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WRIGHT,_N_T_2012,_Después_de_Creer_La_Formación_del_Carácter_Cristiano

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DESPUÉS DE CREER:
 
LA FORMACIÓN DEL
CARÁCTER CRISTIANO
 
 
N. T. WRIGHT
ÍNDICE
 
 
Prólogo
 
l. ¿Para qué estoy aquí?
 
2. La transformación del carácter
 
3. Sacerdotes y reyes
 
4. El reino que ha de venir y el pueblo preparado
 
5. Transformados por la renovación de la mente
 
6. Nueve variedades de fruta y un cuerpo
 
7. La virtud en acción: el sacerdocio real
 
8. El circulo virtuoso
 
Epílogo: Para leer más
PRÓLOGO
 
Este libro es una especie de consecuencia de Simply Christian y Surprised by
Hope.
 
Allí establecía, entre otras cosas, lo que me parece un principio básico del
primitivo cristianismo, es decir, que lo que el Dios creador intenta, en
definitiva, es acercar el cielo y la tierra, y que ese plan ha sido decisivamente
inaugurado con Jesucristo. Esta visión tiene implicaciones radicales sobre
todos los aspectos relacionados con lo que pensamos sobre la fe y la vida
cristiana. En Surprised by Hope, concretamente, expuse que la esperanza
final de los cristianos no es solamente ir al cielo, sino resucitar en la nueva
creación de Dios: un «nuevo cielo y una nueva tierra». Parte del meollo de
todo esto, según los primeros seguidores de Jesús, es que la resurrección y la
nueva creación ya han empezado a suceder, precisamente por lo ocurrido al
mismo Jesús en la Pascua. En esos libros anteriores empezaba por señalar
alguna de las formas en que esto puede producirse desde el punto de vista de
la responsabilidad cristiana, en y para con el mundo, así como desde el punto
de vista del comportamiento cristiano. En el presente libro intento desarrollar
a fondo este tema, con particular atención a las nociones de «carácter» y de
«virtud» cristianas. Lo fundamental es esto: la vida cristiana en el momento
actual, con sus exigencias y sus responsabilidades, ha de ser entendida y
moldeada en función del objetivo final para el que hemos sido creados y
redimidos. Cuanto mejor comprendamos ese objetivo, mejor entenderemos el
camino que conduce a él.
 
Lo que se ofrece aquí no es un tratado completo de ética. Tampoco es,
ciertamente, un conjunto de normas para cubrir todas las situaciones, que es
lo que algunos esperan de un libro sobre el comportamiento cristiano. Como
explicaré más adelante, pienso que ese es un camino equivocado para abordar
el tema en su conjunto. Es más bien una exploración sobre cómo se forma el
carácter cristiano, como ejemplo concreto de la formación del carácter en
general. He otorgado especial atención a la atenta lectura de algunos textos
clave del Nuevo Testamento que creo son, a menudo, o mal entendidos o
suavizados, cuando se abordan desde otros puntos de vista. Y he intentado
plantear en especial la forma de pensar de los primeros cristianos sobre el
«comportamiento», no como tema separado sino más bien como un aspecto
de sus más amplios objetivos e intenciones: el culto y la misión.
 
He intentado mantener un nivel de escritura accesible a todo tipo de gente y
me he debido autolimitar para no entrar en ninguno de los fascinantes debates
contemporáneos sobre el comportamiento cristiano considerado en su
conjunto o en sus diversas partes. Aquellos que saben manejarse en tales
debates verán con suficiente claridad cuándo sigo una línea de tal o cual
escritor concreto o dónde me alejo del punto de vista de otro. Al final del
libro he añadido una nota, para indicar algunos sitios en donde encontré
ayuda, y algunos debates a los que, me atrevo a aventurar, este libro podrá
modestamente contribuir. En particular, espero haber recordado a los lectores
del Nuevo Testamento que la gran tradición que plantea la conducta en
términos de virtud, tiene más que ofrecer que lo que algunos han podido
pensar, y espero también haber recordado a quienes han teorizado sobre la
virtud que el Nuevo Testamento tiene más que ofrecer que lo que ellos habían
pensado. Pero el principal objetivo del libro es otro: estimular a cualquier
cristiano del mañana, procedente de cualquier tradición, a sentirse alentado e
ilusionado por la búsqueda de la virtud en su forma específicamente cristiana
y a moldear su carácter, individual y colectivamente, para lograr convertirse
en el ser humano que Dios quiere que seamos, lo que significa que nuestro
interés se centrará primordialmente en el culto y en la misión, además de en
la formación de nuestro propio carácter, como medios indispensables para el
logro de ese doble objetivo.
 
A aquellos que se acerquen a un libro específicamente cristiano «desde
fuera», por así decirlo, les diría que he escrito en otros sitios sobre las razones
por las que creo que, a pesar del escepticismo actual de Occidente, después
de todo debe haber un Dios que creó el mundo y que finalmente lo va a
arreglar.
 
Los sueños que tenemos y que se niegan a morir -sueños de libertad y
belleza, de orden y de amor, sueños de marcar diferencias en este mundo- se
hacen vivos cuando los situamos en un contexto de fe en un Dios que hizo el
mundo, que va a arreglarlo de una vez por todas y que desea implicar a los
seres humanos en tal proceso. Ahora nosotros abordamos esos mismos temas
desde otro ángulo. En un mundo tan lleno de confusión, ¿cómo sabemos lo
que en realidad es bueno? Y, ¿cómo podemos descubrir lo que de verdad
significa el ser humano? Este libro quiere ofrecer un doble reto: para los
cristianos, pensar la naturaleza del comportamiento cristiano desde un nuevo
ángulo; para todos, pensar lo que significa ser genuinamente humano.
 
Y sugiero que, cuando realmente comprendemos ambos retos, acaban por
confluir.
 
Este tipo de libro no es el lugar para entrar en otras controversias. A este
propósito, he dado por supuesto que Jesús de Nazaret hizo y dijo más o
menos lo que los cuatro evangelios dicen que hizo; en otros sitios he escrito
detalladamente sobre todo ello, debatiendo con los que mantienen posturas
radicalmente diferentes. De igual forma he dado por bueno que san Pablo
escribió a los efesios y a los colosenses, algo que muchos estudiosos del siglo
pasado pusieron en duda. Realmente el argumento del libro no depende de
ninguno de esos presupuestos y por esa razón, además de por el peligro de
entorpecer la línea de pensamiento actual, no me volveré a referir a tales
cuestiones.
 
Al escribir sobre la vida de la Iglesia y sobre los desafíos a que se van a
enfrentar los cristianos en el mundo del mañana, me siento incómodamente
consciente, porque en realidad solo conozco la Iglesia occidental
contemporánea. He disfrutado enormemente encontrándome con cristianos de
otras partes del mundo y de tradiciones muy distintas a la mía, y espero
seguir aprendiendo cosas tanto de ellos como sobre ellos. Pero no puedo
presumir de hablar aquí sobre ellos. El ideal sería que, para reflejar esto,
hablara siempre de «cristianos modernos de occidente», pero queda anticuado
y embarazoso.
 
Confío en que los lectores, particularmente en otras partes del mundo, darán
por sabido que estoy hablando desde mi propia y limitada perspectiva. Espero
que tengan la bondad no solo de perdonar mis limitados puntos de vista, sino
también de acertar al traducir lo que digo a sus propios contextos1.
 
Como siempre, quiero expresar mi agradecimiento a los editores, en
particular a Mickey Maudlin y Mark Tauber de Harper One, y a Simon
Kingston y Joanna Moriarty de SPCK, por todo su estímulo y ayuda; y a mis
colegas en Durham por su continuo apoyo.
 
En el epílogo, he expresado mi agradecimiento a varios colegas por su ayuda.
 
Mi esposa merece especial gratitud por su tenaz entusiasmo hacia mis
escritos y su dispuesta voluntad de aceptar las normales consecuencias
domésticas, en una temporada especialmente agobiante por otras inesperadas
situaciones. Uno no puede escribir sobre la virtud sin pensar en el amor y yo
no puedo pensar en el amor sin pensar en ella. He dedicado otros dos de mis
libros a ella, cada uno de los cuales marcó un gran punto de inflexión en mi
vida y en mi trabajo. Este llega, como siempre, con amor y gratitud, pero con
ambas cualidades configuradas, de cara al futuro,en vistas a una más
profunda implicación del corazón.
1. 
1. ¿Para qué estoy aquí?
 
1
 
Jaime tenía algo más de 20 años cuando sucedió. Su vida estaba
transcurriendo con normalidad, sin dramatismos, tan solo los altibajos
normales. De repente y como de la nada apareció un viejo amigo, que se
dirigía a una reunión en una iglesia cercana. Jaime fue también allí y esa
misma noche, para su completo asombro, su vida quedó patas arriba y vuelta
del revés.
 
-Nunca supe que había pasado todo esto -me dijo cuando nos encontramos
años después (por supuesto, Jaime es un nombre inventado)-. Cuando hablo
sobre ello, parece como que yo fuera un «chalado de la religión», pero es la
pura verdad: encontré a Jesús. Era tan real para mí como lo son ustedes en
esta habitación. De repente, todos los viejos clichés resultaron ser verdad. Me
sentía limpio, clarificado y más vivo de lo que nunca antes había estado. Era
como si hubiera entrado en un sueño profundo, para despertar después en un
mundo nuevo. Totalmente renovado. Nunca supe bien a qué se refería la
gente cuando hablaba de todas esas cosas de Dios, pero creedme: todo ello
tiene sentido.
 
Jaime me estaba contando esta historia, porque se acababa de meter en un
laberinto. Había estado acudiendo a la iglesia en la que había pasado por esa
maravillosa experiencia de cambio en su vida. Había aprendido mucho sobre
Dios y sobre Jesús. También sobre él mismo. Le habían enseñado, muy
acertadamente, que Dios le amaba más de lo que podría imaginar; desde
luego, tanto le amaba que envió a su Hijo para que muriera por él. Los
predicadores a quienes había escuchado insistían en que nada de lo que los
seres humanos hagamos puede ser aceptable para Dios, ni ahora ni en el
futuro. Todo es un don de la pura gracia y de la generosidad divina. Jaime se
había bebido todo esto de un trago, como alguien que, después de caminar
quince kilómetros en un día caluroso, recibe un gran vaso de agua fría. Era
realmente una maravilla. Gracias a ello le era posible vivir.
 
