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preocupac10n "pedagógica" '(siempre y cuando advirta- mos que ésta no es una palabra que fuera posible invocar técnica, inocentemente, siendo una de las palabras más políticas que existen), así como de las costumbres del tra- bajo en el consultorio, bien apto para ser pensado como un interminable trato con la variación, aun con la más mínima. En otro sentido, la intertextualidad psicoanalítica -se verá el esfuerzo por no incurrir en exclusiones y particio- nes demasiado groseras, esfuerzo más que seguramente fallido por los límites del que firma una escritura- a su vez está pensada en el libro como un juego de variaciones cuyo tema, por otra parte, no se termina de ceñir: ya no estamos en los tiempos en que se creía conocer "el obje- to" del psicoanálisis. Hasta ocurre que eso hace pensar a algunos en un psicoanálisis sin objeto. Por mi parte, es- taría dispuesto a pensar que al menos alguna de las di - recciones en que una proposición tal puede emprenderse, contiene una promesa de lo más vivificante. 10 'r í r r é:. ~ I ,. 1 \ 1 ¡ l .. ~ ' r ¡ t ! 1 I' ~ 1:¡ '· 1 ¡' I~ ... l. PROBLEMAS DE ESCRITURA Empezaremos por algunos problemas de escritura: el material -escuchado por mí en posición de supervisor-1 corresponde a una niña de 6 años, presuntamente psicó- tica (es el diagnóstico previo que se me comunicó). Lo que extraje es una secuencia,2 una secuencia que ella repite, no sólo en el curso de una sesión, sino a lo largo de va- rias . Tal tenacidad en la repetición la constituye en enig- ma, pero, como veremos, nos trae algo de más, un azar afortunado, proporcionándonos un modelo que nos per- mitirá abordar una serie de cosas. Escribiré una prime- ra versión de este modelo bajo la forma, precisamente, de una secuencia: Cuerpo madre --------... espejo pizarrón (hoj a ) l. El mater ia l me fue narrado en Porto Al egre, en el curso ele un seminario dictado en 1989, por una colega brasileüa cuyo nombre no he logrado retener. Si esto llega a su lectura , vaya mi agradecimiento. 2. Des taco la palabra en bastardilla a los efectos de rescatar este término, que en los textos de Winnicott configura un verdadero con- cepto, sólo que indicado a través de referencias tan mínimas, tan di- 11 1 El punto de partida todavía no permite sospechar lo que sucederá: la niña -que está junto a su madre, pre- sente en la sesión- comienza por alejarse de ella, sale de allí. Llega a un espejo, disponible entre los elementos del consultorio, donde tiene lugar una acción poco habitual: ha agarrado una tiza y dibuja sobre el espejo algunos de sus propios rasgos, reduplicando así -pero de una mane- ra discontinua, fragmentaria- su imagen en él reflejada (reflejo de conjunto, imagen global que no parece bastar- le, puesto que intenta ese sobreañadido). Siempre con la tiza en la mano reanuda su camino hasta detenerse fren- te a un pizarrón (en mi esquema agregué "hoja" entre pa- réntesis, porque lo que allí sucede de hecho podría tam- bién ocurrir ante una hoja de papel, y, como superficie de inscripción, el término "hoja" posee un potencial de gene- ralización mayor). Ahora frente a este pizarrón, la niña intenta, hace el gesto, pero fracasa: no consigue trazar ni la más pequeña raya sobre él; la mano, súbitamente im- potente o invalidada, se detiene y cae antes. Muestra sig- nos inequívocos de malestar o de angustia, y acaba por comerse la tiza. Tras lo cual vuelve al espejo y reinicia su tarea de copiar rasgos ele sí sobre su propia imagen, de la misma forma discontinua, en fragmentos, como ya seña- lamos. 1 HE!cho que la volverá a impulsar hacia el piza- rrón, a fracasar ele nuevo; el ciclo de idas y venidas entre seminadas aquí y allá, que puede entenderse que haya sido inadver- tido (un excelente lugar para encontrarlo un poco más explicitado puede localizar:; e en un trabajo tardío: en Exploraciones psicoanalíti- cas, t. I, Buenos Aires, Paidós, 1991). Por lo menos, caben dos indica- ciones: 1) que Winnicott establece la posibilidad de la construcción de una secuencia como un logro psíquico fundamental, pleno de implic cancias patológicas en sus fallos y fracasos, y 2) que el primer lugar, el lugar por excelencia, para dicha constitución es el campo del jugar. Allí es donde el niño tiene la posibilidad de construirla. 3. Éste es un hecho muy asociable a los dibujos donde el contorno (por ejemplo, del cuerpo humano) es discontinuo, "en flecos'', lo que ha 12 ~ .fr ¡ .'.r'1 ¡r .J f ' 1 ... 1 ' ¡-,, ,;'' '1 ... !;" ¡L ¡ ( ,, ¡:.. t ¡, i 1 l. espejo y pizarrón tenderá a reproducirse indefinidamen- te, en una circularidad sin aberturas. (En cada ocasión se repite el comer la tiza.) Empezaremos a comentar esta notable observación con algunas preguntas. La primera: ¿qué pasa aquí? (para situarnos en un plano clínico aún elemental pero insoslayable). Aparen- temente, el comienzo no estaba mal para un niño: ella había arrancado a partir del cuerpo materno para diri- girse hacia otro sitio. ¿A partir de qué momento las cosas empiezan a andar mal, a complicarse como en una im- passe? Dar un principio de respuesta a esto ya obliga a la complejidad. Por de pronto, porque hay más de un enig- ma en la extraña secuencia: ¿por qué no consigue hacer en el pizarrón siquiera una rayita, teniendo una edad en la que ya encontramos al sujeto encaminado a escribir su nombre, o al menos ensayando letras?, ¿por qué se come la tiza como inesperado desenlace de ese fracaso que pa- rece sumirla en la angustia?, ¿por qué retorna al espejo? y, en especial, ¿por qué sobre él sí puede dibujar?, y ¿por qué este sobreañadido de rasgos superpuestos a los ya allí reflejados, claramente ofrecidos a la percepción, com- portamiento éste nada habitual en un niño? Y, suplemen- to de interrogación: ¿a partir de qué factores los elemen- tos de esta secuencia se desencajan? Antes de seguir adelante con el peso de estas pregun- tas quizá sea más adecuado inventariar lo que ya tene- mos, a fin de determinar con qué contamos para nuestra inquisición. En principio, tres lugares que la secuencia · planteada delimita, tres lugares cuyo recorrido no culmi- na en un acto de escritura. El primero es el cuerpo de la sido señalado como característico en producciones esquizofrénicas. La afección de la superficie es clara. Véase mi libro El nilio y el signifi- cante, Buenos Aires, Paidós, 1993; en particular el capítulo 4. '13 madre; escribirlo así ya trae una multiplicidad y una multiplicación de resonancias para el psicoanalista, par- tiendo de un hecho litera l: el cuerpo de la madre es el pri- mer lugar donde vive el m amífero que aquí nos ocupa. Ya desde Freud este sencillo dato "biológico" provoca un irres istible entramado de m etáforas. Bástanos de mo- mento recordar que el vivir en el cuerpo de la madre es un acontecer psíquico y no solamente físico (mantenién- donos por ahora en estas categorizaciones ya excesiva- mente deficientes , pero siem pre en vigencia en nuestra cultura, en tanto hacen a sus fundamentos míticos), acontecer del que un psicoan alis ta tiene numerosas opor- tunidades para ocuparse. Más aún, no puede evitar h a- cerlo, le guste o no. Esto es todavía más válido, y con más razón , para el psicoanali sta que trabaja habitualmente con nii'ios. A continuación reconocemos un segundo lugar, situa- do en una ele las paradas ele la niüa: el espejo. Sabemos que desde la introducción en la t eoría psicoanalítica del concepto de narcisismo , el espejo es un emplazamiento de extraord inaria importancja en nuestra reflexión. Por último nombramos como hoja (el pizari'ón en la secuen~ia clínica) un tercer espacio menos considerado, o cons iderado menos abiertamente por nosotros los psi- coanalistas. Se trata básicamente de la hoja en blanco, precisemos. La problemática ele cómo algo de esta índole ll ega a constituirse, ha siclo bas tante poco examinada." Tres lugares pues,y cu atro momentos en este itinera- rio, considerando que la niüa, tras recorrerlos en orden, vuelve al espejo después de cada fracaso . Aquí la enume- ración de los lugares nos presta un primer servicio, al po- ner ele 1·elieve que, a lo largo de toda la observación, la ni- 4. Aunque ya podernos mencionar un libro como El nil'io del dibu- jo, de Mar isa Roclulfo rn uenos Aires, Paidós, 1992), qúe se ocupa de esta y otras cuest iones . 14 .. F~r.,. ¡,,•· ;. ~· t·. !'.'. 1· ' ~· .: f: h ¡+ ; ¡. ,. ' 1 i.1 'lt:· ·, r.:F-·· - ~~i.; ña nunca vuelve a donde está la madre, no desancla el ca- mino en su totalidad, se queda en el espejo. Conviene destacarlo , pues podría ser de otra manera (incluso se podría citar abundante material clínico al respecto). No lo podemos fundamentar ahora pero adelantemos la im- presión de que tal reversibilidad sería algo bastante más pobre, hasta nos haría correr el riesgo ele no descubrir es- ta secuencia y estos espacios como sí puede hacerlo una irregularidad. 5 Por otra parte, la manera misma en que la niüa enca- dena sus pasos lleva a pensar que ella trata de resolver algo en el espejo, algo que le pasa frente al pizarrón. Vuelve a aquél como si dijera: me olvidé algo allí, voy en su busca. Ésta es una hipótesis de trabajo que no parece forzar demasiado los hechos. Pero enuhciarla y tratar de sostenerla obliga a una nueva pregunta, de mayor complejidad que las anterio- res: ¿qué es lo que va a buscar, de vuelta por el espejo? Guí.a nuestra relación con esta nueva pregunta una apelación al paradigma, de esos que cualquier psicoana- lista invoca en su tarea. Imaginemos una niüa de 6 años más típica en sus procederes: colocada en una secuencia así no se detendría tanto ante el espejo (en todo caso, no para dibujarse en él); en cambio, una vez llegada al piza- rrón muy plausiblemente dibujaría una pequeña figura humana en él. Se dibujaría, al decir ele Dolto. Pero aun cuando nos rehusáramos a la "violencia" de interpretar algo en este sentido, quedaría en pie, inamovible, lo si- guiente: dibujaría muy habitualmente una figura huma- 5. Sobre este valor de irregularidad en lo que se elige como "mito de referencia" (y ya no como "ejemplo"), consúltese Lévi-Strauss, C. : Mitológicas, I. Lo crudo y lo cocido, México, FCE, 1972, capítul o I. De hecho, con esta observación, Lévi-Strauss desbarata toda la "regula- ridad" clásica que se le pedía a aquello que, en una exposición, fun- cionara como ejemplo . 