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Religión y doctrina

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2. Doctrina del pecado 
El pecado no tiene un origen humano, sino angélico. Satanás fue el primer 
pecador, cuya caída en pecado tuvo lugar en un momento indefinido en el 
tiempo que no viene al caso precisar (Isaías 14:12-14; Eze. 28:11-19), pero que 
con toda certeza es anterior a la creación del hombre sobre la tierra, pues no se 
explicaría de otro modo que para el momento de la creación del ser humano 
Satanás ya aparezca como el instigador que hizo pecar a Adán y Eva en el 
Edén, pues la Biblia lo identifica inequívocamente como la serpiente antigua 
(Apo. 12:9, 15). Sea como fuere, para el cristiano es indispensable tener un 
concepto correcto sobre la gravedad y profundidad del pecado humano, 
puesto que esta comprensión es fundamental y directamente proporcional 
a la comprensión y el valor asignado a la obra de salvación llevada a cabo 
por Cristo. 
En otras palabras, la grandeza de la salvación es directamente proporcional a la 
gravedad y profundidad del pecado, de donde tratar el pecado superficialmente 
conlleva tratar con la misma superficialidad la salvación. Una expresión de esta 
necesidad podemos verla en el típico y acertado esquema luterano de “ley1 y 
evangelio”, que sostiene que en toda la Biblia, tanto en el Antiguo como en 
el Nuevo Testamento, se entremezclan de tal modo estos dos elementos 
de la revelación de Dios que no pueden llegar a separarse en la 
predicación si es que deseamos que ésta produzca como fruto auténticas 
conversiones en todo el sentido de la palabra. 
La razón es que si se administra el evangelio sin la ley, el individuo no ve 
entonces la necesidad de éste y lo rechaza menospreciándolo o, en el mejor de 
los casos, lo acepta sin cumplir con los requisitos bíblicos establecidos 
(humildad, arrepentimiento, confesión, fe) para poder beneficiarse del 
ofrecimiento de perdón y la efectiva justificación provista por Cristo para el 
pecador arrepentido que deposita su confianza en Él y en su obra consumada 
en la cruz. Esta parece ser la tendencia que se impone en nuestros días por 
cuanto la gente de hoy quiere “alivio sin arrepentimiento”2. 
Por otra parte, si se administra la ley sin el evangelio, las personas se ven 
abocadas a la desesperación y la desesperanza. Max Lucado lo expresó bien 
desarrollando y complementando tal vez una frase pronunciada originalmente 
por Blas Pascal: “Ver el pecado sin la gracia produce desesperanza. Ver la 
 
1Bíblicamente, la ley cumple justamente el propósito de poner en evidencia el pecado (Rom. 3:20; 
5:13; 7:7-11; 1 Cor. 15:56) 
2Lema publicitario que se utilizó recientemente para promover la venta de un fármaco que promete 
el alivio de la resaca producto de la juerga de la víspera, sin fomentar ningún tipo de 
arrepentimiento por los excesos en los que se incurrió. 
gracia sin el pecado produce arrogancia. Verlos juntos produce conversión”. Lo 
cierto es que la ley duele porque diagnostica nuestra condición caída dejando 
expuesta sin excusas ni atenuantes nuestra naturaleza pecaminosa en toda su 
ofensiva crudeza, gravedad, profundidad y universalidad (Rom. 1:18-32; 3:9-19; 
1 Tim. 1:9-11), y sólo contra este trasfondo se puede apreciar en toda su 
magnitud la gracia del evangelio que provee la medicina para superar y dejar 
atrás esta trágica situación de la humanidad: “En lo que atañe a la ley, ésta 
intervino para que aumentara la transgresión. Pero allí donde abundó el 
pecado, sobreabundó la gracia” (Rom. 5:20). De nada sirve al diagnóstico sin la 
consecuente medicina correspondiente, como tampoco sirve la medicina sin un 
diagnóstico previo. Por eso: “la ley vino a ser nuestro guía encargado de 
conducirnos a Cristo, para que fuéramos justificados por la fe” (Gál. 3:19, 24) 
Además, una comprensión correcta de la doctrina del pecado y su 
gravedad puede ser también uno de los mejores incentivos para que el 
creyente se consagre a una búsqueda permanente de la santificación. 
Pero conviene diferenciar el pecado original de los pecados personales y 
voluntarios. 
