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La depresión, entre mitos y rumores - Francisco Calvillo

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Colección dirigida por
Carlos Farrés • Cristina Fontana • María Unceta
con la colaboración de
Francis Guijarro • José Lasaga • Marie-Ange Lebas Royer
 
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0. nota sobre la bibliografía
1. sobre lo que nunca quisimos aprender sobre la depresión y resulta que sabemos
2. ¿qué quiere decir depresión?
3. lo que le pasó a Elisa
4. lo que le pasó al médico de Elisa
5. lo que le pasó al mono
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6. la depresión endógena, un rumor
7. los best-seller de la farmacopea psiquiátrica
8. el empirismo
9. ¿una enfermedad... moderna?
10. ¿una enfermedad?
11. la depresión y la melancolía
 
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n este libro se han eludido las notas a pie de página con la idea de facilitar
la continuidad de la lectura; se ha seguido el mismo criterio para las notas a final de
capítulo o del texto. Así que nos hemos ahorrado todo tipo de notas, tanto las
explicativas como las referenciales y bibliográficas, salvo esta general. Pero aligerar
la lectura evitando asteriscos y numeritos puede llevar al error de considerar las
opiniones que no están explícitamente atribuidas en el mismo texto a sus reconocidos
autores, como originales del que las escribe, cuando éste sólo las hizo suyas.
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Este reconocimiento, difícil de plasmar cuando no hay numeritos que hagan
referencia a quién y dónde con otras o similares palabras dijo lo mismo, no debe
quedar ausente. Por dos motivos. Uno que concierne al agradecimiento debido a
quienes han ayudado a desarrollar una comprensión sobre las situaciones que se
abordan aquí, tanto los que han dado la posibilidad de descubrir ideas opuestas a las
que planteo como los que han ofrecido pensamientos esclarecedores para su
desarrollo. El otro motivo hace referencia a la relación con el lector.
Lo que el autor ha escrito es en su mayor parte el producto de lo que ha leído, no sólo
en los libros sino también en las situaciones prácticas,y en la experiencia-o
acumulación de equivocaciones, según Oscar Wilde - adquirida en ellas. Para que el
lector encuentre un bagaje homogéneo y pueda decidir si el talante de su lectura es
agonista o antagonista - más allá de lo que el estilo de redacción pueda provocarle de
gusto o disgusto-, le puede venir bien conocer, al menos, algunas de las lecturas que
permitirían seguir con más precisión las argumentaciones que aquí se vierten.
Se acaba antes diciéndolo que explicando por qué se dice. Lean pues, si les parece, el
artículo de Freud «Duelo y melancolía» (Obras Completas de Sigmund Freud, Tomo
VI, XCIII págs. 2091-2100; Editorial Biblioteca Nueva) para tomar algunas
referencias psicoanalíticas; lean también, si quieren, El demonio de la depresión
(Ediciones BSA, 2002), de Andrew Solomon, donde encontrarán amplia información
sobre la historia y la actualidad de la depresión y de sus tratamientos, aunque
marcada por un eclecticismo absolutamente contradictorio que puede resultar algo
enervante; y sobre todo, lean, si pueden: Les corps angeliques de la post-modernité,
de Gérard Pommier, París, Calman-Lévy, 2000 (Traducción al español: Cuerpos
angélicos de la postmodernidad, Editorial Nueva Visión, BBAA), donde disfrutarán
de un análisis especialmente interesante sobre la postmodernidad desde la más
rigurosa reflexión psicoanalítica; de ahí se toman los planteamientos del Capítulo 9
de este libro. Por último, para un desarrollo más detallado y especializado de la
depresión, resultaría de gran interés el curso monográfico impartido por este último
autor en el Colegio Oficial de Psicólogos en Valencia, aunque su transcripción
todavía está pendiente de publicación a la hora de escribir estas líneas.
 
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n ciudadano occidental - un occidentado, como lo llamaba Lacan - medio,
cuya relación con los media es la de ojear la prensa general en el desayuno, leer la
deportiva en el almuerzo, escuchar la radio en el coche, y ver la televisión en casa,
está informado de que la depresión es un trastorno mental que parece aumentar en
estos últimos tiempos.
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Por propia experiencia, ese ciudadano conoce a más de una persona próxima que ha
pasado o está pasando una depresión, cuando no es él mismo quien la sufrió o la
sufre. Igualmente, tiene conocimiento de que existen medicinas para tratar la
depresión, los antidepresivos.Y lo sepa o no, conoce a varias personas que los toman.
Para que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano medio, iremos
introduciendo algunos datos a los que habitualmente no se suele acceder por esos
medios cotidianos. Con ello podemos aburrir un poco a quienes hayan leído y
recuerden alguna publicación más especializada, o a quienes mantengan fresco el
recuerdo de algún documental televisivo de carácter monográfico,y por supuesto a
quienes posean una formación académica al respecto. Pero será sólo un poco.
Esta información consistirá en un sucinto repaso de la situación actual de los
trastornos del estado de ánimo englobados bajo el término de depresión. Nos haremos
una idea resumida, pero no incierta, de a qué se le llama depresión, qué incidencia
tiene en nuestro tiempo, qué tratamientos se emplean actualmente, y qué teorías la
explican.
Esta intención de hacer que el lector sobrepase el grado de información del ciudadano
medio, lejos de querer hacerlo más sabio, pretende darle los datos en los que se
sustenta todo aquello que, sin querer, sabe sobre el tema.Y no precisamente para
complementar y apuntalar la veracidad y la consistencia de sus conocimientos. Más
bien al contrario, para que pueda poner en tela de juicio aquello que le llega en forma
de píldoras informativas y que, por recibirlas sin haber ido a buscarlas, se instalan en
sus conocimientos como verdades incuestionables.
Está generalmente admitido que los conocimientos adquiridos con ganas y
voluntariamente forman parte del bagaje cultural de un individuo. Pero, por supuesto,
éstos no son los únicos que lo componen. Lo que cualquier ser humano escucha
inadvertidamente, sin querer, casi sin darse cuenta, forma igualmente parte de su
saber sobre el mundo.Y tanto las coerciones mundanas a las que se enfrenta como los
actos que pretenden modificarlas dependen de ese saber, acertado o no. Esa suma de
conocimientos adquiridos voluntaria e involuntariamente, oídos, vistos, degustados,
olidos, o tocados, determinan en buena medida nuestros actos.
Esta parte de saber, asimilado sin querer, se une al resto de los conocimientos, a esos
que somos capaces de decir dónde y cuándo adquirimos. En muchas ocasiones,
cuando es encontrada, la información buscada tarda comparativamente más tiempo en
ser asimilada que aquella que llegó fugazmente y fue oída de refilón. Muchas veces
nos cuesta retener la respuesta que obtenemos a una pregunta que acabamos de hacer,
puede ser el número de un portal, o el nombre de alguien, o la hora que es, viéndonos
obligados a preguntarlo de nuevo y no siempre una sola vez más.
Por el contrario, puede sucedernos que, sin esfuerzo alguno, se nos fije en la memoria
cualquier cosa que ni habíamos preguntado ni en principio nos interesaba, pero que
escuchamos fugazmente al pasar junto a un televisor o al cambiar de un canal a otro
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sin quedarnos en ninguno o al oír la radio del taxi mientras pensábamos en otras
cosas.Y, así, el nombre de un estadio de fútbol de un equipo de segunda división de
una ciudad que no conocemos puede grabársenos en el pensamiento tras escucharlo
inadvertidamente, y permitirnos acertar para sorpresa de todos, incluida la propia, una
absurda pregunta de Trivial.
Somos unas esponjas raras.Y para rematar nuestras rarezas, todo aquello que
aprendemos, de manera sistemática y de refilón, lo pasamos por la batidora de
nuestros fantasmas.
Este pequeño rodeo sobre el saber sin querer viene al caso, pues el saber que un
occidentado medio posee sobre la depresión está formado por informaciones no
buscadas. Incluso las experiencias personales que sobre ella puede tener poseen ese
mismo carácter. Nadie se deprime adrede, de manera que la información que sobre la
depresión propia se pueda tener fue aprendidatambién sin querer.
Esto que aprendemos sin atender a ello forma parte a veces de nuestras más
profundas convicciones. Aquello que no hemos hecho nada por aprender está libre de
toda crítica, no hemos tenido que desalojar nuestra ignorancia ni hemos debido
discutir con los nuevos datos. Éstos se han hecho entonces un sitio sin relación con la
duda y sin conocer otros datos contrarios. Si sólo sabemos una cosa de algo, eso que
sabemos lo es todo, y cualquier idea que lo contradiga será fácilmente rechazada. La
ignorancia genera una fe dura de roer.
