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Esclavos de la comida - Paula Garcia Bernacer

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© PAULA GARCÍA BERNÁCER, 2020
© ARCOPRESS , S.L., 2020
Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin
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DESARROLLO PERSONAL • EDITORIAL ARCOPRESS
Directora editorial: Emma Nogueiro
Diseño portada: Beatriz Fernández Pecci
Corrección: Maika Cano
Ebook: R. Joaquín Jiménez R.
ISBN: 978-84-17828-51-6
A mi madre, mi maestra
PRÓLOGO 
¿Te cuento un cuento?
Érase una vez una niña que nació sana y que se expresaba de forma libre y
espontánea, sin preocuparle lo que los demás pensaran de ella. Sabía que lo
que sentía estaba bien, que lo que necesitaba también y que podía ser ella
misma mostrando enfado cuando algo era injusto, miedo cuando algo lo
sentía como amenazante, tristeza cuando se desprendía de algo valioso para
ella y alegría cuando la vida le regalaba algo.
Pero un día, esa niña espontánea sintió una punzada en el estómago. Por
primera vez, aquello que le nacía de dentro no era bienvenido. Aquello que
antes ni se cuestionaba, ahora alguien lo ponía en dudaba y lo juzgaba.
Puede que fuera su madre, su padre, tal vez un profesor o incluso una
vecina con la que solía jugar algunas tardes. Pero de pronto intuyó que
aquello que sentía no estaba bien, que no era bienvenido, que causaba
molestia. La niña seguía teniendo un techo bajo el que cobijarse, una
familia que le ofrecía seguridad, un plato caliente encima de la mesa, un
colegio en el que estudiar y desarrollarse intelectual y socialmente, una ropa
con la que abrigarse… Pero algo en ella estaba cambiando. Le habían
arrebatado aquello por lo que las personas nos movemos en este mundo: el
amor.
La querían, sí, pero algo en ella le decía que ese amor no era
incondicional. Había condiciones, que si cumplía, los niveles de amor que
recibiría serían más elevados. Y por contra, si no se adhería a esas
condiciones, esa aceptación, ese reconocimiento, esa mirada de aprobación
y de orgullo y ese cálido abrazo, tal vez no llegarían. ¡Pero lo necesitaba!
¿Y cómo no? La niña natural que todas fuimos necesita de ese amor
incondicional para hacer crecer todo ese amor que ya traía consigo de serie
por el mero hecho de nacer.
Sin darse cuenta, esa punzada en el estómago la sintió otro día, y otro y
otro más. Así que esa niña tuvo que tomar una decisión: aguantarse.
Aguantar sus ganas, sus miedos, sus deseos, sus preocupaciones, sus
frustraciones... De forma que la única manera que se le ocurrió de obtener
aquel amor que tanto necesitaba era esa.
Y se aguantó. Pero todos los miedos, deseos y necesidades que llevaba
consigo bien guardados, no se esfumaban por el simple hecho de no
sacarlos, así que inventó una forma para poder sobrellevarlo de la mejor
manera posible: ser perfecta. Si se adhería a ese estándar de perfección que
el mundo que le rodeaba esperaba expectante, recibiría aquello que perdió y
que tanto ansiaba.
¡Qué ilusa! Pensaba que tras ese esfuerzo atroz por encajar, por cumplir,
por hacer y por parecer, encontraría ese amor que le haría hacer crecer toda
esa energía de amor que traía consigo al nacer.
Pasaron los años y no ocurrió lo previsto.
Su cuerpo cada vez estaba más agarrotado, había perdido flexibilidad y
espontaneidad, cuando se relacionaba con gente nueva todavía se tensaba
más y cuando quedaba con aquel chico que le gustaba, esa punzada que
sintió por primera vez años atrás, todavía era más intensa.
Pero ahora sabía qué hacer para encajar. Así que sin ni siquiera ser
consciente de ello, empezó a dejar de ponerle nombre a lo que sentía y al
porqué. Solamente había ansiedad, como una tela gris que tapaba todas las
emociones y los porqués que había estado guardando a cal y canto todos
esos años. Pero no quería levantar esa tela. ¿Para qué? Su deseo no era
gustarse, era gustar. Y en el fondo de su ser, todavía quedaban algunos
resquicios de aquella niña natural que un día fue, y que le hacían saber que
si levantaba esa tela gris, vería algo muy doloroso que no podría obviar, y
que no podría girar la cabeza hacia otro lado como si nada tras desvelarlo.
Así que decidió cargar con esa máscara que le facilitaba adaptarse a su
mundo y ser lo que los demás esperaban de ella, pero se desconectó. Y en
sus intentos por representar ese papel en busca de aquel amor que tanto
anhelaba, dejó de ser.
Esta es mi historia, tal vez la tuya y la de tantas mujeres que se vuelven
adictas a la comida, a las drogas, a las relaciones o a cualquier flotador que
les depare la vida.
Es curioso. Cuando no resolvemos de raíz lo que nos ocurre, nos vamos
agarrando constantemente a diferentes flotadores que nos vamos
encontrando por el camino. Porque no nos queremos ahogar. Y cuando no
es uno, es otro. Quizás un día se llame Juan, otro Pedro, otro peso ideal y
otro fiesta desenfrenada.
Pero todos esos flotadores tienen algo en común: están fuera de ti,
distantes de tu niña natural que perdiste por el camino. Y por eso nos
volvemos adictas. Porque seguimos usando el mismo método que aquella
niña usó, el de buscar el amor, la serenidad y la calma allí, en algo ajeno, en
algo externo y en algo que no controlamos aunque deseemos con todas
nuestras fuerzas hacerlo. Y, ¡Dios! Se nos resiste, ¿Cómo no? No podemos
controlarlo todo, aunque soñemos con que el día que lo hagamos, seremos
felices. Pero no llega…
Y allí nos encontramos con la dependencia, con la adicción a ese flotador
que, al menos por unos momentos, nos hará sentir a flote. Aunque sepamos
que sin él nos hundimos, que sin él nos encontraremos con lo que más
miedo nos da, nosotras mismas.
Esa niña quiere que la mires, pero no, tú giras la cabeza porque ahora ya
no son los demás quienes dudan de sus verdaderos deseos, sino que es tu
adulta la que duda de ella. Tal vez la rechace y quiera que no sienta lo que
siente. Y vuelta a empezar.
¿Te suena esta historia?
Gracias Paula por levantar esa tela gris. Y no solamente por mostrarte a ti
misma qué hay debajo, sino por atreverte a compartirlo con tantas personas.
Quizás un día pensaste que la fortaleza radicaba en no mostrar todo aquello
que se escondía tras esa tela. Hoy sabes que mostrar, además de tus luces,
tus sombras, es aceptación, es incondicionalidad, es darle la mano a esa
niña natural que olvidaste que eras.
Porque desnudarse no es quitarse la ropa, sino simplemente ser, aun
sabiendo que tal vez no guste. Entonces querrá decir que ese flotador ya no
lo necesitas para nadar, porque ya sabes hacerlo sola.
Sandra Ferrer @programamia
En Londres, 30 de enero de 2019
La literatura señala que existe suficiente evidencia empírica que demuestra
que los antecedentes traumáticos ocurridos en la niñez constituirían factores
de riesgo frecuentes, inespecíficos y no determinantes para algunas
enfermedades como trastornos afectivos, trastornos ansiosos, trastornos de
la alimentación, trastornos disociativos y abuso de alcohol.
Verónica Vitriol G
(Unidad Psiquiatría Hospital Curicó)
1
Dónde empezó todo
A los dieciséis años toqué fondo con la primera gran crisis de mi vida, y
como en toda crisis, nadie la puede vivir por ti. Es una sacudida interna que
te obliga a buscar la manera en la que encontrar de nuevo la cordura, la
forma de salir del agujero y recuperar el equilibrio.
Cada una de mis crisis me ha obligado a mirar hacia dentro y a hacerme
más consciente de quién soy. Cada una me ha hecho mirar de frente a mis
fantasmas y ser capaz de escucharlos con atención en lugar de solo
creérmelos. Las crisis me han ayudado a darmecuenta de mis limitaciones,
de mis sólidas barreras para no sufrir ni exponerme; me han hecho entender
que muchos de los miedos experimentados surgieron para evitar arriesgar y
tomar la responsabilidad de mi vida; para no crecer ni comprometerme. Para
seguir siendo la niña.
En algún momento temprano dejé de sentirme feliz. No sabía qué se estaba
perdiendo para que fuese tan grande el contraste entre la vida de una niña
sin problemas y una joven triste y perdida. Estuve en conflicto desde
pequeña, recuerdo sensaciones y experiencias amargas desde los siete y
ocho años. Comencé a cuestionarme las cosas y concluí que había algo
defectuoso en mí. Los demás eran felices y capaces de relacionarse
adecuadamente con el resto de las personas, mientras que yo me hallaba con
grandes dificultades para sentirme cómoda siendo yo misma.
Recuerdo a una niña tímida e insegura que deseaba ser fuerte y respetada.
Una niña aterrada con cometer errores, que se tragaba las emociones y lo
vivía en silencio.
Empecé a tomar drogas a los catorce años (1998) y poco tiempo después
me enganché a las pastillas de éxtasis. Puede que la palabra «enganchar»
suene fuerte, pero la realidad es que tuve una gran dependencia. Me costó
casi una década romper el vínculo enfermizo que se creó entre mi mente y
las pastillas, algo que no confesé con nadie. Deseé fuertemente volver a
drogarme muchos años después de haberlas dejado, pero el miedo a la
posibilidad de revivir la angustia de mi experiencia vivida me mantuvo
alejada de ello. De lo contrario, habría continuado.
Racionalmente sabía que no quería consumir drogas, sabía que eran
dañinas y me habían hecho sentir muy cerca de la locura, pero la adicción
ahí estaba, y hasta que no empecé a conectarme más conmigo misma y
liberar miedos, no dejé de ansiarlas.
Tras la primera depresión que tuve en el año 2000, soñaba casi a diario que
me drogaba, y en cada sueño, llegaba a los delirios, llegaba a la máxima
sedación de una mente perturbada. Me despertaba con una mezcla de
sensaciones entre felicidad, culpa y pánico.
