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López Santos, Miriam (2008)

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O envíe una carta a Creative Commons, 559 Nathan Abbott Way, Stanford, California 
94305, USA.
1 al 3 de octubre de 2008.
López Santos, Miriam
I° Congreso Internacional de Literatura y 
Cultura Espaæolas ContemporÆneas
Cita sugerida 
López Santos, M. (2008) La novela gótica, sus mitos y la nueva 
literatura espaæola [En línea]. I° Congreso Internacional de 
Literatura y Cultura Espaæolas ContemporÆneas, 1 al 3 de octubre 
de 2008, La Plata. Los siglos XX y XXI. Disponible en: 
http://www.fuentesmemoria.fahce.unlp.edu.ar/trab_eventos/ev.329/e
v.329.pdf
La novela gótica, sus mitos y 
la nueva literatura espaæola
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Universidad de Le�n
miriam.lopez@unileon.es
Resumen
La novela g�tica, subg�nero nacido en la sombra de la Inglaterra de las Luces qued� 
confinada, por mor de la cr�tica, a unas circunstancias espacio temporales concretas (apenas las dos 
�ltimas d�cadas del siglo XVIII) que vinieron a limitar o minar su trascendencia. El paso de los siglos 
y la pluma de escritores geniales reaviv� elementos, intuiciones o universos eminentemente g�ticos. 
Hoy, en los albores del siglo XXI la reci�n publicada colecci�n de relatos Frankenstein y Dr�cula, 
resucita, no por muertos, dos de los mitos que vieron la luz en medio de aquella ya lejana oscuridad. 
Escritores espa�oles de la talla de Ra�l Guerra Garrido, Espido Freire, Jos� Mar�a Merino o Gustavo 
Mart�n Garzo, entre otros, revisan bajo una nueva mirada, estos mitos, los dotan de nuevas 
particularidades y les confieren desconocidos valores.
La exposici�n se centrar� en analizar estos relatos rastreando los elementos del goticismo 
primitivo que a�n perviven en ellos. De este modo podremos encontrar las claves que vendr�n a 
determinar alguno de los v�nculos o “el di�logo” que se establece entre el pasado y el presente 
perpetuando de este modo dicha tradici�n literaria.
Palabras clave: novela g�tica – Frankenstein – Dr�cula – nueva literatura espa�ola – canon
Como un ir y venir, como en un eterno retorno, la literatura recupera figuras, 
elementos, mitos que traspasan las fronteras que los vieron florecer, que trascienden al 
tiempo, como en una lucha contra la dictadura del mismo, y acaban por alcanzar la 
categor�a de t�picos, asentarse en nuestras conciencias y anclarse en el ideario colectivo. 
En nuestro personal convencimiento, afirmar�amos, bas�ndonos en la reflexi�n anterior, 
que, si existi� un movimiento capaz de regalar a la literatura una formidable cosecha, una 
extraordinaria colecci�n de mitos que no han perdido vigencia con el transcurso de los 
siglos, ese fue sin duda el de la novela g�tica2.
1 El presente trabajo se centrar� en analizar una colecci�n de relatos de reciente publicaci�n Dr�cula 
y Frankenstein rastreando los elementos del goticismo primitivo que a�n perviven en ellos. De este 
modo podremos encontrar las claves que vendr�n a determinar alguno de los v�nculos o “el di�logo” 
que se establece entre el pasado y el presente perpetuando de este modo dicha tradici�n literaria de 
lo g�tico.