15 I· 1 na (que también muy habitualmente podríamos recono- cer como femenina por diversos índices plásticos). Volviendo a nuestra niña, está suficientemente claro que ella se ve en el espejo; es más, ve que ella está allí. Pero también que eso no le basta, lo cual la lleva al pro- cedimiento de suplir añadiendo fragmentos de sus rasgos sobre sus rasgos, sin avanzar nunca, no obstante la repe- tición, al dibujo de la silueta entera. ¿Podríamos entonces conceptualizarlo como que se ve, sí, pero sin terminar de verse allí, sin la culminación en "júbilo" (Lacan)? Quizá nos ayude a clarificar el problema el recurso, que tan útil ha resultado en psicoanálisis, de distinguir entre el sentido literal y el figurado o metafórico (oposi- ción ésta también muy fértil y de mucho empleo en el análisis estructural) . Así sería posible pensar que la ni- iía se ve en el plano literal, pero falla en algo el verse, el reconocerse, el encontrarse a sí misma en el plano meta- fórico, no termina de implantarse del todo "toda" allí. No obstante lo cual hay que rescatar cierta posibilidad de hacer rayas, cierta posibilidad de trazo que respira en el espejo. Tendremos que interrogarla: el psicoanalista -y tanto más con pacientes severamente restringidos en su hacer- debe mantenerse muy atento y cuidadoso ante los fenómenos de trazo , por mínimos que aparenten ser. Considerar las cosas desde otro ángulo nos abrirá a nuevos matices en nuestra interrogación: ella emprende un camino, digamos un viaje; en esos casos no sólo la co- tidianeidad, el mito, el cuento, nos enseñan que siempre el héroe del relato acarrea algo consigo (algo a su vez ne- cesario para realizar cumplidamente su camino). Pero aquí hay algo que la niña no puede transportar, y si bien llega al pizarrón tiza en mano, no ha conseguido llevar hasta él la posibilidad de dibujar, todo lo que en un pe- queño de esa edad se manifiesta de una manera tan im- presionante como potencia de trazo. ¿Qué ha sucedido para que este acarrear fracase de semejante modo? 16 I·.~.· " ~ ~ r~ f ~· j f ~' ~ ~ ~ f · 1 t ~1 t! ', ';, I ~' i]• 1& m ii ¡¡, ~· f., ~\' l'' Jj' ~,. ,1 ¡·ti ¡.' f' r :¡.: 1f' 1¡ il. ¡; ), :f • ·k •!; $" .. ¿Y tiene que ver con esto el que la tiza sufra tan extra- ño tratamiento al cabo del trayecto? Pongámoslo así: en el segmento que media del espejo al pizarrón, la tiza ex- perimenta una devaluación en su estatuto de ente: de medio de escritura a objeto consumido bajo todos los sig- nos de la desolación, desolación todavía redoblada cuan- do la niña la come; ¿no es la soledad más extrema el que- darse privado de todo instrumento de escritura? Tamaña capitulación podemos desplegarla con más precisión de la siguiente manera: donde debía emerger el gesto de la mano que traza, determinando con su acto la constitu- ción de un espacio nuevo, habitualmente oculto, recu- bierto por la miríada de garabatos que en verdad tejen su trama, tiene lugar - en cambio- un comportamiento oral harto más antiguo. El gasto de la tiza no deja un exce- dente de escritura. ; '· Pero esta inesperada reaparición del elemento oral, ¿no nos ·conduce por sí misma a la relación y al espacio del cuerpo de la madre donde aquella pulsión se encla va tan firmemente? Entonces, si esto es así, desembocamos en una nueva pregunta fundamental para nuestro examen de la situa- ción (y para el desarrollo que a partir de ella queremos hacer): ¿qué es lo que no comió de la madre, en la madre, con la madre, que debe ahora restituir comiéndose la ti- za?, ¿qué es lo que no comió de la madre que hacía falta para hacer trazo sobre el pizarrón? (Conviene tener presente, además, que la respuesta de la niña ante aquél es de lejos el momento de mayor in- . tensidad afectiva de toda la secuencia. La angustia y la desolación testimonian que la niña es consciente a su manera de su fracaso , lo cual es congruente con los es- fuerzos vanos para regresar a él en otra posición, por arreglar su estatuto. Es tan cierto que no lo logra como que de eso se duele.) 17 Nuevas preguntas que necesitamos acarrear, teniendo en cuenta que no soltarlas ni perderlas de vista nos va a llevar por un extenso y nada recto camino. ·Podemos proseguir estos juegos de acercamiento (que se van variando entre sí)" planteándolo ahora de esta manera: el pizarrón deviene para la niüa un muro impe- netrable, contra el cual se estrella silenciosamente, en lugar de funcionar como una superficie abierta al trazo. ·Un muro que se opaca. Comparemos esta escena con la de cualquier niño sorprendido por el acontecimiento, que accidentalmente ha causado, de una hoja de papel ma- marracheada, atiborrada de rayas: vemos cómo el cuerpo fl exible de esa hoja se ilumina para él con la alegría del descubrimiento (y retengamos aquí este afecto por exce- lencia, de tanta trascendencia como el de la angustia en la subjetivación, sólo que muy descuidado por el psicoaná- lisis). ; Digamos que , mucho más allá de la anécdota, nos guiamos por esta capacidad de un niüo para dejar mar- cas, hL¿ellas de su paso, en toda evaluación que de él ha- gamos. La mejor "definición" que la experiencia y la pers- pectiva ' psicoanalítica puede enunciar de la subjetividad 6. Es preciso explicitar es ta referencia a la va riación como proce- dimiento fund amental de la música (podría decirse que el hecho mu- sica l consiste, e.merge, nace conla variación más o menos sistemática de una secu encia sonora); el movimiento de giro que en este capítulo va produciendo preguntas en torno de Ja secuencia clínica punto de partida trans fi ere este resorte de la variación a otro campo, y no por mero azar metodológico: he insistido sobre la textualidad musical de lo qu e ll amamos el inconsciente, y desde hace mucho; véase mi traba- jo "Cinco piezas fáciles", de 1979, convertido con el tiempo en un ca- pítulo de mi l.ibro Estudios cUnicos (Buenos Aires , Paidós , 1992). Par- ticularmente toda la problemática de la diferencia repetición se deja abordar más e fi cazmente en un sólo término, precisamente, el ele va- riación . 7. Elementos para subsanar este descuido histórico , en mi peque- r1o estudio "El juego del humor", R evista de EPSIBA , nº 2, 1995. 18 ... ¡•:' . t~ ,·, ~ .; .(·· t '\ '\ \ emergente es describiendo a un ser que deja nwrcas por todos lados; en los oídos que perfora el grito , a través de los objetos que arroja, que rompe, que hace sonar, en las composiciones heteróclitas de lo que junta (la baba o el moco en el chiche y ya parte del chiche), vale decir, nw- cho antes del acto "inaugural" de las rayas en el papel, y por muchos otros medios (de escritura). El mismo llama- do del niüo -que el psicoanálisis hizo célebre como de- manda, aunque no es del todo igual- nos deja una hue- lla del amor que nos pide, bajo la forma de la extracción más feroz . (Ferocidad de la extracción inmortalizada por Melanie Klein, neutralizada en los retratos contemporá- neos del niüo donde la psicología se desenfrena en lo que Winnicott condenaba con el nombre de "sentimentalis- mo''.) Ahora bien, este curso de pensamiento ha de califi- car como algo verdaderamente grave el que un niño no encuentre el modo de marcar una superficie, valga el ca- so de la del pizarrón, una vez cumplidas determinadas condiciones de edad y de funciones de contexto. ~ Evocamos por contraste asociativo esa figura popular (y psiquiátrica) del loco golpeando su cabeza contra el muro, justo en la medida -estamos ahora en condiciones de escribir- en que la mano no atina a esculpir la carne en la pared. Entonces se estrella. Lo que el vocabulario lacaniano coriceptualiza pasaje al acto se esclarece por este sesgo: al no ser posible escribir algo en la forma de una huella, marca, trazo , sobre una superficie que se de- ja penetrar, el intento extremo, ciego y desesperado es es- cribirlo con el cuerpo sobre el cuerpo, así sea €3trellándo- lo desde un balcón (Lacan había señalado la función del 8. La secuencia de "la niña de la tiza" también puede cotejarse, con ventaja, con el modelo de la "situación fija" de Winnicott, a su vez vuelto a desplegar por mí en otro capítulo del libro citado en la nota 6: "De las fobias universales a la función universal de la fobi a" . Par- ticularmente, el ángulo del agarrar, profundamente socavado en esta niña, si uno deja atrás un enfoque conductista. 19 marco de la ventana en la defenestración suicida; agre- garía que ese marco de ventana le acude a él porque no es un muro y deja pasar aunque más no sea la muerte),9 lo que debe ponerse en relación con un elemento que, an- teriormente a este pasaje al acto, funcionó como un muro opaco a toda escritura. La problemática de si algo funciona o no como super- ficie de inscripción es comentada por otro paciente niño de una manera que permite el registro de un aspecto di- ferente. Se plantea co;mo la apertura de un cuerpo que permanece cerrado. El paciente, niño también, dedica gran número y gran parte de sus sesiones a practicar un orificio en una masa compacta y grande de plastilina. Pa.