La experiencia de las drogas me traumatizó por mucho tiempo, de hecho,
creí que no sería capaz de curar mis cicatrices ni de vivir tranquila y feliz sin
necesitar sustancias que alterasen mi conciencia. Creí que no lograría salir
del caos y ser una persona «normal», pero finalmente, y aunque el término
normal puede ser interpretado de muchas maneras según la experiencia de
cada uno, yo puedo decir que he alcanzado la normalidad a la que me
refería. Necesité diecisiete años.
El primer año con las drogas era la novedad, fue una etapa en la que
cualquier cosa era maravillosa, la vida era intensa y emocionante. Las
drogas fueron la mayor diversión que nunca antes había vivido y, sobre
todo, me hacían ser capaz de relacionarme con las personas de la manera en
la que me sentía cómoda y más conectada con ellas: de una forma más
afectiva y profunda. Podía ser yo misma y los demás me acompañaban y
apoyaban. Era una sensación de unión. De vínculo. Las drogas también me
hicieron sentirme más fuerte y libre. Más respetada.
Los lunes había que volver al colegio, y aunque estaba cansada después de
no dormir durante el fin de semana, seguía recordando lo pasado con una
sonrisa, y esperaba entusiasmada a que llegase el siguiente día para salir.
Cuando me recuperaba del cansancio hacia mitad de semana, aparecía
entonces la intensa ansia porque se acelerase el tiempo, lo que me impedía
concentrarme y hacer las cosas propias de mi edad. Al llegar el día, la
desesperación por sentirme drogada cuanto antes hizo que en varias
ocasiones me pasara de dosis y perdiera completamente la cabeza. Quería
«volar», meterme en el sueño del éxtasis lo antes posible y hacer
desaparecer la tensión interna. Entonces la experiencia se convertía en algo
que no lograba disfrutar porque no me enteraba de nada. «Si te pasas te lo
pierdes, controla lo que te metes». Este era el eslogan que había por los
carteles de la carretera en aquella época, y yo sabía muy bien a qué se
refería.
Por segundos era capaz de verme delirando de forma siniestra, y entonces
pensaba que ojalá el ciego se pasase cuanto antes. A veces los delirios eran
muy desagradables y pasaba la noche viendo gente sin piernas, cabezas
cortadas, montañas de perros que se caían de arriba abajo; me veía mí
misma tirándome al vacío, escuchaba a mi pareja llamarme y la sentía
moverme desesperadamente para que despertara: «¡cariño, cariño, cariño!»,
pero entonces abría los ojos y no había nadie a mi lado. Era como estar
dormida con los ojos en blanco y despertarse, volverse a dormir y volver de
nuevo.
Hubo una experiencia que pasó factura y desde ahí las cosas empezaron a
oscurecerse. Una noche de sábado salí con dos de mis amigas a la discoteca
que por entonces íbamos. Hacia las 8-9 de la mañana cogimos el autobús
que nos traía desde Sueca hasta Valencia. Durante la noche habíamos estado
tomando pastillas, pero esa noche no me subieron demasiado. Decidimos
irnos a la casa de una de ellas, porque estaba sola, y compramos una bolsita
de pastillas para tomar allí las tres. De nuevo, el ansia por sentir el efecto
que todavía no había sentido esa noche, hizo que me tomara más de una
pastilla de golpe, lo que me hizo perder la consciencia durante todas las
horas que el efecto duró en mi cuerpo. No me refiero a quedarme
inconsciente de golpe como cuando se produce un desmayo, me refiero a
desaparecer, a no enterarme de nada de lo ocurrido durante todas esas horas
en la casa de mi amiga. Mi cuerpo estaba despierto, pero mi mente no sé
dónde estaba. Era parecido a los momentos en los que te ponen anestesia y
oyes al médico hablar pero tú quieres hablar y no puedes, y solo te enteras
de algo si se ríen o si repiten cosas, como si fueras una niña diciendo
tonterías.
Lo único que recuerdo, porque una de ellas hablaba muy fuerte contando lo
que estaba haciendo y venía a cogerme de la mano, es que me iba a una de
las habitaciones y me quedaba de pie con los ojos en blanco, mirando una
pared mientras balbuceaba cosas sin sentido.
Mi cuerpo estaba totalmente intoxicado, tenía la piel amarilla y seca, con
los pómulos hundidos. La mirada fue cambiándome, pasando a ser una
mirada con los ojos más saltones y oscuros, como en forma de alerta. La
mandíbula comenzó a desarrollarse cada vez más haciéndose más ancha, y
tenía la boca llena de llagas debido a la fuerza que hacía cuando me mordía
la carne de los lados de mi boca sin control. Mi sabor interno era el sabor de
la química, amargo y fuerte como el pegamento, y perdí unos 5 kg sin
proponérmelo. Pero a pesar de esto, seguía haciendo lo posible para llegar al
viaje una y otra vez, semana a semana. Ocurriese lo que ocurriese en mi
vida, nada era más importante que esto, ni siquiera mi familia. Las drogas lo
eran todo.
Dejaron de interesarme las personas que no se drogaban porque creía que
no tenía nada que compartir con ellas. La amistad dejó de ser amistad, pues,
si había drogas por medio, que alguien necesitase algo de mí era totalmente
secundario o terciario. Las drogas te hacen egoísta, estás hechizado por ellas
y solo vives desde el ansia a consumirlas. Cualquier cosa que se interponga
es tu enemigo.
Llegó el día en el que empezaron a vigilarme en casa. Mi madre quería
controlarme, y cuanto más lo hacía, más quería yo disgustarla. Ella sabía
parte de lo que estaba pasando, pero no llegaría a imaginar todo lo que
estaba haciendo. Había normalizado tanto el tomar sustancias que incluso
hubo ocasiones en las que alguien vino a verme a casa de buena mañana y
me despertó pintándome una raya. Un día cualquiera entre semana con el
pijama puesto, sin nada en el estómago.
Mis padres sabían que las cosas no iban por buen camino, rebuscaban mis
diarios por la habitación, mis profesores llamaban a casa. A veces incluso
me seguían. Imagino que debe ser muy complicado ser padre y vivir esto,
pero también es necesario tratar de entender a un hijo, más que obsesionarse
con dominarlo. Ahora comprendo que las cosas nose hacen porque sí.
Empecé a obsesionarme con mi madre, tenía incluso alucinaciones con
ella. Le tenía miedo, y mi mente me hacía verla allí donde estuviera. Esto
me dio mucho que pensar tiempo después respecto a los miedos y cómo
somos capaces de ver cosas que no existen.
La veía dentro de aquella discoteca cada semana, por todas partes. La veía
buscándome entre las personas, desesperada, y ahí me acribillaba la culpa.
Estaba aterrada pensando que iban a descubrirme y a destapar toda mi
mentira, y entonces, les habría fallado. Me sentía muy culpable porque no
quería hacerles daño; lo único que intentaba era ser feliz. Eso es lo que
buscamos con las vías de escape, dar salida al malestar.
En mi casa hubo una falta de comunicación afectiva importante y un nivel
de exigencia alto. No culpo a nadie por ello porque mi familia es
maravillosa, y además, en la vida no hay culpables, hay personas haciendo
lo que saben y como saben. Yo no he sido el mejor ejemplo de afectividad y
buenos modales, pero en ningún caso he querido hacer daño a alguien. Mi
propio veneno me ha hecho obrar de determinada manera, al igual que la
paz interior me ha hecho hacerlo de otra. En mi vida me he dado cuenta de
que es como yo esté lo que afecta a lo de fuera, y no al revés.
A finales del verano del año 2000 apareció el miedo de forma más aguda,
llegó el pánico. No reconocía esta emoción pero sentía la incomodidad y
angustia propias de la misma. No lo hablé con nadie y me negué a mí misma
lo que ocurría, como si no estuviera sucediendo, con la esperanza de volver
a encontrarme como antes y continuar exactamente igual de feliz. Sin
embargo, la fuente de mi felicidad y diversión estaba deteriorándose, al
mismo tiempo que yo lo hacía. Ahora ya no era tan divertido, vivía
angustiada por mentir a mis padres y empezaba a darme cuenta de que lo
que estaba viviendo era un engaño. Lo que compartía con esas personas no
era duradero ni real, todos cambiábamos una vez que salíamos de ese
estado, pero el enganche al éxtasis era muy difícil de paralizar, incluso
cuando empezaba a faltarme el aire diariamente.
Hasta que no vives la otra cara de una adicción no eres consciente de las
heridas que deja, no sabes lo que es vivir en una cárcel invisible. No sabes
lo que es sentir el final, lo que crees que es la muerte. El fin de tus días. El
fin de tu vida. Lo que has elegido, te ha matado. Es la máxima separación
que puede haber entre tu cuerpo y tu espíritu. Estás totalmente alienado.
Pero llegó la gota que colmó el vaso.
Después de unas semanas levantándome y acostándome hiperventilando,
creyendo que iba a morir, una alucinación mientras estaba en el colegio me
obligó a parar forzosamente. Una mañana entre semana, poco después de
llegar a clase, me senté en aquella mesa doble de color verde junto a mi
compañero, y pude ver cómo al mirarme, su cara se deformaba, como si
fuese de plastilina. Fue una imagen propia de una película de terror y tras
ello experimenté el primer ataque de pánico.
Esta imagen permaneció grabada en mi mente durante años, y desde ese
instante creí haber enloquecido. Todas las frases que me había dicho mi
madre cuando trataba de atemorizarme porque intuía lo que estaba pasando,
cobraron sentido: «Han dicho en la tele que los que toman drogas hoy serán
los locos de mañana». Desde ese mismo instante estaba loca. Había perdido
la oportunidad de vivir.
En base a creer esto fui experimentando el día a día con ataques de pánico,
fobias y depresión. Creía que los demás conspiraban para que yo creyese
que en realidad no estaba loca, para que pudiera vivir más tranquila. Pero yo
estaba segura de que estaba loca.
Cada vez que escuchaba pasar un coche con música tecno, veía
adolescentes vestidos con la estética del colectivo del que había formado
parte, o cualquier cosa que mi mente asociara con la etapa anterior,
empezaba a ahogarme. Se me bloqueaba la garganta, se volvía rígida la nuca
y toda la parte trasera de la cabeza, hasta que notaba unos fuertes pinchazos
por la zona del bulbo raquídeo y me quedaba totalmente bloqueada, como si
hubiese visto un fantasma.