2 Es cierto que la novela g�tica tom� estos mitos de las fuentes orales m�s primitivas fonrmando 
parte, por ello, de la herencia permanente de la humanidad, como sostuviera Lovecraft (1989: 15), 
para quien el fantasma que se aparece y exige que sean enterrados sus huesos, el amante que 
regresa del m�s all� para llevarse con �l a su esposa viva, el demonio de la muerte o el hombre lobo 
no son sino herederos de toda una rica tradici�n medieval. Sin embargo, tambi�n es cierto que bajo la 
pluma de los narradores g�ticos adquirieron renovadas propiedades y sufrieron un impulso que los 
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La novela g�tica surgi� a la sombra de la Inglaterra del Siglo de las Luces, de su 
neoclasicismo ilustrado, de su desproporcionado culto a la raz�n3, cuando el rechazo a lo 
sobrenatural, en la vida cotidiana, llev� aparejado, en su propio nacimiento, una f�rrea 
condena de su uso literario y est�tico. Como movimiento transgresor que fue, la novela 
g�tica, que transitaba por los laberintos m�s inh�spitos
e insospechados de la conciencia 
humana, hab�a conocido en ese pa�s, y por extensi�n en una gran parte de Europa, un 
per�odo realmente dorado. Venerada, en principio, por un p�blico que devoraba sus 
producciones, acus� desde muy temprano, sin embargo, el desprestigio de la cr�tica, que 
cuestionaba su valor literario y que reprochaba sus carencias as� como su excesiva 
dependencia de la f�rmula. Qued� confinada, por ello, a unas circunstancias espacio 
temporales concretas que vinieron a minarla en su prestigio, a condicionar su desarrollo y a 
prefigurar al mismo tiempo su trascendencia posterior4. El g�nero se agot�; su h�lito vital 
dur� apenas tres d�cadas, pero no agoniz� del todo; en sus entra�as, como cantos de 
nuevo ave f�nix, se forjaron subg�neros in�ditos que a�n hoy en d�a siguen gozando de 
plena actualidad y que le superar�an en p�blico, en vigor y en calidad literaria: el relato 
polic�aco5 o la literatura fant�stica6.
caracteriz� definitivamente, tal y como los entendemos en nuestros d�as.
3 Podemos afirmar que la novela g�tica naci� por un c�mulo de circunstancias, contradictorias en 
ocasiones, aunque curiosamente unidas de manera indisoluble: sociales, pol�ticas, hist�ricas y 
evidentemente literarias. Este poligenismo causal determin� su nacimiento, pero tambi�n su 
configuraci�n, como fruto indiscutible de un espacio, Inglaterra, y de un per�odo, El Siglo de las 
Luces. Pues, como ya apuntara Coleridge (1936: 196), este movimiento literario fue “ingl�s en su 
origen, ingl�s en sus materiales e ingl�s por readopci�n”.
4 Chandler se hace eco en “el simple arte de matar”, como se�ala Noumbissi (2001:102), de los 
l�mites difusos que presentan estos g�neros y de las trabas a las que han tenido que enfrentarse para 
superar su condici�n de paraliteratura; por ello se�ala que no existen “formas vitales e importantes 
del arte” sino que solo existe el arte, para continuar afirmando que estos g�neros son dificultosos, 
aunque cualquier g�nero literario debe lidiar con problemas inherentes al mismo. La novela policiaca 
habr�a heredado, del mismo modo, de la novela g�tica la problem�tica y la marginaci�n m�s all� de 
las estructuras narrativas.
5 El investigador Fereydoum Hoveyda fue el primero en sostener, desde el inicio de sus estudios, que 
la novela polic�aca, como relato construido a partir de acontecimientos fant�sticos, tiene un claro 
precedente en la novela g�tica (Hoveyda, 1967).
Trabajos m�s actuales como el que corresponde al profesor Daniel Ferreras (2003), contin�an la 
l�nea marcada por Fereydoum Hoveyda y apuntan m�s lejos al afirmar que no solo la novela g�tica 
sino todo el g�nero conocido como “fant�stico puro” podr�a explicarse y entenderse en t�rminos de la 
novela polic�aca.