- ra su edad, esto es duro "en serio". Mientras lo hace, no faltan comentarios asociativos: esta gran masa está com- puesta de materiales radiactivos, sintéticos, extraterres- tres, en todo caso invariablemente de una naturaleza muy particular, extraña u hostil al trazo. Los agujeros que en ella se logren hacer, son siempre insatisfactorios desde el punto de vista del deseo de dejar marcas. Introduciremos a continuación un fragmento de mate- rial de otro paciente, en este caso tratado por mí. Para este niño, el espacio "hoja de papel" es accesible en pri- mera instancia, pero su dificultad se ciñe a una acentua- da demora en prenderse a la lectoescritura. La primera reacción llamativa al respecto, ya en el curso de su aná- lisis, es romper en minuciosos pedacitos una hoja sobre la cual no había conseguido escribir letras identificables como tales. Esto es pensable para nosotros como una transformación del comerse la tiza: 9. Lacan, J.: Seminario. La angustia, Buenos Aires, Escuela Freu- diana de Buenos Aires, 1986. 20 \ "·:'· 1!· ,. !:: ' ... comerse la tiza ~ (medio de escritura) comportamiento oral ~ romper la hoja (espacio de escritura) comportamiento sádico- muscular (o anal) ¿Se trata de una puesta en acto de algo roto en él, que así se espeja en la destrucción en pequeños trozos de la hoja? Leerlo así, en todo caso, da al hecho una trascen- dencia muy otra que la de una "conducta" adaptativa- mente poco exitosa. (Como decir que, entre las terapias, sólo el psicoanálisis se abstiene de banalizar esfas pro- blemáticas de escritura y otorgarles todo su estatuto en tanto tales.) Prosigamos con la asociación de diversos materiales a este naciente paradigma; no dejamos de hacer una mo- desta "aplicación" del método inventado por Freud a par- tir de La interpretación de los sueños, consistente en la contraposición diferencial: el primer paso es acumular materiales fragmentarios descansando en la suposición de que se van a interpretar los unos a los otros. 10 Esta vez se trata de un niño que deja escrito esto en el pizarrón: 10. En el capítulo IV de esa obra, poco antes del sueño del "tío ,Jo- sé", Freud caracteriza este procedimiento como el de agregar a una dificultad otra nueva, esperando cierto efecto de retroacción. Más adelante, en las páginas del capítulo VI consagradas al simbolismo onírico, Freud extrema esa acumulación exasperando las yuxtaposi- ciones. La confianza en el efecto de iluminación así producido -sin 21 Es un niiio de 5 afíos a la sazón, en análisis por una neurosis fóbica de envergadura. Según él, lo hecho sella- ma "pasto montaiioso". Es de hacer notar la direccionali- dad de un mo vimiento por el cual lo que empezó siendo un garabato -o un mamarracho, según se lo conoce entre nosotros- va virando hacia la forma de letras definidas. En es te sentido, el niño se va adentrando en la hoja, se establece con creciente firmeza en ella, al pasar de las curvaturas indeterminadas del t razo de garabato a la precisión que requi ere la confección de una letra por to- dos reconocible. Cons ideremos ahora lo s iguiente: También producto ele un niño aún en los 5 aüos. Aquí los arabescos del garabato desembocan en una culmina- ción inesperada, el "yo" que - sin solución ele continuidad a lguüa- emerge de ellos. Como en el caso del "pasto rn on- que ape nas te nga que in terven ir el "au tor", "rebaj ado" al ofi cio de compilador ele sueños-. es ex pli citada por Freud. Mu chos a ti.os más tarde (1964) Lévi-Strauss su brayará que los mitos se interpretan en- tre sí. 22 ,.~~ \. taüoso" (pero de manera más intensa y acusada) el ma- terial nos indica un camino, hecho de pasos de adquisi- ciones, que nuestra niña de la tiza no ha podido recorrer. Conviene detenerse un poco en la factura del trazado: el nifi.o empieza por abajo hasta llegar al "yo" en lo alto: de ser la hoja un espejo, este "yo" correspondería aproxi- madamente al emplazamiento del rostro en él, es decir, a la zona corporal más intensamente subjetivada. Vale la pena proporcionar alguna contextuación a su dibujo: es un niño de 5 años que no presenta ninguna neurosis de- clarada, no como el anterior; la inquietud que lleva a los padres a consultar es su percepción de un esfuerzo del hi- jo porasumir actitudes de "grande", nótase esto en el so- bredimensionamiento de su vocabulario así como en pos- turas de relacionamiento; en una de las primeras entrevistas me preguntó sobre mi actividad analítica (los padres eran colegas) afectando los tics de un par. (Había que sopesar todo esto cuidadosamente, para no maltra- tar o desconsiderar los elementos de genuina precocidad de los que un niño de esta modalidad suele estar dotado.) Por otra parte, observé que, al lado de las letras que ya sabía hacer, inventaba otras que reemplazaban las que aún desconocía, cosa que no quería reconocer, racionali- zándolo todo con un "me gusta más inventar". Una acti- tud de esta índole , no siendo superada, puede dar lugar a futuras impasses en el aprendizaje, si el niño se obsti- na en experimentar el no saber como una mortificación humillante . . Éstas son las condiciones iniciales. El garabato en cuestión llega unos meses después, cuando, con 5 años · aún, ha comenzado la escuela primaria. Empiezo a notar que la sesión se llena de garabatos y de otros juegos de "rincón" típicos del jardín (hasta entonces había rechaza- do, con un "no es eso, te equivocaste", todas las interpre- taciones y señalamientos que apuntaran a un duelo, a un trabajo de despedida no exento de nostalgias y ambiva- 23 lencia en cuanto al período de su vida que iba dejando atrás). En alguna ocasión, estas actividades las comentó con un "es lindo hacer esto"; acompañé este proceso plan- teándolo domo una búsqueda de lo lúdico en él, como un mantener los puentes intactos y despejados con la fuen- te de donde salen los mamarrachos. Lo peor que le pue- de ocurrir a un niño (más aún con las tendencias mencio- nadas) es que lo que llamamos "crecimiento" (cuando no, "rendimiento") quede separado, en el sentido de la repre- sión, de lo informe potencial en la subjetividad humana. 11 Peor aún cuando esa disyunción es la plataforma de erec- ción de una "brillantez" fálica que colma los deseos de no pocos adultos. Precisamente puede leerse esa trayectoria donde el garabato conduce ya a los trazos de la lectoescritura co- mo una tentativa de integración que junta lo nuevo en emergencia y adquisición con la rica práctica temprana del garabato, plasmación de lo informe si la hay. Acen- tuada aquélla por su culminación no en cualquier térmi- no: el "yo" corona la entera operación (si no nos limita- mos a homologarlo con el yo ele la segunda tópica freudiana; sería un error grande, no apreciaríamos lFl conquista que el niño lleva a cabo) significando su estoy- ahí, su ser-ahí-subjetivo implicado en juego en esos tra- zos y sobre todo en la articulación "sintética" que reali- zan. i:! La conjunción de trazo mamarracheado con letra de código nos enseña de dónde salen las letras de la lec- 11. Recojamos cuidadosamente este término de Winnicott - cuya función estratégica no es equivalente al del ello freudiano y sí puede acercarse más al último real en Lacan- ; lo primero es procurar leerlo no ligeramente. Remito a las primeras páginas de Realidad y juego IBarcelona, Gedisa, 1982), haciendo la salvedad de una traducción no siempre satisfactoria. 12. "Sintética" a condición de: a) alejarse de la noción banal de un "resumen", de un comprimido; bJ también de la noción no menos ba- 24 toescritura, de ese tejido de garabatos, de ese tejido infor- me garabateante que ya es otra escritura y que a su vez nos enviará a escrituras más antiguas aún, según vere- mos. Y el éxito de este niño es verse allí, en el "yo" de ga- rabatos que ha logrado trazar, pero esto quiere decir que el pizarrón, sin dejar de funcionar como pizarrón, se ha transformado en un espejo. La niña que nos ha enseilado la secuencia inicial no conseguía reconocerse en algún trazo propio sobre aquél, ni, por otra parte, había concluido su dibujarse en el es- pejo. El niño del "yo" garabato, en cambio, no necesita del paso por éste; ya juega con mirarse en esos otros trazos. Su escritura del "yo" al cabo de los laberintos informes debemos asimilarla, en su estructura, a la de un niño más pequeño diciendo "nene" con alegría ante una super- ficie especular. 13 En el mismo punto en que la primera ni- ña practica el consumo oral de la tiza, él se enuncia y se ve "yo" (garabato). Sumados , ambos nos interrogan: ¿Cuántas cosas hubo que escribir (y que no solemos pen- sar como escrituras por un prejuicio logocén trico que "angosta" este término -reducción de la escritura a la es- critura fonética, que duplicaría la voz-) antes de poder escribir este singular "yo" jer.oglificado en lo informe de los trazados más espontáneos? na! de juntar sin conflicto, "superando" el conflicto; cl enlazarse al sentido kantiano, donde escribir "síntesis" o "sintético" es tanto como reconocer la formación de una diferencia., entonces, la apa rición de al- go nuevo, no contenido en los elementos precedentes. Pero ésta es to- da una meta en el trabajo psicoanalítico, a ella va la interpretación en lo que apunta a suscitar en el trabajo asociativo del paciente . 13. Marisa Rodulfo ha hecho notar cómo este dibujo del yo-gara- bato conjuga bellamente las instan cias del "moi" y del "je", según La- can las ha conceptualizado, al poner en juego una imago de reconoci - miento en simultaneidad con una instancia, y una práctica, de enunciación. 