«Siento lo que tú sentirías, si ahora mismo estando aquí, tranquila en la
cocina, vieses que todos los cajones se abren y cierran solos y vuelan los
cuchillos por el aire». Este era un ejemplo con el que trataba de explicar
cómo me sentía.
El proceso inicial de curación duró aproximadamente un año. Pasé la
mayor parte del tiempo metida en casa y siempre tenía que estar
acompañada. Suplicaba que no me dejasen sola, pues estar sola significaba
ver a los fantasmas y vivir el pánico de los cuchillos volando , pero mis
padres siempre estuvieron a mi lado; necesitaría más de cien vidas para
agradecer todo lo que han hecho por mí. Aunque seguí estando muy tocada
psicológicamente, tras ese año ya podía llevar una vida más normal.
Y fue a partir de aquí, en el último trimestre del año 2001, cuando me
convertí en una esclava de la comida. Recuerdo estar en casa de una amiga y
mirarme un segundo en el espejo de su salón, instante en el que me vi una
mujer desarrollada. Mi percepción fue la de verme unas caderas enormes, lo
cual no era posible porque pesaba menos de 50 kg. Entonces, la voz que
hablaba en mi cabeza, afirmó que no iba a desarrollarme más.
Empecé a experimentar lo que en algunas ocasiones había visto en alguien
cercano: comer menos. Al hacerlo, no solo las personas me decían que
estaba más delgada, lo que me ilusionaba y hacía sentir fuerte, sino que
además, controlando la comida parecía manejar mi ansiedad. Me estaba
dando seguridad. Así que como a quien le funciona comerse un kiwi en
ayunas, empecé a repetirlo y radicalizarlo.
Me encontraba mejor, más estable, menos loca . Volví a tener ganas de
salir. Volví a sentirme como una chica de mi edad, con ganas de vivir, pero
siempre en alerta. Así que una noche quedé con amigas y nos fuimos de
fiesta, sin drogas ilegales, sino que bebí algunas copas de licor de
melocotón.
Esa noche alguien me ofreció un trabajo en un pub del barrio del Carmen.
Yo no había trabajado de camarera antes, pero lo vi como una forma de
ganarme un dinero para mis cosas y experimentar algo nuevo. Tenía más
que claro que no iba a consumir drogas, solo pensarlo me despertaba el
pánico, pero sí era el momento de abrirme a conocer más gente y
relacionarme.
Después de estar unas horas en una sala en Pinedo, decidimos pasar a la
discoteca que había al lado, y el encargado de esa sala también me propuso
trabajar allí. Así que empecé a trabajar por la noche y tuve la voluntad de
decir no a las drogas durante meses, pero llegó el día en el que las retomé.
Esta puerta se abrió con el cristal 1 pero progresivamente lo que más acabé
consumiendo fue cocaína y alcohol, aunque también pastillas, speed , cristal
y en algunas ocasiones, ketamina. Sobre todo el último año de consumo
(2005).
Durante todo este periodo tuve muy fácil acceso a las drogas porque estuve
trabajando en diferentes cargos de personal de discotecas y todo el mundo
me invitaba. Mis parejas y amigos, todos eran de la noche. Por más que me
decía a mí misma «este fin de semana no», era inevitable, pues las
tentaciones estaban por todas partes.
Dejé de lado los estudios de la universidad, dejé de lado el deporte y
dejaba colgado a mi entrenador, dejé la relación con mis amigas del colegio,
me aislé cada vez más de mi familia. La relación con mi madre era
insufrible, nos gritábamos a todas horas. Vivir en mi casa era lo mismo que
vivir con una soga apretada al cuello.
La causalidad de la vida hizo que me cruzase en el camino con alguien que
fue uno de mis grandes espejos. Habría sido la última persona que habría
imaginado cruzarme, pero conocerle fue lo que necesité para salir de las
drogas. La misma semana en la que le conocí, había estado metiéndome
rayas sola en casa. La misma noche en la que le conocí, estaba muy
depresiva, sin consuelo, pero uno de mis grandes amigos insistió en que
saliera, y ahí se produjo el cambio. Te hablaré más de esta historia en EL
CONTROLY LAS RELACIONES (capítulo 6).
En este periodo iba a entrenar al gimnasio y tomaba efedrinas 2 , tenía
atracones, tomaba pastillas para adelgazar, había días que apenas comía,
estaba obsesionada con cada parte de mi cuerpo, con la báscula, con la
comida y, además de eso, llegando al límite con las drogas.
La experiencia con esta persona me hizo ser consciente de que estaba
bloqueada ante una vida que no me hacía feliz, y pude ver mi
estancamiento, pero, sobre todo, me di cuenta de que podía elegir y cambiar
de vida.
Conocerle también me condujo a interesarme por el teatro y, un año más
tarde, lo descubrí. Entrar en contacto con mis emociones y vivir la presencia
— dos de las cosas más importantes para actuar— fue algo magnífico, una
terapia transformadora. Entonces dejé Valencia para empezar una nueva
vida en Madrid, donde la interpretación y la propia ciudad me hicieron nacer
a los veintitrés años.
EL AMOR PROPIO, EL GRAN BUSCADO
Desde que inicié el camino del teatro, un camino en el que me conectaba
con las emociones y era lo que había dentro de mí en cada instante,
momento a momento, descubrí que comenzar a amarse era más sencillo de
lo que pensaba. No era fácil, pero sí más sencillo. No había que hacer
mucho más que escucharse con el corazón e ir desaprendiendo algunas
normas impuestas. En mi caso, la locura de tener que ser perfecta en todos
los ámbitos me obligaba a hacer las cosas que los demás esperaban de mí, lo
que me convertía en alguien muy vulnerable que no vivía su vida, sino lo
que los demás querían. Por este motivo no sabía quién era, pues desconocía
totalmente mis necesidades para satisfacer las de los demás.
Antes del teatro y Madrid recuerdo preguntarme quién era y no tener la
más absoluta idea. Llegaba a enloquecer tratando de encontrar la respuesta
en mi mente, pero no había forma de hallarla. Vivía desesperada probando
más y más cosas con el fin de encontrarme, de conectarme con algo que me
hiciese creer en la vida y en la esperanza de que era posible vivir sin aquel
vacío, desconociendo que la solución estaba dentro de uno.
Desde los 8-9 años hasta prácticamente toda mi veintena viví batallando
continuamente contra mi persona. El rechazo era insoportable y me hacía
estar continuamente perturbada, estallando cuando menos lo esperaba y
viviendo de forma extremadamente impulsiva, sin importarme las
consecuencias. No era yo quien tenía esos comportamientos radicales, sino
una mente enferma por ir en contra de quién era realmente, por haber ido
censurándome y callando mi voz. Por haber querido justificar a todos y no
haberle dado importancia a lo que sí me importaba. Por haber dicho blanco
cuando sentía negro y por haber tragado cuando quería vomitar.
Ponerle una tapadera a la olla de mis emociones y pensamientos, viviendo
con una máscara, hacía que estuviese enfadada con el mundo y rechazando a
esa impostora. Sin saber por qué, así me sentía, pero tiempo después tuve
una revelación. Me di cuenta de que haciendo lo que los demás esperaban de
mí les estaba mintiendo, estaba siendo una hipócrita en busca de la
aceptación que no sabía darme a mí misma; en busca de un suministro de
amor externo que equilibrase, de alguna manera, la batalla interior. De esta
manera aparecía la culpa continuamente, me odiaba por no tener valor a
decir lo que pensaba, haciéndome sentir cada vez más vulnerable y
dependiente de la aprobación de los demás. Cada vez era menos yo, y cada
vez era más lo que los demás querían que fuese. Actuaba en mis relaciones,
hasta mi voz cambiaba. El miedo a los errores y a hacer o decir algo que
supusiese el rechazo o abandono por parte de la otra persona era
inaguantable. La intimidad era muy incómoda.
Vivir la soledad me ayudó a conocerme. Me ayudó a saber estar conmigo
misma y no necesitar tanto de ese suministro de amor externo. Descubrí una
paz que no había tenido antes y empecé a alinear mis pensamientos con mis
emociones y acciones. Entonces no salía si no quería salir y no me obligaba
a tener que estar para alguien. Y tan solo estas pequeñas cosas, hicieron que
empezase a tener autoestima.
Algunas personas creen que el amor propio es egoísmo o egocentrismo,
pero cuando nos centramos en ser nuestra prioridad y conectamos con
nuestras necesidades, somos capaces de transformar el mundo, contagiando
positividad, esperanza y calma. Si cada uno de nosotros nos centrásemos en
nuestro bienestar y equilibrio personal, provocaríamos un gran cambio en el
mundo.
Yo me di cuenta de que cuando no somos coherentes con nuestras
decisiones, con lo que hacemos, cuando no somos quienes somos, cuando
no decimos lo que sentimos, cuando nos exigimos más continuamente para
coleccionar éxitos, para ser admirados, terminamos torturándonos de alguna
manera, y esta tortura nos hace vivir infelices. Y si yo soy infeliz reacciono
negativamente en mis relaciones personales, creando lazos de incomodidad,
desconfianza, enfados, envidia. Miedo. Nos cerramos a la vida.
En este libro te hablo desde mi propia vivencia, de aquello vivido y
aprendido en mis carnes, junto con las conclusiones que he sacado en el
camino. Habrá tantas formas para llegar a la curación como personas en el
mundo.
Esclavos de la comida te habla de una experiencia personal a lo largo de
casi veinte años.
1 Metanfetamina (MDMA). Es una droga estimulante muy adictiva. Es un polvo que se puede
presentar como una píldora o una roca brillante (llamada cristal).
2 La efedrina es un fármaco para combatir el asma que actúa como estimulante leve en las
terminaciones nerviosas del sistema simpático para dilatar los bronquiolos. Puede reproducir
algunos síntomas de intoxicación propios del MDMA como aumento del ritmo cardíaco y tensión
arterial alta. Si se toman dosis suficientemente altas, estos efectos se relacionan con un aumento de
la excitación y la ansiedad, y es cuando los consumidores sienten el efecto de la droga.
La enfermedad del control
«El odio hacia nosotros mismos puede transferirse al odio al propio cuerpo
y ello derivar a una obsesión por adelgazar, lo cual nos ayuda a transferir el
dolor en algo más soportable».
