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Yosef Bitton-Creación

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AGRADECIMIENTOS
 
 
 
Hay varias personas a quienes quiero agradecer su contribución a la
edición de este libro. Mi primer agradecimiento va para mi querido amigo
León Halac. Unos años atrás, en uno de mis viajes a Buenos Aires, le
comenté acerca de mi libro Awesome Creation, y León de inmediato me
ofreció presentárselo a un grupo de sus amistades en Buenos Aires. Fue tras
esa presentación cuando por primera vez pensamos en la idea de traducirlo al
castellano. León, que más que un colaborador se convirtió en un socio de este
proyecto, hizo mucho más que estimularme para esa tarea: ¡se puso a
traducirlo él mismo! Pero aunque el entusiasmo de León resultó contagioso,
traducir una obra en inglés que trata sobre un texto en hebreo y se refiere a
temas de exégesis muy técnicos no era una tarea sencilla. Conscientes de la
complejidad y de los desafíos de la traducción (me llevó seis años escribir el
original, Awesome Creation), resolvimos que lo mejor sería encontrar una
traductora profesional. Después de una búsqueda no sencilla, esta misión le
fue encomendada a la profesora Michelle Tradejman, quien invirtió varios
meses en la misma. A ella, también mi más profundo agradecimiento.
En otro de mis viajes a Buenos Aires conocí a una persona muy especial.
Me refiero al señor Ariel Sigal, quien también abrió su casa para presentar mi
libro ante un selecto círculo de amigos. Lo que más disfruté de ese evento fue
la conversación previa que tuvimos con Ariel en privado, mientras los
invitados disfrutaban de un apetitoso copetín. Para mi sorpresa, Ariel ya
había leído Awesome Creation y sus preguntas y observaciones me
fascinaron. Ariel es un lector voraz, un gran intelectual que persiste en la
búsqueda de un judaísmo inteligente, leal a las fuentes judías originales. Ariel
se interesa por contenidos que puedan satisfacer las inquietudes de un
profesional judío moderno y se expresen en su lenguaje. Confieso que
mientras escribía, visualicé en mi mente al lector ideal, que en mi
imaginación era alguien muy parecido a Ariel. Sin su apoyo y colaboración
este libro no hubiera sido posible.
Mi profundo agradecimiento va también para mi querido amigo el señor
Marcos Ohana. Marcos está siempre detrás de cualquier emprendimiento
asociado con lo más importante en el judaísmo: el estudio de la Torá y la
práctica de la beneficencia (Tsedaqá y Guemilut Jasadim). Marcos colabora
donde es necesario, y muchas veces ni hace falta que se lo pidan. Su entrega a
las buenas causas es excepcional: desinteresada, altruista y total. Colabora y
emprende con su esfuerzo material, con su tiempo, con su experiencia, con su
gran inteligencia y con su bondadoso corazón. Es un gran líder comunitario
que sigue los pasos de su querido padre, el señor Alejandro Ohana.
Agradezco también al señor Rubén Lerner, de la editorial española
Nagrela, por su disposición a publicar este libro en su prestigiosa empresa y
esperemos que este sea el comienzo de una larga relación, y que juntos
podamos aportar textos para estimular el conocimiento del judaísmo en el
mundo hispanoparlante. Asimismo quiero manifestar mi gratitud a Esther
Aizpuru por su dedicación, su perfeccionismo y su entrega en la edición en
castellano.
También le agradezco a mi querida familia, y en especial a mi querida
esposa Coty, por todo su apoyo y estímulo.
Finalmente, quiero dedicarle este libro a mi madre, que fue la responsable
de que yo tuviera una educación judía. Junto a mi padre, z”l, mi madre no
escatimó esfuerzos para que yo, a pesar de las distancias y otras dificultades,
asistiera a colegios judíos y estudiara la Torá. Su curiosidad intelectual, su
avidez por leer y por aprender siempre representaron para mí una fuente de
inspiración. Mi madre nos educó con su ejemplo de bondad, generosidad y
ayuda al prójimo (jesed). Estos valores que ella nos inculcó son y serán la
guía más importante de mi vida y el camino que deseo transmitir a mis hijos
y nietos. Quiera HaShem brindarle a mi querida madre muy buena salud y
muchos años de alegría y felicidad.
 
(Con alabanzas y gratitud al Todopoderoso)
 
 
 
A mi amigo y colega, el rabino Yosef Bittón, shelit”a.
Ya lo conocía a usted como experto en asuntos halájicos y en el campo de
la Hagadá. Y sobre todo, por la influencia que ha ejercido en muchos de los
jóvenes de nuestra comunidad, a quienes ha conducido por los caminos de
nuestros rabinos y de nuestros ancestros. Recientemente tuvimos el mérito de
ver que usted ha publicado un importante estudio sobre los [tres primeros]
versículos del libro del Génesis. Con la ayuda de Dios, su libro se ha hecho
famoso y ha ayudado a muchos de nuestros hermanos judíos a llegar más
cerca [del conocimiento] de nuestro Padre celestial.
Este libro explica el acto de la Creación de acuerdo con nuestra Torá y
muestra que muchos puntos [del relato de la Creación] son compatibles con
la ciencia moderna. Se sabe que la Torá no necesita ninguna corroboración de
la ciencia, ya que se vale por su propia verdad. Y aun así, es muy
reconfortante ver cómo la ciencia moderna percibe que lo que la Tora dice
contribuye a la comprensión científica actual.
No tengo ninguna duda de que este libro será tan célebre en el mundo judío
como los libros de nuestros ilustres rabinos contemporáneos. Y solo quiero
brindarle mi bendición: Que sea la voluntad de Dios que sus fuentes [de
Torá] sigan fluyendo desde usted, AMÉN.
23 de Kislev de 5775
 
RABINO ELIYAHU BEN HAYIM
Presidente del tribunal rabínico Meqor Hayim de Queens, Nueva York
INTRODUCCIÓN
 
 
 
Todo aquel que haya leído los primeros versículos de la Torá, la Biblia
hebrea, sabe que esas pocas palabras que explican cómo Dios llevó esta
realidad a la existencia son fascinantemente profundas, seductivamente
crípticas, y se relacionan con cuestiones que de manera innata nos atrapan:
¿cómo llegó nuestro mundo a ser lo que es? La pregunta sobre el origen de
nuestra existencia, del planeta al que llamamos «casa» y del universo con el
que estamos familiarizados es un interrogante que siempre ha atraído a los
seres humanos de todas las clases sociales y a lo largo de toda la historia.
Pareciera que Dios adaptó el cerebro humano de tal modo que por naturaleza
nos vemos impulsados a cuestionar los orígenes de todo aquello que
conocemos.
No hay otras palabras que hayan fomentado un mayor conocimiento,
ninguna otra frase que haya generado un discurso más inteligente, y ningún
otro fragmento que haya suscitado tanta curiosidad como el relato bíblico del
Génesis: el principio del universo.
El objetivo de este libro es analizar los primeros tres versículos de la Torá,
el relato bíblico de la creación ex nihilo (desde la nada) y los actos que llevó a
cabo el Creador para preparar el planeta Tierra a fin de generar y sustentar la
vida.
He dedicado tres capítulos para cada uno de estos tres versículos. Esto
podrá parecerle excesivo al lector principiante; sin embargo, el estudiante
avanzado de la Torá sabe muy bien que un simple libro jamás constituirá una
investigación exhaustiva de estos versículos. La Torá es como un mar
profundo, rico en tesoros de sabiduría que permanecen ocultos hasta que uno
se atreve a zambullirse en el agua. La mayoría de nosotros, y me incluyo,
apenas nos acercamos a la superficie del mar y logramos recolectar algunos
caracoles de la orilla. Aunque en un contexto distinto, Isaac Newton fue
quizás quien mejor expresó esta idea: «Soy solo un niño que juega en la
playa, mientras que el gran océano de la verdad se extiende inexplorado ante
mí».
Tomemos como ejemplo los campos de la cosmología y la astronomía. No
sería realista pretender que ya sabemos todo lo que estas áreas intentan
estudiar. El astrónomo tan solo articula la mejor explicación que es capaz de
elaborar, dados sus conocimientos actuales y los límites de su herramienta
principal: el telescopio. Del mismo modo, en el ámbito de la Torá, siempre se
podrá ver más, o mejor. En lo que al estudio de la Torá respecta, se trata de
una búsqueda ininterrumpida del conocimientoen constante evolución. En
cada generación, toda persona que se empeñe en el estudio de la Torá cuenta
con el potencial para descubrir nuevas capas del Libro infinito de Dios. Es
cierto que nuestro conocimiento de la Torá, nuestra inteligencia y
capacidades cognitivas se vuelven insignificantes al compararlas con las de
los Sabios del Talmud. En términos intelectuales, ellos eran gigantes y
nosotros, enanos. Jamás podríamos ver tan lejos como aquellos gigantes lo
hicieron; salvo cuando decidimos posarnos sobre sus hombros. De esa
manera podemos percibir tanto como ellos, o incluso más, en especial si
estamos provistos de nuevas herramientas. Una de estas herramientas es la
ciencia moderna.
Consideremos, por ejemplo, lo siguiente. Hace cuatro mil años Dios
bendijo a nuestro patriarca Abraham y le prometió que sus descendientes iban
a ser tan numerosos como los granos de arena en la orilla del mar y las
estrellas en el cielo. Esa comparación bíblica supuestamente
desproporcionada «entre arena y estrellas» podrá haber parecido
desconcertante a los lectores y estudiantes de la Torá durante milenios. Hay
diez mil granos en apenas un puñado de arena; millones en solo un pie
cúbico; billones en un segmento de la orilla. Sin embargo, hay solamente
alrededor de mil estrellas visibles en el cielo más oscuro. Aparentemente, no
hay comparación posible. Pasó mucho tiempo hasta que el telescopio se
inventó y el hombre fue capaz de adentrarse en el espacio profundo. Las
estrellas pasaron de ser miles a ser millones y billones. Por fin, en 1980,
logramos comprender la precisión y la sofisticación de la bendición de Dios
para Abraham cuando Carl Sagan, probablemente sin percatarse de su
contribución a la exégesis bíblica, declaró que según nuestro conocimiento
contemporáneo la cantidad total de estrellas en el universo ¡es similar a la
cantidad de todos los granos de arena de todas las playas del planeta Tierra!
De la misma manera, muchas perlas de sabiduría de la Torá permanecieron
latentes durante siglos, encapsuladas en palabras y frases tan avanzadas que
solo ahora, en estos días privilegiados, comenzamos a entender.
A medida que aumenta el entendimiento de la realidad física a nuestro
alrededor, así también crece el conocimiento de la Torá, en especial en el
ámbito de la Creación. El rabino Eliyahu Benamozegh (1822-1900) explicó
que los nuevos descubrimientos de Descartes y Newton en la física y en la
óptica sobre la naturaleza de la luz le permitieron llegar a una mejor
comprensión del concepto de la luz en el texto bíblico: «A medida que se
incrementa nuestro conocimiento, así también aumentan la elucidación y la
solidez de las enseñanzas divinas [de la Torá]».
En la actualidad tenemos la fortuna de contar con importantes ideas
científicas, tales como el rechazo a la eternidad del universo, el nuevo
entendimiento de la ubicación privilegiada de nuestro planeta respecto al sol,
las teorías actuales que argumentan que la vida surgió primero del agua,
etcétera. Sin duda, debemos utilizar estos conceptos para apreciar mejor la
precisión y la extrema sofisticación del relato bíblico de la Creación.
 