2.1. Pecado original 
Si hay algo que sobresale en medio de las diferencias entre iglesias 
cristianas acerca de muchos detalles o asuntos doctrinales periféricos o 
secundarios es que, no obstante, todas ellas sostienen la doctrina del 
pecado original. Puede que difieran en su entendimiento de la misma, pero 
ningún cristiano puede prescindir de esta doctrina, pues la condición 
humana actual y el presente estado de cosas por sí solos, aún sin acudir a 
la revelación bíblica, demandarían alguna explicación del por qué somos 
esta mezcla tan ambigua, paradójica y en gran medida trágica de lo mejor y 
lo peor de la creación, tan bien descrita por Pascal así: “¿Qué quimera es, 
pues, el hombre? ¡Que novedad, qué monstruo, que caos, que motivo de 
contradicción, qué prodigio! ¡Juez de todas las cosas, imbécil gusano de la 
tierra, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y de error, gloria y 
oprobio del Universo!”, corroborado también por Cornelius Plantinga Jr. en 
estos términos: “… los seres humanos son criaturas indescriptiblemente 
complejas en quienes a menudo cohabitan un gran bien y un gran mal, a 
veces en compartimientos separados y bien aislados, y a veces en un 
contubernio tan profundo e intrincado que nunca podemos llegar a ver un 
aspecto moral sin ver el otro. „Lo que somos‟, dice Lewis Smedes, „es un 
conjunto de contradicciones ambulantes‟.” 
Todo esto suscita la pregunta de ¿dónde se originó todo esto?, ¿dónde 
comenzó la confusión y el drama de la historia humana que más parece una 
“fe de erratas” que una historia ascendente? Y es aquí cuando la doctrina 
del pecado original provee una respuesta coherente. Desechar, pues, la 
doctrina del pecado original es incurrir de inmediato en la unánimemente 
condenada herejía del monje Pelagio (llamada por ello pelagianismo), quien 
de manera equivocada, ingenua y utópicamente idealista negaba el pecado 
original. El teólogo cristiano de la escolástica medieval, el gran Anselmo de 
Canterbury, afirmaba con gran acierto que: “El pecado original se llama así 
porque existe en el origen de cada persona”, pero su colega y predecesor 
irlandés Juan Escoto Erigena ya había hecho la siguiente necesaria y 
oportuna precisión: “El pecado original no pertenece a nuestro estado 
natural, sino a nuestro estado existencial: desde que nacemos nos 
inclinamos hacia tesoros ilusorios, hacia lo que no es”. 
Dicho de otro modo, el “pecado original” no hace referencia a un 
pecado específico del cual todos sin excepción seamos 
personalmente culpables desde que nacemos. Tampoco señala 
necesariamente al primer pecado de la humanidad, pues aunque existe 
una relación de causa entre ellos, el pecado original alude más bien a 
la corrupción de nuestra naturaleza humana primordial. Es decir que, 
más que a la desobediencia de Adán y Eva, el pecado original se 
refiere a las consecuencias que este hecho tiene en todos y cada uno 
de los hombres: un estado de permanente propensión a la 
desobediencia, una originaria, innata y radical inclinación al pecado. 
Observar a un niño basta para dejar constancia de ello (Pr. 22:15). Sin 
perjuicio de las virtudes que el Señor Jesucristo señaló en ellos, 
colocándolos incluso como ejemplo de la actitud no maliciosa y confiada 
que debe caracterizar al creyente respecto de Dios (Mr. 10:15; Lc. 18:17), lo 
cierto es que los niños no necesitan que les enseñen la desobediencia. 
Más bien nacen con esta inclinación incorporada y lo único que puede 
refrenarla para permitirles al menos la sana convivencia en sociedad es la 
instrucción y la disciplina correctiva. Además, su inmadurez unida a su 
arraigado egoísmo también refuerza su patológica desobediencia. En ese 
sentido tal vez haya que darle la razón a quien dijera: “En realidad nunca 
crecemos. Únicamente aprendemos a comportarnos en público”. 
Enefecto, tanto la moralidad secular como el legalismo religioso llegan a 
ser con frecuencia una mascarada del adulto inmaduro para encubrir 
impunemente el pecado, tanto fuera como dentro de la iglesia, con la 
conciencia tranquila. No por nada Martin Buber decía que nada oculta más 
el rostro de nuestro prójimo que la moralidad (fuera de la iglesia), y nada 
oculta más el rostro de Dios que la religión (dentro de la iglesia). Pero con 
todo y lo censurable que pueda ser, aún esta hipocresía que busca 
encubrir y disimular el pecado en el fondo de un marco formalmente 
virtuoso implica el reconocimiento de que la virtud es siempre 
superior al pecado. El pecado no puede presentarse de manera abierta, 
pues será rechazado aún por los pecadores. 
