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© PAULA GARCÍA BERNÁCER, 2020 © ARCOPRESS , S.L., 2020 Reservados todos los derechos. «No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright ». Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. DESARROLLO PERSONAL • EDITORIAL ARCOPRESS Directora editorial: Emma Nogueiro Diseño portada: Beatriz Fernández Pecci Corrección: Maika Cano Ebook: R. Joaquín Jiménez R. ISBN: 978-84-17828-51-6 A mi madre, mi maestra PRÓLOGO ¿Te cuento un cuento? Érase una vez una niña que nació sana y que se expresaba de forma libre y espontánea, sin preocuparle lo que los demás pensaran de ella. Sabía que lo que sentía estaba bien, que lo que necesitaba también y que podía ser ella misma mostrando enfado cuando algo era injusto, miedo cuando algo lo sentía como amenazante, tristeza cuando se desprendía de algo valioso para ella y alegría cuando la vida le regalaba algo. Pero un día, esa niña espontánea sintió una punzada en el estómago. Por primera vez, aquello que le nacía de dentro no era bienvenido. Aquello que antes ni se cuestionaba, ahora alguien lo ponía en dudaba y lo juzgaba. Puede que fuera su madre, su padre, tal vez un profesor o incluso una vecina con la que solía jugar algunas tardes. Pero de pronto intuyó que aquello que sentía no estaba bien, que no era bienvenido, que causaba molestia. La niña seguía teniendo un techo bajo el que cobijarse, una familia que le ofrecía seguridad, un plato caliente encima de la mesa, un colegio en el que estudiar y desarrollarse intelectual y socialmente, una ropa con la que abrigarse… Pero algo en ella estaba cambiando. Le habían arrebatado aquello por lo que las personas nos movemos en este mundo: el amor. La querían, sí, pero algo en ella le decía que ese amor no era incondicional. Había condiciones, que si cumplía, los niveles de amor que recibiría serían más elevados. Y por contra, si no se adhería a esas condiciones, esa aceptación, ese reconocimiento, esa mirada de aprobación y de orgullo y ese cálido abrazo, tal vez no llegarían. ¡Pero lo necesitaba! ¿Y cómo no? La niña natural que todas fuimos necesita de ese amor incondicional para hacer crecer todo ese amor que ya traía consigo de serie por el mero hecho de nacer. Sin darse cuenta, esa punzada en el estómago la sintió otro día, y otro y otro más. Así que esa niña tuvo que tomar una decisión: aguantarse. Aguantar sus ganas, sus miedos, sus deseos, sus preocupaciones, sus frustraciones... De forma que la única manera que se le ocurrió de obtener aquel amor que tanto necesitaba era esa. Y se aguantó. Pero todos los miedos, deseos y necesidades que llevaba consigo bien guardados, no se esfumaban por el simple hecho de no sacarlos, así que inventó una forma para poder sobrellevarlo de la mejor manera posible: ser perfecta. Si se adhería a ese estándar de perfección que el mundo que le rodeaba esperaba expectante, recibiría aquello que perdió y que tanto ansiaba. ¡Qué ilusa! Pensaba que tras ese esfuerzo atroz por encajar, por cumplir, por hacer y por parecer, encontraría ese amor que le haría hacer crecer toda esa energía de amor que traía consigo al nacer. Pasaron los años y no ocurrió lo previsto. Su cuerpo cada vez estaba más agarrotado, había perdido flexibilidad y espontaneidad, cuando se relacionaba con gente nueva todavía se tensaba más y cuando quedaba con aquel chico que le gustaba, esa punzada que sintió por primera vez años atrás, todavía era más intensa. Pero ahora sabía qué hacer para encajar. Así que sin ni siquiera ser consciente de ello, empezó a dejar de ponerle nombre a lo que sentía y al porqué. Solamente había ansiedad, como una tela gris que tapaba todas las emociones y los porqués que había estado guardando a cal y canto todos esos años. Pero no quería levantar esa tela. ¿Para qué? Su deseo no era gustarse, era gustar. Y en el fondo de su ser, todavía quedaban algunos resquicios de aquella niña natural que un día fue, y que le hacían saber que si levantaba esa tela gris, vería algo muy doloroso que no podría obviar, y que no podría girar la cabeza hacia otro lado como si nada tras desvelarlo. Así que decidió cargar con esa máscara que le facilitaba adaptarse a su mundo y ser lo que los demás esperaban de ella, pero se desconectó. Y en sus intentos por representar ese papel en busca de aquel amor que tanto anhelaba, dejó de ser. Esta es mi historia, tal vez la tuya y la de tantas mujeres que se vuelven adictas a la comida, a las drogas, a las relaciones o a cualquier flotador que les depare la vida. Es curioso. Cuando no resolvemos de raíz lo que nos ocurre, nos vamos agarrando constantemente a diferentes flotadores que nos vamos encontrando por el camino. Porque no nos queremos ahogar. Y cuando no es uno, es otro. Quizás un día se llame Juan, otro Pedro, otro peso ideal y otro fiesta desenfrenada. Pero todos esos flotadores tienen algo en común: están fuera de ti, distantes de tu niña natural que perdiste por el camino. Y por eso nos volvemos adictas. Porque seguimos usando el mismo método que aquella niña usó, el de buscar el amor, la serenidad y la calma allí, en algo ajeno, en algo externo y en algo que no controlamos aunque deseemos con todas nuestras fuerzas hacerlo. Y, ¡Dios! Se nos resiste, ¿Cómo no? No podemos controlarlo todo, aunque soñemos con que el día que lo hagamos, seremos felices. Pero no llega… Y allí nos encontramos con la dependencia, con la adicción a ese flotador que, al menos por unos momentos, nos hará sentir a flote. Aunque sepamos que sin él nos hundimos, que sin él nos encontraremos con lo que más miedo nos da, nosotras mismas. Esa niña quiere que la mires, pero no, tú giras la cabeza porque ahora ya no son los demás quienes dudan de sus verdaderos deseos, sino que es tu adulta la que duda de ella. Tal vez la rechace y quiera que no sienta lo que siente. Y vuelta a empezar. ¿Te suena esta historia? Gracias Paula por levantar esa tela gris. Y no solamente por mostrarte a ti misma qué hay debajo, sino por atreverte a compartirlo con tantas personas. Quizás un día pensaste que la fortaleza radicaba en no mostrar todo aquello que se escondía tras esa tela. Hoy sabes que mostrar, además de tus luces, tus sombras, es aceptación, es incondicionalidad, es darle la mano a esa niña natural que olvidaste que eras. Porque desnudarse no es quitarse la ropa, sino simplemente ser, aun sabiendo que tal vez no guste. Entonces querrá decir que ese flotador ya no lo necesitas para nadar, porque ya sabes hacerlo sola. Sandra Ferrer @programamia En Londres, 30 de enero de 2019 La literatura señala que existe suficiente evidencia empírica que demuestra que los antecedentes traumáticos ocurridos en la niñez constituirían factores de riesgo frecuentes, inespecíficos y no determinantes para algunas enfermedades como trastornos afectivos, trastornos ansiosos, trastornos de la alimentación, trastornos disociativos y abuso de alcohol. Verónica Vitriol G (Unidad Psiquiatría Hospital Curicó) 1 Dónde empezó todo A los dieciséis años toqué fondo con la primera gran crisis de mi vida, y como en toda crisis, nadie la puede vivir por ti. Es una sacudida interna que te obliga a buscar la manera en la que encontrar de nuevo la cordura, la forma de salir del agujero y recuperar el equilibrio. Cada una de mis crisis me ha obligado a mirar hacia dentro y a hacerme más consciente de quién soy. Cada una me ha hecho mirar de frente a mis fantasmas y ser capaz de escucharlos con atención en lugar de solo creérmelos. Las crisis me han ayudado a darmecuenta de mis limitaciones, de mis sólidas barreras para no sufrir ni exponerme; me han hecho entender que muchos de los miedos experimentados surgieron para evitar arriesgar y tomar la responsabilidad de mi vida; para no crecer ni comprometerme. Para seguir siendo la niña. En algún momento temprano dejé de sentirme feliz. No sabía qué se estaba perdiendo para que fuese tan grande el contraste entre la vida de una niña sin problemas y una joven triste y perdida. Estuve en conflicto desde pequeña, recuerdo sensaciones y experiencias amargas desde los siete y ocho años. Comencé a cuestionarme las cosas y concluí que había algo defectuoso en mí. Los demás eran felices y capaces de relacionarse adecuadamente con el resto de las personas, mientras que yo me hallaba con grandes dificultades para sentirme cómoda siendo yo misma. Recuerdo a una niña tímida e insegura que deseaba ser fuerte y respetada. Una niña aterrada con cometer errores, que se tragaba las emociones y lo vivía en silencio. Empecé a tomar drogas a los catorce años (1998) y poco tiempo después me enganché a las pastillas de éxtasis. Puede que la palabra «enganchar» suene fuerte, pero la realidad es que tuve una gran dependencia. Me costó casi una década romper el vínculo enfermizo que se creó entre mi mente y las pastillas, algo que no confesé con nadie. Deseé fuertemente volver a drogarme muchos años después de haberlas dejado, pero el miedo a la posibilidad de revivir la angustia de mi experiencia vivida me mantuvo alejada de ello. De lo contrario, habría continuado. Racionalmente sabía que no quería consumir drogas, sabía que eran dañinas y me habían hecho sentir muy cerca de la locura, pero la adicción ahí estaba, y hasta que no empecé a conectarme más conmigo misma y liberar miedos, no dejé de ansiarlas. Tras la primera depresión que tuve en el año 2000, soñaba casi a diario que me drogaba, y en cada sueño, llegaba a los delirios, llegaba a la máxima sedación de una mente perturbada. Me despertaba con una mezcla de sensaciones entre felicidad, culpa y pánico. La experiencia de las drogas me traumatizó por mucho tiempo, de hecho, creí que no sería capaz de curar mis cicatrices ni de vivir tranquila y feliz sin necesitar sustancias que alterasen mi conciencia. Creí que no lograría salir del caos y ser una persona «normal», pero finalmente, y aunque el término normal puede ser interpretado de muchas maneras según la experiencia