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La fuerza que nace de la debilidad - GIOVANNI CUCCI SJ

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GIOVANNI CUCCI
 
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Aspectos psicológicos de la vida espiritual
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Prólogo
Introducción
1. EL DESEO Y LA VIDA ESPIRITUAL
Un equívoco que exige aclaración
Un ejemplo en la vida espiritual: la predicación de la cólera de Dios
¿Qué es el deseo?
La dialéctica entre los deseos y los límites
La crisis del deseo
Deseo y crecimiento espiritual
Por una educación en el deseo
2. LOS AFECTOS EN EL CAMINO ESPIRITUAL
Emociones, afectos, instintos
Afectos e inconsciente
Los afectos son indispensables para vivir
Afectos y vida espiritual
Vida afectiva y celibato
El camino hacia una afectividad madura
3. LA AUTOESTIMA Y EL SENTIDO DE LA PROPIA VALÍA
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¿Qué significa estimarse?
¿De dónde nace la autoestima o la falta de la misma?
Autoestima y relaciones interpersonales
Algunas consecuencias de la falta de autoestima
Algunos signos indicadores de una adecuada autoestima
Un problema abierto
Para un camino espiritual
Autoestima y gratuidad
4. Los AFECTOS «NEGADOS»: LA IRA Y LA TRISTEZA
Hay ira... e ira
Cuando se niega la ira
¿Por qué nos airamos?
La esperanza, la gran huérfana de la investigación psicológica
Depresión y vida espiritual
Por un camino de reconciliación con la agresividad
Ira, oración y gratitud
5. LA CRISIS EN EL CAMINO ESPIRITUAL
La crisis, realidad de la vida
Algunos aspectos psicológicos
Una crisis que transfigura: algunas figuras significativas
8
Crisis y muerte
La crisis como posible buena noticia
Jesús y la crisis
Indicaciones para un camino espiritual
6. EL HUMOR Y LA VIDA ESPIRITUAL
Las características del humor
Humor y sentido religioso
El sentido del humor en la vida espiritual
Oración para el buen humor
7. LA AMISTAD EN LA VIDA ESPIRITUAL
Amistad, afecto y amor
Hay amigos... y amigos
Algunos criterios de autenticidad
Amistad y soledad
Amistad, muerte y eternidad
8. LAS MIL CARAS DEL MIEDO: ESCUCHARLO, AFRONTARLO, EDUCARLO
Introducción
Una extraña paradoja
La dimensión cultural del miedo
El miedo como mecanismo económico-social
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El miedo como catalizador psíquico
El miedo a Dios
Miedo y coraje
La enseñanza bíblica
Afrontar el miedo
El miedo a la muerte
El temor de Dios, fundamento de la confianza
La ayuda de la comunidad
Bibliografía
 
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La fuerza de la debilidad. Aspectos psicológicos de la vida espiritual
PARA un autor es ciertamente grato ver cómo un libro suyo sigue viviendo en el tiempo
hasta conseguir, además de diversas reimpresiones, también una nueva edición. Sobre
todo, si el mayor mérito corresponde al lector, no solo como comprador, sino, sobre
todo, en su condición de cauce eficaz de transmisión y difusión. En efecto, el libro ha
sido conocido, en general, gracias al «boca a boca» de sus lectores, sin publicidad, sin
haber entrado nunca en las grandes redes de distribución.
Lo anterior nos indica el aprecio que se siente no solo por el libro, sino sobre todo
por la temática que aúna los diversos capítulos tratados, una temática siempre actual e
interesante: el conocimiento de uno mismo como paso obligatorio para conocer a Dios.
Este asunto, en efecto, no es un mero optional que se deja en manos de quien no
encuentra un modo mejor de emplear su tiempo, sino que se trata de una cuestión de vida
o muerte. No es casual que haya sido objeto de reflexión desde los orígenes del
pensamiento occidental, que inmediatamente reconoció, además de su importancia, su
alcance auténticamente religioso.
El célebre adagio del oráculo de Delfos, «Conócete a ti mismo», ampliamente
retomado y comentado por la tradición cristiana, estaba esculpido en la fachada de un
templo, como queriendo decir que la relación con el misterio de Dios exige pasar por
indagar dentro de uno mismo. Se trata de un trabajo duro, pero muy interesante, que se
traduce en hacerse cargo de uno mismo, en tomar una serie de decisiones y elecciones
aprendiendo a reconocer qué es lo que cuenta realmente en la propia vida: «El hombre se
conoce a sí mismo cayendo en la cuenta de que su naturaleza específica consiste en su
propia psyché y que, por consiguiente, su tarea suprema es el cuidado del alma»'.
En la perspectiva de la filosofía antigua, el conocimiento de sí exige valorar la parte
más noble del hombre, que lo hace semejante a la divinidad. La pregunta de Sócrates
11
(«¿Qué es la virtud?») surgía, en efecto, de una determinada misión divina e invitaba al
hombre a reconocerse, ante todo, como un ser mortal, diferente del dios al que rinde
culto.
Plutarco, comentando el aforismo del oráculo de Delfos, había quedado
impresionado por un detalle, a saber, por la E que precedía al adagio, que él interpreta
como abreviación de Ei («Tú eres»), una invocación dirigida al dios, a su eternidad
estable. Es la relación con el dios la que revela la verdad del hombre: «El dios, casi para
acoger a cada uno en el acto de acercarse a este lugar, nos dirige su advertencia
"Conócete a ti mismo", que, sin duda alguna, tiene más valor que el habitual "Salve". Y
nosotros, en respuesta, le decimos: "Tú eres - Ei", y así pronunciamos el apelativo
preciso, verídico, y que solo se destina exclusivamente a él. En verdad, a nosotros, los
hombres, no nos compete, rigurosamente hablando, el ser. Toda ella mortal,
verdaderamente, es la naturaleza, situada en medio, como está, entre el nacer y el perecer
[...1. Por más que te esfuerces en comprenderla, es como trataras de retener el agua
apretando las manos. Cuanto más las aprietes e intentes retenerla, tanto más esos mismos
dedos que la aprietan permiten que se escurra y se pierda»2.
Saberse mortal se convierte, de este modo, en el comienzo de la sabiduría, del arte de
vivir bien, descubriendo y respetando los propios límites; una enseñanza muy próxima a
la sabiduría bíblica de Gn 2,16-17 («Puedes comer de todos los árboles del jardín, pero
del árbol del conocimiento del bien y del mal no debes comer, porque el día en que
comas de él, ciertamente morirás»). Según la exégesis rabínica, este árbol es símbolo de
Dios mismo y de sus características peculiares (cf. el elogio de la sabiduría divina en
Eclo 24,1-22, que concluye presentando una serie de catorce árboles diferentes). Se trata
de la primera gran enseñanza que Dios da al hombre: si quieres vivir, si quieres gustar la
vida, recuerda que no eres Dios, sino que has sido creado, y lo que eres lo has recibido
como un don. En este reconocimiento reside la verdad del ser humano, mientras que su
negación, la presunción de poseer la vida y poder plasmarla según la propia voluntad (el
«apretar con las manos el agua» de Plutarco, que recuerda extraordinariamente el «fruto
arrebatado» de Gn 3,6), está en el origen del mal de vivir, de la muerte.
La reflexión psicológica ha corroborado ampliamente esta enseñanza. En la base de
los motivos del malestar por el que una persona decide iniciar una terapia se encuentra,
12
por lo general, la no aceptación de uno mismo y de los propios límites, que se traduce en
la falta de autoestima y en la incapacidad de disfrutar de lo que uno es y posee. Entre los
muchos ejemplos posibles, podemos retomar la reflexión del psiquiatra I.Yalom, que
resume en los siguientes términos su experiencia terapéutica de muchos años con
personas de toda edad, cultura y extracción social: «Imagínese esta escena: se pide a tres
o cuatrocientas personas, desconocidas entre sí, que se emparejen y hagan a su pareja,
una y otra vez, esta sola pregunta: "¿Qué quieres?". ¿Hay algo más simple? Una inocente
pregunta y la respuesta a la misma. Sin embargo, una y otra vez he comprobado que este
ejercicio de grupo suscita sentimientos inesperadamente poderosos [...]. La gente invoca
a aquellas personas a quienes han perdido para siempre o se encuentra ausentes - pa dres,
cónyuges, hijos, amigos...: "Quiero volver a verte. "Quiero tu amor". "Quiero saber que
estás orgulloso de mí". "Quiero que sepas que te quiero y cuánto siento no habértelo
dicho nunca". "Quiero que vuelvas; estoy tan solo...". "Quiero la niñez que nunca tuve".
"Quieroestar sano, ser joven de nuevo" [...]. Muchas cosas nos recuerdan la
imposibilidad de satisfacer nuestros más profundos deseos: el deseo de ser joven, de no
envejecer, de que vuelvan a la vida los que se fueron para siempre, de amor eterno, de
protección, de significación, el propio deseo de inmortalidad» 3.
Es una descripción muy adecuada, incluso en su evaluación final, propia de quien,
como el autor, no reconoce un horizonte más grande que el de las propias empresas
terrenales y, por consiguiente, es presa de la casualidad insensata. En esta perspectiva,
como diría Freud, nuestros deseos más profundos son una mera ilusión, porque para el
hombre adulto y maduro no hay espacio para la esperanza (cf. cap. 4). En cambio, para
los antiguos, tanto cristianos como paganos, no solía ser así, ya que el conocimiento de
uno mismo abría al reconocimiento de un horizonte más grande, del que los días de la
existencia constituían una preparación indispensable, capaz de aportar sentido, si bien en
la dimensión de la espera, la esperanza y la lucha. Para ellos, los deseos más profundos
no eran fruto del azar o del capricho, sino un signo de la presencia de Dios. En segundo
lugar, el reconocimiento de no ser omnipotentes no conducía a la desesperación, sino
que era la raíz de la autenticidad, el ingreso en esa tensión fundamental entre el deseo y
los límites, que es la condición para realizar cualquier cosa y llevar, como diría
Heidegger, una existencia auténtica (c£ cap. l).