Sandra Navó (Adiós a las dietas )
2
Adicción a restringir
Al principio, dejar de comer era excitante. No sabía, y ni siquiera me
planteaba, de dónde venía aquel impulso. Era guiada por una fuerza interior
de la que no tenía consciencia alguna, pero una vez lo experimentaba, me
hacía sentir bienestar y euforia. Comenzar a restringir y ser capaz de
controlar la comida y el cuerpo significaba superarse. Era lo más parecido a
ganar un premio Nobel, algo admirable y sobresaliente que ni de lejos,
había logrado antes.
Cuando era pequeña me sentía el patito feo, la niña que no destacaba por
nada. Miraba a mis amigas y las veía preciosas, modernas, populares; pero
yo me veía a mí misma como a alguien vulgar y vergonzoso. Recuerdo
mirar a algunas de mis amigas y desear inmensamente tener sus cuerpos
cuando ni siquiera tendría once años.
La forma en la que se mira afuera no es la misma con la que te miras a ti mismo, porque son
«las percepciones, creencias y sentimientos de una persona hacia su aspecto lo que tiene más
probabilidad de determinar su imagen corporal que sus características físicas reales ».
Superar una imagen corporal distorsionada, Lorraine Bel y Jenny Rushforth.
Recuerdo, en estas edades, tener la seguridad de que no iba a ser
correspondida en el amor, que los chicos que me gustaban me rechazarían.
Y cada vez que me gustaba alguien, este prefería a una de mis amigas, lo
que me hacía corroborar en mi mente que cualquiera de ellas era mejor que
yo. Vivía para adentro, tragando las emociones y sintiéndome menos, y
aunque con los años fui destacando por muchas cosas y teniendo éxitos,
nunca sentí que aquello fuese suficiente. Nunca de verdad creí que fuese
suficiente.
Recortar la comida y sobre todo ver los cambios que iba adoptando mi
cuerpo físico, fue el anclaje con la anorexia. Estaba siendo capaz de
dominar una de las cosas más difíciles, a mi mente, y al hacerlo,no solo
veía que mi cuerpo cambiaba a una forma con la que me estaba sintiendo
muy cómoda, sino que con ello, había logrado sentirme estable, dueña de
mi vida y de mis emociones. Me tomé tan en serio el hábito de restringir
como quien inicia un cargo profesional de gran responsabilidad, y me juré a
mí misma que no me defraudaría. Esta vez iba a ganar, sería capaz de
lograrlo.
Cada día que pasaba disminuía de tamaño, era asombroso. El primer fin de
semana que puse en práctica la restricción perdí casi 3 kg. No había
experimentado antes la pérdida de peso de forma voluntaria, no había sido
una prioridad en ningún momento de mi vida. De hecho, tampoco en este,
porque la pérdida de peso en sí es lo menos importante de todo el asunto,
sin embargo, es lo único que llegamos a percibir, la capa más superficial.
De dónde venía la necesidad de cambiarme, de dónde venía la necesidad
de dejar de comer y de controlar cada kilocaloría eran las preguntas
importantes. Para qué lo hacía.
Ese primer fin de semana me limité a comer tres piezas de fruta en la
comida y tres en la cena, y lo llevé bien, no me ocasionó ningún
sufrimiento. Con el paso del tiempo, aunque la mente es muy poderosa y te
vuelves una persona rígida, la ansiedad va apareciendo con fuerza, y el
pensamiento de cuándo llega la siguiente comida se vuelve frecuente, se
convierte en una obsesión. Cuanto más espacio va ocupando la comida en
tu mente planificando menús, contando calorías y estableciendo horarios de
los que no puedes pasarte, más dominio esta sobre ti adquiere. De pronto,
todos tus pensamientos se han convertido en la comida. Si piensas en el
cumpleaños de tu amiga, te lo llevas a la comida. Si piensas en salir el fin
de semana con tu pareja, te lo llevas la comida. Si piensas en la acampada
del colegio, comida. La excursión familiar, comida. Las Fallas, comida.
Navidades, comida. Estudiar en casa de tu compañera, comida. La comida
empieza a condicionar todas tus decisiones, y entonces, para evitar sufrir,
comienzas a decir no a los planes.
Las primeras semanas vivía una alegría similar a la de un enamoramiento.
Sentía esa mariposa en el estómago y el entusiasmo al escuchar que te ha
llegado un mensaje de la persona amada, pero en este caso, mi entusiasmo
resultaba al ver el número que marcaba la báscula. Ella era ahora mi pareja,
para quién me desvivía y con quien contaba antes que con nadie para tomar
cualquier decisión. Ella tenía ahora la primera y la última palabra.
El ritual de las mañanas era el momento más importante del día. A veces
me despertaba en la madrugada y me costaba volver a dormirme deseando
que llegase la hora de levantarse para ver mi peso y cuerpo más delgado.
Estaba poniendo mucho de mi parte y sabía que habría un gran resultado,
así que en cuanto llegaba una hora aceptable, saltaba ansiosa de la cama y
me iba directa al baño. Echaba el cerrojo y corría la mampara de la ducha,
la cual tenía un espejo vertical. Sin hacer ruido, movía la báscula del suelo
separándola de la pared, y después me quitaba el pijama y todo aquello que
pudiese dar un mayor peso, como pendientes o anillos. Entonces me pesaba
y observaba los cambios de mi cuerpo en aquel espejo, y aunque yo no era
consciente de si lo que estaba haciendo era algo grave o equivocado, mi
mente, sin embargo, me indicaba que lo hiciera «sin que nadie se enterase».
En esta etapa inicial, prácticamente todos los días perdía algo de peso, y
era en esos instantes de la mañana, cuando todavía no había comido ni
bebido y mi tripa estaba completamente seca con los huesos más marcados,
cuando me gustaba. Una vez comía o bebía, ya no podía volver a mirarme.
Me daba miedo ver un vientre más hinchado, diferente a la imagen que
tenía grabada del momento en ayunas.
Cuando te enganchas a esto nada tiene un papel más importante en tu vida
que volver a encontrarte con la imagen deseada en el espejo, una imagen
que no es sostenible ni a largo plazo, ni viviendo con salud. Es como querer
ganar el doble de tu sueldo teniendo ya un trabajo de jornada completa.
Puedes hacerlo si trabajas de forma temporal en otro sitio por las noches o
de forma intensiva los fines de semana, pero solo por un objetivo concreto y
para muy corto plazo. Cuando hubieses trabajado setenta horas semanales
durante varias semanas, comenzarían a aparecer síntomas, tanto físicos
como mentales. A nivel espiritual te sentirías desconectado, te habrías
convertido en una máquina automática con muy baja energía. Tu mente
estaría agitada, descentrada, triste, obsesiva, ansiosa, pesimista… Estarías
forzando tu cuerpo y mente hacia algo que no es realista, ni sostenible a
largo plazo. El cuerpo, la mente y el espíritu requieren descanso para ser
funcionales y no enfermar, y pasarlo por alto sería obviar las necesidades de
ser humano. La anorexia rehúye de las necesidades básicas del ser humano,
porque el dolor y rechazo hacia uno mismo son tan grandes que se niegan
las propias necesidades. Lo único importante es bajar el peso lo más cerca
posible del 0, de la muerte. La salud no importa. Perder la regla no importa.
Perder el pelo, molesta, pero se aguanta si eso significa acercarse más al 0.
Vivir con frío permanentemente, es algo secundario, incluso motiva la idea
de comprobar que estás bajo de grasa. Tener problemas óseos, arritmias o
desnutrición no es un problema, ni te lo planteas. El verdadero problema es
no haber nacido siendo otra persona, no poder cambiarte y ser la hija que tu
madre esperaba. Que te molesten con la comida o te quieran controlar son
también algunos de tus problemas, sin embargo, ya sabes que ahora eres tú,
por primera vez, quien va a controlar su vida.
Creer que eres tan fuerte como para perder el peso que te propongas y ver
en el espejo que vuelves a ser una niña, con la cara más fina y el cuerpecito
más menudo, es la recompensa que obtienes al dejar de comer.
Experimentas que tú puedes hacer que tu cuerpo cambie y no que él se
desarrolle por sí mismo. Tú puedes transformarlo, tú puedes controlarlo. No
quieres las caderas de la mujer, no quieres desarrollarte más. No te sientes
capacitada para la vida. Rechazas lo femenino. Tal vez rechaces a tu madre,
como yo hacía, y quieras demostrarle que sí puedes, que sí eres capaz de
hacer lo que te propongas. Lo que todavía no sabes cuándo inicias esto, es
el precio que vas a pagar para conseguir llevar tu cuerpo contra natura.
La adicción a bajar de peso implica que cada vez necesitas recortar más
comida para obtener el placer de esta droga, que es la inyección de poder
que consigues al bajar de peso a un ritmo rápido, como al principio. Te
enganchas a mirar y mirar el número en la báscula como quien se engancha
a mirar cien veces al día Instagram para ver cómo crecen sus likes o
seguidores. Y si el resultado no es el que se espera, no dejas de pensar qué
más puedes hacer para seguir bajando.
Cuando iba con mi madre al hospital para que me vieran y pesarme, estaba
atemorizada con ver que aquella máquina precisa diese un resultado mayor
que el que marcaba mi pareja , y aun sabiendo que había bebido litros de
agua para dar un mayor peso, solamente el hecho de pensar que vería el
número más alto, me alteraba.
La adicción a restringir cada vez más podría ser algo parecido a cuando
necesitas aumentar la dosis de una droga para obtener el mismo efecto, pero
a la inversa. Así, al disminuir la dosis de comida, vas obteniendo lo que con
el paso del tiempo se ha ido perdiendo, porque el peso, en un momento
dado, empieza a bajar más lento, y tu «droga» deja de ser tan placentera. Y
necesitas recuperarla.
El control de la comida me ayudaba a no recordar las pastillas ni a pensar
en los ataques de pánico. De alguna manera, al centrarme en esto, silenciaba
los pensamientos relacionados con las alucinaciones grabadas en mi
memoria y la supuesta locura. También paliaba las ganas que en el fondo
tenía de drogarme, psicológicamente estaba muy apegada a las pastillas.
Entonces, toda mi atención estaba puesta en la comida y el peso, y los otros
problemasse ocultaban. Si me centraba en contar gramos, mirar mi cuerpo
y planear menús, no me atrapaban los recuerdos y el ansia porque nada de
lo anterior hubiese ocurrido.