El pecado debe corromper la virtud y enmascararse en ella para poder 
atraer, como lo hace el queso en la trampa del ratón. La virtud es, en 
muchos casos, el señuelo del pecado, puesto que si bien la virtud puede 
existir por sí misma, el pecado no. El pecado es un parásito que se 
alimenta corrompiendo la virtud y enmascarándose en ella. El mal no 
puede subsistir con independencia del bien. Como lo afirma el teólogo 
reformado Cornelius Plantinga Jr.: “Para lograr el daño mayor, el mal 
necesita lucir de la mejor forma. El mal tiene que gastar mucho en 
maquillaje”. Ya lo dijo La Rochefoucauld en sus Máximas: “La hipocresía es 
el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Por eso, continua diciéndonos 
Plantinga: “Los vicios tienen que enmascararse como virtudes… un rasgo 
significativo del mal: para prevalecer, el mal no sólo tiene que robarle al 
bien poder e inteligencia, sino también credibilidad… No sorprende, 
entonces, que las personas malas traten de guardar las apariencias… no 
quieren ser buenas, pero si quieren parecer buenas… Deseamos mantener 
al menos nuestra „imagen‟ de la imagen de Dios. Deseamos mantener las 
mascaras incluso dentro de nuestro corazón. Resulta extraordinario que 
el fenómeno del autoengaño dé testimonio de que nosotros, seres 
humanos, incluso cuando hacemos el mal, somos totalmente 
partidarios del bien. En algún nivel de nuestro ser sabemos que el bien 
es tan plausible y original como Dios, y que, en la historia del género 
humano, el bien es más antiguo que el pecado”. 
Por eso, si bien el pecado es una condición que nos afecta desde que 
nacemos, heredada solidariamente de nuestros primeros padres por toda la 
humanidad (Sal. 51:5; Rom. 5:12), esto no significa que la inclinación al 
pecado, con todo y su universalidad, sea algo inseparable e inherente a 
nuestra condición humana como tal. En otras palabras, el pecado original 
no es un requisito forzoso para ser hombre. Cristo fue hombre 
verdadero (Heb. 2:14, 17-18), sin participar del pecado original3, 
resistiendo además la tentación cuando ésta hizo aparición en su camino 
(Heb. 4:15; 1 P. 1:19; 2:22). Dicho de otro modo, la naturaleza humana no 
es esencialmente pecaminosa. Si así fuera Jesucristo nunca hubiera sido 
 
3En virtud de su nacimiento virginal que, de un modo todavía abierto a la especulación teológica, lo 
libró de la herencia que llamamos “pecado original” que se traduce en la adquisición concreta, 
personal e individual de lo que la Biblia llama “la carne” o la “naturaleza pecaminosa” 
verdadero hombre, pues en él no hay pecado y si para ser hombre se debe 
ser necesariamente pecador, pues Jesucristo no hubiera podido serlo. 
El pecado o la naturaleza pecaminosa que todos (con excepción de Cristo) 
hemos heredado tiene ciertamente alcance universal y no respeta ni 
siquiera a la iglesia, por el contrario, por su misma naturaleza como su 
enemiga acérrima, ella es su blanco más codiciado, pero no es algo 
esencial a nuestra naturaleza humana, sino que es, por decirlo así, algo 
coyuntural a nuestra naturaleza, siendo la caída de nuestros primeros 
padres la coyuntura en que éste (el pecado) hizo aparición en el género 
humano. Pero Adán y Eva fueron seres humanos aún antes de que el 
pecado hiciera aparición en el mundo4, por lo cual se concluye que el 
pecado no es algo esencial a nuestra naturaleza y que, por lo mismo, es 
posible que la naturaleza divina se una a la humana, como de hecho 
sucedió en Cristo, sin que sean mutuamente excluyentes o se repelan entre 
sí por causa del pecado humano y la santidad divina respectivamente. 
Sin embargo, para no prestarnos a equívocos, debemos suscribir lo dicho 
por el teólogo R. C. Sproul en su serie de conferencias en video bajo el 
título: Una Imagen Destrozada, en el sentido de que el pecado, aunque no 
sea esencial a nuestra naturaleza, a partir de la Caída es un flagelo 
universal en la historia humana que no nos afecta únicamente de 
manera superficial, contingente o accidental, sino que contamina de 
raíz (es decir de una manera radical) todo nuestro ser, desde el centro 
hacia la periferia y toca todos los aspectos de nuestra vida 
manchando todo lo que toca. Es por eso que este teólogo afirma que 
todos los seres humanos padecemos una corrupción radical (es decir, de 
raíz), que no se limita a la superficie de nuestro ser sino que surge de 
nuestro propio corazón, según lo reveló el mismo Señor Jesucristo (Mt. 
