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AGRADECIMIENTOS Hay varias personas a quienes quiero agradecer su contribución a la edición de este libro. Mi primer agradecimiento va para mi querido amigo León Halac. Unos años atrás, en uno de mis viajes a Buenos Aires, le comenté acerca de mi libro Awesome Creation, y León de inmediato me ofreció presentárselo a un grupo de sus amistades en Buenos Aires. Fue tras esa presentación cuando por primera vez pensamos en la idea de traducirlo al castellano. León, que más que un colaborador se convirtió en un socio de este proyecto, hizo mucho más que estimularme para esa tarea: ¡se puso a traducirlo él mismo! Pero aunque el entusiasmo de León resultó contagioso, traducir una obra en inglés que trata sobre un texto en hebreo y se refiere a temas de exégesis muy técnicos no era una tarea sencilla. Conscientes de la complejidad y de los desafíos de la traducción (me llevó seis años escribir el original, Awesome Creation), resolvimos que lo mejor sería encontrar una traductora profesional. Después de una búsqueda no sencilla, esta misión le fue encomendada a la profesora Michelle Tradejman, quien invirtió varios meses en la misma. A ella, también mi más profundo agradecimiento. En otro de mis viajes a Buenos Aires conocí a una persona muy especial. Me refiero al señor Ariel Sigal, quien también abrió su casa para presentar mi libro ante un selecto círculo de amigos. Lo que más disfruté de ese evento fue la conversación previa que tuvimos con Ariel en privado, mientras los invitados disfrutaban de un apetitoso copetín. Para mi sorpresa, Ariel ya había leído Awesome Creation y sus preguntas y observaciones me fascinaron. Ariel es un lector voraz, un gran intelectual que persiste en la búsqueda de un judaísmo inteligente, leal a las fuentes judías originales. Ariel se interesa por contenidos que puedan satisfacer las inquietudes de un profesional judío moderno y se expresen en su lenguaje. Confieso que mientras escribía, visualicé en mi mente al lector ideal, que en mi imaginación era alguien muy parecido a Ariel. Sin su apoyo y colaboración este libro no hubiera sido posible. Mi profundo agradecimiento va también para mi querido amigo el señor Marcos Ohana. Marcos está siempre detrás de cualquier emprendimiento asociado con lo más importante en el judaísmo: el estudio de la Torá y la práctica de la beneficencia (Tsedaqá y Guemilut Jasadim). Marcos colabora donde es necesario, y muchas veces ni hace falta que se lo pidan. Su entrega a las buenas causas es excepcional: desinteresada, altruista y total. Colabora y emprende con su esfuerzo material, con su tiempo, con su experiencia, con su gran inteligencia y con su bondadoso corazón. Es un gran líder comunitario que sigue los pasos de su querido padre, el señor Alejandro Ohana. Agradezco también al señor Rubén Lerner, de la editorial española Nagrela, por su disposición a publicar este libro en su prestigiosa empresa y esperemos que este sea el comienzo de una larga relación, y que juntos podamos aportar textos para estimular el conocimiento del judaísmo en el mundo hispanoparlante. Asimismo quiero manifestar mi gratitud a Esther Aizpuru por su dedicación, su perfeccionismo y su entrega en la edición en castellano. También le agradezco a mi querida familia, y en especial a mi querida esposa Coty, por todo su apoyo y estímulo. Finalmente, quiero dedicarle este libro a mi madre, que fue la responsable de que yo tuviera una educación judía. Junto a mi padre, z”l, mi madre no escatimó esfuerzos para que yo, a pesar de las distancias y otras dificultades, asistiera a colegios judíos y estudiara la Torá. Su curiosidad intelectual, su avidez por leer y por aprender siempre representaron para mí una fuente de inspiración. Mi madre nos educó con su ejemplo de bondad, generosidad y ayuda al prójimo (jesed). Estos valores que ella nos inculcó son y serán la guía más importante de mi vida y el camino que deseo transmitir a mis hijos y nietos. Quiera HaShem brindarle a mi querida madre muy buena salud y muchos años de alegría y felicidad. (Con alabanzas y gratitud al Todopoderoso) A mi amigo y colega, el rabino Yosef Bittón, shelit”a. Ya lo conocía a usted como experto en asuntos halájicos y en el campo de la Hagadá. Y sobre todo, por la influencia que ha ejercido en muchos de los jóvenes de nuestra comunidad, a quienes ha conducido por los caminos de nuestros rabinos y de nuestros ancestros. Recientemente tuvimos el mérito de ver que usted ha publicado un importante estudio sobre los [tres primeros] versículos del libro del Génesis. Con la ayuda de Dios, su libro se ha hecho famoso y ha ayudado a muchos de nuestros hermanos judíos a llegar más cerca [del conocimiento] de nuestro Padre celestial. Este libro explica el acto de la Creación de acuerdo con nuestra Torá y muestra que muchos puntos [del relato de la Creación] son compatibles con la ciencia moderna. Se sabe que la Torá no necesita ninguna corroboración de la ciencia, ya que se vale por su propia verdad. Y aun así, es muy reconfortante ver cómo la ciencia moderna percibe que lo que la Tora dice contribuye a la comprensión científica actual. No tengo ninguna duda de que este libro será tan célebre en el mundo judío como los libros de nuestros ilustres rabinos contemporáneos. Y solo quiero brindarle mi bendición: Que sea la voluntad de Dios que sus fuentes [de Torá] sigan fluyendo desde usted, AMÉN. 23 de Kislev de 5775 RABINO ELIYAHU BEN HAYIM Presidente del tribunal rabínico Meqor Hayim de Queens, Nueva York INTRODUCCIÓN Todo aquel que haya leído los primeros versículos de la Torá, la Biblia hebrea, sabe que esas pocas palabras que explican cómo Dios llevó esta realidad a la existencia son fascinantemente profundas, seductivamente crípticas, y se relacionan con cuestiones que de manera innata nos atrapan: ¿cómo llegó nuestro mundo a ser lo que es? La pregunta sobre el origen de nuestra existencia, del planeta al que llamamos «casa» y del universo con el que estamos familiarizados es un interrogante que siempre ha atraído a los seres humanos de todas las clases sociales y a lo largo de toda la historia. Pareciera que Dios adaptó el cerebro humano de tal modo que por naturaleza nos vemos impulsados a cuestionar los orígenes de todo aquello que conocemos. No hay otras palabras que hayan fomentado un mayor conocimiento, ninguna otra frase que haya generado un discurso más inteligente, y ningún otro fragmento que haya suscitado tanta curiosidad como el relato bíblico del Génesis: el principio del universo. El objetivo de este libro es analizar los primeros tres versículos de la Torá, el relato bíblico de la creación ex nihilo (desde la nada) y los actos que llevó a cabo el Creador para preparar el planeta Tierra a fin de generar y sustentar la vida. He dedicado tres capítulos para cada uno de estos tres versículos. Esto podrá parecerle excesivo al lector principiante; sin embargo, el estudiante avanzado de la Torá sabe muy bien que un simple libro jamás constituirá una investigación exhaustiva de estos versículos. La Torá es como un mar profundo, rico en tesoros de sabiduría que permanecen ocultos hasta que uno se atreve a zambullirse en el agua. La mayoría de nosotros, y me incluyo, apenas nos acercamos a la superficie del mar y logramos recolectar algunos caracoles de la orilla. Aunque en un contexto distinto, Isaac Newton fue quizás quien mejor expresó esta idea: «Soy solo un niño que juega en la playa, mientras que el gran océano de la verdad se extiende inexplorado ante mí». Tomemos como ejemplo los campos de la cosmología y la astronomía. No sería realista pretender que ya sabemos todo lo que estas áreas intentan estudiar. El astrónomo tan solo articula la mejor explicación que es capaz de elaborar, dados sus conocimientos actuales y los límites de su herramienta principal: el telescopio. Del mismo modo, en el ámbito de la Torá, siempre se podrá ver más, o mejor. En lo que al estudio de la Torá respecta, se trata de una búsqueda ininterrumpida del conocimientoen constante evolución. En cada generación, toda persona que se empeñe en el estudio de la Torá cuenta con el potencial para descubrir nuevas capas del Libro infinito de Dios. Es cierto que nuestro conocimiento de la Torá, nuestra inteligencia y capacidades cognitivas se vuelven insignificantes al compararlas con las de los Sabios del Talmud. En términos intelectuales, ellos eran gigantes y nosotros, enanos. Jamás podríamos ver tan lejos como aquellos gigantes lo hicieron; salvo cuando decidimos posarnos sobre sus hombros. De esa manera podemos percibir tanto como ellos, o incluso más, en especial si estamos provistos de nuevas herramientas. Una de estas herramientas es la ciencia moderna. Consideremos, por ejemplo, lo siguiente. Hace cuatro mil años Dios bendijo a nuestro patriarca Abraham y le prometió que sus descendientes iban a ser tan numerosos como los granos de arena en la orilla del mar y las estrellas en el cielo. Esa comparación bíblica supuestamente desproporcionada «entre arena y estrellas» podrá haber parecido desconcertante a los lectores y estudiantes de la Torá durante milenios. Hay diez mil granos en apenas un puñado de arena; millones en solo un pie cúbico; billones en un segmento de la orilla. Sin embargo, hay solamente alrededor de mil estrellas visibles en el cielo más oscuro. Aparentemente, no hay comparación posible. Pasó mucho tiempo hasta que el telescopio se inventó y el hombre fue capaz de adentrarse en el espacio profundo. Las estrellas pasaron de ser miles a ser millones y billones. Por fin, en 1980, logramos comprender la precisión y la sofisticación de la bendición de Dios para Abraham cuando Carl Sagan, probablemente sin percatarse de su contribución a la exégesis bíblica, declaró que según nuestro conocimiento contemporáneo la cantidad total de estrellas en el universo ¡es similar a la cantidad de todos los granos de arena de todas las playas del planeta Tierra! De la misma manera, muchas perlas de sabiduría