Varios brillantes científicos y eruditos, tanto judíos como no judíos,
elaboraron excelentes tesis, libros y artículos que pretenden establecer una
perfecta armonía entre la historia bíblica de la Creación y la ciencia moderna.
Yo no soy uno de ellos. En esta obra, la ciencia se utiliza solo en la medida
en que contribuya a la comprensión del texto bíblico, que es el principal
objetivo de este libro.
No obstante, aunque mi propósito no consiste necesariamente en demostrar
la consonancia entre la ciencia y la historia de la Creación, este libro nos va a
ayudar a entender que lo que hoy conocemos acerca de nuestro universo
físico es sorprendentemente compatible con la narración de la Creación en la
Torá, partiendo de la base que el universo y la Biblia son dos libros escritos
por el mismo Autor. Tal vez no los podamos considerar compatibles sin antes
descifrar todo el significado o la realidad definitiva de cada uno de ellos. Por
lo tanto, la falta de armonía entre estas dos obras se deberá atribuir a las
carencias del lector —o de los tiempos— y no de los libros o de su Autor.
A diferencia de otras obras sobre ciencia y religión que presentan homilías
o interpretaciones bíblicas, las contribuciones de este libro derivan en su
mayor parte del campo de la semántica hebrea. Tal como el lector pronto
descubrirá, para entender estos tres versículos es obligatorio repasar el
significado del texto bíblico sin confiar ciegamente en las traducciones
convencionales de las Escrituras. Los primeros dos versículos, por ejemplo,
fueron traducidos de formas tan distintas que me vi obligado a reexaminarlos
palabra por palabra y hacer una distinción entre aquellas traducciones que
han sido influenciadas por conceptos no judíos, que de alguna forma se
filtraron en algunas traducciones y comentarios judaicos, y las auténticas
tradiciones judías representadas en las explicaciones que aportaron los Sabios
del Talmud y la traducción en arameo tradicional del Targum Onquelós.
A fin de evitar leer la Torá para que se adecue a lo que queremos que diga
en lugar de lo que realmente declara, primero se debe leer el texto bíblico con
detenimiento. Solo tras este ejercicio se podrán encontrar formas en las que la
nueva información científica pueda elucidar aún más lo que la Torá señala.
Además, una lectura detenida con frecuencia demuestra que más de un par de
conflictos aparentes entre la ciencia y la Torá se deben a una mala
comprensión del hebreo bíblico y de sus matices.
El lector también debe saber que este estudio de los primeros tres
versículos de la Torá no contiene ningún material esotérico. Un análisis
místico de la Creación, es decir, el modo en el que el Creador llevó todo a la
existencia y otros conceptos místicos muy profundos van más allá del alcance
de este humilde libro. Aquellos secretos ocultos de la Torá, aun cuando uno
piensa que los conoce, no deben exponerse por escrito. De acuerdo con
nuestros Sabios, estos deben transmitirse en forma oral y privada, de un
maestro hacia el limitado público de un alumno.
Este trabajo está destinado para el lector que desea comprender qué
significa este breve texto bíblico a nivel superficial, cuando las palabras se
contemplan desde la mirada de los Sabios del Talmud y de los comentaristas
bíblicos clásicos, en especial aquellos rabinos con pericia en gramática
hebrea. A fin de comprender adecuadamente estos versículos, hay que
situarse en el contexto de la historia de la Creación en su totalidad. Es por
ello que este libro también abordará los hechos que ocurrieron en el segundo,
tercero y cuarto día de la Creación y explorará la pregunta sobre qué fue
exactamente lo que se creó en esos días.
 
En la primera parte analizaré las ideas que transmite el versículo 1, en
particular la noción de la Creación ex nihilo, es decir, la creación del mundo
desde la nada mediante la voluntad del Creador Todopoderoso. Esta es una
creencia central del judaísmo. Reflexionaremos acerca de cuán capaces
somos de comprender la idea de la Creación, un acto que ningún hombre ha
presenciado, y sobre los límites de nuestra imaginación. También
exploraremos la repercusión que el acto de la Creación pudo haber tenido
sobre la edad que hoy en día se les atribuye al cosmos y a nuestro planeta. El
lector también descubrirá en el tercer capítulo que solo cuando la primera
palabra, bereshit, se traduce correctamente, la Torá transmite el concepto de
Creación ex nihilo sin ambigüedades.
El versículo 2 para mí resultó ser el más sorprendente y fascinante de la
historia de la Creación. Debo reconocer que solo pude comprender su
significado mientras escribía este libro, y no antes. A menudo, ese versículo
es pasado por alto o saltado del todo a la hora de parafrasear el relato de la
Creación. Para muchos comentaristas bíblicos y estudiosos, quizá debido a
las numerosas y radicalmente distintas traducciones,el versículo 2 fue
juzgado de manera injusta como un paréntesis innecesario o superfluo entre
el sublime versículo 1 y el renombrado e ilustre versículo 3. Después de leer
cualquier traducción estándar, uno no puede evitar sentir que este versículo es
confuso, como mínimo. «Caos», un término teológico griego; «abismo», un
concepto mitológico, y en especial «el espíritu de Dios», una idea con una
connotación doctrinaria ajena al judaísmo, tienen muy poco sentido en un
contexto judío tradicional. En este trabajo analizamos este versículo palabra
por palabra e intentamos dilucidar su significado con la ayuda de otros textos
bíblicos —en particular el salmo 104— y la invaluable opinión de los Sabios,
que aunque parezca mentira no siempre fue tomada en cuenta por la mayoría
de las traducciones convencionales.
Se necesitó un tipo de aclaración distinto para el versículo 3. Sus palabras
no representan un problema considerable en cuanto a su traducción. «Y Dios
dijo: “Que sea la luz”, y fue la luz» es más o menos el consenso universal
sobre su interpretación. No obstante, muy pocos estudiosos de la Torá se
detienen a considerar con mayor profundidad a qué clase de luz se refiere la
Torá. ¿Se trata de una luz física independiente que Dios creó en el primer
día? ¿Será una luz espiritual y simbólica? ¿Una metáfora? ¿O quizá haya sido
la luz del Sol?
 
Abrir la Torá y leerla debería ser suficiente para satisfacer nuestra
curiosidad innata por encontrar respuestas acerca del origen del universo y de
la vida. A fin de cuentas, los primeros versículos contienen la versión de
estos hechos narrada por el mismo Creador. Sin embargo, esto no es tan
simple. Los primeros tres versículos de la Torá, que consisten en apenas 103
letras, o 27 palabras, tal vez sean las frases más conocidas de toda la Biblia
hebrea; pero también, las menos comprendidas. En cuanto a la historia de la
Creación, la Torá nos revela mucho menos que lo que nos oculta; da la
sensación de que uno termina con más preguntas que respuestas.
Ahora que esta obra está en tus manos, si esperas que, una vez que la leas,
tendrás una certeza total de lo que aconteció con exactitud durante la creación
del universo, este libro podrá no ser lo que buscas. Sin embargo, si deseas
incorporar un mayor conocimiento acerca de lo que el relato de la Torá
cuenta sobre estos hechos, por favor, continúa leyendo.
 
 
 
Versículo 1
En el principio, creó Dios los cielos y la tierra.
 