Pero luego se dio cuenta de que estaba frente a un gran interrogante:
 
-¿Para qué estoy yo aquí?
 
Lo planteó así mientras paseábamos. Y lo resumía de esta forma: -Dios me
ama, sí. Ha transformado mi vida de tal manera que tengo ganas de rezar, de
adorar al Señor, leer la Biblia y abandonar todos esos viejos y
autodestructivos caminos por los que me he movido. Es fantástico. Está claro
(la gente en la Iglesia sigue diciendo esto también) que Dios desea que
transmita a los demás estas buenas noticias, para que puedan descubrirlas por
sí mismos. Está bien. Uno se siente un tanto extraño, y no estoy nada seguro
de que yo sea muy bueno para ello, pero lo estoy haciendo lo mejor que
puedo. Y obviamente, a todo ello le acompaña la gran promesa de estar un
día junto a Dios para siempre. Sé que un día moriré, pero Jesús ha
garantizado que todo el que confíe en él, vivirá en el cielo. Esto es fantástico
también. Ahora bien, ¿para qué estoy yo aquí ahora? ¿Qué ocurre después de
creer?
 
Jaime llamó a mi puerta, porque se sentía insatisfecho con las respuestas que
había estado recibiendo tanto de amigos como de otras personas de la iglesia
a la que asistía. Lo más que eran capaces de decir era que Dios llamaba a
algunos para ciertos aspectos concretos del servicio cristiano: para el
ministerio pastoral con dedicación completa, por ejemplo, o para ser
maestros, doctores o misioneros; o para alguna combinación de esas u otras
tareas similares. Pero Jaime no sentía que nada de eso fuera para él. Estaba
terminando su doctorado en informática y se abrían ante él todo tipo de
opciones. ¿Resultarían irrelevantes todos esos conocimientos y todas esas
oportunidades para los temas espirituales? ¿Tendría que estar simplemente
haraganeando durante unas décadas, esperando la muerte, ir al cielo, y en el
ínterin dedicar algo de su tiempo libre a persuadir a otros para que hicieran lo
mismo? ¿Era eso realmente? ¿Es que no puede suceder nada más después de
alcanzar la fe y antes de morir e ir al cielo?
 
Más aún, Jaime se había dado cuenta de que esta pregunta encerraba algo así
como un puzle. Muchos de sus nuevos amigos vivían de forma muy estricta y
disciplinada. Habían aprendido muchas normas de comportamiento cristiano,
primordialmente en la Biblia, y creían que Dios quería que siguieran esas
normas. Pero Jaime no podía entender cómo cuadraba todo eso con la
enseñanza básica de que Dios lo había aceptado como era, gracias a Jesús y a
su obra, simplemente por su fe. Si eso era así, ¿por qué tenía que sentirse
atado por todas esas viejas normas, algunas de las cuales parecían
francamente caprichosas?
 
Mirando atrás, me gustaría poder decir que tengo las respuestas correctas.
Para ser honesto, no puedo recordar exactamente lo que le dije, aunque la
última vez que he sabido de Jaime parecía haber recibido el mensaje. Pero no
es el único en enfrentarse a esta pregunta. Muchos cristianos en el mundo
occidental de hoy se han planteado este mismo rompecabezas y una de las
principales razones para escribir este libro es ayudarles a resolverlo.
 
El otro día me acordé de Jaime, cuando vi el e-mail de un amigo. Muchos -
escribía- encuentran demasiado fácil aceptar la idea de que «uno puede
simplemente creer en Jesús, y luego no hacer realmente nada más». Muchos
cristianos han enfatizado tanto la necesidad de la conversión, del acto de
aceptación y compromiso de la fe, de la afirmación inicial de esa fe (que
Jesús murió por mí, o algo similar), que tienen una cierta laguna en su visión
de lo que significa ser cristiano. Es como si, estando parado a la orilla de un
rio ancho y profundo, miras la otra orilla. En esta orilla, confiesas tu fe. En la
otra, está el resultado final, la propia salvación final. Ahora bien, ¿qué se
supone que hace la gente entre tanto? ¿Mantenerse simplemente en esta orilla
y esperar? ¿Es que no hay un puente entre ambas orillas? ¿Qué nos enseña
todo esto sobre la propia fe? Si no actuamos con cuidado -escribía mi amigo-,
el acto inicial de fe puede convertirse en un «simple asunto de asentimiento a
una propuesta (Jesús es el Hijo de Dios, por ejemplo), sin necesidad de que se
opere una transformación».
 
Transformación. He aquí una idea interesante. Pero, ¿es correcto pensar así?
¿Hay que dar por supuesto que los cristianos deben enfocar sus vidas de esa
forma? ¿No equivale esto a sugerir que hay una forma de ir del presente al
futuro, de cruzar ese ancho río llamado «El resto de la vida», un puente
construido en los viejos tiempos, cuando la gente pensaba que podías usar tu
propio esfuerzo moral para resultar bueno a los ojos de Dios? Pero, si el
esfuerzo moral no cuenta para nada, ¿en qué consiste en definitiva ser
cristiano, además de poder ir al cielo y quizás convencer a otros para que
vayan contigo? ¿Hay alguna razón para hacer algo más, después de creer,
además de mantener tu nariz razonablemente limpia, hasta que llegue la hora
de morir e ir junto a Jesús para siempre?
 
Algunos que le dan vueltas a todo esto, se enfrentan también a otra
preocupación. El mismo Jesús, seguido por los que escribieron el Nuevo
Testamento, parece haber planteado algunas exigencias morales muy severas
a sus primeros discípulos. ¿Dónde encajarían? Si ya estamos salvados, ¿por
qué tiene importancia lo que hagamos? Y también, ¿son realistas esas
exigencias en nuestros días? No todos los cristianos se enredan con estos
dilemas, pero muchos sí lo hacen y este libro les enseñará que el viejo puente
que quizás desconocen o consideran inútil, aguantará bien su peso y unirá las
dos orillas del río con gran estilo. El puente en cuestión tiene varios nombres.
Uno de ellos, el más obvio, es carácter. De esto trata este libro.
 
2
 
Hay una segunda razón para escribir este libro. Mucha gente que nunca se
planteó la pregunta a la que se enfrentó Jaime, podría haberse ocupado de
ella. Permítanme presentarles a otros dos viejos amigos (también con
nombres supuestos): Juana y Felipe.
 
Juana y Felipe se enfrentaron una tarde durante una multitudinariareunión-
debate de la Iglesia. El problema era que ninguno de los dos discutía la
misma cuestión. Juana tenía muy claro lo que decían las normas que aparecen
en las Escrituras. El mismo Jesús había insistido en que divorciarse de la
propia esposa, para casarse con otra, era adulterio. Por supuesto que quienes
lo hacen pueden ser perdonados, cuando se arrepienten de su pecado y cortan
con él arrepentidos; ahora bien, ¿cómo pueden ser perdonados quienes se han
vuelto a casar y viven una nueva relación con apariencia de adulterio, una
relación, además, a la que no tienen intención de renunciar, sino que
consideran, más bien, como correcta y hasta como un don de Dios? En
particular, ¿cómo puede la Iglesia pensar ni por un momento nombrar pastor
a alguien en esa situación? (Por este asunto precisamente se había convocado
el debate eclesial). ¿Cómo iba a poder alguien así, en esa situación, enseñar a
los jóvenes lo que es bueno y lo que es malo? ¿Cómo podría preparar a las
futuras parejas para un matrimonio para toda la vida, si él mismo había hecho
caso omiso de las normas? Cuando se cree en el Evangelio -decía Juana-, se
te entrega el Nuevo Testamento como tu manual para toda la vida. Las
normas que contiene están muy claras. O las cumples o no.
 
Felipe fue igualmente claro. Jesús no vino para darnos un montón de normas.
Después de todo, ¿no dijo san Pablo que Cristo es el fin de la ley? El punto
central de las enseñanzas de Jesús es la aceptación de la gente,
particularmente de aquellos que estaban excluidos por los poseedores de la
verdad (Felipe no miró a Juana al decir esto, pero todos entendieron el
mensaje). Jesús vino para ayudarnos a descubrir quiénes somos realmente y a
veces, como pasó con los primeros seguidores de Jesús, se tarda tiempo en
descubrirlo y se comenten errores al hacerlo. Pero finalmente se puede
conseguir. ¿No contó Jesús la historia de un padre que acoge a su hijo
pródigo, mientras el hermano mayor, «poseedor de la verdad», critica a su
padre y no participa de su alegría? Él, Felipe, preferiría tener como pastor a
alguien que haya pasado por dificultades y haya descubierto que Jesús lo
amaba a pesar de todo, en vez de a alguien que estableciera una ley de gran
calado, oprimiendo a todo el mundo con un conjunto de leyes que la mitad de
la comunidad no se plantearía ni siquiera cumplir. Eso, sencillamente, lo que
hace es estimular la hipocresía. Puesto que el Jesús en quien creemos es el
Jesús que nos acepta tal como somos, la vida que sigue en marcha después de
creer, es una vida que celebra esa aceptación. Es también un camino de
honestidad, de sinceridad con uno mismo y de apertura a los demás.
 
No creo que Juana y Felipe se dieran cuenta, pero la razón por la que ambos
se enfadaron y se sintieron frustrados según avanzaba el diálogo, era el
distinto origen de sus puntos de vista. Juana dijo que «partía de la Biblia»,
dando a entender que Felipe no lo hacía; sin embargo las cosas no son
realmente tan fáciles. Juana buscaba normas; quizás deberíamos decir:
«Normas» con mayúscula, unas Normas que has de cumplir, te apetezca o no.
Quería un pastor que enseñara eso y que viviera también de esa manera. Así,
todo el mundo conocería su posición. Por otra parte, Felipe estaba deseoso de
encontrar formas de ser auténtico, descubriendo aquello que a uno le parecía
profundamente cierto, como por ejemplo vivir sin hipocresía y con una
honda, rica y vulnerable honestidad. Eso es lo que él buscaba en un pastor.
De esa forma respetaría y confiaría en alguien que fuera así.
 
