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2 3 Colección dirigida por Carlos Farrés • Cristina Fontana • María Unceta con la colaboración de Francis Guijarro • José Lasaga • Marie-Ange Lebas Royer 4 0. nota sobre la bibliografía 1. sobre lo que nunca quisimos aprender sobre la depresión y resulta que sabemos 2. ¿qué quiere decir depresión? 3. lo que le pasó a Elisa 4. lo que le pasó al médico de Elisa 5. lo que le pasó al mono 5 6. la depresión endógena, un rumor 7. los best-seller de la farmacopea psiquiátrica 8. el empirismo 9. ¿una enfermedad... moderna? 10. ¿una enfermedad? 11. la depresión y la melancolía 6 n este libro se han eludido las notas a pie de página con la idea de facilitar la continuidad de la lectura; se ha seguido el mismo criterio para las notas a final de capítulo o del texto. Así que nos hemos ahorrado todo tipo de notas, tanto las explicativas como las referenciales y bibliográficas, salvo esta general. Pero aligerar la lectura evitando asteriscos y numeritos puede llevar al error de considerar las opiniones que no están explícitamente atribuidas en el mismo texto a sus reconocidos autores, como originales del que las escribe, cuando éste sólo las hizo suyas. 7 Este reconocimiento, difícil de plasmar cuando no hay numeritos que hagan referencia a quién y dónde con otras o similares palabras dijo lo mismo, no debe quedar ausente. Por dos motivos. Uno que concierne al agradecimiento debido a quienes han ayudado a desarrollar una comprensión sobre las situaciones que se abordan aquí, tanto los que han dado la posibilidad de descubrir ideas opuestas a las que planteo como los que han ofrecido pensamientos esclarecedores para su desarrollo. El otro motivo hace referencia a la relación con el lector. Lo que el autor ha escrito es en su mayor parte el producto de lo que ha leído, no sólo en los libros sino también en las situaciones prácticas,y en la experiencia-o acumulación de equivocaciones, según Oscar Wilde - adquirida en ellas. Para que el lector encuentre un bagaje homogéneo y pueda decidir si el talante de su lectura es agonista o antagonista - más allá de lo que el estilo de redacción pueda provocarle de gusto o disgusto-, le puede venir bien conocer, al menos, algunas de las lecturas que permitirían seguir con más precisión las argumentaciones que aquí se vierten. Se acaba antes diciéndolo que explicando por qué se dice. Lean pues, si les parece, el artículo de Freud «Duelo y melancolía» (Obras Completas de Sigmund Freud, Tomo VI, XCIII págs. 2091-2100; Editorial Biblioteca Nueva) para tomar algunas referencias psicoanalíticas; lean también, si quieren, El demonio de la depresión (Ediciones BSA, 2002), de Andrew Solomon, donde encontrarán amplia información sobre la historia y la actualidad de la depresión y de sus tratamientos, aunque marcada por un eclecticismo absolutamente contradictorio que puede resultar algo enervante; y sobre todo, lean, si pueden: Les corps angeliques de la post-modernité, de Gérard Pommier, París, Calman-Lévy, 2000 (Traducción al español: Cuerpos angélicos de la postmodernidad, Editorial Nueva Visión, BBAA), donde disfrutarán de un análisis especialmente interesante sobre la postmodernidad desde la más rigurosa reflexión psicoanalítica; de ahí se toman los planteamientos del Capítulo 9 de este libro. Por último, para un desarrollo más detallado y especializado de la depresión, resultaría de gran interés el curso monográfico impartido por este último autor en el Colegio Oficial de Psicólogos en Valencia, aunque su transcripción todavía está pendiente de publicación a la hora de escribir estas líneas. 8 n ciudadano occidental - un occidentado, como lo llamaba Lacan - medio, cuya relación con los media es la de ojear la prensa general en el desayuno, leer la deportiva en el almuerzo, escuchar la radio en el coche, y ver la televisión en casa, está informado de que la depresión es un trastorno mental que parece aumentar en estos últimos tiempos. 9 Por propia experiencia, ese ciudadano conoce a más de una persona próxima que ha pasado o está pasando una depresión, cuando no es él mismo quien la sufrió o la sufre. Igualmente, tiene conocimiento de que existen medicinas para tratar la depresión, los antidepresivos.Y lo sepa o no, conoce a varias personas que los toman. Para que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano medio, iremos introduciendo algunos datos a los que habitualmente no se suele acceder por esos medios cotidianos. Con ello podemos aburrir un poco a quienes hayan leído y recuerden alguna publicación más especializada, o a quienes mantengan fresco el recuerdo de algún documental televisivo de carácter monográfico,y por supuesto a quienes posean una formación académica al respecto. Pero será sólo un poco. Esta información consistirá en un sucinto repaso de la situación actual de los trastornos del estado de ánimo englobados bajo el término de depresión. Nos haremos una idea resumida, pero no incierta, de a qué se le llama depresión, qué incidencia tiene en nuestro tiempo, qué tratamientos se emplean actualmente, y qué teorías la explican. Esta intención de hacer que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano medio, lejos de querer hacerlo más sabio, pretende darle los datos en los que se sustenta todo aquello que, sin querer, sabe sobre el tema.Y no precisamente para complementar y apuntalar la veracidad y la consistencia de sus conocimientos. Más bien al contrario, para que pueda poner en tela de juicio aquello que le llega en forma de píldoras informativas y que, por recibirlas sin haber ido a buscarlas, se instalan en sus conocimientos como verdades incuestionables. Está generalmente admitido que los conocimientos adquiridos con ganas y voluntariamente forman parte del bagaje cultural de un individuo. Pero, por supuesto, éstos no son los únicos que lo componen. Lo que cualquier ser humano escucha inadvertidamente, sin querer, casi sin darse cuenta, forma igualmente parte de su saber sobre el mundo.Y tanto las coerciones mundanas a las que se enfrenta como los actos que pretenden modificarlas dependen de ese saber, acertado o no. Esa suma de conocimientos adquiridos voluntaria e involuntariamente, oídos, vistos, degustados, olidos, o tocados, determinan en buena medida nuestros actos. Esta parte de saber, asimilado sin querer, se une al resto de los conocimientos, a esos que somos capaces de decir dónde y cuándo adquirimos. En muchas ocasiones, cuando es encontrada, la información buscada tarda comparativamente más tiempo en ser asimilada que aquella que llegó fugazmente y fue oída de refilón. Muchas veces nos cuesta retener la respuesta que obtenemos a una pregunta que acabamos de hacer, puede ser el número de un portal, o el nombre de alguien, o la hora que es, viéndonos obligados a preguntarlo de nuevo y no siempre una sola vez más. Por el contrario, puede sucedernos que, sin esfuerzo alguno, se nos fije en la memoria cualquier cosa que ni habíamos preguntado ni en principio nos interesaba, pero que escuchamos fugazmente al pasar junto a un televisor o al cambiar de un canal a otro 10 sin quedarnos en ninguno o al oír la radio del taxi mientras pensábamos en otras cosas.Y, así, el nombre de un estadio de fútbol de un equipo de segunda división de una ciudad que no conocemos puede grabársenos en el pensamiento tras escucharlo inadvertidamente, y permitirnos acertar para sorpresa de todos, incluida la propia, una absurda pregunta de Trivial. Somos unas esponjas raras.Y para rematar nuestras rarezas, todo aquello que aprendemos, de manera sistemática y de refilón, lo pasamos por la batidora de nuestros fantasmas. Este pequeño rodeo sobre el saber sin querer viene al caso, pues el saber que un occidentado medio posee sobre la depresión está formado por informaciones no buscadas. Incluso las experiencias personales que sobre ella puede tener poseen ese mismo carácter. Nadie se deprime adrede, de manera que la información que sobre la depresión propia se pueda tener fue aprendidatambién sin querer. Esto que aprendemos sin atender a ello forma parte a veces de nuestras más profundas convicciones. Aquello que no hemos hecho nada por aprender está libre de toda crítica, no hemos tenido que desalojar nuestra ignorancia ni hemos debido discutir con los nuevos datos. Éstos se han hecho entonces un sitio sin relación con la duda y sin conocer otros datos contrarios. Si sólo sabemos una cosa de algo, eso que sabemos lo es todo, y cualquier idea que lo contradiga será fácilmente rechazada. La ignorancia genera una fe dura de roer. De manera que lo que sabemos como ciudadanos comunes sobre la depresión forma parte de nuestras creencias. Pensamos que no creemos ya en nada, que ni la religión ni el materialismo histórico han conseguido realizarse más que en pantomimas que oscilan de lo ridículo a lo siniestro. Pero no es así, creemos cosas sin darnos cuenta de ello. Creemos, inadvertidamente, en la ciencia. Todo el discurso mediático sobre la depresión -y en general sobre la salud - proviene, en el mejor de los casos, de algunos datos científicos ciertos. Pero del hecho científico al dicho mediático hay más que un trecho, hay a veces un mundo. Y en lo que concierne a la depresión, la distancia entre las informaciones que corren públicamente sobre ella y los datos científicos en que se apoyan es un ejemplo de grandes dimensiones. ¿Qué hay en esa distancia? La ideología propia del postmodernismo, la nueva religión sin Dios que determina desde mediados del siglo pasado nuestra vida civil. Se trata del cientificismo, de la creencia en que la ciencia acabará por encontrar y por corregir en nuestro cuerpo el error genético que nos hace infelices, enfermos, torpes y mortales. ¿Qué hemos aprendido inadvertidamente de la depresión? Que es una enfermedad mental, que es más frecuente en nuestros tiempos, que se trata con medicamentos antidepresivos, y que tiene un origen orgánico y probablemente genético. Cotejando 11 estas cuatro informaciones comunes con los datos científicos en que se basan, comprobaremos que no se trata tanto de una enfermedad como de un afecto; veremos que ya era frecuente en otros tiempos, aunque pueda considerarse -y diremos por qué - como una nueva patología; constataremos que, además de tratarse con antidepresivos, también se trata con otros métodos, y qué tipo de trato es el que le dan todos ellos; y veremos que el origen orgánico o genético del que tanto se escucha hablar es pura neuromitología. De manera que nos espera un tramo crítico respecto a lo que, hoy por hoy, se difunde sobre la depresión. 