivo 
por el cual hubiese debido llevar este caso excep- 
cional ante otra jurisdicción. Así es que el camino 
de la justicia le es cerrado de “modo sistemático”. 
Se trata de una “alianza secreta”, una “cosa de fran- 
cmasonería”, dado que él está prevenido de que 
su enemigo es francmasón. La alta finanza judía 
en su totalidad juega un rol en esta historia y el 
diario que escribió en su contra está sostenido 
por los judíos. Ese “delincuente de abogado” se 
asoció a esta “prensa de bandidos”, “a este 
judío presidiario”, “a las sutilezas de los jue- 
ces”, “a toda esta jauría de la justicia”. Así es 
como él llama a los dos abogados designados 
por el Tribunal; es imposible para él ponerse 
de acuerdo con alguno de éstos. Se pelea con 
ellos apenas no hacen lo que exige. Por fin, la 
incapacidad de su tutor, que no entiende nada 
de las cosas de la justicia, también viene en 
ayuda del abogado perseguidor. 
A todos estos sinsabores judiciales atribuye 
un único y el mismo origen. Poco a poco incrimi- 
na a varias personas, que agrupa en una asocia- 
ción que trabaja en su contra. En realidad están 
ustedes aquí en presencia de un fenómeno real, 
pero visto e interpretado de manera especial. 
Nosotros podemos concebir muy claramente cómo 
se desarrolla este particular modo de ver el mun- 
do; de la misma manera entendemos la enorme 
influencia que ejerce sobre la conducta del en- 
fermo. Éste es absolutamente ineducable. No se 
podría conseguir hacerle entender nada de nada. 
No quiere reconocer que haya podido equivo- 
carse o que haya exagerado la importancia de 
los hechos. En cuanto abordo el tema se vuelve 
desconfiado; si lo contradigo, pronto piensa que 
también voy a sostener a sus adversarios. 
Algunas de la líneas que caracterizan el cua- 
dro son: las ideas de persecución, que están refe- 
ridas a un punto bien determinado y que adquie- 
re cada vez mayor extensión; ningún razonamien- 
to sería susceptible de infringirlo. Esto nos de- 
muestra que tenemos que vérnoslas con un deli- 
rio profundamente enraizado en el individuo psí- 
quico, donde ha alcanzado a formar un sistema. 
Además existe en nuestro paciente un indudable 
empobrecimiento intelectual que se traduce en 
la monotonía y la pobreza ideativa y sobre todo 
en la poca influencia que las más sensatas obje- 
ciones tienen sobre él, su memoria general es 
fiel. Mas un examen en profundidad nos ense- 
ña que no está intacta. 
En lo emocional observamos que su opinión 
de sí mismo es de lo más exagerada. Se muestra 
como pareciendo superior; le gusta darse brillo 
con sus conocimientos jurídicos, y a pesar de sus 
continuos fracasos, espera con total confianza que 
su affaire termine exitosamente. 
 
 
 
El temor de importunar a los altos funciona- 
rios no lo detiene jamás; considera que su caso 
es de la mayor importancia. “Como ciudadano ale- 
mán, como padre de familia, como hombre de 
negocios”, “su sentimiento del derecho” tiene más 
valor que todas las decisiones de los jueces. De 
una susceptibilidad exagerada, cuando se le anun- 
cia un dictamen contrario a sus intereses llega a 
las más groseras injurias. Los testigos son falsos, 
los jueces corruptos. Habla del “veneno de la fuente 
judicial y religiosa”; luego agrega con toda sinceri- 
dad que jamás se salió del “marco del decoro”. 
Su estúpida conducta de estos últimos años 
salta inmediatamente a la vista. Redujo a los su- 
yos a la más profunda miseria, pero acusa de 
ello a sus adversarios y a la justicia que desplegó 
todas sus fuerzas para alcanzar ese fin. Reclama 
daños y perjuicios cada vez mayores. No com- 
prende que para él en este momento lo mejor 
sería permanecer tranquilo, y trabajar para ganarse 
la vida. Por el contrario, se siente totalmente presto 
para llevar más lejos su asunto: buscar qué cami- 
no le queda abiertopara triunfar en su derecho, 
y esto incluso a pesar de que nuestro informe 
médico-legal deba serle desfavorable. 
 
Esta odisea muestra la vida de los alienados 
querulantes. De todo punto de vista nos recuerda 
la observación de nuestro enfermo precedente en 
sus líneas principales. Se trata del mismo hábito 
que consiste en encarar los hechos cotidianos a 
través de una interpretación delirante; está pre- 
sente el mismo empobrecimiento mental, primero 
poco notorio, pero que lentamente avanza. En su 
conjunto es la misma subordinación de la conduc- 
ta al delirio, en tanto que la memoria y la activi- 
dad psíquica se hallan muy poco modificadas. Tam- 
bién en los dos enfermos se trata de estados incu- 
rables, como lo prueba la marcha ulterior de la 
afección. Agreguemos que durante largos años los 
cambios que sobrevinieron fueron insignifican- 
tes2. El delirio de querulancia representa enton- 
ces tan simplemente una variedad ligeramente 
diferente de la paranoia. La afección comúnmente 
comienza promediando la edad media de la vida, 
cuando el sujeto viene de ser víctima de una 
injusticia imaginaria o a veces efectiva. Es en tor- 
no de ésta última que se desarrolla todo el conjun- 
to complejo y confuso de representaciones 
mentales y de actos delirantes. Los querulantes 
no son siempre querellantes; fuera del deli- 
rio, se comportan incluso frecuentemente 
como gente suave y tranquila. La insignifican- 
cia de las causas extrínsecas prueba que la 
enfermedad, tal es así de la paranoia, abreva, 
en sus más sólidas raíces, en un estado de 
predisposición mórbida. Representa un fenó- 
meno degenerativo; esta hipótesis se ve con- 
firmada por la lentitud de su desarrollo, por 
la cronicidad, la incurabilidad del mal, y la 
escasa importancia a las influencias objetivas 
que la engendran. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1. Desde hace diez años, el enfermo continúa su lucha contra los pretendidos daños que le hizo la justicia por todos los medios. 
También se ocupa de su negocio “con muchas deudas a pesar de todo”, dice con amargura. 
2. Desde hace nueve años el enfermo se encuentra en un asilo de crónicos sin que su estado se haya modificado en lo más mínimo. 
Continúa buscando un empleo adecuado y quejándose, haciendo inventos y tomando parte en concursos.

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