De manera que lo que sabemos como ciudadanos comunes sobre la depresión forma
parte de nuestras creencias. Pensamos que no creemos ya en nada, que ni la religión
ni el materialismo histórico han conseguido realizarse más que en pantomimas que
oscilan de lo ridículo a lo siniestro. Pero no es así, creemos cosas sin darnos cuenta de
ello. Creemos, inadvertidamente, en la ciencia.
Todo el discurso mediático sobre la depresión -y en general sobre la salud - proviene,
en el mejor de los casos, de algunos datos científicos ciertos. Pero del hecho
científico al dicho mediático hay más que un trecho, hay a veces un mundo. Y en lo
que concierne a la depresión, la distancia entre las informaciones que corren
públicamente sobre ella y los datos científicos en que se apoyan es un ejemplo de
grandes dimensiones.
¿Qué hay en esa distancia? La ideología propia del postmodernismo, la nueva
religión sin Dios que determina desde mediados del siglo pasado nuestra vida civil.
Se trata del cientificismo, de la creencia en que la ciencia acabará por encontrar y por
corregir en nuestro cuerpo el error genético que nos hace infelices, enfermos, torpes y
mortales.
¿Qué hemos aprendido inadvertidamente de la depresión? Que es una enfermedad
mental, que es más frecuente en nuestros tiempos, que se trata con medicamentos
antidepresivos, y que tiene un origen orgánico y probablemente genético. Cotejando
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estas cuatro informaciones comunes con los datos científicos en que se basan,
comprobaremos que no se trata tanto de una enfermedad como de un afecto; veremos
que ya era frecuente en otros tiempos, aunque pueda considerarse -y diremos por qué
- como una nueva patología; constataremos que, además de tratarse con
antidepresivos, también se trata con otros métodos, y qué tipo de trato es el que le dan
todos ellos; y veremos que el origen orgánico o genético del que tanto se escucha
hablar es pura neuromitología.
De manera que nos espera un tramo crítico respecto a lo que, hoy por hoy, se difunde
sobre la depresión.
 
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tilizamos correctamente el término 'depresión'? Seguramente no. Ni
ese ni muchos otros. Puede que ni siquiera quepa la posibilidad de usarlo
correctamente. Sin embargo, hay que ver lo mucho que lo usamos.Antes de dilucidar
una respuesta tomando el camino de la acepción que nos interesa, en el terreno que
nos concierne - el psíquico-, dejemos una breve constancia de los otros significados.
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La palabra `depresión' designa, en la superficie de una cosa, la porción de aquélla que
está más baja o metida hacia el interior de la misma,y se aplica particularmente a los
accidentes geográficos que consisten en eso. Fuera de la geografía, las acepciones de
uso más frecuente en nuestros días (psíquica y económica) son aquellas en las que el
término se emplea de un modo figurado. En economía, se aplica al estado
circunstancial de un asunto que sufre una disminución de actividad. En lo psíquico,
designa la situación de quien está abatido moralmente.
Ésta es la acepción -y la situación - que nos interesa. Según el diccionario - que
coincide con la calle - la depresión es la acción y el efecto de deprimir (hundir), cuyo
sentido - figurado también - es quitarle a alguien los ánimos o la alegría.
No olvidaremos en nuestro recorrido que el significado no figurado, geográfico, del
que la acepción psíquica procede, hace referencia al hundimiento de una porción de la
superficie de una cosa, para evitar considerar la depresión como una expresión
aplicable a una cosa que no está a la altura de otras cosas. Hay una continuidad con lo
que rodea al hoyo, no hay depresión más que respecto a una superficie no deprimida;
del mismo modo que no hay abatimiento moral que no se refiera a una alegría perdida
o evacuada.
Esta palabra, depresión, en el campo de la mente humana, presenta una gran
diversidad de usos. En el uso corriente, designa tanto un breve momento de tristeza
como una enfermedad mental. Estamos un poco o muy «depres» en algún momento
del día sin saber muy bien por qué, y al rato se nos pasa sin habernos instruido más al
respecto. La cosa puede no mejorar tan deprisa, los días pueden convertirse en
semanas y, si no lo hacemos nosotros, alguien podrá pensar que tenemos una
depresión. Llega entonces el momento de definir médicamente la depresión.
¿Entramos en un ámbito científico, de definiciones claras, donde el mal uso de los
términos propios es impensable? En realidad, no. Porque, por una parte, la medicina
no es un campo estrictamente científico y, por otra, lo psíquico se somete mal a las
definiciones claras.
La medicina no es un campo científico puro, sino de aplicación y uso de los
descubrimientos científicos. En la medicina nos encontramos en un nivel científico
próximo al de «usuario» de la ciencia, como el del común de los ciudadanos. Por
norma general, el médico, el clínico que atiende los problemas de salud de los
pacientes, no es un científico ni un investigador. Es un usuario - por lo general mucho
más instruido en su materia que sus pacientes - de los descubrimientos que los
científicos han puesto en sus manos. El clínico es en nuestros días, fundamentalmente
y muchas veces a su pesar, un gestor de recursos diagnósticos y terapéuticos.
Eso no debería impedirle disponer de unas definiciones estrictas de la patología que
trata. Pero la ciencia no se las ha pro porcionado en lo referente a la mente humana.
El diagnóstico de un trastorno mental sigue haciéndose, como desde siempre, a partir
del encuentro con el paciente; no hay ninguna prueba biológica, radiológica o
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estadística que sustituya a la entrevista cara a cara para el diagnóstico psiquiátrico.
No debe sorprendernos, pues, el hecho de no encontrar en la medicina definiciones
claras y objetivas de un término que haga referencia a la mente humana. Lo psíquico
resulta más reacio que lo somático a las definiciones precisas. Sin embargo, el
esfuerzo de la psiquiatría por comprender la enfermedad mental ha producido
suficientes conocimientos como para, aun sin tener una definición exacta de
enfermedad mental (ni, por otra parte, de salud mental), poder definir diferentes
estados mentales patológicos de los seres humanos.
La expresión `depresión nerviosa' aparece en textos médicos ingleses y franceses
durante el siglo xvii. Su historia no presenta un uso claro y delimitado. Con ella se
han denominado los estados de tristeza e inhibición de carácter neurótico para
diferenciarlos de los estados melancólicos de carácter psicótico, pero también se ha
empleado como sinónimo de esos mismos estados melancólicos.
Hoy día, la palabra depresión ha terminado por englobar todos los estados de tristeza
patológica que antes recibían la denominación de melancolía.Y en su camino ha ido
abarcando todos los estados de tristeza, desde los neuróticos sin causa aparente hasta
los reactivos a una pérdida. Esta capacidad nominadora de la palabra depresión
dentro de la disciplina psiquiátrica se queda en nada cuando observamos su expansión
en la vida cotidiana.
En lo cotidiano, la palabra `depresión' sirve no sólo para nombrar cualquier tipo de
tristeza, sino también cualquier trastorno mental.Tiene un valor casi socializante,
hace más soportable hablar de la debacle mental propia o ajena bajo su capacidad
eufemística. Decir que «Fulano, el pobre, tiene una depresión nerviosa», cuando lo
que tiene fulano podría llamarse esquizofrenia paranoide, hace más admisible
socialmente su situación.
Depresión es una delas muy pocas palabras que, usadas por la psiquiatría, no se
emplean en la calle para el agravio. Prác ticamente la totalidad de patologías mentales
consideradas por la psiquiatría han prestado sus nombres para la afrenta de los
ciudadanos entre sí.Todas menos ésa: depresión.
Todos los términos empleados por la psicopatología son trasplantados a la vida
cotidiana, por lo general sin mucho criterio y principalmente como insultos. Es
evidente que el término depresión se aleja en esto de los demás (psicótico,
esquizofrénico, maníaco, histérico, obsesivo, fóbico, psicópata...), y no da mucho
juego como ofensa salvo para lenguas habilidosas en la suerte.
Por lo general, en una conversación banal, el término depresión sirve para hacer
aceptable el estado de sufrimiento psíquico de alguien. Aunque con frecuencia, una
vez aceptado, a ello suela seguirle una disección de las rarezas que el concernido ya
tenía antes de estar deprimido, y de las nuevas que no merecen disculpársele por su
depresión.
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Pero la melancolía no siempre ha estado exenta de esa capacidad faltona de la
nosografía psiquiátrica. Cuando era considerada como un signo del abandono de
Dios, la pereza, la acedia, estaba muy mal vista y eran impuestas multas y penas de
cárcel para quienes mostraban tal actitud.