de la Torá permanecieron latentes durante siglos, encapsuladas en palabras y frases tan avanzadas que solo ahora, en estos días privilegiados, comenzamos a entender. A medida que aumenta el entendimiento de la realidad física a nuestro alrededor, así también crece el conocimiento de la Torá, en especial en el ámbito de la Creación. El rabino Eliyahu Benamozegh (1822-1900) explicó que los nuevos descubrimientos de Descartes y Newton en la física y en la óptica sobre la naturaleza de la luz le permitieron llegar a una mejor comprensión del concepto de la luz en el texto bíblico: «A medida que se incrementa nuestro conocimiento, así también aumentan la elucidación y la solidez de las enseñanzas divinas [de la Torá]». En la actualidad tenemos la fortuna de contar con importantes ideas científicas, tales como el rechazo a la eternidad del universo, el nuevo entendimiento de la ubicación privilegiada de nuestro planeta respecto al sol, las teorías actuales que argumentan que la vida surgió primero del agua, etcétera. Sin duda, debemos utilizar estos conceptos para apreciar mejor la precisión y la extrema sofisticación del relato bíblico de la Creación. Varios brillantes científicos y eruditos, tanto judíos como no judíos, elaboraron excelentes tesis, libros y artículos que pretenden establecer una perfecta armonía entre la historia bíblica de la Creación y la ciencia moderna. Yo no soy uno de ellos. En esta obra, la ciencia se utiliza solo en la medida en que contribuya a la comprensión del texto bíblico, que es el principal objetivo de este libro. No obstante, aunque mi propósito no consiste necesariamente en demostrar la consonancia entre la ciencia y la historia de la Creación, este libro nos va a ayudar a entender que lo que hoy conocemos acerca de nuestro universo físico es sorprendentemente compatible con la narración de la Creación en la Torá, partiendo de la base que el universo y la Biblia son dos libros escritos por el mismo Autor. Tal vez no los podamos considerar compatibles sin antes descifrar todo el significado o la realidad definitiva de cada uno de ellos. Por lo tanto, la falta de armonía entre estas dos obras se deberá atribuir a las carencias del lector —o de los tiempos— y no de los libros o de su Autor. A diferencia de otras obras sobre ciencia y religión que presentan homilías o interpretaciones bíblicas, las contribuciones de este libro derivan en su mayor parte del campo de la semántica hebrea. Tal como el lector pronto descubrirá, para entender estos tres versículos es obligatorio repasar el significado del texto bíblico sin confiar ciegamente en las traducciones convencionales de las Escrituras. Los primeros dos versículos, por ejemplo, fueron traducidos de formas tan distintas que me vi obligado a reexaminarlos palabra por palabra y hacer una distinción entre aquellas traducciones que han sido influenciadas por conceptos no judíos, que de alguna forma se filtraron en algunas traducciones y comentarios judaicos, y las auténticas tradiciones judías representadas en las explicaciones que aportaron los Sabios del Talmud y la traducción en arameo tradicional del Targum Onquelós. A fin de evitar leer la Torá para que se adecue a lo que queremos que diga en lugar de lo que realmente declara, primero se debe leer el texto bíblico con detenimiento. Solo tras este ejercicio se podrán encontrar formas en las que la nueva información científica pueda elucidar aún más lo que la Torá señala. Además, una lectura detenida con frecuencia demuestra que más de un par de conflictos aparentes entre la ciencia y la Torá se deben a una mala comprensión del hebreo bíblico y de sus matices. El lector también debe saber que este estudio de los primeros tres versículos de la Torá no contiene ningún material esotérico. Un análisis místico de la Creación, es decir, el modo en el que el Creador llevó todo a la existencia y otros conceptos místicos muy profundos van más allá del alcance de este humilde libro. Aquellos secretos ocultos de la Torá, aun cuando uno piensa que los conoce, no deben exponerse por escrito. De acuerdo con nuestros Sabios, estos deben transmitirse en forma oral y privada, de un maestro hacia el limitado público de un alumno. Este trabajo está destinado para el lector que desea comprender qué significa este breve texto bíblico a nivel superficial, cuando las palabras se contemplan desde la mirada de los Sabios del Talmud y de los comentaristas bíblicos clásicos, en especial aquellos rabinos con pericia en gramática hebrea. A fin de comprender adecuadamente estos versículos, hay que situarse en el contexto de la historia de la Creación en su totalidad. Es por ello que este libro también abordará los hechos que ocurrieron en el segundo, tercero y cuarto día de la Creación y explorará la pregunta sobre qué fue exactamente lo que se creó en esos días. En la primera parte analizaré las ideas que transmite el versículo 1, en particular la noción de la Creación ex nihilo, es decir, la creación del mundo desde la nada mediante la voluntad del Creador Todopoderoso. Esta es una creencia central del judaísmo. Reflexionaremos acerca de cuán capaces somos de comprender la idea de la Creación, un acto que ningún hombre ha presenciado, y sobre los límites de nuestra imaginación. También exploraremos la repercusión que el acto de la Creación pudo haber tenido sobre la edad que hoy en día se les atribuye al cosmos y a nuestro planeta. El lector también descubrirá en el tercer capítulo que solo cuando la primera palabra, bereshit, se traduce correctamente, la Torá transmite el concepto de Creación ex nihilo sin ambigüedades. El versículo 2 para mí resultó ser el más sorprendente y fascinante de la historia de la Creación. Debo reconocer que solo pude comprender su significado mientras escribía este libro, y no antes. A menudo, ese versículo es pasado por alto o saltado del todo a la hora de parafrasear el relato de la Creación. Para muchos comentaristas bíblicos y estudiosos, quizá debido a las numerosas y radicalmente distintas traducciones,el versículo 2 fue juzgado de manera injusta como un paréntesis innecesario o superfluo entre el sublime versículo 1 y el renombrado e ilustre versículo 3. Después de leer cualquier traducción estándar, uno no puede evitar sentir que este versículo es confuso, como mínimo. «Caos», un término teológico griego; «abismo», un concepto mitológico, y en especial «el espíritu de Dios», una idea con una connotación doctrinaria ajena al judaísmo, tienen muy poco sentido en un contexto judío tradicional. En este trabajo analizamos este versículo palabra por palabra e intentamos dilucidar su significado con la ayuda de otros textos bíblicos —en particular el salmo 104— y la invaluable opinión de los Sabios, que aunque parezca mentira no siempre fue tomada en cuenta por la mayoría de las traducciones convencionales. Se necesitó un tipo de aclaración distinto para el versículo 3. Sus palabras no representan un problema considerable en cuanto a su traducción. «Y Dios dijo: “Que sea la luz”, y fue la luz» es más o menos el consenso universal sobre su interpretación. No obstante, muy pocos estudiosos de la Torá se detienen a considerar con mayor profundidad a qué clase de luz se refiere la Torá. ¿Se trata de una luz física independiente que Dios creó en el primer día? ¿Será una luz espiritual y simbólica? ¿Una metáfora? ¿O quizá haya sido la luz del Sol? Abrir la Torá y leerla debería ser suficiente para satisfacer nuestra curiosidad innata por encontrar respuestas acerca del origen del universo y de la vida. A fin de cuentas, los primeros versículos contienen la versión de estos hechos narrada por el mismo Creador. Sin embargo, esto no es tan simple. Los primeros tres versículos de la Torá, que consisten en apenas 103 letras, o 27 palabras, tal vez sean las frases más conocidas de toda la Biblia hebrea; pero también, las menos comprendidas. En cuanto a la historia de la Creación, la Torá nos revela mucho menos que lo que nos oculta; da la sensación de que uno termina con más preguntas que respuestas. Ahora que esta obra está en tus manos, si esperas que, una vez que la leas, tendrás una certeza total de lo que aconteció con exactitud durante la creación del universo, este libro podrá no ser lo que buscas. Sin embargo, si deseas incorporar un mayor conocimiento acerca de lo que el relato de la Torá cuenta sobre estos hechos, por favor, continúa leyendo. Versículo 1 En el principio, creó Dios los cielos y la tierra. GÉNESIS 1, 1 CAPÍTULO 1 EL FIN DE LA ETERNIDAD La primera palabra de las Sagradas Escrituras, bereshit —‘en el principio’—, proclama que el universo tuvo su origen en el tiempo. Afirma que a diferencia de lo que comúnmente se creía en la Antigüedad, el universo no es eterno. No solo las masas de gente no educada o los autores de los antiguos mitos paganos de la creación concibieron la eternidad del mundo. Durante siglos los hombres de ciencia también consideraron que el universo había existido desde siempre. En la actualidad los científicos contemporáneos, en su mayor parte, se inclinan a aceptar que el universo tuvo un punto de comienzo en el tiempo. Y lo que llevó a los científicos modernos a adoptar la noción de un origen fue la comprensión de que el universo se está expandiendo. Como veremos a continuación, concebir que el universo tuvo un comienzo fue un lento proceso, impulsado a partir de un inesperado descubrimiento. Hagamos un poco de historia. Durante siglos, los hombres instruidos creyeron que el mundo siempre había existido, y por lo tanto no era necesario determinar el momento en el que todo pudo haber comenzado. Hacia el año 500 antes de la era común, Heráclito de Éfeso expresó lo que pensaba acerca de los orígenes del universo con las siguientes palabras: «Este cosmos, el mismo para todos, no lo hizo ningún dios ni ningún hombre, sino que fue, es y siempre será igual»[1]. El gran filósofo griego Aristóteles (384-322 a. e. c.) razonó que todo aquello que sabemos acerca del mundo indica que