25 (Simultáneamente, estas ·d~ferencias se ofrecen a los juegos -y a las necesidades- del diagnóstico diferencial en psicoanálisis.) Volviendo a los términos del pequeño dispositivo pro- puesto, los escribiremos designando lugares. Nos intere- sarán e involucrarán como psicoanalistas no por su cali- dad ele "objetos" materiales sino por la ele lugares donde el sujeto ha de aposentarse : en su marcha, en sus proce- sos de estructuración, el suj eto ha de poder uiuir en ellos, necesidad para esa "estructuración" sea lo que fuere . (Nos cuidaremos de "entender" muy rápidamente un vo- cablo como és te). Más todavía: ha de conseguir articular- los, ponerlos en injunción,1 1 pues no es tan simple como que habitar uno sucede a dejar de habitar otro. Por lo pronto, manejaremos Ja hipótesis de que los tres lugares conocen un despliegue en la diacronía -es decir una "his- toria", incluso una "cronologfa"- a la vez que , tras un pe- ríodo breve en apariencia pero densísimo en sus trabajos, un régimen de por vida de coexistencia, de despliegue sincrónico. Aun nuestra niña de la tiza , en su desgracia, nos en- seña algo de más, considerabl emente más difícil para quien no cuente con la perspectiva psicoanalítica (no só- lo ni mucho menos la "teórica'', sino la que resulta del trabajo cotidiano del psicoanalista): cuando ella amaga esos trazos sobre el espejo que ora reduplican una ceja, ora a lgo de su nariz , etcétera, nos r evela que , en el fondo que nunca se va al fondo, un trazo es un troz o de carne. 14. l11ju11 ció11 tiene la ventaja de va lorizar una pluralidad informe sincrónica, no sometida a l principio el e no contradicción ni a los re- que rimientos que se exigen pa ra pensar en un "sistema", es decir, una serie ele prescripciones de conjun ción. Tampoco está regida por oposi- ciones. Pero "viene todo junto'', y eso no es obviable, salvo al precio de s implificar. Véase Derrida, J.: S pect res de Marx, París , Galilée, 1993; en particulul' el capítul o l. 26 ;\¡ ,.1. ;~ .' ¡~:1 -~' l:i,.¡ ' l!~ Hay efectivamente un trozo de carne que la niña no con- sigue, con toda su insistencia, llevar y colocar -trans- puesto- en la espesura del pizarrón. También prefiero formular esto por la vía de ur:ia nue- va pregunta, la cuarta si numeramos: 1) ¿qué pasaba allí, ante el pizarrón-hoja de papel?; 2) ¿por qué iba a buscar al espejo y qué?; 3) ¿qué no comido del lugar madre se ha tenido que co- mer en la tiza?, y 4) ahora: ¿por qué los niños tienen que hacer caricias, tienen que tocar? Esta cuarta pregunta nos instala de lleno en el cuerpo de lo, madre, territorio por excelenciadel acontecimiento del acariciar, y que el niüo procura recibir lo mismo que dar. Como psicoanalistas sabemos que debemos saber hacer estas preguntas, sin contentarnos con afirmacio- nes triviales al estilo de que "expresa afecto" o "necesita recibir afecto", etcétera. Aun sin desdeñar esa referencia habitual, apenas si nos deja entrever la punta de un tém- pano de insospechadas dimensiones . Pues cosas más esenciales se juegan en este juego. El niño "hace" decir- nos, o "le hacen" (verbo aquí pleno de sugerencias), pe- llizca, hunde el dedo, toca y agarra, sobre el cuerpo de la madre -del Otro, podríamos también escribir- porque tiene que aposentarse allí, ése es su trabajo de aposenta- miento. También, esos acariciares van a constituir la ma- triz de sus futuros trazos. Lo hasta aquí expuesto testifica lo que entiendo por trabajar un material psicoanalíticamente, lo que he con- ceptualizado poco a poco bajo el nombre de estudio clfni- co . i 5 No he escrito para empezar al comienzo, exponiendo 15. Véase mi Estudios clínicos (ob. cit .), donde este enfoque, soste- nido a lo largo ele diversos capítulos, titula finalmente el libro. 27 · ¡ en torno a un "ejemplo"; he evitado incluso, deliberada- mente, escribir "por ejemplo'', "un ejemplo de e·sta ... ", no he convertido a la niña de la tiza, para añadir a sus des- gracias, en un ejemplo de la entidad nosológica "psicosis infantil". Si se quiere, he seguido cierto sendero que po- dría -si el psicoanálisis no se hubiera entregado tan irre- flexivamente a una política de la disociación teoría/prác- tica que no sólo no inventó sino que ha desarrollado elementos para cuestionar- constituirse en tradición, si recordamos ciertas observaciones críticas de Freud sobre el caso "ejemplar", a la entrada del análisis fragmentario de una histeria. (Y de hecho, pese a contumaces dogma- tismos y cerrazones, los historiales freudianos, en su es- critura, tienen todo que ver con esta idea de estudio y muy poco con la rutina del ejemplo). Una tradición más difundida pero a nuestro entender difícilmente recomendable en psicoanálisis parece confir- mar este punto de vista: en ella, el hueco que se deja en- tre teoría ~' práctica se sutura, falsamente, con un ejem- plo. Y he aquí la tradición de siempre, los mismos ejemplos que en otro lugar me llevaron a evocar la ima- gen de un museo y que mereciera de Luis Hornstein la comparación con una clínica pervertida en anatomía pa- tológica, perennemente disecando a "Juanito", "Dora", etcétera. Parecería más atinado que una disciplina empeñada en continuar viviendo se aboque a considerar más las producciones de gente que está tratando de vivir. Y que se vuelva más atenta a sus producciones genuinas: en este caso, el término "material" sí es bien específico del psi- coanálisis, y tiende a conjurar la escisión teoría/práctica que el ejemplo ejemplifica. El material no ilustra: plantea problemas, da a pensar, sobre todo es capaz de dar a pen- sar lo no pensado por la teoría y sobre todo si lo respeta- mos verdaderamente como tal, resiste la "aplicación" de la teoría que de inmediato lo volvería cristalino y manso. 28 " i h r .. 1 11· r~~ ¡s' Lr , ~~~r ,a¡¡~1..,!. Estas mismas consideraciones explican que no haya- mos atiborrado precipitadamente estos fragmentos clíni- cos con la terminología propia de alguna burocracia psi- coanalítica. En cambio, invitarán al recorrido que empezamos a emprender, vocablos no de tipo técnico que han sido sujetos a enumeración, cuyo peso iremos entre- viendo de a poco, de a paso. Muy señaladamente, la "me- táfora" del camino , eje de la secuencia extraída para usar de modelo en nuestro estudio. También, por supuesto, los que designan diversos lugares cuyas condiciones de pro- ducción, funcionamiento y estatuto están aún lejos de una suficiente elucidación. Y aun las cosas que en esos espacios acontecen: el niño que esboza la más simple de las rayas nos lleva a preguntar, cuando no nos ahogan las "líneas", "por ejemplo": ¿qué decisivas operaciones es- tán en juego cuando se trata, nada menos, que de esto: de hacer una raya? Serán elementos éstos que nos"reten- drán por mucho tiempo. No podríamos concluir adecuadamente este capítulo sin recordar la conexión de todo lo en él expuesto con una "vieja" pregunta escrita en el libro que coescribimos con Marisa Rodulfo: 16 ¿dónde viven los niños?, ¿y merced a qué trabajos? (Se evidencia ya cómo la niña de la tiza no logra vivir en un pizarrón o en una hoja de papel, en aquel espacio ligado al trabajo del trazo .) El "yo" con que su congénere sabe llevar a su apoteosis el garabato que ha emprendido vale como elemento de dilucidación de su posibilidad como de su potencia para existir allí (mucho más que para "aprender" a escribir). De estas preguntas derivan consecuentemente otras: · ¿qué conflictos afronta un niño en el lugar donde se alo- ja, en cada uno de los sitios donde su subjetividad se em- plaza? Pero no queremos apresurarnos a olvidar aquellas primeras. 16. Rodulfo, Marisa y Rodulfo, Ricardo: Clínica psicoana lítica con niiios: una introducción, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1986. 29 1 ''\ ' , ~p. t [i 2. DE LA CARICIA (l) .....------.... Cuerpo materno espejo .., pizarrón (hoja) Volvemos a insertar el modelo que hemos abstraído de la situación clínica descripta porque nos va a interesar sostenerlo y tratar de desarrollarlo. Después de todo , en el psicoanálisis se ha echado mano a modelos del más di- verso tipo y extracción, hidráulicos, mecánicos, biológi- cos, lingüísticos, comunicacionales, etcétera. No nos vie- ne mal probar con uno puramente clínico y narrativo, por así decirlo (como en aquellos cuentos donde el héroe em- prende un viaje), y nacido en el seno mismo de nuestra práctica. Claro que apelar a la narración conlleva todos los riesgos de no sobrepasar el plano de lo mítico, pero a esto podemos responder haciendo notar que , por lo me- nos, en este caso el riesgo está a la vista, lo que no suele suceder con los otros, especialmente con los que vienen recargados con emblemas de cientificidad. Junto a esto, una segunda nota preliminar para agre- gar algo a lo escrito más arriba acerca del "género" que hemos bautizado estudio clínico. No le damos ese nombre pensando en su contenido, en su temática dominante: lo esencial reside en la manera de contar y de pensar que hemos adoptado, la cual creemos más es congruente con el particular decurso del tratamiento psicoanalítico, y sus flujos y reflujos en contadísima excepción y por muy 31 · ' ,, corto trecho lineales, y con las particularidades del tra- bajo de pensamiento del analista, que en general no se parece mucho a lo que suele llamarse "lógica". Sinuosi- dad es una palabra que conviene como pocas al estudio clínico y a toda escritura propensa a mantenerse fiel y lo más próxima posible al psicoanálisis, no sólo como méto- do, sino más abarcativamente, como actitud. Entonces, si esto es así, no nos queda otro remedio que seguir desplegando preguntas, material tras material, sin respuesta inmediata; más aún, evitando (como por precaución metodológica) caer en cualqui~r ping-pong de pregunta-respuesta: he aquí el abe de la forma psicoana- lítica de procesamiento de materiales, tampoco asimila- ble a h1 aplicación de un molde sobre una masa. En todo caso, d r~l amasar, del amasado irá deviniendo la concep- tualiza,;:ión. En el estudio se procura reproducir cierto modo de la marcha que afrontamos como podemos coti- dianamente en el consultorio. Con estas reservas; no obstante, una conclusión se desprend'o' de lo desarrollado en el primer capítulo: de no haber un niño que lo invista, lo invente como tal, un pi- zarrón, una hoja de papel, no es más que una "cosa" iner- te entre las demás cosas. Sólo por una suerte de ilusión óptica -dada por la perspectiva adultocéntrica del obser- vador- preexiste al niño. Y aun cuando pueda fundamen- tarseuna precedencia, no menoscaba en nada lo inelimi- nable: un niño la hace hoja al aposentarse allí. 1 Esto mismo nos procura cierta idea general de hacia dónde apuntar el proceso de la cura en una niña como la de la tiza. Sería perder el tiempo interpretar "significa- dos" del pizarrón que determinarían su extraño compor- tamiento: hay que lograr que consiga ocuparlo, que se l. Desarrollo de una de las paradojas de Winnicott: el niño crea lo que encuentra o lo que se le ofrece desde el Otro. Véase Realidad y juego, Barcelona, Gedisa, 1982. 