Este poder eufemístico de la palabra depresión, que ha acabado por hacerla útil para
nombrar cualquier cosa, le confiere esa rara virtud de hacer aceptable socialmente
cualquier trastorno mental - si consideramos una virtud no llamar a las cosas por su
nombre-. En el ámbito médico, esa ventaja social se convierte fácilmente en un
obstáculo, pues la extensión del término favorece el tratamiento medicamentoso de
cualquier estado de tristeza.
Los psiquiatras, como los expertos de cualquier disciplina del saber, suelen quejarse
del mal uso que en la calle se hace de los términos que consideran propios de su
especialidad. Pero ocurre que los especialistas de la salud mental también tienen una
vida cotidiana en la que su lenguaje no difiere sustancialmente del de sus prójimos.
Por descontado, no hay garantía de que el psiquiatra invitado a cenar a casa de unos
amigos no vaya a sufrir un acceso de furor educandi cuando algún comensal emplee
toscamente un término psicológico. Eso siempre puede ocurrir. Pero podemos tener la
seguridad de que ese mismo psiquiatra habrá empleado de forma igualmente
impropia los términos psicológicos que ahora reprueba, al hablar de algún paciente
con algún colega: «estaba un poco depre», o al hablar de algún colega con algún
otro:«está paranoico», o a quien sea de sí mismo: «me pone histérico».
El caso es que está socialmente aceptado -y médicamente constatado - que cualquier
rareza puede darse en un deprimido, y que cualquier manifestación depresiva puede
darse en cualquier otro trastorno mental. Con esos límites tan extremados, resulta más
o menos indiferente la inexactitud de los diagnósticos que hagan dos individuos
hablando de otro, si no son sus médicos. Por lo que toca al tercero, probablemente
prefiera que digan que está deprimido a que está esquizofrénico.
Hasta los años 90, nadie pregonaba que tenía una depresión. Pero en menos de diez
años todo el mundo conoce a alguien que la ha padecido o que la padece. No es que
se pueda decir abiertamente en cualquier situación, no. En una entrevista para un
empleo no sería sensato informar al empleador de la posibilidad de deprimirse del
candidato. Pero en otros ámbitos más neutros o amistosos, se observa una
desinhibición que contrasta con la ocultación pública de los años precedentes. ¿A qué
se debe este destape anímico? ¿Qué ha cambiado en la sociedad occidental para que
de repente se manifieste abiertamente haber pasado una depresión o estar en ella,
cuando unos años antes todavía existía un silenciamiento pudoroso de estas
situaciones?
Este auge de confesiones públicas - hechas no sin esfuerzo - de depresión no es
totalmente nuevo. La melancolía conoció también sus momentos de fama y de moda
durante el Renacimiento, cuando representaba un rasgo de sensibilidad y genialidad,
y cuando, más que ocultarse, se exhibían abiertamente comportamientos
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melancólicos. Pero tal ostentación se basaba más en una imitación de los rasgos
externos de los melancólicos que en una manifestación inevitable de ese estado
anímico.
Hoy día, la confesión pública no parece moverse en esos parámetros de distinción y
notoriedad. Se confiesa, no se declara, y se hace con dificultad, pero con menos que
hace unos años, y ese cambio se debe, en mucho, a la aparición de los antidepresivos.
En los años 50 aparecieron los primeros medicamentos antidepresivos y treinta años
después llegaron a las boticas los nuevos antidepresivos: los inhibidores selectivos de
la recaptación de serotonina (ISRS). Estos fármacos vinieron a complementar la
farmacopea existente con unos antidepresivos, no tan eficaces como los clásicos
(tricíclicos, inhibidores de la monoaminooxidasa), pero con unos efectos secundarios,
contraindicaciones e incompatibilidades, mucho menores que sus hermanos mayores.
Son los antidepresivos aptos para casi todos los públicos. Su influencia en la
depresión de hoy es muy importante, y no sólo por su capacidad para modificar sus
síntomas, como veremos, sino por su capacidad para ocultar sus causas.
Volviendo a nuestra pregunta inicial, hagámonos con una definición general de lo que
llamamos depresión: un síndrome, es decir, un conjunto de síntomas que suelen darse
agrupados y que pueden depender de diferentes causas, que presenta las siguientes
características: una fatiga fácil y duradera en el plano físico y en el intelectual, un
desinterés generalizado por las cosas, inhibición física y psíquica, un humor triste,
falta de interés por la vida, trastornos de la alimentación, del sueño, de la sexualidad,
ideas de suicidio y una conciencia dolorosa de ese estado.
 
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Contado de manera que ella pueda decir, si quiere, que no se habla de ella; o
que sí y que el autor ha modificado algunos detalles de su biografía - no
relacionados directamente con el caso - para que ella pudiera decir que no.
lisa despertó, abrió los ojos y en la penumbra, poco a poco, su mirada
enfocó la mesilla de noche. Distinguió el despertador y comprobó que faltaban más
de dos horas para que empezase a pitar. Su marido roncaba tranquilamente junto a
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ella. No se oían otros ruidos en la casa, los niños también dormían. Cerró los ojos e
intentó aprovechar el rato y volver a dormir, pero no lo consiguió.
Sin pretenderlo, su mente repasó las cosas que debía hacer durante el día.Al poco, la
enumeración de tareas le produjo una gran desazón. Ninguna le resultaba apetecible y
su acumulación la dejó exhausta antes de empezar. Ni un solo aliciente colateral
servía esta vez para afrontarlas con ánimo. Se sintió triste y notó cómo las lágrimas
acudían a sus ojos. Se preguntó qué le pasaba y se dijo, a cierta distancia de sí misma,
que no esperaba nada de ese día - que tanto esperaba de ella y que, más avaro de lo
habitual, no pensaba darle nada a cambio-.Tuvo además el convencimiento de que los
días siguientes no le ofrecerían variaciones de programa. Desde no sabía muy bien
qué hoy, mañana sería como ayer.
Se levantó inquieta y fue al salón. Se vio rara allí sentada, a esas horas, sin los críos
peleándose por cualquier cosa, y sin su marido exigiéndoles, de forma un poco
excesiva, calma. Enseguida comprendió que tal extrañamiento no podía deberse a la
hora, porque había pasado casi diez días levantándose a horas más intempestivas e
igualmente solitarias, con unos dolores tremendos.
Eran esos los mismos casi diez días que habían transcurrido desde que la operaron de
unas hemorroides internas. El dolor la ¡levó a la decisión de operarse y un dolor aún
mayor la acompañó desde entonces hasta que, ahora que lo pensaba, hoy... o más bien
ayer... había casi desaparecido. No había reparado en ello, ¡qué cosas...!, realmente,
ayer fue mucho menos intenso..., incluso ir al baño no fue el supliciocotidiano de las
vísperas.
Debería estar contenta... qué chocante... No sólo le extrañaba la tristeza y su ansioso
desinterés por las cosas..., lo más sorprendente era que apareciese precisamente
ahora, cuando ya no se encontraba tan impedida para hacerlas como durante las dos
semanas anteriores.Y más sorprendente aún, cuando los intensos dolores no habían
sido capaces de impedirle hacer lo que tuviera que hacer.
Porque nadie podría decir que no los había enfrentado y que no había cumplido con
sus obligaciones, con cierto orgullo sobreañadido, reconocido solitariamente, por lo
difícil de las circunstancias.A pesar de sus padecimientos había hecho la compra y la
comida con ánimo y, aunque hubiera tenido que retirar de la cocina su propio gusto
por el miedo a las consecuencias digestivas, encontraba un placer secundario pero
suficiente en la esperanza de que a alguno de los suyos le gustase. Ella, mientras
tanto, había perdido once kilos en poco más de dos semanas. Si no fuera porque le
sobraban antes muchos más, se habría quedado escuálida, pero ahora un peso ideal
quedaba más a su alcance.
¿Qué había pasado?, ¿por qué ahora, que no le dolía ni una décima parte y que había
afinado un poco su silueta, no tenía ánimos para nada?, ¿acaso no le importaban ya
sus hijos?, las lágrimas se acumulaban y un juicio - acaso el suyo - se imponía: no era
una buena madre, ni una buena esposa, ni siquiera una buena persona...
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Por otra parte, se rebeló ligeramente, no era tan mala madre. Realmente quería a sus
hijos, les dedicaba su tiempo y energías, y todo ello sin reproches y con gusto... hasta
el día de hoy. Este día que lo esperaba todo de ella y no parecía predispuesto al menor
trueque satisfactorio.