el universo existió desde siempre. Aristóteles observaba el cielo estrellado y buscaba comprender cómo se comportan los cuerpos celestes. Vio que, salvo unos pocos planetas, los cuerpos celestes se encontraban ubicados en un sistema predecible de órbitas circulares mecánicas. No percibió el movimiento de los cielos como un caprichoso mecanismo variable o caótico, ni tampoco lo visualizó orientado hacia una dirección lineal. Él observó el cosmos como un sistema que posee una regularidad predecible. No había ningún tipo de evidencia que sugiriera un origen del universo. Todo lo contrario: la circularidad y la estabilidad de los cielos parecían ser las pruebas y los resultados de su eternidad. A raíz de sus observaciones, Aristóteles creyó que el universo siempre había existido de la misma forma en que hoy en día lo vemos. Y concluyó que el mundo nunca tuvo un comienzo. Aristóteles creía en un dios. Aunque su dios no era como el Dios que las Escrituras hebreas describen, un ser supremo que creó los cielos y la tierra. Para el filósofo griego, se trataba de un ser divino que infundió el movimiento y el orden en el eterno universo y que había coexistido desde siempre con el cosmos. Pero no era su creador. Desde el punto de vista filosófico, un universo creado por un dios iba en contra de las hipótesis aristotélicas elementales: el dios de Aristóteles carecía de libre albedrío. Para el filósofo, la divinidad y la predictibilidad eran conceptos que iban de la mano. De igual modo que la naturaleza, el dios de Aristóteles actuaba a partir de una concatenación predecible de causas y efectos. En su opinión, un dios no podría de pronto tener una idea y decidir crear un mundo; cambiar era un atributo de los seres humanos y no de los dioses o de la naturaleza. La creación del universo hubiera implicado un cambio en la mente divina, el resultado de una nueva intencionalidad o de una voluntad que la teología aristotélica no estaba preparada para adjudicarle a su dios. Un cosmos estable, invariable y eterno, es decir, no creado, era perfectamente compatible con un dios inmutable, carente de albedrío e igualmente eterno. Estas premisas dieron lugar a que Aristóteles y muchos otros importantes pensadores y filósofos de la Antigüedad concluyeran que el cosmos nunca tuvo un comienzo. El dios aristotélico tenía otras funciones y otros poderes —fundamentalmente, ser responsable del movimiento constante del universo, aunque no lo hubiera creado—. Para Aristóteles no hubo un comienzo, la Creación del mundo no existió. LA CREACIÓN A LA DEFENSIVA A comienzos de la Edad Media los debates entre quienes veían un universo eterno y quienes lo consideraban creado proveyeron amplias oportunidades para ensayar nuevas ideas filosóficas acerca del concepto de un principio. Aquellos que abogaban por un universo eterno eran los hombres de ciencia de la época —los filósofos aristotélicos que negaban la Creación—. Y entre quienes defendían la Creación bíblica estaba Maimónides (el rabino Moshé ben Maimón, 1135-1204), un apasionado valedor de esta causa que brindó su propia explicación acerca de la idea del comienzo del universo en las Escrituras. De acuerdo con Maimónides, la Creación del mundo es la esencia de las Escrituras hebreas, y cualquier judío que crea en la eternidad del mundo no pertenece en absoluto a la congregación de Moisés y Abraham[2]. Al final de este capítulo volveremos a analizar a Maimónides y su visión de la Creación. En aquel entonces los partidarios de Aristóteles parecían triunfar en el debate. Mediante pruebas y observaciones muy convincentes en los campos de la astronomía y la física, sostenían que el cosmos era inmutable, predecible y eterno. Los eruditos religiosos estaban a la defensiva. Aferrarse al concepto del comienzo[3] parecía solo una cuestión de fe en el relato bíblico y no un argumento con valor científico o filosófico. Un universo creado, no eterno, desafiaba a la sabiduría convencional y al sentido común de aquellos tiempos. La comprensión de nuestrouniverso y de sus leyes físicas cambió de forma radical gracias a los descubrimientos astronómicos revolucionarios de Nicolás Copérnico (1473-1543), Galileo Galilei (1564-1642), Johannes Kepler (1571-1630) e Isaac Newton (1643-1727). Con el desarrollo de nuevos dispositivos ópticos —los telescopios— los astrónomos fueron capaces de observar con mayor detalle el sistema solar, el movimiento de las estrellas, y las misteriosas nebulosas que aparecían más allá de nuestro sistema solar. Si hasta ese entonces se consideraba que el universo, según la idea del gran astrónomo griego Claudio Ptolomeo (90-168), estaba formado por una bóveda celeste y circular compuesta por varias capas giratorias invisibles, todo esto estaba a punto de cambiar. A partir de las nuevas observaciones se descartó el modelo de Ptolomeo: el mundo ya no era un sistema geocéntrico cerrado, sino un cosmos vasto e interminable. Estas nuevas investigaciones tuvieron una enorme repercusión en la percepción humana. La inmensidad del espacio y las innumerables estrellas, nunca antes vistas y que los telescopios ahora revelaban, demostraban que el hombre —o el planeta Tierra— no era el centro de nuestro sistema solar, y mucho menos de todo el cosmos. La idea de que la Tierra estaba en el centro del cosmos había justificado en primer lugar la percepción de un universo creado por Dios en función del hombre[4]. Cuanto más poderosos eran los telescopios, más se daba cuenta el hombre del lugar ínfimo que él ocupaba en el cosmos y de su asombrosa pequeñez. Sin embargo, aunque el universo era visto cada vez más inmenso, la noción de su eternidad permanecía inmutable. Durante el siglo XVII, XVIII y XIX los telescopios todavía fueron incapaces de producir alguna nueva evidencia que corroborara la teoría de un universo creado o eterno. El statu quo prevalecía, y la idea de un universo creado se vio relegada al ámbito de la religión, y no al campo del análisis científico. Las observaciones astronómicas continuaron moldeando y redefiniendo estas ideas, y una vez que el planeta Tierra fue desplazado del centro del cosmos, los filósofos encontraron razones menos convincentes para justificar la existencia de un Creador. Desplazar a Dios de su función como Creador del universo fue un proceso lento pero imparable. Baruch Spinoza (1632- 1677) dio un salto significativo en esta dirección. Al identificar a Dios con la Naturaleza, ambos eternos, Spinoza aceleró el desplazamiento de Dios y fortaleció aún más la idea de un universo no creado y eterno. James Hutton (1726-1797), un científico uniformista, declaró: «Por lo tanto, el resultado de la presente investigación es que no hemos encontrado ningún rastro de un comienzo [del universo], ni una evidencia de su fin»[5]. No parecía haber necesidad de encontrar una respuesta ante la pregunta de cómo llegó a existir el universo. Tal como el filósofo positivista Bertrand Russell (1872-1970) lo expresó en pocas palabras: «El universo está allí, y eso es todo»[6]. Simon Singh explica: «La idea de un universo eterno pareció adquirir una resonancia positiva en la comunidad científica, porque la teoría poseía cierta elegancia, sencillez y completitud. Si el universo siempre existió, entonces no había necesidad de explicar cómo, cuándo, por qué fue creado y quién lo creó. Los científicos se sentían particularmente orgullosos de haber formulado una teoría del universo que ya no dependía de invocar a Dios»[7]. Los nuevos descubrimientos en el campo de la astronomía nutrieron estas teorías naturalistas y redoblaron la apuesta contra las creencias de las antiguas religiones bíblicas. Cuanto más penetraba el hombre en el espacio, más se apartaba del Dios-Creador. Así fue hasta el año 1929, cuando los telescopios divisaron el comienzo del universo. ¡MIRA QUIÉN SE MUEVE! Con la llegada del siglo XX, los telescopios aumentaron su tamaño y alcance y permitieron observar los límites de nuestra propia galaxia, la Vía Láctea. Se produjo entonces una fascinante controversia científica denominada el «Gran Debate» para determinar la verdadera naturaleza de la Vía Láctea. El Gran Debate se celebró el 26 de abril de 1920 en el auditorio Baird del Museo de Historia Natural del Instituto Smithsoniano. Una escuela científica afirmaba que toda la materia del universo se encontraba dentro de la Vía Láctea, cuyo tamaño se estimaba en aproximadamente 100 000 años-luz de diámetro. La segunda escuela de pensamiento consideraba que nuestra Vía Láctea era tan solo una de varias galaxias. Para entonces, los astrónomos habían sido capaces de observar en uno de los límites de la Vía Láctea algo que se asemejaba a una nebulosa. Creyeron que era tan solo una nube compuesta de gas, polvo y luz. La llamaron «Andrómeda». Las observaciones no eran lo suficientemente exactas para determinar con precisión si Andrómeda se encontraba dentro o fuera de nuestra galaxia. En 1923, en su observatorio del monte Wilson y equipado con el telescopio más avanzado de la época, Edwin Hubble demostró más allá de toda duda que Andrómeda era una galaxia independiente. Hubble calculó que la distancia entre ella y nuestro planeta era de 900 000 años-luz aproximadamente, lo que significaba que Andrómeda se encontraba totalmente fuera del perímetro de nuestra Vía Láctea (ahora considerada ya muy pequeña). La revelación de Hubble de que el universo abarca mucho más que nuestra propia galaxia fue un momento revolucionario en la historia del conocimiento humano. A partir de ese hallazgo el cosmos de repente creció de manera inconmensurable. Desde su observatorio Hubble pudo observar y estudiar un número cada vez mayor de galaxias, y calculó la distancia entre ellas y nuestro planeta. A medida que observaba nuevas galaxias en las profundidades del espacio, tomaba consciencia de otro factor fundamental. En el eterno e inmutable universo de Aristóteles se suponía que los cuerpos celestes permanecían flotando en el vacío cósmico. Las trayectorias de los cuerpos celestes, según