De hecho, los textos fundadores de la novela polic�aca (Balzac, Gaboriau y Poe) fueron redactados 
por escritores de formaci�n “g�tica” y en una perspectiva h�brida, como Los cr�menes de la calle 
Morgue de Poe, obra catalogable en los dos g�neros (de hecho, las adaptaciones cinematogr�ficas 
encaran este texto fundador seg�n una est�tica claramente terror�fica), como bien ha demostrado 
Varma en el ep�logo a The Gothic Flame (1956).
6 Desde el comienzo de los estudios sistem�ticos del g�nero fant�stico con el formalista Tzvetan 
Todorov (1982), se ha venido sosteniendo que el inicio de la literatura fant�stica, entendida esta como 
la dependencia directa de “la idea de realidad que tiene el lector” (Roas, 2002: 47), se encuentra 
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Podemos afirmar que llegar�a m�s lejos a�n, pues de su imperante rechazo al mundo 
circundante prendi� la chispa que avivar�a la llama del que seg�n la cr�tica ha sido el 
movimiento art�stico m�s exacerbado e hiperb�lico: el Romanticismo. Y si la novela g�tica 
fue, en efecto, y como confirman Victor Sage y Richard Davenport-Hines, la punta de lanza 
literaria de la incipiente sensibilidad rom�ntica, Frankenstein y Dr�cula, hijos y herederos de 
aquella oscuridad, pero emblemas de la nueva b�squeda de libertades y del deseo de 
inmortalidad al mismo tiempo, se configuraron como mitos imperecederos, siempre 
susceptibles, por su enorme versatilidad, de generar nuevas lecturas en lugar de agotarse. 
Pues estos mitos, que no son sino la codificaci�n de los temores producidos por la 
Ilustraci�n trasformados en monstruos, consiguen hablarnos de conflictos contempor�neos 
al mostrar lo peor y lo mejor de nuestro tiempo7. Y he aqu� el secreto de su �xito y 
supervivencia a lo largo de los siglos, la capacidad de transformaci�n y adaptaci�n al 
presente, no s�lo en las lecturas, sino a trav�s de continuas reelaboraciones.
La reci�n publicada colecci�n de relatos Frankenstein y Dr�cula, revisa estos mitos 
bajo la mirada de algunos de los escritores espa�oles m�s en boga, que los dotan de 
nuevas particularidades y les confieren desconocidos valores, fundamentalmente porque, al 
contrario que en las novela de Bram Stoker y de Mary Shelley, los monstruos toman aqu� la 
palabra para relatar todas sus ansias y sus insatisfacciones8. Y as� descubrimos a un 
Dr�cula escondido en la sombra (Men�ndez Salm�n) que “acumula el cansancio infinito de 
su condena” (Cerrada, 2008: 141), rechaza su inmortalidad (Carmen Posadas) y, asqueado 
del mundo, busca incansable, de la mano de Jos� Mar�a Merino, un digno relevo; o a un 
renovado Frankenstein que no duda en considerarse a s� mismo, en “Segunda resurrecci�n” 
de Lola Beccaria, “un superhombre, adelantado a mi tiempo, incomprendido por mis 
indudablemente en la novela g�tica (y en El castillo de Otranto, 1763), por pertenecer esta a un 
per�odo en el que la raz�n hab�a prescindido en la vida cotidiana de prodigios, supersticiones o seres 
extraordinarios, lo que abrir�a el paso a su empleo en la literatura desde una nueva perspectiva de 
transgresi�n.
7 Los monstruos que nos encontramos en las p�ginas de estos relatos responden, del mismo modo, a 
una tendencia en alza, en los �ltimos a�os, en el marco de la literatura fant�stica: la presentaci�n de 
monstruos y seres excepcionales y se�ala David Roas (2008: 51) los siguientes: “(“Mi hermana Elba”, 
1980, de Cristina Fern�ndez Cubas; “El increible hombre inapetente”, 1982, de Jos� Ferrer-Bermejo; 
“El cliptodermo”y “MI mam� me mima”, 1988, de Laura Freixas)”.