12 tilizamos correctamente el término 'depresión'? Seguramente no. Ni ese ni muchos otros. Puede que ni siquiera quepa la posibilidad de usarlo correctamente. Sin embargo, hay que ver lo mucho que lo usamos.Antes de dilucidar una respuesta tomando el camino de la acepción que nos interesa, en el terreno que nos concierne - el psíquico-, dejemos una breve constancia de los otros significados. 13 La palabra `depresión' designa, en la superficie de una cosa, la porción de aquélla que está más baja o metida hacia el interior de la misma,y se aplica particularmente a los accidentes geográficos que consisten en eso. Fuera de la geografía, las acepciones de uso más frecuente en nuestros días (psíquica y económica) son aquellas en las que el término se emplea de un modo figurado. En economía, se aplica al estado circunstancial de un asunto que sufre una disminución de actividad. En lo psíquico, designa la situación de quien está abatido moralmente. Ésta es la acepción -y la situación - que nos interesa. Según el diccionario - que coincide con la calle - la depresión es la acción y el efecto de deprimir (hundir), cuyo sentido - figurado también - es quitarle a alguien los ánimos o la alegría. No olvidaremos en nuestro recorrido que el significado no figurado, geográfico, del que la acepción psíquica procede, hace referencia al hundimiento de una porción de la superficie de una cosa, para evitar considerar la depresión como una expresión aplicable a una cosa que no está a la altura de otras cosas. Hay una continuidad con lo que rodea al hoyo, no hay depresión más que respecto a una superficie no deprimida; del mismo modo que no hay abatimiento moral que no se refiera a una alegría perdida o evacuada. Esta palabra, depresión, en el campo de la mente humana, presenta una gran diversidad de usos. En el uso corriente, designa tanto un breve momento de tristeza como una enfermedad mental. Estamos un poco o muy «depres» en algún momento del día sin saber muy bien por qué, y al rato se nos pasa sin habernos instruido más al respecto. La cosa puede no mejorar tan deprisa, los días pueden convertirse en semanas y, si no lo hacemos nosotros, alguien podrá pensar que tenemos una depresión. Llega entonces el momento de definir médicamente la depresión. ¿Entramos en un ámbito científico, de definiciones claras, donde el mal uso de los términos propios es impensable? En realidad, no. Porque, por una parte, la medicina no es un campo estrictamente científico y, por otra, lo psíquico se somete mal a las definiciones claras. La medicina no es un campo científico puro, sino de aplicación y uso de los descubrimientos científicos. En la medicina nos encontramos en un nivel científico próximo al de «usuario» de la ciencia, como el del común de los ciudadanos. Por norma general, el médico, el clínico que atiende los problemas de salud de los pacientes, no es un científico ni un investigador. Es un usuario - por lo general mucho más instruido en su materia que sus pacientes - de los descubrimientos que los científicos han puesto en sus manos. El clínico es en nuestros días, fundamentalmente y muchas veces a su pesar, un gestor de recursos diagnósticos y terapéuticos. Eso no debería impedirle disponer de unas definiciones estrictas de la patología que trata. Pero la ciencia no se las ha pro porcionado en lo referente a la mente humana. El diagnóstico de un trastorno mental sigue haciéndose, como desde siempre, a partir del encuentro con el paciente; no hay ninguna prueba biológica, radiológica o 14 estadística que sustituya a la entrevista cara a cara para el diagnóstico psiquiátrico. No debe sorprendernos, pues, el hecho de no encontrar en la medicina definiciones claras y objetivas de un término que haga referencia a la mente humana. Lo psíquico resulta más reacio que lo somático a las definiciones precisas. Sin embargo, el esfuerzo de la psiquiatría por comprender la enfermedad mental ha producido suficientes conocimientos como para, aun sin tener una definición exacta de enfermedad mental (ni, por otra parte, de salud mental), poder definir diferentes estados mentales patológicos de los seres humanos. La expresión `depresión nerviosa' aparece en textos médicos ingleses y franceses durante el siglo xvii. Su historia no presenta un uso claro y delimitado. Con ella se han denominado los estados de tristeza e inhibición de carácter neurótico para diferenciarlos de los estados melancólicos de carácter psicótico, pero también se ha empleado como sinónimo de esos mismos estados melancólicos. Hoy día, la palabra depresión ha terminado por englobar todos los estados de tristeza patológica que antes recibían la denominación de melancolía.Y en su camino ha ido abarcando todos los estados de tristeza, desde los neuróticos sin causa aparente hasta los reactivos a una pérdida. Esta capacidad nominadora de la palabra depresión dentro de la disciplina psiquiátrica se queda en nada cuando observamos su expansión en la vida cotidiana. En lo cotidiano, la palabra `depresión' sirve no sólo para nombrar cualquier tipo de tristeza, sino también cualquier trastorno mental.Tiene un valor casi socializante, hace más soportable hablar de la debacle mental propia o ajena bajo su capacidad eufemística. Decir que «Fulano, el pobre, tiene una depresión nerviosa», cuando lo que tiene fulano podría llamarse esquizofrenia paranoide, hace más admisible socialmente su situación. Depresión es una delas muy pocas palabras que, usadas por la psiquiatría, no se emplean en la calle para el agravio. Prác ticamente la totalidad de patologías mentales consideradas por la psiquiatría han prestado sus nombres para la afrenta de los ciudadanos entre sí.Todas menos ésa: depresión. Todos los términos empleados por la psicopatología son trasplantados a la vida cotidiana, por lo general sin mucho criterio y principalmente como insultos. Es evidente que el término depresión se aleja en esto de los demás (psicótico, esquizofrénico, maníaco, histérico, obsesivo, fóbico, psicópata...), y no da mucho juego como ofensa salvo para lenguas habilidosas en la suerte. Por lo general, en una conversación banal, el término depresión sirve para hacer aceptable el estado de sufrimiento psíquico de alguien. Aunque con frecuencia, una vez aceptado, a ello suela seguirle una disección de las rarezas que el concernido ya tenía antes de estar deprimido, y de las nuevas que no merecen disculpársele por su depresión. 15 Pero la melancolía no siempre ha estado exenta de esa capacidad faltona de la nosografía psiquiátrica. Cuando era considerada como un signo del abandono de Dios, la pereza, la acedia, estaba muy mal vista y eran impuestas multas y penas de cárcel para quienes mostraban tal actitud. Este poder eufemístico de la palabra depresión, que ha acabado por hacerla útil para nombrar cualquier cosa, le confiere esa rara virtud de hacer aceptable socialmente cualquier trastorno mental - si consideramos una virtud no llamar a las cosas por su nombre-. En el ámbito médico, esa ventaja social se convierte fácilmente en un obstáculo, pues la extensión del término favorece el tratamiento medicamentoso de cualquier estado de tristeza. Los psiquiatras, como los expertos de cualquier disciplina del saber, suelen quejarse del mal uso que en la calle se hace de los términos que consideran propios de su especialidad. Pero ocurre que los especialistas de la salud mental también tienen una vida cotidiana en la que su lenguaje no difiere sustancialmente del de sus prójimos. Por descontado, no hay garantía de que el psiquiatra invitado a cenar a casa de unos amigos no vaya a sufrir un acceso de furor educandi cuando algún comensal emplee toscamente un término psicológico. Eso siempre puede ocurrir. Pero podemos tener la seguridad de que ese mismo psiquiatra habrá empleado de forma igualmente impropia los términos psicológicos que ahora reprueba, al hablar de algún paciente con algún colega: «estaba un poco depre», o al hablar de algún colega con algún otro:«está paranoico», o a quien sea de sí mismo: «me pone histérico». El caso es que está socialmente aceptado -y médicamente constatado - que cualquier rareza puede darse en un deprimido, y que cualquier manifestación depresiva puede darse en cualquier otro trastorno mental. Con esos límites tan extremados, resulta más o menos indiferente la inexactitud de los diagnósticos que hagan dos individuos hablando de otro, si no son sus médicos. Por lo que toca al tercero, probablemente prefiera que digan que está deprimido a que está esquizofrénico. Hasta los años 90, nadie pregonaba que tenía una depresión. Pero en menos de diez años todo el mundo conoce a alguien que la ha padecido o que la padece. No es que se pueda decir abiertamente en cualquier situación, no. En una entrevista para un empleo no sería sensato informar al empleador de la posibilidad de deprimirse del candidato. Pero en otros ámbitos más neutros o amistosos, se observa una desinhibición que contrasta con la ocultación pública de los años precedentes. ¿A qué se debe este destape anímico? ¿Qué ha cambiado en la sociedad occidental para que de repente se manifieste abiertamente haber pasado una depresión o estar en ella, cuando unos años antes todavía existía un silenciamiento pudoroso de estas situaciones? Este auge de confesiones públicas - hechas no sin esfuerzo - de depresión no es totalmente nuevo. La melancolía conoció también sus momentos de fama y de moda durante el Renacimiento, cuando