parecía, seguían un curso circular o elíptico. Claramente esto no era lo que Hubble veía… El astrónomo descubrió que las galaxias, en lugar de orbitar una en torno a la otra (como la Luna gira alrededor de la Tierra y esta alrededor del Sol), se movían de forma lineal, no circular, y se alejaban rápidamente de la Vía Láctea. Si se suponía que todos los cuerpos celestes orbitaban unos alrededor de otros, ¿qué significaba este desplazamiento lineal en el universo? Este tipo de movimiento no circular solo podía significar una cosa: las galaxias no estaban circulando alrededor de un centro cósmico, sino que se estaban desplazando de él[8]. El universo no era estático, ni giraba alrededor de su eje. ¡Se estaba expandiendo! Hasta ese momento la idea de un universo en expansión iba «más allá de toda comprensión» ya que «se consideraba que el universo era fijo e inmutable, y la posibilidad de que esta idea fuera modificada era inconcebible»[9]. A finales de 1929 Hubble había clasificado cuarenta y seis galaxias. Calculó que la velocidad de cada galaxia era proporcional a su distancia de la Tierra. Si una galaxia se encontraba dos veces más lejos de nuestro planeta que otra galaxia, verificó que también se estaba alejando aproximadamente al doble de la velocidad. El significado de este simple hallazgo demostraba que, en algún momento, el universo en expansión y todas sus galaxias habían existido en una región muy compacta. Este fue el primer indicio en la historia de la humanidad de que el universo no era inmutable… ni eterno. Durante los años posteriores a las observaciones de Hubble los astrónomos, equipados con telescopios aún más potentes, lograron observar con mayor detalle el movimiento de las galaxias, sus distancias y velocidades. Los resultados respaldaron la teoría de un universo en expansión. Casi veinte años después del descubrimiento de Hubble, el científico George Gamow, nacido en Ucrania, formuló una nueva teoría a partir de los descubrimientos de su antecesor. Si se retrocedeen el tiempo y se rebobina la película del universo en expansión, todas las galaxias se habrían originado no solo desde una compacta zona en el espacio, sino desde una misma entidad física. De acuerdo con Gamow, el universo primitivo habría consistido en una densa bola de fuego, formada por energía superconcentrada que de algún modo contenía toda la materia que existe en nuestro cosmos. Gamow también razonó que la explosión de esa bola de fuego explicaría el comienzo y la expansión del universo. A partir de allí, teorizó la idea de una gran explosión que más tarde se denominó «Big Bang» (‘Gran explosión’). En 1948, junto con Ralph Alpher, Gamow elaboró la teoría del Big Bang. El 26 de abril de ese año la revista Newsweek presentó a sus lectores de esta manera la revolucionaria hipótesis de Gamow: «Conforme a esta teoría, todos los elementos fueron creados desde un fluido original en un mismo momento, y se han reorganizado por sí mismos en lo que compone el material de las estrellas, los planetas, y hasta la vida». MÁS PRUEBAS DE UN PRINCIPIO La teoría que asignaba un comienzo al universo aún requería de mayor verificación antes de que la comunidad científica la aceptara por completo. Gamow y Alpher conjeturaron que, en el momento en que sucedió la explosión original, un estallido inimaginable de energía luminosa se disparó al espacio. En teoría deberíamos poder detectar sus ecos incluso en el día de hoy. Si el Big Bang hubiera sucedido, habría dejado «ecos», residuos de ondas de choque similares a las que se producen cuando se arroja una piedra en el agua. La pequeña piedra genera ondas que se expanden continuamente en la superficie. Las ondas se van achicando cada vez más, pero nunca desaparecen del todo. Del mismo modo, la teoría del Big Bang suponía que aún deberían existir esas ondas o ecos de la explosión cósmica primitiva y deberíamos ser capaces de identificarlas en todo momento y en todo lugar. Según las predicciones de Alpher, deberíamos detectar una onda invisible de luz con una longitud de aproximadamente un milímetro[10]. En 1964 Robert Wilson y Arno Penzias, dos investigadores contratados por la empresa de telecomunicaciones estadounidense Bell Telephone Company, estaban trabajando con una de las antenas de radio más avanzadas de la época que desde un principio estaba diseñada para detectar señales desde un globo- satélite. Estos dos científicos notaron que la antena captaba un mínimo nivel de sonido, una interferencia molesta, y no lograban encontrar su procedencia. Intentaron ubicar la fuente del ruido para eliminarla por completo o por lo menos reducirla. Esta extraña interferencia provenía de cualquier dirección hacia la que apuntaban la antena. De algún modo, algo estaba emitiendo ondas radiales desde todas las direcciones sin cesar. Ambos técnicos, frustrados, no se dieron cuenta de que sin querer se habían topado con uno de los descubrimientos más importantes en la historia de la cosmología. Ese molesto ruido de fondo en realidad era el eco del Big Bang, que se había transformado en ondas de radio, tal como lo había predicho Gamow[11]. Wilson y Penzias encontraron la radiación primigenia presente en todas partes del cosmos: ese eco infinito del comienzo del universo. El 21 de mayo de 1965 el New York Times publicó: «Cuando usted salga esta noche a la calle y se quite su sombrero, sentirá un poco el calorcito del Big Bang directamente sobre su cabeza. Y si cuenta con un buen receptor de radio y sintoniza entre las estaciones, oirá ese sonido: sh-sh-sh… Aproximadamente el 0,5 por ciento de ese ruido proviene del origen del universo». En 1976 los astrónomos y científicos se embarcaron en un nuevo experimento para confirmar los descubrimientos de Wilson y Penzias. La NASA diseñó un enorme satélite denominado COBE (por sus siglas en inglés, Cosmic Background Explorer, ‘Explorador del fondo cósmico’), cuya misión consistía en medir los niveles de radiación CMB (Cosmic Microwave Background, Radiación cósmica de fondo de microondas’], es decir, el eco del Big Bang proveniente del espacio. El cohete fue lanzado en 1989, y a casi dos años de estar orbitando, el COBE detectó las variaciones de temperatura esperadas, de 30 millonésimos de un grado, en todos los confines del espacio. El experimento COBE corroboró que existió un punto de origen del universo y que este dejó sus huellas en formas de radiación y microondas que aún se encuentran en todas partes del universo. Stephen Hawking aseveró: «Este es el descubrimiento del siglo, por no decir de todos los tiempos»[12]. EL BREVE ROMANCE ENTRE EL BIG BANG Y LA RELIGIÓN George Smoot, un físico de la Universidad de California en Berkeley, que dirigió el análisis de los datos del satélite COBE, expresó: «Hemos observado las estructuras más antiguas y grandes que se hayan visto en los comienzos del universo. Estas son las semillas primitivas de las estructuras cósmicas modernas, tales como las galaxias, los grupos de galaxias, etcétera. Si usted es religioso, es como ver a Dios»[13]. Varios famosos científicos naturalistas (es decir, ateos) de aquellos tiempos, como por ejemplo Albert Einstein, se apartaron deliberadamente de la idea del Big Bang o de cualquier otra teoría cosmológica que propusiera un comienzo. Y esto se debió a las implicancias teológicas consecuentes, más que a una razón científica[14]. Estos científicos entendieron que la noción de «el comienzo del universo» transmite una idea demasiado parecida al concepto de Creación. Siguiendo esta línea de pensamiento, Arthur Eddington reconoció de manera explícita: «En términos filosóficos, la idea de un comienzo del presente orden de la Naturaleza me resulta repugnante. Me gustaría encontrar alguna forma de evadir esta idea»[15]. Fred Hoyle se opuso a la teoría del Big Bang y desarrolló su alternativa, la hipótesis del Estado Estacionario, que defendía la idea de un universo eterno. Hoyle mantuvo su teoría mucho tiempo después de que sus colegas la descartaran. «Los escritos de Hoyle dejan claro que él favorecía la teoría del Universo de Estado Estacionario no solo por razones científicas, sino porque consideraba que un universo eterno era más compatible con sus propias creencias ateas»[16]. En 1940 el régimen comunista soviético rechazó por completo las conclusiones de Hubble y Gamow, pese a su validez científica, aduciendo que las hipótesis no cumplían con los principios de las doctrinas marxistas y leninistas (es decir, con el ateísmo). El camarada Andrei Zhdanov resumió así la opinión de los soviéticos sobre la teoría del Big Bang: «Los falsificadores de la ciencia quieren revivir el cuento del origen del mundo a partir de la nada»[17]. Los soviéticos persiguieron a los físicos que apoyaban la teoría del Big Bang. Algunos de esos científicos sacrificaron su vida por ella, como Matvei Bronstein, quien recibió un disparo tras ser arrestado por cargos de espionaje[18]. Stephen Hawking resumió en una frase el motivo por el que los científicos naturalistas se resistían a aceptar la teoría científica de un universo no eterno: «Siempre y cuando el universo haya tenido un comienzo, debemos suponer que tuvo un Creador»[19]. C. J. Isham fue quizás quien mejor expuso este problema: «Tal vez el mejor argumento para demostrar que el Big Bang apoya la creencia en Dios es el evidente malestar que produce en algunos físicos ateos. A veces esto ha dado lugar a ideas científicas […] que [esos científicos naturalistas] avanzan con una tenacidad que excede su valor científico, y que lo hace a uno sospechar que hay aquí fuerzas psicológicas muy profundas, que superan el usual deseo académico de defender una teoría propia»[20]. La ciencia sostuvo la teoría aristotélica de un universo eterno durante más de dos mil años. Muchos científicos laicos no podían aceptar con facilidad que, cuando la ciencia avanzaba con nuevas ideas progresistas y dejaba atrás lo que ellos consideraban los conceptos primitivos de la religión, las últimas teorías cosmológicas respaldaranahora