de cada uno, yo puedo decir que he alcanzado la normalidad a la que me refería. Necesité diecisiete años. El primer año con las drogas era la novedad, fue una etapa en la que cualquier cosa era maravillosa, la vida era intensa y emocionante. Las drogas fueron la mayor diversión que nunca antes había vivido y, sobre todo, me hacían ser capaz de relacionarme con las personas de la manera en la que me sentía cómoda y más conectada con ellas: de una forma más afectiva y profunda. Podía ser yo misma y los demás me acompañaban y apoyaban. Era una sensación de unión. De vínculo. Las drogas también me hicieron sentirme más fuerte y libre. Más respetada. Los lunes había que volver al colegio, y aunque estaba cansada después de no dormir durante el fin de semana, seguía recordando lo pasado con una sonrisa, y esperaba entusiasmada a que llegase el siguiente día para salir. Cuando me recuperaba del cansancio hacia mitad de semana, aparecía entonces la intensa ansia porque se acelerase el tiempo, lo que me impedía concentrarme y hacer las cosas propias de mi edad. Al llegar el día, la desesperación por sentirme drogada cuanto antes hizo que en varias ocasiones me pasara de dosis y perdiera completamente la cabeza. Quería «volar», meterme en el sueño del éxtasis lo antes posible y hacer desaparecer la tensión interna. Entonces la experiencia se convertía en algo que no lograba disfrutar porque no me enteraba de nada. «Si te pasas te lo pierdes, controla lo que te metes». Este era el eslogan que había por los carteles de la carretera en aquella época, y yo sabía muy bien a qué se refería. Por segundos era capaz de verme delirando de forma siniestra, y entonces pensaba que ojalá el ciego se pasase cuanto antes. A veces los delirios eran muy desagradables y pasaba la noche viendo gente sin piernas, cabezas cortadas, montañas de perros que se caían de arriba abajo; me veía mí misma tirándome al vacío, escuchaba a mi pareja llamarme y la sentía moverme desesperadamente para que despertara: «¡cariño, cariño, cariño!», pero entonces abría los ojos y no había nadie a mi lado. Era como estar dormida con los ojos en blanco y despertarse, volverse a dormir y volver de nuevo. Hubo una experiencia que pasó factura y desde ahí las cosas empezaron a oscurecerse. Una noche de sábado salí con dos de mis amigas a la discoteca que por entonces íbamos. Hacia las 8-9 de la mañana cogimos el autobús que nos traía desde Sueca hasta Valencia. Durante la noche habíamos estado tomando pastillas, pero esa noche no me subieron demasiado. Decidimos irnos a la casa de una de ellas, porque estaba sola, y compramos una bolsita de pastillas para tomar allí las tres. De nuevo, el ansia por sentir el efecto que todavía no había sentido esa noche, hizo que me tomara más de una pastilla de golpe, lo que me hizo perder la consciencia durante todas las horas que el efecto duró en mi cuerpo. No me refiero a quedarme inconsciente de golpe como cuando se produce un desmayo, me refiero a desaparecer, a no enterarme de nada de lo ocurrido durante todas esas horas en la casa de mi amiga. Mi cuerpo estaba despierto, pero mi mente no sé dónde estaba. Era parecido a los momentos en los que te ponen anestesia y oyes al médico hablar pero tú quieres hablar y no puedes, y solo te enteras de algo si se ríen o si repiten cosas, como si fueras una niña diciendo tonterías. Lo único que recuerdo, porque una de ellas hablaba muy fuerte contando lo que estaba haciendo y venía a cogerme de la mano, es que me iba a una de las habitaciones y me quedaba de pie con los ojos en blanco, mirando una pared mientras balbuceaba cosas sin sentido. Mi cuerpo estaba totalmente intoxicado, tenía la piel amarilla y seca, con los pómulos hundidos. La mirada fue cambiándome, pasando a ser una mirada con los ojos más saltones y oscuros, como en forma de alerta. La mandíbula comenzó a desarrollarse cada vez más haciéndose más ancha, y tenía la boca llena de llagas debido a la fuerza que hacía cuando me mordía la carne de los lados de mi boca sin control. Mi sabor interno era el sabor de la química, amargo y fuerte como el pegamento, y perdí unos 5 kg sin proponérmelo. Pero a pesar de esto, seguía haciendo lo posible para llegar al viaje una y otra vez, semana a semana. Ocurriese lo que ocurriese en mi vida, nada era más importante que esto, ni siquiera mi familia. Las drogas lo eran todo. Dejaron de interesarme las personas que no se drogaban porque creía que no tenía nada que compartir con ellas. La amistad dejó de ser amistad, pues, si había drogas por medio, que alguien necesitase algo de mí era totalmente secundario o terciario. Las drogas te hacen egoísta, estás hechizado por ellas y solo vives desde el ansia a consumirlas. Cualquier cosa que se interponga es tu enemigo. Llegó el día en el que empezaron a vigilarme en casa. Mi madre quería controlarme, y cuanto más lo hacía, más quería yo disgustarla. Ella sabía parte de lo que estaba pasando, pero no llegaría a imaginar todo lo que estaba haciendo. Había normalizado tanto el tomar sustancias que incluso hubo ocasiones en las que alguien vino a verme a casa de buena mañana y me despertó pintándome una raya. Un día cualquiera entre semana con el pijama puesto, sin nada en el estómago. Mis padres sabían que las cosas no iban por buen camino, rebuscaban mis diarios por la habitación, mis profesores llamaban a casa. A veces incluso me seguían. Imagino que debe ser muy complicado ser padre y vivir esto, pero también es necesario tratar de entender a un hijo, más que obsesionarse con dominarlo. Ahora comprendo que las cosas nose hacen porque sí. Empecé a obsesionarme con mi madre, tenía incluso alucinaciones con ella. Le tenía miedo, y mi mente me hacía verla allí donde estuviera. Esto me dio mucho que pensar tiempo después respecto a los miedos y cómo somos capaces de ver cosas que no existen. La veía dentro de aquella discoteca cada semana, por todas partes. La veía buscándome entre las personas, desesperada, y ahí me acribillaba la culpa. Estaba aterrada pensando que iban a descubrirme y a destapar toda mi mentira, y entonces, les habría fallado. Me sentía muy culpable porque no quería hacerles daño; lo único que intentaba era ser feliz. Eso es lo que buscamos con las vías de escape, dar salida al malestar. En mi casa hubo una falta de comunicación afectiva importante y un nivel de exigencia alto. No culpo a nadie por ello porque mi familia es maravillosa, y además, en la vida no hay culpables, hay personas haciendo lo que saben y como saben. Yo no he sido el mejor ejemplo de afectividad y buenos modales, pero en ningún caso he querido hacer daño a alguien. Mi propio veneno me ha hecho obrar de determinada manera, al igual que la paz interior me ha hecho hacerlo de otra. En mi vida me he dado cuenta de que es como yo esté lo que afecta a lo de fuera, y no al revés. A finales del verano del año 2000 apareció el miedo de forma más aguda, llegó el pánico. No reconocía esta emoción pero sentía la incomodidad y angustia propias de la misma. No lo hablé con nadie y me negué a mí misma lo que ocurría, como si no estuviera sucediendo, con la esperanza de volver a encontrarme como antes y continuar exactamente igual de feliz. Sin embargo, la fuente de mi felicidad y diversión estaba deteriorándose, al mismo tiempo que yo lo hacía. Ahora ya no era tan divertido, vivía angustiada por mentir a mis padres y empezaba a darme cuenta de que lo que estaba viviendo era un engaño. Lo que compartía con esas personas no era duradero ni real, todos cambiábamos una vez que salíamos de ese estado, pero el enganche al éxtasis era muy difícil de paralizar, incluso cuando empezaba a faltarme el aire diariamente. Hasta que no vives la otra cara de una adicción no eres consciente de las heridas que deja, no sabes lo que es vivir en una cárcel invisible. No sabes lo que es sentir el final, lo que crees que es la muerte. El fin de tus días. El fin de tu vida. Lo que has elegido, te ha matado. Es la máxima separación que puede haber entre tu cuerpo y tu espíritu. Estás totalmente alienado. Pero llegó la gota que colmó el vaso. Después de unas semanas levantándome y acostándome hiperventilando, creyendo que iba a morir, una alucinación mientras estaba en el colegio me obligó a parar forzosamente. Una mañana entre semana, poco después de llegar a clase, me senté en aquella mesa doble de color verde junto a mi compañero, y pude ver cómo al mirarme, su cara se deformaba, como si fuese de plastilina. Fue una imagen propia de una película de terror y tras ello experimenté el primer ataque de pánico. Esta imagen permaneció grabada en mi mente durante años, y desde ese instante creí haber enloquecido. Todas las frases que me había dicho mi madre cuando trataba de atemorizarme porque intuía lo que estaba pasando, cobraron sentido: «Han dicho en la tele que los que toman drogas hoy serán los locos de mañana». Desde ese mismo instante estaba loca. Había perdido la oportunidad de vivir. En base a creer esto fui experimentando el día a día con ataques de pánico, fobias y depresión. Creía que los demás conspiraban para que yo creyese que en realidad no estaba loca, para que pudiera vivir más tranquila. Pero yo estaba segura de que estaba loca. Cada vez que escuchaba pasar un coche con música tecno, veía adolescentes vestidos con la estética del colectivo del que había formado parte, o cualquier cosa que mi mente asociara con la etapa anterior, empezaba a ahogarme. Se me bloqueaba la garganta, se volvía rígida la nuca y toda la parte trasera de la cabeza, hasta que notaba unos fuertes pinchazos por la zona del bulbo raquídeo y me quedaba totalmente bloqueada, como si hubiese visto un fantasma. «Siento lo que tú sentirías, si ahora mismo estando aquí, tranquila en la cocina, vieses que todos los cajones se abren y cierran solos y vuelan los cuchillos por el aire». Este era un ejemplo con el que trataba de explicar cómo me sentía. El proceso inicial de curación duró