representaba un rasgo de sensibilidad y genialidad, y cuando, más que ocultarse, se exhibían abiertamente comportamientos 16 melancólicos. Pero tal ostentación se basaba más en una imitación de los rasgos externos de los melancólicos que en una manifestación inevitable de ese estado anímico. Hoy día, la confesión pública no parece moverse en esos parámetros de distinción y notoriedad. Se confiesa, no se declara, y se hace con dificultad, pero con menos que hace unos años, y ese cambio se debe, en mucho, a la aparición de los antidepresivos. En los años 50 aparecieron los primeros medicamentos antidepresivos y treinta años después llegaron a las boticas los nuevos antidepresivos: los inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS). Estos fármacos vinieron a complementar la farmacopea existente con unos antidepresivos, no tan eficaces como los clásicos (tricíclicos, inhibidores de la monoaminooxidasa), pero con unos efectos secundarios, contraindicaciones e incompatibilidades, mucho menores que sus hermanos mayores. Son los antidepresivos aptos para casi todos los públicos. Su influencia en la depresión de hoy es muy importante, y no sólo por su capacidad para modificar sus síntomas, como veremos, sino por su capacidad para ocultar sus causas. Volviendo a nuestra pregunta inicial, hagámonos con una definición general de lo que llamamos depresión: un síndrome, es decir, un conjunto de síntomas que suelen darse agrupados y que pueden depender de diferentes causas, que presenta las siguientes características: una fatiga fácil y duradera en el plano físico y en el intelectual, un desinterés generalizado por las cosas, inhibición física y psíquica, un humor triste, falta de interés por la vida, trastornos de la alimentación, del sueño, de la sexualidad, ideas de suicidio y una conciencia dolorosa de ese estado. 17 Contado de manera que ella pueda decir, si quiere, que no se habla de ella; o que sí y que el autor ha modificado algunos detalles de su biografía - no relacionados directamente con el caso - para que ella pudiera decir que no. lisa despertó, abrió los ojos y en la penumbra, poco a poco, su mirada enfocó la mesilla de noche. Distinguió el despertador y comprobó que faltaban más de dos horas para que empezase a pitar. Su marido roncaba tranquilamente junto a 18 ella. No se oían otros ruidos en la casa, los niños también dormían. Cerró los ojos e intentó aprovechar el rato y volver a dormir, pero no lo consiguió. Sin pretenderlo, su mente repasó las cosas que debía hacer durante el día.Al poco, la enumeración de tareas le produjo una gran desazón. Ninguna le resultaba apetecible y su acumulación la dejó exhausta antes de empezar. Ni un solo aliciente colateral servía esta vez para afrontarlas con ánimo. Se sintió triste y notó cómo las lágrimas acudían a sus ojos. Se preguntó qué le pasaba y se dijo, a cierta distancia de sí misma, que no esperaba nada de ese día - que tanto esperaba de ella y que, más avaro de lo habitual, no pensaba darle nada a cambio-.Tuvo además el convencimiento de que los días siguientes no le ofrecerían variaciones de programa. Desde no sabía muy bien qué hoy, mañana sería como ayer. Se levantó inquieta y fue al salón. Se vio rara allí sentada, a esas horas, sin los críos peleándose por cualquier cosa, y sin su marido exigiéndoles, de forma un poco excesiva, calma. Enseguida comprendió que tal extrañamiento no podía deberse a la hora, porque había pasado casi diez días levantándose a horas más intempestivas e igualmente solitarias, con unos dolores tremendos. Eran esos los mismos casi diez días que habían transcurrido desde que la operaron de unas hemorroides internas. El dolor la ¡levó a la decisión de operarse y un dolor aún mayor la acompañó desde entonces hasta que, ahora que lo pensaba, hoy... o más bien ayer... había casi desaparecido. No había reparado en ello, ¡qué cosas...!, realmente, ayer fue mucho menos intenso..., incluso ir al baño no fue el supliciocotidiano de las vísperas. Debería estar contenta... qué chocante... No sólo le extrañaba la tristeza y su ansioso desinterés por las cosas..., lo más sorprendente era que apareciese precisamente ahora, cuando ya no se encontraba tan impedida para hacerlas como durante las dos semanas anteriores.Y más sorprendente aún, cuando los intensos dolores no habían sido capaces de impedirle hacer lo que tuviera que hacer. Porque nadie podría decir que no los había enfrentado y que no había cumplido con sus obligaciones, con cierto orgullo sobreañadido, reconocido solitariamente, por lo difícil de las circunstancias.A pesar de sus padecimientos había hecho la compra y la comida con ánimo y, aunque hubiera tenido que retirar de la cocina su propio gusto por el miedo a las consecuencias digestivas, encontraba un placer secundario pero suficiente en la esperanza de que a alguno de los suyos le gustase. Ella, mientras tanto, había perdido once kilos en poco más de dos semanas. Si no fuera porque le sobraban antes muchos más, se habría quedado escuálida, pero ahora un peso ideal quedaba más a su alcance. ¿Qué había pasado?, ¿por qué ahora, que no le dolía ni una décima parte y que había afinado un poco su silueta, no tenía ánimos para nada?, ¿acaso no le importaban ya sus hijos?, las lágrimas se acumulaban y un juicio - acaso el suyo - se imponía: no era una buena madre, ni una buena esposa, ni siquiera una buena persona... 19 Por otra parte, se rebeló ligeramente, no era tan mala madre. Realmente quería a sus hijos, les dedicaba su tiempo y energías, y todo ello sin reproches y con gusto... hasta el día de hoy. Este día que lo esperaba todo de ella y no parecía predispuesto al menor trueque satisfactorio. Tan sola como siempre había estado en esa cuestión de sus deberes, decidió que debía ir al médico y contarle qué había pasado. Le contaría eso tan raro de que se aliviaron los dolores y se despertó triste. Él le daría una solución. Pasaron las horas y llegó aquella en que debía despertar a pitidos. Esperó, casi sin querer, a que le pidieran el desayuno e imperceptiblemente aumentó su malestar al experimentar un rechazo a cumplir con tal demanda, aún respondiéndola efectivamente. Se confirmaba su impresión: no actuaba conducida por buenos sentimientos... ni siquiera de buena mañana. Tras los desayunos, más sola aún, retomó su único plan y cogió el teléfono para pedir hora al médico.Tras hacerlo se tranquilizó un poco. Quizá pasado mañana, cuando le dieron cita, ya estaría bien y todo habría quedado en un mal día. Día, por lo visto sin futuro, en el cual el alivio fue fugaz. No sólo la tristeza y las ganas de llorar persistieron hasta la consulta, sino que se añadieron al cuadro la dificultad de dormir y la precocidad del despertar, así como varios momentos en los que la angustia y el miedo desplazaron a la pena. Igual que cuando, hace ya varios años, sufrió aquellos extraños accesos de pánico que se aliviaban al retirarse de donde estuviera a su casa, sólo que esta vez se daban allí mismo, de donde no había retirada posible. Llegó el día de consulta y allí que se fue, empujándose sin ganas, casi por el qué dirán de mí si me quedo en éstas. Se hizo llegar al centro de salud que le correspondía. Dijo lo que pudo de lo que quiso antes de que el médico mostrase abiertamente haber prestado su mayor atención al insomnio y a la angustia, y le prescribiese un ansiolítico que le ayudaría a evitar los miedos y, de paso, a dormir. Tras unos días en los que no pudo valorar esos efectos pero sí la inmovilidad de su pena, volvió a consultar y quedó entonces más claro el diagnóstico de depresión, prescribiéndole el médico entonces, claro está, un antidepresivo. Le advirtió que debería esperar una semana o dos para que tuviera efectos. Aunque consiguió, esta vez, relatar la paradójica reducción del dolor y la subsiguiente aparición de la tristeza, al facultativo no le pareció sino mera coincidencia y no consideró oportuno callárselo. Estaba claro que lo que ella tenía era una depresión, y tal depresión había aparecido ese día como podía haber aparecido cualquier otro. Su estado se debía a una disfunción neuroendocrina que, gracias a la ciencia, hoy podía tratarse con la medicación que le prescribía, y eso de alguna relación entre la desaparición del dolor y la irrupción de la tristeza era algo evidentemente absurdo. Para qué discutir. Elisa confió en su médico. Ella también había oído hablar de la 20 depresión y de los antidepresivos. De hecho, ya los había tomado hacía años. Seguramente tenía algo mal en el cerebro y éste había vuelto a funcionar de forma inconveniente, o equivocada si había que hacer caso al médico. Él tenía razón, era absurdo pensar que el alivio del dolor tuviera nada que ver con su tristeza actual. En aquella época en que tuvo que tomar antidepresivos para los ataques de pánico, tampoco encontró causa alguna. Su madre había muerto ese año, es verdad, pero varios meses antes de empezar los ataques de miedo. Y sin embargo, a pesar de todo, aquella relación - adiós dolor, buenos días tristeza - se le imponía con fuerza, sin alcanzar a explicarla, pareciéndole absurda, ilógica, tonta, como una suerte de cabezonería suya, pero le resultaba tan llamativa como para no poder apartarla del todo de su pensamiento. Escuchando al médico le quedó claro que no iba a poder encontrar con él las causas. Su declaración de convencida fe biológica la dejaba ante la futilidad de contar cualquier hipó tesis causal. Para qué hablarle de la sensación de haber sido menospreciada por una cuñada que, tontamente, había precedido hoy a un acceso de angustia, o del recuerdo de un feo de sus hijos que la haría llorar mañana a solas en su cuarto. Al convencido de la neurotransmisión no le podían interesar esas cosas, y si le diera cancha para hablar, sería por caridad, porque era evidente que lo que dijese podría estar determinado por la disfunción de alguna amina cerebral. Hasta ahí, llegaba. Que no era tan tonta. Aun sin poder decirlo con estas palabras, sabía que decir cualquier