GÉNESIS 1, 1
CAPÍTULO 1
EL FIN DE LA ETERNIDAD
 
 
 
La primera palabra de las Sagradas Escrituras, bereshit —‘en el
principio’—, proclama que el universo tuvo su origen en el tiempo. Afirma
que a diferencia de lo que comúnmente se creía en la Antigüedad, el universo
no es eterno. No solo las masas de gente no educada o los autores de los
antiguos mitos paganos de la creación concibieron la eternidad del mundo.
Durante siglos los hombres de ciencia también consideraron que el universo
había existido desde siempre. En la actualidad los científicos
contemporáneos, en su mayor parte, se inclinan a aceptar que el universo
tuvo un punto de comienzo en el tiempo. Y lo que llevó a los científicos
modernos a adoptar la noción de un origen fue la comprensión de que el
universo se está expandiendo. Como veremos a continuación, concebir que el
universo tuvo un comienzo fue un lento proceso, impulsado a partir de un
inesperado descubrimiento.
Hagamos un poco de historia. Durante siglos, los hombres instruidos
creyeron que el mundo siempre había existido, y por lo tanto no era necesario
determinar el momento en el que todo pudo haber comenzado. Hacia el año
500 antes de la era común, Heráclito de Éfeso expresó lo que pensaba acerca
de los orígenes del universo con las siguientes palabras: «Este cosmos, el
mismo para todos, no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que fue, es
y siempre será igual»[1].
El gran filósofo griego Aristóteles (384-322 a. e. c.) razonó que todo
aquello que sabemos acerca del mundo indica que el universo existió desde
siempre. Aristóteles observaba el cielo estrellado y buscaba comprender
cómo se comportan los cuerpos celestes. Vio que, salvo unos pocos planetas,
los cuerpos celestes se encontraban ubicados en un sistema predecible de
órbitas circulares mecánicas. No percibió el movimiento de los cielos como
un caprichoso mecanismo variable o caótico, ni tampoco lo visualizó
orientado hacia una dirección lineal. Él observó el cosmos como un sistema
que posee una regularidad predecible. No había ningún tipo de evidencia que
sugiriera un origen del universo. Todo lo contrario: la circularidad y la
estabilidad de los cielos parecían ser las pruebas y los resultados de su
eternidad. A raíz de sus observaciones, Aristóteles creyó que el universo
siempre había existido de la misma forma en que hoy en día lo vemos. Y
concluyó que el mundo nunca tuvo un comienzo.
Aristóteles creía en un dios. Aunque su dios no era como el Dios que las
Escrituras hebreas describen, un ser supremo que creó los cielos y la tierra.
Para el filósofo griego, se trataba de un ser divino que infundió el
movimiento y el orden en el eterno universo y que había coexistido desde
siempre con el cosmos. Pero no era su creador. Desde el punto de vista
filosófico, un universo creado por un dios iba en contra de las hipótesis
aristotélicas elementales: el dios de Aristóteles carecía de libre albedrío. Para
el filósofo, la divinidad y la predictibilidad eran conceptos que iban de la
mano. De igual modo que la naturaleza, el dios de Aristóteles actuaba a partir
de una concatenación predecible de causas y efectos. En su opinión, un dios
no podría de pronto tener una idea y decidir crear un mundo; cambiar era un
atributo de los seres humanos y no de los dioses o de la naturaleza. La
creación del universo hubiera implicado un cambio en la mente divina, el
resultado de una nueva intencionalidad o de una voluntad que la teología
aristotélica no estaba preparada para adjudicarle a su dios. Un cosmos
estable, invariable y eterno, es decir, no creado, era perfectamente compatible
con un dios inmutable, carente de albedrío e igualmente eterno.
Estas premisas dieron lugar a que Aristóteles y muchos otros importantes
pensadores y filósofos de la Antigüedad concluyeran que el cosmos nunca
tuvo un comienzo. El dios aristotélico tenía otras funciones y otros poderes
—fundamentalmente, ser responsable del movimiento constante del universo,
aunque no lo hubiera creado—. Para Aristóteles no hubo un comienzo, la
Creación del mundo no existió.
 
 
LA CREACIÓN A LA DEFENSIVA
 
A comienzos de la Edad Media los debates entre quienes veían un universo
eterno y quienes lo consideraban creado proveyeron amplias oportunidades
para ensayar nuevas ideas filosóficas acerca del concepto de un principio.
Aquellos que abogaban por un universo eterno eran los hombres de ciencia
de la época —los filósofos aristotélicos que negaban la Creación—. Y entre
quienes defendían la Creación bíblica estaba Maimónides (el rabino Moshé
ben Maimón, 1135-1204), un apasionado valedor de esta causa que brindó su
propia explicación acerca de la idea del comienzo del universo en las
Escrituras. De acuerdo con Maimónides, la Creación del mundo es la esencia
de las Escrituras hebreas, y cualquier judío que crea en la eternidad del
mundo no pertenece en absoluto a la congregación de Moisés y Abraham[2].
Al final de este capítulo volveremos a analizar a Maimónides y su visión de
la Creación.
En aquel entonces los partidarios de Aristóteles parecían triunfar en el
debate. Mediante pruebas y observaciones muy convincentes en los campos
de la astronomía y la física, sostenían que el cosmos era inmutable,
predecible y eterno. Los eruditos religiosos estaban a la defensiva. Aferrarse
al concepto del comienzo[3] parecía solo una cuestión de fe en el relato
bíblico y no un argumento con valor científico o filosófico. Un universo
creado, no eterno, desafiaba a la sabiduría convencional y al sentido común
de aquellos tiempos.
La comprensión de nuestrouniverso y de sus leyes físicas cambió de forma
radical gracias a los descubrimientos astronómicos revolucionarios de
Nicolás Copérnico (1473-1543), Galileo Galilei (1564-1642), Johannes
Kepler (1571-1630) e Isaac Newton (1643-1727). Con el desarrollo de
nuevos dispositivos ópticos —los telescopios— los astrónomos fueron
capaces de observar con mayor detalle el sistema solar, el movimiento de las
estrellas, y las misteriosas nebulosas que aparecían más allá de nuestro
sistema solar. Si hasta ese entonces se consideraba que el universo, según la
idea del gran astrónomo griego Claudio Ptolomeo (90-168), estaba formado
por una bóveda celeste y circular compuesta por varias capas giratorias
invisibles, todo esto estaba a punto de cambiar. A partir de las nuevas
observaciones se descartó el modelo de Ptolomeo: el mundo ya no era un
sistema geocéntrico cerrado, sino un cosmos vasto e interminable.
Estas nuevas investigaciones tuvieron una enorme repercusión en la
percepción humana. La inmensidad del espacio y las innumerables estrellas,
nunca antes vistas y que los telescopios ahora revelaban, demostraban que el
hombre —o el planeta Tierra— no era el centro de nuestro sistema solar, y
mucho menos de todo el cosmos. La idea de que la Tierra estaba en el centro
del cosmos había justificado en primer lugar la percepción de un universo
creado por Dios en función del hombre[4]. Cuanto más poderosos eran los
telescopios, más se daba cuenta el hombre del lugar ínfimo que él ocupaba en
el cosmos y de su asombrosa pequeñez. Sin embargo, aunque el universo era
visto cada vez más inmenso, la noción de su eternidad permanecía inmutable.
Durante el siglo XVII, XVIII y XIX los telescopios todavía fueron incapaces de
producir alguna nueva evidencia que corroborara la teoría de un universo
creado o eterno. El statu quo prevalecía, y la idea de un universo creado se
vio relegada al ámbito de la religión, y no al campo del análisis científico.
Las observaciones astronómicas continuaron moldeando y redefiniendo
estas ideas, y una vez que el planeta Tierra fue desplazado del centro del
cosmos, los filósofos encontraron razones menos convincentes para justificar
la existencia de un Creador. Desplazar a Dios de su función como Creador
del universo fue un proceso lento pero imparable. Baruch Spinoza (1632-
1677) dio un salto significativo en esta dirección. Al identificar a Dios con la
Naturaleza, ambos eternos, Spinoza aceleró el desplazamiento de Dios y
fortaleció aún más la idea de un universo no creado y eterno. James Hutton
(1726-1797), un científico uniformista, declaró: «Por lo tanto, el resultado de
la presente investigación es que no hemos encontrado ningún rastro de un
comienzo [del universo], ni una evidencia de su fin»[5]. No parecía haber
necesidad de encontrar una respuesta ante la pregunta de cómo llegó a existir
el universo. Tal como el filósofo positivista Bertrand Russell (1872-1970) lo
expresó en pocas palabras: «El universo está allí, y eso es todo»[6].
Simon Singh explica: «La idea de un universo eterno pareció adquirir una
resonancia positiva en la comunidad científica, porque la teoría poseía cierta
elegancia, sencillez y completitud. Si el universo siempre existió, entonces no
había necesidad de explicar cómo, cuándo, por qué fue creado y quién lo
creó. Los científicos se sentían particularmente orgullosos de haber
formulado una teoría del universo que ya no dependía de invocar a Dios»[7].
Los nuevos descubrimientos en el campo de la astronomía nutrieron estas
teorías naturalistas y redoblaron la apuesta contra las creencias de las
antiguas religiones bíblicas. Cuanto más penetraba el hombre en el espacio,
más se apartaba del Dios-Creador.
Así fue hasta el año 1929, cuando los telescopios divisaron el comienzo del
universo.
 
 
¡MIRA QUIÉN SE MUEVE!
 