32 . vuelva habitable para ella. Habitar un lugar, toscamen- . te expresado, es poner cosas propias ahí, pero el punto es que esto no se hace sin profundas modificaciones subjeti- vas en quien los pone ahí. El trazado de una raya produ- ce un impacto estructurante en el "sujeto" de la opera- ción. (Las comillas van por cuenta de que ésta no se ' ajusta a los cánones occiden'tales en cuanto al par suje- "' to/objeto.) Justificamos en todo esto nuestra hipótesis de ·' que la cura no debe obstinarse en "descubrir" qué signi- fica "inconscientemente" el pizarrón y sí dirigirse a que ' · signifique algo para ella: no importa qué, mientras sirva como superficie de inscripción. Segunda proposición: la manera que un niño tiene - la única consistente- de aposentarse en un lugar es a tra- vés de las marcas que hace y deja en él. El núio es un ser mareante, ser de marca, demarcado por las marcas que es capaz de escribir. En la práctica, allí comienza cierta evaluación diagnóstica.2 Luego, toda una forma de mati- ces en la relación con este marcar nos irá permitiendo aproximaciones más finas y hasta el uso de categorías psicopatológicas, de ser necesario . Supongamos, por ejemplo, que entramos en un consul- torio de donde acaba de irse un niño razonablemente pe- queño ( 4 o 5 años), y supongamos que no encontramos nada desparramado por el suelo, los juguetes "en su lu- gar" (donde no lo son); tampoco encontramos hojas dibu- jadas o plastilina moldeada o fragmentada: enseguida el asunto nos obligaría a descartar que ocurra por lo menos algo de una inhibición considerable. Tendremos que ocu- parnos de una suposición así. 2. Desarrollamos así la interrogación de "¿en qué trabajo anda?" propuesta en nuestro primer libro en común: Rodulfo, 1\ilarisa y ·Ro- dulfo, Ricardo , Clínica psicoanalítica con niiios y adolescentes: una in- troducción, Buenos Aires, Lugar Editorial, 1986. 33 Si Lacan señalaba hace muchos años) el interés es- pontáneamente disparado del niüo por el mito y el cuen- to, otro tanto -pero más temprano aún- se comprueba respecto a su inmediata disposición libidinal hacia todo lo que tenga que ver con la marca y la acción de marcar. Una confirmación cuasi experimental de esto la tuve un día en que, ya no recuerdo por qué razones, olvidé en mi consultorio de niños un sello ya en desuso (pero con tin- ta). Cada uno de los niños que vi esa tarde reparó en él y lo usó a su manera, según estilos, posibilidades y proble- máticas a menudo limitativas: estuvo el que en torno a él montó una escena de juego de oficina y estuvo el que lo empleó toscamente sellando a diestra y siniestra: pero a ninguno le fue indiferente y me asombró en todos los ca- sos la velocidad con que todos repararan en él. Tanto así que a partir de aquel día el sello quedó incorporado al "elenco" ele objetos del consultorio; los niños le habían otorgado un estatuto que sobrepasaba lo accidental de su inclusión. (Si lo queremos , lo mío podría leerse como un acto fallido: la convergencia más importante con éste es que ¿no se trata acaso de pequeñas marcas en la psicopa- tolbgía de la vida cotidiana?, ¿no se trata ele marcas mar- ginales como las del objeto roto u olvidado?, ¿y no pensa- mos que cuanto más marginal e imprevista la marca, más intE)nso el fodice de subjetividad que encarna?) El "yo" saliendo del garabato en otro de los materiales expuestos es pensable como una de las culminaciones y decantaciones, compleja s decantaciones, de esos laberin- tos de marcas. Una incursión en otras edades -como pa- ra no creernos que esto concierne solamente al niño- nos ofrece lo siguiente: un paciente adulto que acaba de es- cribir un trabajo ele su especialidad (ele un nivel de abs- :3. Camino que va del pictograma al significante en mi libro Estu- dios chnicos: de un tipo de escritura a otro, para soslayar el mitema de la "profundidad" en Freucl y en Jung. 34 tracción muy alejado de los asuntos humanos) - hecho además importante porque implicaba vencer ter.aces di- ficultades y resistencias para participar de la vida cien- tífica de su campo escribiendo y publicando-, se refiere a ello diciendo en sesión "me vi reflejado en lo que escri- bí.. .". Ahora estamos en condiciones de evaluar la inmen- sa utilidad que el trabajo con niños y con adolescentes tiene para el mismo trabajo con pacientes adultos, siem- pre que sepamos acarrear elementos de un campo a otro. Después de ese "yo" dibujado en la punta de un mama- rracho, ya no podríamos contentarnos con declarar el co- mentario del paciente de más edad como una mera figu- ra retórica, de hecho fuertemente convencionalizada, un simple modo de decir. Hay que aceptar pensar, en cam- bio, que, abstracto como es, el texto de su trabajo dibuja su "yo" implantado en esas páginas para él. Resortes apasionantes del trabajo analítico con el ni- ño: su práctica nos enseña cómo aquella locución a la cual sólo le concedíamos valor en sentido figurado, en la figura retórica de la "metáf9ra", valor de "comparación" (nociones, según se ve, propias del sistema preconscien- te), en lo inconsciente revela tener otro tipo de atadura (Bindung) umbilicada a una literalidad carnal irreducti- ble a un epifenómeno de lenguaje (en la concepción tra- dicional que imagina el lenguaje a} modo de un revesti- miento superestructural). Los usos del niiio son la verdad de los "usos de lenguaje". ¿Cómo se hace esto, por qué medios un niño, en prin- cipio apenas si aposentado en el cuerpo de la madre, luego de aprender a reconocerse en el espejo, sólo y acompaña- do, va a parar 'a un medio tan distinto , tan heterogéneo a los anteriores como parece serlo una hoja de papel o su- perficie de inscripción similar (como según lo veremos, una mesa ele trabajo o aun un rincón en el suelo donde se despliega una geografía con diversos juguetes)? Aquí es donde no basta con la afirmación de que "ingresa en lo 35 l. ~ ~ ' simbólico", de una generalidad tan vaga que no puede orientarnos en ningún punto concreto de trabajo, equiva- lente a la invocación, en otras épocas, al "instinto de con- servación" o al "instinto maternal", aunque se presente bendecida por el "estructuralismo". Insiste el ¿cómo reco- rre este camino, merced a qué medios? Neces•itamos ahora de un nuevo salto para poder va- lernos de elementos propios de lo musical. No figura en la bas:l:ante matizada enumeración que Freud proponía en El análisis profano, ni en ninguna que se haya hecho después (dentro de las referencias de que disponemos), pero lo 6erto es que un cierto grado de formación en mú- sica, y particularmente en cuestiones de escritura y de estructura musical, vendría muy bien a la labor teórica y a la clínica del psicoanalista. Según insistiré en mostrar- lo, el inconsciente "es" (puede ser muy estrechamente aproximado) un fenómeno musical, sobre todo en referen- cia a la música occidental, especificada por un tejido po-• . lifónico que lleva la sincronía a insospechados espesores.' Por eso mismo, el conocimiento de la trama de lo musical es una guía inapreciable cuando debemos enfrentar al- gunos de los problemas teóricos (y de los enigmas clíni- cos que los causan) más arduos en nuestro propio campo. De todos modos, aunque esa formación falte, quien más quien menos tiene sus aficiones musicales y ya sea 4. Una fundamentación teórica extremadamente rigurosa de esto en otro terreno y sobre otro objetoteórico -pero un objeto teórico muy en resonancia con el del psicoanálisis- la lleva a cabo Lévi-Strauss en la obertura y en el final de las Mitológicas (tomos I y IV respectiva- mente, México, FCE, 1972l, cuando utiliza los grandes géneros musi- cales de Occidente para estudiar la trama interna del mito, lo cual, por lo demás, insiste y retoma a lo largo de toda esa obra monumen- tal, y nunca analógicamente ni por someterse a un "modelo" extrínse- co al asunto . No. Lévi-Strauss puede llegar a demostrar que un mito o un conjunto mítico está escrito de los mismos procedimientos que un rondó o una fuga, según el caso. De punta a punta, los cuatro tomos son un gigantesco tema con t'ariazioni. 