13
Platón había percibido con agudeza cómo únicamente en la mirada de Dios puede el
hombre descubrir la verdad de sí mismo y vivir de la manera más plena. Así como el
propio ojo solo puede captarse reflejándose en otro Ojo, que le da la luz y la capacidad
de vivir rectamente, del mismo modo el alma solo puede conocerse en la luz de Dios:
«Mirando en Dios y, entre las cosas humanas, en la virtud del alma, nos serviremos de
aquel que es el mejor espejo, y probablemente llegaremos a vernos y a conocernos lo
mejor posible»4.
El conocimiento se traduce, así, en un comportamiento éticamente relevante; es una
invitación a la humildad, al reconocimiento del humus, de la tierra de la que
procedemos; un conocimiento que encuentra su más célebre concreción en la mayéutica
socrática y en la ironía destinada a refutar la hybris (presunción, orgullo) del hombre,
que no puede presumir en modo alguno de competir con Dios. De ahí el elemento
sapiencial y terapéutico de este saber: conocerse es aprender a crear espacio y a cultivar
lo que da sabor a la vida (recuérdese la imagen evangélica de la sal en Mt 5,13),
trabajando sobre las propias fragilidades y debilidades para que no nos destruyan.
Esta invitación, expresada en páginas espléndidas por autores que no habían
conocido la revelación bíblica, es retomada y profundizada por la tradición cristiana.
Esta propuesta de vida conquistará al joven Agustín, el cual, durante un cierto número de
años después de su conversión, cultivará con un grupo de amigos el ideal de la
contemplación, del estudio de la Biblia y del diálogo filosófico sobre las cuestiones más
importantes de la existencia. El sabor de aquellos felices años emerge, por ejemplo, en
su escrito juvenil Contra Academicos, un itinerario de ascenso hacia Dios y búsqueda de
la bienaventuranza que es practicable gracias al recto uso de la razón, liberándose de lo
que obstaculiza este camino de libertad. En esta obra se encuentran muchos temas de la
filosofía clásica, en la que el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios se
entrecruzan estrechamente, culminando en la célebre súplica «Que te conozca a ti, que
me conozca a mí»: «Agustín dice que su reciente conversión ha sido una especie de
retorno a sí mismo, acontecido bajo la influencia de los libri Platonicorum no menos que
del cristianismo» 5. Piénsese aún en otra célebre expresión suya: «¿Qué es la vida feliz
sino poseer, mediante el conocimiento, algo eterno? Pero ¿cuál es, sino Dios, el bien
eterno que hace que el alma sea eterna?»6, porque «in interiore homine habitat veritas»'.
14
San Cesáreo de Arles invita a los catecúmenos cristianos a hacer el examen de
conciencia, una práctica de origen pitagórico, una modalidad de purificación de las
propias pasiones, para conformarse cada vez más con la imagen de Dios. Este ejercicio,
que consistía en recorrer con la memoria lo acontecido a lo largo de la jornada, adquiere
un significado genuinamente espiritual, de conocimiento de uno mismo, de desarraigo de
los malos hábitos que se reconocen en las acciones cotidianas, con la consiguiente
transformación personal. La vida espiritual se convierte así, literalmente, en una
roturación del propio ser, exactamente igual que el trabajo del agricultor, un esfuerzo
indispensable para dar fruto: «Roturar significa, en este caso, sondear la propia
conciencia, observar con atención los propios pensamientos, el propio lenguaje, los
propios actos, sustraerse a todas las obras de la carne, eliminarlas con el ardor de la
confesión, sembrar el fruto del espíritu recurriendo a las fuentes de las aguas vivas con el
arrepentimiento y la oración»$.
Por consiguiente, el autoconocimiento puede ser el hilo conductor que aúne la parte
más fascinante e interesante del pensamiento occidental, el cual encontró una concreción
posterior gracias a las ciencias humanas, que nacen generalmente como una ayuda para
identificar las causas del malestar y del sufrimiento y para mostrar nuevos caminos
posibles que, aunque difíciles, constituyen una oferta de libertad y sanación. El
psicoanálisis de Freud presenta de forma nueva intuiciones antiguas como, por ejemplo,
la importancia del diálogo, de la interpretación y de la relectura de las propias acciones
desde una perspectiva terapéutica, entendida, ante todo, como un crecimiento en el
conocimiento de sí para llevar a cabo los cambios apropiados. Piénsese también en cómo
la investigación psicológica ha redescubierto, desde otra perspectiva, la actualidad y la
profundidad de la enseñanza contenida en la doctrina de los pecados capitales'°.
Ciertamente, no faltan en estas propuestas elementos ambiguos y posibles
manipulaciones, recetas de bienestar a bajo precio e incluso tentativas de autosalvación.
Sin embargo, estos desplazamientos han estado siempre presentes en la historia del
pensamiento humano; más que constituir una objeción a cuanto se ha dicho hasta ahora,
son más bien su corroboración. En efecto, solo reconociéndolos como desplazamientos
podemos protegernos de ellos, evitando caer en sus seductoras trampas. Sabemos cómo
el mal tiene siempre un aspecto de fascinación que nos conquista si no estamos atentos,
15
sobre todo si no conocemos nuestros puntos débiles. Todo el trabajo de discernimiento
de los espíritus propuesto por san Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales exige
el conocimiento de sí y de los sentimientos que se agitan en la pro pia alma para poder
reconocer la voz de Dios y hacerse cada vez más dócil a ella.
El punto de intersección irrenunciable, base de todo diálogo, incluido el que se da en
el encuentro con Dios, sigue siendo, por tanto, el conocimiento de sí: «Quien desee
buscar a Dios y encontrarlo tendrá que buscarlo en sí mismo, en lo más íntimo de su
alma, en la que se encuentra la imagen de Dios, y roturar el campo de su esencia
creada»". El verdadero enemigo de la vida espiritual no es la pasión, ni tampoco lo es el
vicio, sino, más bien, la superficialidad, la ignorancia sobre las profundidades del propio
corazón. El jesuita Th. Green reconocía que el obstáculo más grande para la experiencia
espiritual no es la grandeza y el misterio de Dios, sino, más bien, el desconocimiento de
uno mismo, el hecho de no querer realizar el esfuerzo de conocerse, viviendo de un
modo superficial y efímero`.
La importancia fundamental de este vínculo puede mostrarse también por el hecho
de que ahora es la propia Iglesia la que vuelve a proponer al hombre de todo lugar y toda
cultura el valor del adagio del oráculo, para que no se olvide. Se puederecordar a este
propósito la célebre introducción de la encíclica Fides et ratio: «La exhortación Conócete
a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos para testimoniar una
verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre
deseoso de distinguirse, en medio de la creación, calificándose como "hombre"
precisamente en cuanto "conocedor de sí mismo". Por otra parte, una simple ojeada a la
historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marcadas por
culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el
recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?; ¿de dónde vengo y a dónde voy?; ¿por
qué exis te el mal?; ¿qué hay después de esta vida? [...] Son preguntas que tienen su
origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del
hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación
que se dé a la existencia. La Iglesia no es ni puede ser ajena a este camino de búsqueda
[...] Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del
que es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad»13
16
El papa siente que tiene el deber de volver a proponer esta invitación, porque en
nuestro tiempo corre el riesgo de ser desatendida. Es significativo que el actual olvido
del sentido de Dios y de la vida espiritual vaya acompañado del desconocimiento de uno
mismo y los propios deseos más profundos; de esta manera no está uno en condiciones
de saber lo que quiere de la vida. Tal vez no es casual que la pérdida de la dimensión
religiosa de la existencia vaya de la mano con una generalizada incapacidad para la
introspección, incluso entre los creyentes (¿cuántos practican aún el examen de
conciencia?)", para purificarse y luchar por conseguir lo que da sabor a la vida. Es triste
descubrir el difundido descrédito de la exhortación délfica por parte de numerosas
corrientes filosóficas, culturales y científicas", con la repercusión que todo ello tiene para
la vida espiritual. Este descrédito fue puesto bien de manifiesto por un fulminante
aforismo de Nietzsche: «¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y
entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos cuantos sondean el
alma saben, muy a su pesar, que "cada cual es para sí mismo lo más lejano". El adagio
"conócete a ti mismo", en boca de un dios y dirigido a los hombres, es casi una
maldad»16.
Cuando el acceso a la propia vida interior permanece bloqueado, no es difícil ser
presa del nihilismo, del que, no por azar, Nietzsche fue el portavoz por excelencia, hasta
el derrumbamiento psíquico. Su obra preanuncia un nuevo recorrido para el hombre
occidental de los siguientes dos siglos, un recorrido resumido expresivamente por
J.Findlay: «Se trata de un viaje, a lo largo de una calle empedrada de desesperación,
hacia una frustración predeterminada»".
Renunciando a conocerse, a hacerse cargo de la propia vida espiritual, no se libera
tiempo ni energías para otras cosas; más bien, se extingue el deseo de vivir, de
desgastarse por algo que tenga valor, al contrario de lo que le ocurre al hombre que ha
encontrado el tesoro en el campo (c£ Mt 13,44-46). No se puede dejar de resaltar la
insistencia con que la mayoría de los debates culturales que actualmente se dan en
nuestros países están obsesivamente centrados en temáticas de tipo nihilista, cuyo
horizonte unificador ya no es la vida - «el arte de vivir bien», propio de la tradición
sapiencial-, sino la muerte: la eutanasia, el suicidio, el testamento vital, el aborto... La
muerte se entiende aquí como un acontecimiento que se gestiona de manera técnica,
17
programable, fruto de una decisión, sin pensar en cómo este enfoque arroja una luz
bastante miserable sobre la existencia'>. Que la muerte exija más bien una preparación,
en particular la perspectiva de tener que dar cuenta a Dios de la propia vida, no parece
rozar siquiera en lo más mínimo la mente de quien presenta estos debates. Y, sin
embargo, los antiguos, y no solo cristianos, advertían que se trataba de lo más
importante, para lo que había que prepararse con atención, y que podía también aportar
luz y sabiduría a algunas opciones decisivas de la vida'.