Tan sola como siempre había estado en esa cuestión de sus deberes, decidió que debía
ir al médico y contarle qué había pasado. Le contaría eso tan raro de que se aliviaron
los dolores y se despertó triste. Él le daría una solución. Pasaron las horas y llegó
aquella en que debía despertar a pitidos.
Esperó, casi sin querer, a que le pidieran el desayuno e imperceptiblemente aumentó
su malestar al experimentar un rechazo a cumplir con tal demanda, aún
respondiéndola efectivamente. Se confirmaba su impresión: no actuaba conducida por
buenos sentimientos... ni siquiera de buena mañana.
Tras los desayunos, más sola aún, retomó su único plan y cogió el teléfono para pedir
hora al médico.Tras hacerlo se tranquilizó un poco. Quizá pasado mañana, cuando le
dieron cita, ya estaría bien y todo habría quedado en un mal día. Día, por lo visto sin
futuro, en el cual el alivio fue fugaz.
No sólo la tristeza y las ganas de llorar persistieron hasta la consulta, sino que se
añadieron al cuadro la dificultad de dormir y la precocidad del despertar, así como
varios momentos en los que la angustia y el miedo desplazaron a la pena. Igual que
cuando, hace ya varios años, sufrió aquellos extraños accesos de pánico que se
aliviaban al retirarse de donde estuviera a su casa, sólo que esta vez se daban allí
mismo, de donde no había retirada posible.
Llegó el día de consulta y allí que se fue, empujándose sin ganas, casi por el qué
dirán de mí si me quedo en éstas. Se hizo llegar al centro de salud que le
correspondía. Dijo lo que pudo de lo que quiso antes de que el médico mostrase
abiertamente haber prestado su mayor atención al insomnio y a la angustia, y le
prescribiese un ansiolítico que le ayudaría a evitar los miedos y, de paso, a dormir.
Tras unos días en los que no pudo valorar esos efectos pero sí la inmovilidad de su
pena, volvió a consultar y quedó entonces más claro el diagnóstico de depresión,
prescribiéndole el médico entonces, claro está, un antidepresivo. Le advirtió que
debería esperar una semana o dos para que tuviera efectos.
Aunque consiguió, esta vez, relatar la paradójica reducción del dolor y la subsiguiente
aparición de la tristeza, al facultativo no le pareció sino mera coincidencia y no
consideró oportuno callárselo. Estaba claro que lo que ella tenía era una depresión, y
tal depresión había aparecido ese día como podía haber aparecido cualquier otro. Su
estado se debía a una disfunción neuroendocrina que, gracias a la ciencia, hoy podía
tratarse con la medicación que le prescribía, y eso de alguna relación entre la
desaparición del dolor y la irrupción de la tristeza era algo evidentemente absurdo.
Para qué discutir. Elisa confió en su médico. Ella también había oído hablar de la
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depresión y de los antidepresivos. De hecho, ya los había tomado hacía años.
Seguramente tenía algo mal en el cerebro y éste había vuelto a funcionar de forma
inconveniente, o equivocada si había que hacer caso al médico. Él tenía razón, era
absurdo pensar que el alivio del dolor tuviera nada que ver con su tristeza actual.
En aquella época en que tuvo que tomar antidepresivos para los ataques de pánico,
tampoco encontró causa alguna. Su madre había muerto ese año, es verdad, pero
varios meses antes de empezar los ataques de miedo. Y sin embargo, a pesar de todo,
aquella relación - adiós dolor, buenos días tristeza - se le imponía con fuerza, sin
alcanzar a explicarla, pareciéndole absurda, ilógica, tonta, como una suerte de
cabezonería suya, pero le resultaba tan llamativa como para no poder apartarla del
todo de su pensamiento.
Escuchando al médico le quedó claro que no iba a poder encontrar con él las causas.
Su declaración de convencida fe biológica la dejaba ante la futilidad de contar
cualquier hipó tesis causal. Para qué hablarle de la sensación de haber sido
menospreciada por una cuñada que, tontamente, había precedido hoy a un acceso de
angustia, o del recuerdo de un feo de sus hijos que la haría llorar mañana a solas en su
cuarto.
Al convencido de la neurotransmisión no le podían interesar esas cosas, y si le diera
cancha para hablar, sería por caridad, porque era evidente que lo que dijese podría
estar determinado por la disfunción de alguna amina cerebral. Hasta ahí, llegaba. Que
no era tan tonta. Aun sin poder decirlo con estas palabras, sabía que decir cualquier
palabra significativa podría ser, y sería, traducido en un aumento o disminución de
dosis.
Conocía, desde el primer tratamiento, a un psiquiatra, y ya veía al médico de cabecera
remitiéndola a otro en poco tiempo. Recordó sus encuentros con el psiquiatra, donde
no hubo mucho lugar para contar sus ideas, y sólo había sitio para contestar a las
mismas preguntas sobre sus hábitos de sueño, de apetito, de digestión, sus ansiedades
y actividades. Allí las dosis subían o bajaban desde la pluma del especialista, a veces
según sus respuestas, y otras veces sin llegar a saber por qué, como para justificar su
presencia.
Recordó también cómo acabó la experiencia cuando suprimió por su cuenta los
medicamentos, desobedeciendo al facultativo, que cautamente insistía en que siguiera
tomándolos.Y como consideraba que los augurios del psiquiatra, tras dos años sin
medicación y libre de aquellos síntomas, habían quedado rebatidos, decidió que
buscaría a alguien que, por dinero, estuviera obligado a darle tiempo para hablar y,
por título, forzado a poner remedio a su estado. Le dio vueltas a la idea y, tras un par
de semanas de infructuoso tratamiento farmacológico, se hizo con un teléfono y
concertó una entrevista con un psicoanalista.
Al principio no supo por dónde empezar. Contó entonces su estado actual, su falta de
placer en cada hacer, su llorar de repente, sus malas opiniones sobre sí misma, sus
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ataques de angustia inmotivada, su insomnio, su falta de apetito y su
adelgazamiento.Y se dio cuenta de que no había hablado de la aparición de la tristeza
y de la desaparición del dolor.
Como a su interlocutor le faltó tiempo para preguntarle sus hipótesis, ella encontró el
necesario para relatar su paradójica observación: se fue el dolor y llegó el llanto.
Pudo decir que, a ella, la insistencia de esa idea le chocaba más que a nadie; pero por
inexplicable que fuera, para ella y cualquiera, era lo que había.
Que quien la escuchaba no criticasesu comentario y compartiese su sorpresa sin darle
otra respuesta la alivió lo suficiente como para dar la bienvenida a la idea los días
siguientes,y como para permitirse aventurar absurdas respuestas: «merezco un mal
que, cuando dejó de ser el que dolorosamente era, se transformó en esta pena y es
ahora lo que es». Poder decir en voz alta aquello que le desesperaba pensar la animó a
volver a charlar con su concretada y más bien muda tercera opinión. No se tomó el
antidepresivo e hizo lo que pudo por no tomar el ansiolítico más que para dormir,
aunque no resultase muy eficaz.
En el siguiente encuentro, sin saber muy bien por qué, se encontró hablando de la
dolorosa enfermedad y muerte de su madre.Ah, sí, había llegado a ello a partir de una
pregunta del psicoanalista sobre la historia de las hemorroides. Aquellas quizás
arreciaron sus temporadas dolorosas poco después de pasarse los ataques de angustia,
pero habían aparecido mucho antes, después del último parto, pocos meses antes de
morir su madre, mientras estaba terminalmente enferma. Por ahí llegó a hablar de sus
últimos tiempos.
Su madre pasó casi un año sufriendo, la pobre, y todos sabiendo que no se curaría,
pero hacían delante de ella como si fuera posible. Las palabras le traían lágrimas a los
ojos y le sorprendió estar triste aún por su madre, después de tanto tiempo. Creía
haber asumido su pérdida casi antes de que se produjera. Reclamada como estaba
entonces por su último embarazo y su conclusión en el nacimiento de su último hijo,
por su trabajo y la casa, y por mantener el tipo ante su madre cuando podía visitarla
en el pueblo, no tuvo muchas ocasiones ni ánimos para reflexionar sobre la difícil
relación que las había unido ni sobre el hecho de que no hubo despedida entre ellas.