36 ~,¡;· . :d• ·;.? "i J ~'. }• :¡ '"" ' ~~· escuchando una orquesta sinfónica, un conjunto de rock o sólo un piano ha percibido seguramente que siempre hay un bajo en nuestra escritura musical. El lego -sobre todo si su intuición para la escucha espontánea de mati- ces no es muy grande- le prestará muy poca atención, tenderá a considerarlo como algo superfluo o secundario. Si rebasamos esa actitud superficial estaremos en condi- ciones de preguntar, menos rutinariamente: ¿por qué siempre tiene que haber un bajo? ¿Qué hace necesaria, por ejemplo, la presencia de ese enorme contrabajo emi- tiendo sonidos sordos sin ningún protagonismo? ¿Qué función viene a cumplir? ¿Es· una mera burocracia, irier- cia de hábitos sin sentido? ¿Qué razones, si _las hay, dan cuenta de esa invisibilidad constante, que nunca se gana los aplausos? Hemos de juntar todas estas preguntas con la qu\= re- sumiera nuestra hipótesis actual sobre la niña de la tiza: su rotundo fracaso delante del pizarrón lo preguntare- mos cómo: ¿Qué cosas, en lo que a ella respecta, no se es- cribieron antes? ¿Y en dónde no se escribieron? ¿Qué marcas no se produjeron y en qué otros lugares? Y vamos a necesitar -cascando las nueces de a dos, según lo acon- sejaba Freud- un puente que vincule este caso, tan "psi- quiátrico" en su aroma a psicosis, con hechos harto me- nos insólitos de la vida cotidiana. Se trata esta vez de un fenómeno tan común y corrien- te o tan universal como el de la caricia. Lo abordaremos por la vía de un juego, juego que se da entre el niño y al- gún "grande" muy especial para él,5 y que constituye una 5. Se verá que recurro con frecuencia a esta denominación de "grande'', tomada prestada del léxico infantil, en razón de una serie de ventajas: a) des-edipiza-des-familiariza un tanto el vocabulario psicoanalítico, tan sobrecargado en ese sentido; bl no oculta las rela-. ciones de poder que tensan el campo de relación, como sí lo hace es- cribir "adulto"; también pone de relieve Ja dimensión müica que para el niño resuena en todo lo que es grande, en tanto "adulto" biologiza 37 verdadera escena de escritura:(; con un solo dedo, éste de- be recorrer lentamente el rostro del niño (bastante pe- queño, seüalemos que no ha llegado aún a la lectoescri- tura), contorneando primero el óvalo de la cara, deteniéndose luego en cada particularidad geográfica, sea el espesor de las cejas o los orificios de la nariz. Una enumeración verbal ele cada uno de estos elementos sue- le acompañar este "dibujado". Digamos que aquí el acari- ciar -en otras ocasiones más errático o más casual- se organiza un poco más, planificando su recorrido por el sistema del rostro y por una exigencia de totalidad: el ni- ño no consiente que alguna parte quede excluida. Diga- mos también que - con una universalidad sólo limitada por cuestiohes de patología grave: fobias al tocamiento en pequeüos autistas u obsesivos- el niño pide la repeti- ción del juego tal cual lo ha hecho con el cuento y la can- ción. Disfruta también con la introducción de pequeüas variaciones: en el curso de la escena. No es raro que ésta se transponga a la situación ana- lítica. En una paciente de Marisa Rodulfo, la niña, des- pués de haberle solicitado que dibujara su rostro, consi- guió llevárselo a la casa. Al tiempo, la analista se enteró de que el retrato estaba sobre la mesa de luz de la pa- ciente, es decir, un lugar nada casual, inmediatamente esa dimensión con su connotación evolutiva banal y profundamente impregnada de ideología. 6. Para este término, remitirse a Derrida .. Por ejemplo, "El carte- ro de la verdad", en La tc11jetn postal, México, Siglo XXI , 1986; La es- crituro y la diferencia, Barcelona , Anthropos, 1989 (particularmente el ensayo "Freud y la escen a de la escritura"). 7. En e l caso de un a hija mía - que fue quien en verdad me ayudó a va lorar este juego- la variación más apetecida, porque introducía a la vez la irregularidad imprevista y oscilaciones de ritmo, era que yo "borrara'' algún rasgo recién hecho, declarándome insatisfecho con el resultado , y lo \'ol viera a hacer. 38 ,, ... , .~.~ i- ligado a las problemáticas del narcisismo a las que sole- mos dar el equívoco nombre de identidad. En este caso, se trata de una hoja de papel, pero es evidente de dónde sale, su derivación histórica. De manera más acotada, lo mismo encontramos cuando un niño extiende su mano sobre una hoja en blanco y hace con un lápiz el contorno. Tampoco es rara la transición a relatos ya vecinos al cuento. La madre de una de mis pacientitas había encon- trado el modo de articular el juego a la cuestión del ori- gen de los niüos. Así, le iba diciendo cómo el padre y ella la habían gestado mezclando sus elementos y haciendo un día, por ejemplo, la nariz (y aquí la dibujaba), otro día la boca, etcétera. Varias observaciones se desprenden de estos materia- les: 1) El acariciar se revela en su valor de juego, acto de jµego, manifestación del jugar. No es simplemente una "expresión" de afecto de carácter más o menos "natural". Su desplegarse constituye~un auténtico campo de juego intersubjetivo. (Apreciamos la exactitud de designar co- mo juego amoroso lo que Freud llama "placer prelimi- nar". Este juego amoroso está compuesto fundamental- mente por caricias.) Arrancarla de su habitual versión "expresiva" (que nunca puede considerarla otra cosa que un epifenómeno) permite preguntar: ¿qué hace una caricia? ¿Es que el ni - ño -si acudimos a las primerísmas emergencias del aca- riciar- ya tiene un cuerpo y con él acaricia y es acaricia- do? Esto desemboca en la siguiente observación. 2) El acariciar es una de las prácticas, uno de los dis- positivos, secuencia de jugares, en fin, que van formando lo que decimos "cuerpo", que entonces deja de ser pensa- ble como una unidad previa al trazado de un tejido de ca- ricias. Junto a otras operaciones, funda cuerpo. Lápiz a.uant la lettre (apréciese la inexactitud de esta locución 39 ,, li ib en este contexto ), el dedo del grande transforma en ros- tro la cara del pequeño. Nos servirá recordar ahora nuestra caracterización anterior del niño lobo ser mareante para mantenernos a cierta distancia de una formulación estructuralista, que inmediatamente se reapropiaría de esa ¿potencialidad? de marca para difundir la imago de un niño como acari- ciado, vale decir, pasivo en la operación. Es a la vez una ilusión de observador conductista, cuya superficialidad nunca se podrá exagerar: .el niño es tan acariciante como acariciado, el esquema dar/recibir es singularmente ina- decuado para representar la complejidad de una opera- ción como ésta; no sólo por los acariciares que ya el lac- tan te emite de modos bien explícitos, sino también por las manifestaciones intensamente libidinales con que el niño acompaña las caricias que le hacen, que lo hacen. Siguiendo el declive de la distinción y del pasaje de lo litera} a lo figurado (que ñemos subrayado como uno de los ejes del estudio clínico) tomaremos en cuenta otros modmi de aparición del acariciar fuertemente típicos. Por ejemplo, cuando un niño acomete la búsqueda de sí mis- mo - de un sí mismo fut,ui:-o, en verdad- a través de esos particulares dibujos que son los diversos relatosfamilia- res acer;;a de su nacimiento y de otras circunstancias de su historia y de su prehistoria. Lo mismo puede decirse del apasionado interés por los álbumes familiares de fo- tografías. Y la contrapartida de esto nos la ofrece el daño que sufre un niño cuando estos diversos registros de su cuerpo se encuentran ocluidos por formaciones patológi- cas (y patógenas) en el archivo familiar.ª Recuerdo el pri- mer niño epiléptico que atendí, cerca de treinta años atrás, un niño de 8 años con convulsiones y pérdida de 8. Evoco el concepto de arch ivo que, inspirado en Foucault, desa- rrollé en El nilio y el signifi'cante , Buenos Aires, Paidós, 1993. 40 conciencia qu e -hasta la entrada del psicoanálisis- la medicación no lograba controlar del todo. A él no se le ha- bía dicho una palabra sobre lo que le pasaba, sobre esos intervalos en que su subjetividad se hundía, sobre la ra- zón de tantas visitas al médico. Lo primero que en el tra- tamiento pudo hacer -tras meses áridos a causa de mi falta de recursos para pensarlo hasta el afortunado azar de unas páginas de Eduardo Pavlovsky sobre terapia de grupo con niños epilépticos- fue una escenificación bien de cuerpo, una suerte de psicodrama espontáneo, (ade- más era un niño de muy escasos recursos verbales y lú- dicos en general), donde por primera vez escribió, le dio alguna figura a sus ataques, en la forma de un violento asesino que venía de noche a estrangularlo.n Si lo pensa- mos detenidamente, ésta es otra variación del acariciar. Es de recordar que ya se lee en Freud un primer 'reco- nocimiento de la función estructurante del acariciar, par- ticularmente de la caricia materna . Observaciones tem- pranas dispersas, pero retomadas bien t ardíamente, sobre todo en el sesgo de la seducción que el grande ejer- ce sobre el niño, y, en no pocas observaciones , el herma- no o la hermana mayor o la institutr iz. Por esta óptica de lo traumático, por exceso de sexuación prematura, ingre- sa la caricia como objeto de estudio psicoanalítico. Y; en lo esencial, son observaciones que no han envejecido. En particular su valor como "punto de fijación" en la consti- tución de condiciones eróticas se mantiene con plena vi- gencia clínica, pese a todo el apalabramiento que ha su- frido la teoría psicoanalítica por parte de las tendencias 9. Véanse las observaciones que he consignado sobre la importan- cia táctica de ingresar al niño a través de Ja dramatización corporal, cuando no juega con juguetes, ni dibuja, ni narra fantasías, en Tras- tornos narcisistas no psicóticos , Buenos Aires , Paidós, 1995 (en parti- cular en el capítulo "Jugar en el vacío"). 41 logocéntricas directameüte derivadas de la metafísica oc- cidental. 111 Pero además Freucl alcanzó a esbozar, en su vuelta tardía sobre el tema, una función más abarcativa de ero- tización del cuerpo del niño atribuida a la caricia mater- na, ya fuera del campo psicopatológico. El paso que a partir de aquí propongo es el siguiente: de mantenernos atentos a la idea de una caricia que pro- duce placer en el nü'ío, y en este estado (la invocación al pl acer y a la satisfacción eximiría de mayores inquisicio- nes), nos quedaríamos encerrados en el circuito corto de una referencia hedonista "porque sí". Esta concepción (base ele muchas críticas conservadoras al "freudismo") cierra el paso a pensar lo que, no obstante sus frecuentes tics mecanicistas y biologi stas, Freud llega a pensar: no en la forma de un "más allá" sino en la de un a traués del placer; a su través el niño se subjetiva, pasa del organis- mo al cuerpo, se escribe en tanto corporeidad. En este lu- gar, exactamente, revemos el extraordinario valor del concepto "Ja experiencia de la uiuencia de satisfacción", pertinente como ninguno para pensar el estatuto ele lo que estoy llamando caricia y acariciar. 