aproximadamente un año. Pasé la mayor parte del tiempo metida en casa y siempre tenía que estar acompañada. Suplicaba que no me dejasen sola, pues estar sola significaba ver a los fantasmas y vivir el pánico de los cuchillos volando , pero mis padres siempre estuvieron a mi lado; necesitaría más de cien vidas para agradecer todo lo que han hecho por mí. Aunque seguí estando muy tocada psicológicamente, tras ese año ya podía llevar una vida más normal. Y fue a partir de aquí, en el último trimestre del año 2001, cuando me convertí en una esclava de la comida. Recuerdo estar en casa de una amiga y mirarme un segundo en el espejo de su salón, instante en el que me vi una mujer desarrollada. Mi percepción fue la de verme unas caderas enormes, lo cual no era posible porque pesaba menos de 50 kg. Entonces, la voz que hablaba en mi cabeza, afirmó que no iba a desarrollarme más. Empecé a experimentar lo que en algunas ocasiones había visto en alguien cercano: comer menos. Al hacerlo, no solo las personas me decían que estaba más delgada, lo que me ilusionaba y hacía sentir fuerte, sino que además, controlando la comida parecía manejar mi ansiedad. Me estaba dando seguridad. Así que como a quien le funciona comerse un kiwi en ayunas, empecé a repetirlo y radicalizarlo. Me encontraba mejor, más estable, menos loca . Volví a tener ganas de salir. Volví a sentirme como una chica de mi edad, con ganas de vivir, pero siempre en alerta. Así que una noche quedé con amigas y nos fuimos de fiesta, sin drogas ilegales, sino que bebí algunas copas de licor de melocotón. Esa noche alguien me ofreció un trabajo en un pub del barrio del Carmen. Yo no había trabajado de camarera antes, pero lo vi como una forma de ganarme un dinero para mis cosas y experimentar algo nuevo. Tenía más que claro que no iba a consumir drogas, solo pensarlo me despertaba el pánico, pero sí era el momento de abrirme a conocer más gente y relacionarme. Después de estar unas horas en una sala en Pinedo, decidimos pasar a la discoteca que había al lado, y el encargado de esa sala también me propuso trabajar allí. Así que empecé a trabajar por la noche y tuve la voluntad de decir no a las drogas durante meses, pero llegó el día en el que las retomé. Esta puerta se abrió con el cristal 1 pero progresivamente lo que más acabé consumiendo fue cocaína y alcohol, aunque también pastillas, speed , cristal y en algunas ocasiones, ketamina. Sobre todo el último año de consumo (2005). Durante todo este periodo tuve muy fácil acceso a las drogas porque estuve trabajando en diferentes cargos de personal de discotecas y todo el mundo me invitaba. Mis parejas y amigos, todos eran de la noche. Por más que me decía a mí misma «este fin de semana no», era inevitable, pues las tentaciones estaban por todas partes. Dejé de lado los estudios de la universidad, dejé de lado el deporte y dejaba colgado a mi entrenador, dejé la relación con mis amigas del colegio, me aislé cada vez más de mi familia. La relación con mi madre era insufrible, nos gritábamos a todas horas. Vivir en mi casa era lo mismo que vivir con una soga apretada al cuello. La causalidad de la vida hizo que me cruzase en el camino con alguien que fue uno de mis grandes espejos. Habría sido la última persona que habría imaginado cruzarme, pero conocerle fue lo que necesité para salir de las drogas. La misma semana en la que le conocí, había estado metiéndome rayas sola en casa. La misma noche en la que le conocí, estaba muy depresiva, sin consuelo, pero uno de mis grandes amigos insistió en que saliera, y ahí se produjo el cambio. Te hablaré más de esta historia en EL CONTROLY LAS RELACIONES (capítulo 6). En este periodo iba a entrenar al gimnasio y tomaba efedrinas 2 , tenía atracones, tomaba pastillas para adelgazar, había días que apenas comía, estaba obsesionada con cada parte de mi cuerpo, con la báscula, con la comida y, además de eso, llegando al límite con las drogas. La experiencia con esta persona me hizo ser consciente de que estaba bloqueada ante una vida que no me hacía feliz, y pude ver mi estancamiento, pero, sobre todo, me di cuenta de que podía elegir y cambiar de vida. Conocerle también me condujo a interesarme por el teatro y, un año más tarde, lo descubrí. Entrar en contacto con mis emociones y vivir la presencia — dos de las cosas más importantes para actuar— fue algo magnífico, una terapia transformadora. Entonces dejé Valencia para empezar una nueva vida en Madrid, donde la interpretación y la propia ciudad me hicieron nacer a los veintitrés años. EL AMOR PROPIO, EL GRAN BUSCADO Desde que inicié el camino del teatro, un camino en el que me conectaba con las emociones y era lo que había dentro de mí en cada instante, momento a momento, descubrí que comenzar a amarse era más sencillo de lo que pensaba. No era fácil, pero sí más sencillo. No había que hacer mucho más que escucharse con el corazón e ir desaprendiendo algunas normas impuestas. En mi caso, la locura de tener que ser perfecta en todos los ámbitos me obligaba a hacer las cosas que los demás esperaban de mí, lo que me convertía en alguien muy vulnerable que no vivía su vida, sino lo que los demás querían. Por este motivo no sabía quién era, pues desconocía totalmente mis necesidades para satisfacer las de los demás. Antes del teatro y Madrid recuerdo preguntarme quién era y no tener la más absoluta idea. Llegaba a enloquecer tratando de encontrar la respuesta en mi mente, pero no había forma de hallarla. Vivía desesperada probando más y más cosas con el fin de encontrarme, de conectarme con algo que me hiciese creer en la vida y en la esperanza de que era posible vivir sin aquel vacío, desconociendo que la solución estaba dentro de uno. Desde los 8-9 años hasta prácticamente toda mi veintena viví batallando continuamente contra mi persona. El rechazo era insoportable y me hacía estar continuamente perturbada, estallando cuando menos lo esperaba y viviendo de forma extremadamente impulsiva, sin importarme las consecuencias. No era yo quien tenía esos comportamientos radicales, sino una mente enferma por ir en contra de quién era realmente, por haber ido censurándome y callando mi voz. Por haber querido justificar a todos y no haberle dado importancia a lo que sí me importaba. Por haber dicho blanco cuando sentía negro y por haber tragado cuando quería vomitar. Ponerle una tapadera a la olla de mis emociones y pensamientos, viviendo con una máscara, hacía que estuviese enfadada con el mundo y rechazando a esa impostora. Sin saber por qué, así me sentía, pero tiempo después tuve una revelación. Me di cuenta de que haciendo lo que los demás esperaban de mí les estaba mintiendo, estaba siendo una hipócrita en busca de la aceptación que no sabía darme a mí misma; en busca de un suministro de amor externo que equilibrase, de alguna manera, la batalla interior. De esta manera aparecía la culpa continuamente, me odiaba por no tener valor a decir lo que pensaba, haciéndome sentir cada vez más vulnerable y dependiente de la aprobación de los demás. Cada vez era menos yo, y cada vez era más lo que los demás querían que fuese. Actuaba en mis relaciones, hasta mi voz cambiaba. El miedo a los errores y a hacer o decir algo que supusiese el rechazo o abandono por parte de la otra persona era inaguantable. La intimidad era muy incómoda. Vivir la soledad me ayudó a conocerme. Me ayudó a saber estar conmigo misma y no necesitar tanto de ese suministro de amor externo. Descubrí una paz que no había tenido antes y empecé a alinear mis pensamientos con mis emociones y acciones. Entonces no salía si no quería salir y no me obligaba a tener que estar para alguien. Y tan solo estas pequeñas cosas, hicieron que empezase a tener autoestima. Algunas personas creen que el amor propio es egoísmo o egocentrismo, pero cuando nos centramos en ser nuestra prioridad y conectamos con nuestras necesidades, somos capaces de transformar el mundo, contagiando positividad, esperanza y calma. Si cada uno de nosotros nos centrásemos en nuestro bienestar y equilibrio personal, provocaríamos un gran cambio en el mundo. Yo me di cuenta de que cuando no somos coherentes con nuestras decisiones, con lo que hacemos, cuando no somos quienes somos, cuando no decimos lo que sentimos, cuando nos exigimos más continuamente para coleccionar éxitos, para ser admirados, terminamos torturándonos de alguna manera, y esta tortura nos hace vivir infelices. Y si yo soy infeliz reacciono negativamente en mis relaciones personales, creando lazos de incomodidad, desconfianza, enfados, envidia. Miedo. Nos cerramos a la vida. En este libro te hablo desde mi propia vivencia, de aquello vivido y aprendido en mis carnes, junto con las conclusiones que he sacado en el camino. Habrá tantas formas para llegar a la curación como personas en el mundo. Esclavos de la comida te habla de una experiencia personal a lo largo de casi veinte años. 1 Metanfetamina (MDMA). Es una droga estimulante muy adictiva. Es un polvo que se puede presentar como una píldora o una roca brillante (llamada cristal). 