15.19; Mr. 7:21), de tal modo que aún las mejores y mas encomiables 
 
4San Agustín describe muy bien la relación del ser humano con el pecado antes de la Caída (en la 
llamada dispensación de la inocencia), después de la Caída (a partir de la dispensación de la 
conciencia), después de la redención (en la dispensación de la gracia), hasta el establecimiento del 
reino (en la dispensación milenial). En la primera, en el Edén, el ser humano (representado 
federalmente en cabeza de Adán y Eva) puede pecar y puede no pecar. En la segunda, después 
de la Caída, el ser humano puede pecar y no puede no pecar (en lo que la Biblia llama la 
“esclavitud al pecado” del inconverso). En la tercera, una vez verificada la conversión a Cristo del 
creyente, éste recobra las facultades de antes de la Caída, es decir que de nuevo puede pecar y 
puede no pecar (debiendo ejercitar diligentemente más la última que la primera, pero haciendo, 
aún en el mejor de los casos, ambas cosas, aunque por lo general en proporción cada vez más 
favorable a la virtud), si bien las opciones en el primer sentido son mucho más numerosas que las 
que tuvieron ante sí Adán y Eva, haciendo nuestras decisiones mucho más difíciles que las de 
ellos. Y en la cuarta y última el pecado será por completo erradicado del género humano redimido, 
pues a partir de ese momento el ser humano redimido estará habilitado así: puede no pecar y no 
puede pecar. Es decir la libertad y el amor plenos y perfectos. 
acciones del ser humano caído y no redimido están siempre, en último 
término, manchadas por motivaciones e intenciones pecaminosas en 
algún grado, lo cual las descalifica ante los ojos de Dios. 
Y es que los seres humanos nacemos de tal modo con una inclinación 
innata a pecar (pecado original) que de manera inevitable pecaremos a la 
primera oportunidad una y muchas veces, aunque esos pecados no 
siempre alcancen la gravedad que tiene un crimen y sean por ello más 
sutiles y hasta socialmente tolerados (por aquello del resignado y mediocre 
reconocimiento de que “errar es humano”) e incluso descaradamente 
promovidos como algo bueno en muchas culturas, promoción exacerbada 
por la publicidad actual en los medios masivos de comunicación. Pero todos 
estos factores engañosamente paliativos no los hacen menos pecado ante 
los ojos de un Dios Santo. En otras palabras, no somos pecadores 
porque hemos pecado, sino que hemos pecado porque somos 
pecadores. 
Aún modernos pensadores ateos como el existencialista alemán Martín 
Heidegger reconocen este hecho al afirmar: “Ser culpable no es el resultado 
de un acto culpable, sino a la inversa, elacto es posible sólo porque hay un 
„ser culpable‟ original”. En efecto, nuestra culpabilidad no procede de 
nuestros pecados (en plural) particulares e individuales, sino del pecado 
original (en singular) corporativo que nos afecta a todos por causa de 
nuestra solidaridad de género con nuestros primeros padres, Adán y Eva, 
quienes obraron en representación de toda la especie humana. Muchos 
nos sentiremos tentados a protestar por ello argumentando que no 
estuvimos bien representados y que, de haber sido nosotros y no Adán y 
Eva, lo hubiéramos hecho mejor (lo cual no deja de ser un sofisma). 
De hecho el existencialismo ha infiltrado a la teología cristiana liberal 
procurando dejar sin piso nuestra de cualquier modo injustificada 
indignación contra Adán y Eva al llevar a algunos teólogos a hacer 
afirmaciones como ésta: “Adán deja de ser aquel primer ancestro contra el 
que todos nos indignamos a causa de su pecado, para convertirse en el 
personaje que todos encarnamos” (Antonio Salas). En palabras más 
sencillas: “todos somos Adán”. Esta afirmación vale hasta cierto punto. Pero 
si vamos a suscribirla es necesario hacerle la salvedad de que eso no 
significa que Adán no hubiera sido un personaje histórico real, como 
algunos equivocadamente lo pretenden, sino tan sólo una figura simbólica 
o mítica contra la que sería improcedente indignarnos pues sería como 
indignarnos contra nosotros mismos, pues supuestamente Adán 
únicamente sería un símbolo de todos y cada uno de nosotros. 