la idea bíblica de la Creación. George Thomson, el físico inglés ganador del Premio Nobel, acertó al declarar: «Probablemente todos los físicos creerían en el comienzo del universo de no haber sido por la Biblia, que por desgracia para ellos comentó algo al respecto hace muchos años y ahora hace que suene anticuado»[21]. Refiriéndose a la frustración que padecieron muchos pensadores positivistas y cosmólogos naturalistas en vista de los nuevos descubrimientos, Robert Jastrow señaló: «Para el científico que ha mantenido la fe en el poder de la razón, esta historia termina como una pesadilla. El hombre de ciencia ha escalado las montañas de la sabiduría; está a punto de conquistar la cima; y cuando sube la última roca, lo recibe un grupo de teólogos que estuvieron allí durante siglos»[22]. Por el otro lado, algunas importantes figuras religiosas del mundo, como el papa Pío XII, recibieron la teoría del Big Bang con entusiasmo. En 1951, y mientras la hipótesis del Big Bang aún debatía con otras teorías cosmológicas como el Universo de Estado Estacionario, Pío XII pronunció un discurso en la Academia Pontificia de las Ciencias titulado «Las pruebas de la existencia de Dios a la luz de la ciencia moderna». Allí presentó la teoría del Big Bang como una prueba moderna de la existencia de Dios[23]. NUEVOS CONFLICTOS Uno podría pensar que una vez que los científicos aceptaron la noción del comienzo del universo, este debate entre la ciencia y la Biblia finalmente se habría considerado terminado. No obstante, al poco tiempo la breve tregua entre la ciencia y la religión sobre este tema llegó a un final repentino, y un nuevo conflicto reemplazó al anterior. Cuando se llegó a un consenso sobre el principio del universo, el «tiempo» que transcurrió desde ese comienzo fue presentado por los científicos naturalistas como el nuevo conflicto que dividía ciencia y religión. En la actualidad tanto los científicos como las figuras religiosas creen y enseñan que la teoría del Big Bang y la narración bíblica de la Creación representan dos extremos opuestos, puesto que la Biblia hebrea señala que el universo comenzó hace menos de 6 000 años, mientras que la ciencia calcula que el mundo tiene 15 000 millones de años. Este supuesto antagonismo entre ciencia y religión parece estar tan arraigado en las ideas de los educadores y los estudiantes que ha logrado desplazar por completo la impresionante convergencia que se produjo a partir de la aceptación por parte de la comunidad científica de la idea del comienzo del universo. Como ejemplo de alguien que deliberadamente trata de ahondar las diferencias en lugar de señalar las coincidencias, citaré y analizaré en pocas palabras algunos párrafos extraídos de una conferencia del profesor Stephen Hawking en Cambridge, en 1998. En su discurso «Los orígenes del universo», Hawking inicia su disertación con una descripción sobre las diferentes opiniones acerca del tema del origen del universo, y luego establece una comparación entre la idea de Aristóteles y la postura de las religiones bíblicas[24]: El debate sobre si hubo un principio y sobre cómo comenzó el universo ha sido registrado a través de la historia. Básicamente existieron dos escuelas de pensamiento. Hawking pretendía presentar el debate en cuanto al «si y cómo» el universo ha tenido un punto de origen en el tiempo. Obviamente estaba al tanto de que en los últimos veinticinco siglos, antes del descubrimiento de Hubble, los científicos habían supuesto la eternidad del cosmos, contrario a lo que las tradiciones religiosas creían. En primer lugar, Hawking presenta la opinión de las religiones bíblicas: Muchas de las antiguas tradiciones y las religiones judías, cristianas e islámicas sostienen que el universo fue creado en un pasado bastante reciente. Por ejemplo, el obispo Usher calculó la fecha de la creación del mundo en el año 4004 a. C., al sumar las edades de los individuos en el Antiguo Testamento… Por supuesto, Hawking sabía que poco tiempo atrás la ciencia había encontrado pruebas contundentes del comienzo del universo y que la Biblia hebrea y los científicos modernos de la actualidad coincidían en este punto. Sin embargo, en lugar de señalar esta gran nueva coincidencia, Hawking de repente se desvía del tema central: «eternidad versus comienzo del universo», y pasa a una cuestión completamente diferente: «cuánto tiempo ha transcurrido desde que el universo comenzó». Lo honesto por su parte hubiera sido concluir su presentación de la opinión bíblica diciendo: «Muchas de las antiguas tradiciones y las religiones judías, cristianas e islámicas sostienen que el universo fue creado», y punto. Y así presentar la idea de un universo que tuvo un comienzo versus la idea de un universo eterno. Pero en lugar de eso, Hawking hace referencia a lo que un que obispo anglicano irlandés del siglo XVII interpretó sobre la edad del mundo. Es importante destacar que en el texto bíblico no hay ninguna referencia a ella. Es evidente que Hawking recurre a James Usher para exponer una supuesta fecha bíblica de la Creación que fuera totalmente incompatible con las teorías científicas modernas, y así desacreditar la narración bíblica y ridiculizarla de esta manera: De hecho, la fecha bíblica de la Creación no está tan alejada de aquella que marcó el fin del último periodo glacial, cuando los humanos modernos parecen haber aparecido por primera vez. Una vez que presenta (o tergiversa) la postura bíblica, Hawking regresa al tema del debate y explica en forma correcta la doctrina aristotélica del universo eterno: Por otro lado, a algunas personas, como el filósofo griego Aristóteles, no les agradaba la idea de que el mundo tuviera un comienzo. Sentían que ello implicaría una intervención divina. Preferían creer que el universo había existido y existiría por siempre. El debate «universo creado o eterno» fue trasformado por el debate «universo joven o eterno». Y aunque esta malintencionada interpretación de Hawking nos pueda parecer un poco extrema, por desgracia representa la opinión mayoritaria en los círculos académicos modernos, en la cultura popular, en los medios y principalmente en las escuelas. En lugar de señalar cuán cerca está ahora la versión científica de la narración bíblica de la Creación «gracias» a la teoría del Big Bang, se hace hincapié exclusivamente en la supuesta discrepancia entre ambas narraciones en cuanto a la edad del universo. Antes de analizar este punto en profundidad (dedicaré todo el capítulo siguiente al tema del tiempo transcurrido desde la Creación), quisiera seguir profundizando en la idea del Big Bang. LA COSMOLOGÍA Y NUESTRA CAPACIDAD PARA IMAGINAR Desde que empezó a asociarse la noción del origen del universo con la idea de la Creación se ha supuesto que el problema del tiempo es la única frontera infranqueable que divide a la ciencia de la tradición bíblica. Se cree a menudo que, si no fuera por las diferencias en el cálculo del tiempo, los científicos y los eruditos religiosos por fin encontrarían un punto en común en cuanto al origen. Lamento no estar de acuerdo. La diferencia más crucial entre el concepto judío de la Creación y el modelo del Big Bang o cualquier otra teoría cosmológica no es el «tiempo transcurrido desde el comienzo hasta ahora», sino admitir o rechazar las limitaciones humanas para formular o incluso imaginar el proceso que dio origen al universo. Conforme a la tradición judía, la acción que describe la segunda palabra de las Escrituras hebreas, bará, indica una creación ex nihilo. Esto significa ‘hacer aparecer algo de la nada’. Este concepto no solo va en contra de nuestro conocimiento y experiencia, sino que también desafía las capacidades de nuestra imaginación. Nuestros Rabinos[25] identificaron el proceso de la Creación (ma’asé bereshit) como uno de los secretos o temas esotéricos inaccesibles de la Torá (sitré Torá), una clase de información a la que los simples humanos no tenemos acceso por nosotros mismos[26].A fin de comprender mejor e ilustrar la postura que la tradición judía adoptó sobre cuánto podemos saber acerca de la cosmología (el campo de la ciencia que analiza el origen del universo), primero debemos recordar los conceptos básicos de la teoría del Big Bang. Al observar los cielos con los telescopios más modernos, los astrónomos advirtieron que las galaxias se alejaban unas de las otras. Una vez que se demostró la expansión del universo, razonaron que al retroceder en el tiempo se llegaría a una especie de «punto cero»: «[La] teoría del Big Bang se basa en la observación de que el universo está en expansión. Si tomas esta idea y la haces retroceder, debes concluir que el universo era más pequeño, denso y caluroso en el pasado remoto. Cuanto más rebobinemos la película cosmológica, más pequeño, denso y caluroso será ese universo»[27]. Los cosmólogos observan la película del universo en expansión hacia atrás y ven que las galaxias se retrotraen hasta el final. Los científicos entonces afirman que el primitivo universo era muy pero muy pequeño; hoy en día se dice que en su estado más primitivo tenía el tamaño del punto que se encuentra al final de esta frase. Y que ese punto singular contenía toda la materia y la energía existentes[28]. La película de la historia del universo comienza entonces a partir de ese punto, conocido también como «singularidad». Pese a las diversas hipótesis y variaciones, el modelo más popular del Big Bang establece más o menos lo siguiente: en el principio, el universo era extremadamente denso, todo estaba concentrado en un punto que contenía energía, temperatura y presión a niveles increíblemente elevados. Luego este punto comenzó a expandirse con rapidez y atravesó por diversas fases: inflación, bariogénesis, nucleosíntesis, etcétera. Todo esto provocó su crecimiento exponencial y su explosión. Finalmente toda la masa producida se enfrió, y así se formó el universo actual, que desde entonces se encuentra en estado de expansión. Así es cómo los científicos describen el proceso