palabra significativa podría ser, y sería, traducido en un aumento o disminución de dosis. Conocía, desde el primer tratamiento, a un psiquiatra, y ya veía al médico de cabecera remitiéndola a otro en poco tiempo. Recordó sus encuentros con el psiquiatra, donde no hubo mucho lugar para contar sus ideas, y sólo había sitio para contestar a las mismas preguntas sobre sus hábitos de sueño, de apetito, de digestión, sus ansiedades y actividades. Allí las dosis subían o bajaban desde la pluma del especialista, a veces según sus respuestas, y otras veces sin llegar a saber por qué, como para justificar su presencia. Recordó también cómo acabó la experiencia cuando suprimió por su cuenta los medicamentos, desobedeciendo al facultativo, que cautamente insistía en que siguiera tomándolos.Y como consideraba que los augurios del psiquiatra, tras dos años sin medicación y libre de aquellos síntomas, habían quedado rebatidos, decidió que buscaría a alguien que, por dinero, estuviera obligado a darle tiempo para hablar y, por título, forzado a poner remedio a su estado. Le dio vueltas a la idea y, tras un par de semanas de infructuoso tratamiento farmacológico, se hizo con un teléfono y concertó una entrevista con un psicoanalista. Al principio no supo por dónde empezar. Contó entonces su estado actual, su falta de placer en cada hacer, su llorar de repente, sus malas opiniones sobre sí misma, sus 21 ataques de angustia inmotivada, su insomnio, su falta de apetito y su adelgazamiento.Y se dio cuenta de que no había hablado de la aparición de la tristeza y de la desaparición del dolor. Como a su interlocutor le faltó tiempo para preguntarle sus hipótesis, ella encontró el necesario para relatar su paradójica observación: se fue el dolor y llegó el llanto. Pudo decir que, a ella, la insistencia de esa idea le chocaba más que a nadie; pero por inexplicable que fuera, para ella y cualquiera, era lo que había. Que quien la escuchaba no criticasesu comentario y compartiese su sorpresa sin darle otra respuesta la alivió lo suficiente como para dar la bienvenida a la idea los días siguientes,y como para permitirse aventurar absurdas respuestas: «merezco un mal que, cuando dejó de ser el que dolorosamente era, se transformó en esta pena y es ahora lo que es». Poder decir en voz alta aquello que le desesperaba pensar la animó a volver a charlar con su concretada y más bien muda tercera opinión. No se tomó el antidepresivo e hizo lo que pudo por no tomar el ansiolítico más que para dormir, aunque no resultase muy eficaz. En el siguiente encuentro, sin saber muy bien por qué, se encontró hablando de la dolorosa enfermedad y muerte de su madre.Ah, sí, había llegado a ello a partir de una pregunta del psicoanalista sobre la historia de las hemorroides. Aquellas quizás arreciaron sus temporadas dolorosas poco después de pasarse los ataques de angustia, pero habían aparecido mucho antes, después del último parto, pocos meses antes de morir su madre, mientras estaba terminalmente enferma. Por ahí llegó a hablar de sus últimos tiempos. Su madre pasó casi un año sufriendo, la pobre, y todos sabiendo que no se curaría, pero hacían delante de ella como si fuera posible. Las palabras le traían lágrimas a los ojos y le sorprendió estar triste aún por su madre, después de tanto tiempo. Creía haber asumido su pérdida casi antes de que se produjera. Reclamada como estaba entonces por su último embarazo y su conclusión en el nacimiento de su último hijo, por su trabajo y la casa, y por mantener el tipo ante su madre cuando podía visitarla en el pueblo, no tuvo muchas ocasiones ni ánimos para reflexionar sobre la difícil relación que las había unido ni sobre el hecho de que no hubo despedida entre ellas. Los ataques de angustia aparecieron casi cuando, meses después, superado el cenit de la exigencia filial en sus aspectos materiales, empezaba a percatarse de su media orfandad. Estos ataques centraron su vida durante un largo período, luego el tratamiento y su eliminación ocuparon el poco espacio libre que quedaba en su mente.Y al final, cuando ya no parecía haber obstáculo alguno para reflexionar sobre su pérdida, hacía ya tanto tiempo de aquello y se encontraba tan aliviada que ni se le ocurrió. En aquel momento se encontraba bien, liberada y con energías, y hacía ya un año del suceso. ¿Acaso no quería eso decir que había asumido y superado la pérdida? A pesar de todo, hoy por hoy, dos años después de su mejoría, se daba cuenta de que algo faltaba en relación con la muerte de su madre. Desde aquel amanecer triste había 22 pensado mucho en ella. El médico le había dicho que cuando se tiene una depresión vienen a la cabeza los recuerdos tristes que se tienen almacenados. Por lo visto, cuando fallan los neurotransmisores pasan esas cosas... Bueno, aunque así fuera, lo cierto es que durante mucho tiempo pensó que había superado aquella muerte, y ahora le parecía hasta ridículo creer que eso era posible sin haber hecho recapitulación alguna sobre cómo había sido su vida con su madre. Nunca había tenido ocasión de hablar con nadie de la enfermedad de aquélla, de lo duro que fue enterarse de la irreversibilidad de su cáncer, y de lo más duro, que fue el cómo se enteró, de lo difícil que resultó aceptar el pacto de su padre y su hermano de no decirle la verdad a la enferma y darle un carácter de farsa a cualquier futuro encuentro con ella. Quizá ninguna de las dos hubiera hablado nunca de cáncer, pero haber aceptado tenerlo prohibido le pesó como una losa en cada encuentro. Ahora que hablaba de eso se daba cuenta de que ni sus frecuentes encontronazos tuvieron ya el mismo carácter, ni sus palabras la misma espontaneidad, de manera que su madre debió saber que se moría y que ella estaba al corriente.Y si no lo supo no fue porque su atemperada relación no le hubiera dado suficientes datos.AqueIla nueva cordialidad monocorde, libre de sobresaltos y quejas, sin ningún reproche estándar de los que se nutrían antes sus charlas, debió ser un mensaje claro. En cierto modo fuera de lugar, el psicoanalista le preguntó de qué tipo de cáncer había muerto su madre. Pero, es verdad, no había dado aún ese dato tras tanto hablar de sus efectos, y le informó que de un cáncer de colon. La operaron para extirparlo y le hicieron un ano artificial, que le daba grandes problemas y dolores - tanto como antes de la intervención se los dio el natural-, y le administraron quimioterapia, dejándola escuálida. El psicoanalista no supo si Elisa, después de decir aquello, hizo en su cabeza algún enlace entre sus propios dolores postoperatorios y su importante pérdida de peso con los dos síntomas maternos. En cualquier caso, ella no lo dijo. Pero había sido dicho y escuchado. Y la entrevista siguiente llegó inaugurada por el anuncio de una neta mejoría de la tristeza, de la inhibición y de la angustia. No es que ya no llorase, quiso precisar, aún lloraba, ¡vaya que sí! Pero es que lloraba por algunos recuerdos dolorosos, y eso hacía de su llanto una experiencia completamente distinta. Ella lo definiría como que ahora no le daba tanto miedo sentirse triste. Hasta el momento en que dejó de asistir a las sesiones, casi dos meses después, pudo decir cosas que nunca había expresado en voz alta; como la querencia materna por silenciar, cara a los demás, las enfermedades familiares, y más concretamente el craso error diagnóstico de una epilepsia que en su infancia le tocó asumir, con la limitación de excursiones y libertad de movimientos que aquello supuso durante toda su niñez y buena parte de su adolescencia. 23 También pudo decir alto y claro el agobio que le producían los esporádicos encuentros con su padre, y sobre todo con su hermano, aparentemente dolido por la bonanza económica que ella y su marido empezaban a disfrutar en los últimos años. Se explayó también sobre la permanente presencia en su vida diaria de cuñados y cuñadas que, por mucho que apreciara, no dejaban de sustraerle grandes cantidades de intimidad y libertad; y no pudo dejar de considerar la escasa disponibilidad de tiempo para sí misma. Entretanto, se sorprendió defendiendo su espacio ante su entorno, y diciendo en reuniones familiares lo que hasta entonces había callado por no perder el aprecio que de todos esperaba.Y se sorprendió más aún al ver que ninguno de sus «hasta aquí hemos llegado» produjo las catástrofes temidas. Elisa recondujo saludablemente sus relaciones con su entorno. Elisa no hizo un psicoanálisis, no había acudido allí para eso. Sólo quería hablar de lo que le pasaba, y cuando dejó de pasarle de la manera en que le pasaba, dejó de ir. Resultado, sólo dos meses, ninguna medicación, y cambios en su vida que no pensaba haber conseguido nunca. Lo que le pasó a Elisa en un breve período de su vida viene aquí por su valor paradigmático de una cotidianidad clínica que no nos deja hablar, que nos aísla y que nos administra soluciones medicamentosas de forma demasiado fácil. Pero el problema de Elisa, nuestro problema, no es que los médicos no tengan tiempo ni formación para escuchar, sino que lo desconozcan y que les sigamos la corriente. 24 Contado de oídas de Elisa, desde el pasado compartido en el lugar del médico, y de las oídas de los colegas que allí siguen abrumados por la presión asistencial de aquello que conocen y desbordados por lo que desconocen. De manera que cualquier médico pueda decir que no se habla de él, a sabiendas de que con eso no estaríamos diciendo toda la verdad. 