En este libro se abordan estos y otros temas en una versión más ampliada y
actualizada (añadiendo un capítulo e incorporando la bibliografía final), tratando de
responder a la invitación del oráculo de Delfos, una invitación que no conoce el paso del
tiempo y que se presenta de una forma nueva en el contexto de una adecuada formación
sacerdotal y religiosa`.
La acogida favorable por parte del lector de este libro a lo largo de los años, además
de una ulterior y grata demostración de confianza, constituye también una confirmación
de la importancia que estas cuestiones tienen para la vida de cada uno en toda época, así
como una certificación de que merecía la pena realizar el esfuerzo invertido en la
redacción de estas páginas. Como diría P.Ricoeur, de este modo el lector da al texto la
posibilidad de existir'.
Al volver a dar a la imprenta este libro, deseo dar las gracias particularmente a mi
hermano en la vida religiosa, el Padre Daniele Libanori, sj, sin cuyo ánimo y dedicación
no habría visto nunca la luz. También quiero manifestar mi más sincero agradecimiento
a Marcella landolo, que, con encomiable paciencia y dedicación, ha leído y corregido
este libro y otras obras mías.
Roma, 14 de septiembre de 2011 Festividad de la Exaltación de la Santa Cruz
P.GIOVANNI CUCCI, Sj
 
18
-SAN AGUSTÍN, La Trinidad XV, 28, 51
ESTE libro nace de una serie de conferencias sobre algunas temáticas «de frontera»
concretas, que marcan la vida de cada día, pero que son a la vez complejas y pueden
estudiarse desde diferentes ángulos. Cada vez más presentes en la reflexión psicológica,
se encuentran frecuentemente en el ámbito del acompañamiento espiritual, de la
confesión y del discernimiento sobre la propia vida.
El deseo, los afectos, en sus consecuencias agradables (alegría, atracción) y menos
aceptadas (ira, tristeza), la autoestima, el humor, la amistad y la crisis son elementos que
se encuentran en toda situación vital. Pueden ignorarse o puede esperarse a que, cuando
ocasionen alguna dificultad, se resuelvan con el paso del tiempo. Y a veces es así, pero
lo más frecuente es que la falta de un trabajo cuidadoso y meticuloso lleve a
consecuencias cada vez más graves, hasta que la situación se hace insostenible. La vía de
la negación, aunque sea más fácil e inmediata, lamentablemente no lleva muy lejos.
Como observaba el filósofo Santayana, «quienes no recuerdan su pasado están
condenados a repetirlo». Las heridas del pasado, los hábitos viciosos, la perezosa
espontaneidad instintiva... presentan un carácter de repetitividad que le arrebata a la vida
todo tipo de energías y satisfacciones.
En cambio, la relación con el Señor es, ante todo, una propuesta de vida: «Si quieres
entrar en la vida, guarda los mandamientos», dice jesús al joven rico (Mt 19,17). Sin
19
embargo, lamentablemente para él (¿solo para él?), una serie de apegos no le permitieron
la libertad de cumplir el deseo, aun estando presente en su corazón, de realizar lo que era
bueno para él, a saber, seguir de cerca al «maestro bueno». Era un joven apasionado y
emprendedor, pero también estaba muy dividido en sus afectos, y al final de la decisión
fallida es cuando se encuentra con un sentimiento determinado: el joven, anota el
evangelio, se aleja de jesús «entristecido». Quien se aleja del Señor nunca está contento,
aunque tenga a su disposición una enorme abundancia de bienes y posibilidades.
¿Puede ser triste la vida cristiana? Quizá este tipo de tristeza, como en el caso del
joven rico, asoma a veces la cabeza en la vida del creyente, bloqueando la prontitud del
seguimiento, obstaculizando la libertad de elegir lo que se desea verdaderamente. Y así,
en el momento de la decisión, se encuentra impedido por «algo»que tal vez ni siquiera
se conoce, cuando no por la tristeza del corazón.
La afectividad sigue siendo un elemento decisivo de la vida espiritual. A menudo, en
la base de las dificultades espirituales, de las crisis vocacionales, lo que hay es un
diálogo insuficiente entre la vida religiosa y el patrimonio humano, cognitivo y afectivo.
Un conocido especialista en espiritualidad, el jesuita Th. Green, formador y director
espiritual durante muchos años, observaba cómo muchas dificultades en relación con el
discernimiento de espíritus tienen causas y motivaciones de otro género, que deben
reconocerse y explorarse para poder avanzar en el camino:
«Muchos dicen que es extremadamente difícil conocer a Dios, dado que no es
posible verlo, oírlo o tocarlo como se haría con un ser humano. Lo cual, obviamente,
es cierto; pero yo he llegado al convencimiento de que el mayor obstáculo para el
discernimiento verdadero (y para un auténtico crecimiento en la oración) no es la
naturaleza intangible de Dios, sino el hecho de que no nos conocemos lo bastante a
nosotros mismos y no queremos siquiera conocernos tal como somos en realidad.
Casi todos nos escondemos detrás de una máscara, no solo frente a los demás, sino
también al mirarnos al espejo»'.
La relación entre el conocimiento de uno mismo y la vida de gracia es,
indudablemente, un punto de conexión difícil, delicado y complejo, pero constituye
también una experiencia auténtica de encarnación. A este respecto debe reconocerse,
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lamentablemente, que el trabajo sobre este punto de intersección no ha dado muchos
pasos adelante desde el Concilio Vaticano II hasta hoy. Si bien es verdad que existen
muchos y excelentes trabajos y estudios sobre espiritualidad, escasean, en cambio,
propuestas formativas de carácter interdisciplinar que integren la espiritualidad y las
ciencias humanas.
Una causa de esta cesura puede hallarse en el convencimiento, por más que recto y
sincero, de que al final lo que cuenta es ser fiel a los momentos de oración, a la
meditación de la palabra de Dios y a la frecuencia de los sacramentos. Aun reconociendo
lo acertado de todo esto, no puede dejar de recordarse la verdad de la antigua
observación de santo Tomás, a saber, que la gracia opera sobre la naturaleza', es decir,
que la gracia no es magia ni un material añadido ni un cuerpo extraño. La gracia exige
docilidad y colaboración y no franquea las mediaciones. Por retomar la parábola del
buen sembrador (cf. Mc 4,1-9), no basta con sembrar la buena semilla para que el terreno
pueda dar fruto, pues este puede hallarse plagado de zarzas y de piedras, sino que, sobre
todo, exige ir más allá de la superficialidad del «camino». En estas condiciones, la
semilla puede desplegar sus potencialidades de vida, dando fruto más allá de toda
previsión humana.
Por otra parte, hay que reconocer que la renuencia a una propuesta espiritual y
formativa, atenta a la aportación de las ciencias humanas, encuentra una justificación en
la irresponsabilidad de quien ha visto en la psicología una especie de «varita mágica»
capaz de abrir todas las puertas y resolver todas las dificultades, lo cual ha llevado a
elaborar recorridos problemáticos y poco respetuosos de las conciencias, provocando
conflictos, divisiones y, en algunos casos, también derrumbamientos psíquicos. Ha
habido momentos en que las obras de Freud y de sus epígonos, análogamente a lo
acaecido con los escritos de Marx en el campo filosófico y sociológico, han amenazado
con reemplazar en la formación a los textos de la Sagrada Escritura y de los Padres de la
Iglesia.
No obstante, aunque debe rechazarse una visión de la psicología (basada, a su vez,
en un planteamiento antropológico no cristiano) caracterizada por una consecución fácil
del bienestar, el problema de la integración entre las diversas dimensiones de la persona
sigue abierto y no puede desatenderse. El camino sigue siendo el diálogo y un
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pensamiento conforme a la complejidad, con todos los riesgos y dificultades que podría
conllevar. Por otra parte, el mismo magisterio de la Iglesia, a partir del Concilio
Vaticano II3, reconoce cada vez más la im portancia de las ciencias humanas para la vida
espiritual y la formación, porque a menudo las dificultades con que uno se encuentra no
son puramente espirituales, sino que implican los afectos, la vivencia y las relaciones.
Todo esto puede estar ocultando profundas heridas que, en un determinado momento,
«explotan», dando la impresión de que los años de formación, de estudio, de oración, de
ejercicios espirituales y de vida sacramental habrían pasado como el agua sobre la roca,
sin rozar la profundidad de la persona.
Este riesgo, que es todo menos infrecuente, ha producido resultados también
trágicos. Rossetti, responsable del centro «San Lucas» en Maryland (Estados Unidos),
que acoge principalmente a sacerdotes afectados por problemas y dificultades de varios
tipos, entre los que se encuentra el abuso sexual, notaba una característica común en
aquellos que se dirigían al centro, a saber, que, no obstante la diversidad de las
problemáticas y las historias personales, su vida espiritual estaba desconectada de su
existencia: «Saben hablar elocuentemente de su propio camino espiritual, pero sus
palabras no están arraigadas en su vida personal. En realidad, su vida espiritual está
vacía. En estos casos vemos con tristeza la devastación ocasionada a la Iglesia y a la
sociedad cuando a los sacerdotes les falta una formación humana»4. Lo dicho vale
igualmente para toda persona llamada a encontrar su lugar en la vida en una relación
verdadera y profunda con el Señor.
El extremismo, tanto espiritual como psicológico, puede, por consiguiente, conducir
a los mismos resultados desastrosos, en cuanto que toda exacerbación lleva el signo
propio del dia-b3los, del que divide. Al principio puede parecer un atajo cómodo frente a
los problemas, una manera de vivir tranquilo evitando las dificultades; pero estas, antes o
después, acaban «pasando factura», y a menudo se trata, literalmente, de una factura
«carísima» que debe pagarse renunciando a aquella sal que da sabor a la vida (c£ Mt
5,13). La separación entre naturaleza y gracia, cuerpo y espíritu, razón y sentimientos, es
siempre una forma de abjurar de la encarnación.