11 (Y no dejemos ele tomar nota de los múltiples canales por los que algo llamado "caricia" ele hecho circula: el len- guaje de la calle nos dice ele desnudar a alguien con la mirada, de una voz acariciante, de "empaquetar" a otro incluso, lo cual sería un uso psicopático de esa función 10. La reducción ele la caricia a la palabra -sustituyendo un estu- dio de sus complejas relaci ones , y del carácter prímo.rdialmente to- conte de la palabra- es uno de los rasgos más acusados y objetables ele la obra de Lacan. Hasta el fin. En su introducción al primer en- cuentro "lacanamericano" ele Caracas (1980) puede leerse una última manifestación sobre este punto. 11. Un primer estudio ele este punto -mliy cercano a diversos acer- camientos de Piera Aulagnier, Frances Tustin y David Maldavsky- se encuentra en el capítulo 17 de mi Estudios clínicos, Buenos Aires, Paiclós, 1992 .. 42 envolvente que se construye acariciando. La noc1on ya clásica de equivalencias posibilitadoras de pasajes y cir- culaciones entre las zonas erógenas facilita esta línea de consideraciones.) Ahora bien, el paso del tiempo y de nuestro trabajo autoriza un pequeño, pero útil, subrayado: la experiencia de la vivencia de satisfacción funciona, y justifica su es- tatuto, como experiencia de subjetivación, acarrea ese efecto, es la consecuencia del experienciar la satisfacción. Esta perspectiva destraba todo lo que haya que destra- . bar en cuanto a una concepción estrecha, de fin en sí mis- ma, del placer, a la cual la pluma ele Freucl no es siempre aJena. Aún podemos recurrir a una contraprueba: lo que es- tamos desarrollando sobre el acariciar es innecesario y no .tiene cabida en los tratados de fisiología; en el plano en que las creencias biológicas sitúan el organismo, la re- ferencia a la satisfacción (sobre todo en su aspecto más conceptual) carece de sentido y de lugar: podríamos es- cribirlo como que está precluida de ese siste:ma teórico. La biología no tiene ningu;a necesidad de categorizar co- sas como las del placer o la satisfacción para estudiar el funcionamiento general del cuerpo humano. En un trata- do ele fisiología en vano esperaríamos encontrar una mención sobre hechos sin embargo tan "físicos" como el de una mano materna acariciando zonas del cuerpo del bebé al lavarlo y cambiarlo. Y siendo tan difícil encontrar algo tan "concreto" como un hecho de esta naturaleza. En cambio no podemos prescindir de estos actos, de estos gestos, cuando nos proponemos estudiar los procesos de subjetivación tempranos. (Contraprueba de distinta clase nos la ofrece la pato- logía grave: en su extremo más extremado, el ele las per- turbaciones autísticas primarias, nada tan dañado y desconstituido como ese intercambio de tocares que cons- tituye el acariciar.) 43 1 1 ¡ I, /, l1 tj . 11 1: ¡, i ' li J,I 1 ~ l1 11 ,¡ 1 ti 11 lj 1 f, 1 r A manera de recapitulación: partiendo del juego de la caricia, nuestro camino nos ha llevado a un punto en que el placer se desdobla a sí mismo, al encontrarse en él una función más "profunda" que él mismo. Concomitantemente, estamos en condiciones de otor- gar toda su complejidad e importancia a la pregunta: ¿qué hace una caricia?, al decir que la caricia subjetiva, es una operación crucial para esa transformación de un pequeño mamífero, un animalito más, en sujeto desean- te.1 ~ Antes de seguir viaje vale la pena constatar que nos hemos alejado de la niña de la tiza muchísimo menos de lo que podríamos creer: lo expuesto ilumina ahora de otra manera ese segmento de la observación donde ella dibuja algunos rasgos parciales de su rostro sobre la ima- gen aparentemente tan plena en el espejo, dejándolo pen- sar como un intento trunco de reproducir algo de ese jue- go de la caricia en otro esP.acio y con otros elementos de • escritura. Es ahora un adolescente en análisis, con 19 años y una neurosis muy complicada, en la que resulta fácil des- madejar numerosas formaciones de tipo obsesional. (Só- lo que el material que expondremos nos mostrará cuán equivocados estamos al reducir la neurosis a un simple rótulo, "claroy distinto") . Es músico, ha formado y parti- cipado en diversos conjuntos de rock, con resultados más bien modestos; no sólo toca un instrumento, también compone (es lo que le interesa más) y la mención que hi- 12. Hay que cuidarse aquí de los males de una dicotomización rí- gida (como la que Derrida objeta en Lacan en "El cartero de la ver- dad" J, pue3 la observación de los animales domésticos, los que convi- ven. cotidianamente con nosotros, testimonia de los efectos mareantes y subjetívantes del acariciar de modo no menos rotundo. 44 cimas a la función del bajo en la escritur a alcanzará ma- yor desarrollo con este material. Por otra parte, su recurrir al análisis parece muy mo- tivado en lo que diríamos su desencuentro interior con las mujeres, y un tiempo de sesiones llama la atención sobre el modo o los modos y la mucha habitualidad con que pa- sa o salta o asocia un motivo al otro, frecuentemente .co- mo si hubiera una relación de interferencia: estar de al- gún modo con una chica de algún modo le impide escribir, reunirse para ensayar, etcétera . Pero otras veces, ambos motivos desembocan en una misma escena, donde lo que prima él alguna vez lo nom- bra "desolación" (subrayamos el recuerdo de haber ape- lado a esta palabra para dar cuenta de cierto estado de la niña de la tiza ante el pizarrón). Así se da frente a una chica que presuntamente podría gustarle (forma parte de sus más serias dificultades que esto sólo pueda aparecer como una presunción para el paciente, nunca esa certeza fácil, inmediata, que fluye cuando algo se desea). Por las huellas de tal desolación (nos tentaría escribir "experiencia de la vivencia de desolación") desemboca- mos en un manojo de actitudes contradictorias hacia la mujer: la facilidad con que surgen el asco, la repulsa, y el apuro compulsivo en acercarse sexualmente, compulsivo porque no coincide con un grado de "calentura",· todo lo contrario, en frío. A partir de estos fragmentos el análisis llega a deter- minar la existencia de una escena que no puede tener lu - gar entre la mujer y él: es la escena de un abrazo. (Sobre todo , se establecerá, ese abrazo donde es imposible sepa- rar los elementos de la excitación erótica de los tiernos y cariñosos; precisamente el abrazo en su plenitud abraza estas distintas cosas además de distintos cuerpos .) Es una imposibilidad concreta, manifestada en una .. condi- ción rígida: él no tolera o tolera poco y mal el cara a cara del abrazo, busca el boca abajo de la mujer, el amor de es- 45 pal das (aunque la penetración sea vaginal), el beso fu- gaz . Aquellos ascos y repulsas son la respuesta a un be- so prolongado e intenso. Conjuntamente, su impresión dominante es la de no acceso a auténticos orgasmos, antes bien, se trataría de eyaculaciones. No es un muchacho que conozca episodios de impotencia explícitos, pero la experiencia del orgasmo como tal -y aquí estamos ante todo un paradigma en cuanto a Ia vivencia de satisfacción- es apenas esporádi- ca. No falta incluso la tendenci a a la eyaculación dema- siado rápida. Regularmente, si un coi.to se prolonga, experimenta un franco desdoblamiento : una parte de él se pregunta, mientras observa, qué está haciendo allí (latentemente, ¿quién es el que est;:í hac iendo allí?); la otra sufre Jo que es menester conceptuali zar corno clesubjetivaci ón (o sub- jetación negativa), como que se pone de relieve, mons- t ruosamente , todo lo que el coito tiene de movimiento mecánico (si se presci ncle del elemento desiderativo, si no se lo ve en la escena l, todo lo que a él enseguida le evoca el funcionamiento de máquinas, con émbolos, válvulas y pis tones. Se entiende qu e en esas condiciones la expe- riencia del orgasmo no sea accesible como tal y que el abrazo resulte imposib le; lo envolvería peligrosamente en un estrechamiento de piezas y partes deshumaniza- das, lo cüal lo hace violento y frustrado las pocas veces que se da. (Sólo que enseguida nos cuestionamos el "la evoca", si ha de ser concebido en el marco clásico de la "asociación de ideas", pues lo que el paciente transmite - dificultosamente- se arrima más bien al orden de la sensación, como cuando alguien dice "tuve la sensación de que ... ". Y es to es muy irnporta nte para la ubicación ele un fenómeno de este tipo en el modelo clínico que esta- rnos introduciendo.) El espacio del abrazo, merced a vi- vencias semejantes, no es un espacio en el que él pueda implantarse. 46 ··'· 1 Este conjunto de síntomas, vivencias e impresiones en general penosas, desoladoras , se engrosa con nuevos ele- mentos que el trabajo del análisis (durante mucho tiem- po cei).ido a explorar y esclarecer la fenomenología de lo ' que el paciente traía, en principio, vaga y parcamente) va extrayendo de a poco. Repetitivamente, cada vez que algo le gusta en el rostro de una chica, y esp~~cialmente teniéndolo cerca, sucede lo siguiente: de golpe lo percibe como "feo" (¿proyección?), pero cuando va precisando esa fealdad, cede el paso a una cosa distinta: una especie de "juego" de animalización de ese rostro, un "jugar" a ima- ginarse a qué animal se lo podría referir (el "juego" enc'Ll;- bre una dimensión menos "especulativa", la de ese oscu- ro instante en que el rostro es apresado por la impresión de una extraña e inhumana fealdad). En ocasiones, si el "juego" dura lo suficiente, la percepción de lo animalesco llega al impreciso borde de lo alucinatorio (a nuestro jui- cio, un fon do alucinatorio es responsable de ese giro de "lindo" a "feo" que, en realidad, encubre una oposición ~ humano/no humano). En este punto recordemos el hecho, nada sorprendente , de que un esquizofrénico dibuj e un hombre con facies de lobo; como para urdir gradaciones en serie de un fenómeno que dejan atrás esquematismos como los que oponen linealmente "neurosis" a "psicosis". El paciente no "es" un psicótico, pero vivencias de esta clase no se dejan enmarcar en el concepto clásico de sin- toma o, pensado de otra manera, abren en éste un punto de umbilicación que aquí ensambla formaciones obsesi- vas con experiencias con toques, con matices, de esquizo- frenia , y con reductos , o "núcleos" o barreras autistas 1'1 (en este paciente detectables en la atracción por lo ma- quinal, y en la tendencia a reducir a eso vivencias afectivas y pulsionales). Cuando un caricaturista trabaja explo- 13. Según la expresión propues ta por F. Tustin. 