Con la llegada del siglo XX, los telescopios aumentaron su tamaño y
alcance y permitieron observar los límites de nuestra propia galaxia, la Vía
Láctea. Se produjo entonces una fascinante controversia científica
denominada el «Gran Debate» para determinar la verdadera naturaleza de la
Vía Láctea. El Gran Debate se celebró el 26 de abril de 1920 en el auditorio
Baird del Museo de Historia Natural del Instituto Smithsoniano.
Una escuela científica afirmaba que toda la materia del universo se
encontraba dentro de la Vía Láctea, cuyo tamaño se estimaba en
aproximadamente 100 000 años-luz de diámetro. La segunda escuela de
pensamiento consideraba que nuestra Vía Láctea era tan solo una de varias
galaxias.
Para entonces, los astrónomos habían sido capaces de observar en uno de
los límites de la Vía Láctea algo que se asemejaba a una nebulosa. Creyeron
que era tan solo una nube compuesta de gas, polvo y luz. La llamaron
«Andrómeda». Las observaciones no eran lo suficientemente exactas para
determinar con precisión si Andrómeda se encontraba dentro o fuera de
nuestra galaxia.
En 1923, en su observatorio del monte Wilson y equipado con el telescopio
más avanzado de la época, Edwin Hubble demostró más allá de toda duda
que Andrómeda era una galaxia independiente. Hubble calculó que la
distancia entre ella y nuestro planeta era de 900 000 años-luz
aproximadamente, lo que significaba que Andrómeda se encontraba
totalmente fuera del perímetro de nuestra Vía Láctea (ahora considerada ya
muy pequeña). La revelación de Hubble de que el universo abarca mucho
más que nuestra propia galaxia fue un momento revolucionario en la historia
del conocimiento humano. A partir de ese hallazgo el cosmos de repente
creció de manera inconmensurable.
Desde su observatorio Hubble pudo observar y estudiar un número cada
vez mayor de galaxias, y calculó la distancia entre ellas y nuestro planeta. A
medida que observaba nuevas galaxias en las profundidades del espacio,
tomaba consciencia de otro factor fundamental.
En el eterno e inmutable universo de Aristóteles se suponía que los cuerpos
celestes permanecían flotando en el vacío cósmico. Las trayectorias de los
cuerpos celestes, según parecía, seguían un curso circular o elíptico.
Claramente esto no era lo que Hubble veía…
El astrónomo descubrió que las galaxias, en lugar de orbitar una en torno a
la otra (como la Luna gira alrededor de la Tierra y esta alrededor del Sol), se
movían de forma lineal, no circular, y se alejaban rápidamente de la Vía
Láctea. Si se suponía que todos los cuerpos celestes orbitaban unos alrededor
de otros, ¿qué significaba este desplazamiento lineal en el universo? Este tipo
de movimiento no circular solo podía significar una cosa: las galaxias no
estaban circulando alrededor de un centro cósmico, sino que se estaban
desplazando de él[8]. El universo no era estático, ni giraba alrededor de su
eje. ¡Se estaba expandiendo!
Hasta ese momento la idea de un universo en expansión iba «más allá de
toda comprensión» ya que «se consideraba que el universo era fijo e
inmutable, y la posibilidad de que esta idea fuera modificada era
inconcebible»[9].
A finales de 1929 Hubble había clasificado cuarenta y seis galaxias.
Calculó que la velocidad de cada galaxia era proporcional a su distancia de la
Tierra. Si una galaxia se encontraba dos veces más lejos de nuestro planeta
que otra galaxia, verificó que también se estaba alejando aproximadamente al
doble de la velocidad. El significado de este simple hallazgo demostraba que,
en algún momento, el universo en expansión y todas sus galaxias habían
existido en una región muy compacta. Este fue el primer indicio en la historia
de la humanidad de que el universo no era inmutable… ni eterno.
Durante los años posteriores a las observaciones de Hubble los
astrónomos, equipados con telescopios aún más potentes, lograron observar
con mayor detalle el movimiento de las galaxias, sus distancias y
velocidades. Los resultados respaldaron la teoría de un universo en
expansión. Casi veinte años después del descubrimiento de Hubble, el
científico George Gamow, nacido en Ucrania, formuló una nueva teoría a
partir de los descubrimientos de su antecesor. Si se retrocedeen el tiempo y
se rebobina la película del universo en expansión, todas las galaxias se
habrían originado no solo desde una compacta zona en el espacio, sino desde
una misma entidad física. De acuerdo con Gamow, el universo primitivo
habría consistido en una densa bola de fuego, formada por energía
superconcentrada que de algún modo contenía toda la materia que existe en
nuestro cosmos. Gamow también razonó que la explosión de esa bola de
fuego explicaría el comienzo y la expansión del universo. A partir de allí,
teorizó la idea de una gran explosión que más tarde se denominó «Big Bang»
(‘Gran explosión’).
En 1948, junto con Ralph Alpher, Gamow elaboró la teoría del Big Bang.
El 26 de abril de ese año la revista Newsweek presentó a sus lectores de esta
manera la revolucionaria hipótesis de Gamow: «Conforme a esta teoría, todos
los elementos fueron creados desde un fluido original en un mismo momento,
y se han reorganizado por sí mismos en lo que compone el material de las
estrellas, los planetas, y hasta la vida».
 
 
MÁS PRUEBAS DE UN PRINCIPIO
 
La teoría que asignaba un comienzo al universo aún requería de mayor
verificación antes de que la comunidad científica la aceptara por completo.
Gamow y Alpher conjeturaron que, en el momento en que sucedió la
explosión original, un estallido inimaginable de energía luminosa se disparó
al espacio. En teoría deberíamos poder detectar sus ecos incluso en el día de
hoy. Si el Big Bang hubiera sucedido, habría dejado «ecos», residuos de
ondas de choque similares a las que se producen cuando se arroja una piedra
en el agua. La pequeña piedra genera ondas que se expanden continuamente
en la superficie. Las ondas se van achicando cada vez más, pero nunca
desaparecen del todo. Del mismo modo, la teoría del Big Bang suponía que
aún deberían existir esas ondas o ecos de la explosión cósmica primitiva y
deberíamos ser capaces de identificarlas en todo momento y en todo lugar.
Según las predicciones de Alpher, deberíamos detectar una onda invisible de
luz con una longitud de aproximadamente un milímetro[10].
En 1964 Robert Wilson y Arno Penzias, dos investigadores contratados por
la empresa de telecomunicaciones estadounidense Bell Telephone Company,
estaban trabajando con una de las antenas de radio más avanzadas de la época
que desde un principio estaba diseñada para detectar señales desde un globo-
satélite. Estos dos científicos notaron que la antena captaba un mínimo nivel
de sonido, una interferencia molesta, y no lograban encontrar su procedencia.
Intentaron ubicar la fuente del ruido para eliminarla por completo o por lo
menos reducirla. Esta extraña interferencia provenía de cualquier dirección
hacia la que apuntaban la antena. De algún modo, algo estaba emitiendo
ondas radiales desde todas las direcciones sin cesar. Ambos técnicos,
frustrados, no se dieron cuenta de que sin querer se habían topado con uno de
los descubrimientos más importantes en la historia de la cosmología. Ese
molesto ruido de fondo en realidad era el eco del Big Bang, que se había
transformado en ondas de radio, tal como lo había predicho Gamow[11].
Wilson y Penzias encontraron la radiación primigenia presente en todas
partes del cosmos: ese eco infinito del comienzo del universo. El 21 de mayo
de 1965 el New York Times publicó: «Cuando usted salga esta noche a la
calle y se quite su sombrero, sentirá un poco el calorcito del Big Bang
directamente sobre su cabeza. Y si cuenta con un buen receptor de radio y
sintoniza entre las estaciones, oirá ese sonido: sh-sh-sh… Aproximadamente
el 0,5 por ciento de ese ruido proviene del origen del universo».
En 1976 los astrónomos y científicos se embarcaron en un nuevo
experimento para confirmar los descubrimientos de Wilson y Penzias. La
NASA diseñó un enorme satélite denominado COBE (por sus siglas en
inglés, Cosmic Background Explorer, ‘Explorador del fondo cósmico’), cuya
misión consistía en medir los niveles de radiación CMB (Cosmic Microwave
Background, Radiación cósmica de fondo de microondas’], es decir, el eco
del Big Bang proveniente del espacio. El cohete fue lanzado en 1989, y a casi
dos años de estar orbitando, el COBE detectó las variaciones de temperatura
esperadas, de 30 millonésimos de un grado, en todos los confines del espacio.
El experimento COBE corroboró que existió un punto de origen del
universo y que este dejó sus huellas en formas de radiación y microondas que
aún se encuentran en todas partes del universo. Stephen Hawking aseveró:
«Este es el descubrimiento del siglo, por no decir de todos los tiempos»[12].
 
 
EL BREVE ROMANCE ENTRE EL BIG BANG Y LA RELIGIÓN
 
George Smoot, un físico de la Universidad de California en Berkeley, que
dirigió el análisis de los datos del satélite COBE, expresó: «Hemos observado
las estructuras más antiguas y grandes que se hayan visto en los comienzos
del universo. Estas son las semillas primitivas de las estructuras cósmicas
modernas, tales como las galaxias, los grupos de galaxias, etcétera. Si usted
es religioso, es como ver a Dios»[13].
Varios famosos científicos naturalistas (es decir, ateos) de aquellos
tiempos, como por ejemplo Albert Einstein, se apartaron deliberadamente de
la idea del Big Bang o de cualquier otra teoría cosmológica que propusiera un
comienzo. Y esto se debió a las implicancias teológicas consecuentes, más
que a una razón científica[14]. Estos científicos entendieron que la noción de
«el comienzo del universo» transmite una idea demasiado parecida al
concepto de Creación. Siguiendo esta línea de pensamiento, Arthur
Eddington reconoció de manera explícita: «En términos filosóficos, la idea de
un comienzo del presente orden de la Naturaleza me resulta repugnante. Me
gustaría encontrar alguna forma de evadir esta idea»[15].
Fred Hoyle se opuso a la teoría del Big Bang y desarrolló su alternativa, la
hipótesis del Estado Estacionario, que defendía la idea de un universo eterno.
Hoyle mantuvo su teoría mucho tiempo después de que sus colegas la
descartaran. «Los escritos de Hoyle dejan claro que él favorecía la teoría del
Universo de Estado Estacionario no solo por razones científicas, sino porque
consideraba que un universo eterno era más compatible con sus propias
creencias ateas»[16].
En 1940 el régimen comunista soviético rechazó por completo las
conclusiones de Hubble y Gamow, pese a su validez científica, aduciendo
que las hipótesis no cumplían con los principios de las doctrinas marxistas y
leninistas (es decir, con el ateísmo). El camarada Andrei Zhdanov resumió así
la opinión de los soviéticos sobre la teoría del Big Bang: «Los falsificadores
de la ciencia quieren revivir el cuento del origen del mundo a partir de la
nada»[17].
Los soviéticos persiguieron a los físicos que apoyaban la teoría del Big
Bang. Algunos de esos científicos sacrificaron su vida por ella, como Matvei
Bronstein, quien recibió un disparo tras ser arrestado por cargos de
espionaje[18].
Stephen Hawking resumió en una frase el motivo por el que los científicos
naturalistas se resistían a aceptar la teoría científica de un universo no eterno:
«Siempre y cuando el universo haya tenido un comienzo, debemos suponer
que tuvo un Creador»[19].
C. J. Isham fue quizás quien mejor expuso este problema: «Tal vez el
mejor argumento para demostrar que el Big Bang apoya la creencia en Dios
es el evidente malestar que produce en algunos físicos ateos. A veces esto ha
dado lugar a ideas científicas […] que [esos científicos naturalistas] avanzan
con una tenacidad que excede su valor científico, y que lo hace a uno
sospechar que hay aquí fuerzas psicológicas muy profundas, que superan el
usual deseo académico de defender una teoría propia»[20].
La ciencia sostuvo la teoría aristotélica de un universo eterno durante más
de dos mil años. Muchos científicos laicos no podían aceptar con facilidad
que, cuando la ciencia avanzaba con nuevas ideas progresistas y dejaba atrás
lo que ellos consideraban los conceptos primitivos de la religión, las últimas
teorías cosmológicas respaldaranahora la idea bíblica de la Creación. George
Thomson, el físico inglés ganador del Premio Nobel, acertó al declarar:
«Probablemente todos los físicos creerían en el comienzo del universo de no
haber sido por la Biblia, que por desgracia para ellos comentó algo al
respecto hace muchos años y ahora hace que suene anticuado»[21].
Refiriéndose a la frustración que padecieron muchos pensadores
positivistas y cosmólogos naturalistas en vista de los nuevos descubrimientos,
Robert Jastrow señaló: «Para el científico que ha mantenido la fe en el poder
de la razón, esta historia termina como una pesadilla. El hombre de ciencia ha
escalado las montañas de la sabiduría; está a punto de conquistar la cima; y
cuando sube la última roca, lo recibe un grupo de teólogos que estuvieron allí
durante siglos»[22].
Por el otro lado, algunas importantes figuras religiosas del mundo, como el
papa Pío XII, recibieron la teoría del Big Bang con entusiasmo. En 1951, y
mientras la hipótesis del Big Bang aún debatía con otras teorías cosmológicas
como el Universo de Estado Estacionario, Pío XII pronunció un discurso en
la Academia Pontificia de las Ciencias titulado «Las pruebas de la existencia
de Dios a la luz de la ciencia moderna». Allí presentó la teoría del Big Bang
como una prueba moderna de la existencia de Dios[23].
 