Esta abjuración se muestra a menudo de modo solapado y encubierto, asumiendo los
contornos de lo que san Ignacio llama el «bien aparente», algo que es afectivamente
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agradable y atrayente, pero que aleja de los valores que se querrían elegir. La
consolación y la alegría, por su parte, caracterizan también la lógica de la tentación, que
comienza de modo cautivador, para acabar llevando a la persona adonde no quería. De
ahí el esfuerzo de examinar atentamente el curso de los pensamientos antes de consentir
a la acción, como prescribe Ignacio'; la tentación, en efecto, estimula, si no
indirectamente, sí al menos por la resonancia afectiva suscitada, los puntos a los que uno
es más sensible y que a menudo son desconocidos por la propia persona.
Véase, a este respecto, la sugestión que la tentación presenta en momentos «críticos»
de la jornada, como le sucede a este monje adormilado en el momento de levantarse de
la cama acudir a la oración:
«Una noche, a la hora en que sonaba la campana para maitines, le pareció a un monje
que se encontraba al lado de un ser de aspecto tenebroso que le daba estos
insinuantes consejos: "¿Por qué vosotros, los monjes, a diferencia de lo que hacen
los demás hombres, os sometéis a tantas fatigas, vigilias, ayu nos, penitencias, cantos
de salmos y otras innumerables mortificaciones? ¿Acaso no es cierto que
muchísimas personas, aun viviendo en el mundo y persistiendo en el pecado hasta el
final de su vida, están destinadas a gozar de la misma paz a la que vosotros
tendéis?"»6.
Es interesante que el autor reconozca claramente cuál es la fuente de tal objeción y,
además de ello, el punto de llegada de su sutil razonamiento: «con estas y otras parecidas
necedades el diablo, pérfido como es, letomaba el pelo al monje; es más, lo embaucó
hasta el punto de convencerlo de que se abstuviera de participar con los demás en el rezo
de los maitines»'. No obstante una cierta claridad intelectual, la voz del afecto,
especialmente en momentos críticos, parece invencible.
El lugar en que convergen estas diversas realidades es el campo de lo que ha sido
denominado la «segunda dimensión», un lugar también de conflicto, dado que la persona
advierte que está dividida en sí misma, incluso dramáticamente, por causa de resistencias
profundas e inesperadas, en general inconscientes y que se manifiestan como sordera a
los valores que, sin embargo, se proclaman a nivel consciente8. Ciertamente, la vida
espiritual considerada desde este ángulo no es en absoluto fácil y tranqui la, sino que
23
exige un esfuerzo por buscar la voluntad de Dios, que se presenta como «lo más y lo
mejor».
La invitación-necesidad de conocerse a sí mismo (una antigua invitación
precisamente por parte de la sabiduría) no es una cuestión académica ociosa; este
conocimiento puede ayudar a entender qué se desea de la propia vida. Nuestra sociedad
presenta muchas oportunidades y recursos y una gran cantidad de información; pero sin
una afectividad educada y unos valores de referencia, se corre el riesgo, en absoluto
remoto, de perderse en esta gran confusión de bienes; de comenzar muchos recorridos en
el ámbito intelectual, profesional y afectivo, y de experiencias de fe, pero sin concluir
nunca ninguno; de encontrarse despistados, cargados, pero no ciertamente satisfechos.
La característica de la sabiduría y de la inteligencia reside en que es selectiva, sabe
escoger entre el grano y la paja, porque, parafraseando a san Pablo (c£ 1 Cor 3,12-13),
allí donde todo es importante, al final nada lo es.
Vida de oración, conocimiento y conciencia de sí, libertad efectiva... son elementos
fundamentales de la existencia cristiana; a ellos se hace referencia para poder encontrar
el propio lugar en la vida, y a ellos se quiere hacer referencia en los capítulos de este
libro, que no constituyen ciertamente un recorrido exhaustivo, sino que simplemente
ofrecen algunas pistas que, a su vez, se entrecruzan con otras, abriendo a recorridos
posteriores (de estudio, de investigación, de autoconocimiento y de vida espiritual). Las
temáticas que aquí abordamos querrían mostrar cómo los varios y diversos aspectos
(espiritual, afectivo y psicológico) se presentan como una realidad ya estructuralmente
trabada, y cómo merece la pena afrontar el esfuerzo de mantenerlos en diálogo entre sí
para una existencia rica y plena como es la propuesta cristiana.
Lo importante en la vida espiritual es encontrarse en camino y reconocer la
dirección; lo demás se profundiza haciendo camino, porque el deseo espiritual abre a la
persona hacia los demás, introduciéndola en un contexto cada vez más rico y complejo,
pero también, al mismo tiempo, profundamente unitario; se ha dicho que en la vida los
problemas no se resuelven, sino que, a lo sumo, se superan, entrando en una fase
diferente. Esta complejidad, que no asusta, sino que enardece el corazón, es signo de
comunión con el Misterio, que, como en el caso de la fuente de agua de la que habla
Ezequiel (cf. Ez 47), aumenta hasta convertirse en un río demasiado grande para
24
atravesarlo. La índole inagotable propia de la vida con el Señor es también, sin embargo,
motivo de esperanza; recuerda al hombre sediento que su sed encontrará una adecuada
satisfacción, mientras que sería una desgracia que la sed agotara la fuente'.
La imagen del río de Ezequiel, aplicada a nuestras temáticas, nos enseña que sería
una ilusión pretender agotar y resolver las cuestiones de una vez por todas,
especialmente en el breve y restringido ámbito de las conferencias de las que nacen estas
páginas, las cuales querrían simplemente ser una invitación a comenzar un recorrido
dentro de la riqueza y la complejidad de la vida interior, suscitando la sed y el deseo de
la misma, pero señalando también algunas «fuentes» de descanso. El recorrido podría
tomar posteriormente implicaciones diferentes y múltiples, sugeridas por la variedad y la
creatividad del Espíritu que actúa en cada uno y ayuda a la búsqueda, dejando de lado el
enfoque de «uso y consumo» de la respuesta a una pregunta puntual, que pone de
manifiesto solamente la ansiedad y la superficialidad con respecto a lo que constituye
nuestro elemento más valioso: la vida interior.
Si la lectura de estas páginas permite al lector llegar a descubrirse mirando a sus
propias dimensiones interiores, no ya con el temor a encontrar no se sabe qué, ni con la
ansiedad de reducirse a un problema que hay que resolver, sino, más bien, con la
curiosidad y el deseo de conocerse a «fondo perdido», en esa dimensión de asombro y
gratuidad que para los antiguos caracteriza la grandeza del hombre y sus actividades más
elevadas, entonces el libro habrá logrado su objetivo. Las cosas más importantes de la
vida, como las murallas de Jericó, se alcanzan y se afrontan no poniendo mucha pasión
en ellas, sino, más bien, dando vueltas alrededor (cf. Jos 6,1-21), es decir, ocupándose de
otras cosas que aparentemente no tienen nada que ver con el problema puntual y que
invitan a entrar en un espacio más grande, caracterizado por lo gratuito.
Jesús supo aunar admirablemente estos aspectos en su vida concreta. Se mostró
plenamente hombre, también en su dimensión afectiva, y por eso lloró, se enojó y
experimentó la compasión y la amistad, pero también los aspectos más dolorosos de la
vida, como el abandono, la soledad, la traición y la muerte.
Ojalá que su persona constituya la meta del camino de todo hombre, creciendo cada
vez más en los «sentimientos del Hijo»`.
25
 
26
Un equívoco que exige aclaración
HABLAR de «deseo» a propósito de la vida espiritual podría suscitar malestar,
considerando probablemente que tiene que ver con su más insidioso enemigo. En efecto,
si se diera rienda suelta a los deseos, ¿qué sucedería? ¿Adónde se iría a parar?
Abandonarse a los deseos podría llevar a una vida sin freno, presa de los impulsos,
contraria a los valores por los que se ha optado. Tal vez también por ello se ha mirado el
deseo con sospecha, interpretando los dos últimos mandamientos en el sentido de «no
desees y tendrás una vida tranquila».
El deseo podría también evocar los sufrimientos más fuertes padecidos en la vida: un
afecto no correspondido, una amistad traicionada, un gesto incomprendido de buena
voluntad...; una serie, en fin, de situaciones en que la apertura y la expresión de lo que
uno más apreciaba le han golpeado el corazón, con las consecuencias que es fácil
imaginar. De ahí que se imponga nuevamente la conclusión de que una vida sin deseos
es, en último término, más tranquila, sin demasiados vaivenes e inconvenientes y, por
tanto, más ordenada y gobernable, en el fondo.
Muchas propuestas espirituales, en efecto, buscan conseguir este estado de paz del
espíritu. Pensemos, por ejemplo, en el budismo, que aspira a la imperturbabilidad
absoluta extinguiendo el deseo, considerado como la causa del sufrimiento y del mal.
Piénsese también en el proyecto cultural que surgió en Europa al día siguiente de la
revolución científica, que quería someterlo todo al criterio de la razón, la única capaz de
garantizar una dirección estable a la existencia. Aún hoy no deja de fascinar el célebre
manifiesto de la mentalidad ilustrada, expresado vigorosamente por Kant: «"Sapere
ande!" ¡Ten el valor de servirte de tu inteligencia! Tal es el lema de la Ilustración»'. Es el
modelo de una vida exitosa, cierta y segura, garantizada por el ejercicio de la
racionalidad técnica y científica, dejando todo lo demás en el ámbito de lo opinable,
sobre lo cual puede afirmarse cualquier cosa y la contraria.
27
Es curioso, sin embargo, que precisamente a partir de la Ilustración el hombre
europeo se ha ido haciendo cada vez menos razonable; si, en efecto, se conciben los
deseos como adversarios de la razón, ¿quién vencerá: aquelloso esta? ¿Es realmente
cierto que pueden eliminarse de la vida los deseos y las emociones?