Fue una reunión incómoda. La gente se exaltó en seguida (lo que, como
reflejó Juana más tarde, era en sí mismo contrario a las normas). Se dijeron
cosas que no se hubieran querido afirmar (lo que, como Felipe intuyó en
cuanto las expresiones de enfado salieron de su boca, era en sí mismo una
forma de hipocresía). No estaban simplemente discrepando sobre la respuesta
a la pregunta. Discrepaban sobre la pregunta en sí misma. ¿Cómo toman los
cristianos las decisiones morales? ¿Cómo sabe cualquiera de nosotros,
cristiano o no, lo que es bueno y lo que es malo? ¿Existen cosas buenas y
cosas malas? ¿O es la vida más complicada que todo eso? ¿Existen las
normas con N mayúscula? ¿Cómo se relacionan con la gente real, no con
robots morales? Dentro de la visión de Juana, Felipe aparecía como uno de
esos peligrosos relativistas que piensan que no hay cuestiones morales
blancas y negras, sino solamente sombras grises, y que también mantienen
que lo más importante es mantenerse fiel a uno mismo. Oyendo a Juana,
Felipe solamente era capaz de percibir un duro y frío legalismo, que no tenía
nada que ver con el Jesús que él había conocido, el Jesús amigo de los
pecadores que contaba historias sobre ángeles que celebraban con una gran
fiesta la recuperación de la oveja perdida. La radical confrontación entre
ambas maneras de abordar la cuestión del comportamiento cristiano, se repite
semana tras semana y año tras año, en iglesias y reuniones eclesiales, en
sínodos, asambleas, convenciones, conversaciones privadas y, a menudo
también, en los silenciosos debates que se dan en el interior del corazón y la
mente de cada individuo. De hecho, no es sino la versión cristiana de la
mucho más amplia pregunta que toda persona sensible se acaba haciendo
alguna vez: no solo cómo debo vivir, sino también cómo puedo saberlo.
 
Esta es otra «Gran División», distinta de la que hemos visto hace un
momento, aunque la respuesta final a ella es la misma. Allí, en el puzle de
Jaime, la Gran División tenía lugar entre la fe inicial que se tiene en la
conversión, y el momento final, después de la muerte, con la promesa de la
salvación de Dios ofrecida a cada persona. En buena medida, este libro
aborda la cuestión de lo que puede servir de puente para la disyuntiva
planteada: ¿qué debo hacer en todo ese tiempo existente entre los dos
momentos? Pero también quiere tratar sobre la cuestión que subyacía al
enfrentamiento silencioso entre Juana y Felipe aquella incómoda tarde:
¿cómo tomar decisiones morales? ¿Tenemos que elegir entre un sistema de
normas (que solo necesitaríamos trabajarlo poniéndonos de acuerdo) y un
sistema que nos permita descubrir-quiénes-somos (quién-soy-yo) realmente y
ser fieles a ello? ¿Existen otros caminos no solo para poder descubrir cómo
debemos vivir, sino para vivir realmente de esa manera? ¿Qué ocurre, no solo
individual sino colectivamente, después de creer?
 
La misma respuesta vale para ambas preguntas: por eso este libro se dirige a
ambas al mismo tiempo. El propio Jesús, respaldado por los primitivos
escritores cristianos, habla repetidamente sobre el desarrollo de un carácter
particular. El carácter -lo que trasforma, moldea y marca una vida y sus
hábitos- generará el tipo de conducta que las normas habrían indicado, pero
que una mentalidad «guardiana de las normas» nunca podrá lograr. Y
producirá el tipo de vida que, de hecho, será fiel a sí misma, aunque el ser al
que será finalmente fiel es el ser redimido, el ser transformado, y no el ser
meramente descubierto del pensamiento popular. Espero que este libro ayude
no solo a los Jaimes de este mundo a encontrar la razón por la que están aquí,
sino que sirva también para que las Juanas y los Felipes puedan debatir en un
marco más amplio, más bíblico, más satisfactorio y en realidad más cristiano.
En último análisis lo que importa, después de creer, no son ni las normas ni el
autodescubrimiento espontáneo, sino el carácter.
 
3
 
¿Para qué estoy aquí? ¿Cómo saber lo que está bien y lo que está mal? Estas
preguntas se las plantean todos los seres humanos, y quizás todas las
comunidades, de cuando en cuando. Pero hay un tercer grupo de preguntas
que también tienen que ver con el tema central de este libro, que son de
mayor amplitud y van más allá de los confines de la Iglesia, alcanzando a un
mundo tan confundido y amedrentado como el nuestro.
 
En verano del 2008 un volcán, que había estado rugiendo de vez en cuando,
desató repentinamente una erupción de enorme fuerza.No era un volcán en
sentido literal, pero sí tuvo un efecto devastador similar. El conjunto del
sistema financiero del mundo occidental que había dominado la cultura
global durante varias generaciones, se infló de tal manera que explotó,
desintegrándose bajo su propio peso. Fue como un gigante que se hubiera
subido a un árbol para coger y comer toda su fruta, y luego, por su excesiva
ambición, empezara a estirarse para alcanzar los árboles próximos y comerse
también toda su fruta. Al ser su peso tan sumamente grande, se desplomaría
el primer árbol y el gigante acabaría medio aplastado por la caída, mientras
estaba comiendo todavía. 
 
Hay muchas y complejas razones por las que se produjo el caos financiero el
año 2008 y el lector puede estar tranquilo, sabiendo que no voy a entrar a
discutirlas. Pero enseguida muchos resaltaron el hecho de que en los últimos
veinte años se dejaron de lado todas las normas y regulaciones que existían
para detener la irresponsable, por arriesgada, política de dinero fácil. Eran
demasiado restrictivas -habían dicho a los políticos-. Una economía sana
necesitaba asumir riesgos, premiando a los que lo hacían. Todo el mundo se
apuntó al carro, sin darse cuenta de que estaban acelerando su llegada al
precipicio. Así pues, ahora, se ha empezado a decir que hay que volver a las
normas y las regulaciones. Es hora de apretarse el cinturón.
 
Todo esto encaja con otros muchos aspectos de la cultura de nuestros días.
Desde el 11 de septiembre de 2001 los aeropuertos han instalado chequeos
obligatorios con nuevas tecnologías, para aumentar la seguridad. La mayoría
de nosotros casi hemos olvidado lo que era subir a un avión sin que nuestras
personas y equipajes pasaran por chequeos y escáneres. Los que visitamos
regularmente los Estados Unidos, nos hemos acostumbrado a ser
fotografiados y a que se tomen nuestras huellas cada vez que pasamos por las
aduanas. Pero viajemos al sitio que viajemos y, especialmente si vas a
quedarte allí más de unos días, hay que rellenar un formulario, responder
unas preguntas, ser fotografiados y demás. Miles de personas, de quienes
puedes decir con solo un vistazo que no tienen intención de dinamitar
aviones, tienen que malgastar mucho tiempo y dinero, enredados en
complejos procedimientos oficiales para certificar que son ciudadanos
respetuosos de la ley (aunque después de hacer largas colas para volver a
repetirlas por falta de algún papel sin importancia, puede que no se sientan
tan respetuosos con la ley). En mi propio país, el Reino Unido, cualquiera
que se ofrece voluntario para hacer algo por la comunidad que tenga que ver
con niños, debe pasar largas y complejas pruebas policiales, por si hubiera
algún rastro de mala conducta en su historial. Esto se aplica incluso a gente
de setenta u ochenta años, que han tenido una vida intachable, a los que
amigos y familiares conocen de arriba abajo. Ya no confiamos en nadie. Al
escribir esto, me doy cuenta de que algunos pueden pensar que estoy siendo
peligrosamente irresponsable, por el mero hecho de cuestionar el sistema con
planteamientos como los que acabamos de hacer. La cosa sigue empeorando:
se anuncian más escritos oficiales. Y la situación solo favorece a los
abogados, que ganan siempre que alguien sea demandado. El mundo
occidental se ha convertido en un amasijo de leyes, normas y regulaciones de
todo tipo, que agobian al ciudadano.
 
Hay razones culturales profundas para haber escogido este camino. Pero por
el momento, simplemente necesitamos advertir que nuestra cultura ha
oscilado entre desregulaciones en áreas clave de la vida -dinero, sexo y
poder, por decirlo con crudeza-, y lo que podríamos llamar re-regulaciones.
La desregulación ocurrió porque la gente quería hacer sus cosas, ser fiel a sí
misma y ver qué pasaba. Pero, cuando la desregulación conduce al caos, sea
en las finanzas, en las relaciones humanas (sexo) o en la forma de hacer la
guerra, la política, los interrogatorios, la prisión u otras manifestaciones de
poder, la gente empieza a estar ansiosa por reintroducir normas que nos
reconduzcan por el anterior camino. El problema es que reintroducir nuevas
regulaciones no es ir al fondo del problema. Hacer lo que te apetece no es lo
suficientemente bueno, pero las reglas por sí mismas no resolverían el
problema.
 
Lo que sigue me fue confiado a principios de 2009, cuando hablaba con un
banquero a quien conozco bien, que había estado cerca del núcleo central de
la caída de los mercados financieros del verano de 2008, y estaba -cuando
hablamos- intentando resolver el rescate de lo que podía ser rescatado, para
volver a poner las cosas en un cierto estado de cordura y control. Me dijo:
 
-Tom, pueden introducir tantas regulaciones nuevas como quieran. Sí, son
necesarias algunas instrucciones; fuimos demasiado lejos dando libertad a la
gente para que se jugaran enormes sumas de dinero y se hicieran negocios
locos. Pero cualquier banquero o broker puede fácilmente contratar un
contable listo y un buen abogado para ayudar a tocar todos los palos que el
gobierno les dice, y luego, por detrás, darle la vuelta al sistema y hacer lo que
quiera. ¿Con qué objetivo?
 
-Entonces, ¿cuál es la respuesta? -pregunté-.
 
-El carácter -contestó-. Mantener las normas está bien de momento, pero el
problema real de la última generación es que hemos ido perdiendo la idea de
que el carácter importa; que la integridad también importa. El sistema resulta
saludable solo cuando se tiene confianza en que los que lo controlan harán lo
correcto, pero no por ser gobernantes, sino por la clase de personas que son.
 