Los ataques de angustia aparecieron casi cuando, meses después, superado el cenit de
la exigencia filial en sus aspectos materiales, empezaba a percatarse de su media
orfandad. Estos ataques centraron su vida durante un largo período, luego el
tratamiento y su eliminación ocuparon el poco espacio libre que quedaba en su
mente.Y al final, cuando ya no parecía haber obstáculo alguno para reflexionar sobre
su pérdida, hacía ya tanto tiempo de aquello y se encontraba tan aliviada que ni se le
ocurrió. En aquel momento se encontraba bien, liberada y con energías, y hacía ya un
año del suceso. ¿Acaso no quería eso decir que había asumido y superado la pérdida?
A pesar de todo, hoy por hoy, dos años después de su mejoría, se daba cuenta de que
algo faltaba en relación con la muerte de su madre. Desde aquel amanecer triste había
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pensado mucho en ella. El médico le había dicho que cuando se tiene una depresión
vienen a la cabeza los recuerdos tristes que se tienen almacenados. Por lo visto,
cuando fallan los neurotransmisores pasan esas cosas... Bueno, aunque así fuera, lo
cierto es que durante mucho tiempo pensó que había superado aquella muerte, y
ahora le parecía hasta ridículo creer que eso era posible sin haber hecho
recapitulación alguna sobre cómo había sido su vida con su madre.
Nunca había tenido ocasión de hablar con nadie de la enfermedad de aquélla, de lo
duro que fue enterarse de la irreversibilidad de su cáncer, y de lo más duro, que fue el
cómo se enteró, de lo difícil que resultó aceptar el pacto de su padre y su hermano de
no decirle la verdad a la enferma y darle un carácter de farsa a cualquier futuro
encuentro con ella.
Quizá ninguna de las dos hubiera hablado nunca de cáncer, pero haber aceptado
tenerlo prohibido le pesó como una losa en cada encuentro. Ahora que hablaba de eso
se daba cuenta de que ni sus frecuentes encontronazos tuvieron ya el mismo carácter,
ni sus palabras la misma espontaneidad, de manera que su madre debió saber que se
moría y que ella estaba al corriente.Y si no lo supo no fue porque su atemperada
relación no le hubiera dado suficientes datos.AqueIla nueva cordialidad monocorde,
libre de sobresaltos y quejas, sin ningún reproche estándar de los que se nutrían antes
sus charlas, debió ser un mensaje claro.
En cierto modo fuera de lugar, el psicoanalista le preguntó de qué tipo de cáncer
había muerto su madre. Pero, es verdad, no había dado aún ese dato tras tanto hablar
de sus efectos, y le informó que de un cáncer de colon. La operaron para extirparlo y
le hicieron un ano artificial, que le daba grandes problemas y dolores - tanto como
antes de la intervención se los dio el natural-, y le administraron quimioterapia,
dejándola escuálida.
El psicoanalista no supo si Elisa, después de decir aquello, hizo en su cabeza algún
enlace entre sus propios dolores postoperatorios y su importante pérdida de peso con
los dos síntomas maternos. En cualquier caso, ella no lo dijo. Pero había sido dicho y
escuchado.
Y la entrevista siguiente llegó inaugurada por el anuncio de una neta mejoría de la
tristeza, de la inhibición y de la angustia. No es que ya no llorase, quiso precisar, aún
lloraba, ¡vaya que sí! Pero es que lloraba por algunos recuerdos dolorosos, y eso
hacía de su llanto una experiencia completamente distinta. Ella lo definiría como que
ahora no le daba tanto miedo sentirse triste.
Hasta el momento en que dejó de asistir a las sesiones, casi dos meses después, pudo
decir cosas que nunca había expresado en voz alta; como la querencia materna por
silenciar, cara a los demás, las enfermedades familiares, y más concretamente el craso
error diagnóstico de una epilepsia que en su infancia le tocó asumir, con la limitación
de excursiones y libertad de movimientos que aquello supuso durante toda su niñez y
buena parte de su adolescencia.
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También pudo decir alto y claro el agobio que le producían los esporádicos
encuentros con su padre, y sobre todo con su hermano, aparentemente dolido por la
bonanza económica que ella y su marido empezaban a disfrutar en los últimos años.
Se explayó también sobre la permanente presencia en su vida diaria de cuñados y
cuñadas que, por mucho que apreciara, no dejaban de sustraerle grandes cantidades
de intimidad y libertad; y no pudo dejar de considerar la escasa disponibilidad de
tiempo para sí misma.
Entretanto, se sorprendió defendiendo su espacio ante su entorno, y diciendo en
reuniones familiares lo que hasta entonces había callado por no perder el aprecio que
de todos esperaba.Y se sorprendió más aún al ver que ninguno de sus «hasta aquí
hemos llegado» produjo las catástrofes temidas. Elisa recondujo saludablemente sus
relaciones con su entorno.
Elisa no hizo un psicoanálisis, no había acudido allí para eso. Sólo quería hablar de lo
que le pasaba, y cuando dejó de pasarle de la manera en que le pasaba, dejó de ir.
Resultado, sólo dos meses, ninguna medicación, y cambios en su vida que no pensaba
haber conseguido nunca.
Lo que le pasó a Elisa en un breve período de su vida viene aquí por su valor
paradigmático de una cotidianidad clínica que no nos deja hablar, que nos aísla y que
nos administra soluciones medicamentosas de forma demasiado fácil. Pero el
problema de Elisa, nuestro problema, no es que los médicos no tengan tiempo ni
formación para escuchar, sino que lo desconozcan y que les sigamos la corriente.
 
24
Contado de oídas de Elisa, desde el pasado compartido en el lugar del médico, y
de las oídas de los colegas que allí siguen abrumados por la presión asistencial
de aquello que conocen y desbordados por lo que desconocen. De manera que
cualquier médico pueda decir que no se habla de él, a sabiendas de que con eso
no estaríamos diciendo toda la verdad.
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e esperaban veinticinco consultas programadas esa mañana, ninguna primera, por
lo que no tendría que abrir nuevas historias clínicas. Eso, más las recetas que tenía
que expedir de oficio, los imprevistos que se fueran dando, y tres representantes de
laboratorios farmacéuticos que recibiría, como siempre hacía, antes de ver al primer
paciente para que pudieran seguir su marcha y no tenerles aguardando un hueco que
nunca se daba fácilmente. Con todo, tenía por delante un día normal, tirando a ligero.Antes de entrar a la consulta, vio sentada en una silla del pasillo a Elisa, a quien había
seguido en el postoperatorio de unas hemorroides internas, y que había requerido
grandes dosis de variados analgésicos y de algún que otro relajante muscular. Le
preocupó levemente verla allí. Las cosas no debían ir bien, pensó, y repasó a gran
velocidad las posibles complicaciones. De todas maneras, se animó, no era una
paciente difícil, respetaba las recomendaciones y se quejaba de su dolor de una
manera muy llevadera para él, que la trataba; no como otros enfermos que, por el
tono o la forma de expresarse o incluso diciéndolo abiertamente, le hacían
responsable de sus sufrimientos -y si no irracionalmente como causante de los
mismos, sí como incapaz de aliviarlos lo suficiente.
Elisa no era de esos, ella no le hacia sentirse responsable de la permanencia de los
dolores, y mostraba ante ellos una actitud decidida y admirable. Le aliviaba pensar
que el padecimiento, por lógica y dada la evolución de la cicatriz, pronto
desaparecería y que, en última instancia, era el cirujano quien debería responder a
todo eso. Se fijó en que esperaba sentada y no de pie como en anteriores visitas, y
pensó que la cicatriz no debía molestarle como antes, de manera que quizá quisiera
consultar por otra causa. Deseó que así fuera y, de paso, se alegró con prudencia de
su rápido adelgazamiento, que mejoraba su aspecto al resaltar unas bonitas facciones
antes difuminadas por su moderada obesidad.
Recibió a los representantes. El primero le regaló algunos bolígrafos, unas cuantas
libretitas y una pinza porta-tarjetas, además de dejarle varios folletos explicativos de
las bondades y eficacias de sus representados moleculares, publirreportajes, siempre
de cara edición, que ojearía cuando tuviera un rato. El segundo le obsequió con
parecidos abalorios y le prometió para su próximo encuentro el libro que casi le había
obligado a pedir en su última visita, y de paso le puso al día de los avatares de la vida
de algunos compañeros a los que no veía desde hacía tiempo. El tercero le hizo
entrega de similares bagatelas y le recriminó afectuosamente que no le pidiera nunca
nada. Le costaba entender que le fuera tan difícil apañarse para aceptar las
invitaciones de comidas, de cenas o de fines de semana en hoteles de lujo que, con
motivo de alguna breve charla sobre sus productos, organizaba el laboratorio con los
demás médicos del centro.