El deseo no puede eliminarse tan fácilmente; sin él, también la voluntad se debilita,
como se constata cada vez que ambos se encuentran en contraposición; en tal caso,
¿hasta cuándo y a qué precio podrá resistir la voluntad? Un autor que ha reflexionado
mucho sobre la conexión entre el deseo y la voluntad en el ámbito psicológico, Rollo
May, observaba:
«El deseo proporciona a la voluntad calor, contenido, imaginación, juego, frescura y
riqueza. La voluntad, por su parte, proporciona al deseo la autodirección, la madurez.
La voluntad tutela al deseo, permitiéndole proseguir sin correr riesgos excesivos.
Pero sin deseo la voluntad pierde su savia, su vitalidad, y tiende a extinguirse en la
autocontradicción. Si tan solo se da la voluntad sin el deseo, nos hallamos ante el
individuo victoriano, estéril y neopuritano. Si tan solo se da el deseo sin la voluntad,
estamos ante el individuo forzado, prisionero, pueril, que, como un adulto que se ha
quedado en la infancia, puede convertirse en el hombre robot» 3.
A este respecto recuerda santo Tomás: «Dice el Filósofo que la razón no se impone a
las tendencias del deseo y de la agresividad mediante un poder despótico, que es propio
del señor para con el esclavo, sino mediante un poder político o real, que es el que se
ejerce con los hombres libres, no sometidos por entero a órdenes»4. Lo que significa que
el primer paso para ser comprensivos con los demás consiste en ser comprensivos con
uno mismo, acogiendo el patrimonio de la propia afectividad.
Los deseos y los afectos constituyen, de hecho, el elemento esencial de la vida
psíquica, intelectual y espiritual, y son la fuente de toda actividad; a primera vista, y a
los ojos de una racionalidad formal, parecen constituir un conjunto caótico y
complicado; sin embargo, remiten a realidades fundamentales y necesarias que dan sabor
a la vida, porque la hacen interesante, «gustosa». Con gran agudeza, Santo Tomás asocia
el deseo al hecho mismo de ver, que, de por sí, es una operación selectiva, es decir, se
detiene en aquello que percibe el corazón: «Ubi amor, ibi oculus», es decir, «Donde hay
28
amor, allí se posa el ojo» 5.
Además de todo esto, el deseo parece ocupar un lugar fundamental en la revelación
bíblica, a diferencia de otras tradiciones religiosas, hasta el punto de constituir un
elemento específico de la relación con Dios: «La perfección suprema para el budismo es
"matar el deseo". ¡Qué ajenos aparecen a este sueño los hombres de la Biblia, incluidos
los más cercanos a Dios...! En la Biblia, por el contrario, abundan, en efecto, el tumulto
y el conflicto propios de todas las formas del deseo. Ciertamente, dista mucho de
aprobarlas todas [...], pero de este modo adquieren toda su fuerza y dan todo su valor a la
existencia del hombre»6.
Por otra parte, tal vez son estas diversas precauciones y temores los que indican, por
contraposición, el poder y el papel que el deseo reviste en la vida. Ciertamente, puede
prender todo el ser, proporcionar fuerza, valor y esperanza frente a las dificultades y dar
gusto y color a las acciones. A menudo, la falta de deseo constituye la línea divisoria
entre un proyecto logrado, coherente y duradero y las mil veleidades y «buenos
propósitos» teóricos, de los que se dice que está empedrado el infierno... Lo que hace
que se queden en un estadio de puro esbozo es precisamente la falta de un deseo real de
llevarlos adelante. El mismo valor se hace bello y fácilmente realizable cuando es
cautivador; también desde el punto de vista moral se pueden llevar a cabo grandes
cambios cuando estos se ven como algo atrayente para el sujeto: «Un comportamiento
bueno es válido en la medida en que es fruto del deseo de la bondad. Más importante que
ser bueno es tener el deseo de llegar a serlo»'.
El deseo, en efecto, parafraseando al psicólogo Kubie>, permite llevar a cabo el
único tipo de transformación que es duradero en la vida, a saber, «cambiar en la
capacidad de cambiar», lo cual permite volver a poner orden en el desorden. En este caso
se opera una reestructuración radical de uno mismo, colocando las premisas para realizar
lo que san Ignacio llama «ordenar la propia vida».
En cambio, cuando el mundo de los deseos ya no encuentra espacio en la vida
interior, fácilmente se expone uno al voluntarismo, al cumplimiento preciso y exacto de
los propios compromisos, pero únicamente en virtud del deber, encontrándose, sin
embargo, incapaz de gustar y gozar de la propia vida' y, por tanto, de vivir contento. Es
29
la perspectiva puramente legal de la prohibición, propia de quien está siempre alerta,
asustado por los posibles peligros y sospechando de todo cuanto pueda «atraer»; además
del miedo, esta actitud puede reflejar una visión de la existencia «seria» y eficiente, en la
que no hay espacio para lo gratuito, para el placer de dedicarse a cualquier cosa por el
mero hecho de que «es bello».
«Para la persona rígida no tiene sentido el simple interés. Hacer algo por el placer de
hacerlo es una peligrosa auto-indulgencia. Ver la televisión, leer una novela o echar
un vistazo a las fotos del verano pasado es una pérdida de tiempo. Relajarse significa
holgazanear, divertirse es apoltronarse [...], el sentido del deber ocupa un lugar
superior a los deseos. Cuando una persona rígida se propone hacer una cosa porque
es justa, válida y generosa, no la impulsa la belleza de la cosa, la generosidad o el
aprecio por la justicia, sino el deber, que la obliga a hacer algo bello, generoso, justo
[...]. Si programo un viaje, me permitiré hacerlo cuando lo vea como un deber que
debo cumplir. De este modo, evito el sentimiento que me dice que ese viaje era una
frivolidad y una pérdida de tiempo. Es más, cuanto menos ganas tenga uno de
hacerlo, mayor será su mérito [...]. La persona que ora por deber no busca la relación
con Dios [...], sino que quiere sentirse tranquila [...]. No le interesa trabajar para
producir cosas que tengan sentido, sino que trabaja para decirse a sí misma que ha
trabajado. No busca escuchar a los demás, sino que lo que le importa es poder
decirse a sí misma que ha escuchado; no le interesa aprender, sino decirse a sí misma
que ha leído [...]. La consecuencia es que uno se siente hastiado de la vida»'°
Esta actitud existencial tiene una larga tradición tras de sí; tal vez sería interesante
ofrecer una panorámica aproximada al respecto. Sin pretender juzgar la historia, el hecho
es que realidades fundamentales de la vida cristiana se han visto efectivamente
traspasadas por la rigidez y el rechazo de la vida.
Un ejemplo en la vida espiritual: la predicación de la cólera de Dios
A menudo, un lugar teológico tan importante de la predicación y de la vida cristiana
como la muerte de jesús en la cruz ha sido leído con las categorías del miedo, la
venganza, la cólera y una justicia retributiva puramente fiscal. Se pueden citar algunos
ejemplos significativos al respecto, extraídos de la predicación y la propaganda de
30
tiempos no tan lejanos":
«En efecto, la cólera de Dios no podía aplacarse ni apartarse más que por una
víctima tan grande y de tal categoría como el Hijo de Dios, él que no podía pecar»
(Lutero).
«Jesús se encuentra como abatido por Dios, enemigo de Dios, para que nosotros,
enemigos de Dios, nos hiciéramos amigos e hijos escogidos por Dios [...]. El manso
Jesús, por nosotros, se entregó espontánea y amorosamente, permitiendo que cayera
sobre él toda la cólera, la venganza y el castigo de Dios Padre... Cristo, en su
inmenso dolor, habla como si en él recibiera el hombre interior sobre sí la sentencia
de Dios, en lugar de los pecadores» (De una predicación indebidamente atribuida a
J.Taulero).
«Era preciso que todo fuera divino en este sacrificio, era necesaria una satisfacción
digna de Dios, y hacía falta un Dios que la realizara; una venganza digna de Dios, y
que fuera también Dios quien la llevara a cabo [...]. Era preciso, pues, hermanos
míos, que él mismolanzara todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había
cargado sobre él todos nuestros pecados, debía hacer también que sobre él recayera
toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no lo dudemos. Por eso el mismo
profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus
enemigos, él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su
todopoderosa mano [...]. Señores, ¿hasta dónde llega este suplicio?; ni los hombres
ni los ángeles podrán jamás concebirlo. Golpeen, señores, golpeen; él está dispuesto
a recibir vuestros golpes; y sin considerar que él es vuestro Cristo, no lo miréis sino
para recordar... que, al inmolarlo, satisfacéis este odio con que odiáis el pecado. Dios
no se contenta con golpear; parece querer reprobarlo, dejándolo y abandonándolo en
medio de su suplicio» (Bossuet)'2.
Pero no se trata únicamente de la predicación de la cruz. En una conferencia en
Notre-Dame, en el siglo XIX, el padre Monsambré, hablando de la eucaristía, se dirige a
Dios de este modo:
«Qué poder has concedido, Dios mío, a tus sacerdotes, al decirles: "Haced esto en
31
memoria mía"...! Su palabra se ha convertido en un instrumento más agudo y más
cortante que el cuchillo con que se degollaba a las víctimas de la antigua ley... Ellos
ponen vida divina allí donde no había más que materia muerta, y en el mismo
instante le dan muerte».