Esto se compadece bien con las pragmáticas perspectivas de J. K. Galbraith,
que escribió a principios de 1950 sobre el derrumbe financiero de finales de
1920. Sugería que el mejor camino para mantener el mundo financiero a flote
es escuchar a la gente que vivió aquel momento. De hecho, sugirió que los
derrumbes financieros ocurren precisamente porque los que vivieron los
anteriores ya no están o están retirados, por lo que ya no pueden, con los
recuerdos y el carácter formados por esa previa experiencia, advertir a la
gente que no se comporte irresponsablemente.
 
Desde que tuve esa conversación, ha ocurrido algo más en la vida pública del
Reino Unido, que ha resultado casi igual de explosivo. La gente de otros
países puede contemplar con cierta diversión el alboroto formado, porque
tiene que ver con políticos corruptos -en muchos países se asume que los
políticos son corruptos de por sí, y que nada se puede hacer para evitarlo-,
pero en mi país nuestro sistema financiero se ha visto sacudido hasta sus
mismos fundamentos. De repente se ha sabido que algunos políticos habían
estado demandando «gastos» para todo tipo de cosas, lo que resulta ridículo y
fraudulento para quienes pagan impuestos, tales como pagos hipotecarios por
propiedades inexistentes. Y la excusa era que todos actuaban «dentro de las
normas». Quizás; ¡si fueron ellos mismos quienes establecieron esas normas!
Cuando algunos de estos políticos fueron interrogados, declararon que, en
efecto, ellos no veían nada malo en usar dinero público para lograr una mayor
riqueza. Y, cuando después de intensas presiones públicas, los políticos
aceptaron que se publicaran sus gastos, se aseguraron de que todos los
elementos clave estuvieran bien tachados o resultaran ilegibles. La gente
había estado sospechando un poco durante años, pero esto ha hecho trizas
cualquier confianza que quedara.
 
En un cierto nivel esto ha sido una pura farsa, aunque cara y ofensiva. Pero la
razón por la que se plantea aquí el tema es que revela otro ámbito en que la
cuestión moral en los comienzos del siglo XXI está emergiendo. ¿Qué sucede
en democracia «después de creer»? ¿Y en el sistema financiero occidental?
¿Y en la vida pública, y en la comunidad global del mundo de mañana?
¿Podemos vivir con «normas» y «regulaciones» o más bien serán estos
estímulos para una mentalidad de control de caja, más que para desarrollar un
carácter profundo, inteligente y dignode confianza? Paralelamente, ¿qué
puede ocurrir si permitimos a la gente «ser auténtica consigo misma»
confiando sencillamente en que todo salga bien? ¿O es que eso solo funciona
una vez que el carácter ha sido desarrollado de forma que la gente actúe con
un espíritu de servicio público desinteresado (como parecen estar haciendo
ahora alguno de nuestros políticos para lograr credibilidad)?
 
Otra forma de vida se presenta además con una historia similar. Hace un par
de años me encontraba compartiendo una tribuna con una muy distinguida
estrella del rugby en Inglaterra. Él estaba hablando de los grandes cambios
que habían tenido lugar en ese juego durante los últimos quince años, con el
incremento de la profesionalización y de la enorme presión a que se ven
sometidos hoy los jóvenes jugadores para conseguir «resultados». Y dijo:
 
-Hoy los jugadores están excesivamente entrenados. Se les enseñan decenas
de movimientos: cómo responder a tal situación, cómo defender con tal
estrategia, cómo mantener el juego bajo control, cómo desatascado... Pero
muy pocos de ellos juegan ya por simple disfrute, adquiriendo, al hacerlo, ese
sexto sentido sobre cómo funcionan los entresijos del juego, lo que les
capacitaría para improvisar en situaciones totalmente nuevas. El resultado es
que se sienten perdidos cuando sucede algo inesperado. No se les han
enseñado unas reglas para hacer frente a esas circunstancias; lo que realmente
les falta es un carácter formado profundamente, capaz de leer el juego con
una especie de segundo sentido, y aportar una solución rápida y sagaz.
 
Las preguntas por las que empezamos, pueden haber parecido específicas
para los cristianos (más que para el resto del mundo) y, desde luego, para un
específico tipo de cristianos (aquellos que enfocan las cosas en términos de
conversión inicial y salvación final, sin mucho entre medias). Pero no lo son.
En realidad, son las mismas preguntas a las que se enfrenta hoy el conjunto
del mundo occidental. Y como Occidente ha dominado la cultura, la política
y la economía mundial -e incluso el deporte, al menos en ciertas áreas-
durante algún tiempo, eso significa que, antes o después, el resto de la
comunidad global tendrá que hacerles frente. Nuestro punto de partida: ¿qué
ocurre «después de creer»?, parecía inicialmente solo referido al cristiano
individual. Sin embargo, como hemos visto, también concierne a toda la
familia eclesial, a las Juanas y los Felipes que van dando vueltas una y otra
vez al círculo de rompecabezas morales. Y apunta también, fuera de la
Iglesia, a los rompecabezas a que se está enfrentando el mundo en toda su
extensión: no solo cómo pensamos con claridad y sabiduría sobre qué hacer
en nuestra vida personal, eclesial y pública, sino también de qué forma
podemos descubrir cómo hacerlo.
 
Volvemos de nuevo a una respuesta concreta y en ella nos mantenemos: el
carácter. Curiosamente, Jesús apremió a sus seguidores para que lo
desarrollaran. Ahora debemos fijarnos en una de sus más famosas
confrontaciones, que abre el tema de forma aguda y llamativa.
 
4
 
Una de las escenas más recurrentes en los relatos evangélicos es la del joven
rico, guapo y brillante, que acude corriendo a Jesús con una pregunta urgente
(Mt 19,16-30; Me 10,17-22; Le 18,18-30). Quizá deberíamos recordar que en
el mundo antiguo las personas serias no se ponían públicamente a correr.
Resultaba indigno. Pero aquel hombre quería realmente encontrarse con Jesús
y necesitaba que contestara a su pregunta, o eso creía él. Entonces, olvida su
dignidad y corre a verle para preguntarle:
 
-¿Qué obras buenas he de hacer?
 
Está excitado, sin aliento, ansioso por ver lo que le va a decir tan
extraordinario maestro. Jesús parece tener un listado interior con todo tipo de
cosas; veamos lo que dice en esta situación.
 
El fogoso joven hace la pregunta, porque es una referencia para su futuro. Él
quiere esperanza y, como casi todos los seres humanos, cree que las acciones
del presente tienen futuras consecuencias. Al ser un judío del siglo r, está
pensando en concreto en la venida de una nueva era de Dios; ese momento en
el que -así lo creía la gente- el Dios que había creado el mundo llegaría
finalmente a juntar cielo y tierra, llenando toda la creación de justicia, paz y
gloria.
 
-¿Qué debo hacer -espetó- para lograr la vida eterna?
 
Ahora, antes de avanzar más, debemos purificar nuestras mentes de la imagen
que aparece en cuanto oímos palabras como esas. Cuando los judíos del siglo
primero hablaban de la «vida eterna», no estaban pensando en «ir al cielo» tal
como normalmente lo imaginamos2. «Vida eterna» quería decir la era que
viene, la hora en que Dios juntaría cielo y tierra, la hora en que el reino de
Dios llegaría y su voluntad sería cumplida tanto en la tierra como en el cielo.
 
-Cuando eso suceda -pregunta el hombre a Jesús-, ¿seré yo parte de todo
ello? Y, ¿cómo poder saberlo? ¿Qué tipo de persona debería ser yo en ese
momento, si he de formar parte de la nueva era, cuando Dios rescate este
triste y viejo mundo, y haga lo que siempre prometió? ¿Cómo moldeará esa
futura realidad la clase de persona en que me estoy convirtiendo ahora? Y, si
esa es mi meta, ¿cuál es el camino que conduce a ella?
 
Aunque el joven era un judío del siglo I, la pregunta subyacente que se hacía
es compartida por gente de todo tiempo y lugar. A menudo se plantea en
términos de «felicidad»: ¿cómo encontrar la auténtica felicidad, esa vida
plenamente satisfactoria para la que me siento hecho, y que tan a menudo
parece escapárseme entre los dedos? Los Estados Unidos han hecho
referencia en sus documentos fundacionales a esta misma búsqueda: «Todas
las personas tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad». Esto, desde luego, presupone la pregunta planteada ya por los
antiguos filósofos: ¿cómo sabemos en qué consiste la auténtica felicidad?
Puesto que numerosas personas parecen perseguirla sin encontrarla,
¿tendremos claro lo que realmente es, y cómo ir en su búsqueda? ¿Qué
debemos hacer en el momento actual para alcanzar el objetivo de una
existencia plenamente humana, el desarrollo de todo nuestro potencial, y
convertirnos en seres humanos conscientes del fin para el que estamos
hechos?
 
Mucha gente asumirá que uno de los objetivos del cristianismo es dar
respuesta a la primera pregunta (¿cómo comportarme?), mientras dejan la
segunda (¿cómo llegar a ser verdaderamente feliz, cuál es el fin para el que
fui creado?) para los filósofos y los no religiosos. Después de todo, para
mucha gente la pregunta sobre cómo debo comportarme se solapa con la otra,
cómo puedo ser realmente feliz, ya que tendemos a aceptar que las normas de
conducta están diseñadas para impedir nuestra felicidad; o por decirlo a la
inversa: si realmente queremos la felicidad, debemos romper, o por lo menos,
acomodar las normas.
 
Creo que la vida es más compleja e interesante que todo eso. Preguntas como
cuál debe ser mi conducta adecuada o cómo ser feliz, son vistas por la
auténtica fe cristiana como accesorias o derivadas de otras. Si podemos
deslindar esas otras -y la historia del joven rico que fue corriendo a Jesús,
indica el camino para ello-, podremos ser capaces de hacer camino
simplemente con lo accesorio. Espero mostrar en este libro que la visión
bíblica de la finalidad de la vida humana abrirá una perspectiva en que las
preguntas sobre el comportamiento, por un lado, y una vida humana en
plenitud, por otro, quedan ensambladas. Pero es la pregunta sobre el
comportamiento y sobre las raíces bíblicas de la respuesta cristiana a ello, de
lo que se ocupa este libro principalmente.
 