de gestación de nuestro cosmos. Sin duda, todas las teorías acerca del tamaño, la naturaleza, la composición, la dinámica y el desarrollo del primitivo universo, así como del proceso que transcurrió desde su origen hasta transformarse en el universo que observamos hoy, están basadas totalmente en las leyes de la física que conocemos. Los científicos retroceden en sus mentes miles de millones de años en el tiempo, formulan cálculos e hipótesis sobre lo que pudo haber sucedido en esta etapa primitiva del mundo[29] y dan por sentado que las leyes físicas que regían el universo entonces fueron iguales que las que conocemos hoy —es decir, que las suponen predecibles, invariables y eternas —. Consideremos por ejemplo la línea de tiempo que indica el desarrollo del universo. La razón por la que los científicos le atribuyen al mundo entre 13 000 y 15 000 millones de años se debe al tamaño, la composición, y en particular, a la velocidad de la expansión del universo que hoy se puede observar. Pero ¿cuánto se puede saber con precisión acerca de los orígenes del universo o del remoto pasado? ¿SABEMOS LO QUE NO SABEMOS? Aunque la mayoría de la comunidad científica y los medios de comunicación en general son reticentes a declarar o reconocer los límites cuando se habla el origen del cosmos, hay algunas excepciones destacables. Un ejemplo es la obra del periodista científico Dennis Overbye, quien se pregunta si cuando hablamos del universo tenemos en cuenta nuestros límites de tiempo y espacio[30]. Sus palabras podrían ser consideradas, en mi opinión, como un excelente prólogo a la postura judía, particularmente de Maimónides, en cuanto a los límites de la investigación en el campo de la cosmología. En una de sus columnas en el New York Times, Overbye analiza un artículo científico escrito por Lawrence M. Krauss y Robert J. Scherrer, publicado en la revista científica General Relativity and Gravitation[31]. Estos dos científicos afirmaron que, si el mundo continúa expandiéndose, en 100 000 millones de años más o menos la mayoría de las galaxias traspasarán el horizonte del universo. En otras palabras, las galaxias quedarán fuera del alcance de la visión de nuestros telescopios, sin importar lo poderosos que estos sean, y nos quedarían apenas algunas pocas galaxias para observar. En el futuro, «incapaces de observar esas galaxias que se alejaron más allá del horizonte, esos astrónomos no sabrán que el universo se está expandiendo y pensarán en un modelo del universo similar al de la estática isla de Albert Einstein». Krauss y Scherrer concluyen entonces que «con una información tan limitada a la vista […] aquellos observadores […] serán fundamentalmente incapaces de determinar la verdadera naturaleza del universo». Eso sería, como sugiere el título del artículo de estos dos científicos, «el final de la cosmología». Luego Overbye reflexiona sobre la información que poseemos en la actualidad —no dentro de cien mil millones de años— y nuestras limitaciones actuales. ¿Cómo podemos saber si lo que hoy conocemos es en realidad la realidad total del cosmos? Si existe una especie de horizonte del universo, más allá del cual no podemos observar nada, dice Overbye citando las conclusiones de Krauss y Scherrer: «Podrían existir hoy elementos cruciales que determinen la naturaleza del universo y que no podemos ver […] podríamos tener en nuestras manos los conocimientos correctos de física, pero la evidencia que vemos [y lo que no vemos] podría dar lugar a una conclusión equivocada». Muchas de las teorías de la cosmología y de la astrofísica modernas se basan en la observación de los cuerpos celestes y otros elementos que podemos observar en el universo, y siguiendo el razonamiento de Krauss y Scherrer acerca de lo que no podríamos ver en 100 000 millones de años, es posible que lo que observamos e investigamos en el espacio hoy en día sea insuficiente y se trate solo de una parte de la realidad cósmica. También están las limitaciones propias del tiempo. La observación del cosmos a través de telescopios comenzó apenas hace unos siglos, y tan solo hace un par de décadas hemos desarrollado una tecnología más avanzada y confiable. Y estas investigaciones se utilizan para formular teorías sobre lo que habrá pasado miles de millones de años atrás. Pero es posible que en diez años o en un siglo descubramos otros medios de observación tan sofisticados que hoy ni siquiera podemos concebir. Y que así como en 1930 pasamos de conocer un universo estático y con una sola galaxia a conocer un universo en expansión con por lo menos 200 000 millones de galaxias, es posible que en diez, veinte o cien años descubramos algo que nos haga ver nuestro universo de una manera muy distinta a como lo conocemos hoy. Tan distinta que no podemos siquiera concebirla o imaginarla hoy. Al reflexionar sobre la supuesta facilidad con la que los científicos elaboran hipótesis que abarcan miles de millones de años, Overbye razona que si de verdad queremos comprender cómo evolucionan las cosas en el cosmos, deberemos analizarlo con detenimiento durante un largo tiempo. Hay fenómenos en el universo que seguramente serán indetectables «a menos que los astrónomos estén dispuestos a seguir, por ejemplo, el curso de una estrella que ocasionalmente es expulsada de su galaxia y luego se sumerge en la oscura corriente cósmica». Pero deberían continuar investigando esta estrella por lo menos durante mil millones de años o algo así, explica Overbye, «aunque es improbable que la Fundación Nacional para la Ciencia esté dispuesta a financiar tal experimento». No hemos observado las galaxias durante un millón de años, ni siquiera durante cien mil años (que en términos astronómicos es una cifra insignificante), sino apenas durante menos de un siglo. ¿Cuánto podemos saber en realidad sobre el universo? Por último, Overbye concluye humildemente: «Mientras tanto, no podemos saber cuánto no sabemos, y nunca podremos hacerlo. Esta es una lección queva más allá de la astronomía». MAIMÓNIDES VERSUS LA COSMOLOGÍA Hace más de ochocientos años, Maimónides, al escribir sobre el debate de la creación versus la eternidad del universo, expresó su escepticismo respecto a la cosmología, es decir, la ciencia que investiga el origen del universo (que, en realidad, deberíamos llamarla «cosmogonía»). Maimónides dijo que sería imposible desarrollar teorías reales o creíbles que explicaran la creación del universo si las elaboramos a partir de la presente realidad. Él no consideraba que nuestros límites cognitivos se deban a que las galaxias desaparecerán de nuestra vista, ni tampoco a que el tiempo que ha transcurrido desde que hemos comenzado a observar el universo en movimiento sea insuficiente, como explicó Overbye[32]. En su famosa obra filosófica Guía de perplejos, Maimónides afirmó que lo que impide formular una teoría cosmológica que pretenda describir de cualquier manera los orígenes y la formación del universo es precisamente nuestro conocimiento y nuestra consciencia de la realidad física que nos rodea y de la cual no podemos abstraernos. Por lo tanto, Maimónides negaba la posibilidad de formular cualquier teoría cosmológica. Según Maimónides: La cosmología pertenece a otra dimensión de la realidad. Las ciencias físicas se concentran en el orden observable e interpretan los fenómenos naturales en términos de causalidad. La cosmología pretende estudiar el proceso de la formación de estas estructuras, antes de que estas se organizaran […] explorar las preguntas sobre el origen del universo basándonos en nuestros conocimientos de física actual implicaría negar la cosmología por completo […] Maimónides consideraba que deducir la cosmología de la física equivaldría a deducir la embriología de la fisiología de un espécimen maduro. La cosmología aristotélica es engañosa. Su metodología consiste en extrapolar ideas que derivan de fenómenos físicos ya estructurados y aplicarlas a los fenómenos en su estado preestructurado; en este caso no se trataría de cosmología[33]. De acuerdo con Maimónides, nosotros sí conocemos lo que no somos capaces de saber. Nos enfrentamos a un insuperable problema epistemológico al pretender comprender el acto creativo de Dios. No tenemos ninguna forma de saber cuáles fueron las leyes o condiciones físicas en el acto de la Creación. Solo cuando somos víctimas de un antropocentrismo arrogante llegamos a pensar que la mente humana de alguna manera podría comprender la mente de Dios[34]. En la Torá, el único que manifestó esta absurda y pretenciosa idea fue Bil’am, aquel profeta pagano que aseguraba tener acceso a «la mente del Más Elevado (yodea’ da’at ‘Elión)»[35]. UNA PARÁBOLA MODERNA: LA IMAGINACIÓN DE LOS CIENTÍFICOS DEL PLANETA X Maimónides ilustra la idea de los límites de la imaginación humana con una parábola fantástica[36]. Un hombre que fue abandonado al nacer en una isla desierta, jamás había visto una mujer, así que no lograba comprender cómo había nacido él. Este hombre nunca sería capaz de imaginar o incluso de aceptar la idea de que los humanos son concebidos como en efecto lo son. Lo único que tiene frente a sí son los elementos que existen en su isla, y desde ese punto de vista, no podría saber, ni imaginar ni deducir el proceso de concepción, embarazo o nacimiento. Para entender mejor el brillante ejemplo de Maimónides, voy a presentar una adaptación de su parábola, no tan brillante pero creo que más accesible para el lector moderno. Sucedió que en una mañana soleada, un grupo de extraterrestres, robots inteligentes, llegaron desde el planeta X a visitar la Tierra. Al observar desde su nave espacial la especie humana, decidieron que sería muy sensato tomar un ejemplar y examinar esta nueva forma de vida recientemente descubierta. Así fue que estos extraterrestres secuestraron a Adam, un niño de tres años que jugaba en el patio de su casa con un tractor amarillo de plástico. Los extraterrestres se lo llevaron a su nave espacial y comenzaron a estudiar a aquella fascinante especie. Durante