2 La efedrina es un fármaco para combatir el asma que actúa como estimulante leve en las terminaciones nerviosas del sistema simpático para dilatar los bronquiolos. Puede reproducir algunos síntomas de intoxicación propios del MDMA como aumento del ritmo cardíaco y tensión arterial alta. Si se toman dosis suficientemente altas, estos efectos se relacionan con un aumento de la excitación y la ansiedad, y es cuando los consumidores sienten el efecto de la droga. La enfermedad del control «El odio hacia nosotros mismos puede transferirse al odio al propio cuerpo y ello derivar a una obsesión por adelgazar, lo cual nos ayuda a transferir el dolor en algo más soportable». Sandra Navó (Adiós a las dietas ) 2 Adicción a restringir Al principio, dejar de comer era excitante. No sabía, y ni siquiera me planteaba, de dónde venía aquel impulso. Era guiada por una fuerza interior de la que no tenía consciencia alguna, pero una vez lo experimentaba, me hacía sentir bienestar y euforia. Comenzar a restringir y ser capaz de controlar la comida y el cuerpo significaba superarse. Era lo más parecido a ganar un premio Nobel, algo admirable y sobresaliente que ni de lejos, había logrado antes. Cuando era pequeña me sentía el patito feo, la niña que no destacaba por nada. Miraba a mis amigas y las veía preciosas, modernas, populares; pero yo me veía a mí misma como a alguien vulgar y vergonzoso. Recuerdo mirar a algunas de mis amigas y desear inmensamente tener sus cuerpos cuando ni siquiera tendría once años. La forma en la que se mira afuera no es la misma con la que te miras a ti mismo, porque son «las percepciones, creencias y sentimientos de una persona hacia su aspecto lo que tiene más probabilidad de determinar su imagen corporal que sus características físicas reales ». Superar una imagen corporal distorsionada, Lorraine Bel y Jenny Rushforth. Recuerdo, en estas edades, tener la seguridad de que no iba a ser correspondida en el amor, que los chicos que me gustaban me rechazarían. Y cada vez que me gustaba alguien, este prefería a una de mis amigas, lo que me hacía corroborar en mi mente que cualquiera de ellas era mejor que yo. Vivía para adentro, tragando las emociones y sintiéndome menos, y aunque con los años fui destacando por muchas cosas y teniendo éxitos, nunca sentí que aquello fuese suficiente. Nunca de verdad creí que fuese suficiente. Recortar la comida y sobre todo ver los cambios que iba adoptando mi cuerpo físico, fue el anclaje con la anorexia. Estaba siendo capaz de dominar una de las cosas más difíciles, a mi mente, y al hacerlo,no solo veía que mi cuerpo cambiaba a una forma con la que me estaba sintiendo muy cómoda, sino que con ello, había logrado sentirme estable, dueña de mi vida y de mis emociones. Me tomé tan en serio el hábito de restringir como quien inicia un cargo profesional de gran responsabilidad, y me juré a mí misma que no me defraudaría. Esta vez iba a ganar, sería capaz de lograrlo. Cada día que pasaba disminuía de tamaño, era asombroso. El primer fin de semana que puse en práctica la restricción perdí casi 3 kg. No había experimentado antes la pérdida de peso de forma voluntaria, no había sido una prioridad en ningún momento de mi vida. De hecho, tampoco en este, porque la pérdida de peso en sí es lo menos importante de todo el asunto, sin embargo, es lo único que llegamos a percibir, la capa más superficial. De dónde venía la necesidad de cambiarme, de dónde venía la necesidad de dejar de comer y de controlar cada kilocaloría eran las preguntas importantes. Para qué lo hacía. Ese primer fin de semana me limité a comer tres piezas de fruta en la comida y tres en la cena, y lo llevé bien, no me ocasionó ningún sufrimiento. Con el paso del tiempo, aunque la mente es muy poderosa y te vuelves una persona rígida, la ansiedad va apareciendo con fuerza, y el pensamiento de cuándo llega la siguiente comida se vuelve frecuente, se convierte en una obsesión. Cuanto más espacio va ocupando la comida en tu mente planificando menús, contando calorías y estableciendo horarios de los que no puedes pasarte, más dominio esta sobre ti adquiere. De pronto, todos tus pensamientos se han convertido en la comida. Si piensas en el cumpleaños de tu amiga, te lo llevas a la comida. Si piensas en salir el fin de semana con tu pareja, te lo llevas la comida. Si piensas en la acampada del colegio, comida. La excursión familiar, comida. Las Fallas, comida. Navidades, comida. Estudiar en casa de tu compañera, comida. La comida empieza a condicionar todas tus decisiones, y entonces, para evitar sufrir, comienzas a decir no a los planes. Las primeras semanas vivía una alegría similar a la de un enamoramiento. Sentía esa mariposa en el estómago y el entusiasmo al escuchar que te ha llegado un mensaje de la persona amada, pero en este caso, mi entusiasmo resultaba al ver el número que marcaba la báscula. Ella era ahora mi pareja, para quién me desvivía y con quien contaba antes que con nadie para tomar cualquier decisión. Ella tenía ahora la primera y la última palabra. El ritual de las mañanas era el momento más importante del día. A veces me despertaba en la madrugada y me costaba volver a dormirme deseando que llegase la hora de levantarse para ver mi peso y cuerpo más delgado. Estaba poniendo mucho de mi parte y sabía que habría un gran resultado, así que en cuanto llegaba una hora aceptable, saltaba ansiosa de la cama y me iba directa al baño. Echaba el cerrojo y corría la mampara de la ducha, la cual tenía un espejo vertical. Sin hacer ruido, movía la báscula del suelo separándola de la pared, y después me quitaba el pijama y todo aquello que pudiese dar un mayor peso, como pendientes o anillos. Entonces me pesaba y observaba los cambios de mi cuerpo en aquel espejo, y aunque yo no era consciente de si lo que estaba haciendo era algo grave o equivocado, mi mente, sin embargo, me indicaba que lo hiciera «sin que nadie se enterase». En esta etapa inicial, prácticamente todos los días perdía algo de peso, y era en esos instantes de la mañana, cuando todavía no había comido ni bebido y mi tripa estaba completamente seca con los huesos más marcados, cuando me gustaba. Una vez comía o bebía, ya no podía volver a mirarme. Me daba miedo ver un vientre más hinchado, diferente a la imagen que tenía grabada del momento en ayunas. Cuando te enganchas a esto nada tiene un papel más importante en tu vida que volver a encontrarte con la imagen deseada en el espejo, una imagen que no es sostenible ni a largo plazo, ni viviendo con salud. Es como querer ganar el doble de tu sueldo teniendo ya un trabajo de jornada completa. Puedes hacerlo si trabajas de forma temporal en otro sitio por las noches o de forma intensiva los fines de semana, pero solo por un objetivo concreto y para muy corto plazo. Cuando hubieses trabajado setenta horas semanales durante varias semanas, comenzarían a aparecer síntomas, tanto físicos como mentales. A nivel espiritual te sentirías desconectado, te habrías convertido en una máquina automática con muy baja energía. Tu mente estaría agitada, descentrada, triste, obsesiva, ansiosa, pesimista… Estarías forzando tu cuerpo y mente hacia algo que no es realista, ni sostenible a largo plazo. El cuerpo, la mente y el espíritu requieren descanso para ser funcionales y no enfermar, y pasarlo por alto sería obviar las necesidades de ser humano. La anorexia rehúye de las necesidades básicas del ser humano, porque el dolor y rechazo hacia uno mismo son tan grandes que se niegan las propias necesidades. Lo único importante es bajar el peso lo más cerca posible del 0, de la muerte. La salud no importa. Perder la regla no importa. Perder el pelo, molesta, pero se aguanta si eso significa acercarse más al 0. Vivir con frío permanentemente, es algo secundario, incluso motiva la idea de comprobar que estás bajo de grasa. Tener problemas óseos, arritmias o desnutrición no es un problema, ni te lo planteas. El verdadero problema es no haber nacido siendo otra persona, no poder cambiarte y ser la hija que tu madre esperaba. Que te molesten con la comida o te quieran controlar son también algunos de tus problemas, sin embargo, ya sabes que ahora eres tú, por primera vez, quien va a controlar su vida. Creer que eres tan fuerte como para perder el peso que te propongas y ver en el espejo que vuelves a ser una niña, con la cara más fina y el cuerpecito más menudo, es la recompensa que obtienes al dejar de comer. Experimentas que tú puedes hacer que tu cuerpo cambie y no que él se desarrolle por sí mismo. Tú puedes transformarlo, tú puedes controlarlo. No quieres las caderas de la mujer, no quieres desarrollarte más. No te sientes capacitada para la vida. Rechazas lo femenino. Tal vez rechaces a tu madre, como yo hacía, y quieras demostrarle que sí puedes, que sí eres capaz de hacer lo que te propongas. Lo que todavía no sabes cuándo inicias esto, es el precio que vas a pagar para conseguir llevar tu cuerpo contra natura. La adicción a bajar de peso implica que cada vez necesitas recortar más comida para obtener el placer de esta droga, que es la inyección de poder que consigues al bajar de peso a un ritmo rápido, como al principio. Te enganchas a mirar y mirar el número en la báscula como quien se engancha a mirar cien veces al día Instagram para ver cómo crecen sus likes o seguidores. Y si el resultado no es el que se espera, no dejas de pensar qué más puedes hacer para seguir bajando. Cuando iba con mi madre al hospital para que me vieran y pesarme, estaba atemorizada con ver que aquella máquina precisa diese un resultado mayor que el que marcaba mi pareja , y aun sabiendo que había bebido litros de agua para dar un mayor peso, solamente el hecho de pensar que vería el número más alto, me alteraba. La adicción a restringir cada vez más podría ser algo parecido a cuando necesitas aumentar la dosis de una droga para obtener el mismo efecto, pero a la inversa. Así, al disminuir la dosis de comida, vas obteniendo lo que con el paso del tiempo se ha ido perdiendo, porque el peso, en un momento dado, empieza a bajar más lento, y tu «droga» deja de ser tan placentera. Y necesitas recuperarla. El control de la comida me ayudaba a no recordar las pastillas ni a pensar en los ataques de pánico. De alguna manera, al centrarme en esto, silenciaba los pensamientos relacionados con las alucinaciones grabadas en mi memoria y la supuesta locura. También paliaba las ganas que en el fondo tenía de drogarme, psicológicamente estaba muy apegada a las pastillas. Entonces, toda mi atención estaba puesta en la comida y el peso, y los otros problemasse ocultaban. Si me centraba en contar gramos, mirar mi cuerpo y planear menús, no me atrapaban los recuerdos y el ansia porque nada de lo anterior hubiese ocurrido. Mi mente buscó la manera para vivir este momento de una forma más llevadera, y aunque lo más acertado hubiese sido enfrentarse a sentir el malestar y trabajarse los problemas, en ese momento no era consciente de muchas cosas. No tenía consciencia sobre la consciencia , ni sabía que, además, estaba reaccionando de acuerdo a una manera subjetiva de percibir el mundo. «El control de la comida implica que está el sistema nervioso activado. Hay mayores niveles de cortisol y adrenalina en sangre, mayor bombeo y ritmo cardiaco y mayor presión arterial. El ser humano se mueve por lucha y huida, y nuestro diálogo interno nos lleva a la lucha o huida. Nuestro organismo, de forma natural, va a llevarnos al equilibrio porque necesita volver al reposo, a entrar en contacto con la calma y el placer, con la relajación, seguridad y saciedad». Marta García, psicoterapeuta experta en TCA. Y de forma natural mi organismo buscó otra manera con la que obtener equilibrio y sensaciones agradables. Creía que el caos que había estado viviendo se estaba disolviendo, pero déjame decirte que no es posible disolver algo a lo que le giramos la cara. Optar por poner parches a nuestros miedos sin enfrentarnos a ellos no nos permite superarlos, y la anorexia era un parche con el que seguía ocultando lo que tanto daño hacía. 