Aquellos que estén dotados de una mirada especialmente aguda, podrían
haber percibido que la pregunta cómo debo comportarme, contiene en sí
misma dos preguntas diferentes. La primera se refiere al contenido de mi
conducta: ¿cómo debo actuar? En otras palabras: ¿qué cosas especificas debo
hacer y cuáles no? La segunda, por su parte, se refiere a los medios o
métodos de mi conducta: una vez que selo que debo o no debo hacer, ¿de
qué medios me valdré para ser capaz de aplicar todo ello en la práctica?
Después de todo, uno de los rompecabezas morales más antiguos y conocidos
es que todos sabemos en qué consiste hacer algo que sabíamos que no
debíamos hacer o no hacer algo que sabemos que deberíamos haber hecho.
Curiosamente, Jesús parece haber dado la misma respuesta a ambos aspectos
de esa misma pregunta: «Seguidme». Esto lo abarca todo: qué debemos hacer
y cómo debemos hacerlo.
 
Volvemos, pues, al encuentro de Jesús con el ansioso joven. El joven, junto a
muchos judíos contemporáneos, suponía que la nueva era prometida por Dios
estaría reservada a judíos leales y que la lealtad judía vendría definida en
términos de obediencia a la ley encerrada en los famosos diez mandamientos.
No se trataba (como a veces supone la gente) de un sincero esquema de
méritos y recompensas, de un «guardar las normas» y conseguir así el propio
pasaje para el nuevo mundo. Se trataba, más bien, de un asunto relacionado
con la antigua alianza de Dios con su pueblo: él los había rescatado para que
fueran su pueblo y en la Ley había diseñado los términos de la alianza con la
que demostrarían su gratitud hacia él. El joven, sin embargo, parece haber
conservado los términos del pacto -no matar, no adulterar, no robar ni,
defraudar, no levantar falsos testimonios, respetar a los padres-y, en cualquier
caso, parecía aceptar que posiblemente había algo más.
 
Jesús está de acuerdo con esto, pero, al ofrecer ese algo más, conduce al
joven a un nuevo escenario. Los mandamientos mencionados hasta este
momento comprenden los últimos seis de los diez. ¿Qué ocurre con los otros?
No hay mención al sabbath; eso es un tema para otro momento. Pero los tres
primeros nos conducen a un mundo diferente, la obligación de evitar la
idolatría, para adorar únicamente a Dios y a su santo nombre. Jesús no recita
esos mandamientos. En lugar de ello, los trae de golpe al presente de la vida
del joven.
 
Si quieres ser «perfecto» -dice-, líbrate de tus posesiones, véndelas y da el
dinero a los pobres. Luego, ven y sígueme.
 
De alguna forma, seguir a Jesús significa, curiosamente, poner a Dios en
primer lugar, y viceversa. Notemos lo que ha sucedido. El joven ha venido en
busca de la perfección (la plenitud humana). Quiere que su vida se realice
plenamente en el presente, para que así alcance la plenitud en el futuro. Sabe
que todavía le falta algo y está buscando una meta, una sensación de plenitud.
Jesús sugiere que necesita un giro de dentro hacia fuera. Su vida se va a
convertir en parte de un objetivo más amplio. De cara al exterior: él deberá
poner el reino de Dios por delante, y también poner por delante a su prójimo -
especialmente a su prójimo pobre-, por delante de sí mismo y de su propia
plenitud. Aquí está el auténtico desafío: no solo añadir uno, dos, o más
mandamientos, para elevar el listón moral un poco más, sino convertirse en
un tipo de persona diferente. Jesús está retando al joven a una transformación
del carácter.
 
Y el joven no está dispuesto a ello. Se da media vuelta y se marcha triste. He
aquí la brecha entre la teoría y la realidad. Entre la orden y su cumplimiento.
Jesús le dice cómo comportarse (en el primer sentido), pero el joven no sabe
cómo hacerlo (en el segundo). La pregunta, pues, queda pendiente
inquietantemente sobre el resto del relato evangélico. ¿Cuál es el camino
hacia esa nueva era de Dios, hacia ese nuevo tiempo, cuando el reino de Dios
llene el mundo de paz y de justicia? ¿Cómo haremos para ser la clase de
gente que no solo hereda ese mundo, sino que también se apunta a él ahora
mismo, para ayudar a que todo eso suceda? ¿Qué vamos a hacer y por qué? Y
también, ¿cómo lo vamos a hacer? ¿Podría haber una visión del futuro de
Dios mejor, capaz de ayudamos a captar todo esto?
 
Antes de dejar esta historia, pequeña pero vigorosa, notemos cómo Marcos en
concreto la ha situado al apuntar a su sentido más profundo. Es parte de un
pequeño conjunto de escenas en el capítulo que conocemos como Me 10,
donde aparece Jesús de camino hacia Jerusalén, a donde todavía no ha
llegado.
 
En la primera escena (versículos 2-12), unos maestros de la Ley preguntan a
Jesús acerca de la validez del divorcio, que era, políticamente, una patata
caliente en un momento en que el entonces gobernador de Galilea, Herodes
Antipas, se había casado con la mujer de su hermano. La respuesta de Jesús,
críptica pero exigente, vuelve a la intención original de Dios en las relaciones
hombre-mujer. Luego, en la última escena de la secuencia (versículos 35-45),
antes de que Jesús y sus acompañantes empiecen la última parte de su viaje a
Jerusalén, dos de sus discípulos, Santiago y Juan, preguntan a Jesús sobre el
privilegio de sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino venidero; y
Jesús responde, una vez más, con una frase críptica pero exigente, en este
caso, remitiéndose a la intención divina original de cómo debe manejarse la
fuerza humana. Allí la tenemos, en un espacio inferior a cincuenta versículos:
sexo, dinero y poder, todo ello reunido en torno a un propósito original,
resituado en un objetivo diferente; un gran diseño de cómo se supone que ha
de ser la vida humana. Jesús no está diciendo: «Estas son todas las normas
que has de obedecer», ni tampoco: «Lo que debes hacer es seguir tu corazón,
seguir tus sueños». Santiago y Juan estaban deseosos de cumplir sus sueños,
lo mismo que Herodes. Pero la respuesta de Jesús no es: «No, los sueños son
peligrosos; mejor seguid las normas», sino algo mucho más transformador
del carácter.
 
Ahora bien, ¿cómo se puede cambiar o reformar el carácter? Entremezcladas
con la versión que ofrece Marcos de la historia y señalando a la respuesta,
hay dos escenas cortas más. En la primera (versículos 13-6), Jesús declara
que el camino del reino de Dios es el camino de los niños. En la segunda
(versículos 32-34), afirma que, cuando él y sus discípulos lleguen a Jerusalén,
a él le darán muerte en la cruz, para después resucitar. De alguna manera,
estas escenas sugieren que los grandes temas de la vida humana han de
resolverse poniéndolos en un marco totalmente distinto al normal. Es el
marco que podríamos resumir en el propio proyecto de Jesús que es el reino
venidero de Dios, y en sus palabras: «Seguidme».
 
Este proyecto y estos requerimientos dan a conocer una posición que
aproxima las dos versiones principales de cómo es visto normalmente el
comportamiento humano. Las teorías acerca del comportamiento humano se
pueden dividir en dos: bien se trata de obedecer las normas impuestas desde
fuera, o bien se trata de descubrir los más profundos anhelos de nuestro
propio corazón para seguirlos. La mayoría de nosotros vacilamos entre una y
otra, obedeciendo al menos algunas normas, bien porque creemos que Dios lo
quiere así o por las conveniencias sociales, pero volviendo a la prosecución
de nuestros propios sueños, de nuestra propia plenitud, si se nos da la
oportunidad. En torno a esos dos caminos se han ido desarrollando teorías
completas para llegar a descubrir una senda a lo largo de nuestra vida. Nos
detendremos en ello con más profundidad en el próximo capítulo.
 
Pero lo que advertimos en Mc 10 es algo que parece operar en una dimensión
diferente. Para empezar, es el requerimiento no de una determinada conducta
con acciones concretas sino de un tipo de carácter. Por otra parte, es una
llamada a verse a sí mismo con un papel que jugar dentro de una historia, y
una historia donde hay un supremo carácter cuya vida debemos seguir. Y ese
carácter parece haber puesto su mirada en un objetivo y estar moldeando su
propia vida y la de sus seguidores en relación con ese objetivo.
 
Todo esto sugiere ese evangelio de Marcos, con Jesús mismo como el gran
carácter que está detrás. Y nos está invitando a algo, que no es tanto cumplir
unas normas por un lado o seguir nuestros propios sueños por otro, sino una
manera de ser humanos, a la que filósofos antiguos y modernos han dado un
nombre concreto.Mi esfuerzo en este libro es hacer ver que el Nuevo
Testamento invita a sus lectores a aprender cómo ser humanos de esta manera
especial, lo que, a su vez, conformará nuestros juicios morales y formará
nuestros caracteres, para que podamos vivir bajo su guía. El nombre de esta
manera de ser humano, de esta especie de transformación del carácter es el de
virtud.
 
En sí misma, la virtud es, como veremos, una noción compleja y
multifacética. En su debido momento sugeriré que el desarrollo de esta idea
en el ámbito del primitivo cristianismo significaba que los primeros
seguidores de Jesús coincidían en ciertos aspectos con el amplio mundo de
las preguntas de los filósofos del momento, y disentían drásticamente en
otros temas. Esto, a su vez, puede proporcionar un modelo para nuestros días,
en los que el carácter específicamente cristiano es con frecuencia totalmente
diferente del «camino del mundo»; además, pretende dar sentido a toda la
vida humana de una forma que ninguna otra idea consigue. Pero antes de
entrar en esos detalles, veamos, afinando el enfoque, cómo puede aparecer en
la práctica la virtud. Situémonos cerca de dos mil años después de que el
joven judío rico se acercara corriendo a Jesús, y veamos a un hombre más
viejo, dotado de una cabeza fría y un ponderado juicio.
 
5
 
El jueves 15 de enero de 2009 era un día normal en la ciudad de Nueva York.
O eso parecía. Pero ese mismo día, al caer la tarde, la gente hablaba ya de un
milagro. Podrían haber tenido razón. Pero la explicación completa es, en
cualquier caso, incluso más interesante y excitante. Y viene a tocar
justamente la tecla que necesitamos, para que arranque nuestro estudio del
desarrollo del carácter en general, y del carácter cristiano en particular.
 