Mi mente buscó la manera para vivir este momento de una forma más
llevadera, y aunque lo más acertado hubiese sido enfrentarse a sentir el
malestar y trabajarse los problemas, en ese momento no era consciente de
muchas cosas. No tenía consciencia sobre la consciencia , ni sabía que,
además, estaba reaccionando de acuerdo a una manera subjetiva de percibir
el mundo.
«El control de la comida implica que está el sistema nervioso activado. Hay mayores niveles
de cortisol y adrenalina en sangre, mayor bombeo y ritmo cardiaco y mayor presión arterial.
El ser humano se mueve por lucha y huida, y nuestro diálogo interno nos lleva a la lucha o
huida. Nuestro organismo, de forma natural, va a llevarnos al equilibrio porque necesita
volver al reposo, a entrar en contacto con la calma y el placer, con la relajación, seguridad y
saciedad». Marta García, psicoterapeuta experta en TCA.
Y de forma natural mi organismo buscó otra manera con la que obtener
equilibrio y sensaciones agradables. Creía que el caos que había estado
viviendo se estaba disolviendo, pero déjame decirte que no es posible
disolver algo a lo que le giramos la cara. Optar por poner parches a nuestros
miedos sin enfrentarnos a ellos no nos permite superarlos, y la anorexia era
un parche con el que seguía ocultando lo que tanto daño hacía.
3
El aislamiento
La satisfacción que me estaba reportando la enfermedad era muy superior a
los momentos en los que podía desear algún alimento concreto, y de ahí
nacía la fuerza para seguir adelante. Había una especie de remuneración
ante el esfuerzo, y esta era sentirme mejor conmigo misma. Creía que la
seguridad que ahora sentía era definitiva, que las cosas habían cambiado,
pero no era real. Fantaseando con convertirme en la supermujer me
mantenía distraída y engañada.
Compraba la ropa pensando en el futuro, para cuando bajase de 45 kg. A
veces, ni siquiera llegaba a estrenarla porque en el fondo no me veía bien
para llevar esa ropa, pero me entusiasmaba el hecho de comprarla creyendo
que llegaría ese momento en el que me vería perfecta.
Cuando vas poniendo la atención en el futuro te escabulles del ahora. No
tomas la responsabilidad de tus problemas, y esto te coloca en una posición
cómoda a la vez que destructiva. La realidad es que al estar tan enrevesados
y solapados por capas y capas, muchas veces no sabes cuáles son tus
problemas. Es muy posible que no tengas ni idea de que estás escapando de
algo mientras llevas la atención a tu cuerpo.
Cuando el tiempo va pasando te acostumbras a poner tantas excusas para
decir no a todo aquello que implique presencia de alimentos, que al final
esta palabra te sale sola. El no es una reacción automática que aparece
dentro de ti mucho antes de que la otra persona que te está proponiendo un
plan haya terminado su frase. No importa lo atractivo que sea lo que te
propongan, tú ya sabes que vas a decir no , porque en ese plan habrá comida
y tendrás que exponerte y compararte de alguna manera.
Te haces un profesional del autoengaño y de las mentiras. Te niegas al
placer, a la diversión, al contacto. Te prohíbes la intimidad porque es en esta
donde resurge la persona que has enterrado. Niegas tu cuerpo, y con ello,
todo lo que estimule tus sentidos y las emociones. El placer que sí te
permites es el placer que te da el control, pero para los demás te cierras,
porque además crees que no te mereces disfrutar. Y así vas viviendo cerrado
a la vida y pierdes la escucha con tu cuerpo. Pierdes la intuición que tenías
cuando eras un niño. Por entonces sabías lo que necesitabas y cuándo
dejabas de necesitarlo, pero ahora tu cuerpo se ha apagado, está
profundamente dormido, y en ese sueño, también se han dormido tus
emociones. Y te vas volviendo cada vez un poquito más frío. Más
indiferente. Cada vez las cosas te afectan menos, hasta que llega el día en el
que te dejan de importar.
Sentir se convierte en una especie de pecado que te hace entrar en contacto
con algo muy doloroso: tus necesidades físicas, lo que sientes como algo
inmoral que reprimes continuamente. No puedes tener necesidades, debes
ser una máquina. Si sientes, has hecho algo mal. Dejar que fluyan las
reacciones de tu cuerpo se vive como una pérdida de control que podría
delatar quién eres; podría hacerte ver qué sientes, lo que ocultas bajo un
disfraz de indiferencia y fortaleza, pero tú no lo sabes, y es al verte
descontrolado por las reacciones de tu propio cuerpo cuando te darías
cuenta de que tu disfraz no eres tú. Y ese es el verdadero dolor, darte cuenta
de tu gran mentira.
Lo más seguro, por tanto, es evitar las posibles amenazas y aquellas cosas
que te hagan sentir descontrolado, propasado, corrompido. Controlar la
comida se vuelve más difícil cuando los sentidos están estimulados, de
manera que te vas dando cuenta de que lo mejor para mantener tu estricta
disciplina y seguir llevando el disfraz de un poderoso autocontrol es
aislándose, viviendo alejado de toda posible tentación.
Si no era yo quien compraba los alimentos y los cocinaba o no conocía a
ciencia exacta que eran aptos para alcanzar mi objetivo, representaban una
amenaza, y por ello me negaba a comer cualquier cosa que no comprase o
cocinase yo misma. No iba a restaurantes, porque aunque pidiera algo ligero
no podía controlar que así fuera exactamente. Mi madre solía cocinar
bastante saludable, pero aun así la mayoría de sus platos estaban prohibidos,
y cuando decidía comer algo que ella preparaba porque era más acorde a mi
dieta, me pegaba a su lado como un policía y le atosigaba a preguntas sobre
qué había añadido, cómo lo había hecho, cuánto aceite había puesto. Me
volví desconfiada de la comida de los demás. Desconfiaba de mi madre.
Creía que me mentía diciendo que no había puesto algunos ingredientes a
los platos que en realidad sí tenían.
Y con este aislamiento cada vez fui recortando más mi vida social. El
mero hecho de estar con personas en el recreo de clases y que me hicieran
la pregunta de: «¿quieres probarlo?», señalando a algo que estuviesen
comiendo, me provocaba ansiedad, por lo que cuando me imaginaba en la
casa de otros o saliendo de bares, colapsaba.
Cuanto más adelgazas más obsesivo te vuelves con la comida. Te da
miedo perder eso que ya has conseguido, lo que manifiesta tu apego a la
báscula. El acto de sentarse a comer en una mesa con más personas te pone
muy nervioso, como si ese momento fuese algo de vida o muerte. Y
mientras te sientas en la mesa y comes, batallas en tu interior, y sumas,
restas, compensas; anticipas comidas futuras, te ordenas lo que deberás
recortar después. No hay ni una pizca de presencia, sino una voz exigente y
castigadora.
Cuando sentados en la mesa alguien comenta alguna cosa sobre tu plato o
sobre tu peso te enfadas, pero si no lo hacen también te enfadas, porque
crees que sí lo están pensando. Y eso es porque tú mismo te juzgas tanto
que proyectas afuera todos tus pensamientos juiciosos.
Es muy duro comer junto a otros porque además de lo anterior también te
toca lidiar con la comida de sus platos, y entonces, inevitablemente, te
enfrentas a una verdad muy incómoda, una verdad que no paras de negarte,
que es lo que a ti te gustaría comer esos platos. Pero eso no está permitido,
pues si lo haces, te pierdes. Perderías a esa nueva persona que has creado. Y
te enfadas, aunque no seas consciente. Vives enfadado con el mundo porque
es insoportable privarse tanto a la vida. Es inhumano aguantar tal dictadura.
Vives enfadado, porque lo que se dice a sí misma una persona con un
trastorno alimentario es despiadado. Sin embargo, el hecho de vivir
irascible y enajenado puede traerte algo positivo, que es facilitarte el
aislamiento, porque descubres que al final lo que mejor te hace sentir es
estar solo, ya que además de evitar perturbarte ante prohibiciones, crees que
siendo la persona que eres, los demás van a acabarodiándote. De esta
manera te cuentas que tienes otras muchas cosas importantes que hacer, y
que por eso no te es posible compartir con otros. Y casi siempre te lo crees.
Y pasan los meses y no te relacionas con nadie, lo que incrementa tu
obsesión con la comida y el peso porque solo vives ahí .
Sabes que ahora ya no eres aquella persona de trato fácil que eras, tienes
muchas manías y crees que vas a ser rechazado, pero estando solo tampoco
eres feliz. Aunque ha sido tu voluntad aislarte, no lo has elegido por amor a
pasar tiempo contigo, sino para evitar más sufrimiento.
Cuando me aislaba creía que no había tanto conflicto porque no había
espejos en los que mirarse. No me preguntaba continuamente qué estarían
pensando los demás de mi comportamiento ni cuánto me estarían juzgando.
Podía ser lo que en aquel tiempo era y mostrar la verdadera cara de la
obsesión, ira y control sin que nadie lo juzgase. Cuando estás solo estás
cómodo porque las cosas son a tu manera y las controlas. Entonces no
estallas ni reaccionas miedoso como cuando te ves obligado a nadar en la
incertidumbre, lo que trastorna tu mente.
Con el paso del tiempo, el aislamiento fue dejando huella. Ya no solo me
negaba a la comida, ahora también al ocio y a las relaciones personales.
Aislándome controlaba todos los alimentos a los que estaría expuesta y
evitaba todos los juicios a los que podía exponerme, creyendo que así mi
vida era estable. La vida te puede parecer más estable con anorexia porque
acabas controlando todas las escenas de tus días. Tú mismo provocas que tu
vida sea exactamente como la anticipas en tu mente, y no corres el riesgo de
improvisar. No te permites salir ahí fuera y dejar que las cosas ocurran. No
hay sitio para lo incierto ni para los cambios de planes.
Recuerdo que un año, por mi cumpleaños, mi pareja apareció por casa de
forma imprevista. Serían las 20:00 h de un 28 de enero. Mientras estaba
preparándome para cenar un mísero plato de espárragos blancos con
cogollos de lechuga sin aceite, tocaron al telefonillo de mi casa. No le
esperaba.
Descolgué el telefonillo y tras preguntar quién era, dijo: «baja». Pensé qué
narices quería viniendo a mi casa sin avisar a esa hora, y me enfadé
muchísimo, pero como solía hacer, no lo exterioricé. Entonces bajé al portal
muy tensa, aguantando la ira, y me dijo que me subiera al coche, que
íbamos a dar una vuelta.