8 Aqu� los monstruos representan al ser humano corriente y como expone David Roas nos 
encontramos con un “retrato del individuo contempor�neo como un ser perdido, aislado, 
desarraigado, incapaz de adaptarse al mundo, tan descentrado como la realidad que le ha tocado 
vivir […] Son seres que buscan una identidad que no se puede alcanzar, pues se hace evidente que 
esta es siempre cambiante, provisional. Personajes que, perdidos en ese mar de signos 
indescifrables que es la realidad, tratan infructuosamente de acomodarla a sus ideas y deseos […]” 
(Roas, 2008: 49).
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cobardes semejantes, tan faltos de horizontes como mediocres y mezquinos” (Cerrada, 
2008: 73).
Una pregunta surge, sin embargo, en estos momentos: ¿qu� ser�a de estos mitos en 
los albores del siglo XXI si no los envolviera el conjunto de elementos que les dieron la vida? 
o dicho de otro modo, ¿qu� conservan estos seres infestos que a�n recorren nuestras 
conciencias y nuestras pesadillas diarias y que son la representaci�n palmaria de las 
angustias que envuelven al nuevo hombre de un ideario g�tico primigenio? En efecto, no 
solo en la aparici�n de los mitos reconocemos el legado de la novela g�tica; los narradores
apoyan su composici�n en el respeto a una l�gica narrativa, entendiendo por esta el 
conjunto de elementos recurrentes que configuran su estructura y que delimitan sus 
fronteras con respecto a movimientos cercanos; suspense, terror y tendencia al exceso 
subsisten en estos relatos remitiendo a un m�s que palpable sustrato g�tico.
La percepci�n de esta literatura g�tica implicaba una manera de leer y estructurar el 
relato atenta a una consideraci�n compleja y global de la realidad, algo mucho m�s 
misterioso, inquietante y perturbador de lo que pudiera parecer a simple vista (Barella, 1994: 
11). Parte, como apuntara David Roas (2001: 17), de una obligada ruptura del orden 
establecido, de una trasgresi�n de nuestra realidad cotidiana9. Los personajes de aquellas 
novelas se encontraban, a su paso, con una serie de seres o situaciones extra�as e 
inexplicables que transgred�an y pon�an en jaque aquella realidad objetiva. En torno al 
elemento que provoca la transgresi�n se organiza cada uno de los relatos que ahora 
analizaremos; as�, el monstruo del bosque que persigue a la ni�a en “El lago”, de Espido 
Freire o la presencia inmutable y asediante del Maestro en “Vampiros en Weimar”, de 
Ricardo Men�ndez Salm�n, se revelan como elementos que no solo amenazan la 
disposici�n de nuestro mundo sino que provocan, del mismo modo, una profunda sensaci�n 
de angustia y horror en los personajes y por extensi�n en el lector. 
En efecto, en el marco de la novela g�tica, estos seres son, ante todo y m�s all� de 
su innegable responsabilidad en la transgresi�n, aut�nticos objetos de terror y como tales 
son utilizados por los escritores, para conseguir el anhelado efecto de lo sublime10. De 
9 La novela g�tica, como subg�nero impulsor y a la vez dependiente del g�nero fant�stico necesita de 
la obligada ruptura del orden establecido. Este aspecto ha sido estudiado en profundidad en nuestros 
d�as por David Roas (2001, 2002, 2008) quien sostiene que la irrupci�n de lo sobrenatural en el 
mundo real y, sobre todo, la imposibilidad de explicarlo de forma razonable es el �nico rasgo 
definitorio del g�nero fant�stico y a�ade ”La transgresi�n que define a lo fant�stico solo se puede 
producir en relatos ambientados en nuestro mundo, relatos en los que los narradores se esfuerzan 
por crear un espacio semejante al del lector” (Roas, 2001:17-18).