25 e esperaban veinticinco consultas programadas esa mañana, ninguna primera, por lo que no tendría que abrir nuevas historias clínicas. Eso, más las recetas que tenía que expedir de oficio, los imprevistos que se fueran dando, y tres representantes de laboratorios farmacéuticos que recibiría, como siempre hacía, antes de ver al primer paciente para que pudieran seguir su marcha y no tenerles aguardando un hueco que nunca se daba fácilmente. Con todo, tenía por delante un día normal, tirando a ligero.Antes de entrar a la consulta, vio sentada en una silla del pasillo a Elisa, a quien había seguido en el postoperatorio de unas hemorroides internas, y que había requerido grandes dosis de variados analgésicos y de algún que otro relajante muscular. Le preocupó levemente verla allí. Las cosas no debían ir bien, pensó, y repasó a gran velocidad las posibles complicaciones. De todas maneras, se animó, no era una paciente difícil, respetaba las recomendaciones y se quejaba de su dolor de una manera muy llevadera para él, que la trataba; no como otros enfermos que, por el tono o la forma de expresarse o incluso diciéndolo abiertamente, le hacían responsable de sus sufrimientos -y si no irracionalmente como causante de los mismos, sí como incapaz de aliviarlos lo suficiente. Elisa no era de esos, ella no le hacia sentirse responsable de la permanencia de los dolores, y mostraba ante ellos una actitud decidida y admirable. Le aliviaba pensar que el padecimiento, por lógica y dada la evolución de la cicatriz, pronto desaparecería y que, en última instancia, era el cirujano quien debería responder a todo eso. Se fijó en que esperaba sentada y no de pie como en anteriores visitas, y pensó que la cicatriz no debía molestarle como antes, de manera que quizá quisiera consultar por otra causa. Deseó que así fuera y, de paso, se alegró con prudencia de su rápido adelgazamiento, que mejoraba su aspecto al resaltar unas bonitas facciones antes difuminadas por su moderada obesidad. Recibió a los representantes. El primero le regaló algunos bolígrafos, unas cuantas libretitas y una pinza porta-tarjetas, además de dejarle varios folletos explicativos de las bondades y eficacias de sus representados moleculares, publirreportajes, siempre de cara edición, que ojearía cuando tuviera un rato. El segundo le obsequió con parecidos abalorios y le prometió para su próximo encuentro el libro que casi le había obligado a pedir en su última visita, y de paso le puso al día de los avatares de la vida de algunos compañeros a los que no veía desde hacía tiempo. El tercero le hizo entrega de similares bagatelas y le recriminó afectuosamente que no le pidiera nunca nada. Le costaba entender que le fuera tan difícil apañarse para aceptar las invitaciones de comidas, de cenas o de fines de semana en hoteles de lujo que, con motivo de alguna breve charla sobre sus productos, organizaba el laboratorio con los demás médicos del centro. Muchos de sus compañeros mostraban diferentes grados de avidez por tal tipo de 26 agasajos, desde quien lo llevaba con soltura y como una parte más del trabajo, hasta aquellos que perseguían y acosaban a los representantes en busca de prebendas. Entre ésos, algunos hacían proselitismo de su actitud, quizá para gestionar su denegada mala conciencia mediante coartadas de práctica universal. Aunque comprendía algunas de sus razones, a él le daba mal rollo. Hacía su trabajo con gusto y, aunque se sentía mal pagado, asumía que era eso lo que había. Le incomodaba aceptar de un laboratorio el pago de la inscripción a un congreso, o del alojamiento, o de los billetes de avión para el desplazamiento. Le quedaba la impresión de adquirir una deuda silenciosa que se esperaba saldase con la prescripción del específico. Una demanda tal nunca le había sido formulada con esas palabras pero ahí estaba, flotando tácitamente, en cada visita de cada visitador. Con el tiempo había ido aceptando algunos regalos, siempre en relación con su utilidad profesional - un libro por aquí, un estetoscopio por allá, una inscripción a un congreso cercano...-, y había aprendido a interpretar muy fácilmente su resquemor como signo de que tenía una moral más íntegra que otros. Si recetaba un fármaco y no otro, lo hacía siguiendo primero criterios médicos y después económicos - a igual composición, el más barato-. Eludía recetar basándose en la oferta de regalos de un laboratorio o de otro, y procuraba evitar - eso le era más difícil - hacerlo por la simpatía personal que le generase la humanidad del representante. Sin embargo, cuando se daba el caso de igual composición e igual precio, su decisión se encontraba inevitablemente impregnada por todos esos condicionantes. Salvado ese primer obstáculo matutino con la soltura que daba la costumbre, empezó a recibir a los pacientes. Dos infecciones banales de vías respiratorias altas, que se curarían sin su ayuda, pero que recibieron un par de recetas anticatarrales, y una bronquitis que requirió antibióticos, una valoración de analítica pedida la semana pasada que resultó normal, otra que mostró una anemia ferropénica para la que ya había iniciado el tratamiento, y luego llegó Elisa. Elisa presentaba un cuadro de ansiedad e insomnio salpicado con ataques de pánico. Le sorprendió mucho el motivo de consulta y también le llamó la atención que no le comentase nada de los dolores, por lo que cuando ya se estaba despidiendo le preguntó por ellos. Ella le dijo que estaba mucho mejor, lo que le produjo una doble satisfacción: por ella y por haber acertado en su primera impresión al verla sentada. Esperaba que con los ansiolíticos que le había recetado se le pasaran estos nuevos síntomas, y pensó fugazmente que, con lo mal que lo había pasado y lo mucho que trabajaba, lo raro era que no hubiera manifestado síntomas de angustia antes. Como si el dolor, al desaparecer, hubiera abierto una herida de otro tipo. Tras Elisa, y no en este orden, atendió cuatro infecciones de orina, siete gastroenteritis probablemente víricas, dos eczemas, una hernia inguinal, y cuatro dolores difusos inespecíficos de gente que vete tú a saber qué problemas tenían que les salían por ahí. Con el último casi se cabrea.Y por fin, a casa. 27 Repasó los casos de los que no terminaba de estar satisfecho a causa de las dudas que le habían surgido después de la visita,y se alegró de haberlos citado de nuevo pronto casi sin saber por qué; ahora le quedaba claro el motivo. Le gustaba darse cuenta de que funcionaba una especie de pensamiento paralelo que se anticipaba a su reflexión consciente, echándole una mano cuando no tenía tiempo de recapacitar. Constató de nuevo, como cada día, lo angustiada que andaba la gente. Quien no tenía al marido en paro y enclaustrado en casa con un malhumor creciente, tenía que soportar la senilidad explosiva de una suegra dominante combinada con la infantilización dominada de la pareja; o los alcoholismos de los maridos y las bingo- adicciones de las esposas. O las angustias por los desastres escolares de críos prepúberes; los temores a futuras drogadicciones de adolescentes cada día más taciturnos e irascibles y con más piercings que una cortina de baño; o las toxicomanías declaradas de hijos veinteañeros que no ganaban para pagarse las dosis y llevaban cuatro o más estancias de desintoxicación infructuosa. O el trabajo y las voraces malas leches de jefas y jefes en almacenes y oficinas, que a cualquiera le hacían pasar el día en vilo y no ir al médico más que cuando la fiebre o el dolor llegaban a cotas tan altas que ya daba igual que los superiores pensasen en una simulación absentista. Cada día le llovían encima chaparrones de información aparentemente innecesaria para su trabajo. Información que largaba la gente entre auscultación y palpación, enlazando con la respuesta a una pregunta de la anamnesis, o aprovechando el momento de escritura de la misma en la historia clínica, o ante cualquier hueco de silencio que se les presentara. Sabía, por formación y experiencia, que los momentos de contar dolores físicos traían el relato de otros sufrimientos, morales, económicos, laborales..., y que a los pacientes les venía bien ese ratito de desahogo. Hacía lo que podía: empatizar con cada uno de ellos todo lo posible, convencido de que eso ayudaría a mejorar los males físicos de los que su saber se ocupaba. De todos modos, unas más y otras menos, esas angustias ajenas le abrumaban. Si sólo tuviera que escuchar los síntomas, explorar al paciente, pedir e interpretar los exámenes complementarios,y decidir el tratamiento adecuado, acabaría su jornada laboral en plena forma. El ideal de una cierta concepción informática de la medicina, convertirse en una máquina que no sufra de escucha. Su fatiga, pensaba a veces, se debía a los efectos secundarios del contacto humano. Efectos de los que intentaba desembarazarse más o menos infructuosamente en el camino a casa y que, al llegar allí, se desvanecían como por encantamiento al vérselas con los malabarismos que ensayaba el pequeño con el tenedor en la mesa, y con la dispersión de alimentos que la mayor realizaba en plato, mantel, suelo y propia ropa. Sus comidas caseras devenían fácilmente en un circo de dos pistas donde los funambulistas del estrés familiar pugnaban por atraer la atención - aunque fuera recriminadora, amenazante o punitiva - del público asistente. Pero tenían la virtud de sacarle como un rayo de sus sinsabores profesionales, y los efectos colaterales de la práctica de la medicina en un centro de salud desaparecían de repente ante el Vietnam 28 doméstico. Virtud que derivaba con frecuencia en acabar echando de menos la barahúnda laboral. Aún quedaban unos días para que los nanos dejaran de ir al colegio por las tardes, de manera que se reconfortó con la perspectiva de una siesta corta, y de un par de horas de estudio para hacer su parte de la comunicación que llevaría con dos colegas a un próximo congreso. Luego, leería por encima las publicaciones que le habían dado los representantes por la mañana, y dejaría para el final el último número de una de las revistas médicas a las que estaba suscrito. Unos días más tarde vio de nuevo a Elisa en el pasillo a la espera de consulta. Le inquietó. Cuando llegó su turno y la recibió, constató que el cuadro de ansiedad respondía mejor a un diagnóstico de depresión. Con cierto remordimiento por no haber valorado correctamente la situación a la primera, la dejó hablar más rato, aunque ya tenía claro qué antidepresivo iba a prescribirle, las dosis y las recomendaciones que debería hacerle. Por lo que escuchaba, nada