Mis pensamientos me decían: «No me estará llevando de cena, ¿verdad?
¿Por qué diablos no se va a su casa y me deja en paz? Con lo tranquila que
estaba yo en la mía. Qué pesado». Y empecé a rumiar miles de posibles
excusas para que me llevase lo antes posible de vuelta a casa.
Temía que me llevase de cena porque yo había planificado otro tipo de
cena, y aunque fuese el día de mi cumpleaños, era un día más, qué
importaba.
Entonces paró el coche y aparcó al lado de una gasolinera. Señalando con
el dedo me dijo que entrase en aquel restaurante, al cual nunca antes había
ido. Me dijo que íbamos a cenar allí, y en ese momento me di cuenta de que
ya no había escapatoria. No tenía otro remedio que hacerlo, y el fuego de
mi cólera, aumentaba.
Estaba a punto de estallar en un ataque de furia cuando caminaba por
aquel pasillo de colores vivos mientras él lo hacía detrás de mí. De repente,
vi que al fondo del salón estaba un amigo, y me salió una sonrisa forzada.
«Maldita sea, qué casualidad», pensé con un cabreo importante. Entonces vi
a su lado a otro amigo. Y al lado de este, a varias amigas. Miré bien y me
tomé un tiempo para entender tanta casualidad. Tras ello, me di cuenta de
que ahí estaban todos mis amigos esperándome. Amigos que incluso no se
conocían entre ellos, pero estaban allí por mi cumpleaños.
Me quedé muy sorprendida. Lo que realmente pensé en ese momento fue
que nadie había hecho eso por mí antes. Que era realmente bonito haber
buscado a todo el mundo sin ni siquiera conocerlos, para mostrarme su
cariño y compartir ese día especial conmigo. Me giré y lo miré asombrada y
él me dijo: «¿te ha gustado la sorpresa?», sonriendo, más contento que yo
misma. Me sentía tan poco merecedora de amor que ese detalle era lo
último que esperaba. No podía ni siquiera haber imaginado que habría
perdido su tiempo montando una fiesta sorpresa por mi cumpleaños.
Esa noche tuve que romper mis esquemas y cenar lo que no había
previsto, pero sentí que de verdad había valido la pena. Por lo que tal vez, si
me hubiera dejado sorprender un poco más por la vida en otras ocasiones y
hubiese dicho sí a más planes, podría haber llegado a esta misma
conclusión. Pero para ello hay que arriesgarse a vivir, de lo contrario,
¿cómo saberlo?
Cuando te cierras a la vida como yo hacía, tus días se limitan a la comida
y tú. Entonces pones una barrera imaginaria entre cualquier cosa o persona
y tú mismo, lo que no significa que sea algo fácil de vivir ni que no cree
conflicto. Poner una barrera no significa que no quieras saltarla. De hecho
desearías saltarla muchas veces, pero no puedes . No está permitido.
Pasado un tiempo de aislamiento comencé a sentirme esclava y triste.
Pasaba los días metida en casa solamente para asegurar un aporte de
calorías. Me perdía viajes, excursiones, cumpleaños, cenas de clase, picnics,
eventos, acontecimientos importantes, noches de baile; me perdía
relacionarme con personas solo para mantener a raya las comidas, evitar
flaquear y sentirme una inútil. Y así los meses pasaban y me convertía en el
hámster que día tras día giraba en torno a una rueda. Y cada día era lo
mismo:
El peso. El desayuno, la comida y la cena. La comida, la cena. El
desayuno y la comida. La comida y la merienda. El desayuno. Unas frutas.
Líquidos. Nada.
Eso era todo. Cuando pasaba el ritual de la mañana y las comidas a las que
esperaba ansiosa, se acababa el sentido de mi vida.
Mi mayor miedo era sentirme vencida, no haber sido capaz de mantener
las normas cuando salía con amigos. Llegar a ser tan débil y permisiva que
a la mínima de turno rompas tu plan. Entonces lo que dolía no era solo
haber comido de más con las consecuentes turbulencias que eso implicaba,
lo que de verdad hacía daño era cómo me sentía cuando me había propuesto
hacer algo que no cumplía. Que mi mente no fuese más fuerte que mi
cuerpo. Que me dejase llevar por los sentidos y el placer, en lugar de
persistir, estricta, con mi objetivo. Me daba mucha rabia no mantenerme en
mi rigidez, deseaba ser un témpano de hielo. En el fondo quería vivir,
porque ya sabía lo que vivir significaba. Ya había vivido antes, ya conocía
la libertad, pero todo eso había desaparecido, y ya no era la persona
espontánea de hacía mucho tiempo. Ahora lo más importante de mi mundo
era no descontrolarme.
4
Tú no eres un cuerpo
Cuando sientes que no te conoces tu autoestima depende de lo que otros
opinan sobre ti, lo que implica vivir en una montaña rusa de emociones. Si
te muestran aprobación vales, pero si te muestran indiferencia o rechazo no
vales. La percepción que tienes sobre ti mismo es tan frágil e inestable que
una gota de agua es capaz de alterar toda su estructura. Y creías ser de una
manera pero alguien te expresa otro punto de vista sobre ti mismo y te
rompe. Y tú pensabas que te habías encontrado y que por fin habías
descubierto tu propósito, pero te das cuenta de que una vez más te has
perdido. Vuelves a desesperarte y a sentirte en tierra de nadie, vuelves a
caminar sin unas plantas en las que apoyarte.
Cualquier cosa que los demás dicen de ti en tono negativo o bromista
representa un ataque porque te lo crees todo. Haces tuyas las percepciones
subjetivas de los demás, pero nada de eso te pertenece. Tú eres quien eres, y
los demás opinan de ti de acuerdo a como ellos son, pero cuando tú no
sabes quién eres te conviertes en lo que los demás dicen que eres, porque
necesitas agarrarte a algo. Necesitas tener una identidad.
Es una liberación cuando descubres que lo que los demás opinan de ti
tiene que ver con ellos. Si no, ¿cómo es posible que tú veas de una manera a
Marcos, mientras que tu madre, tu vecinay tu amiga lo hagan de otra
diferente? ¿Cómo es posible que para ti una película sea grandiosa,
mientras que para tu amiga sea aburrida? ¡Es la misma película!
Yo que he sido una persona muy de mirar adentro y escudriñar, he
verificado lo que he escuchado en boca de personas cuya vida está
destinada a la psicología y desarrollo espiritual 3 :
• Todo lo que me molesta, irrita o quiero cambiar del otro está dentro de mí.
• Todo lo que el otro me critica, o juzga, si me molesta o hiere está
reprimido en mí.
• Todo lo que me gusta del otro, lo que amo en él, también está dentro de
mí.
• Todo lo que el otro me critica, juzga o quiere cambiar en mí sin que me
afecte, le pertenece a él.
Como dice Enric Corbera, «el otro no existe para el inconsciente, sino que
es una proyección nuestra». Lo que vemos está pasado por nuestro filtro, es
visto desde las lentes de la subjetividad de nuestras experiencias y
creencias. Por eso lo que vemos en los demás es una información que tiene
más que ver con nosotros mismos.
Te lanzo estas preguntas solamente para que reflexiones: ¿de qué sirve
buscar la aprobación externa?, ¿qué están aprobando las personas cuando te
dan un sí, a ti o a ellas?, ¿y a quién rechazan cuando te dan un no?
Me di cuenta de que una respuesta instintiva al entrar en contacto con algo
desconocido, algo que vaya en contra de nuestras creencias o en definitiva,
algo que nos genere miedo, es la huida. Me alejo de ti porque no sé
racionalizar lo que me cuentas, y si mi mente no comprende, siento miedo.
Me alejo de ti porque no quiero entrar en contacto con lo que aparece
dentro de mí al estar contigo. Me alejo de ti por lo que tú me recuerdas,
pero no eres tú, soy yo. Y no me doy cuenta, no soy consciente de que a lo
que me opongo es a sentir lo que estoy sintiendo a través tuyo. Te cuento
esto con un ejemplo personal en el capítulo de EL CONTROL Y LAS
RELACIONES (capítulo 6).
Por esta misma razón, cuando empiezas a aceptarte, cuando comienzas a
sanar tus heridas y a despojarte de lo que no te pertenece, empiezas a ver el
mundo de otra manera. Sin embargo, quién ha cambiado ha sido solamente
tu conciencia, y son tus ojos los que ahora ven el mundo desde ese nuevo
estado. De ahí la frase tan escuchada de Marcel Proust, «Si yo cambio, todo
cambia», haciendo referencia a que cuando tú cambias, todo lo externo a ti,
cambia.
Te cuento todo esto porque a los dieciocho años la falta de autoestima y la
urgente necesidad por saber quién era, hicieron que me tratase de encontrar
desesperadamente en los demás. No solo necesitaba de su aprobación, sino
también información sobre mí misma para ser capaz de construir una
identidad, y por eso durante algunos años me creí ser todo aquello que los
demás decían. La confusión estaba muy presente y las tan asiduas subidas y
bajadas te hacían perder el juicio. En esa etapa, en unos años de total
desconocimiento, de sentirme completamente hueca e inestable, me creí ser
un cuerpo.
Mi cuerpo era lo único que veían mis ojos, y por tanto, lo único que era.
Por más preguntas que me hiciese, no lograba percibir algo más, no existía
algo más en mí que una forma corporal. Esa forma era yo, y nada más que
eso.
Por eso el cuerpo se convierte en una especie de templo cuya pérdida o
desgaste significa el fin de lo único que se tiene, y te obsesionas con cada
milímetro. Y el malestar que sientes por sentirte vacío y la confusión de
creer que eres cada cosa que los demás te dicen, lo justificas de la única
manera que sabes, culpando a lo único que posees: un cuerpo.
Entonces te dices que te sientes mal porque te sobran kilos, y que cuando
pierdas la grasa del abdomen ya serás feliz. O que cuando llegues a 40 kg,
definas tu musculatura o tus brazos se conviertan en palillos, ya estarás en
paz. Y crees que perdiendo la grasa se solucionará el problema, porque
verdaderamente crees que la grasa es el problema. Y mientras culpas a la
grasa y la maldices, mientras toda tu atención está puesta en la grasa, no
eres capaz de ver que el problema no es la grasa.