10 Fue precisamente el fil�sofo Edmund Burke (2005: 86-87) el primero que, percat�ndose de este 
hecho, supo ver los efectos del miedo y su contribuci�n a lo sublime cuando afirm�: “No hay pasi�n 
que robe tan determinantemente a la mente todo su poder de actuar y razonar como el miedo. Pues 
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hecho, el miedo alcanza de la mano de los g�ticos el estatus de elemento est�tico; se 
convierte, como se�alara Molina Foix (2003: 25), en “algo m�s que un tema o una actitud, 
puesto que influye en la forma, el estilo y las relaciones sociales del texto”. El empleo del 
miedo como mecanismo constitutivo y estructurador se aprecia con claridad en los nuevos 
relatos y, de esta manera, asistimos atentos a la “inquietud” que sobrevuela el texto y al 
personaje principal de “La mansi�n del p�ramo” de Lourdes Ventura, a quien la curiosidad 
puede m�s que el miedo en el momento de adentrarse junto con el lector en los 
subterr�neos malditos de la casa. 
La ma�ana se fue oscureciendo poco a poco y a eso del mediod�a una niebla espesa cay� 
sobre el p�ramo. Me sent� afiebrada y alcanzaba a percibir m�s ruidos de lo normal 
procedentes de la galer�a que comunicaba con el s�tano. Estaba aterrada, por eso no se de 
d�nde saqu� fuerzas para llegar hasta la lavander�a y rebuscar en el armario la llave de las 
termas. (Ad�n, 2008: 179)
De la misma manera, en “El relevo” de Merino, nos sentimos part�cipes del terror que 
sufre el personaje que se debate entre el p�nico que le provoca el contacto con estos seres 
por su papel de cazavampiros y la extra�a fascinaci�n que sufre ante su presencia y as� se 
lo refiere el mismo Dr�cula:
[…] al llegar percibiste inmediatamente la sensaci�n, aquella emanaci�n putrefacta que tan 
embriagadora y hasta sabrosa te result� en la ni�ez, cuando llegaste a restregar tu cuerpo 
con el de aquella oveja muerta […] Y es ahora, por fin. Has comprendido qui�n eres, qui�n 
soy, la trampa que al fin ha hecho que nos encontremos. (Cerrada, 2008: 38-42)
La transgresi�n provoca, asimismo, una serie de preguntas y saca a la luz una 
sucesi�n de enigmas o misterios a los que el protagonista del relato g�tico est� obligado a 
el miedo, al ser una percepci�n del dolor o de la muerte, act�a de un modo que parece verdadero 
dolor. Por consiguiente, todo lo que es terrible en lo que respecta a la vista, tambi�n es sublime [...]; 
es imposible mirar algo que pueda ser peligroso, como insignificante o despreciable [...]. Es el terror la 
fuente de todo lo sublime”. El miedo se alza, seg�n este fil�sofo, como condici�n indispensable para 
poder provocar el sentimiento de lo sublime, puesto que recordamos el dolor y la amenaza de muerte 
m�s vivamente que el placer (Lovecraft, 1989: 9); dicho de otra manera, el miedo no suscitar� la 
intenci�n deseada en el lector si este no dispone de un verdadero sentimiento de lo sublime. Y, por 
supuesto, cuanto m�s completa y unificadamente consiga un relato sugerir dicha sensaci�n, m�s 
perfecto ser� como obra de arte de este g�nero (Lovecraft, 1989: 12).
Ann Radcliffe (Clery, 2000: 168), madre del g�nero g�tico, en la misma l�nea de Burke, supo tambi�n 
desde el principio que la clave de toda novela g�tica estaba en la consecuci�n de este efecto. Deb�a 
ser el terror, seg�n la propia escritora, el motivo que caracterizase a este tipo de literatura, evitando, 
por completo, cualquier s�ntoma de repugnancia que m�s que miedo infundara horror.