Porque lo cierto es que para los cristianos Adán fue un personaje histórico 
real: el ancestro común de toda la humanidad y si ponemos en tela de juicio 
su existencia histórica tendríamos que poner también en tela de juicio la 
sobradamente documentada existencia histórica de Cristo, habida cuenta 
de los paralelos bíblicos que el Nuevo Testamento hace entre Adán y Cristo 
(Rom. 5:12-19, 1 Cor. 15:45-49), pues si uno de los dos polos de la 
comparación es una figura simbólica, por simple lógica comparativa el otro 
polo también debería serlo. Y puesto que nadie puede discutir que 
Cristo fue un personaje histórico real, Adán también tiene por fuerza 
que serlo para que los paralelos entre ambos personajes tengan el 
debido fundamento. 
Además, todas las referencias bíblicas a Adán posteriores al Génesis dan a 
entender que fue un personaje histórico real y concreto (1 Cr. 1:1; Job 15:7; 
31:33, Ose. 6:7; Lc. 3:38; 1 Tim. 2:13-14, Jud. 14). Por último, los 
cristianos somos los menos indicados para protestar por la 
representación que Adán hizo de todos nosotros, pues aunque nos 
pueda parecer injusto cargar corporativamente con la culpa de Adán y 
aunque apelemos incluso a la Biblia para fundamentar nuestra protesta 
citando al profeta Ezequiel cuando dice en el versículo 20 del capítulo 18 de 
su libro: “… ningún hijo cargará con la culpa de su padre, ni ningún padre 
con la del hijo…”, lo cierto es que, como lo dice R. C. Sproul: “El principio de 
Ezequiel permite dos excepciones: la Cruz y la Caída...” añadiendo 
enseguida: “De alguna manera no nos importa la excepción de la Cruz. Es 
la Caída la que nos irrita”. Así que, si ya nos hemos beneficiado de la 
excepción de la Cruz, no podemos ser tan inconsecuentes como para 
impugnar la otra excepción: la de la Caída. 
Ahora bien, los niños son inocentes, no porque no hereden la 
tendencia a pecar (el pecado original) de nuestros primeros padres, 
sino porque no se les puede inculpar todavía en pleno por cometer 
pecados particulares como producto de esta tendencia universalmente 
heredada (de hecho los cometen), pues no son todavía plenamente 
conscientes de ellos, es decir que no tienen todavía desarrolladas las 
facultades que les permiten asumir en propiedad su responsabilidad 
por sus actos. Y de todos es sabido que aún un criminal a quien se le 
diagnostica demencia, no puede ser inculpado por los crímenes que 
cometió y se le declara inocente, no porque no los haya cometido, sino 
porque no puede hacérsele responsable de ellos debido a que no tenía 
conciencia clara de lo que estaba haciendo. 
En la inocencia de los niños, entre otras consideraciones escriturales, 
afirmada por el Señor en estos términos: "Dejen que los niños vengan a mí, 
y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos" 
(Mr. 10:14; Lc. 18:16), se ha apoyado la teología protestante para no 
requerir el bautismo de infantes e impugnar de paso la doctrina católica del 
"Limbo", por completo antibíblica (aclaramos aquí que no todas las 
denominaciones protestantes han abandonado la práctica del bautismo de 
infantes, pero todas niegan la doctrina del Limbo). De cualquier modo, su 
inocencia (la del niño) no es de ningún modo garantía de que, a las 
primeras oportunidades que tenga, no termine pecando, como lo demuestra 
la experiencia de cualquier padre. 
Sin embargo, al ir creciendo el niño adquiere conciencia de sus actos. 
No se puede establecer rígidamente en que momento se alcanza la llamada 
"edad de la responsabilidad", edad en que ya se puede tener conciencia 
clara de nuestros actos. El catolicismo quiso ubicar esta facultad a los siete 
años, pero en buena hora desechó este vano intento pues esto difiere de 
una persona a otra. De insistir en este punto, cuando cada niño cumpliera 
siete años sería procedente felicitarlo como lo hizo una niña de 5 años con 
su hermanito mayor, una vez le habían explicado a ella este concepto que, 
por lo que parece, entendió muy bien, a juzgar por la felicitación que dirigió 
a su hermano en estos términos: "¡Felicitaciones... ya puedes irte para el 
infierno!". 