¿Alguien te dijo alguna vez que cuando te doliese mucho una parte de tu
cuerpo pensaras en otra? «Si te duele una muela, lleva tu atención a tu pie o
pellízcate una mano». Y así, parece que el dolor de muelas se minimiza
porque no le prestas la atención.
Cuando vives obsesionado con tu cuerpo no estás donde tienes que estar.
Me explico, no estás viviendo el dolor de muelas, que es la causa de tu
dolor, sino que te estás yendo al pie derecho para no sentir el dolor de la
boca, pero el pie no tiene ninguna carencia ni desperfecto. Es un pie, con
sus cinco dedos, su planta, sus uñas y movilidad y cumple perfectamente la
función para la que ha sido creado. La obsesión con el cuerpo podría ser esa
señal con la que despertar, con la que darnos cuenta de que estamos
mirando hacia el lado equivocado.
Con esto no quiero decir que no sea importante cuidarse o querer mejorar
nuestra estética. Seríamos cínicos si dijésemos que no nos importa vernos
bien. Lo que trato de decirte es, ¿te has preguntado alguna vez qué te pasa a
ti para darle toda tu valía a un abdomen o a unos glúteos perfectos? Y si lo
has hecho, ¿cuál ha sido tu respuesta instintiva? ¿Has querido seguir
indagando, o has preferido huir poniendo tu atención inmediatamente en
otra cosa? Te animo a que te observes con mucha atención cuando te hagas
preguntas más profundas para que seas consciente de cómo escapamos
muchas veces. Cómo llevamos la atención a otra cosa —al cuerpo, al peso,
a comer, a estar pendiente de una pareja— para minimizar las que de verdad
duelen.
Tal vez te ocurra como a mí en su día y estés tan desconectado de tu
esencia que no hayas logrado saber más sobre ti mismo, y entonces creas
que eres solo un cuerpo vacío por dentro. Y tu cuerpo es «el todo» de tu
persona, lo que miras con lupa en cada espejo por el que pasas, en cada
cristal, en cada ascensor, en cada retrovisor. Pero tú no eres tu cuerpo, tu
cuerpo es una parte de ti.
Tal vez no sepas cómo recuperar el contacto con esa esencia, con tu
cuerpo energético, emocional y físico (no estético) que también eres. Cómo
sentirte, además de pensarte. Por ahí yo también he pasado, y lo que puedo
decirte es que probablemente estés invirtiendo demasiado tiempo en cosas
que no sean las más necesarias, aunque puede que sean importantes, como
la manera de cubrir tus gastos mensuales básicos, por ejemplo. Tal vez te
desgastes demasiado pensando en cosas secundarias, permaneciendo horas
y horas en redes sociales o andando a la caza de lo que tu mente esté
hambrienta. Cosas relacionadas con el éxito, con ganancias, con obtener
reconocimiento; deseos del ego; historias pasadas a las que, por alguna
razón, te apegues y no dejes ir. El ansia por lograr estas cosas y priorizarlas
como si fuesen lo más importante de tu vida, te mantiene alejado y distraído
de lo que te da más miedo, entrar en contacto contigo mismo, y esto es lo
que, precisamente, te llevará en algún momento a vivir una crisis
existencial. Pero no creas esto como una verdad absoluta porque yo te estoy
hablando por mi propia experiencia.
Por mi experiencia me he dado cuenta de que cuando no hay un equilibrio
entre el ansia de la mente hambrienta y la quietud del espíritu, es decir,
cuando, además de nuestros trabajos, agendas, cuentas bancarias,
ambiciones y cosas materiales no damos una parcela diaria al silencio, a la
presencia, a lo que nos hace sentir honestos, en calma y felices, te saturas de
mente, vuelve el punzante vacío y te descentras. Y en ese descentramiento
puede aparecer la obsesión. Llámala como quieras: cuerpo, peso, arrugas,
gimnasio, comida, comida sana y orgánica, trabajo, dinero, pareja, redes
sociales… Y cuantas más veces te descentras, más cuenta te das de que
cada vez que te abandonas espiritualmente para concentrarte en tener y
conseguir , algo falla. Y lo que falla es que necesitas Ser . Necesitas ser lo
que de verdad eres cuando te quitas el personaje de exitoso, empresario,
trabajador, arquitecto, abogado, modelo…Necesitas ser lo que eres cuando
estás en tu esencia, alineado. Necesitas ser lo que eres cuando estás en paz,
cuando tus prioridades no son solamente lo que en realidad te aleja y
desconecta de ti mismo.
Con frecuencia nos olvidamos de pararnos un segundo para respirar de
forma consciente y volver a sentir que hay un corazón que late dentro de
nosotros. A veces necesitamos que alguien, a través de una frase, un libro o
una conversación, nos recuerde que precisamos frenar y tomar una pausa
para reencontrarnos.
El cuerpo puede convertirse en el todo cuando vivimos desconectados, y
por esta razón creemos que no tenemos algo sustancial que ofrecer,
pudiendo creernos poco valiosos, poco inteligentes, poco virtuosos, poco
útiles. El diálogo interno que acompaña a creencias como «no valgo», «no
tengo nada que aportar» o «no soy suficiente», nos llena de inseguridad y
sufrimiento, nos hace juzgarnos y castigarnos duramente. Si no hemos
nacido inteligentes o talentosos —podemos creer— es fácil que hagamos
responsable a nuestro cuerpo de toda nuestra valía como personas, y nos
apeguemos a él como a un clavo ardiendo. Porque el talento, la inteligencia
o la gracia no podemos comprarlos, pero el físico, sí. Así que hacemos lo
imposible para que esté impecable, perfecto, atractivo, joven, fit ,
glamuroso. Pero no lo hacemos como una forma de autocuidado, no para
sentirnos mejor en el lugar en el que vivimos o para vernos más atractivos.
Lo hacemos para poder ser amados y demostrar que algo valemos.
«Detrás de cada persona perfeccionista hay una persona insegura que busca ser reconocida.
Esta actitud no surge de buscar la excelencia, sino del miedo a equivocarse. Necesitan hacer
cosas que demuestren su valía para recordarse que son válidas. Si solo vales por lo que haces,
¿cuánto vales cuando no haces nada?». Enric Corbera.
• Cuando leí estas palabras les encontré la conexión con este capítulo.
• ¿Cuánto valdrías si no te hicieses todas las cirugías estéticas que te haces?
• ¿Cuánto valdrías sin el cuerpo que tienes?
• ¿Cuánto valdrías sin todos los retoques y postizos?
• ¿Cuánto valdrías si pesaras 10 kg más, si perdieses tu musculatura
tonificada o tuvieses arrugas?
• ¿Crees que aunque te gustase más verte delgado o tonificado seguirías
valiendo lo mismo?
Cuando el cuerpo lo es todo para nosotros, el paso del tiempo es una
hecatombe. Si perdemos el tono, la piel tersa y brillante, el pecho alzado, el
grosor del cabello; si perdemos la cintura, la expresión juvenil de los ojos,
la delgadez; si nos salen canas o nos quedamos calvos… si básicamente
seguimos el proceso natural de la vida, nos quedamos sin nada. Y es lógico
entrar en pánico con esta creencia. El paso de los años te atormenta, porque
cuantos más cumples, menos vales.
Eres mujer, llegas a los treinta y te deprimes, porque has pasado «la
barrera en la que una mujer vale la pena», frase que he escuchado muchas
veces en boca de algunos hombres. En mi caso, fue a partir de los treinta
cuando empecé a conectarme con mi poder interior y a sentirme mujer, y te
aseguro que esa fortaleza innata y bienestar que se siente cuando sabes
quién eres y te aceptas, no lo cambiaría por el físico de una joven insegura y
atormentada.
Mudarme a Australia también cambió mi conciencia, y me di cuenta del
poco interés que los australianos, neozelandeses e ingleses tenían sobre una
forma física concreta. A ellos les importaba disfrutar y se embellecían
pesasen lo que pesasen y tuviesen la forma física que tuviesen. Yo estaba
acostumbrada a que los hombres más «latinos» hablasen de las mujeres
como si fuésemos un cuerpo, valorando el aspecto físico por encima de la
inteligencia, el talento, la simpatía, el humor, el atractivo, la energía interna,
el mundo emocional, la creatividad, la bondad, la valentía, la capacidad de
superación o el resto de las infinitas virtudes que las personas poseemos.
Pero allí, los australianos valoraban a la persona por lo que era, más que por
cómo lucía. También la mayoría de relaciones eran interraciales y todas y
cada una de las personas eran iguales. Entonces me enamoré de ese tipo de
sociedad que, más tarde corroboré, también existía en Londres.
Esta experiencia me hizo ver que todas las personas valíamos por igual a
nivel personal y a nivel profesional, pues trabajando allí también observé
que no existían los estatus o jerarquías a la hora de trabajar en equipo, y que
un camarero, un responsable de limpieza o un director de empresa, era
tratado por igual. Muchas de las parejas de hombres o mujeres atractivos
tenían sobrepeso y nadie cuestionaba ni criticaba qué hacía un hombre o
una mujer «así» con alguien con sobrepeso, lo que fue un soplo de
esperanza.
«La aceptación de los gordos no significa abogar por la gordura. Habla de rechazar una
cultura que nos lleva a sentir rabia y a fustigar nuestros cuerpos, incluso a odiarlos, buscando
el camino certero. Se trata de poner nuestras propias fronteras y conocernos, y tomar
decisiones inteligentes sobre cómo vivir y tratarnos a nosotros mismos. Se trata de divulgar la
idea de que cualquier cosa que hagas con tu cuerpo debe venir desde el amor propio y el
cuidado de sí mismo […]. Se trata de demandar que todos los cuerpos, sin importar su
apariencia, edad o capacidad, sean tratados con respeto y dignidad». Stop gordofobia y las
panzas subversas , Magdalena Piñeyro.
3 Puedes leer a Yoshinori Noguchi en La ley del espejo.
5
Reconocer que algo ocurre
Al año y medio de sufrir anorexia me di cuenta de que me había metido en
otro agujero con difícil salida, y pasé por una segunda depresión 4 . Todo el
pánico y angustia ya conocidos anteriormente pero ahora ocultados tras el
control de la comida, volvieron a salir a flote como si no hubiese pasado el
tiempo. Como si el nuevo y mágico descubrimiento de recortar calorías no
hubiese servido de nada.