3 El aislamiento La satisfacción que me estaba reportando la enfermedad era muy superior a los momentos en los que podía desear algún alimento concreto, y de ahí nacía la fuerza para seguir adelante. Había una especie de remuneración ante el esfuerzo, y esta era sentirme mejor conmigo misma. Creía que la seguridad que ahora sentía era definitiva, que las cosas habían cambiado, pero no era real. Fantaseando con convertirme en la supermujer me mantenía distraída y engañada. Compraba la ropa pensando en el futuro, para cuando bajase de 45 kg. A veces, ni siquiera llegaba a estrenarla porque en el fondo no me veía bien para llevar esa ropa, pero me entusiasmaba el hecho de comprarla creyendo que llegaría ese momento en el que me vería perfecta. Cuando vas poniendo la atención en el futuro te escabulles del ahora. No tomas la responsabilidad de tus problemas, y esto te coloca en una posición cómoda a la vez que destructiva. La realidad es que al estar tan enrevesados y solapados por capas y capas, muchas veces no sabes cuáles son tus problemas. Es muy posible que no tengas ni idea de que estás escapando de algo mientras llevas la atención a tu cuerpo. Cuando el tiempo va pasando te acostumbras a poner tantas excusas para decir no a todo aquello que implique presencia de alimentos, que al final esta palabra te sale sola. El no es una reacción automática que aparece dentro de ti mucho antes de que la otra persona que te está proponiendo un plan haya terminado su frase. No importa lo atractivo que sea lo que te propongan, tú ya sabes que vas a decir no , porque en ese plan habrá comida y tendrás que exponerte y compararte de alguna manera. Te haces un profesional del autoengaño y de las mentiras. Te niegas al placer, a la diversión, al contacto. Te prohíbes la intimidad porque es en esta donde resurge la persona que has enterrado. Niegas tu cuerpo, y con ello, todo lo que estimule tus sentidos y las emociones. El placer que sí te permites es el placer que te da el control, pero para los demás te cierras, porque además crees que no te mereces disfrutar. Y así vas viviendo cerrado a la vida y pierdes la escucha con tu cuerpo. Pierdes la intuición que tenías cuando eras un niño. Por entonces sabías lo que necesitabas y cuándo dejabas de necesitarlo, pero ahora tu cuerpo se ha apagado, está profundamente dormido, y en ese sueño, también se han dormido tus emociones. Y te vas volviendo cada vez un poquito más frío. Más indiferente. Cada vez las cosas te afectan menos, hasta que llega el día en el que te dejan de importar. Sentir se convierte en una especie de pecado que te hace entrar en contacto con algo muy doloroso: tus necesidades físicas, lo que sientes como algo inmoral que reprimes continuamente. No puedes tener necesidades, debes ser una máquina. Si sientes, has hecho algo mal. Dejar que fluyan las reacciones de tu cuerpo se vive como una pérdida de control que podría delatar quién eres; podría hacerte ver qué sientes, lo que ocultas bajo un disfraz de indiferencia y fortaleza, pero tú no lo sabes, y es al verte descontrolado por las reacciones de tu propio cuerpo cuando te darías cuenta de que tu disfraz no eres tú. Y ese es el verdadero dolor, darte cuenta de tu gran mentira. Lo más seguro, por tanto, es evitar las posibles amenazas y aquellas cosas que te hagan sentir descontrolado, propasado, corrompido. Controlar la comida se vuelve más difícil cuando los sentidos están estimulados, de manera que te vas dando cuenta de que lo mejor para mantener tu estricta disciplina y seguir llevando el disfraz de un poderoso autocontrol es aislándose, viviendo alejado de toda posible tentación. Si no era yo quien compraba los alimentos y los cocinaba o no conocía a ciencia exacta que eran aptos para alcanzar mi objetivo, representaban una amenaza, y por ello me negaba a comer cualquier cosa que no comprase o cocinase yo misma. No iba a restaurantes, porque aunque pidiera algo ligero no podía controlar que así fuera exactamente. Mi madre solía cocinar bastante saludable, pero aun así la mayoría de sus platos estaban prohibidos, y cuando decidía comer algo que ella preparaba porque era más acorde a mi dieta, me pegaba a su lado como un policía y le atosigaba a preguntas sobre qué había añadido, cómo lo había hecho, cuánto aceite había puesto. Me volví desconfiada de la comida de los demás. Desconfiaba de mi madre. Creía que me mentía diciendo que no había puesto algunos ingredientes a los platos que en realidad sí tenían. Y con este aislamiento cada vez fui recortando más mi vida social. El mero hecho de estar con personas en el recreo de clases y que me hicieran la pregunta de: «¿quieres probarlo?», señalando a algo que estuviesen comiendo, me provocaba ansiedad, por lo que cuando me imaginaba en la casa de otros o saliendo de bares, colapsaba. Cuanto más adelgazas más obsesivo te vuelves con la comida. Te da miedo perder eso que ya has conseguido, lo que manifiesta tu apego a la báscula. El acto de sentarse a comer en una mesa con más personas te pone muy nervioso, como si ese momento fuese algo de vida o muerte. Y mientras te sientas en la mesa y comes, batallas en tu interior, y sumas, restas, compensas; anticipas comidas futuras, te ordenas lo que deberás recortar después. No hay ni una pizca de presencia, sino una voz exigente y castigadora. Cuando sentados en la mesa alguien comenta alguna cosa sobre tu plato o sobre tu peso te enfadas, pero si no lo hacen también te enfadas, porque crees que sí lo están pensando. Y eso es porque tú mismo te juzgas tanto que proyectas afuera todos tus pensamientos juiciosos. Es muy duro comer junto a otros porque además de lo anterior también te toca lidiar con la comida de sus platos, y entonces, inevitablemente, te enfrentas a una verdad muy incómoda, una verdad que no paras de negarte, que es lo que a ti te gustaría comer esos platos. Pero eso no está permitido, pues si lo haces, te pierdes. Perderías a esa nueva persona que has creado. Y te enfadas, aunque no seas consciente. Vives enfadado con el mundo porque es insoportable privarse tanto a la vida. Es inhumano aguantar tal dictadura. Vives enfadado, porque lo que se dice a sí misma una persona con un trastorno alimentario es despiadado. Sin embargo, el hecho de vivir irascible y enajenado puede traerte algo positivo, que es facilitarte el aislamiento, porque descubres que al final lo que mejor te hace sentir es estar solo, ya que además de evitar perturbarte ante prohibiciones, crees que siendo la persona que eres, los demás van a acabarodiándote. De esta manera te cuentas que tienes otras muchas cosas importantes que hacer, y que por eso no te es posible compartir con otros. Y casi siempre te lo crees. Y pasan los meses y no te relacionas con nadie, lo que incrementa tu obsesión con la comida y el peso porque solo vives ahí . Sabes que ahora ya no eres aquella persona de trato fácil que eras, tienes muchas manías y crees que vas a ser rechazado, pero estando solo tampoco eres feliz. Aunque ha sido tu voluntad aislarte, no lo has elegido por amor a pasar tiempo contigo, sino para evitar más sufrimiento. Cuando me aislaba creía que no había tanto conflicto porque no había espejos en los que mirarse. No me preguntaba continuamente qué estarían pensando los demás de mi comportamiento ni cuánto me estarían juzgando. Podía ser lo que en aquel tiempo era y mostrar la verdadera cara de la obsesión, ira y control sin que nadie lo juzgase. Cuando estás solo estás cómodo porque las cosas son a tu manera y las controlas. Entonces no estallas ni reaccionas miedoso como cuando te ves obligado a nadar en la incertidumbre, lo que trastorna tu mente. Con el paso del tiempo, el aislamiento fue dejando huella. Ya no solo me negaba a la comida, ahora también al ocio y a las relaciones personales. Aislándome controlaba todos los alimentos a los que estaría expuesta y evitaba todos los juicios a los que podía exponerme, creyendo que así mi vida era estable. La vida te puede parecer más estable con anorexia porque acabas controlando todas las escenas de tus días. Tú mismo provocas que tu vida sea exactamente como la anticipas en tu mente, y no corres el riesgo de improvisar. No te permites salir ahí fuera y dejar que las cosas ocurran. No hay sitio para lo incierto ni para los cambios de planes. Recuerdo que un año, por mi cumpleaños, mi pareja apareció por casa de forma imprevista. Serían las 20:00 h de un 28 de enero. Mientras estaba preparándome para cenar un mísero plato de espárragos blancos con cogollos de lechuga sin aceite, tocaron al telefonillo de mi casa. No le esperaba. Descolgué el telefonillo y tras preguntar quién era, dijo: «baja». Pensé qué narices quería viniendo a mi casa sin avisar a esa hora, y me enfadé