 
NUEVOS CONFLICTOS
 
Uno podría pensar que una vez que los científicos aceptaron la noción del
comienzo del universo, este debate entre la ciencia y la Biblia finalmente se
habría considerado terminado. No obstante, al poco tiempo la breve tregua
entre la ciencia y la religión sobre este tema llegó a un final repentino, y un
nuevo conflicto reemplazó al anterior.
Cuando se llegó a un consenso sobre el principio del universo, el «tiempo»
que transcurrió desde ese comienzo fue presentado por los científicos
naturalistas como el nuevo conflicto que dividía ciencia y religión. En la
actualidad tanto los científicos como las figuras religiosas creen y enseñan
que la teoría del Big Bang y la narración bíblica de la Creación representan
dos extremos opuestos, puesto que la Biblia hebrea señala que el universo
comenzó hace menos de 6 000 años, mientras que la ciencia calcula que el
mundo tiene 15 000 millones de años.
Este supuesto antagonismo entre ciencia y religión parece estar tan
arraigado en las ideas de los educadores y los estudiantes que ha logrado
desplazar por completo la impresionante convergencia que se produjo a partir
de la aceptación por parte de la comunidad científica de la idea del comienzo
del universo. Como ejemplo de alguien que deliberadamente trata de ahondar
las diferencias en lugar de señalar las coincidencias, citaré y analizaré en
pocas palabras algunos párrafos extraídos de una conferencia del profesor
Stephen Hawking en Cambridge, en 1998. En su discurso «Los orígenes del
universo», Hawking inicia su disertación con una descripción sobre las
diferentes opiniones acerca del tema del origen del universo, y luego
establece una comparación entre la idea de Aristóteles y la postura de las
religiones bíblicas[24]:
 
El debate sobre si hubo un principio y sobre cómo comenzó el universo ha sido registrado a través
de la historia. Básicamente existieron dos escuelas de pensamiento.
 
Hawking pretendía presentar el debate en cuanto al «si y cómo» el
universo ha tenido un punto de origen en el tiempo. Obviamente estaba al
tanto de que en los últimos veinticinco siglos, antes del descubrimiento de
Hubble, los científicos habían supuesto la eternidad del cosmos, contrario a lo
que las tradiciones religiosas creían.
En primer lugar, Hawking presenta la opinión de las religiones bíblicas:
 
Muchas de las antiguas tradiciones y las religiones judías, cristianas e islámicas sostienen que el
universo fue creado en un pasado bastante reciente. Por ejemplo, el obispo Usher calculó la fecha de
la creación del mundo en el año 4004 a. C., al sumar las edades de los individuos en el Antiguo
Testamento…
 
Por supuesto, Hawking sabía que poco tiempo atrás la ciencia había
encontrado pruebas contundentes del comienzo del universo y que la Biblia
hebrea y los científicos modernos de la actualidad coincidían en este punto.
Sin embargo, en lugar de señalar esta gran nueva coincidencia, Hawking de
repente se desvía del tema central: «eternidad versus comienzo del universo»,
y pasa a una cuestión completamente diferente: «cuánto tiempo ha
transcurrido desde que el universo comenzó». Lo honesto por su parte
hubiera sido concluir su presentación de la opinión bíblica diciendo:
«Muchas de las antiguas tradiciones y las religiones judías, cristianas e
islámicas sostienen que el universo fue creado», y punto. Y así presentar la
idea de un universo que tuvo un comienzo versus la idea de un universo
eterno.
Pero en lugar de eso, Hawking hace referencia a lo que un que obispo
anglicano irlandés del siglo XVII interpretó sobre la edad del mundo. Es
importante destacar que en el texto bíblico no hay ninguna referencia a ella.
Es evidente que Hawking recurre a James Usher para exponer una supuesta
fecha bíblica de la Creación que fuera totalmente incompatible con las teorías
científicas modernas, y así desacreditar la narración bíblica y ridiculizarla de
esta manera:
 
De hecho, la fecha bíblica de la Creación no está tan alejada de aquella que marcó el fin del último
periodo glacial, cuando los humanos modernos parecen haber aparecido por primera vez.
 
Una vez que presenta (o tergiversa) la postura bíblica, Hawking regresa al
tema del debate y explica en forma correcta la doctrina aristotélica del
universo eterno:
 
Por otro lado, a algunas personas, como el filósofo griego Aristóteles, no les agradaba la idea de
que el mundo tuviera un comienzo. Sentían que ello implicaría una intervención divina. Preferían
creer que el universo había existido y existiría por siempre.
 
El debate «universo creado o eterno» fue trasformado por el debate
«universo joven o eterno». Y aunque esta malintencionada interpretación de
Hawking nos pueda parecer un poco extrema, por desgracia representa la
opinión mayoritaria en los círculos académicos modernos, en la cultura
popular, en los medios y principalmente en las escuelas. En lugar de señalar
cuán cerca está ahora la versión científica de la narración bíblica de la
Creación «gracias» a la teoría del Big Bang, se hace hincapié exclusivamente
en la supuesta discrepancia entre ambas narraciones en cuanto a la edad del
universo.
Antes de analizar este punto en profundidad (dedicaré todo el capítulo
siguiente al tema del tiempo transcurrido desde la Creación), quisiera seguir
profundizando en la idea del Big Bang.
 
 
LA COSMOLOGÍA Y NUESTRA CAPACIDAD PARA IMAGINAR
 
Desde que empezó a asociarse la noción del origen del universo con la idea
de la Creación se ha supuesto que el problema del tiempo es la única frontera
infranqueable que divide a la ciencia de la tradición bíblica. Se cree a menudo
que, si no fuera por las diferencias en el cálculo del tiempo, los científicos y
los eruditos religiosos por fin encontrarían un punto en común en cuanto al
origen. Lamento no estar de acuerdo. La diferencia más crucial entre el
concepto judío de la Creación y el modelo del Big Bang o cualquier otra
teoría cosmológica no es el «tiempo transcurrido desde el comienzo hasta
ahora», sino admitir o rechazar las limitaciones humanas para formular o
incluso imaginar el proceso que dio origen al universo.
Conforme a la tradición judía, la acción que describe la segunda palabra de
las Escrituras hebreas, bará, indica una creación ex nihilo. Esto significa
‘hacer aparecer algo de la nada’. Este concepto no solo va en contra de
nuestro conocimiento y experiencia, sino que también desafía las capacidades
de nuestra imaginación.
Nuestros Rabinos[25] identificaron el proceso de la Creación (ma’asé
bereshit) como uno de los secretos o temas esotéricos inaccesibles de la Torá
(sitré Torá), una clase de información a la que los simples humanos no
tenemos acceso por nosotros mismos[26].A fin de comprender mejor e ilustrar la postura que la tradición judía
adoptó sobre cuánto podemos saber acerca de la cosmología (el campo de la
ciencia que analiza el origen del universo), primero debemos recordar los
conceptos básicos de la teoría del Big Bang.
Al observar los cielos con los telescopios más modernos, los astrónomos
advirtieron que las galaxias se alejaban unas de las otras. Una vez que se
demostró la expansión del universo, razonaron que al retroceder en el tiempo
se llegaría a una especie de «punto cero»: «[La] teoría del Big Bang se basa
en la observación de que el universo está en expansión. Si tomas esta idea y
la haces retroceder, debes concluir que el universo era más pequeño, denso y
caluroso en el pasado remoto. Cuanto más rebobinemos la película
cosmológica, más pequeño, denso y caluroso será ese universo»[27].
Los cosmólogos observan la película del universo en expansión hacia atrás
y ven que las galaxias se retrotraen hasta el final. Los científicos entonces
afirman que el primitivo universo era muy pero muy pequeño; hoy en día se
dice que en su estado más primitivo tenía el tamaño del punto que se
encuentra al final de esta frase. Y que ese punto singular contenía toda la
materia y la energía existentes[28]. La película de la historia del universo
comienza entonces a partir de ese punto, conocido también como
«singularidad». Pese a las diversas hipótesis y variaciones, el modelo más
popular del Big Bang establece más o menos lo siguiente: en el principio, el
universo era extremadamente denso, todo estaba concentrado en un punto que
contenía energía, temperatura y presión a niveles increíblemente elevados.
Luego este punto comenzó a expandirse con rapidez y atravesó por diversas
fases: inflación, bariogénesis, nucleosíntesis, etcétera. Todo esto provocó su
crecimiento exponencial y su explosión. Finalmente toda la masa producida
se enfrió, y así se formó el universo actual, que desde entonces se encuentra
en estado de expansión. Así es cómo los científicos describen el proceso de
gestación de nuestro cosmos.
Sin duda, todas las teorías acerca del tamaño, la naturaleza, la
composición, la dinámica y el desarrollo del primitivo universo, así como del
proceso que transcurrió desde su origen hasta transformarse en el universo
que observamos hoy, están basadas totalmente en las leyes de la física que
conocemos. Los científicos retroceden en sus mentes miles de millones de
años en el tiempo, formulan cálculos e hipótesis sobre lo que pudo haber
sucedido en esta etapa primitiva del mundo[29] y dan por sentado que las
leyes físicas que regían el universo entonces fueron iguales que las que
conocemos hoy —es decir, que las suponen predecibles, invariables y eternas
—. Consideremos por ejemplo la línea de tiempo que indica el desarrollo del
universo. La razón por la que los científicos le atribuyen al mundo entre 13
000 y 15 000 millones de años se debe al tamaño, la composición, y en
particular, a la velocidad de la expansión del universo que hoy se puede
observar. Pero ¿cuánto se puede saber con precisión acerca de los orígenes
del universo o del remoto pasado?
 