En nuestra iglesia acostumbramos no bautizar a nadie antes de los doce 
años, edad en que de no mediar nada extraordinario, todo niño ya 
tiene uso de conciencia y puede requerir el bautismo por sí mismo con 
un satisfactorio conocimiento de lo que significa, a la manera en que 
los judíos llevan a cabo su ceremonia de "Bar mitzvá" (hijo del 
mandamiento), por la cual el niño se convierte a los trece años en 
responsable ante la ley. En efecto, en uso de conciencia y puesto que 
"todos pecamos", toda persona a los 12 años puede sentir ya 
"convicción de pecado", pues a estas alturas las distinciones que en 
conciencia podemos ya establecer entre el bien y el mal nos dejan a todos 
en mayor o menor grado convictos de pecado. 
Pero reiteramos que la inocencia de los niños concierne únicamente a 
su incapacidad para responder por sus actos, no a una presunta 
impecabilidad de su parte. Y aunque, desde una perspectiva eterna, no 
les sea vedada la entrada al reino de Dios por causa de los pecados que ya 
cometen sin plena consciencia de ello; deben de cualquier modo asumir en 
un significativo número de casos la pena impuesta sobre el pecado en el 
contexto temporal de nuestro mundo, que no es otra que la muerte. En este 
sentido el pecado corporativo heredado (pecado original) y la culpa y 
consecuente pena a causa del mismo penden sobre ellos desde que 
son concebidos. 
Al fin y al cabo, todos los días mueren niños en el mundo, muchos de ellos 
recién nacidos e incluso nonatos en el vientre de su madre, por lo que este 
trágico registro sigue siendo representativo aunque excluyamos de él las 
muertes de niños ocasionadas directa o indirectamente por terceros a su 
alrededor. Y si los niños fueran inocentes en un sentido absoluto no 
deberían morir mientras aún son niños, puesto que la muerte es la paga 
por el pecado (Rom. 6:23). No sería lógico ni justo que seres que no han 
cometido pecados (en plural), y de quienes se presume que tampoco han 
heredado el pecado original mueran a pesar de ello. Éste es el contundente 
y concluyente argumento paulino en el ya citado capítulo 5 de Romanos, 
versículos 12 y 14: "Por medio de un solo hombre el pecado entró en el 
mundo, y por medio del pecado entró la muerte; fue así como la muerte 
pasó a todala humanidad, porque todos pecaron... sin embargo, desde 
Adán hasta Moisés la muerte reinó, incluso sobre los que no pecaron 
quebrantando un mandato, como lo hizo Adán". 
2.2. Pecados voluntarios 
Una vez establecida la doctrina sobre el pecado original es procedente 
abordar, ahora sí, los múltiples pecados conscientes y voluntarios 
cometidos por los individuos que dan pie a la declaración paulina en el 
sentido de que todo ser humano caído llega a estar “vendido como 
esclavo al pecado” (Rom. 7:14). Ahora bien, el hombre nace en pecado, 
pero no nace esclavo del pecado sino que voluntariamente permite que el 
pecado lo esclavice. Su voluntad lo hace esclavo del pecado, aunque no 
haya nacido en esta condición (Rom. 6:16). Dejemos, pues, en claro que la 
esclavitud al pecado es inevitable en todo ser humano, pero no es 
innata, sino que se adquiere por la práctica recurrente de los pecados 
individuales y particulares a los que nos conduce esa inclinación universal 
al pecado con que nacemos que hemos llamado “pecado original”. 
En otras palabras si para Adán y Eva en el Edén antes de la Caída el 
pecado era algo posible pero no necesario, después de la Caída el pecado 
se convierte en algo tan probable para el ser humano, que en el caso del 
individuo no regenerado esa probabilidad llega a ser rápidamente del 100% 
haciendo del pecado algo necesario para él, como esclavo del pecado 
que llega a ser, probabilidad que si bien no se elimina en el creyente, 
nunca tiene para éste carácter necesario, siendo en este caso mucho 
menor proporcionalmente hablando5 y con un potencial decreciente al 
mismo tiempo que aumenta la posibilidad para la virtud, hasta que ésta 
llegue a ostentar una mayor probabilidad que el pecado, probabilidad 
susceptible de seguirse incrementando día a día. 