muchísimo, pero como solía hacer, no lo exterioricé. Entonces bajé al portal muy tensa, aguantando la ira, y me dijo que me subiera al coche, que íbamos a dar una vuelta. Mis pensamientos me decían: «No me estará llevando de cena, ¿verdad? ¿Por qué diablos no se va a su casa y me deja en paz? Con lo tranquila que estaba yo en la mía. Qué pesado». Y empecé a rumiar miles de posibles excusas para que me llevase lo antes posible de vuelta a casa. Temía que me llevase de cena porque yo había planificado otro tipo de cena, y aunque fuese el día de mi cumpleaños, era un día más, qué importaba. Entonces paró el coche y aparcó al lado de una gasolinera. Señalando con el dedo me dijo que entrase en aquel restaurante, al cual nunca antes había ido. Me dijo que íbamos a cenar allí, y en ese momento me di cuenta de que ya no había escapatoria. No tenía otro remedio que hacerlo, y el fuego de mi cólera, aumentaba. Estaba a punto de estallar en un ataque de furia cuando caminaba por aquel pasillo de colores vivos mientras él lo hacía detrás de mí. De repente, vi que al fondo del salón estaba un amigo, y me salió una sonrisa forzada. «Maldita sea, qué casualidad», pensé con un cabreo importante. Entonces vi a su lado a otro amigo. Y al lado de este, a varias amigas. Miré bien y me tomé un tiempo para entender tanta casualidad. Tras ello, me di cuenta de que ahí estaban todos mis amigos esperándome. Amigos que incluso no se conocían entre ellos, pero estaban allí por mi cumpleaños. Me quedé muy sorprendida. Lo que realmente pensé en ese momento fue que nadie había hecho eso por mí antes. Que era realmente bonito haber buscado a todo el mundo sin ni siquiera conocerlos, para mostrarme su cariño y compartir ese día especial conmigo. Me giré y lo miré asombrada y él me dijo: «¿te ha gustado la sorpresa?», sonriendo, más contento que yo misma. Me sentía tan poco merecedora de amor que ese detalle era lo último que esperaba. No podía ni siquiera haber imaginado que habría perdido su tiempo montando una fiesta sorpresa por mi cumpleaños. Esa noche tuve que romper mis esquemas y cenar lo que no había previsto, pero sentí que de verdad había valido la pena. Por lo que tal vez, si me hubiera dejado sorprender un poco más por la vida en otras ocasiones y hubiese dicho sí a más planes, podría haber llegado a esta misma conclusión. Pero para ello hay que arriesgarse a vivir, de lo contrario, ¿cómo saberlo? Cuando te cierras a la vida como yo hacía, tus días se limitan a la comida y tú. Entonces pones una barrera imaginaria entre cualquier cosa o persona y tú mismo, lo que no significa que sea algo fácil de vivir ni que no cree conflicto. Poner una barrera no significa que no quieras saltarla. De hecho desearías saltarla muchas veces, pero no puedes . No está permitido. Pasado un tiempo de aislamiento comencé a sentirme esclava y triste. Pasaba los días metida en casa solamente para asegurar un aporte de calorías. Me perdía viajes, excursiones, cumpleaños, cenas de clase, picnics, eventos, acontecimientos importantes, noches de baile; me perdía relacionarme con personas solo para mantener a raya las comidas, evitar flaquear y sentirme una inútil. Y así los meses pasaban y me convertía en el hámster que día tras día giraba en torno a una rueda. Y cada día era lo mismo: El peso. El desayuno, la comida y la cena. La comida, la cena. El desayuno y la comida. La comida y la merienda. El desayuno. Unas frutas. Líquidos. Nada. Eso era todo. Cuando pasaba el ritual de la mañana y las comidas a las que esperaba ansiosa, se acababa el sentido de mi vida. Mi mayor miedo era sentirme vencida, no haber sido capaz de mantener las normas cuando salía con amigos. Llegar a ser tan débil y permisiva que a la mínima de turno rompas tu plan. Entonces lo que dolía no era solo haber comido de más con las consecuentes turbulencias que eso implicaba, lo que de verdad hacía daño era cómo me sentía cuando me había propuesto hacer algo que no cumplía. Que mi mente no fuese más fuerte que mi cuerpo. Que me dejase llevar por los sentidos y el placer, en lugar de persistir, estricta, con mi objetivo. Me daba mucha rabia no mantenerme en mi rigidez, deseaba ser un témpano de hielo. En el fondo quería vivir, porque ya sabía lo que vivir significaba. Ya había vivido antes, ya conocía la libertad, pero todo eso había desaparecido, y ya no era la persona espontánea de hacía mucho tiempo. Ahora lo más importante de mi mundo era no descontrolarme. 4 Tú no eres un cuerpo Cuando sientes que no te conoces tu autoestima depende de lo que otros opinan sobre ti, lo que implica vivir en una montaña rusa de emociones. Si te muestran aprobación vales, pero si te muestran indiferencia o rechazo no vales. La percepción que tienes sobre ti mismo es tan frágil e inestable que una gota de agua es capaz de alterar toda su estructura. Y creías ser de una manera pero alguien te expresa otro punto de vista sobre ti mismo y te rompe. Y tú pensabas que te habías encontrado y que por fin habías descubierto tu propósito, pero te das cuenta de que una vez más te has perdido. Vuelves a desesperarte y a sentirte en tierra de nadie, vuelves a caminar sin unas plantas en las que apoyarte. Cualquier cosa que los demás dicen de ti en tono negativo o bromista representa un ataque porque te lo crees todo. Haces tuyas las percepciones subjetivas de los demás, pero nada de eso te pertenece. Tú eres quien eres, y los demás opinan de ti de acuerdo a como ellos son, pero cuando tú no sabes quién eres te conviertes en lo que los demás dicen que eres, porque necesitas agarrarte a algo. Necesitas tener una identidad. Es una liberación cuando descubres que lo que los demás opinan de ti tiene que ver con ellos. Si no, ¿cómo es posible que tú veas de una manera a Marcos, mientras que tu madre, tu vecinay tu amiga lo hagan de otra diferente? ¿Cómo es posible que para ti una película sea grandiosa, mientras que para tu amiga sea aburrida? ¡Es la misma película! Yo que he sido una persona muy de mirar adentro y escudriñar, he verificado lo que he escuchado en boca de personas cuya vida está destinada a la psicología y desarrollo espiritual 3 : • Todo lo que me molesta, irrita o quiero cambiar del otro está dentro de mí. • Todo lo que el otro me critica, o juzga, si me molesta o hiere está reprimido en mí. • Todo lo que me gusta del otro, lo que amo en él, también está dentro de mí. • Todo lo que el otro me critica, juzga o quiere cambiar en mí sin que me afecte, le pertenece a él. Como dice Enric Corbera, «el otro no existe para el inconsciente, sino que es una proyección nuestra». Lo que vemos está pasado por nuestro filtro, es visto desde las lentes de la subjetividad de nuestras experiencias y creencias. Por eso lo que vemos en los demás es una información que tiene más que ver con nosotros mismos. Te lanzo estas preguntas solamente para que reflexiones: ¿de qué sirve buscar la aprobación externa?, ¿qué están aprobando las personas cuando te dan un sí, a ti o a ellas?, ¿y a quién rechazan cuando te dan un no? Me di cuenta de que una respuesta instintiva al entrar en contacto con algo desconocido, algo que vaya en contra de nuestras creencias o en definitiva, algo que nos genere miedo, es la huida. Me alejo de ti porque no sé racionalizar lo que me cuentas, y si mi mente no comprende, siento miedo. Me alejo de ti porque no quiero entrar en contacto con lo que aparece dentro de mí al estar contigo. Me alejo de ti por lo que tú me recuerdas, pero no eres tú, soy yo. Y no me doy cuenta, no soy consciente de que a lo que me opongo es a sentir lo que estoy sintiendo a través tuyo. Te cuento esto con un ejemplo personal en el capítulo de EL CONTROL Y LAS RELACIONES (capítulo 6). Por esta misma razón, cuando empiezas a aceptarte, cuando comienzas a sanar tus heridas y a despojarte de lo que no te pertenece, empiezas a ver el mundo de otra manera. Sin embargo, quién ha cambiado ha sido solamente tu conciencia, y son tus ojos los que ahora ven el mundo desde ese nuevo estado. De ahí la frase tan escuchada de Marcel Proust, «Si yo cambio, todo cambia», haciendo referencia a que cuando tú cambias, todo lo externo a ti, cambia. Te cuento todo esto porque a los dieciocho años la falta de autoestima y la urgente necesidad por saber quién era, hicieron que me tratase de encontrar desesperadamente en los demás. No solo necesitaba de su aprobación, sino también información sobre mí misma para ser capaz de construir una identidad, y por eso durante algunos años me creí ser todo aquello que los demás decían. La confusión estaba muy presente y las tan asiduas subidas y bajadas te hacían perder el juicio. En esa etapa, en unos años de total desconocimiento, de sentirme completamente hueca e inestable, me creí ser un cuerpo. Mi cuerpo era lo único que veían mis ojos, y por tanto, lo único que era. Por más preguntas que me hiciese, no lograba percibir algo más, no existía algo más en mí que una forma corporal. Esa forma era yo, y nada más que eso. Por eso el cuerpo se convierte en una especie de templo cuya pérdida o desgaste significa el fin de lo único que se tiene, y te obsesionas con cada milímetro. Y el malestar que sientes por sentirte vacío y la confusión de creer que eres cada cosa que los demás te dicen, lo justificas de la única manera que sabes, culpando a lo único que posees: un cuerpo. Entonces te dices que te sientes mal porque te sobran kilos, y que cuando pierdas la grasa del abdomen ya serás feliz. O que cuando llegues a 40 kg, definas tu musculatura o tus brazos se conviertan en palillos, ya estarás en paz. Y crees que perdiendo la grasa se solucionará el problema, porque verdaderamente crees que la grasa es el problema. Y mientras culpas a la grasa y la maldices, mientras toda tu atención está puesta en la grasa, no eres capaz de ver que el problema no es la grasa. ¿Alguien te dijo alguna vez que cuando te doliese mucho una parte de tu cuerpo pensaras en otra? «Si te duele una muela, lleva tu