El vuelo 1549, un vuelo regular de US Airways, despegó del aeropuerto de
La Guardia a las 15:26 hora local con destino a Charlotte, Carolina del Norte.
El comandante Chesley Sullemberger III, conocido como Sully, habría hecho
todas las comprobaciones habituales. Todo estaba bien en el Airbus A 320.
Bien, hasta que dos minutos después del despegue, el avión se topó con una
bandada de ocas de Canadá. Una oca en un motor de propulsión a chorro es
algo serio, pero una bandada era un auténtico desastre (los aeropuertos ponen
en marcha todo tipo de trucos para prevenir los vuelos de pájaros en las rutas
aéreas, pero aun así estos ocurren en algunas ocasiones). Casi a la vez, ambos
motores resultaron seriamente dañados, perdiendo potencia. El avión estaba
en ese momento enfilando al norte, sobre el Bronx, una de las zonas más
densamente pobladas de la ciudad.
 
El comandante Sullemberger y su copiloto tenían que tomar varias e
importantes decisiones instantáneamente, para salvar las vidas no solo de los
que iban a bordo, sino también de los que estaban en tierra. Podían ver a
distancia uno o dos aeropuertos pequeños. Pero pronto se dieron cuenta de
que no podrían llegar tan lejos. Si lo intentaban, podrían precipitarse sobre
una zona densamente edificada. Del mismo modo, la opción de aterrizar
sobre la carretera de circunvalación de New Jersey, una carretera de entrada y
salida, y de enorme densidad circulatoria, también presentaba enormes y
peligrosos problemas para el avión y sus ocupantes, sin contar con los que
afectarían a coches y conductores. Quedaba, pues, una sola opción: el río
Hudson. Es difícil aterrizar en el agua: cualquier pequeño error -meter el
morro o una de las alas en el río, por ejemplo- y el avión empezaría a dar
vueltas y vueltas como una peonza, para terminar hundiéndose enseguida.
 
En los dos o tres minutos de que dispusieron antes de tomar tierra,
Sullemberger y su copiloto tuvieron que hacer las siguientes cosas vitales
(además de muchas otras tareas que los no profesionales ni siquiera
entenderíamos): lo primero, apagar los motores y escoger la velocidad
correcta para que el avión pudiera deslizarse tanto como fuera posible sin el
motor (afortunadamente Sullemberger es también instructor de patinaje).
Debían también poner el morro del avión hacia abajo para mantener la
velocidad. Tenían que desconectar el piloto automático y anular el sistema de
dirección de vuelo. Tenían que activar el sistema ditch, que sella los
respiraderos y las válvulas, para mantener todo el avión impermeabilizado,
una vez que este tocara el río. Y lo más importante de todo: tenían primero
que volar e inmediatamente hacer deslizar el avión tras un rápido giro a la
izquierda, para que pudiera descender en dirección sur a lo largo del río;
después de apagar las turbinas, tuvieron que hacer esto utilizando solamente
los sistemas de activación de baterías y generadores de emergencia. Luego,
tras el giro a la izquierda, debían enderezar el morro y enfilar el curso del río,
situando el avión a nivel horizontal, para poder «aterrizar». Finalmente
tuvieron que levantar el morro de nuevo y aterrizar planeando sobre el agua.
 
¡Y lo lograron! Todos pudieron salir sanos y salvos, y el comandante
Sullenberger se permitió repasar un par de veces el pasillo del avión, para
asegurarse de que él era el último antes de abandonarlo. Por una vez en la
vida, haciendo rafting con otros pasajeros, hizo aún más: se quitó su chaqueta
en una heladora tarde de enero, para dársela a un pasajero que estaba muerto
de frío.
 
La historia se ha contado una y otra vez, y permanecerá en la memoria no
solo de los que la vivieron, sino de todos los neoyorkinos, así como de
muchísima gente de cualquier parte del mundo. Solo un poco más de siete
años y cuatro meses después de la horrible tragedia del 11 de septiembre de
2001, Nueva York tenía una historia de aviones en la que se podía celebrar su
final feliz.
 
Como he dicho, mucha gente describió esos dramáticos momentos como un
milagro. Desde un cierto punto de vista, no querría cuestionar esta
calificación. Pero lo realmente fascinante de todo ello es la forma
espectacular con que ilustra una verdad vital: una verdad que hoy día muchos
han olvidado o nunca realmente conocieron. Se podría llamar «la fuerza de
las buenas costumbres». También es posible decir que se trata del resultado
de muchos años de experiencia y entrenamiento. O podríamos denominarlo
«carácter», como hemos ido haciendo hasta ahora en este libro.
 
Los antiguos escritores tenían una palabra para ello: «virtud». Decir «virtud»
en este contexto no equivale simplemente a hablar de «bondad», por utilizar
otra expresión. En este sentido, la palabra ha sido a veces desnaturalizada
(quizás porque instintivamente nosotros queremos huir del reto que implica).
Pero ese no es su sentido estricto. Virtud en sentido estricto es lo que
acontece cuando alguien ha tomado mil pequeñas decisiones, que han
requerido esfuerzo y concentración, para hacer algo acertado y bueno pero
que no se produce «de forma natural», y luego, a la vez mil uno, cuando
realmente importa, se percata de que hace lo correcto «de forma automática»,
por así decirlo. Esa ocasión mil uno parece desde luego que se produce sin
más; ahora bien, la reflexión nos dice que no es tan fácil como puede parecer.
Si ustedes o yo hubiéramos estado pilotando el Airbus A 320 aquella tarde y
hubiéramos hecho lo que «viene naturalmente» o hubiésemos permitido que
las cosas «sucedieran sin más», probablemente habríamos estrellado el avión
en pleno Bronx (mis disculpas a cualquier piloto que esté leyendo esto:
habría actuado -espero- como el comandante Sullenberger). Como muestra
este caso, la virtud es aquello que sucede cuando las decisiones sabias y
valientes, repetidas una y otra vez, han pasado a convertirse en una «segunda
naturaleza». No una «primera naturaleza», aunque hayan sucedido
«naturalmente». Más bien, una especie de segundo nivel de naturalidad. En
efecto, como un gusto adquirido, tales decisiones y acciones, que empezaron
siendo practicadas con dificultad, acaban siendo como una segunda
naturaleza.
 
Evidentemente, Sullenberger no había nacido con la capacidad de pilotar un
avión, menos aún con la especial pericia que exhibióen esos tres minutos.
Ninguna de las habilidades requeridas, y ciertamente nada del coraje, el
sufrimiento, la frialdad de juicio y la preocupación por los demás que mostró,
forma parte del equipaje que poseemos los seres humanos desde el
nacimiento. Hay que trabajar duro para dominar ese tipo de habilidades,
actuando con constancia para alcanzar el objetivo. Hay que querer hacerlo
todo, decidir aprenderlo todo y practicar todo lo aprendido. Una y otra vez. Y
luego, algunas veces, cuando se presenta el momento, «sucede
automáticamente», como le pasó a Sullenberger. La pericia y las habilidades
surgieron y lo recorrieron de arriba abajo.
 
Las otras opciones apenas exigen que las pensemos demasiado. ¿Suponer que
eran pilotos novicios, simplemente, haciendo lo que surgía de forma natural?
¿O suponer que tuvieran que echar mano del libro de instrucciones para
actuar en caso de emergencia, buscar las páginas relevantes y luego tratar de
seguir lo que decían? Para cuando lo descubrieran, el avión se habría
estrellado. No: lo que se necesitaba era ese carácter formado a través de
fuerzas específicas, esto es, de «virtudes» para saber exactamente cómo
pilotar un avión, y también de virtudes más generales, como el valor, el
autocontrol, la frialdad de juicio y la determinación para hacer lo necesario
para los demás en el momento preciso.
 
Precisamente, estas cuatro fuerzas del carácter -valor, autocontrol, frialdad de
juicio y determinación para hacer lo correcto para los demás- son, de hecho,
las cuatro cualidades que el más grande de los antiguos filósofos que escribió
sobre estos temas, identificaba como las claves de una existencia
genuinamente humana. Sin embargo, antes de ocupamos de eso (lo haremos
en el capítulo siguiente), quiero echar una mirada a otro ejemplo de
emergencias en que se muestra un aspecto muy específico de la virtud
heroica.
 
6
 
Llueve mucho en el norte de Inglaterra, donde vivo, pero aquel principio de
septiembre de 2008 fue excepcional. Había estado jarreando días enteros sin
parar, con tanta lluvia al final como sería de esperar para todo un mes. No era
el momento ideal para salir a pasear, pero una familia había decidido
atreverse. Cuando estaban cruzando un parque en la localidad de Chester-le-
Street, apenas a veinte kilómetros al norte de donde vivo, su perro fue a
chapotear en una gran charca y la hija, una niña de 3 años, se fue a jugar con
él. De repente, sin tiempo para darse cuenta, la niña sencillamente
desapareció. El padre fue corriendo y alcanzó a ver cómo el perro también
desaparecía. Cayó en la cuenta, como en un flash, de lo que había ocurrido:
un desagüe para tormentas había reventado su cubierta bajo la charca y la
niña y el perro habían sido succionados por el propio desagüe sin cubrir. El
padre, Mark Baxter, pensando con mucha rapidez, se dio cuenta de que el
desagüe de tormentas descargaría en el río unos cien metros más abajo.
Enseguida empezó a correr y, cuando llegó al río, localizó el abrigo de la niña
flotando sobre la corriente con su hija Laura dentro de él boca abajo. Se lanzó
inmediatamente al agua y la rescató, golpeada y magullada, pero viva.
 
¿Otro milagro? En cierto sentido, sí. Podían haber sucedido todo tipo de
cosas. La niña podía haberse quedado atorada bajo tierra, en alguna parte.
Para cuando su padre lograra alcanzarla, ella podía haber tragado agua
suficiente como para ahogarse. Pero lo que más me impresionó al escuchar
esta historia, fue lo que su padre dijo, al referirse a su frenética carrera hacia
el río:
 
-Siempre que me llegaba un mal pensamiento, me obligaba a pensar en otra
cosa.
 