dos meses mantuvieron a Adam en un ambiente especialmente adaptado para sus necesidades biológicas, con oxígeno, agua y alimento. Los alienígenas lo observaron y analizaron con mucho detenimiento y aprendieron las reglas básicas de la fisiología humana. Al cabo de sesenta días lo devolvieron a su casa, sano y salvo. De regreso en el planeta X, los extraterrestres formularon sus teorías sobre la especie humana. Aprendieron de sus observaciones que los humanos ingieren comida por la boca, respiran oxígeno a través su nariz, necesitan espacio para moverse, etcétera. También notaron que Adam crecía, aunque a un ritmo muy lento, apenas un centímetro en sesenta días. Los alienígenas formularon su primera teoría científica acerca del crecimiento de Adam: al proyectar su ritmo de crecimiento —un centímetro cada dos meses— determinaron que crecería 6 centímetros por año. En diez años, concluyeron, mediría 60 centímetros más. Si mide hoy 90 centímetros, dentro de veinte años, habría de medir más de dos metros; en 30 años, más de dos metros y medio, y así sucesivamente, a medida que su cuerpo continuara expandiéndose. Asimismo los científicos del planeta X trataron de descubrir cómo había nacido Adam. El razonamiento que elaboraron para explicar sus primeros días de vida consistía en una fórmula inductiva bastante simple: dado que Adam se expandía constantemente hacia arriba, lo que tenían que hacer los científicos del planeta X era rebobinar la película de la expansión de su cuerpo hacia atrás, partiendo de su altura actual y la velocidad de su crecimiento. Concluyeron que Adam debió de haber nacido hace aproximadamente 15 años. Y que cuando tenía dos meses de vida medía solo un centímetro. Luego intentaron entender la fisiología de Adam en esas circunstancias donde la densidad física de su cuerpo era extrema. Algunos científicos sugirieron que era probable que a esa temprana edad Adam ingiriera 0,03 gramos de alimento por día y bebiera aproximadamente 0,02 mililitros de agua. Les resultó difícil a los científicos del planeta X comprender cómo podrían haber funcionado sus órganos en un cuerpo tan denso. Estimaron que bajo esas circunstancias extremas todas las leyes de la biología humana que habían aprendido hasta ese momento no tenían sentido. Pero ¿qué pasaría si rebobinamos aún más la película de la evolución de Adam? Concluyeron entonces que hubo un «tiempo cero», un punto de origen, cuando Adam era tan pequeño como el punto que se encuentra al final de esta oración. Algunos científicos del planeta X intentaron concebir una hipótesis que explicara el desarrollo inicial de su cuerpo y conjeturaron que Adam pasó por una serie de períodos a los que llamaron inflación, bariogénesis, nucleosíntesis, etcétera. Y finalmente indicaron que los primeros cinco segundos de su vida deben ser considerados una singularidad, que solo podían explicarse mediante la física cuántica (no existía la palabra «milagro» en la jerga científica del planeta X). A lo largo de todos los estudios, investigaciones, conjeturas y especulaciones sobre el origen de Adam, los científicos del planeta X jamás llegaron a imaginar las verdaderas circunstancias de su nacimiento. El motivo de su fracaso es muy simple. No importa cuán inteligentes y entendidos fueran esos científicos y cuánto se hubieran esforzado por comprender la realidad de Adam: ningún científico del planeta X podría haber deducido de su fisiología el proceso de su concepción. ¿Por qué? Porque esos científicos nunca pudieron observar algo que alteraría completamente sus conclusiones: jamás vieron o supieron de la existencia de una mujer, en este caso la mamá de Adam. Habiendo observado solamente al niño, no conocían la existencia del género femenino humano. Sin ese dato significativo, todo lo que pudieron haber aprendido acerca de la fisiología de Adam en realidad les impedía imaginar la posibilidad de que su vida se hubiera desarrollado dentro del útero de otro ser humano.¿Por qué? Porque el proceso de embarazo contradice todo aquello que habían aprendido al observar al niño comer y respirar. Jamás se les hubiera cruzado por la cabeza que Adam vivió dentro del cuerpo de otra persona sin comida y sin aire. No es posible, entonces, deducir el proceso de gestación de Adam, a partir de la observación del niño a los tres años. Volvamos ahora a Maimónides. El ilustre rabino Moshé ben Maimón sostuvo que la Creación fue el periodo gestacional de nuestro universo, la embriología del cosmos. Formular una teoría cosmológica es un proceso inductivo ilusorio, una proyección de nuestra presente dimensión, que implica negar la singularidad que caracteriza a la gestación del universo. «Ciertamente, una teoría de cosmología basada en la física es un oxímoron. Para desarrollar una teoría cosmológica, uno tendría que suponer que el estado actual del universo es igual a su estado en sus etapas iniciales, en cuyo caso la cosmología sería idéntica a la física y no un tema en sí mismo»[37]. Por lo tanto, desde el punto de vista de la tradición judía, los puntos en común entre el modelo del Big Bang y el primer acto de la Creación descrito en la Torá (Génesis 1, 1) se limitan a la idea de que ambos postulan un comienzo del universo; esto es lo que la primera palabra de la Torá nos transmite cuando dice: bereshit, ‘en el principio’. El proceso de la Creación del universo es un acto o una serie de actos que no se pueden rastrear, examinar hacia atrás, ya que irremediablemente están más allá de las posibilidades del conocimiento humano. Estamos cognitivamente cerrados a esta información. Lo que es más: el proceso de creación está más allá de lo que los humanos podemos concebir o imaginar. Entonces, ¿qué es lo que sí podemos saber acerca de la Creación del mundo? El tema de la Creación del mundo es llamado en hebreo maasé bereshit (‘el acto, o proceso, de Creación’). La tradición rabínica nos enseña que nuestras expectativas respecto a lo que podemos saber acerca de la Creación deben ser moderadas. Por un lado, el mismo Creador describió en su Torá el acto de la Creación, por lo que podríamos suponer que podemos saberlo todo. Por otro lado, nuestros sabios nos advirtieron acerca de nuestros límites mentales. Y que estamos condicionados, irremediablemente limitados, justamente por la realidad física que nos rodea. Es «el punto medio entre el escepticismo (considerar que nada se puede saber acerca de los orígenes del mundo) y la ingenua pretensión de la cosmología»[38] (que todo puede saberse por inducción) lo que debemos alcanzar. Es así, querido lector, que con humildad y sensatez, reconociendo nuestros propios límites, comenzaremos a explorar con mayor detalle el significado del primer versículo de la Torá. RESUMEN Durante siglos, los científicos y filósofos creyeron que el universo era eterno y descartaron la idea que manifiesta la primera palabra de la Torá: bereshit, ‘en el comienzo’. Siempre se consideró la eternidad del cosmos como un sólido principio científico, ya que no había pruebas ni evidencias observables que respaldaran la noción de un punto de iniciación. En 1930, cuando Hubble observó y demostró su expansión, la idea de un universo eterno comenzó a cambiar. Se formularon muchas teorías para explicar los nuevos hallazgos, hasta que finalmente los científicos reconocieron que el cosmos debió haber tenido un inicio en el tiempo[39]. Tras siglos de conflictos entre la ciencia y la religión, los descubrimientos científicos por fin corroboraban la idea que transmitió la primera palabra de la Biblia hebrea. En principio, muchos científicos antagonistas a la religión consideraron — y algunos hasta denunciaron— que el modelo del Big Bang era una teoría orientada hacia la religión. Un punto que acercaba la ciencia a la idea bíblica de la Creación. Y un universo que tuvo un comienzo en el tiempo era contemplado como un universo creado. Varios científicos, muy insatisfechos con las nuevas coincidencias entre ciencia y religión, señalaron que lejos de ser afines al punto de vista religioso, las nuevas teorías cosmológicas contradicen por completo la historia bíblica de la Creación. ¿Por qué? Porque la Biblia hebrea fija la fecha de la Creación del mundo en menos de 6 000 años atrás. Mientras que las observaciones científicas hablaban de miles de millones de años. De esta manera subrayaban las diferencias entre ciencia y religión y evitaban mostrar las coincidencias. Antes de analizar en mayor profundidad la cuestión de la edad del universo, debemos tener en cuenta que desde la perspectiva del pensamiento judío, particularmente el pensamiento de Maimónides, la teoría del Big Bang (o cualquier otra idea que se formule para explicar el origen del universo) no puede ser concebida como un relato serio de lo que «realmente sucedió» en el proceso de la Creación. Excluir el acto de Creación se asemejaría a la exclusión del embarazo para comprender el nacimiento humano. Los Sabios concibieron la Creación —maasé bereshit— como un área que va más allá del alcance de nuestra limitada mente, e incluso de nuestra imaginación. La Creación sucedió en una dimensión que es categóricamente distinta a nuestra dimensión física. Algunos científicos modernos han llegado a una conclusión similar en cuanto a nuestros límites para describir o incluso identificar los orígenes del universo. John Mather, el fundador del proyecto COBE, dijo lo siguiente: «Los orígenes de la primera etapa expansiva del universo fueron tan extremos que pudieron haber eliminado todos los restos de los hechos anteriores[40], y que a su vez involucraron leyes físicas inescrutables […] tal vez algún día imaginaremos una teoría cosmológica y pensemos que es tan hermosa que debe ser verdad. Por supuesto que es igual de probable que la verdadera descripción de cómo el universo surgió sea tan complicada u oscura que no podremos descubrirla, o reconocerla, aun si estuviera frente a nuestras narices»[41]. CAPÍTULO 2 LA CREACIÓN DEL TIEMPO El debate sobre la edad del universo, al igual que el