La esclavitud al pecado en sus múltiples formas es una constatación tan 
universal que a la ya citada convicción popular en el sentido de que “nadie 
es perfecto”, que, utilizada como fácil disculpa o excusa, suele hacer 
alusión a nuestros pecados conscientes o inadvertidos más que a nuestros 
errores o equivocaciones moralmente indiferentes, le hemos añadido a 
manera de complemento casi sistemático la expresión “… y perdonar es 
divino”, como si el perdón fuera una obligación que Dios tiene para con el 
ser humano en vista de nuestra ineludible y radical imperfección moral, aún 
al margen del arrepentimiento. 
Y debido a que los “errores” son equiparables a los pecados en un 
gran número de casos, hay que señalar también el modo en que hemos 
llegado al extremo de que, con tal de encubrir nuestro pecado y eludir 
infructuosamente el veredicto condenatorio de nuestra conciencia 
sobre él, utilizamos muchos eufemismos para referirnos al pecado 
tratando de mitigar su alcance y gravedad (el más difundido es el 
movimiento inverso de cambiar el término pecado por el término “error”). 
Algunas escuelas modernas de psicología pretendieron incluso eliminar la 
palabra y la noción de pecado de nuestro lenguaje, como si fuera una 
palabra anacrónica, un atavismo primitivo que habría que eliminar, en un 
ejercicio tan estéril y peligroso como el ilustrado gráficamente con la 
difundida creencia acerca del avestruz que, ante el peligro, supuestamente 
esconde su cabeza en tierra. 
Porque negar el pecado con convenientes eufemismos o, peor aún, 
eliminando el concepto y declarándolo obsoleto no es más que 
enterrar la cabeza para no ver lo evidente hasta que nos golpee de 
lleno destructivamente y sin atenuantes. Y lo más grave es que la 
teología liberal cristiana del siglo XIX le hizo el juego a esta iniciativa. Pero 
en vez de resolver el problema lo que terminó fue agravándolo, a juzgar por 
el lamentable estado actual de cosas en el que hemos desembocado, 
caracterizado por un elevado grado de inmoralidad de todo tipo que socava 
y amenaza las bases mismas de nuestras sociedades y civilizaciones. 
 
5Si asignáramos porcentajes a la condición del creyente descrita por Agustín en el sentido de que 
éste, como Adán y Eva en el Edén antes de la Caída, puede de nuevo tanto pecar como no pecar, 
por simple lógica las probabilidades matemáticas para cada una de estas dos posibilidades 
deberían ser en el inicio 50% y 50% respectivamente. 
Llama la atención que personajes declaradamente ateos y críticos de la 
religión como el popular científico norteamericano Carl Sagan, ya fallecido, 
no haya encontrado una palabra más apropiada para referirse a los errores 
de juicio, a las motivaciones equivocadas y a los peligrosos sesgos 
subjetivos de sus colegas que la palabra “pecado” en el momento de tener 
que ponerle título al capítulo 16 de su libro El Mundo y sus Demonios, 
capítulo introducido finalmente con este título: “Cuando los científicos 
conocen el pecado”. 
Y es que el manejo de la culpa no concierne solamente al hombre religioso, 
sino también a las personas sin religión, agnósticas e incluso ateas. Con el 
agravante de que éstas, precisamente por su irreligiosidad, no tienen como 
tratar con ella eficaz y concluyentemente. Usualmente en estos casos la 
única alternativa es negar la culpa, junto con su causa, que no es otra 
que el pecado humano en sus múltiples formas. Pero negar la culpa es 
eliminar tan sólo el síntoma sin tratar con la enfermedad, y negarlos 
ambos es aún más necio, pues no por eso el problema desaparece, sino 
que a lo sumo se difiere y acrecienta. Esto explica el hecho referido por 
John Stott acerca de la novelista y humanista atea Marghanita Laski quien 
poco antes de su muerte en 1988, en un momento de franqueza 
sorprendente en la televisión, dijo: “Lo que más les envidio a ustedes los 
cristianos es el perdón; yo no tengo nadie que me perdone”. 
La mejor manera de comprender la enorme gravedad del pecado es 
mirar algunas de las ideas o imágenes que la Biblia utiliza para 
referirse al tema. El pecado no es lo que muchos piensan, o suponen, o 
dan por sentado; el pecado es lo que Dios dice que es el pecado. Es así 
como debemos coincidir una vez más con Cornelius Plantinga Jr. al recoger 
estas ideas cuando afirma: “Las Escrituras presentan el pecado usando 
ciertos conceptos principales como la rebeldía y la infidelidad que los 
expresa por medio de toda una gama de metáforas: el pecado es no dar 
en el blanco, apartarse de la senda, alejarse del rebaño. El pecado es 
un corazón endurecido y un cuello rígido. El pecado es ceguera y 
sordera. Es tanto sobrepasar un límite como fracasar en alcanzarlo, 
pues el pecado es tanto transgresión como omisión. El pecado es una 
bestia agazapada a la puerta. El pecado hace que las personas 
ataquen, evadan o descuiden su llamado divino. Estas y otras metáforas 
nos sugieren una desviación: aún cuando sea conocido, el pecado nunca 
es normal. El pecado transtorna la armonía de la creación y luego se 
opone a la restauración divina de dicha armonía. Pero sobre todo, el 
pecado rompe y resiste la relación humana vital con Dios…”. 