parecía justificar un estado de inhibición, tristeza, indecisión, culpa, ansiedad, y falta de placer por las cosas. Conocía los síntomas, aunque no se veía capaz de referirse al DSM-IV (siglas en inglés del Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales, cuarta edición) ni recordaba bien su clasificación, pero sí recordaba otra más sencilla de la Facultad: depresiones exógenas causadas por algún acontecimiento real, y depresiones endógenas causadas sin motivo externo y probablemente debidas a una disfunción cerebral. Para el caso, daba igual, porque el tratamiento a su alcance era el mismo.Y lo principal era que, para él, Elisa no se merecía estar así, de manera que le iba a prescribir un antidepresivo y la iba a poner como una rosa. Para eso había fármacos mucho más eficaces de lo que los analgésicos son para el dolor. Bueno, al menos eso decían por todos lados los estudios que los laboratorios realizaban y que él había leído; aunque en su experiencia casi todas las mejorías duraban hasta que los pacientes dejaban el tratamiento y no era raro que necesitaran de nuevo tomar medicación en algún otro momento de su vida. No era la primera vez que recetaba antidepresivos, ni mucho menos. Quizás recetaba más que algunos psiquiatras. Éstos se habían esforzado en explicar a los médicos de cabecera cómo tratar depresiones que no requerían la intervención de un especialista, para evitar el colapso en sus centros ya desbordados con tanta esquizofrenia, paranoia, y psicosis variadas. Sólo debían derivar lo que fuera grave.Y grave era un concepto movedizo que acababa decidiéndose por la ineficacia del antidepresivo administrado o por la angustia que le producía el aspecto de la depresión de cada paciente. Y como lo de Elisa era reciente, y no hablaba de suicidio, ni de la muerte, salvo que recordaba más a su madre muerta - cuando uno está triste, sabía él por experiencia, le vienen recuerdos tristes-, lo cual no era como para asustarse, no era un caso para derivar a los especialistas. Durante su charla, ella le dijo algo que le chocó. Con la prudencia de quien no conoce la especialidad del otro, Elisa le contó, casi como si aventurase con sus palabras una 29 hipótesis, que el alivio del dolor había coincidido con aquel momento de despertar llorando. Oír eso le produjo al médico una pequeña sacudida de angustia, de la que no fue apenas consciente. Ni siquiera recordó que él mismo se había sorprendido de que Elisa no le hablara de sus dolores en la visita anterior. Tampoco estableció ninguna relación entre esa sorpresa y el enterarse de que habían desaparecido. Había olvidado todo aquello bajo la satisfacción que le produjo saberlos desaparecidos. La pequeña ansiedad que le causó escuchar a Elisa hablando de la coincidencia entre la tristeza y el alivio del dolor, no le permitió reconocer que él había enfrentado ya esa paradoja en la consulta anterior, y que había pasado por la misma sorpresa que ahora Elisa le relataba. Pero sólo vio en ese comentario el momento llegado de ilustrar a la paciente, y se lanzó casi enojado a argumentar contra la paradoja. Aunque le sorprendió un poco su propia brusquedad, no se preguntó por qué le había despertado tal vehemencia escuchar aquella relación. Si lo hubiera hecho, podría haber visto que la ecuación que tal par de hechos planteaba era la siguiente: dolor por tristeza, ergo si hay dolor no hay tristeza. Puede que hubiera de qué angustiarse al oír a aquella mujer proponer ese inicio de explicación tan sustancialmente perversa. Pero también podría haber pensado que la única perversidad de esa relación estaría en proponerla como solución, no en decirla. Si no hubiera estado tan deseoso de mejorar el estado de Elisa, tan embargado por esa mezcla de querer que dejara de sufrir y de querer dejar de verla sufrir, quizás la hubiera dejado, si no explicárselo, sí al menos explicarle su perplejidad. Pero ocurre con gran frecuencia que en una consulta médica, una vez alcanzado el diagnóstico, todo lo que se diga y todo lo que se piense - lo diga quien lo diga y lo piense quien lo piense - está marcado por el momento de la administración de soluciones, por lo que será valorado como discusión terapéutica, y no diagnóstica. Es decir, que lo que se diga se tendrá más en cuenta para proponer soluciones que para discernir cuál es el problema. Esta inversión de los tiempos elementales que podríamos resumir en mirar, comprender y decidir, trastocados en mirar, decidir y posponer la comprensión, determina una querencia generalizada a tratar los síntomas y no las causas. De hecho, resulta muy difícil volver atrás en un diagnóstico precipitado aunque se descubran nuevos datos que lo cuestionen. Es algo que requiere un esfuerzo anímico y mental importante por parte de quien ha de rectificar. Cuando una propuesta de solución está en marcha, hay que vencer grandes dificultades para reconsiderar las cosas. ¿Cómo va a estar la solución en marcha si el diagnóstico es errado? Porque se pueden tratar los síntomas y descuidar las causas. Se lanzó pues a explicarle a Elisa lo que era una depresión endógena, algo debido a una disfunción cerebral, liberándola de toda responsabilidad o culpa sobre su estado: era cosa de las neuronas. Y se sintió satisfecho de poder devolverle la redención que ella le había proporcionado durante aquellas semanas de dolores cuando con nada acertaba a quitárselos. Quid pro quo. 30 Durante un tiempo, le volvió con frecuencia un malestar, algo como una vaga mala conciencia vinculada al recuerdo de la escena en que fue algo brusco con Elisa. Sin duda, sobró aquella exagerada reacción. Pero, bueno, eso no había interferido a la hora de aplicar correctamente el tratamiento al uso. De manera que cada vez rechazaba esa ligera culpabilidad, como rechazaba los leves remordimientos por la aceptación de regalos, y como rechazaba el culposo alivio que sentía al no padecer las desgracias que escuchaba diariamente de bocas ajenas. Extrañoy negado alivio que cualquier ser humano experimenta al saber de la desgracia ajena, y que la más mínima urbanidad aconseja callar aun cuando los índices de audiencia televisiva y de venta de diarios lo pongan de manifiesto incesantemente. Podemos comprender que haya un cierto alivio en el hecho de saber que no somos los únicos que padecemos una desgracia y en tomar conciencia de que la compartimos con alguien. Podemos comprender también que, cuando padecemos por algo, el hecho de ser comprendidos aun por quien no lo padece suponga un alivio de nuestra carga. ¿Por qué no podemos reconocer que el alivio ha de ser mayor cuando no compartimos la desgracia y estamos del lado de quien no la padece?, ¿y a partir de qué falsa moral deberíamos descuidar este aspecto, digamos sádico, en el médico? Resulta, sin duda, un exabrupto hablar de sadismo en el médico. Pero eso no cambia las cosas. ¿Cómo explicar la brutalidad ancestral de muchos tratamientos? ¿Qué otro nombre dar a ese sentimiento de alivio que el ser humano experimenta cuando al otro le va mal? A pesar de su ocultación y de su denegación pública (el médico ama al ser humano, quiere su bien, y ama la salud), no podemos dejar de ver sus efectos. Llamémosle sadismo para resaltarlo bien durante un rato. Y digamos que ese sadismo - castigado cuando pasa a realizarse en los actos - ha acompañado de un modo u otro a todos los seres humanos y, cómo no, muy especialmente a los interesados por conocer las enfermedades de sus semejantes y por curarlas. De algún modo hay que llamar a esa fascinación por conocer el mal aunque sea para reducirlo.Y de algún modo hay que llamar a los tratamientos que dañan el cuerpo sin más argumento que una intuición. El casco de plomo, las hierbas eméticas y las laxantes, las sangrías y las duchas frías, las cadenas, la pira purificadora, los cilicios y los azotes, el shock eléctrico, el coma insulínico, la lobotomía, o la medicación empleada como coerción. No debería extrañarnos tanto de que a Elisa la protegiera de su tristeza el intenso dolor que la ¡levó a operarse y que la acompañó en el postoperatorio. No es infrecuente que una depresión desaparezca tras un accidente, como tampoco lo es que los hospitales psiquiátri cos se vacíen en tiempo de guerra. Los traumatismos físicos y los síntomas sociales toman el relevo de los padecimientos psíquicos individuales. La cualidad de la relación que mantiene un sujeto con el objeto de sus estudios y de 31 su trabajo no es ninguna banalidad. Hay que conocer el fuego si se quiere ser bombero, y conocerlo bien en sus diferentes ocurrencias, y conocer aquello que le va bien y lo aviva, y aquello que le va mal y lo apaga. Pero además hay que poder enfrentársele, y para eso hay que tener con él una relación bien particular. Como particular es la relación que el médico tiene con el sufrimiento de sus congéneres. No basta con conocer los sufrimientos como el bombero conoce los fuegos, también hay que enfrentarlos como éste lo hace. Tendrá que acercarse y observar, oler, tocar - en otros tiempos hasta degustar (la dulce orina del diabético, por ejemplo)-, y escuchar. Deberá estar presente en presencia del sufrimiento, y presente como no suele estar ningún otro humano en esas circunstancias: atento a ello y, por lo demás, tranquilo. Debe encontrarse, diariamente, en una situación repetida tantas veces como pacientes reciba: uno sufre y él no. Situación que no encuentra parangón salvo en un escenario sádico. Esta distancia afectiva exigible al médico se obtiene echando mano del gusto que va a obtener cuando gracias a ella pueda manejar lúcidamente sus conocimientos para reducir el padecimiento ajeno. Hay un gusto, una pasión, por conocer la enfermedad en sus ocurrencias, y por modificarlas hasta hacer desaparecer el sufrimiento. Hay, pues, en el encuentro del médico y el enfermo, uno que sufre y otro que no sólo no sufre sino que disfruta.Y de esa paradójica coincidencia de dolor y goce ha de resultar el alivio del primero. En su pasión por curar, el médico enfrenta la frustración y la impotencia, y puede llegar a ir más allá de la aplicación de métodos razonables. Pero no va solo en ese viaje, la demanda del enfermo le empuja y le acompaña. 