 
¿SABEMOS LO QUE NO SABEMOS?
 
Aunque la mayoría de la comunidad científica y los medios de
comunicación en general son reticentes a declarar o reconocer los límites
cuando se habla el origen del cosmos, hay algunas excepciones destacables.
Un ejemplo es la obra del periodista científico Dennis Overbye, quien se
pregunta si cuando hablamos del universo tenemos en cuenta nuestros límites
de tiempo y espacio[30]. Sus palabras podrían ser consideradas, en mi
opinión, como un excelente prólogo a la postura judía, particularmente de
Maimónides, en cuanto a los límites de la investigación en el campo de la
cosmología.
En una de sus columnas en el New York Times, Overbye analiza un artículo
científico escrito por Lawrence M. Krauss y Robert J. Scherrer, publicado en
la revista científica General Relativity and Gravitation[31]. Estos dos
científicos afirmaron que, si el mundo continúa expandiéndose, en 100 000
millones de años más o menos la mayoría de las galaxias traspasarán el
horizonte del universo. En otras palabras, las galaxias quedarán fuera del
alcance de la visión de nuestros telescopios, sin importar lo poderosos que
estos sean, y nos quedarían apenas algunas pocas galaxias para observar. En
el futuro, «incapaces de observar esas galaxias que se alejaron más allá del
horizonte, esos astrónomos no sabrán que el universo se está expandiendo y
pensarán en un modelo del universo similar al de la estática isla de Albert
Einstein». Krauss y Scherrer concluyen entonces que «con una información
tan limitada a la vista […] aquellos observadores […] serán
fundamentalmente incapaces de determinar la verdadera naturaleza del
universo». Eso sería, como sugiere el título del artículo de estos dos
científicos, «el final de la cosmología».
Luego Overbye reflexiona sobre la información que poseemos en la
actualidad —no dentro de cien mil millones de años— y nuestras
limitaciones actuales. ¿Cómo podemos saber si lo que hoy conocemos es en
realidad la realidad total del cosmos?
Si existe una especie de horizonte del universo, más allá del cual no
podemos observar nada, dice Overbye citando las conclusiones de Krauss y
Scherrer: «Podrían existir hoy elementos cruciales que determinen la
naturaleza del universo y que no podemos ver […] podríamos tener en
nuestras manos los conocimientos correctos de física, pero la evidencia que
vemos [y lo que no vemos] podría dar lugar a una conclusión equivocada».
Muchas de las teorías de la cosmología y de la astrofísica modernas se basan
en la observación de los cuerpos celestes y otros elementos que podemos
observar en el universo, y siguiendo el razonamiento de Krauss y Scherrer
acerca de lo que no podríamos ver en 100 000 millones de años, es posible
que lo que observamos e investigamos en el espacio hoy en día sea
insuficiente y se trate solo de una parte de la realidad cósmica.
También están las limitaciones propias del tiempo. La observación del
cosmos a través de telescopios comenzó apenas hace unos siglos, y tan solo
hace un par de décadas hemos desarrollado una tecnología más avanzada y
confiable. Y estas investigaciones se utilizan para formular teorías sobre lo
que habrá pasado miles de millones de años atrás. Pero es posible que en diez
años o en un siglo descubramos otros medios de observación tan sofisticados
que hoy ni siquiera podemos concebir. Y que así como en 1930 pasamos de
conocer un universo estático y con una sola galaxia a conocer un universo en
expansión con por lo menos 200 000 millones de galaxias, es posible que en
diez, veinte o cien años descubramos algo que nos haga ver nuestro universo
de una manera muy distinta a como lo conocemos hoy. Tan distinta que no
podemos siquiera concebirla o imaginarla hoy. Al reflexionar sobre la
supuesta facilidad con la que los científicos elaboran hipótesis que abarcan
miles de millones de años, Overbye razona que si de verdad queremos
comprender cómo evolucionan las cosas en el cosmos, deberemos analizarlo
con detenimiento durante un largo tiempo. Hay fenómenos en el universo que
seguramente serán indetectables «a menos que los astrónomos estén
dispuestos a seguir, por ejemplo, el curso de una estrella que ocasionalmente
es expulsada de su galaxia y luego se sumerge en la oscura corriente
cósmica». Pero deberían continuar investigando esta estrella por lo menos
durante mil millones de años o algo así, explica Overbye, «aunque es
improbable que la Fundación Nacional para la Ciencia esté dispuesta a
financiar tal experimento». No hemos observado las galaxias durante un
millón de años, ni siquiera durante cien mil años (que en términos
astronómicos es una cifra insignificante), sino apenas durante menos de un
siglo. ¿Cuánto podemos saber en realidad sobre el universo?
Por último, Overbye concluye humildemente: «Mientras tanto, no
podemos saber cuánto no sabemos, y nunca podremos hacerlo. Esta es una
lección queva más allá de la astronomía».
 
 
MAIMÓNIDES VERSUS LA COSMOLOGÍA
 
Hace más de ochocientos años, Maimónides, al escribir sobre el debate de
la creación versus la eternidad del universo, expresó su escepticismo respecto
a la cosmología, es decir, la ciencia que investiga el origen del universo (que,
en realidad, deberíamos llamarla «cosmogonía»). Maimónides dijo que sería
imposible desarrollar teorías reales o creíbles que explicaran la creación del
universo si las elaboramos a partir de la presente realidad. Él no consideraba
que nuestros límites cognitivos se deban a que las galaxias desaparecerán de
nuestra vista, ni tampoco a que el tiempo que ha transcurrido desde que
hemos comenzado a observar el universo en movimiento sea insuficiente,
como explicó Overbye[32]. En su famosa obra filosófica Guía de perplejos,
Maimónides afirmó que lo que impide formular una teoría cosmológica que
pretenda describir de cualquier manera los orígenes y la formación del
universo es precisamente nuestro conocimiento y nuestra consciencia de la
realidad física que nos rodea y de la cual no podemos abstraernos. Por lo
tanto, Maimónides negaba la posibilidad de formular cualquier teoría
cosmológica.
Según Maimónides:
 
La cosmología pertenece a otra dimensión de la realidad. Las ciencias físicas se concentran en el
orden observable e interpretan los fenómenos naturales en términos de causalidad. La cosmología
pretende estudiar el proceso de la formación de estas estructuras, antes de que estas se organizaran
[…] explorar las preguntas sobre el origen del universo basándonos en nuestros conocimientos de
física actual implicaría negar la cosmología por completo […] Maimónides consideraba que deducir
la cosmología de la física equivaldría a deducir la embriología de la fisiología de un espécimen
maduro. La cosmología aristotélica es engañosa. Su metodología consiste en extrapolar ideas que
derivan de fenómenos físicos ya estructurados y aplicarlas a los fenómenos en su estado
preestructurado; en este caso no se trataría de cosmología[33].
 
De acuerdo con Maimónides, nosotros sí conocemos lo que no somos
capaces de saber. Nos enfrentamos a un insuperable problema epistemológico
al pretender comprender el acto creativo de Dios. No tenemos ninguna forma
de saber cuáles fueron las leyes o condiciones físicas en el acto de la
Creación.
Solo cuando somos víctimas de un antropocentrismo arrogante llegamos a
pensar que la mente humana de alguna manera podría comprender la mente
de Dios[34]. En la Torá, el único que manifestó esta absurda y pretenciosa
idea fue Bil’am, aquel profeta pagano que aseguraba tener acceso a «la mente
del Más Elevado (yodea’ da’at ‘Elión)»[35].
 