Es un texto que puede asemejarse a este otro, procedente de un libro de devoción
eucarística de finales del siglo XIX:
«Ved cómo la Víctima queda destruida, consumida, aniquilada. En el Calvario estaba
herida, aquí está machacada... ¿Dónde están, pues, su cuerpo, sus miembros, su
forma, su vida humana? Todo ha sido molido, triturado, reducido a unas migajas
desapercibidas. Cristo está personalmente entero, totalmente vivo, en este polvo, en
esta nada; ¿no es el colmo del abajamiento, de la depresión, un verdadero
anonadamiento?»13
¿Herencia del pasado? Tal vez, pero esta manera de ver las cosas no parece tan
lejana; lamentablemente, el miedo y el legalismo como modalidad de vida espiritual no
son en absoluto un residuo arqueológico, como muestra el siguiente texto, alabando la
pena de muerte, escrito por el sacerdote y religioso Bruckberger en Le Figaro Magazine
el 18 de mayo de 1985:
«Dentro del cristianismo - ¿por qué no hablar de ello? - el suplicio padecido por
Jesucristo es un valor supremo, redentor de todos los pecados. A la luz de la cruz,
que es un cadalso de ejecución, la pena de muerte adquiere toda su significación
sobrenatural, infinitamente fecunda y benéfica. Nosotros, los cristianos, adoramos a
un Dios condenado a muerte y ejecutado, y situamos en la ejecución de ese inocente
la fuente de todas las gracias y de la salvación del mundo».
Se trata del tema de la legalidad y de la justicia satisfactoria aplicado a la teología y a
la predicación, y donde el punto focal, la realidad más importante, es el pecado, con el
castigo consiguiente. Si el pecado es fruto del odio, exige, por tanto, un odio
correspondiente para expiarlo; cuanto más grave es el pecado, tanto más cruel y violenta
debe ser la expiación... El criterio de fondo que impregna toda consideración corre el
riesgo de ser el odio y la necesidad de venganza, desapareciendo cualquier otro
32
sentimiento: «La venganza de Dios se encarna de alguna manera en la de los judíos,
hasta el punto de que no acaba comprendiéndose por qué la una es santa y la otra
sacrílega [...]. Dios se convierte en el verdugo de Jesús»".
Si el evangelio alerta con frecuencia al creyente contra el riesgo de la dureza de
corazón y del legalismo marcado por la pura justicia retributiva, propia del fariseo, no es
porque experimente un resentimiento hacia una categoría particular de personas, sino
porque encarna el riesgo, siempre presente en la vida del discípulo, de quedarse en la
exterioridad de la norma y excluir el corazón de la relación con Dios, creyéndose justo.
La ley es importante. Jesús no la abolió, es más, le dio cumplimiento; y, sin embargo, sin
el amor, que la ley está llamada a custodiar, el hombre corre el riesgo de ponerse en el
lugar de Dios. Los sentimientos, en cambio, son humildes por naturaleza; ponen a la
persona en contacto con la tierra que la constituye (el término «humildad» viene del latín
humus, terreno) y la hacen humilde cuando los acoge, permitiendo vivir una
espiritualidad encarnada.
«Somos personas pasionales, por lo que matar las pasiones sería como impedir el
crecimiento de nuestra humanidad, secarla. Nos haría predicadores de muerte.
Tenemos, en cambio, que ser libres para cultivar deseos más profundos, dirigidos a
la bondad infinita de Dios. Como Oshida, un dominico japonés, pidamos a Dios que
se haga irresistible. Nuestros deseos nos pueden desviar, no porque exijamos
demasiado, sino porque nos contentemos con demasiado poco, con satisfacciones
modestas [...]. Los carteles publicitarios que flanquean nuestras calles nos invitan a
luchar unos contra otros, a pisotearnos recíprocamente en la competición, para
satisfacer nuestros deseos ilimitados; nuestro Dios nos ofrece la satisfacción de un
deseo infinito, gratuito como un don. Deseemos, por tanto, de un modo más
profundo»15
Pero ¿cómo es posible «desear de un modo más profundo»? De este interrogante
surge la necesidad de un trabajo de confrontación con uno mismo; un momento de
conocimiento, ciertamente, pero también de educación y purificación, porque el deseo se
hace obstáculo cuando es superficial, cuando se confunde con la necesidad del momento,
como tendremos ocasión de ver. En este sentido, el discurso psicológico topa con
algunas verdades fundamentales de la vida espiritual, como la ascesis y la renuncia, que
33
no deben entenderse como enemigas del deseo, sino como un recorrido de
reconocimiento y maduración de lo que realmente tiene valor, omitiendo todo cuanto,
aun siendo atrayente, le quita gusto a la vida, dejando a la persona a merced del viento
del capricho. Como observa al respecto Brugués, «no se trata de renunciar al deseo en sí
mismo - lo que sería inhumano-, sino a su violencia. Se trata de morir a la violencia del
placer, a su omnipotencia»`.
:Qué es el deseo?
En el ámbito de la psicología se distingue el deseo de la necesidad. El deseo tiene una
raíz más sutil y compleja, vinculada a la historia, a la memoria, a los afectos del
individuo. Tiene también que ver con la fantasía, y no resulta tan fácil de concretar en un
objeto inmediato, cosa que, en cambio, es característica de la necesidad". Sería
reduccionista, por consiguiente, asociar el deseo al placer o a la satisfacción sexual; es,
más bien, un elemento que atraviesa todos los aspectos de la vida: intelectual, espiritual,
relacional y lúdico. Hay un elemento de continuidad en el deseo que señala una
dirección, un recorrido, un sentido al vivir, a diferencia de la necesidad, que es puntual,
limitada, circunscrita; por eso su placer es de breve duración.
Otra característica del deseo, que lo diferencia de la simple necesidad, es que apunta
a lo que podría señalarse como «la realidad fundamental», un punto focal que garantiza
orientación y significado al vivir y al actuar. Desde el punto de vista psicológico, el
deseo podría definirse mejor aún como la capacidad de «encauzar todas nuestras
energías hacia un objeto que estimamos central para nosotros. No es, por tanto, el
impulso ciego, el deseo loco, el instinto que instiga descontrolado, sino una tendencia
significativa hacia algo que es apreciado por sí mismo»". La razón de ello es el que
deseo compromete a toda la persona; ciertamente, está estrechamente ligado a los
afectos, pero también incluye en sí un aspecto cognoscitivo: el reconocimiento de los
valores, de «aquello que es apreciado por sí mismo», como recuerda Manenti.
Así pues, el deseo es una especie de «bisagra» que une en sí la cognición, el afecto y
la voluntad, elementos todos ellos que están presentes en el acto de la decisión. Es
fundamental conocer y concretar de modo adecuado el deseo,porque significa saber lo
que se desea de la propia vida y estar dispuesto a afrontar los riesgos y las renuncias y a
34
superar los obstáculos para llevarlo a cabo.
Según el filósofo Von Hildebrand, pueden distinguirse tres tipos fundamentales de
deseos: 1) un nivel de hecho, asimilable a la necesidad, es la tendencia hacia un bien que
hay que consumir (como, por ejemplo, la comida); 2) la búsqueda de un bien que se echa
en falta, pero que, de un modo u otro, está presente al sujeto (como el deseo de ser feliz,
de terminar una carrera, una empresa); 3) la respuesta a algo presente y que, a la vez,
interpela al sujeto en su totalidad, poniendo en juego la propia libertad, también de modo
permanente (por ejemplo, una opción de vida)'.
Desde el punto de vista antropológico, el deseo viene a echar por tierra la concepción
ilustrada del hombre, sintetizada en el «manifiesto» de Kant, considerado únicamente
bajo el perfil de la pura racionalidad; como veremos también a propósito del tema de los
afectos, el deseo parece casi divertirse desordenando la vida, ofreciendo imprevistos,
frustrando planes preestablecidos, aportando un cierto aire subversivo de caos. Por esta
razón puede considerarse un enemigo, porque derriba programaciones de vida
demasiado precisas, hace incierto el futuro e introduce la imprevisibilidad. No faltan
razones, indudablemente, para subrayar la locura impertinente del deseo20, capaz de
trastornar a la persona seria y equilibrada, modelo quizá también de algunos tratados de
espiritualidad.
«El mundo de los deseos no es un mundo claro y simple. Nuestros deseos se
enmarañan de un modo complejo y sutil que hay que saber mirar con cierto humor.
Parecen desdo blarse, arrastrarse recíprocamente y esconderse detrás de otros. Un
deseo puede ocultar otro, y así hasta el infinito. Además, somos vagamente
conscientes de que ignoramos nuestros deseos más secretos. Nuestra cultura ha
hecho suficientemente propias las adquisiciones del psicoanálisis, de tal modo que
nos sentimos no poco irritados cuando un lapsus cualquiera - una palabra o un gesto
«fallidos» - parece revelar en nosotros deseos que no osaríamos admitir de ninguna
manera, ni siquiera ante nosotros mismos. El motivo es simple: estos deseos no solo
son difíciles de identificar, sino que, a menudo, son tales precisamente porque
resultan difíciles de admitir. El mundo de nuestros deseos, en efecto, suscita en
nosotros un maremágnum de otros sentimientos que nos cuesta controlar»21.
35
Por otra parte, el deseo, a diferencia de la necesidad, muestra la característica de
trascendencia propia del hombre. En efecto, la necesidad está vinculada a algo
inmediato, puntual, mientras que el deseo puede concernir a realidades a largo plazo, que
implican un proyecto, sacrificios, tentativas, desconciertos y renuncias, aplicando en él
todas las facultades y capacidades propias. Piénsese en el deseo de hacerse médico, de
llevar a término una investigación o de trabajar para que se haga justicia en una situación
de abuso y explotación. Para que todo esto pueda realizarse se presupone que el deseo
tiene una duración en el tiempo; además, este no desaparece una vez satisfecho, pero
siempre queda un regusto de plenitud y satisfacción.
Ciertamente, todo ello requiere también de parte del sujeto una cierta estabilidad, así
como la libertad y la capacidad de ver más allá de la urgencia inmediata de la necesidad.
Cuando el deseo no es reconocido y educado, corre el peligro, en efecto, de ser
confundido fácilmente con la necesidad, más sencilla de satisfacer, pero más superficial
y pasajera y que conduce a una saturación que, al mismo tiempo, nos deja insatisfechos,
vacíos y aburridos. Algunas manifestaciones de desviación y destructividad en el mundo
juvenil están vinculadas al malestar de un vacío interior que se ha tratado de llenar, sin
conseguirlo, de todas las maneras posibles, dejando al sujeto, al final, aún más
insatisfecho22.