Muchos de sus compañeros mostraban diferentes grados de avidez por tal tipo de
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agasajos, desde quien lo llevaba con soltura y como una parte más del trabajo, hasta
aquellos que perseguían y acosaban a los representantes en busca de prebendas. Entre
ésos, algunos hacían proselitismo de su actitud, quizá para gestionar su denegada
mala conciencia mediante coartadas de práctica universal. Aunque comprendía
algunas de sus razones, a él le daba mal rollo. Hacía su trabajo con gusto y, aunque se
sentía mal pagado, asumía que era eso lo que había. Le incomodaba aceptar de un
laboratorio el pago de la inscripción a un congreso, o del alojamiento, o de los billetes
de avión para el desplazamiento. Le quedaba la impresión de adquirir una deuda
silenciosa que se esperaba saldase con la prescripción del específico. Una demanda
tal nunca le había sido formulada con esas palabras pero ahí estaba, flotando
tácitamente, en cada visita de cada visitador. Con el tiempo había ido aceptando
algunos regalos, siempre en relación con su utilidad profesional - un libro por aquí,
un estetoscopio por allá, una inscripción a un congreso cercano...-, y había aprendido
a interpretar muy fácilmente su resquemor como signo de que tenía una moral más
íntegra que otros.
Si recetaba un fármaco y no otro, lo hacía siguiendo primero criterios médicos y
después económicos - a igual composición, el más barato-. Eludía recetar basándose
en la oferta de regalos de un laboratorio o de otro, y procuraba evitar - eso le era más
difícil - hacerlo por la simpatía personal que le generase la humanidad del
representante. Sin embargo, cuando se daba el caso de igual composición e igual
precio, su decisión se encontraba inevitablemente impregnada por todos esos
condicionantes.
Salvado ese primer obstáculo matutino con la soltura que daba la costumbre, empezó
a recibir a los pacientes. Dos infecciones banales de vías respiratorias altas, que se
curarían sin su ayuda, pero que recibieron un par de recetas anticatarrales, y una
bronquitis que requirió antibióticos, una valoración de analítica pedida la semana
pasada que resultó normal, otra que mostró una anemia ferropénica para la que ya
había iniciado el tratamiento, y luego llegó Elisa.
Elisa presentaba un cuadro de ansiedad e insomnio salpicado con ataques de pánico.
Le sorprendió mucho el motivo de consulta y también le llamó la atención que no le
comentase nada de los dolores, por lo que cuando ya se estaba despidiendo le
preguntó por ellos. Ella le dijo que estaba mucho mejor, lo que le produjo una doble
satisfacción: por ella y por haber acertado en su primera impresión al verla sentada.
Esperaba que con los ansiolíticos que le había recetado se le pasaran estos nuevos
síntomas, y pensó fugazmente que, con lo mal que lo había pasado y lo mucho que
trabajaba, lo raro era que no hubiera manifestado síntomas de angustia antes. Como si
el dolor, al desaparecer, hubiera abierto una herida de otro tipo.
Tras Elisa, y no en este orden, atendió cuatro infecciones de orina, siete
gastroenteritis probablemente víricas, dos eczemas, una hernia inguinal, y cuatro
dolores difusos inespecíficos de gente que vete tú a saber qué problemas tenían que
les salían por ahí. Con el último casi se cabrea.Y por fin, a casa.
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Repasó los casos de los que no terminaba de estar satisfecho a causa de las dudas que
le habían surgido después de la visita,y se alegró de haberlos citado de nuevo pronto
casi sin saber por qué; ahora le quedaba claro el motivo. Le gustaba darse cuenta de
que funcionaba una especie de pensamiento paralelo que se anticipaba a su reflexión
consciente, echándole una mano cuando no tenía tiempo de recapacitar.
Constató de nuevo, como cada día, lo angustiada que andaba la gente. Quien no tenía
al marido en paro y enclaustrado en casa con un malhumor creciente, tenía que
soportar la senilidad explosiva de una suegra dominante combinada con la
infantilización dominada de la pareja; o los alcoholismos de los maridos y las bingo-
adicciones de las esposas. O las angustias por los desastres escolares de críos
prepúberes; los temores a futuras drogadicciones de adolescentes cada día más
taciturnos e irascibles y con más piercings que una cortina de baño; o las
toxicomanías declaradas de hijos veinteañeros que no ganaban para pagarse las dosis
y llevaban cuatro o más estancias de desintoxicación infructuosa. O el trabajo y las
voraces malas leches de jefas y jefes en almacenes y oficinas, que a cualquiera le
hacían pasar el día en vilo y no ir al médico más que cuando la fiebre o el dolor
llegaban a cotas tan altas que ya daba igual que los superiores pensasen en una
simulación absentista.
Cada día le llovían encima chaparrones de información aparentemente innecesaria
para su trabajo. Información que largaba la gente entre auscultación y palpación,
enlazando con la respuesta a una pregunta de la anamnesis, o aprovechando el
momento de escritura de la misma en la historia clínica, o ante cualquier hueco de
silencio que se les presentara. Sabía, por formación y experiencia, que los momentos
de contar dolores físicos traían el relato de otros sufrimientos, morales, económicos,
laborales..., y que a los pacientes les venía bien ese ratito de desahogo.
Hacía lo que podía: empatizar con cada uno de ellos todo lo posible, convencido de
que eso ayudaría a mejorar los males físicos de los que su saber se ocupaba. De todos
modos, unas más y otras menos, esas angustias ajenas le abrumaban. Si sólo tuviera
que escuchar los síntomas, explorar al paciente, pedir e interpretar los exámenes
complementarios,y decidir el tratamiento adecuado, acabaría su jornada laboral en
plena forma. El ideal de una cierta concepción informática de la medicina, convertirse
en una máquina que no sufra de escucha.
Su fatiga, pensaba a veces, se debía a los efectos secundarios del contacto humano.
Efectos de los que intentaba desembarazarse más o menos infructuosamente en el
camino a casa y que, al llegar allí, se desvanecían como por encantamiento al vérselas
con los malabarismos que ensayaba el pequeño con el tenedor en la mesa, y con la
dispersión de alimentos que la mayor realizaba en plato, mantel, suelo y propia ropa.
Sus comidas caseras devenían fácilmente en un circo de dos pistas donde los
funambulistas del estrés familiar pugnaban por atraer la atención - aunque fuera
recriminadora, amenazante o punitiva - del público asistente. Pero tenían la virtud de
sacarle como un rayo de sus sinsabores profesionales, y los efectos colaterales de la
práctica de la medicina en un centro de salud desaparecían de repente ante el Vietnam
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doméstico. Virtud que derivaba con frecuencia en acabar echando de menos la
barahúnda laboral.
Aún quedaban unos días para que los nanos dejaran de ir al colegio por las tardes, de
manera que se reconfortó con la perspectiva de una siesta corta, y de un par de horas
de estudio para hacer su parte de la comunicación que llevaría con dos colegas a un
próximo congreso. Luego, leería por encima las publicaciones que le habían dado los
representantes por la mañana, y dejaría para el final el último número de una de las
revistas médicas a las que estaba suscrito.
Unos días más tarde vio de nuevo a Elisa en el pasillo a la espera de consulta. Le
inquietó. Cuando llegó su turno y la recibió, constató que el cuadro de ansiedad
respondía mejor a un diagnóstico de depresión. Con cierto remordimiento por no
haber valorado correctamente la situación a la primera, la dejó hablar más rato,
aunque ya tenía claro qué antidepresivo iba a prescribirle, las dosis y las
recomendaciones que debería hacerle. Por lo que escuchaba, nada parecía justificar
un estado de inhibición, tristeza, indecisión, culpa, ansiedad, y falta de placer por las
cosas. Conocía los síntomas, aunque no se veía capaz de referirse al DSM-IV (siglas
en inglés del Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales, cuarta
edición) ni recordaba bien su clasificación, pero sí recordaba otra más sencilla de la
Facultad: depresiones exógenas causadas por algún acontecimiento real, y
depresiones endógenas causadas sin motivo externo y probablemente debidas a una
disfunción cerebral. Para el caso, daba igual, porque el tratamiento a su alcance era el
mismo.Y lo principal era que, para él, Elisa no se merecía estar así, de manera que le
iba a prescribir un antidepresivo y la iba a poner como una rosa.
Para eso había fármacos mucho más eficaces de lo que los analgésicos son para el
dolor. Bueno, al menos eso decían por todos lados los estudios que los laboratorios
realizaban y que él había leído; aunque en su experiencia casi todas las mejorías
duraban hasta que los pacientes dejaban el tratamiento y no era raro que necesitaran
de nuevo tomar medicación en algún otro momento de su vida.