 
UNA PARÁBOLA MODERNA: LA IMAGINACIÓN DE LOS CIENTÍFICOS DEL
PLANETA X
 
Maimónides ilustra la idea de los límites de la imaginación humana con
una parábola fantástica[36]. Un hombre que fue abandonado al nacer en una
isla desierta, jamás había visto una mujer, así que no lograba comprender
cómo había nacido él. Este hombre nunca sería capaz de imaginar o incluso
de aceptar la idea de que los humanos son concebidos como en efecto lo son.
Lo único que tiene frente a sí son los elementos que existen en su isla, y
desde ese punto de vista, no podría saber, ni imaginar ni deducir el proceso
de concepción, embarazo o nacimiento. Para entender mejor el brillante
ejemplo de Maimónides, voy a presentar una adaptación de su parábola, no
tan brillante pero creo que más accesible para el lector moderno.
Sucedió que en una mañana soleada, un grupo de extraterrestres, robots
inteligentes, llegaron desde el planeta X a visitar la Tierra. Al observar desde
su nave espacial la especie humana, decidieron que sería muy sensato tomar
un ejemplar y examinar esta nueva forma de vida recientemente descubierta.
Así fue que estos extraterrestres secuestraron a Adam, un niño de tres años
que jugaba en el patio de su casa con un tractor amarillo de plástico. Los
extraterrestres se lo llevaron a su nave espacial y comenzaron a estudiar a
aquella fascinante especie. Durante dos meses mantuvieron a Adam en un
ambiente especialmente adaptado para sus necesidades biológicas, con
oxígeno, agua y alimento. Los alienígenas lo observaron y analizaron con
mucho detenimiento y aprendieron las reglas básicas de la fisiología humana.
Al cabo de sesenta días lo devolvieron a su casa, sano y salvo.
De regreso en el planeta X, los extraterrestres formularon sus teorías sobre
la especie humana. Aprendieron de sus observaciones que los humanos
ingieren comida por la boca, respiran oxígeno a través su nariz, necesitan
espacio para moverse, etcétera. También notaron que Adam crecía, aunque a
un ritmo muy lento, apenas un centímetro en sesenta días. Los alienígenas
formularon su primera teoría científica acerca del crecimiento de Adam: al
proyectar su ritmo de crecimiento —un centímetro cada dos meses—
determinaron que crecería 6 centímetros por año. En diez años, concluyeron,
mediría 60 centímetros más. Si mide hoy 90 centímetros, dentro de veinte
años, habría de medir más de dos metros; en 30 años, más de dos metros y
medio, y así sucesivamente, a medida que su cuerpo continuara
expandiéndose.
Asimismo los científicos del planeta X trataron de descubrir cómo había
nacido Adam. El razonamiento que elaboraron para explicar sus primeros
días de vida consistía en una fórmula inductiva bastante simple: dado que
Adam se expandía constantemente hacia arriba, lo que tenían que hacer los
científicos del planeta X era rebobinar la película de la expansión de su
cuerpo hacia atrás, partiendo de su altura actual y la velocidad de su
crecimiento. Concluyeron que Adam debió de haber nacido hace
aproximadamente 15 años. Y que cuando tenía dos meses de vida medía solo
un centímetro. Luego intentaron entender la fisiología de Adam en esas
circunstancias donde la densidad física de su cuerpo era extrema. Algunos
científicos sugirieron que era probable que a esa temprana edad Adam
ingiriera 0,03 gramos de alimento por día y bebiera aproximadamente 0,02
mililitros de agua. Les resultó difícil a los científicos del planeta X
comprender cómo podrían haber funcionado sus órganos en un cuerpo tan
denso. Estimaron que bajo esas circunstancias extremas todas las leyes de la
biología humana que habían aprendido hasta ese momento no tenían sentido.
Pero ¿qué pasaría si rebobinamos aún más la película de la evolución de
Adam? Concluyeron entonces que hubo un «tiempo cero», un punto de
origen, cuando Adam era tan pequeño como el punto que se encuentra al final
de esta oración. Algunos científicos del planeta X intentaron concebir una
hipótesis que explicara el desarrollo inicial de su cuerpo y conjeturaron que
Adam pasó por una serie de períodos a los que llamaron inflación,
bariogénesis, nucleosíntesis, etcétera. Y finalmente indicaron que los
primeros cinco segundos de su vida deben ser considerados una singularidad,
que solo podían explicarse mediante la física cuántica (no existía la palabra
«milagro» en la jerga científica del planeta X).
A lo largo de todos los estudios, investigaciones, conjeturas y
especulaciones sobre el origen de Adam, los científicos del planeta X jamás
llegaron a imaginar las verdaderas circunstancias de su nacimiento. El motivo
de su fracaso es muy simple. No importa cuán inteligentes y entendidos
fueran esos científicos y cuánto se hubieran esforzado por comprender la
realidad de Adam: ningún científico del planeta X podría haber deducido de
su fisiología el proceso de su concepción. ¿Por qué? Porque esos científicos
nunca pudieron observar algo que alteraría completamente sus conclusiones:
jamás vieron o supieron de la existencia de una mujer, en este caso la mamá
de Adam. Habiendo observado solamente al niño, no conocían la existencia
del género femenino humano. Sin ese dato significativo, todo lo que pudieron
haber aprendido acerca de la fisiología de Adam en realidad les impedía
imaginar la posibilidad de que su vida se hubiera desarrollado dentro del
útero de otro ser humano.¿Por qué? Porque el proceso de embarazo
contradice todo aquello que habían aprendido al observar al niño comer y
respirar. Jamás se les hubiera cruzado por la cabeza que Adam vivió dentro
del cuerpo de otra persona sin comida y sin aire. No es posible, entonces,
deducir el proceso de gestación de Adam, a partir de la observación del niño
a los tres años.
Volvamos ahora a Maimónides. El ilustre rabino Moshé ben Maimón
sostuvo que la Creación fue el periodo gestacional de nuestro universo, la
embriología del cosmos. Formular una teoría cosmológica es un proceso
inductivo ilusorio, una proyección de nuestra presente dimensión, que
implica negar la singularidad que caracteriza a la gestación del universo.
«Ciertamente, una teoría de cosmología basada en la física es un oxímoron.
Para desarrollar una teoría cosmológica, uno tendría que suponer que el
estado actual del universo es igual a su estado en sus etapas iniciales, en cuyo
caso la cosmología sería idéntica a la física y no un tema en sí mismo»[37].
Por lo tanto, desde el punto de vista de la tradición judía, los puntos en
común entre el modelo del Big Bang y el primer acto de la Creación descrito
en la Torá (Génesis 1, 1) se limitan a la idea de que ambos postulan un
comienzo del universo; esto es lo que la primera palabra de la Torá nos
transmite cuando dice: bereshit, ‘en el principio’. El proceso de la Creación
del universo es un acto o una serie de actos que no se pueden rastrear,
examinar hacia atrás, ya que irremediablemente están más allá de las
posibilidades del conocimiento humano. Estamos cognitivamente cerrados a
esta información.
Lo que es más: el proceso de creación está más allá de lo que los humanos
podemos concebir o imaginar.
Entonces, ¿qué es lo que sí podemos saber acerca de la Creación del
mundo?
El tema de la Creación del mundo es llamado en hebreo maasé bereshit
(‘el acto, o proceso, de Creación’). La tradición rabínica nos enseña que
nuestras expectativas respecto a lo que podemos saber acerca de la Creación
deben ser moderadas. Por un lado, el mismo Creador describió en su Torá el
acto de la Creación, por lo que podríamos suponer que podemos saberlo todo.
Por otro lado, nuestros sabios nos advirtieron acerca de nuestros límites
mentales. Y que estamos condicionados, irremediablemente limitados,
justamente por la realidad física que nos rodea. Es «el punto medio entre el
escepticismo (considerar que nada se puede saber acerca de los orígenes del
mundo) y la ingenua pretensión de la cosmología»[38] (que todo puede
saberse por inducción) lo que debemos alcanzar.
Es así, querido lector, que con humildad y sensatez, reconociendo nuestros
propios límites, comenzaremos a explorar con mayor detalle el significado
del primer versículo de la Torá.
 
 
RESUMEN
 
Durante siglos, los científicos y filósofos creyeron que el universo era
eterno y descartaron la idea que manifiesta la primera palabra de la Torá:
bereshit, ‘en el comienzo’. Siempre se consideró la eternidad del cosmos
como un sólido principio científico, ya que no había pruebas ni evidencias
observables que respaldaran la noción de un punto de iniciación. En 1930,
cuando Hubble observó y demostró su expansión, la idea de un universo
eterno comenzó a cambiar. Se formularon muchas teorías para explicar los
nuevos hallazgos, hasta que finalmente los científicos reconocieron que el
cosmos debió haber tenido un inicio en el tiempo[39]. Tras siglos de
conflictos entre la ciencia y la religión, los descubrimientos científicos por fin
corroboraban la idea que transmitió la primera palabra de la Biblia hebrea.
En principio, muchos científicos antagonistas a la religión consideraron —
y algunos hasta denunciaron— que el modelo del Big Bang era una teoría
orientada hacia la religión. Un punto que acercaba la ciencia a la idea bíblica
de la Creación. Y un universo que tuvo un comienzo en el tiempo era
contemplado como un universo creado. Varios científicos, muy insatisfechos
con las nuevas coincidencias entre ciencia y religión, señalaron que lejos de
ser afines al punto de vista religioso, las nuevas teorías cosmológicas
contradicen por completo la historia bíblica de la Creación. ¿Por qué? Porque
la Biblia hebrea fija la fecha de la Creación del mundo en menos de 6 000
años atrás. Mientras que las observaciones científicas hablaban de miles de
millones de años. De esta manera subrayaban las diferencias entre ciencia y
religión y evitaban mostrar las coincidencias.
Antes de analizar en mayor profundidad la cuestión de la edad del
universo, debemos tener en cuenta que desde la perspectiva del pensamiento
judío, particularmente el pensamiento de Maimónides, la teoría del Big Bang
(o cualquier otra idea que se formule para explicar el origen del universo) no
puede ser concebida como un relato serio de lo que «realmente sucedió» en el
proceso de la Creación. Excluir el acto de Creación se asemejaría a la
exclusión del embarazo para comprender el nacimiento humano. Los Sabios
concibieron la Creación —maasé bereshit— como un área que va más allá del
alcance de nuestra limitada mente, e incluso de nuestra imaginación. La
Creación sucedió en una dimensión que es categóricamente distinta a nuestra
dimensión física.
Algunos científicos modernos han llegado a una conclusión similar en
cuanto a nuestros límites para describir o incluso identificar los orígenes del
universo.
John Mather, el fundador del proyecto COBE, dijo lo siguiente: «Los
orígenes de la primera etapa expansiva del universo fueron tan extremos que
pudieron haber eliminado todos los restos de los hechos anteriores[40], y que
a su vez involucraron leyes físicas inescrutables […] tal vez algún día
imaginaremos una teoría cosmológica y pensemos que es tan hermosa que
debe ser verdad. Por supuesto que es igual de probable que la verdadera
descripción de cómo el universo surgió sea tan complicada u oscura que no
podremos descubrirla, o reconocerla, aun si estuviera frente a nuestras
narices»[41].
CAPÍTULO 2
LA CREACIÓN DEL TIEMPO
 