atención a tu pie o pellízcate una mano». Y así, parece que el dolor de muelas se minimiza porque no le prestas la atención. Cuando vives obsesionado con tu cuerpo no estás donde tienes que estar. Me explico, no estás viviendo el dolor de muelas, que es la causa de tu dolor, sino que te estás yendo al pie derecho para no sentir el dolor de la boca, pero el pie no tiene ninguna carencia ni desperfecto. Es un pie, con sus cinco dedos, su planta, sus uñas y movilidad y cumple perfectamente la función para la que ha sido creado. La obsesión con el cuerpo podría ser esa señal con la que despertar, con la que darnos cuenta de que estamos mirando hacia el lado equivocado. Con esto no quiero decir que no sea importante cuidarse o querer mejorar nuestra estética. Seríamos cínicos si dijésemos que no nos importa vernos bien. Lo que trato de decirte es, ¿te has preguntado alguna vez qué te pasa a ti para darle toda tu valía a un abdomen o a unos glúteos perfectos? Y si lo has hecho, ¿cuál ha sido tu respuesta instintiva? ¿Has querido seguir indagando, o has preferido huir poniendo tu atención inmediatamente en otra cosa? Te animo a que te observes con mucha atención cuando te hagas preguntas más profundas para que seas consciente de cómo escapamos muchas veces. Cómo llevamos la atención a otra cosa —al cuerpo, al peso, a comer, a estar pendiente de una pareja— para minimizar las que de verdad duelen. Tal vez te ocurra como a mí en su día y estés tan desconectado de tu esencia que no hayas logrado saber más sobre ti mismo, y entonces creas que eres solo un cuerpo vacío por dentro. Y tu cuerpo es «el todo» de tu persona, lo que miras con lupa en cada espejo por el que pasas, en cada cristal, en cada ascensor, en cada retrovisor. Pero tú no eres tu cuerpo, tu cuerpo es una parte de ti. Tal vez no sepas cómo recuperar el contacto con esa esencia, con tu cuerpo energético, emocional y físico (no estético) que también eres. Cómo sentirte, además de pensarte. Por ahí yo también he pasado, y lo que puedo decirte es que probablemente estés invirtiendo demasiado tiempo en cosas que no sean las más necesarias, aunque puede que sean importantes, como la manera de cubrir tus gastos mensuales básicos, por ejemplo. Tal vez te desgastes demasiado pensando en cosas secundarias, permaneciendo horas y horas en redes sociales o andando a la caza de lo que tu mente esté hambrienta. Cosas relacionadas con el éxito, con ganancias, con obtener reconocimiento; deseos del ego; historias pasadas a las que, por alguna razón, te apegues y no dejes ir. El ansia por lograr estas cosas y priorizarlas como si fuesen lo más importante de tu vida, te mantiene alejado y distraído de lo que te da más miedo, entrar en contacto contigo mismo, y esto es lo que, precisamente, te llevará en algún momento a vivir una crisis existencial. Pero no creas esto como una verdad absoluta porque yo te estoy hablando por mi propia experiencia. Por mi experiencia me he dado cuenta de que cuando no hay un equilibrio entre el ansia de la mente hambrienta y la quietud del espíritu, es decir, cuando, además de nuestros trabajos, agendas, cuentas bancarias, ambiciones y cosas materiales no damos una parcela diaria al silencio, a la presencia, a lo que nos hace sentir honestos, en calma y felices, te saturas de mente, vuelve el punzante vacío y te descentras. Y en ese descentramiento puede aparecer la obsesión. Llámala como quieras: cuerpo, peso, arrugas, gimnasio, comida, comida sana y orgánica, trabajo, dinero, pareja, redes sociales… Y cuantas más veces te descentras, más cuenta te das de que cada vez que te abandonas espiritualmente para concentrarte en tener y conseguir , algo falla. Y lo que falla es que necesitas Ser . Necesitas ser lo que de verdad eres cuando te quitas el personaje de exitoso, empresario, trabajador, arquitecto, abogado, modelo…Necesitas ser lo que eres cuando estás en tu esencia, alineado. Necesitas ser lo que eres cuando estás en paz, cuando tus prioridades no son solamente lo que en realidad te aleja y desconecta de ti mismo. Con frecuencia nos olvidamos de pararnos un segundo para respirar de forma consciente y volver a sentir que hay un corazón que late dentro de nosotros. A veces necesitamos que alguien, a través de una frase, un libro o una conversación, nos recuerde que precisamos frenar y tomar una pausa para reencontrarnos. El cuerpo puede convertirse en el todo cuando vivimos desconectados, y por esta razón creemos que no tenemos algo sustancial que ofrecer, pudiendo creernos poco valiosos, poco inteligentes, poco virtuosos, poco útiles. El diálogo interno que acompaña a creencias como «no valgo», «no tengo nada que aportar» o «no soy suficiente», nos llena de inseguridad y sufrimiento, nos hace juzgarnos y castigarnos duramente. Si no hemos nacido inteligentes o talentosos —podemos creer— es fácil que hagamos responsable a nuestro cuerpo de toda nuestra valía como personas, y nos apeguemos a él como a un clavo ardiendo. Porque el talento, la inteligencia o la gracia no podemos comprarlos, pero el físico, sí. Así que hacemos lo imposible para que esté impecable, perfecto, atractivo, joven, fit , glamuroso. Pero no lo hacemos como una forma de autocuidado, no para sentirnos mejor en el lugar en el que vivimos o para vernos más atractivos. Lo hacemos para poder ser amados y demostrar que algo valemos. «Detrás de cada persona perfeccionista hay una persona insegura que busca ser reconocida. Esta actitud no surge de buscar la excelencia, sino del miedo a equivocarse. Necesitan hacer cosas que demuestren su valía para recordarse que son válidas. Si solo vales por lo que haces, ¿cuánto vales cuando no haces nada?». Enric Corbera. • Cuando leí estas palabras les encontré la conexión con este capítulo. • ¿Cuánto valdrías si no te hicieses todas las cirugías estéticas que te haces? • ¿Cuánto valdrías sin el cuerpo que tienes? • ¿Cuánto valdrías sin todos los retoques y postizos? • ¿Cuánto valdrías si pesaras 10 kg más, si perdieses tu musculatura tonificada o tuvieses arrugas? • ¿Crees que aunque te gustase más verte delgado o tonificado seguirías valiendo lo mismo? Cuando el cuerpo lo es todo para nosotros, el paso del tiempo es una hecatombe. Si perdemos el tono, la piel tersa y brillante, el pecho alzado, el grosor del cabello; si perdemos la cintura, la expresión juvenil de los ojos, la delgadez; si nos salen canas o nos quedamos calvos… si básicamente seguimos el proceso natural de la vida, nos quedamos sin nada. Y es lógico entrar en pánico con esta creencia. El paso de los años te atormenta, porque cuantos más cumples, menos vales. Eres mujer, llegas a los treinta y te deprimes, porque has pasado «la barrera en la que una mujer vale la pena», frase que he escuchado muchas veces en boca de algunos hombres. En mi caso, fue a partir de los treinta cuando empecé a conectarme con mi poder interior y a sentirme mujer, y te aseguro que esa fortaleza innata y bienestar que se siente cuando sabes quién eres y te aceptas, no lo cambiaría por el físico de una joven insegura y atormentada. Mudarme a Australia también cambió mi conciencia, y me di cuenta del poco interés que los australianos, neozelandeses e ingleses tenían sobre una forma física concreta. A ellos les importaba disfrutar y se embellecían pesasen lo que pesasen y tuviesen la forma física que tuviesen. Yo estaba acostumbrada a que los hombres más «latinos» hablasen de las mujeres como si fuésemos un cuerpo, valorando el aspecto físico por encima de la inteligencia, el talento, la simpatía, el humor, el atractivo, la energía interna, el mundo emocional, la creatividad, la bondad, la valentía, la capacidad de superación o el resto de las infinitas virtudes que las personas poseemos. Pero allí, los australianos valoraban a la persona por lo que era, más que por cómo lucía. También la mayoría de relaciones eran interraciales y todas y cada una de las personas eran iguales. Entonces me enamoré de ese tipo de sociedad que, más tarde corroboré, también existía en Londres. Esta experiencia me hizo ver que todas las personas valíamos por igual a nivel personal y a nivel profesional, pues trabajando allí también observé que no existían los estatus o jerarquías a la hora de trabajar en equipo, y que un camarero, un responsable de limpieza o un director de empresa, era tratado por igual. Muchas de las parejas de hombres o mujeres atractivos tenían sobrepeso y nadie cuestionaba ni criticaba qué hacía un hombre o una mujer «así» con alguien con sobrepeso, lo que fue un soplo de esperanza. «La aceptación de los gordos no significa abogar por la gordura. Habla de rechazar una cultura que nos lleva a sentir rabia y a fustigar nuestros cuerpos, incluso a odiarlos, buscando el camino certero. Se trata de poner nuestras propias fronteras y conocernos, y tomar decisiones inteligentes sobre cómo vivir y tratarnos a nosotros mismos. Se trata de divulgar la idea de que cualquier cosa que hagas con tu cuerpo debe venir desde el amor propio y el cuidado de sí mismo […]. Se trata de demandar que todos los cuerpos, sin importar su apariencia, edad o capacidad, sean tratados con respeto y dignidad». Stop gordofobia y las panzas subversas , Magdalena Piñeyro. 3 Puedes leer a Yoshinori Noguchi en La ley del espejo. 