No era la primera vez que recetaba antidepresivos, ni mucho menos. Quizás recetaba
más que algunos psiquiatras. Éstos se habían esforzado en explicar a los médicos de
cabecera cómo tratar depresiones que no requerían la intervención de un especialista,
para evitar el colapso en sus centros ya desbordados con tanta esquizofrenia,
paranoia, y psicosis variadas. Sólo debían derivar lo que fuera grave.Y grave era un
concepto movedizo que acababa decidiéndose por la ineficacia del antidepresivo
administrado o por la angustia que le producía el aspecto de la depresión de cada
paciente. Y como lo de Elisa era reciente, y no hablaba de suicidio, ni de la muerte,
salvo que recordaba más a su madre muerta - cuando uno está triste, sabía él por
experiencia, le vienen recuerdos tristes-, lo cual no era como para asustarse, no era un
caso para derivar a los especialistas.
Durante su charla, ella le dijo algo que le chocó. Con la prudencia de quien no conoce
la especialidad del otro, Elisa le contó, casi como si aventurase con sus palabras una
29
hipótesis, que el alivio del dolor había coincidido con aquel momento de despertar
llorando. Oír eso le produjo al médico una pequeña sacudida de angustia, de la que no
fue apenas consciente. Ni siquiera recordó que él mismo se había sorprendido de que
Elisa no le hablara de sus dolores en la visita anterior. Tampoco estableció ninguna
relación entre esa sorpresa y el enterarse de que habían desaparecido. Había olvidado
todo aquello bajo la satisfacción que le produjo saberlos desaparecidos. La pequeña
ansiedad que le causó escuchar a Elisa hablando de la coincidencia entre la tristeza y
el alivio del dolor, no le permitió reconocer que él había enfrentado ya esa paradoja
en la consulta anterior, y que había pasado por la misma sorpresa que ahora Elisa le
relataba. Pero sólo vio en ese comentario el momento llegado de ilustrar a la paciente,
y se lanzó casi enojado a argumentar contra la paradoja. Aunque le sorprendió un
poco su propia brusquedad, no se preguntó por qué le había despertado tal
vehemencia escuchar aquella relación.
Si lo hubiera hecho, podría haber visto que la ecuación que tal par de hechos
planteaba era la siguiente: dolor por tristeza, ergo si hay dolor no hay tristeza. Puede
que hubiera de qué angustiarse al oír a aquella mujer proponer ese inicio de
explicación tan sustancialmente perversa. Pero también podría haber pensado que la
única perversidad de esa relación estaría en proponerla como solución, no en decirla.
Si no hubiera estado tan deseoso de mejorar el estado de Elisa, tan embargado por esa
mezcla de querer que dejara de sufrir y de querer dejar de verla sufrir, quizás la
hubiera dejado, si no explicárselo, sí al menos explicarle su perplejidad.
Pero ocurre con gran frecuencia que en una consulta médica, una vez alcanzado el
diagnóstico, todo lo que se diga y todo lo que se piense - lo diga quien lo diga y lo
piense quien lo piense - está marcado por el momento de la administración de
soluciones, por lo que será valorado como discusión terapéutica, y no diagnóstica. Es
decir, que lo que se diga se tendrá más en cuenta para proponer soluciones que para
discernir cuál es el problema.
Esta inversión de los tiempos elementales que podríamos resumir en mirar,
comprender y decidir, trastocados en mirar, decidir y posponer la comprensión,
determina una querencia generalizada a tratar los síntomas y no las causas. De hecho,
resulta muy difícil volver atrás en un diagnóstico precipitado aunque se descubran
nuevos datos que lo cuestionen. Es algo que requiere un esfuerzo anímico y mental
importante por parte de quien ha de rectificar. Cuando una propuesta de solución está
en marcha, hay que vencer grandes dificultades para reconsiderar las cosas. ¿Cómo
va a estar la solución en marcha si el diagnóstico es errado? Porque se pueden tratar
los síntomas y descuidar las causas.
Se lanzó pues a explicarle a Elisa lo que era una depresión endógena, algo debido a
una disfunción cerebral, liberándola de toda responsabilidad o culpa sobre su estado:
era cosa de las neuronas. Y se sintió satisfecho de poder devolverle la redención que
ella le había proporcionado durante aquellas semanas de dolores cuando con nada
acertaba a quitárselos. Quid pro quo.
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Durante un tiempo, le volvió con frecuencia un malestar, algo como una vaga mala
conciencia vinculada al recuerdo de la escena en que fue algo brusco con Elisa. Sin
duda, sobró aquella exagerada reacción. Pero, bueno, eso no había interferido a la
hora de aplicar correctamente el tratamiento al uso. De manera que cada vez
rechazaba esa ligera culpabilidad, como rechazaba los leves remordimientos por la
aceptación de regalos, y como rechazaba el culposo alivio que sentía al no padecer las
desgracias que escuchaba diariamente de bocas ajenas.
Extrañoy negado alivio que cualquier ser humano experimenta al saber de la
desgracia ajena, y que la más mínima urbanidad aconseja callar aun cuando los
índices de audiencia televisiva y de venta de diarios lo pongan de manifiesto
incesantemente. Podemos comprender que haya un cierto alivio en el hecho de saber
que no somos los únicos que padecemos una desgracia y en tomar conciencia de que
la compartimos con alguien. Podemos comprender también que, cuando padecemos
por algo, el hecho de ser comprendidos aun por quien no lo padece suponga un alivio
de nuestra carga. ¿Por qué no podemos reconocer que el alivio ha de ser mayor
cuando no compartimos la desgracia y estamos del lado de quien no la padece?, ¿y a
partir de qué falsa moral deberíamos descuidar este aspecto, digamos sádico, en el
médico?
Resulta, sin duda, un exabrupto hablar de sadismo en el médico. Pero eso no cambia
las cosas. ¿Cómo explicar la brutalidad ancestral de muchos tratamientos? ¿Qué otro
nombre dar a ese sentimiento de alivio que el ser humano experimenta cuando al otro
le va mal? A pesar de su ocultación y de su denegación pública (el médico ama al ser
humano, quiere su bien, y ama la salud), no podemos dejar de ver sus efectos.
Llamémosle sadismo para resaltarlo bien durante un rato. Y digamos que ese sadismo
- castigado cuando pasa a realizarse en los actos - ha acompañado de un modo u otro
a todos los seres humanos y, cómo no, muy especialmente a los interesados por
conocer las enfermedades de sus semejantes y por curarlas.
De algún modo hay que llamar a esa fascinación por conocer el mal aunque sea para
reducirlo.Y de algún modo hay que llamar a los tratamientos que dañan el cuerpo sin
más argumento que una intuición. El casco de plomo, las hierbas eméticas y las
laxantes, las sangrías y las duchas frías, las cadenas, la pira purificadora, los cilicios y
los azotes, el shock eléctrico, el coma insulínico, la lobotomía, o la medicación
empleada como coerción. No debería extrañarnos tanto de que a Elisa la protegiera de
su tristeza el intenso dolor que la ¡levó a operarse y que la acompañó en el
postoperatorio.
No es infrecuente que una depresión desaparezca tras un accidente, como tampoco lo
es que los hospitales psiquiátri cos se vacíen en tiempo de guerra. Los traumatismos
físicos y los síntomas sociales toman el relevo de los padecimientos psíquicos
individuales.
La cualidad de la relación que mantiene un sujeto con el objeto de sus estudios y de
31
su trabajo no es ninguna banalidad. Hay que conocer el fuego si se quiere ser
bombero, y conocerlo bien en sus diferentes ocurrencias, y conocer aquello que le va
bien y lo aviva, y aquello que le va mal y lo apaga. Pero además hay que poder
enfrentársele, y para eso hay que tener con él una relación bien particular. Como
particular es la relación que el médico tiene con el sufrimiento de sus congéneres.
No basta con conocer los sufrimientos como el bombero conoce los fuegos, también
hay que enfrentarlos como éste lo hace. Tendrá que acercarse y observar, oler, tocar -
en otros tiempos hasta degustar (la dulce orina del diabético, por ejemplo)-, y
escuchar. Deberá estar presente en presencia del sufrimiento, y presente como no
suele estar ningún otro humano en esas circunstancias: atento a ello y, por lo demás,
tranquilo. Debe encontrarse, diariamente, en una situación repetida tantas veces como
pacientes reciba: uno sufre y él no. Situación que no encuentra parangón salvo en un
escenario sádico.