 
 
El debate sobre la edad del universo, al igual que el debate Creación versus
evolución, se considera una de las razones principales que nos obliga a ver la
ciencia y el judaísmo como opuestos entre sí. Un individuo moderno, que
acepta la historia de la Creación tal como lo presenta la Torá y al mismo
tiempo valora y adopta las premisas intelectuales de la sociedad
contemporánea, siente que está irremediablemente atrapado en un incómodo
dilema: la elección entre un planeta Tierra de 15 000 millones o de 6 000
años de edad[42].
En un intento por encontrar una solución a este conflicto, algunos eruditos
han presentado sus propias interpretaciones sobre la naturaleza literal o
simbólica de los seis días de la Creación. Y sugieren que, a fin de que el
relato bíblico se adapte a los cálculos científicos de la edad de la Tierra, los
días de la Creación bíblica sean considerados como periodos de millones o
cientos de millones de años. Y si bien no es mi intención juzgar el valor de
estos enfoques alegóricos o literales del texto bíblico, considero que este tipo
de esfuerzos conciliadores sea quizás innecesario.
En este capítulo intentaremos explicar que la diferencia entre la edad que la
Torá y la ciencia le atribuyen al mundo es solo una cuestión de perspectiva.
Explicaremos que la cosmología (o cosmogonía) y la Creación se basan en
supuestos muy distintos. Es decir, mientras que la idea de «creación» implica
la aplicación de leyes físicas totalmente diferentes a las leyes físicas presentes
por parte del Creador, y que están más allá de nuestra capacidad de
comprensión e imaginación, la cosmología sostiene como premisa básica que
el universo siempre ha sido tal como es ahora, es decir, que no ha «nacido» ni
ha «sido gestado». Por lo tanto, cuando nuestra premisa es que el comienzo
del cosmos se encuentra dentro de nuestro alcance investigativo, el concepto
de «creación» —la idea de una etapa gestacional del universo producida por
un creador— desaparece, y nos quedaremos con innumerablesconflictos
entre la teoría científica y la narración bíblica. La edad del universo es solo
uno de estos conflictos. Sin embargo, cuando el punto de partida para
entender el universo es la historia bíblica de la Creación, en otras palabras, si
partimos de la idea de que el universo ha sido creado, el universo tal como lo
observamos y todas sus leyes físicas resultan absolutamente comprensibles y
totalmente compatibles con los principios de la ciencia moderna, incluyendo
la edad que los científicos le atribuyen al cosmos.
Para resolver el tema del tiempo desde la creación y muchos otros
conflictos similares, se debe tener en cuenta este simple concepto: ¿cuál es
nuestro punto de partida? ¿El relato bíblico o el científico?
A fin de demostrar por qué este punto es tan crítico, señalaré en primer
lugar que tanto en el texto bíblico como en la tradición rabínica se expresa
que los elementos creados por Dios en el momento de la Creación fueron
creados en un estado maduro —un estado que, de no haber sido creados, les
hubiera llevado a estos elementos un largo tiempo de desarrollo, en algunos
casos millones de años. En este capítulo, la sección que explora este punto se
titula «Creación madura».
También veremos en la sección «Una fábrica de tiempo» que la expansión
del cosmos, algo que el texto bíblico relata de manera explícita, no solo
afecta a nuestra percepción de la edad del mundo, sino que tuvo que haber
causado la creación o la apariencia de un larguísimo tiempo, millones de
años.
Además explicaremos, en el epígrafe «Tiempo inestable», cómo el proceso
de Creación y transformación que aconteció durante los seis días se
materializó dentro de una realidad singular, excepcional, totalmente diferente
a la actual. En la dimensión de la Creación, el tiempo no actuó ni transcurrió
necesariamente de la misma manera que actúa en nuestro actual mundo
físico. Esta irregularidad obviamente hace que el universo parezca más
antiguo de lo que en realidad puede ser.
En síntesis, esperamos que hacia el final de este capítulo lleguemos a
comprender que la controversia principal entre la ciencia y el judaísmo sobre
el origen del cosmos no es la edad del universo, sino si este fue o no fue
creado. También veremos que una vez que nuestro punto de partida es la
Creación, la Torá y la ciencia son totalmente consistentes, como dos libros
escritos por el mismo autor.
 
 
CREACIÓN MADURA
 
Nuestra primera tarea consistirá en buscar las frases o palabras en la Torá y
en los comentarios de los Sabios que aporten cualquier información sobre el
estado de las criaturas, seres vivos y estructuras geológicas, en el momento
que fueron creados. Y siendo que la pregunta sobre la edad del mundo jamás
preocupó a los Sabios del Talmud (no era un asunto que se debatiera en esos
tiempos), es muy difícil esperar que podamos encontrar alguna idea que se
haya expresado directamente sobre este tema. Tendremos que conformarnos
con apenas algunos indicios de información diseminados de manera
incidental a lo largo de la Biblia hebrea y la tradición rabínica. No obstante,
tengo la esperanza de que, aun contando con esas pocas alusiones indirectas,
lograremos llegar a un entendimiento más profundo acerca de este debate.
El texto bíblico no dice casi nada acerca de la apariencia de los elementos
creados, inmediatamente después de su creación. Esto no es inusual. La
tradición hebrea siempre hace hincapié en la sustancia más que en la
apariencia. Y la Torá, por regla general, no abunda en detalles gráficos. Sin
embargo, por lo menos un elemento creado fue descripto en el relato de la
Creación con un detalle invaluable. Estoy refiriéndome a los árboles.
Antes de proceder a hablar sobre ellos, es necesario aclarar algo acerca del
proceso de la Creación. La Torá sugiere que hubo dos etapas distintas en la
creación del mundo: 1) la Creación ex nihilo (beriá), y 2) la de formación
(asiá). El acto inicial de la Creación, en el cual se formó todo el universo
físico (esto excluye principalmente la creación de la vida), es el que figura en
el primer versículo de la Torá (Génesis 1, 1), y para el cual la Torá usa el
verbo bará, ‘[Dios] creó’. En hebreo bíblico, el verbo «crear» (bará o el
infinitivo libró) se utiliza dentro de un campo semántico muy restringido. Se
refiere a llevar algo a la existencia ‘desde la nada’: un acto que la Torá le
atribuye exclusivamente a Dios[43] y nunca a un agente humano. Sin
embargo, la Creación ex nihilo no fue el fin del proceso de la Creación.
Durante los seis días posteriores al acto inicial y hasta el establecimiento del
Sabbat, Dios continuó recreando y transformando aquellos primeros
elementos, produciendo primero las estructuras que sustentarán a los seres
vivos (atmósfera, tierra firme, etcétera) y luego la vida. Prácticamente todas
las actividades creativas que se presentan en el primer capítulo del Génesis no
pertenecen a la categoría de «Creación ex nihilo»[44], sino a la segunda
categoría, la formación de elementos o sistemas que se crearon a partir de la
Creación ex nihilo. Por ejemplo, Dios creó el planeta Tierra de la nada, pero
creó las plantas y los árboles a partir de la Tierra, es decir, no los creó de la
nada o ex nihilo (Génesis 1, 12).
Maimónides realizó una distinción entre el primer acto de la Creación y los
demás actos creativos a través del ejemplo de las semillas que siembra un
granjero: «La siembra se hace en un único momento. Pero el crecimiento y la
evolución de cada semilla se desarrollan de forma progresiva. Así también,
cada semilla cósmica crece y se desarrolla en forma separada, de acuerdo con
su propio ritmo y composición»[45].
Veamos ahora qué dijo el texto bíblico acerca de la creación de los árboles.
La Torá describió una pequeña pero reveladora característica de los árboles,
que les sirvió a los Sabios para formular una teoría general respecto de toda la
Creación, tanto en la primera etapa de la misma —cuando los elementos
básicos fueron creados desde la nada— como en la segunda etapa —cuando
aquellos elementos iniciales fueron transformados en estructuras más
complejas para permitir la sustentación de la vida.
En las siguientes líneas veremos que Dios creó los primeros árboles no
como retoños sino como árboles maduros, y ya desarrollados.
 
Y Dios dijo: «Que produzca la tierra vegetación. Hierbas que den semilla y árboles frutales que
den su fruto con su semilla, sobre la tierra». Y así fue. (Génesis 1, 11).
 
En este versículo vemos las instrucciones que Dios le da a la tierra para
que engendre todo tipo de vegetación. Tal como lo hemos señalado, Dios no
creó las plantas o los árboles desde la nada, sino a partir de los elementos que
ya habían sido creados. Tal como era de esperar, la Torá no nos aporta
ningún detalle sobre el proceso «de gestación» de la vegetación, es decir, no
nos dice cómo Dios crea los árboles a partir de la tierra. Lo que sí nos dice la
Torá es que habrá varias especies y tipo de árboles, y que serán diseñados de
manera inteligente para perpetuarse a través de frutos con semillas que
garanticen una próxima generación. Las plantas y los árboles son la primera
forma de vida creada por Dios, y la Torá destaca que fueron diseñados
llevando dentro de sí mismos sus propios medios de reproducción y
perpetuación.
En el siguiente versículo la tierra ejecuta la orden divina. Y ahora la Torá
describe brevemente los árboles recién creados. Prestemos atención.
 
Y la tierra produjo vegetación: plantas que dan su semilla según su especie y árboles que producen
frutos, y contienen su propia especie de semillas[46]. (Génesis 1, 12).
 
En este versículo encontramos un par de palabras reveladoras: etz osé-perí,
‘árboles que producen frutos’, según la mayoría de las traducciones. Aunque
también se podría traducir como ‘árboles produciendo fruto’ (en hebreo
bíblico, ‘árboles frutales’ se dice etz perí). De acuerdo a esto, el texto bíblico
está diciendo que en el momento de su creación, los árboles frutales fueron
creados produciendo sus frutos (etz osé peri).

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