32 abía una vez un mono, que creció dentro del mismo grupo de monos en el que nació. Era un grupo numeroso, organizado jerárquicamente, y dominado por el primate más fuerte del momento, seguido del resto de monos menos fuertes que aquél y más fuertes que otros, hasta llegar al último mono. Sus relaciones familiares incluían las conocidas por los humanos con la peculiaridad de que cualquier mono podía ser sobrino o hermanastro de su padre y, a partir de cierta edad, padre de sus 33 sobrinos o hermanastro de sus hijos. Peculiaridad y relaciones que, para este mono y para el resto de sus congéneres, eran desconocidas e indiferentes. Su vida estaba determinada por el tamaño y la fuerza de los miembros del grupo, y por la posibilidad de copular, o de echar el diente el primero a la comida, o de dormir en los mejores lechos. Pequeños enfrentamientos con otros monos decidían temporalmente quién mandaba sobre quién. Había pues una jerarquía determinada por esos parámetros violentos combinados con la edad y con el sexo. Nuestro mono llevaba una existencia sin riesgos, su vida no corría peligro, estaba bien alimentado y tenía a su alcance cuevas donde resguardarse del frío y de la lluvia. Desde una perspectiva general - considerada la especie en su totalidad-, todas estas comodidades se pagaban al precio de tener que limitar sus trayectos a un espacio amurallado y soportar las miradas de unos primos vestidos que les observaban durante un rato y luego se largaban. Pero desde la perspectiva del mono nacido allí, esas consideraciones eran banales, porque ni conocía otros espacios ni apreciaba la suerte que representaba la ausencia de depredadores absolutamente desconocidos para él. Los únicos peligros conocidos no iban más allá de algunos mamporros y accidentes leves, y de un pinchazo que recibía cada cierto tiempo, tras ser obligado a entrar en una jaula y sujetado por los primos vestidos. Fue creciendo y haciéndose más fuerte. No tanto como para retar al mono dominante, pero lo suficiente para ponerse por encima de muchos otros primates más canijos. Cada vez que una ligera escaramuza le permitía subir un peldaño en la escala jerárquica del grupo y cada vez que este ascenso se consolidaba, llegaba un pinchazo. No sabía cómo tomarse a los primos vestidos, que le trataban con muy buen rollo y algo tenían que ver con su alimentación pero que, de vez en cuando, le inmovilizaban y le pinchaban en la espalda. No es que fuera doloroso. De hecho, con el tiempo dejó de preocuparle y comprendió que era mejor dejarse hacer sin más protestas. Un día, como tantos, le hicieron salir del recinto y pasar a la jaula del pinchazo, pero esta vez ya no volvió inmediatamente al lugar de origen, ni a ver a su grupo tal y como lo había dejado. Desde ese día vivió en un lugar más pequeño, con cuerdas y anillas, pero sin árboles ni otros monos. Los pinchazos siguieron, y con mayor frecuencia. En su soledad, comenzó a experimentar la necesidad de moverse sin parar y saltaba de la anilla a la cuerda, de la cuerda al barrote y, de allí, otra vez a la anilla, en un circuito interminable que no finalizaba hasta llegar a la extenuación. Experimentó también la postración más absoluta, pasando largos ratos con la mirada perdida en el recinto, tirado junto a la paja y sus excrementos, sin moverse apenas. Sus hasta entonces ágiles movimientos perdieron rapidez y preci Sión, y caía con frecuencia mientras ejecutaba su frenético circuito, se golpeaba también contra los barrotes y se mostraba agresivo con los primos vestidos. Al cabo de un tiempo, empezó a notar un sabor diferente en la comida. No lo suficientemente desagradable como para no comerla, pero que la acompañó desde entonces. Empezó a dormir más y a saltar menos. Como consecuencia, dejó de caerse 34 tanto y dehacerse tanto daño. Y se redujeron sus accesos de cólera que le llevaban a golpearse contra el suelo o los barrotes. También dejó de rascarse con la furia que lo hacía, y sus heridas fueron cicatrizando. Se mostraba menos irritable ante la presencia humana, aunque continuaran los pinchazos. Hasta que un día, todo eso acabó, y sin saber cómo, apareció de nuevo en el lugar donde nació. El grupo había cambiado, y él no era el que fue. Estaba lento de reflejos, en muy baja forma, y sus canijos subordinados de antaño habían crecido lo suficiente como para ni plantearse disputarles sus privilegios sociales. Incluso aquellos que seguían siendo menos fuertes se atrevían a encararse con él, crecidos ante su presencia debilitada y convaleciente. Otras versiones más cruentas hacen que ésta no sea la historia de un mono, sino de decenas de ellos, muchos de los cuales no volvieron a su parcela natal, pues fueron sacrificados primero y sus encéfalos estudiados con detalle después. ¿Qué utilidad tuvieron las peripecias de nuestro hipotético mono para los primos vestidos? La peripecia era un estudio. Algunos estudios realizados sobre los vaivenes de la serotonina en los monos muestran que, en uno criado en un grupo estructurado jerárquicamente, las tasas de este neurotransmisor ascienden a medida que ocupa un lugar más alto en la escala jerárquica. Esto se comprueba cuantificando los metabolitos de dicho neurotransmisor en el líquido cefalorraquídeo. Si al mono se le provoca un traumatismo psíquico apartándolo del grupo y manteniéndolo aislado, los niveles de serotonina descienden hasta un 50 por 100, y desarrolla entonces conductas agresivas, tanto hetero como autodestructivas. Otros estudios demuestran que esas conductas se ven suavizadas si al mono se le administran antidepresivos. Las peripecias del simio sirven para demostrar que, como ya se sabía para los humanos, la cantidad de serotonina aumenta y disminuye según la cualidad y la frecuencia de la relación social, por primitiva que esa relación sea. Sirven también para confirmar, como ya se sabía para los humanos, que los antidepresivos son eficaces para modificar los síntomas depresivos. Cualquiera puede deducir que un ser humano sufriría semejantes modificaciones ante una situación similar, y efectivamente es algo que sucede con frecuencia. Hemos de pensar que la pena de encarcelamiento tiene como finalidad no sólo apartar a los delincuentes de la sociedad y reinsertarlos después, sino que aspira también a tener una función disuasoria, produciendo en ellos un estado depresivo a fin de que no les vuelva a apetecer repetirlo. A mayor gravedad delictiva, mayor duración de la depresión artificial. Dicho en términos neurojurídicos: la pena de cárcel pretendería la reducción de los niveles intracerebrales de serotonina (lo que convertiría en una contradicción administrar antidepresivos a los presos). Pero la perversión del pensamiento está en que, tras tamaña demostración de que los niveles de serotonina cambian cuando hay modificaciones en la vida de relación, se haga caso omiso de ello y se siga extendiendo el rumor de que es la vida de relación 35 la que cambia cuando cambian los niveles de neurotransmisor. ¿Quién subvenciona este tipo de estudios? O el Estado o las compañías farmacéuticas. Si el patrocinio viene de los laboratorios farmacéuticos, la cosa se podría comprender con las miras puestas en una ampliación de mercado que abarque los zoológicos. Cuando haya que cambiar de domicilio a algún mono, le ayudaremos a mejorar su calidad de vida con antidepresivos. Si el estudio lo paga el Estado, sólo cabe pensar que el departamento responsable lo hace para agotar sus presupuestos y justificar de nuevo su recepción en el ejercicio siguiente. Pero éstas no son las investigaciones más caras e inútiles. La misma ficción colectiva que favorece un despilfarro como el de la experimentación con el mono es la que permite otros estudios más peregrinos. Como el de John Crabbe, un gene tista del comportamiento, alguien cuya formación académica ha llevado años y ha costado montones de dinero a sus padres y al Estado. Dinero que ha servido para que pudiera gastar más en hacer unos estudios que le permiten afirmar que ha encontrado el marcador genético del alcoholismo en los ratones. La cosa es tremenda. El sentido común se ve violentado de tamaña manera -y es empujado al vacío con tal fuerza - que el pensamiento se agarra a un clavo ardiendo. Si el tipo en cuestión no ha perdido ya su trabajo y no ha recibido asistencia psicológica, cabe pensar que lo que dijo no sólo debía ser cierto, sino además útil. Tanto él como su patrocinador y los consumidores de sus descubrimientos (otros genetistas, médicos, psiquiatras, periodistas, etc.) forman así, entre el entusiasmo de estar en el camino de la verdad -y quizá el miedo de estar delirando en coral-, una especie de grupo integrista radical que se desconoce a sí mismo y que va avanzando en su delirio. Ignorantes de lo que dicen, medio asustados por su falta de raciocinio y medio entusiasmados por la ausencia de burla hacia sus ideas, marchan tras el genetista cantando alabanzas a su nuevo descubrimiento. ¿Ninguno se ha dado cuenta de ello o es que nadie se atreve a decir que el rey está desnudo, que los ratones no eran alcohólicos hasta que él les empezó a invitar a copas? Pero dejemos a los investigadores el beneficio de la duda y pensemos que son los media los responsables de esta vulgarización tergiversada de sus descubrimientos. Centrémonos en el ámbito médico para valorar, allí donde importa, cuál es la repercusión que las investigaciones biológicas y genéticas sobre la depresión tienen en la práctica psiquiátrica.Y, en ese terreno, comprobaremos que ningún psiquiatra emplea prueba biológica alguna para hacer un diagnóstico de depresión. Con esto basta para constatar en qué punto están las investigaciones en cuanto a su rentabilidad clínica. Se destinan millones de euros a investigaciones que demuestren un origen biológico de la depresión, y no hay un solo test biológico eficaz que haya