5 Reconocer que algo ocurre Al año y medio de sufrir anorexia me di cuenta de que me había metido en otro agujero con difícil salida, y pasé por una segunda depresión 4 . Todo el pánico y angustia ya conocidos anteriormente pero ahora ocultados tras el control de la comida, volvieron a salir a flote como si no hubiese pasado el tiempo. Como si el nuevo y mágico descubrimiento de recortar calorías no hubiese servido de nada. Mientras una tarde me miraba en el espejo de mi habitación me di cuenta de que viera lo que viese no iba a estar conforme. Entonces, la motivación de mi vida, la ilusión de cada uno de mis días al levantarme de la cama, se hizo añicos. La fantasía bajó al suelo y se transformó en un jarrazo de agua congelada. Fue como si alguien me hubiese lanzado un balón a la cabeza y me hubiese despertado: por primera vez supe que estaba presa de algo imaginario, que estaba siendo esclava de una eterna insatisfacción. Me senté en el borde de mi cama y sentí que estaba volviendo atrás en el tiempo. De pronto todas aquellas imágenes y sensaciones del pasado volvieron a mi cabeza en forma de fotografías: la falta de aire, la rigidez de cuello, las idas al cuarto de baño para respirar y relajarme, la locura, la muerte inminente… La historia se repetía, de nuevo estaba viendo a los fantasmas. Entonces, como si me hubiesen encerrado dentro de una habitación oscura y sin salida, volví a experimentar el mismo pánico del día en el que miré la cara de mi compañero de clase y tuve el flashback 5 . Con una particularidad, en este caso ya sabía lo que venía después. Ya conocía esas sensaciones de muerte inmediata con aquella especie de posesión en la que de nada servía lo que hiciera, pues dejaba de tener el control absoluto de mi mente. En este caso, «el envoltorio» de esta crisis era diferente de la anterior, pero el contenido era el mismo. El paso del tiempo, sin embargo, hizo que volviera a enredarme con argumentos y a darme razones por las que continuar en este juego de la ilusión insatisfecha. Ahora era conocedora de lo que me pasaba, sabía que tenía anorexia, pero traté de convencerme de que en tiempo récord ya estaba recuperada. El hecho de salir ocasionalmente a comer fuera o haber comenzado a experimentar atracones y subir algo de peso, fueron argumentos con los que me justificaba que ya no tenía anorexia, porque anorexia, era «restringir comida siempre y pesar por debajo de 45 kg», me razonaba. Los problemas de autoconsciencia 6 son una característica principal de los trastornos alimentarios. Aunque la persona esté luchando internamente,cree estar bien. Es muy confuso mientras se vive porque se intuye que algo falla, pero no se es consciente de que se está viviendo una enfermedad. A veces esta se niega para evitar el tratamiento, y aunque en algún momento más avanzado se tenga la consciencia de que se está enfermo, si se dice abiertamente, existe la posibilidad de comenzar a tratarse, lo que significa verse en la situación más temida: el aumento de peso. Subir de peso significaba perderlo todo. Era rendirse y fracasar. Era odiarse todavía más y esconderse definitivamente del mundo, pues no me mostraría con más kilos de los que por entonces pesaba. Si el bajo peso justificaba tu valía, engordar y dejarse ver con más kilos era lo mismo que decirle al mundo que ya no valías nada. Sin embargo, tomar la decisión interna de rendirse ante la voz del control no es ningún fracaso. Es asumir que no aguantas más la condena. Es cuestionar que no es posible que la vida sea eso. Es hartarse de prohibiciones y censuras, de vivir encadenado a una báscula y de alimentarse a base de cosas por las que sientes rechazo. Llegas al límite de tu capacidad de sufrimiento y entonces te rindes, pero es una rendición victoriosa, porque la diferencia de esta con respecto a cuándo compites con alguien que consideras mejor que tú, es que esta vez lo haces por amor propio y no por el miedo a verte vencido. Esta vez te rindes porque te amas. Porque no es necesario seguir demostrando nada. Porque no hace falta seguir viviendo sometido. No hace falta condenarse ni estar sujeto a unas normas severas e inventadas por ti mismo para vivir con dignidad. Al rendirte intuyes que no será un camino de rosas, y de hecho no lo es, pero más duro es el continuo rechazo y la autodestrucción. Al rendirte sabes que seguirás «luchándote», pero hay una decisión interna de necesitar vivir estable y recuperar tu vida. Y cuando te rindes comienza una travesía en la que llegas a casa , recuperas tu poder interno y te desprendes del personaje que has estado vistiendo. Lo que quiero que sepas es que para llegar hasta aquí se ha necesitado coraje y fe, y aunque creas que te odias, ha sido tu amor propio quien te ha hecho entregarte y cambiar el rumbo de tu camino. Es el amor que hay en ti quien te hace rendirte de esa manera y te guía hacia una etapa más consciente e inspiradora. Aunque todavía quede un camino largo hasta que te sientas completamente libre y tu relación con la comida esté sanada, comenzarán etapas menos dramáticas y más verdaderas. Seguirán apareciendo las mil y una excusas para quedarse en el juego, pero eso será parte del proceso. Las recaídas son parte del proceso. El aislamiento por miedo, el control de las kilocalorías, el ejercicio excesivo, subirte a la báscula, los atracones… todo esto seguirá en el camino, pero de otra manera. La presencia de estos síntomas será decreciente y parte de la sanación. Necesitas darte cuenta de tus impulsos, de tu mente, de tus comportamientos, de tus emociones, y para ello tienes que seguir viviendo ese viaje, pero esta vez de una forma más consciente. Lo vivirás de una manera que no existía antes, dura, pero más llevadera. Cuando yo estaba en esta etapa, cuando había reconocido la enfermedad y estaba agotada de las órdenes que daba la voz juiciosa de mi mente, empecé a contestarle. «Hoy no vas a cenar», imponía esta voz. Entonces, cuando empezaba a sentir la tensión y el sufrimiento que me provocaba tener que seguir las normas de esa voz haciendo algo que en el fondo no sentía, le contestaba: «bueno, lo pensaré mañana». Y así cada día le fui contestando con un mañana, hasta que las prohibiciones, poco a poco, empezaron a desaparecer. Porque lo que no está en la mente termina desapareciendo, y una forma de hacer que este tipo de pensamientos rígidos desaparecieran, era soltándolos. Es decir, no dándoles la «comidilla» que requerían para adherirse a la mente. No entrando al trapo . Esto es como si alguien se acercase a hablar contigo de forma extremadamente alterada y tú le dijeses: «ok, hablaremos en el momento en el que estés más tranquilo», y después te levantases y te fueras. Con tus pensamientos es algo así. Parece difícil porque nos hemos contado muchas veces la misma historia y esta aparece en la mente sin que la busquemos. Pero cuando vas aflojando, cuando vas dejando de hacerle caso como harías con alguien que se acercase a ti a voces, esas frases repetitivas terminan desapareciendo. No necesitas tener la razón y pelear contra la voz ni tampoco necesitas hacer lo que esta te dice. Puede que quieras hacerlo, pero créeme que no es lo que necesitas para llegar a donde de verdad anhelas. Te animo a que pongas en duda las macabras frases que a veces te dice y que intentes prestarle menos atención, aunque solo sea para comprobar por ti mismo lo que ocurre cuando lo haces. Así lo experimenté yo, y con un «vale, lo pensaré mañana», iba viviendo más tranquila. Cortaba el pensamiento de raíz y con ello todo el sufrimiento que sobrevenía cuando me creía a pies juntillas ese pensamiento. Y cuanta menos atención le prestaba, menos conflictos había y menos órdenes me mandaba. No creas que por no obedecer a la voz que escuchas fracasarás, porque lo que todavía esa voz no sabe mientras trata de guiarte hacia tu supuesto objetivo, es que sin miedo es más fácil lograr lo que te propones, y todo lo que esta voz tiene, es miedo. Tu verdadero propósito no reside en sus normas, pero de eso te darás cuenta con el tiempo. Cuando va habiendo más flexibilidad dentro de la rigidez con la comida crees que engordarás hasta llegar al sobrepeso, pero tanto este como la forma de comer abundante y compulsiva son los síntomas de que hay heridas no sanadas, y no el resultado de ser flexible y alimentarse. La comida puede estar cubriendo una carencia, tapando un trauma o poniendo una barrera para evitar las relaciones humanas, y así librarse de exponerse. Cuando las heridas emocionales sanan, el miedo a la comida desaparece, pero lleva su tiempo. El control y esa seguridad que crees tener son una ilusión de la mente. Por más que creas que las cosas que tienes son seguras, no hay nada garantizado. Es una fantasía con la que tu mente se siente más segura, pero, ¿crees que por pesarte cada día y ver que no subes de 50 kg te vas a librar de un posible sufrimiento? ¿Crees que si caminas por la calle sin tocar las rayas de las baldosas del suelo te va a tocar la lotería o tu día va a ser mejor? Sin embargo la mente puede hacerte creer que sí, que si no las pisas tu día será mejor. Entonces te sientes seguro. El máster que estás estudiando en tus propias carnes al convivir con una mente rígida que busca en el control la seguridad, te permite confirmar por ti mismo que así no eres feliz, y por eso llega ese día en el que te concedes abrirle la puerta a la incertidumbre, y descubres allí lo que significa vivir , lo más bello y sencillo de la vida. Ejercicio: Carta de apoyo a uno mismo Te animo a que te compres un diario bonito para los ejercicios de este libro. Para escribir en él todo lo que vayas sintiendo. El primer ejercicio es una carta para ti, pero escríbela como si le hablases a un amigo, como si te dirigieses a otra persona dándole todo tu apoyo. Trata de expresarle lo que estás viviendo o has vivido. Dale palabras de apoyo y cariño a esa persona que lleva tanto tiempo sufriendo. Anímala y se compasiva con ella. Toma el tiempo que necesites para escribir tu carta y dile a esa persona todo lo que quieras decirle. Sincérate con ella. Una vez la escribas, ciérrala y deja que pase un rato hasta leerla. Ve a otro lugar, haz otras cosas y léela en otro momento. tú expresa todo lo que necesites y no importa cuando se extienda. 4 Depresión o también hibernación: Síntoma. Estado de profunda desconexión en un intento por minimizar daño por abuso, abandono o emergencia sostenida. Lo que una hibernación estaba comunicando: necesidad de cambio radical, muy bajo autocuidado, heridas sin sanar, negación de emociones, búsqueda de validación externa,
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