Mientras una tarde me miraba en el espejo de mi habitación me di cuenta
de que viera lo que viese no iba a estar conforme. Entonces, la motivación
de mi vida, la ilusión de cada uno de mis días al levantarme de la cama, se
hizo añicos. La fantasía bajó al suelo y se transformó en un jarrazo de agua
congelada. Fue como si alguien me hubiese lanzado un balón a la cabeza y
me hubiese despertado: por primera vez supe que estaba presa de algo
imaginario, que estaba siendo esclava de una eterna insatisfacción.
Me senté en el borde de mi cama y sentí que estaba volviendo atrás en el
tiempo. De pronto todas aquellas imágenes y sensaciones del pasado
volvieron a mi cabeza en forma de fotografías: la falta de aire, la rigidez de
cuello, las idas al cuarto de baño para respirar y relajarme, la locura, la
muerte inminente… La historia se repetía, de nuevo estaba viendo a los
fantasmas.
Entonces, como si me hubiesen encerrado dentro de una habitación oscura
y sin salida, volví a experimentar el mismo pánico del día en el que miré la
cara de mi compañero de clase y tuve el flashback 5 . Con una
particularidad, en este caso ya sabía lo que venía después. Ya conocía esas
sensaciones de muerte inmediata con aquella especie de posesión en la que
de nada servía lo que hiciera, pues dejaba de tener el control absoluto de mi
mente. En este caso, «el envoltorio» de esta crisis era diferente de la
anterior, pero el contenido era el mismo.
El paso del tiempo, sin embargo, hizo que volviera a enredarme con
argumentos y a darme razones por las que continuar en este juego de la
ilusión insatisfecha. Ahora era conocedora de lo que me pasaba, sabía que
tenía anorexia, pero traté de convencerme de que en tiempo récord ya
estaba recuperada. El hecho de salir ocasionalmente a comer fuera o haber
comenzado a experimentar atracones y subir algo de peso, fueron
argumentos con los que me justificaba que ya no tenía anorexia, porque
anorexia, era «restringir comida siempre y pesar por debajo de 45 kg», me
razonaba.
Los problemas de autoconsciencia 6 son una característica principal de los
trastornos alimentarios. Aunque la persona esté luchando internamente,cree
estar bien. Es muy confuso mientras se vive porque se intuye que algo falla,
pero no se es consciente de que se está viviendo una enfermedad. A veces
esta se niega para evitar el tratamiento, y aunque en algún momento más
avanzado se tenga la consciencia de que se está enfermo, si se dice
abiertamente, existe la posibilidad de comenzar a tratarse, lo que significa
verse en la situación más temida: el aumento de peso.
Subir de peso significaba perderlo todo. Era rendirse y fracasar. Era
odiarse todavía más y esconderse definitivamente del mundo, pues no me
mostraría con más kilos de los que por entonces pesaba. Si el bajo peso
justificaba tu valía, engordar y dejarse ver con más kilos era lo mismo que
decirle al mundo que ya no valías nada.
Sin embargo, tomar la decisión interna de rendirse ante la voz del control
no es ningún fracaso. Es asumir que no aguantas más la condena. Es
cuestionar que no es posible que la vida sea eso. Es hartarse de
prohibiciones y censuras, de vivir encadenado a una báscula y de
alimentarse a base de cosas por las que sientes rechazo. Llegas al límite de
tu capacidad de sufrimiento y entonces te rindes, pero es una rendición
victoriosa, porque la diferencia de esta con respecto a cuándo compites con
alguien que consideras mejor que tú, es que esta vez lo haces por amor
propio y no por el miedo a verte vencido. Esta vez te rindes porque te amas.
Porque no es necesario seguir demostrando nada. Porque no hace falta
seguir viviendo sometido. No hace falta condenarse ni estar sujeto a unas
normas severas e inventadas por ti mismo para vivir con dignidad.
Al rendirte intuyes que no será un camino de rosas, y de hecho no lo es,
pero más duro es el continuo rechazo y la autodestrucción. Al rendirte sabes
que seguirás «luchándote», pero hay una decisión interna de necesitar vivir
estable y recuperar tu vida. Y cuando te rindes comienza una travesía en la
que llegas a casa , recuperas tu poder interno y te desprendes del personaje
que has estado vistiendo.
Lo que quiero que sepas es que para llegar hasta aquí se ha necesitado
coraje y fe, y aunque creas que te odias, ha sido tu amor propio quien te ha
hecho entregarte y cambiar el rumbo de tu camino. Es el amor que hay en ti
quien te hace rendirte de esa manera y te guía hacia una etapa más
consciente e inspiradora. Aunque todavía quede un camino largo hasta que
te sientas completamente libre y tu relación con la comida esté sanada,
comenzarán etapas menos dramáticas y más verdaderas.
Seguirán apareciendo las mil y una excusas para quedarse en el juego,
pero eso será parte del proceso. Las recaídas son parte del proceso. El
aislamiento por miedo, el control de las kilocalorías, el ejercicio excesivo,
subirte a la báscula, los atracones… todo esto seguirá en el camino, pero de
otra manera. La presencia de estos síntomas será decreciente y parte de la
sanación. Necesitas darte cuenta de tus impulsos, de tu mente, de tus
comportamientos, de tus emociones, y para ello tienes que seguir viviendo
ese viaje, pero esta vez de una forma más consciente. Lo vivirás de una
manera que no existía antes, dura, pero más llevadera.
Cuando yo estaba en esta etapa, cuando había reconocido la enfermedad y
estaba agotada de las órdenes que daba la voz juiciosa de mi mente, empecé
a contestarle.
«Hoy no vas a cenar», imponía esta voz. Entonces, cuando empezaba a
sentir la tensión y el sufrimiento que me provocaba tener que seguir las
normas de esa voz haciendo algo que en el fondo no sentía, le contestaba:
«bueno, lo pensaré mañana».
Y así cada día le fui contestando con un mañana, hasta que las
prohibiciones, poco a poco, empezaron a desaparecer. Porque lo que no está
en la mente termina desapareciendo, y una forma de hacer que este tipo de
pensamientos rígidos desaparecieran, era soltándolos. Es decir, no dándoles
la «comidilla» que requerían para adherirse a la mente. No entrando al
trapo . Esto es como si alguien se acercase a hablar contigo de forma
extremadamente alterada y tú le dijeses: «ok, hablaremos en el momento en
el que estés más tranquilo», y después te levantases y te fueras. Con tus
pensamientos es algo así. Parece difícil porque nos hemos contado muchas
veces la misma historia y esta aparece en la mente sin que la busquemos.
Pero cuando vas aflojando, cuando vas dejando de hacerle caso como harías
con alguien que se acercase a ti a voces, esas frases repetitivas terminan
desapareciendo.
No necesitas tener la razón y pelear contra la voz ni tampoco necesitas
hacer lo que esta te dice. Puede que quieras hacerlo, pero créeme que no es
lo que necesitas para llegar a donde de verdad anhelas. Te animo a que
pongas en duda las macabras frases que a veces te dice y que intentes
prestarle menos atención, aunque solo sea para comprobar por ti mismo lo
que ocurre cuando lo haces.
Así lo experimenté yo, y con un «vale, lo pensaré mañana», iba viviendo
más tranquila. Cortaba el pensamiento de raíz y con ello todo el sufrimiento
que sobrevenía cuando me creía a pies juntillas ese pensamiento. Y cuanta
menos atención le prestaba, menos conflictos había y menos órdenes me
mandaba.
No creas que por no obedecer a la voz que escuchas fracasarás, porque lo
que todavía esa voz no sabe mientras trata de guiarte hacia tu supuesto
objetivo, es que sin miedo es más fácil lograr lo que te propones, y todo lo
que esta voz tiene, es miedo. Tu verdadero propósito no reside en sus
normas, pero de eso te darás cuenta con el tiempo.
Cuando va habiendo más flexibilidad dentro de la rigidez con la comida
crees que engordarás hasta llegar al sobrepeso, pero tanto este como la
forma de comer abundante y compulsiva son los síntomas de que hay
heridas no sanadas, y no el resultado de ser flexible y alimentarse. La
comida puede estar cubriendo una carencia, tapando un trauma o poniendo
una barrera para evitar las relaciones humanas, y así librarse de exponerse.
Cuando las heridas emocionales sanan, el miedo a la comida desaparece,
pero lleva su tiempo.
El control y esa seguridad que crees tener son una ilusión de la mente. Por
más que creas que las cosas que tienes son seguras, no hay nada
garantizado. Es una fantasía con la que tu mente se siente más segura, pero,
¿crees que por pesarte cada día y ver que no subes de 50 kg te vas a librar
de un posible sufrimiento? ¿Crees que si caminas por la calle sin tocar las
rayas de las baldosas del suelo te va a tocar la lotería o tu día va a ser
mejor? Sin embargo la mente puede hacerte creer que sí, que si no las pisas
tu día será mejor. Entonces te sientes seguro.
El máster que estás estudiando en tus propias carnes al convivir con una
mente rígida que busca en el control la seguridad, te permite confirmar por
ti mismo que así no eres feliz, y por eso llega ese día en el que te concedes
abrirle la puerta a la incertidumbre, y descubres allí lo que significa vivir ,
lo más bello y sencillo de la vida.
Ejercicio: Carta de apoyo a uno mismo
Te animo a que te compres un diario bonito para los ejercicios de este libro. Para escribir en él
todo lo que vayas sintiendo.
El primer ejercicio es una carta para ti, pero escríbela como si le hablases a un amigo, como si te
dirigieses a otra persona dándole todo tu apoyo. Trata de expresarle lo que estás viviendo o has
vivido. Dale palabras de apoyo y cariño a esa persona que lleva tanto tiempo sufriendo. Anímala
y se compasiva con ella. Toma el tiempo que necesites para escribir tu carta y dile a esa persona
todo lo que quieras decirle. Sincérate con ella. Una vez la escribas, ciérrala y deja que pase un
rato hasta leerla. Ve a otro lugar, haz otras cosas y léela en otro momento.
tú expresa todo lo que necesites y no importa cuando se extienda.
4 Depresión o también hibernación: Síntoma. Estado de profunda desconexión en un intento por
minimizar daño por abuso, abandono o emergencia sostenida. Lo que una hibernación estaba
comunicando: necesidad de cambio radical, muy bajo autocuidado, heridas sin sanar, negación de
emociones, búsqueda de validación externa,

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