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enfrentarse. Estos misterios se muestran cargados de una enorme complejidad, como 
explicara Macherey (1978: 40-46), pues cada objeto, cada situaci�n, cada hecho, cada 
personaje incluso, parecen esconder algo: un pasado oculto, un secreto disperso y 
fragmentario que guarda relaci�n con los acontecimientos y que supone una b�squeda 
hermen�utica que constituye el verdadero proceso de la narraci�n (Ramos G�mez, 1988: 
34). Desde el comienzo de estos relatos sabemos que hay algo misterioso, ininteligible, 
terror�fico, detr�s del elemento trasgresor, algo que se manifiesta fundamental, pero que, sin 
embargo, se nos presenta como desconocido11. As�, la protagonista de “La mansi�n del 
p�ramo” de Lourdes Ventura deber� descubrir, paso a paso y a su medido tiempo, el 
secreto que se esconde tras la supuesta maldici�n de la familia, las sucesivas prohibiciones 
y los extra�os ruidos que provienen de los subterr�neos12.
Y puesto que la l�gica narrativa del modo g�tico consiste, sobre todo, en retrasar la 
revelaci�n �ltima que pondr� fin a la aventura del protagonista y al texto, el relato durar� 
entonces lo que dure el misterio; cuando la realidad o la explicaci�n se imponen, el relato 
llega, inexorable, a su fin. Esta t�cnica del suspense es empleada con frecuencia por los 
nuevos narradores. En “Carta dirigida a las novias de Dr�cula” de Carmen Posadas, el 
conde, sin abandonar su papel, se pone en la piel de un detective; trata de recuperar los 
enigmas que rodean a los terribles asesinatos que se han venido cometiendo en Londres a 
finales del siglo XIX13. La intenci�n sin embargo, y he aqu� la novedad del texto, ya no es 
solamente
delatar sino el hecho de encontrar un ser que se sit�e a la altura de su condici�n: 
“el enorme privilegio de la vida eterna”, “un colega del mal, un transgresor” (Cerrada, 2008: 
64) y acaba por descubrir la identidad del asesino m�s famoso de todos los tiempos (Jack el 
Destripador). La personalidad cambiante de los personajes como recurso g�tico, esconde 
una inversi�n de valores que complica el entramado del relato; el que trata de resolver el 
11 Se trata de un mundo lleno de trampas, vac�os, incertidumbres y espejismos que Rosalba Campra 
justific� gracias a lo que ella hab�a denominado, “el paradigma del silencio”; el silencio de personajes 
y narrador ante los hechos planteados y los vac�os en la casualidad de los acontecimientos vendr�an 
a justificar las fracturas e interferencias que dificultan el acceso al saber que el lector busca. Vac�os 
estos que solo podr�an ser cubiertos e interpretados, seg�n este autor, acudiendo a “la autonom�a de 
las leyes de la ficci�n y cierta regularizaci�n cultural del texto” (Campra, 1991).
12 Las maldiciones que sobrevolaban el relato de los acontecimientos y que sacud�an a sus 
personajes pueden considerarse motivos recurrentes por estar presentes en los mismos fundadores 
del g�nero g�tico. Horace Walpole inicia su Castillo de Otranto con la maldici�n que asedia a su 
se�or y que tiene que ver con el verdadero heredero del propio castillo.
13 Id�ntico esquema encontramos en “La mirada del deseo” de Paula Izquierdo. El relato se estructura 
en torno al juego detectivesco que se establece entre el doctor Frankenstein y el monstruo: “[…] el 
monstruo dej� en distintas ocasiones a lo largo de mi persecuci�n, como ya he dicho, rastros para 
que yo pudiera seguirlo en un juego macabro y sin fin. A veces, perd�a sus huellas y �l se encargaba 
de que las retomara. Su forma de estimular mi olfato, mi intuici�n y mis fuerzas para continuar las 
pesquisas para darle caza fue m�s cruel de lo que uno pueda imaginar” (Ad�n, 2008: 52).
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misterio es un ser maligno y el asesino es, aparentemente, un respetable escritor de cuentos 
infantiles (Lewis Carroll), pero el esquema sigue siendo el mismo: la b�squeda de un enigma 
en medio de un ambiente hostil en el que nada es lo que parece ser.