resultado de esos estudios desde que empezaron. Quizá sea el momento de replantearse ese uso de recursos. Consolémonos en la certeza de que no se gasta tanto dinero en eso. Para la depresión, 36 la fe en la genética no necesita pruebas. Ya se descubrirá. En lo que se invierte dinero de verdad es en el diseño y la promoción de nuevos antidepresivos tolerados para todos los públicos, y en ese ámbito podemos estar seguros de que las inversiones se recuperan con creces. No hay balances más envidiables, dentro de la legalidad vigente, que los de los laboratorios farmacéuticos. El resultado es que la mayor parte de la población de los países civilizados ha tenido ocasión de catar algún psicofármaco legal, y que una buena parte está destinada a tomarlos de por vida. Eso no sería una inmoralidad si se tratase de un tratamiento correcto y garante de una buena salud. Pero no lo es. No sólo es que existen otros métodos tan eficaces o más que los farmacológicos, sino que un gran número de las situaciones clínicas tratadas con antidepresivos no requieren tal medida que, por lo demás, eterniza el problema que supuestamente trata. Pero la perplejidad que causan estos estudios supuestamente científicos pasa, por lo general, desapercibida. López Piñero, en sus clases de Historia de la Medicina, hacía una llamada a la sensatez mediante un ejemplo que nos hacía sonreír. Parodiando el cientificismo planteaba un hipotético estudio: rodeados de los aparatos más caros, complicados y sofisticados de los que proveen la tecnología y el mercado, observamos el comportamiento de una mosca a la que le ordenamos: «mosca, no vueles», constatando que la mosca objeto de nuestro estudio sigue volando; a continuación, la atrapamos y procedemos a extirparle mediante microcirugía las alas, tras lo cual volvemos a ordenarle: «mosca, no vueles», y la mosca, esta vez, no vuela; concluimos nuestro estudio con el dato de que las moscas, cuando se les arrancanlas alas, obedecen. ¡Qué tontería!, pensábamos. Esas cosas no pasan. 37 38 ingún psiquiatra cabal y actualizado dirá que existen pruebas que demuestren con certeza una causa biológica de la depresión, ni afirmará que la genética pueda, hoy por hoy (ni mañana ni pasado), dar razón de ella. Sin embargo, en su práctica clínica, cuando cree que ha de explicar a sus pacientes qué les pasa, o cuando aparece en algún medio de comunicación y debe contestar las preguntas que se le plantean, lo más probable es que actúe como si tales pruebas existieran. Hay hipótesis de todo tipo y, en caso de necesidad, recurrirá a ellas. Pero en realidad sólo se trata de sospechas y, aunque las aporte calificándolas como tales, éstas se propagarán como suelen propagarse las sospechas: como verdades.Y lo harán de una manera imparable. Ésa es una característica propia de las noticias vagas y poco confirmadas cuando se transmiten en público; es lo propio del rumor. El rumor es una forma de noticia con gran capacidad de propagación. Vivimos en un mundo que cultiva masivamente el rumor, el ámbito público está plagado de personajes que viven de él (famosos, periodistas, abogados, empresas, políticos, brokers, publicistas, médicos, etc.), pero no es un producto de nuestros tiempos. En cualquier grupo humano, rural o urbano, presente o pasado, el rumor forma parte importante de lo cotidiano. Lo nuevo de nuestros tiempos es quizá su industrialización, pero en esencia, su potencia de propagación ha sido desde siempre eficaz. El rumor es imparable, y cualquier intento de contradecirlo viene a darle más fuerza y a confirmarlo. Por lo demás, el afectado por el rumor se encuentra sin defensas ante él. Puede venirle bien o mal, según contenidos, pero no podrá frenarlo. En toda palabra pronunciada ante otro hay una exigencia de veracidad que hace que quien propaga un rumor tienda progresivamente a afirmarlo con más seguridad. Esa apariencia de veracidad va creciendo en un mismo locutor cada vez que lo repite, y va creciendo también con cada nuevo locutor. Es decir, que aquello que le confié a alguien como una suposición lo contaré a mi próximo confidente con más consistencia; y quienes me lo oyeron decir se lo contarán a otros como un hecho casi confirmado, y éstos lo transmitirán al siguiente que lo escuche como una verdad incuestionable. En el recorrido del rumor, el contenido de éste puede verse desmentido, cuestionado, o contradicho, pero cualquiera de estas eventualidades viene a darle más fuerza. Basta que alguien se defienda de un rumor para que se sospeche que miente y genere así una confirmación del mismo. Recordemos, por ejemplo, el acontecimiento que tuvo lugar hace pocos años en relación con un programa de televisión en el cual se deparaban sorpresas a algunos indefensos ciudadanos a petición de alguno de sus allegados. Una noche, tras la 39 emisión del programa, un bromista envió unos faxes a las redacciones de algunos periódicos de tirada nacional propalando una falsa noticia: el citado programa había preparado una sorpresa a una adolescente en su propia casa con la connivencia de sus padres; la ilusión de la joven, conocer a un cantante de moda, iba a cumplirse. El equipo del programa había escondido al artista en la casa, colocando cámaras ocultas en el lugar para filmar la sorpresa de la chica cuando el susodicho cantante saliera cantando de su escondite. Según el fax, la adolescente, creyéndose sola en casa, habría aprovechado el momento para dedicarse a una práctica sexual que hacía intervenir la mermelada y el gusto que por lamerla tenía el perrito de la casa, siendo su actividad grabada por las cámaras y sorprendida por su ídolo musical al irrumpir éste en la habitación; la noticia acababa afirmando que la joven, desesperada, se había suicidado poco después de tomar conciencia del dramático descalabro público de su intimidad. Los periódicos telefonearon a la cadena concernida y, ante el sorprendido desmentido de los hechos, no publicaron la noticia. Ésta, sin embargo, se propagó como un virus, y durante un par de semanas se comentó en toda España. Las negativas de la cadena televisiva implicada sólo servían para confirmar la noticia. Lo niegan porque es una cosa terrible. Que el programa fuera en directo y que la cadena de TV ofreciera el vídeo del mismo no frenaba el asunto. Hubo quien afirmó que amigos suyos habían visto el programa en cuestión y le habían confirmado los hechos. La noticia pasó a los medios de comunicación por ese otro camino, como un rumor de impresionante propagación. Hasta pasadas un par de semanas, gastados ríos de tinta en prensa y horas de comentarios en televisión y radio, la cosa no se calmó. Durante quince días nadie creía una sola palabra que no fuera confirmadora del dramático rumor. Lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, se dice que alguien es homosexual, sobre todo sin afirmarlo con seguridad, diciendo por ejemplo: «no creo que sea verdad, pero me han dicho que...». Eso, dicho en un ámbito público (por reducido que sea), puede bastar para que el mensaje se transmita como confirmado en la siguiente declaración. Si el afectado no había hecho gala de su condición homosexual hasta ese momento, qué duda cabe de que ahora lo negará, de manera que si se preocupa en decir que no, confirmará para muchos que sí, que en efecto algo había. Qué duda cabe de que las ideas que mejor se transmiten por medio del rumor son aquellas cuya falsedad es indemostrable. Cualquiera podría demostrar de sí mismo que es homosexual, pero nadie podría demostrar que no lo es. De igual manera, hubiera sido posible demostrar que la noticia de la sorprendida adolescente era cierta (si se hubiera dado el caso), pero era imposible aportar pruebas positivas de su falsedad. No está fuera de esos parámetros la propagación de la creencia en un origen genético de nuestros trastornos mentales. Es indemostrable, pero también lo es lo contrario, y 40 eso le da fuerza a la idea, que avanza como un rumor, imparable. Esa idea de una causa orgánica o genética de la depresión, que surge en las consultas como explicación dada para salvar la situación de no saber, y que aparece refrendada mil veces en los medios de comunicación, se propaga como un rumor. Es una ficción colectiva que se apoya, como todas las ficciones, en algunos hechos constatables. En efecto, podemos medir las cantidades de neurotransmisores presentes en el cerebro, podemos ver imágenes en colores que traducen el riego sanguíneo encefálico y la actividad metabólica que en él se da. Los desarrollos técnicos de los descubrimientos científicos nos permiten acceder a esos datos constatables. Pero todos estos hechos que la ciencia y la técnica derivada nos permiten observar no indican necesariamente un origen de nada, sólo constatan los efectos que nuestro estado mental tiene sobre sus soportes. Nos fracturamos un hueso porque lo tenemos, pero el hueso no es la causa de la fractura, sino el lugar en que se da. De esta ficción cientificista colectiva surge la generalizada especie de que habría uno o más genes implicados en la aparición de una o más depresiones a lo largo de la existencia de un individuo. Los antidepresivos saben lo que nosotros desconocemos Hay un fenómeno en particular que suele dar alas a la idea de que existe una depresión endógena. El fenómeno en cuestión es que, según algunos estudios y la práctica clínica cotidiana de muchos psiquiatras, los antidepresivos son escasamente eficaces cuando se administran a alguien que presenta un cuadro depresivo porque acaba de sufrir una pérdida real. Es decir, que la medicación antidepresiva no se mostraría eficaz cuando de lo que se trata es de hacer un trabajo de duelo. El dato se completa con el hecho de que los mismos fármacos antidepresivos sí serían eficaces con la misma persona cuando padeciera un cuadro depresivo sin otro acontecimiento desgraciado cercano. La frontera entre un duelo y una depresión es borrosa, y la psiquiatría tiende a establecerla en una línea arbitraria
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