En esto reside el secreto. Max Baxter no estaba tratando de hacer, paso a
paso, aquello que pensaba que había que hacer en casos como este.
Simplemente lo decidió sin pensarlo, como en un flash. Anteriormente, sin
embargo, había necesitado autodisciplina. Mantener un firme control de sus
propios pensamientos. Todo tipo de miedos y terrores asaltarían su mente,
amenazándole con el pánico o el desplome. Pero tuvo lo que a veces
llamamos «presencia de ánimo» para no dejarse atrapar por la angustia. Hizo
conscientemente el esfuerzo de sustituir los pensamientos negativos por otros
positivos, concentrándose exclusivamente en lo que tenía que hacer. Esto es,
en el sentido técnico que hemos estado utilizando, el «carácter».
 
No ocurre por accidente, sino por la autodisciplina necesaria para hacer
cualquier cosa en la vida a la perfección: aprender un instrumento musical,
reparar un tractor, dar una conferencia o dirigir un orfanato. O también, desde
luego, vivir como un ser humano sabio. Una y otra vez, cuando trabajamos
duro en alguna tarea difícil o compleja, la mente intenta escaparse y buscar
un escenario más tentador o menos complejo. Y una vez más, si se quiere
terminar el trabajo, habrá que forzar la mente y huir de la distracción. Y habrá
que entrenar la «musculatura mental» necesaria para lograrlo, de la misma
forma que lo exige la musculatura corporal, cuando se trata de implicarse en
ejercicios físicos mantenidos y extenuantes3. Al reescribir esta sección, oí por
la radio el anuncio de un régimen para perder peso.
 
-He descubierto -decía el locutor emocionado- que mi ansia por comer estaba
en mi cabeza, no en mi estómago.
 
Reconocer esto es un primer paso vital. Mantengamos bajo control el
pensamiento, y también lo estará el pensamiento.
 
Se da la circunstancia de que Max Baxter había trabajado para las Reales
Fuerzas Armadas Británicas. Como Chesley Sullenberger, logró su
autodisciplina en un campo que obviamente es vital cada minuto. Una cosa es
la capacidad de valorar las dimensiones de una situación, de descubrir qué
hay que hacer y de hacerlo como si fuera por instinto, y otra la capacidad de
mantener a distancia los pensamientos que te aterrarían o paralizarían en la
situación concreta: el tipo de respaldo que la disciplina mental necesita para
que la virtud se produzca. «Me obligué a mí mismo a pensar en otra cosa».
Eso no es una pericia que se pueda adquirir por accidente, es algo que se
practica y se aprende. Y es igual de bueno hacerlo en cualquier esfera de la
vida o de un trabajo. No sabemos cuándo y cómo vamos a necesitar esa
disciplina ni cuándo puede llegar a salvar una vida. No tendremos tiempo de
detenemos a pensar. El carácter de la disciplina mental debe recorrerte.
 
Hay un bonito elemento dentro de esta misma historia. La pequeña Laura, de
3 años de edad, había estado tomando lecciones de natación. Ya había
aprendido a tumbarse en el agua y flotar. Cuando recobró la conciencia tras
ser rescatada, explicó a su padre que había estado intentando flotar tendida
sobre el agua, pero sin poder lograrlo, porque el túnel era demasiado
estrecho. Incluso a esa edad, había aprendido lo suficiente para saber que, si
te encuentras de repente con un peligro inesperado, hay cosas que puedes
hacer para mantenerte a salvo. Y ella había aprendido de alguna manera a no
entrar en situación de pánico al sobrevenir cosas extrañas inesperadas.
 
Ahora bien, afortunadamente no tenemos que afrontar situaciones de
emergencia la mayor parte de nuestras vidas. Pero parte del problema de
lograr saber cómo comportarse en la vida «normal» así como en momentos
extraordinarios, es que esa clase de «conocimientos» esconde una actitud no
completamente recta. Desde el momento en que se dice a un niño que termine
rápidamente de comer, o que se siente derecho, o que pare de gritar o de
llorar, o que se vaya a dormir (por no hablar de cosas como no robar, no
pelear, no mentir), habrá entrado en un confuso mundo de deseos y
esperanzas, de mandatos y prohibiciones, de sentimientos, de asunciones, de
preguntas y de expectativas. Aprender a navegar con sabiduría en nuestro
mundo y crecer en él hacia una vida de plena madurez humana, es el desafío
a que nos enfrentamos. Y el objetivo de este libro es sugerir que la dinámica
de la virtud, en el sentido de practicar los hábitos del corazón y de la vida que
apuntan al auténtico objetivo de la existenciahumana, está en el centro del
reto del comportamiento humano, como estableció el propio Nuevo
Testamento. Esto es lo que significa desarrollar el «carácter». Esto es lo que
necesitamos -y lo que la fe cristiana ofrece- para el tiempo, más corto o más
largo, de «después de creer».
 
Cuando abordamos las cosas desde este ángulo, nos esperan varias sorpresas.
Muchos cristianos, según mi experiencia, nunca piensan las cosas de esta
manera y por ello se ven presos de una gran confusión. La virtud, por decirlo
lisa y claramente, es una idea revolucionaria en el mundo de hoy y también
en la Iglesia de hoy. Y lo más urgente que necesitamos hoy es una
revolución. Y se encuentra en el centro mismo de la respuesta a la pregunta
con la que empezamos. Después de creer, necesitas desarrollar el carácter
cristiano practicando las virtudes específicamente cristianas. Para tomar
decisiones morales sabias, necesitas no solo conocer las normas, o descubrir
quién eres realmente, necesitas también desarrollar la virtud cristiana. Y para
ejercer un liderazgo en nuestra sociedad con toda su amplitud, en los tiempos
confusos y peligrosos que vivimos, necesitamos con urgencia gente cuyo
carácter haya sido formado en esa dirección. Ya hemos tenido demasiados
pragmáticos y atrevidos buscadores de riesgos. Necesitamos gente de
auténtico carácter.
 
Entonces, ¿cómo nos ayudan estas historias de virtudes humanas -el piloto
que aterriza su avión en el río sin daño alguno y el padre que, desechando
pensamientos erróneos se lanza a rescatar y salvar a su hijita- cuando se trata
de seguir a Jesús? ¿No es esto algo bastante diferente?
 
Algunas de los grandes talentos de la historia del cristianismo han luchado
con esa pregunta. Observando la virtud humana natural y la virtud
específicamente cristiana, han llegado a distintas respuestas. La clave de
todo, sin embargo, es que la visión cristiana de la virtud, del carácter que se
ha convertido en segunda naturaleza, está en descubrir lo que verdaderamente
significa ser humano. «Humano» en un sentido que la mayoría de nosotros
nunca imaginaría. Y si eso es así, se producirán solapamientos con otras
visiones humanas de la virtud y habrá también puntos en los que el
cristianismo haga interpelaciones públicas y ofrezca también una ayuda
diferente para abordarlas. Parte de las reivindicaciones de los primeros
cristianos eran, de hecho, que habían descubierto, en y a través de Jesús, una
forma totalmente diferente de ser humanos y un camino capaz de obtener lo
mejor que esa sabiduría antigua podía ofrecer, situándola en contextos donde
finalmente tendría sentido. El Nuevo Testamento apunta continuamente a
eso.
 
¿Qué puede decir todo esto a Jaime, enredado entre lo que se supone que
consiste la vida, desde la primera expresión de la fe cristiana, a su fruto final
de después de la muerte? ¿Qué puede decirles a Juana y a Felipe, escocidos
aún por su desagradable enfrentamiento en la reunión de la Iglesia? ¿Y qué
puede decir a nuestro ancho mundo, que se tambalea por terremotos político-
económicos, que tienen lugar en medio de un estado de confusión cultural y
moral?
 
En cierto sentido, todo este libro es un intento de respuesta a estas preguntas
o, al menos, un principio de respuesta. Pero hay una o dos cosas que podemos
decir desde el principio.
 
Como ya he apuntado, la gente suele ir en una o dos direcciones cuando se
plantea su comportamiento. Se puede vivir con las normas, con un sentido del
deber, con una obligación que se impone, quiera o no uno compartirla. O se
puede declarar uno libre de todo tipo de cosas y capaz de ser uno mismo,
descubrir la auténtica y propia identidad, alineándose con el corazón para
lograr ser auténtico y espontáneo a la vez. En realidad, Juana y Felipe era esto
lo que debatían, aunque no se dieran cuenta de ello. Jaime estaba también en
ello, pero lo estaba enmarcando dentro un reto mayor y más preocupante: en
primer lugar, ¿para qué estamos aquí? La respuesta fundamental que
exploraremos en este libro es que estamos aquí para convertimos en seres
genuinamente humanos, capaces de reflejar al Dios a cuya imagen y
semejanza fuimos creados, y hacer eso, por una parte en el culto y por otra en
la misión en su sentido total, sabiendo que lo hacemos siguiendo a Jesús. La
forma en que ello se produce por la acción del Espíritu Santo, es mediante
una transformación del carácter. Esta transformación significará que nosotros,
desde luego, cumplimos las normas, aunque no como algo impuesto desde
fuera, sino como resultado del carácter que se ha ido forjando en nosotros. Y
querrá decir que nosotros, desde luego, seguimos nuestro corazón y vivimos
con autenticidad solo cuando ese carácter transformado llegue a ser
plenamente operativo, como el de un piloto con toda una vida de experiencia
a sus espaldas: el duro trabajo en vanguardia da sus frutos en decisiones y
actos que reflejan lo que ha crecido en lo más hondo de nuestro interior. Y en
todo el ancho mundo el desafío al que nos enfrentamos es crecer y desarrollar
una nueva generación de líderes en todos los campos de la vida, cuyo carácter
haya sido formado en el servicio público y en la sabiduría, no en la ambición
por el dinero o el poder.
 
El centro de todo ello, el corazón de lo que se supone que sucede «después de
creer», es por tanto, la transformación del carácter. Esto es tan importante
que nos llevará otro capítulo estudiarlo con más detalle, antes de que
podamos volver a lo que Jesús y sus discípulos tenían que decir sobre el
tema.
 
2. 
2. La Transformación del Carácter
 
1
 
«Carácter» es el equivalente humano de las letras escritas a lo largo de un
palo de Brighton Rock. Es famoso lo que ocurre con este tipo de dulces
playeros: la palabra identificativa (Brighton o cualquier otra) no está
simplemente impresa en la punta, de modo que después de que alguien haya
chupado o mordido la primera mitad, no sea capaz de volverla a ver nunca.
No: la palabra está ahí todo el tiempo. Cortes por donde cortes, perfores por
donde perfores, las letras siempre estarán ahí.
 