A crear esta ambig�edad y confusi�n contribuye, del mismo modo, la frecuente 
narraci�n en primera persona y a veces en forma epistolar, presente en todos y cada uno de 
los relatos. Seg�n se�alara Todorov (1982: 101-103), la utilizaci�n de la primera persona es 
la �nica caracter�stica fundamental que debiera respetar este tipo de relatos. Al identificarse 
ambas funciones (narrador y protagonista), en “El pr�ncipe de las tinieblas” de Mart�n Garzo, 
por ejemplo, encontramos, por un lado, que la historia resulta cre�ble para el lector, que no 
desconf�a de la veracidad de los acontecimientos contados por quien los ha vivido 
(bas�ndose en la precisi�n de fechas y lugares con que ilustra la historia: Valladolid a 
mediados del siglo XX); pero, al mismo tiempo, somos conscientes del enga�o al que nos 
somete este, pues, a�n conociendo de antemano el devenir de la historia, su papel de 
narrador “tramposo” le insta a retrasar al m�ximo el esperado desenlace final. 
Del mismo modo, la complejidad narrativa aparece apoyada tambi�n en una serie de 
relatos o historias paralelas que se superponen provocando cierta sensaci�n de caos. Estas 
nuevas narraciones, a pesar de su brevedad, heredan de las novelas g�ticas la estructura 
de caja china que remite directamente a la esencia misma de la novela g�tica: la b�squeda 
del exceso. Ra�l Guerra Garrido en “Te proh�bo contarlo” emplea esta t�cnica al alternar 
historias de diferente �ndole, distantes en el tiempo y en el espacio y que no parecen 
mantener relaci�n alguna con la trama inicial. Se trata, en realidad, de un intento por 
mantener y aumentar la tensi�n del discurso narrativo.
Esa tendencia al exceso, muy del gusto de los narradores g�ticos, entronca 
asimismo con la repetici�n casi obsesiva de horrores y situaciones repugnantes, as� como 
con una compleja y reiterada escenograf�a de elementos terror�ficos. Estos escritores 
tend�an, por una parte, a adornar sus relatos con todos los horrores del pecado, de la 
putrefacci�n y de la corrupci�n f�sica, en su pretensi�n de enfrentar al lector con todo 
aquello que abominaba y le repugnaba14; la intenci�n no era otra sino conseguir neutralizar 
14 Las novelas g�ticas sol�an enfrentar al lector a temas prohibidos o temas tab�, logrando que este 
se identificara con el dolor padecido por los protagonistas. Se trataba normalmente de contenidos 
condenados y censurados que, frente a lo esperable, no sol�an aparecer, por lo general, expuestos de 
manera evidente (porque al fin y al cabo “todo lo que tiene que ver con el deseo debe permanecer 
siempre en la sombra. Lo que no puede nombrarse, eso es el deseo” (Cerrada, 2008: 83), sino que, 
en la mayor�a de las ocasiones, son tan solo insinuados por sus autores. Uno de estos denominados 
temas tab� que se recrea en el exceso era el sexo, que encontramos planteado como motivo 
recurrente, del mismo modo, en “la mirada del deseo”: “Aquella vez fue ella la que se despoj� de la 
ropa poco a poco, deteni�ndose en cada prenda. Debajo del vestido de seda, floreado t ajustado en 
la cintura, llevaba una especie de vestidito negro con trasparencias. �l la miraba extasiado desde el 
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su desagrado mediante la siempre perseguida fascinaci�n. Lo vemos claramente en “La 
mirada del deseo”, de Paula Izquierdo, narraci�n en la que el capit�n de un barco, refiere al 
destinatario, en la que cree ser su �ltima noche, las desgracias que por culpa del monstruo 
sufri� a la largo de su vida el Doctor Frankenstein. El relato de sus incesantes 
persecuciones alterna con el terror y las continuas, y hasta desproporcionadas podr�amos 
decir, im�genes expl�citas que sacan a la luz la repugnancia que �l mismo siente ante la 
presencia de este ser maligno. La descripci�n f�sica que de Renfiel encontramos en 
“Vampiros en Weimar” de Men�ndez Salm�n, muestra, del mismo modo, esta b�squeda del 
exceso: “un ser viscoso, sucio, putrefacto […] un f�tido hijo del vampiro. Un torturado. Un 
esclavo. Un hechizado” (Cerrada, 2008: 15). 