debate Creación versus evolución, se considera una de las razones principales que nos obliga a ver la ciencia y el judaísmo como opuestos entre sí. Un individuo moderno, que acepta la historia de la Creación tal como lo presenta la Torá y al mismo tiempo valora y adopta las premisas intelectuales de la sociedad contemporánea, siente que está irremediablemente atrapado en un incómodo dilema: la elección entre un planeta Tierra de 15 000 millones o de 6 000 años de edad[42]. En un intento por encontrar una solución a este conflicto, algunos eruditos han presentado sus propias interpretaciones sobre la naturaleza literal o simbólica de los seis días de la Creación. Y sugieren que, a fin de que el relato bíblico se adapte a los cálculos científicos de la edad de la Tierra, los días de la Creación bíblica sean considerados como periodos de millones o cientos de millones de años. Y si bien no es mi intención juzgar el valor de estos enfoques alegóricos o literales del texto bíblico, considero que este tipo de esfuerzos conciliadores sea quizás innecesario. En este capítulo intentaremos explicar que la diferencia entre la edad que la Torá y la ciencia le atribuyen al mundo es solo una cuestión de perspectiva. Explicaremos que la cosmología (o cosmogonía) y la Creación se basan en supuestos muy distintos. Es decir, mientras que la idea de «creación» implica la aplicación de leyes físicas totalmente diferentes a las leyes físicas presentes por parte del Creador, y que están más allá de nuestra capacidad de comprensión e imaginación, la cosmología sostiene como premisa básica que el universo siempre ha sido tal como es ahora, es decir, que no ha «nacido» ni ha «sido gestado». Por lo tanto, cuando nuestra premisa es que el comienzo del cosmos se encuentra dentro de nuestro alcance investigativo, el concepto de «creación» —la idea de una etapa gestacional del universo producida por un creador— desaparece, y nos quedaremos con innumerablesconflictos entre la teoría científica y la narración bíblica. La edad del universo es solo uno de estos conflictos. Sin embargo, cuando el punto de partida para entender el universo es la historia bíblica de la Creación, en otras palabras, si partimos de la idea de que el universo ha sido creado, el universo tal como lo observamos y todas sus leyes físicas resultan absolutamente comprensibles y totalmente compatibles con los principios de la ciencia moderna, incluyendo la edad que los científicos le atribuyen al cosmos. Para resolver el tema del tiempo desde la creación y muchos otros conflictos similares, se debe tener en cuenta este simple concepto: ¿cuál es nuestro punto de partida? ¿El relato bíblico o el científico? A fin de demostrar por qué este punto es tan crítico, señalaré en primer lugar que tanto en el texto bíblico como en la tradición rabínica se expresa que los elementos creados por Dios en el momento de la Creación fueron creados en un estado maduro —un estado que, de no haber sido creados, les hubiera llevado a estos elementos un largo tiempo de desarrollo, en algunos casos millones de años. En este capítulo, la sección que explora este punto se titula «Creación madura». También veremos en la sección «Una fábrica de tiempo» que la expansión del cosmos, algo que el texto bíblico relata de manera explícita, no solo afecta a nuestra percepción de la edad del mundo, sino que tuvo que haber causado la creación o la apariencia de un larguísimo tiempo, millones de años. Además explicaremos, en el epígrafe «Tiempo inestable», cómo el proceso de Creación y transformación que aconteció durante los seis días se materializó dentro de una realidad singular, excepcional, totalmente diferente a la actual. En la dimensión de la Creación, el tiempo no actuó ni transcurrió necesariamente de la misma manera que actúa en nuestro actual mundo físico. Esta irregularidad obviamente hace que el universo parezca más antiguo de lo que en realidad puede ser. En síntesis, esperamos que hacia el final de este capítulo lleguemos a comprender que la controversia principal entre la ciencia y el judaísmo sobre el origen del cosmos no es la edad del universo, sino si este fue o no fue creado. También veremos que una vez que nuestro punto de partida es la Creación, la Torá y la ciencia son totalmente consistentes, como dos libros escritos por el mismo autor. CREACIÓN MADURA Nuestra primera tarea consistirá en buscar las frases o palabras en la Torá y en los comentarios de los Sabios que aporten cualquier información sobre el estado de las criaturas, seres vivos y estructuras geológicas, en el momento que fueron creados. Y siendo que la pregunta sobre la edad del mundo jamás preocupó a los Sabios del Talmud (no era un asunto que se debatiera en esos tiempos), es muy difícil esperar que podamos encontrar alguna idea que se haya expresado directamente sobre este tema. Tendremos que conformarnos con apenas algunos indicios de información diseminados de manera incidental a lo largo de la Biblia hebrea y la tradición rabínica. No obstante, tengo la esperanza de que, aun contando con esas pocas alusiones indirectas, lograremos llegar a un entendimiento más profundo acerca de este debate. El texto bíblico no dice casi nada acerca de la apariencia de los elementos creados, inmediatamente después de su creación. Esto no es inusual. La tradición hebrea siempre hace hincapié en la sustancia más que en la apariencia. Y la Torá, por regla general, no abunda en detalles gráficos. Sin embargo, por lo menos un elemento creado fue descripto en el relato de la Creación con un detalle invaluable. Estoy refiriéndome a los árboles. Antes de proceder a hablar sobre ellos, es necesario aclarar algo acerca del proceso de la Creación. La Torá sugiere que hubo dos etapas distintas en la creación del mundo: 1) la Creación ex nihilo (beriá), y 2) la de formación (asiá). El acto inicial de la Creación, en el cual se formó todo el universo físico (esto excluye principalmente la creación de la vida), es el que figura en el primer versículo de la Torá (Génesis 1, 1), y para el cual la Torá usa el verbo bará, ‘[Dios] creó’. En hebreo bíblico, el verbo «crear» (bará o el infinitivo libró) se utiliza dentro de un campo semántico muy restringido. Se refiere a llevar algo a la existencia ‘desde la nada’: un acto que la Torá le atribuye exclusivamente a Dios[43] y nunca a un agente humano. Sin embargo, la Creación ex nihilo no fue el fin del proceso de la Creación. Durante los seis días posteriores al acto inicial y hasta el establecimiento del Sabbat, Dios continuó recreando y transformando aquellos primeros elementos, produciendo primero las estructuras que sustentarán a los seres vivos (atmósfera, tierra firme, etcétera) y luego la vida. Prácticamente todas las actividades creativas que se presentan en el primer capítulo del Génesis no pertenecen a la categoría de «Creación ex nihilo»[44], sino a la segunda categoría, la formación de elementos o sistemas que se crearon a partir de la Creación ex nihilo. Por ejemplo, Dios creó el planeta Tierra de la nada, pero creó las plantas y los árboles a partir de la Tierra, es decir, no los creó de la nada o ex nihilo (Génesis 1, 12). Maimónides realizó una distinción entre el primer acto de la Creación y los demás actos creativos a través del ejemplo de las semillas que siembra un granjero: «La siembra se hace en un único momento. Pero el crecimiento y la evolución de cada semilla se desarrollan de forma progresiva. Así también, cada semilla cósmica crece y se desarrolla en forma separada, de acuerdo con su propio ritmo y composición»[45]. Veamos ahora qué dijo el texto bíblico acerca de la creación de los árboles. La Torá describió una pequeña pero reveladora característica de los árboles, que les sirvió a los Sabios para formular una teoría general respecto de toda la Creación, tanto en la primera etapa de la misma —cuando los elementos básicos fueron creados desde la nada— como en la segunda etapa —cuando aquellos elementos iniciales fueron transformados en estructuras más complejas para permitir la sustentación de la vida. En las siguientes líneas veremos que Dios creó los primeros árboles no como retoños sino como árboles maduros, y ya desarrollados. Y Dios dijo: «Que produzca la tierra vegetación. Hierbas que den semilla y árboles frutales que den su fruto con su semilla, sobre la tierra». Y así fue. (Génesis 1, 11). En este versículo vemos las instrucciones que Dios le da a la tierra para que engendre todo tipo de vegetación. Tal como lo hemos señalado, Dios no creó las plantas o los árboles desde la nada, sino a partir de los elementos que ya habían sido creados. Tal como era de esperar, la Torá no nos aporta ningún detalle sobre el proceso «de gestación» de la vegetación, es decir, no nos dice cómo Dios crea los árboles a partir de la tierra. Lo que sí nos dice la Torá es que habrá varias especies y tipo de árboles, y que serán diseñados de manera inteligente para perpetuarse a través de frutos con semillas que garanticen una próxima generación. Las plantas y los árboles son la primera forma de vida creada por Dios, y la Torá destaca que fueron diseñados llevando dentro de sí mismos sus propios medios de reproducción y perpetuación. En el siguiente versículo la tierra ejecuta la orden divina. Y ahora la Torá describe brevemente los árboles recién creados. Prestemos atención. Y la tierra produjo vegetación: plantas que dan su semilla según su especie y árboles que producen frutos, y contienen su propia especie de semillas[46]. (Génesis 1, 12). En este versículo encontramos un par de palabras reveladoras: etz osé-perí, ‘árboles que producen frutos’, según la mayoría de las traducciones. Aunque también se podría traducir como ‘árboles produciendo fruto’ (en hebreo bíblico, ‘árboles frutales’ se dice etz perí). De acuerdo a esto, el texto bíblico está diciendo que en el momento de su creación, los árboles frutales fueron creados produciendo sus frutos (etz osé peri).
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