Por último, en el deseo las cosas, las acciones y las elecciones cobran importancia,
porque adquieren un significado simbólico y afectivo; en ellas se puede alcanzar lo que
es fundamental para la vida, aquello que se aprecia sobremanera. La afectividad tiene
también un gran influjo en la vida intelectual23: literalmente, la palabra «recordar»
significa, de hecho, «(man)tener en el corazón»; los afectos estimulan el conocimiento o
lo limitan: de hecho, hay cosas que no se logran recordar, y hay otras, en cambio, que
desgraciadamente no se consiguen olvidar, aunque uno querría realmente olvidarlas... En
estos casos, los afectos puede convertirse en un obstáculo que socava la consecución de
lo que se consideraba importante. Por un lado, elevan; por otro, sin embargo, le
devuelven a uno a la tierra, precisamente por el elemento de «humildad» que los
caracteriza.
La dialéctica entre los deseos y los límites
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Hablar de «deseo» es hablar a la vez de una carencia24, de una lucha y una tendencia a
la acción en orden a alcanzar un bien del que se carece; lo cual significa que el gusto de
hacer algo, lo que sea, constituye tan solo una «cara de la moneda» del vivir; la otra,
igualmente esencial, la constituyen los límites. Resumiendo de manera esquemática y
con ayuda de un gráfico, puede afirmarse que la existencia, considerada desde este punto
de vista, se mueve en dos direcciones fundamentales, simétricas y, al mismo tiempo,
contrapuestas entre síes:
A) El mundo de los deseos impulsa al sujeto a vivir conforme a una expansión
continua:
B) El mundo de los límites, en cambio, va en el sentido de una progresiva reducción
de las posibilidades:
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A) El mundo de los deseos revela al ser humano que es potencialmente infinito.
Cuando nace, puede aprender cualquier idioma, realizar cualquier proyecto; ante él
parece abrirse toda una gama de posibilidades: podría ser empresario, monje, profesor,
explorador, atleta... Además, el deseo abre la puerta a otros diez mil deseos posibles y no
conoce la palabra «fin»; más aún, parece acrecentarse con el paso del tiempo: leer un
libro remite a otras infinitas lecturas posibles; una persona conocida pone en relación, a
su vez, con otras personas cercanas a ella; una experiencia abre a toda una serie de
posibilidades distintas...
Este sentido de potencialidad infinita, que es propio del ser espiritual, puede
reconocerse posteriormente si se considera el aspecto de la imaginación y la fantasía
presentes en el deseo: con el pensamiento, sin moverse de su habitación, puede uno
encontrarse en cualquier lugar, pensar en diferentes personas, imaginar que conversa
acerca de las cosas más bellas, sin la fatiga el tener que explicarse y seguir una línea de
argumentación lógica, sin la dificultad que supone tomar ciertas precauciones y hacer
determinadas aclaraciones... Es propio del deseo expandirse en continuidad, y cuando es
cultivado por la fantasía, permite al sujeto experimentar una cierta sensación de
omnipotencia. En este sentido, el recorrido está permanentemente inconcluso, siempre
abierto a experiencias ulteriores, sin llegar nunca a decir «basta». Sin embargo, unidos a
la fascinación de los nuevos descubrimientos, más tarde o más temprano aparecen
también el cansancio y la desilusión, es decir, la percepción del límite: a falta de otra
cosa, el tiempo al menos tiende a redimensionar el sentido de omnipotencia del deseo.
B) Entramos así en la dirección que mueve hacia el redimensionamiento que, a lo
largo del tiempo, va progresivamente eliminando nuestras posibilidades: la vitalidad se
reduce poco a poco, a medida que va quedando atrás la juventud. Al cabo de un cierto
tiempo, que varía según las personas, el aprender resulta más costoso, y las
posibilidades, virtualmente infinitas, se reducen. Si al nacer se abría ante uno la
posibilidad de aprender todos los idiomas, con el paso de los años el círculo se restringe
y queda progresivamente marcado por la historia transcurrida, con sus huellas culturales
y geográficas, los hábitos adquiridos, las decisiones adoptadas y todaclase de
contratiempos; de este modo, las posibilidades, en principio tan amplias, se van
cerrando. Si el deseo es el florecer de la vida que se conserva fresca y lozana, la
38
limitación introduce la noción de la muerte en los proyectos y realizaciones posibles y
hace palpable el carácter de definitividad, en el sentido de no retorno, de cierre de las
posibilidades.
Puede resultar este un discurso triste y que mata la esperanza, porque parece
reconocer que al final lo único cierto en la vida es la muerte y que, por tanto, todo deseo
es, fin de cuentas, pura veleidad, «ilusión» en el sentido freudiano. En cambio, el deseo y
la limitación constituyen dos aspectos inseparables de una misma componente, en el
sentido de que ambos van siempre juntos, es decir, que solo en la fantasía pueden
concebirse por separado (aunque este es el aspecto igualmente peligroso de la fantasía, la
ilusión de vivir sin límites ni dificultades: en la base de determinados gestos trágicos se
halla el desconocimiento de los límites como algo esencial a la vida). Cuando el deseo va
unido a la limitación, conduce a una experiencia real, porque esta, al igual que aquel,
permite vivir. Pensemos, por ejemplo, en los límites concretos que permiten la aparición
de la vida en un ambiente determinado; bastaría con desplazar aunque solo fuera un
grado el eje terrestre (o la distancia respecto del sol) para hacer inviable la vida en la
Tierra. Las leyes de la vida se sostienen sobre un delicado y complejo equilibrio de
constantes, de límites, entre dos oscilaciones posibles, más acá o más allá de las cuales
no hay vida, estabilidad ni proyectividad. Sin límites no puede haber orden y estabilidad.
En el libro del Génesis, la creación se describe como una serie de límites que Dios
establece y que permiten que se desarrollen las distintas formas de vida.
La limitación es también importante para la salud psíquica: la ausencia de límites
internos caracteriza, de hecho, esas formas de desarrollo psicológico fallido que se
conoce con el término «psicosis», en que el sujeto no logra percibir su diferencia
respecto de la realidad exterior, sino tan solo una especie de ansiedad difusa e
indiferenciada26.
Reconocer los límites no significa, pues, penalizar el deseo, sino que constituye más
bien la única manera posible de concretarlo. La realización del deseo y, por lo tanto, una
vida realizada se producen mediante el encuentro de las dos directrices opuestas, los
deseos y los límites, que se hallan en tensión dialéctica entre sí, en el sentido de que los
unos remiten a los otros: los deseos no pueden hacerse realidad sin conocer y ajustar
cuentas con los límites, del mismo modo que un límite no podría ser advertido como tal
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más que desde la perspectiva, propia del deseo, de superarlo. Fijarse únicamente en los
deseos o en los límites es unilateral y peligroso y acaba conduciendo a una tediosa
frustración.
A su vez, el deseo, aun cuando se haya hecho realidad, no elimina el límite: siempre
queda una cierta sensación de insatisfacción y decepción cuando se ha conseguido lo que
se deseaba, incluso de la mejor manera posible; en psicología, esto se conoce como
«depresión por éxito», como si la persona, una vez concluida la empresa y alcanzada la
meta, hubiera perdido con ello el caudal de energías y motivaciones que hasta entonces
había invertido en ello. Es también una verdad profunda del camino espiritual: ningún
proyecto, ninguna actividad, ninguna persona es capaz de satisfacer plenamente; toda
satisfacción es siempre parcial, porque revela que siempre hay algo más.
El binomio deseo-límite, como cualquier realidad humana, no deja de ser
estructuralmente ambiguo: cuando encuentra un equilibrio, ambos elementos se ayudan
mutuamente; en caso contrario, se destruyen.
«El límite puede matar el deseo y reemplazarlo por las ilusiones. Pensemos en
quienes que no esperan nada más allá de la realidad como existente y se quedan en lo
que ven, lo que saben, lo que palpan [...]. No es posible desear cuando, más allá de
los confines de lo experimentado, lo que hay por debajo es la nada [...]. El límite
puede también hacer que exista el deseo. Si el ser humano no fuese limitado, no
podría desear [...]. Cuando uno pretende haber llegado a la cima, se siente satisfecho
y tranquilo, pero se trata de una alegría estática»2'.
Ambos movimientos, de apertura y de cierre, se intersecan estrechamente. El punto
central del nuevo equilibrio viene dado por el hecho de tomar una decisión. Si el deseo
de aprender se mueve en la línea de la expansión, el de la decisión obliga siempre a
restringir el campo y a seleccionar, implica siempre una renuncia; es decir, la persona se
ve obligada a elegir entre las muchas posibilidades que podría hacer realidad. Tomar una
decisión significa renunciar a muchas otras cosas que podrían hacerse; por otra parte, es
preciso decidirse, porque «el bien es siempre concreto» (Lonergan), del mismo modo
que la inteligencia es de por sí selectiva, es decir, no aspira a conocerlo todo
indistintamente, sino a restringir el campo, centrándose en lo que ha reconocido como
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fundamental y digno de ser perseguido.
A menudo, lo que a primera vista parece una constatación obvia («quiero hacer tal
cosa, y por eso no puede hacer tal otra») constituye el meollo del problema. Si el deseo
no es conocido, desentrañado y madurado, y si el límite no es tenido en cuenta o es
rechazado como algo negativo, la persona se ve en la imposibilidad de decidir; de ahí el
miedo a comprometerse en una elección determinada, sobre todo si es definitiva.
Los límites recuerdan a la persona la libertad fundamental que la constituye en el
momento en el que se analizan los deseos; por eso se sufre también en el momento de la
elección: se quiere, pero, al mismo tiempo, no se quiere. Sin embargo, al final hay que
decidirse: los márgenes no resueltos de riesgo están presente en toda elección.