Ser� el ambiente g�tico, sin embargo, esa escenograf�a espeluznante, sublime y ya 
t�pica15 a la que con m�s frecuencia se acuda en estos relatos para crear ese efecto 
deseado. Pero, ¿qu� podr�amos decir de aquel escenario de terror, de aquel tel�n de 
pesadilla, de aquel artificio terrible y asfixiante que hered� el Romanticismo y sin el que la 
novela g�tica perder�a sus significaciones primeras? ¿Qu� puede quedar de todo aquello 
traspasado el umbral del siglo XXI? Narradores como �ngeles Caso, con “La vida era amor”, 
optan por sacrificar la necesaria verosimilitud del escenario reconocible por el lector, en 
favor de la fidelidad al modelo cl�sico, en el que imperan los escenarios remotos y los 
paisajes sublimes a la manera de Radcliffe. La escenograf�a g�tica del exceso se manifiesta 
en la sala principal de Villa Diodati, donde Mary Shelley, protagonista del relato, engendr� el 
Frankenstein “la noche en que (en la pretensi�n de jugar impunemente con lo innombrable) 
lecho, viendo c�mo ella arqueaba la espalda, toc�ndose los pechos, gust�ndose, d�ndose los 
caprichos que luego compartir�a con �l” (Ad�n, 2008: 59).
15 Ser�a de nuevo Edmund Burke el encargado de determinar y fijar, desde el punto de vista est�tico,
las propiedades del espacio g�tico, estableciendo una distancia m�s que considerable con la tradici�n 
anterior. Habla de un espacio determinado por la intersecci�n de una serie de elementos 
imprescindibles, sin los cuales, no se podr�a caracterizar cierto texto como perteneciente a este 
g�nero; inmensidad, infinidad, oscuridad, soledad o brusquedad como elementos constitutivos de lo 
sublime, determinan el espacio de estas novelas convirti�ndolo, m�s que en espacio referencial, en lo 
que podr�amos denominar espacio est�tico. Los narradores g�ticos no solo pretenden facilitar al 
lector la labor de percepci�n de los acontecimientos de la historia, sino que tambi�n intentan hacerles 
part�cipes de la magnificencia y sublimidad del mismo. Kant, tambi�n en esta misma l�nea, lo calific� 
de espacio terror�fico, repleto de l�bregas encinas, alamedas sombr�as y secretas, t�tricas sombras, 
luces tenebrosas, y todo envuelto en una oscuridad espeluznante, fr�a, casi apocal�ptica. Una 
escenograf�a, antesala de lo que a�os m�s tarde ser�a el paisaje rom�ntico, extrema, cercana a la 
teatralidad, la misma boca del infierno. Este espacio sublime lo encontramos descrito en el relato 
Gustavo Mart�n Garzo “El pr�ncipe de las tinieblas” y en el de Lourdes Ventura “La mansi�n del 
p�ramo”: “la niebla baja envolv�a la noche. Los �rboles del paseo del pr�ncipe, en la oscuridad, ten�an 
algo de cerrado, de herm�tico. Me pareci� que todos est�bamos prisioneros dentro de una gran jaula 
de la que no pod�amos escapar” (Cerrada, 2008: 94). Y: “Aqu� la niebla espesa y persistente era 
portadora de malos presagios […] la negrura de las colinas calcinadas que se alzaban en semic�rculo” 
(Ad�n, 2008: 165).
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