Cuando usamos la palabra «carácter» en el sentido que le estoy dando en este
libro -el sentido que le asigna frecuentemente el Nuevo Testamento-,
queremos decir algo parecido. Carácter humano, en este sentido, es la
estructura de pensamiento y actuación que caracteriza y acompaña siempre a
alguien, de forma que entres a ella por donde entres (digámoslo así), te
encuentras con la misma persona por arriba y por abajo. Su opuesto sería la
superficialidad: todos conocemos a gente que a primera vista se presenta a sí
misma como honesta, agradable, paciente, etc.; sin embargo, cuando se
intenta conocerla mejor, uno termina dándose cuenta de que es únicamente
«fachada»; y, cuando se topa con una crisis o simplemente baja la guardia,
resulta ser tan deshonesta, antipática e impaciente como las demás personas.
 
El asunto es este: realmente, yo no sé cómo son manufacturados los Brighton
Rock y otras golosinas de regalo parecidas, pero un palo de caramelo no tiene
automáticamente algo escrito en todas sus partes. Alguien tuvo que ponerlo
allí. Del mismo modo, las cualidades del carácter en las que Jesús y sus
primeros seguidores insistieron como signos vitales de una vida cristiana
sana, no surgen automática o espontáneamente. Es necesario desarrollarlas.
Uno tiene que trabajarlas. Es imprescindible que la persona piense sobre
ellas, para poder hacer opciones conscientes y así permitir que el Espíritu
Santo vaya formando el carácter por caminos que, de entrada, parecen arduos
y «antinaturales». Solo de esta forma puede uno llegar a poseer un «carácter»
capaz de reaccionar inmediatamente, con sabiduría y buen juicio, a desafíos o
retos que e presentan de repente.
 
Uno puede decir cuándo ha sucedido esto y cuándo no. Lo ilustra bien una
historieta familiar. Un famoso predicador tenía un amigo que era bien
conocido por su mal genio. Un día, en una fiesta, pidió a su amigo que le
ayudara a servir unas bebidas. El predicador, por su parte, escanciólas
bebidas, llenando deliberadamente algunos vasos hasta el borde. Entonces,
pasó la bandeja a su amigo. Según iban caminando hacia la sala para
distribuirlas, chocó sin querer con su amigo, provocando que la bandeja se
moviera y que algunas bebidas se balancearan sobre el borde y terminaran
derramándose.
 
-Aquí lo tienes -dijo el predicador-. Cuando eres golpeado, lo que se derrama
es todo aquello que rebosas.
 
Cuando uno es sometido repentinamente a una prueba y no tiene tiempo para
pensar cómo va a salir adelante, siempre se pone de manifiesto su auténtica
naturaleza. Por eso, el carácter necesita constantemente ponerse a prueba:
todo lo que rebosa termina derramándose. Y uno no tiene más remedio que
hacer algo al respecto.
 
Otra historieta, igualmente famosa, pone de relieve algo parecido desde un
ángulo distinto. En este caso, la anécdota procede del mundo judío. Había
una vez un rabino que gozaba de una magnífica reputación por su
pensamiento lógico y claro en cualquier circunstancia. Para ponerlo a prueba,
una tarde empezaron a ofrecerle sin parar copas de alta graduación, hasta que
terminó dormido. Entonces, le trasladaron a un cementerio y le pusieron
ingeniosamente sobre a una lápida. Se quedaron para ver qué podía decir al
despertarse. Cuando llegó ese momento, aquel gran hombre no vaciló ni un
momento en su lógica. Dijo:
 
-Punto primero, si estoy vivo, ¿por qué me encuentro tumbado en un
cementerio? Punto segundo: si estoy muerto, ¿por qué tengo ganas de ir al
baño?
 
Incluso en circunstancias tan llamativas, su cabeza permaneció tan ordenada
como siempre.
 
El carácter, en este sentido, es un fenómeno humano general, que encierra en
sí, como una variante particular, el carácter cristiano. Hablamos de «malos
caracteres» para referirnos a esas personas que, cualquiera que sea el
estímulo, ponen de manifiesto una serie de características desagradables o
destructivas que les acompañan durante su vida, tanto en el pensamiento
como en las acciones. De forma parecida, hablamos de gente que tiene «buen
carácter». Aunque muchos se refieren a cosas específicas diferentes con esta
frase, la mayoría de nosotros sabemos en qué estamos pensando. Alguien así
será honesto, merecerá confianza, se mostrará equilibrado, fiable (también
dentro del matrimonio), amable, generoso, etc., etc.
 
Durante siglos, dentro de la cultura occidental se ha especulado mucho en
relación con algunos elementos pertenecientes a la doctrina cristiana, sobre lo
que se puede esperar del buen carácter. Aunque la cultura general ha ido
mostrando durante mucho tiempo signos evidentes de un intento de
abandonar sus raíces cristianas, existe todavía una considerable vinculación
o, si se prefiere, superposición entre la formación del buen carácter, en un
amplio y reconocido sentido, y la formación del carácter cristiano. Esta
superposición se reflejará a lo largo de todo el libro. Aunque nuestra
preocupación en estas páginas se va a centrar especialmente en el carácter
cristiano, forma parte de la pretensión cristiana afirmar que ser cristiano
implica llegar a ser más genuinamente humano. Cuando exploremos qué
significa desarrollar un carácter cristiano, veremos, consecuentemente, la
considerable correspondencia que existe con cuestiones más amplias sobre el
carácter, cuestiones que el conjunto de nuestra sociedad necesita
urgentemente redescubrir y desarrollar.
 
Entonces, ¿cómo se puede transformar el carácter? ¿Qué tipo de proceso
conduce a ello?
 
2
 
El carácter se transforma mediante tres cosas: en primer lugar, hay que
apuntar hacia un objetivo correcto; segundo, se deben prever los pasos
necesarios para alcanzar ese objetivo; y tercero, esos pasos tienen que
convertirse en algo habitual, algo así como una segunda naturaleza.
 
Todo esto suena bien y, por decirlo con claridad, es, sin duda, más fácil de
decir que de hacer. Y habida cuenta de que mucha gente ha abordado la
cuestión del comportamiento cristiano desde perspectivas muy diferentes,
será mejor que, antes de ir más adelante, demos un vistazo a esas rutas
alternativas.
 
Volvamos a la gente que encontramos en el primer capítulo. Para Jaime y
otros como él, la idea del carácter y de su transformación, tal como yo vengo
describiéndola, es, sencillamente, territorio extranjero. Una vez que ha
llegado a la fe, la gente de su Iglesia espera que tenga un determinado
comportamiento (y no que se comporte siguiendo otros posibles caminos),
pero esto es visto no en términos de carácter sino en términos de simple
obligación. En otras palabras, se espera que los cristianos vivan de acuerdo
con las normas. Cuando fallen, como ocurrirá, lo único que tienen que hacer
es arrepentirse y tratar de actuar más correctamente en la próxima ocasión. Se
sigue una vida cristiana o no se sigue. Cualquier insinuación o sugerencia de
alguna forma de transformación moral -un lento y profundo cambio de los
hábitos a nivel de corazón- resultaría sospechoso. Parecería una forma de
«justificación por las obras», es decir, un intento de ganarse el propio camino
de salvación. Seguir las normas (como insisten también Juana y sus amigos)
no contribuye a su justificación o salvación. Es exactamente lo que se espera
que haga la persona. De darse cualquier posible cambio de carácter, este
tendría lugar ya en la conversión mediante la acción del Espíritu Santo. Si el
Espíritu Santo ha venido realmente a vivir en el corazón y en la vida de
alguien, esa persona querrá automáticamente vivir de acuerdo con la voluntad
de Dios. No debería ser un asunto de esfuerzo o lucha moral. Una vez que se
ha accedido a la fe, una vez que uno ha creído, mantener la fidelidad a las
normas debería ser algo fácil. Y, si no lo es, siguiendo un texto no
explicitado, es imprescindible que el protagonista haga lo posible para que
sea.
 
Para Felipe, sin embargo, y para muchos que optan por una línea similar en la
Iglesia occidental de hoy, lo que importa es la «autenticidad». Ser veraces
consigo mismo es lo que cuenta. Dios te ha aceptado tal como eres; ahora tú
debes vivir lleno de gratitud por esta aceptación. Cualquier intento de forzarte
a ti mismo para someterte a unas normas y patrones morales determinados,
que parecen ajenos a tu propia personalidad, es una negación, tanto de la libre
aceptación que Dios te ofrece, como de tu propia autenticidad existencial.
Una vez que se ha accedido a la fe, es menester descubrir dónde se encuentra
cada uno y vivir de acuerdo con ello, haciendo espontáneamente cualquier
cosa que el corazón, en sus niveles más profundos, te enseña y sugiere que
hagas.
 
El objetivo de este libro es mantener una visión de la vida cristiana que,
superficialmente, tiene semejanzas con ambas perspectivas, pero también
diferencias radicales. Se trata de una visión que se sitúa en la tradición de la
vieja reflexión sobre la virtud, pero que se ha dejado transformar por el
notable desafío moral del mismo Jesús y de todo el Nuevo Testamento.
Trataré de ir aclarando todo esto con más detalle desde ahora. Pero de
momento, permítaseme esbozar de manera más completa, pero todavía
preliminar, qué es lo que yo entiendo por formación del carácter dentro de un
contexto cristiano y, en ese mismo ámbito, qué debemos entender por virtud.
 
¿Cuál es el objetivo o la meta final de toda la vida cristiana? No tenemos más
remedio que desarrollar un tanto el punto que insinué al discutir la
conversación de Jesús con el joven rico. Aunque muchos cristianos en
occidente han imaginado que el objetivo o la meta de ser cristiano es
sencillamente «ir al cielo cuando se mueran», el Nuevo Testamento ofrece
una visión más rica y más interesante. Sí, los que pertenecen a Jesús en esta
vida, están llamados a ir con él una vez que mueran; se trata de una promesa
que aparece en diversos lugares del Nuevo Testamento.
 
Sin embargo, esto es únicamente el comienzo. Al final -después de que
muchos de nosotros hayamos tenido algún tiempo de descanso y solaz en
presencia del mismo Jesús-Dios ha prometido al mundo en su totalidad y

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