De ahí la importancia de la denominada «paradoja fundamental» de la vida humana:
cuando se reconoce la dialéctica entre los deseos y los límites y se acepta como tal, es
decir, sabiendo que es la única manera de realizar algo que se tiene en gran estima,
entonces resulta más fácil vivir tal dialéctica. Los problemas surgen, en cambio, cuando
no se acepta esta dinámica y se intenta eliminarla cediendo a la tentación de la
unilateralidad.
Una primera tentación es suprimir el mundo de los deseos para no verse
profundamente herido ni sufrir inútilmente, tomando las cosas como vienen, sin ninguna
proyectividad ni riesgo: el «no te ilusiones, para no tener que desilusionarte» es el
relativismo de quien vive en función de cómo sople el viento, tratando de no crearse
demasiados problemas. La otra tentación, igual y opuesta a la vez, consiste en negar el
mundo de los límites, refugiándose en la fantasía e idealizando los valores, sin tomar en
consideración las condiciones efectivas para su realización. Con la entrada en nuestras
vidas de la «realidad virtual», esta tentación puede ser particularmente solapada e
invasora.
«En el mundo de los valores, el hombre no puede declararse vencedor; los valores
son realidades impenetrables que exigen al hombre intimidad y discreción. Y henos
aquí con el carácter contradictorio del deseo: quiere ser satisfecho y, en cuanto lo
consigue, se da cuenta de que el objeto que puede satisfacerlo es inaprehensible.
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Desear significa precisamente dejar espacio a estos descubrimientos contrastantes de
posesióntranquilidad y de carencia-precariedad. Mantenerse firme en el deseo y
sufrir por la fragilidad de los resultados es excitante y emocionante, pero también
penoso [...]. Quien desea desear ha de aceptar de antemano la experiencia de la
frustración y la abstinencia [...]. Si busco, encuentro; pero cuando he encontrado, no
he agotado la búsqueda. Una razón de más para comprender la facilidad con que se
atrofia el deseo en el corazón del hombre: más vale una satisfacción limitada, pero
tranquila, que un deseo ambicioso y estresante. La pasiónes un sentimiento que la
persona trata de evitar [...]. La pasión, en su verdadero sentido de sufrir-soportar, es
una cita que - nos decimos inconscientemente a nosotros mismo - "cuanto más se
consiga evitar, tanto mejor"»28.
Por el contrario, cuando se acepta el límite, este puede evidenciar una continuidad
con los deseos, contribuyendo a la verdad y maduración de los mismos. Aquí resulta
ciertamente indispensable una visión espiritual, porque muestra que el actuar no es fruto
del azar, sino que necesita un proyecto y que, más aún, precisamente las dificultades y
los imprevistos de la vida son valiosos y encierran una enseñanza que ha de aceptarse,
porque muestran un posible recorrido que hay que reconocer. De por sí, la fatiga, el
sufrimiento y la prueba no significan que sea inútil desear, sino que todo tiene un precio
y que es importante saber en qué invertir la propia vida.
Piénsese, por ejemplo, hasta qué punto los imprevistos han ayudado a los santos a
precisar y concretar sus proyectos; san Ignacio llega a crear una nueva Orden después de
una serie de contratiempos que no le permitieron llevar a cabo su deseo de quedarse a
vivir en Tierra Santa. Sin embargo, son dignas de notar la elasticidad y flexibilidad con
que hizo frente a tales obstáculos, reconsideró las cosas con humildad y dio comienzo a
un nuevo proyecto (ir a Roma y ponerse a disposición del papa)", pidiendo al Señor que
se dignara confirmar su decisión. Quien sabe escuchar la voz del Espíritu, reconoce que
en la vida las cosas grandes tienen su rigen a menudo en imprevistos o hechos casuales
que, no obstante, criban la profundidad del deseo.
La prueba, el obstáculo y la dificultad constituyen, por tanto, un momento de verdad
de los deseos, mientras que, por el contrario, la ausencia de dificultades y una vida
demasiado cómoda y tranquila no ayudan en absoluto a hacer realidad el deseo, sino que,
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paradójicamente, hacen que se extingan las ganas de vivir. Incluso desde el punto de
vista biológico, unas condiciones ambientales demasiado favorables constituyen un
perjuicio para los seres vivos, porque estos ya no son capaces de adaptarse a nuevas
situaciones. Y lo mismo ocurre en el terreno de lo psicológico: en ausencia de un
ambiente estimulante, el deseo puede apagarse y morir, y este es un signo preocupante
de la sociedad actual.
La crisis del deseo
Un elemento característico de nuestra época parece consistir en la dificultad para
reconocer los deseos auténticos, es decir, los deseos estables y duraderos, capaces de
proporcionar una orientación en los distintos ámbitos de la existencia (profesión,
relaciones, fe, ocio, afectos...).
El deseo se presenta, de por sí, como un bien que hay que conseguir a base de arduas
luchas y renuncias que, sin embargo, no deben exceder las posibilidades del sujeto,
porque cuando la dificultad es excesiva, mata el deseo. No obstante, también es cierto lo
contrario: una situación de excesiva facilidad y comodidad es igualmente destructiva del
deseo, acentuando el sentido de la dependencia, de la baja autoestima (porque nunca se
ha «ganado» realmente nada en la vida...) y de la pasividad, que conduce a preferir la
comodidad a la profundidad.
Vivimos en una época extraña, pero muy interesante: por una parte, nuestra sociedad
se caracteriza por el bienestar, por la solución de los problemas inmediatos de
supervivencia, por el aumento de la expectativa de vida, por la oferta de formación... Por
otra parte, sin embargo, la vida se ha hecho más compleja, y la seguridad, más o menos
garantizada, parece tener que pagarse a un precio muy elevado: los problemas no han
desaparecido, sino que han surgido otros nuevos. Hoy ya no nos produce pánico la
expectativa de una mala cosecha, como podía ser el caso hasta hace cincuenta años, pero
el futuro tal vez aterra aún más a las personas de cualquier edad, particularmente a los
jóvenes.
Reflexionando sobre la tendencia de los padres de hoy a «malcriar» a sus hijos
satisfaciendo todos sus caprichos, el escritor Carlo Castellaneta se expresaba en los
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siguientes términos a propósito de las posibles causas y responsabilidades de la creciente
apatía detectada entre los jóvenes: «¿Es culpa nuestra el que nuestros hijos tengan más
cosas que deseos? Tal vez sí, dado que, como padres, les hemos privado de la gran
experiencia de la carencia y la posterior conquista, del placer de disfrutar de una
posesión largo tiempo anhelada [...]. Porque es bueno abrigar los deseos, cortejarlos y
acariciarlos largo y tendido con la fantasía» 30
La gran riqueza de medios al alcance del individuo, sin una proyectividad, amenaza
con apagar el deseo de emprender un proyecto; en cierto sentido, sería como comenzar
una investigación y encerrarse en una biblioteca inmensa sin disponer de ningún
esquema de referencia: la enorme abundancia de fuentes acaba desanimándole a uno,
como si se viera aplastado por el peso paralizante de los múltiples itinerarios posibles.
Del mismo modo, el exceso de posibilidades desplegadas bloquea, paradójicamente, la
iniciativa, porque no se sabría por dónde empezar. A esto hay que añadir un
planteamiento cultural que multiplica las necesidades, pero reconoce pocos deseos, y de
ese modo la existencia aparece falta de estabilidad, de proyectos a largo plazo que
impliquen a la persona; la vida misma corre el riesgo de reducirse al producto recién
consumido, es decir, destruido...
«Si no tenemos la honradez de mirar de frente a nuestros deseos y no aprendemos a
desear de un modo apropiado, estaremos sometidos a su dominio y seremos, por
tanto, sus prisioneros. Esto resulta particularmente difícil en una sociedad entregada
a cultivar el deseo. Nuestra sociedad se está muriendo, no por la escasez, sino por el
exceso de deseo. Toda la publicidad nos anima a desear más, sin límites, hasta el
infinito. El mundo se está destruyendo por culpa de un deseo voraz, desmesurado,
que puede destruirnos a todos. El deseo sexual desenfrenado es tan solo un síntoma
de la invitación a mirar el mundo como algo que hay que tomar y consumir»".
Un reciente documento sobre la situación de las vocaciones en Europa señalaba
precisamente la sobreabundancia de posibilidades como el motivo de la desorientación
entre los jóvenes (¡aunque no solo entre ellos!), obligados a vagar entre mil diferentes
posibilidades que se les ofrecen, pero sin conseguir diferenciarlas en orden de
importancia para la propia vida, con peligrosas consecuencias en el plano de las
decisiones:
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«Otro aspecto caracteriza la actualidad socio-cultural europea: el exceso de
posibilidades, de ocasiones, de solicitaciones, frente a la falta de enfoques, de
propuestas, de proyectos. Es como un ulterior contraste que incrementa el grado de
complejidad de este tiempo histórico, con negativos efectos en el plano vocacional.
Al igual que la Roma antigua, la Europa moderna se asemeja a un panteón, a un gran
"templo" en el que todas las "divinidades" tienen cabida, o en el que cada "valor"
tiene su lugar y su hornacina. "Valores" diversos y contrarios están presentes y
coexisten sin una jerarquización precisa; códigos de lectura y de valoración, de
orientación y de comportamiento totalmente diferentes unos de otros. Resulta difícil,
en semejante contexto, tener un concepto o una visión del mundo unitaria, y por eso
se vuelve débil también la capacidad proyectiva de la vida. Cuando una cultura, en
efecto, no define ya las supremas posibilidades de significado o no logra la
convergencia en torno a algunos valores como particularmente capaces de dar
sentido a la vida, sino que lo pone todo en el mismo plano, pierde toda posibilidad de
opción proyectiva, y todo se vuelve indiferente y carente de importancia [...].
Produce una inmensa tristeza encontrarse con jóvenes, incluso inteligentes y dotados,
en quienes parece haberse extinguido el deseo de vivir, de creer en algo, de tender
hacia grandes objetivos, de esperar en un mundo que puede llegar a ser mejor
también gracias a su esfuerzo. Son jóvenes que parecen

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