Pero es más adelante cuando este lúcido teólogo, reiterando estas ideas, 
llega tal vez a lo que podríamos designar como la síntesis de todas estas 
gráficas metáforas: “…en la visión bíblica del mundo, el pecado nunca es 
visto como algo normal, incluso cuando resulte corriente. El pecado es, en 
última instancia, algo irracional, ajeno, extraño. El pecado es siempre un 
apartarse de la norma y se valora en esa luz. El pecado es aberrante y 
perverso, una injusticia o iniquidad o ingratitud. El pecado en la literatura 
del Éxodo es desorden y desobediencia. El pecado es infidelidad, rebeldía, 
impiedad. El pecado es tanto sobrepasar una línea como no llegar a 
alcanzarla, tanto transgresión como deficiencia. El pecado es no dar en el 
blanco, echar a perder bienes, manchar ropas, un tropiezo en el andar, un 
apartarse de la senda, un fragmentar el todo. El pecadoes lo que de 
manera culpable perturba el shalom6.” 
Estamos en este punto ya satisfactoriamente preparados para abordar el 
concepto de salvación. Porque repetimos lo dicho en el inicio del tema: del 
concepto que el hombre tenga sobre el pecado dependerá el concepto que 
tenga sobre su necesidad de salvación. Únicamente así puede entenderse la 
grandeza del hecho de que en la cruz del Calvario Jesús, Dios hecho hombre 
por amor a nosotros, cargue sobre su cuerpo todos los pecados de todos los 
hombres de todas las épocas. No en vano la Biblia llama a este momento 
histórico trascendental: “la hora… cuando reinan las tinieblas” (Lc. 22:53; Mt. 
27:45). Porque es justamente gracias a la maravillosa pero cabalmente 
incomprensible misericordia divina que Jesucristo se encargó de pagar todas 
nuestras facturas en el misterio de la Redención, que examinaremos en lo 
sucesivo. 
Cuestionario de repaso 
1. Razón por la cual aún la vida humana más envilecida sigue siendo no obstante 
sagrada. 
2. ¿Por qué es tan importante una buena comprensión sobre la gravedad del 
pecado? 
3. Además de estar revelada en la Biblia, ¿por qué otra razón de tipo 
eminentemente práctico es necesaria la doctrina del pecado original? 
 
6“El entretejido íntimo formado por Dios, los seres humanos y toda la creación en justicia, plenitud y 
deleite es lo que los profetas hebreos llamaron shalom. Nosotros lo llamamos paz, pero significa 
mucho más que la simple paz de espíritu o cese de fuego entre enemigos. En la Biblia, shalom 
significa florecimiento, integridad, y deleite universales, una situación pletórica en la que se 
satisfacen las necesidades naturales y se utilizan con provecho los dones naturales; una situación 
que nos inspirará un asombro gozoso ante el Creador y Salvador que abre puertas y acoge a las 
criaturas en las que se deleita. Shalom, en otras palabras, es como deberían ser las cosas”. 
(Cornelius Plantinga Jr.) 
4. ¿A qué hace referencia la doctrina del pecado original? 
5. ¿Por qué afirmamos que el pecado es un parásito? 
6. Dada su universalidad e innata condición ¿es el pecado algo esencial o 
coyuntural a la naturaleza humana? Justifique su respuesta. 
7. Si el pecado no es esencial a la naturaleza humana, ¿significa que es algo que 
nos afecta únicamente de manera superficial? Justifique su respuesta 
8. ¿Por qué todo el género humano es solidario con Adán y Eva en la caída en 
pecado en que ellos incurrieron? 
9. ¿En qué sentido los niños son inocentes y en qué sentido son culpables? 
10. ¿Cuál es uno de los eufemismos más comunes para hacer referencia al 
pecado? 
11. ¿Cuál es una de las mejores maneras de comprender la gravedad del pecado?

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