47 11 ¡ ¡i; i'' ¡i! B!i ' 11 ' ' ¡¡ ji 11 I[; ¡, ' ¡, , 1 11' ¡, ·¡ , ¡I¡ 1 !1 ¡:, / ,,i', I' i tando el potencial zoomórfico de un rostro, verdadera- mente juega con aquello que para mi paciente es una fuerza torturante que lo arrastra cerca de lo que en un esquizofrénico sería alucinación efectiva. (También pode- mos recordar la escena del primer beso a Albertine, en Proust, con la maravillosa descripción del rostro de la muchacha descomponiéndose a medida que el amante se aproxima: al protagonista se le pierde, se le diluye el ros- tro de ella en lo que diríamos su "unidad narcisista", pa- ra quedarse sólo con una miríada de poros y otros frag- mentos sueltos; al fracasar la caricia, estalla esa unidad que creemos un rostro "humano".) U na segunda metamorfosis del rostro femenino, bas- tante menos angustiante para el paciente, aunque igual- mente involuntaria y repetitiva, consiste en masculini- zarlo. Por lo general, él expone esto en forma de queja: todas las chicas que le gustan acaban por exhibir rasgos chocantemente varoniles. En este caso el proceso no per- manece tan fijado al rostro, puede atribuirse también al vocabulario de ella o a determinadas actitudes. Pero el resultado final es el mismo: imposibilidad de permanecer a su lado. No f;e trata de "tendencias homosexuales". Lo "mascu- lino" en cada caso postulado, suele responder a particiones de género extremadamente míticas y prejuiciosas en el pa- ciente. En cambio, hay sesiones en las que llega a decir, con cierto matizde nostalgia, de un anhelo de apoyar su cabeza en el regazo de una chica y de lo imposible de ese anhelo ante esa emergencia de un elemento viril o viriloi- de. (Creemos reconocer un progreso en el vislumbre d-e nostalgia, pensándolo como índice de un deseo de inclusión y de aposentamiento en el regazo o en el seno femenino en intenso contraste con la postura tensa -muscular, postu- ralmente, incluso-, crispada, preñada de distanciamien- tos defensivos que signa su relación con la mujer.) 48 Notemos que la aparición borrosa, tenue, de esta esce- na deseada es el reverso de la que él monta en la reali- dad, con una mujer de espaldas a la que no se le puede ver la cara, donde el contacto, invirtiendo la globalidad del abrazo, se controla a fin de que sea lo más acotado po- sible, de parte a parte: pene-vagina, y sobre todo, boca- pene. Al respecto, es interesante que el paciente hable del aburrimiento que le depara la vida sexual bajo estas condiciones, y lo asocie al aburrimiento que se respira en las películas pornográficas. El hecho es que así pone el dedo en la llaga: la diferen- cia cualitativa que separa lo pornográfico de lo erótico re- side esencialmente en que aquél precluye lo propiamen- te subjetivo; el cuerpo está tratado como lo que el psicoanálisis clásico denomina "objeto pa·rcial", y aún más allá de este concepto, como un fenómeno de máqui- na, anónimo y carente de marcas. El paciente ha' hecho algo más que "comparar": esboza un insight de lo que le falta por recorrer para arribar a una genuina experien- cia de la vivencia de satisfacción, y no sólo en el plano de lo circunscribible como genitalidad. 49 Cuerpo (madre) 3. DE LA CARICIA (II) Espejo Hoja En su esquemática desnudez, la secuencia que volve- mos a escribir, clínicamente interrogada no cesa de ha- blarnos, de plantearnos cuestiones. Fundamentalmente, por reducirse a un trayecto. Un trayecto siempre, como mínimo, implica: ¿cómo se va de una posición a otra? Más específicamente, ¿qué condiciones tienen que darse para que un niño vaya, migre, de una posición a otra?, ¿y qué tiene que acarrear para eso, tal como la niña de nuestro primer relato lleva la tiza en la mano? Una pequeña modificación en la escritura del modelo: "cuerpo" en el plano principal, "madre" entre paréntesis, todo eso en sustitución de "cuerpo materno", ¿por qué? Pensam0s que, en última instancia, lo que llamamos "cuerpo" se mantiene siempre umbilicado a una ligazón arcaica , originaria, con la instancia que decimos "ma- dre".1 Nuestro propio cuerpo, una vez que lo hemos ad- l. Y si se quiere hablar, un tanto mfticamente, de "represión ori- ginaria", no se debería olvidar que ésta consiste en la constitución de una fijación - vale como decir: una marca de escritura indeleble, no borrable y no en una separación que, por ejemplo, opusiera "cuerpo" a "rrtadre"- . 51 1': 1 '~ , , ¡1 .. if t l¡ ¡,, ,..¡ li ' ~ ,¡¡: 11¡. •!¡' 1· i' 1 ,, 1: \, ¡: ,1 ¡: I' t 1 quirido, significado como tal, es un heredero, una deriva- ción o, quizá mejor aún, un injerto de ese lugar denomi- nado con la abreviatura "madre", O aun: lo de "madre" se injerta en eso, nuestro cuerpo, lugar básico de implanta- ción de nuestra existencia. Lo cual nos obliga a considerar cierta redundancia en lo de "cuerpo materno". Si ahora quisiéramos retomar el hilo de lo anterior con cierto toque de redondeamiento que tomara bien en serio y se ciñera muy estrechamente a la materialidad de lo expuesto, recapitularíamos: el acariciar parece cum- plir una función de escritura del cuerpo en tanto subjeti- vidad. No se lo debe relegar a "expresión" de un afecto; es una escritura. Y esto sin "metáfora" alguna. Siguiendo a Derrida, hablamos además, pensando en cierta juego de intercambios madre-niño, de escena de escritura, puntuando así el enmarcamiento de una espacialidad di- ferente que allí se arma, en .esos apretados sobresaltos de los que se palpan. Llegados a este punto es urgente aclarar que nos es- tamos manejando con una perspectiva psicoanalítica y no conductista en lo referente al acariciar; por lo tanto no va a tratarse para nosotros de cualquier tocar ni de un tocar cualquiera. Ni de preguntar a los padres durante una entrevista: ¿acarician ustedes a su hijo? Para que al- go cumpla esa función estructurante escriturante que atribuimos a la caricia no bastará con lo que corriente- mente llamamos recurriendo a esa palabra. (Tampoco proponemos una inversión "estructuralista": no diremos "lo que se conoce como caricia no tiene nada que ver con nuestro concepto de caricia".) Por el momento saldremos del paso de una manera formal: ha de haber una cierta cualidad inconsciente en la caricia para que se realice a su través esa función de escritura que le estamos asignando. Paralelamente hemos dejado deslizarse un juego de términos: subjetivación, subjetividad, subjetivar, dema- 52 siado cargados de tradición metafísica como para rehuir indefinidamente una mayor especificación de su uso: sin embargo, evitaremos una definición académica, a la es- pera de que nuestro recorrido los vaya dilucidando mejor, lo que impone asimismo dar cuenta de cierto desplaza- miento que en estos términos se efectúa con relación al "sujeto" del psicoanálisis en la dirección Lacan. Por eso mismo, evitamos también una sustitución sistemática pura y simple, "sujeto" reaparece en ocasiones; no se tra- ta de borrar prolijamente las huellas. Añadamos, eso sí, que esperamos del estudio clínico luz sobre la subjetiva- ción a la que insinuamos pensarla como proceso. Y que este juego de términos a la vez desplaza otro tan nodal en algunos de nuestros discursos como "estructura", "es- tructuración", "estructurante'', etcétera. (Se leerá que es- cribimos "subjetivación" o "proceso de subjetivación", mucho más que "estructuración subjetiva", exp'tesión que abundaba en El niño y el significante.) Sea de todo esto lo que llegue a ser, nos hace posible seguir la hipótesis de que en la niña de la tiza pasa algo que cercena brutalmente la potencialidad inherente a to- do sujeto de subjetivizarse en el pizarrón, subjetivar el pizarrón. Éste permanece impenetrable e inanimado, sin el júbilo de un "yo" figurado que venga a alojarse en su seno. (Esta referencia a un espacio posible de animarse al ser habitado se desmarca de la noción excesivamente formalista de "soporte maternal"; aquélla se vincula me- jor a la categoría de lo transicional en Winnicott, consi- derablemente mas compleja. Por eso mismo prestaremos cuidado a que algo se escriba en un pizarrón y no en un espejo, incluso a que algo pase de escribirse en el piza- rrón a escribirse sobre una hoja de papel o en la pared del consultorio. 2 Este pensar y errar de un espacio con "seno" a otro, nos hizo al fin desembocar en la interroga- 2. En el caso de una pequeña, hija adoptiva tras casi un año de vi- 53 ción de qué pasaba entre esa niña y el cuerpo de lama- dre, qué había sucedido con el trabajo de la caricia en su caso.) Pero hay que observar que ya pudimos tomar el acari- ciar más allá de sus condiciones de emergencia relativa- mente simples, complicado con el trazo y con el rasgo en el espejo . Esto nos permite afirmar que -lejos del "afecti- vismo" empirista- participa de la escritura con iguales tí- tulos que las operaciones con las que lo hemos agrupado (que incluyen la escritura fonética) y a su vez hemos ido abriendo la posibilidad de pensar todas estas escrituras corno modos de aposentarse o de habitar diferentes espa- cios indispensables para que haya vida psíquica huma- na. (Otra formulación válida, siguiendo anteriores vías, es considerar el acariciamiento como una práctica signi- ficante).~i En esta dirección, introduciremos una nueva pregun- ta derivada del trabajo clínico, tal como lo hemos venido haciendo: ele pregunta en pregunta, y cada una aparen- temente muy puntual: ¿por qué algunos pacientes no pueden
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