Esta distancia afectiva exigible al médico se obtiene echando mano del gusto que va a
obtener cuando gracias a ella pueda manejar lúcidamente sus conocimientos para
reducir el padecimiento ajeno. Hay un gusto, una pasión, por conocer la enfermedad
en sus ocurrencias, y por modificarlas hasta hacer desaparecer el sufrimiento. Hay,
pues, en el encuentro del médico y el enfermo, uno que sufre y otro que no sólo no
sufre sino que disfruta.Y de esa paradójica coincidencia de dolor y goce ha de resultar
el alivio del primero. En su pasión por curar, el médico enfrenta la frustración y la
impotencia, y puede llegar a ir más allá de la aplicación de métodos razonables. Pero
no va solo en ese viaje, la demanda del enfermo le empuja y le acompaña.
 
32
abía una vez un mono, que creció dentro del mismo grupo de monos en el
que nació. Era un grupo numeroso, organizado jerárquicamente, y dominado por el
primate más fuerte del momento, seguido del resto de monos menos fuertes que aquél
y más fuertes que otros, hasta llegar al último mono. Sus relaciones familiares
incluían las conocidas por los humanos con la peculiaridad de que cualquier mono
podía ser sobrino o hermanastro de su padre y, a partir de cierta edad, padre de sus
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sobrinos o hermanastro de sus hijos. Peculiaridad y relaciones que, para este mono y
para el resto de sus congéneres, eran desconocidas e indiferentes. Su vida estaba
determinada por el tamaño y la fuerza de los miembros del grupo, y por la posibilidad
de copular, o de echar el diente el primero a la comida, o de dormir en los mejores
lechos. Pequeños enfrentamientos con otros monos decidían temporalmente quién
mandaba sobre quién. Había pues una jerarquía determinada por esos parámetros
violentos combinados con la edad y con el sexo.
Nuestro mono llevaba una existencia sin riesgos, su vida no corría peligro, estaba
bien alimentado y tenía a su alcance cuevas donde resguardarse del frío y de la lluvia.
Desde una perspectiva general - considerada la especie en su totalidad-, todas estas
comodidades se pagaban al precio de tener que limitar sus trayectos a un espacio
amurallado y soportar las miradas de unos primos vestidos que les observaban
durante un rato y luego se largaban. Pero desde la perspectiva del mono nacido allí,
esas consideraciones eran banales, porque ni conocía otros espacios ni apreciaba la
suerte que representaba la ausencia de depredadores absolutamente desconocidos para
él. Los únicos peligros conocidos no iban más allá de algunos mamporros y
accidentes leves, y de un pinchazo que recibía cada cierto tiempo, tras ser obligado a
entrar en una jaula y sujetado por los primos vestidos.
Fue creciendo y haciéndose más fuerte. No tanto como para retar al mono dominante,
pero lo suficiente para ponerse por encima de muchos otros primates más canijos.
Cada vez que una ligera escaramuza le permitía subir un peldaño en la escala
jerárquica del grupo y cada vez que este ascenso se consolidaba, llegaba un pinchazo.
No sabía cómo tomarse a los primos vestidos, que le trataban con muy buen rollo y
algo tenían que ver con su alimentación pero que, de vez en cuando, le inmovilizaban
y le pinchaban en la espalda. No es que fuera doloroso. De hecho, con el tiempo dejó
de preocuparle y comprendió que era mejor dejarse hacer sin más protestas.
Un día, como tantos, le hicieron salir del recinto y pasar a la jaula del pinchazo, pero
esta vez ya no volvió inmediatamente al lugar de origen, ni a ver a su grupo tal y
como lo había dejado. Desde ese día vivió en un lugar más pequeño, con cuerdas y
anillas, pero sin árboles ni otros monos. Los pinchazos siguieron, y con mayor
frecuencia. En su soledad, comenzó a experimentar la necesidad de moverse sin parar
y saltaba de la anilla a la cuerda, de la cuerda al barrote y, de allí, otra vez a la anilla,
en un circuito interminable que no finalizaba hasta llegar a la extenuación.
Experimentó también la postración más absoluta, pasando largos ratos con la mirada
perdida en el recinto, tirado junto a la paja y sus excrementos, sin moverse apenas.
Sus hasta entonces ágiles movimientos perdieron rapidez y preci Sión, y caía con
frecuencia mientras ejecutaba su frenético circuito, se golpeaba también contra los
barrotes y se mostraba agresivo con los primos vestidos.
Al cabo de un tiempo, empezó a notar un sabor diferente en la comida. No lo
suficientemente desagradable como para no comerla, pero que la acompañó desde
entonces. Empezó a dormir más y a saltar menos. Como consecuencia, dejó de caerse
34
tanto y dehacerse tanto daño. Y se redujeron sus accesos de cólera que le llevaban a
golpearse contra el suelo o los barrotes. También dejó de rascarse con la furia que lo
hacía, y sus heridas fueron cicatrizando. Se mostraba menos irritable ante la presencia
humana, aunque continuaran los pinchazos. Hasta que un día, todo eso acabó, y sin
saber cómo, apareció de nuevo en el lugar donde nació.
El grupo había cambiado, y él no era el que fue. Estaba lento de reflejos, en muy baja
forma, y sus canijos subordinados de antaño habían crecido lo suficiente como para ni
plantearse disputarles sus privilegios sociales. Incluso aquellos que seguían siendo
menos fuertes se atrevían a encararse con él, crecidos ante su presencia debilitada y
convaleciente. Otras versiones más cruentas hacen que ésta no sea la historia de un
mono, sino de decenas de ellos, muchos de los cuales no volvieron a su parcela natal,
pues fueron sacrificados primero y sus encéfalos estudiados con detalle después.
¿Qué utilidad tuvieron las peripecias de nuestro hipotético mono para los primos
vestidos? La peripecia era un estudio. Algunos estudios realizados sobre los vaivenes
de la serotonina en los monos muestran que, en uno criado en un grupo estructurado
jerárquicamente, las tasas de este neurotransmisor ascienden a medida que ocupa un
lugar más alto en la escala jerárquica. Esto se comprueba cuantificando los
metabolitos de dicho neurotransmisor en el líquido cefalorraquídeo.
Si al mono se le provoca un traumatismo psíquico apartándolo del grupo y
manteniéndolo aislado, los niveles de serotonina descienden hasta un 50 por 100, y
desarrolla entonces conductas agresivas, tanto hetero como autodestructivas. Otros
estudios demuestran que esas conductas se ven suavizadas si al mono se le
administran antidepresivos.
Las peripecias del simio sirven para demostrar que, como ya se sabía para los
humanos, la cantidad de serotonina aumenta y disminuye según la cualidad y la
frecuencia de la relación social, por primitiva que esa relación sea. Sirven también
para confirmar, como ya se sabía para los humanos, que los antidepresivos son
eficaces para modificar los síntomas depresivos.
Cualquiera puede deducir que un ser humano sufriría semejantes modificaciones ante
una situación similar, y efectivamente es algo que sucede con frecuencia. Hemos de
pensar que la pena de encarcelamiento tiene como finalidad no sólo apartar a los
delincuentes de la sociedad y reinsertarlos después, sino que aspira también a tener
una función disuasoria, produciendo en ellos un estado depresivo a fin de que no les
vuelva a apetecer repetirlo. A mayor gravedad delictiva, mayor duración de la
depresión artificial. Dicho en términos neurojurídicos: la pena de cárcel pretendería la
reducción de los niveles intracerebrales de serotonina (lo que convertiría en una
contradicción administrar antidepresivos a los presos).
Pero la perversión del pensamiento está en que, tras tamaña demostración de que los
niveles de serotonina cambian cuando hay modificaciones en la vida de relación, se
haga caso omiso de ello y se siga extendiendo el rumor de que es la vida de relación
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la que cambia cuando cambian los niveles de neurotransmisor.
¿Quién subvenciona este tipo de estudios? O el Estado o las compañías
farmacéuticas. Si el patrocinio viene de los laboratorios farmacéuticos, la cosa se
podría comprender con las miras puestas en una ampliación de mercado que abarque
los zoológicos. Cuando haya que cambiar de domicilio a algún mono, le ayudaremos
a mejorar su calidad de vida con antidepresivos. Si el estudio lo paga el Estado, sólo
cabe pensar que el departamento responsable lo hace para agotar sus presupuestos y
justificar de nuevo su recepción en el ejercicio siguiente.
Pero éstas no son las investigaciones más caras e inútiles. La misma ficción colectiva
que favorece un despilfarro como el de la experimentación con el mono es la que
permite otros estudios más peregrinos. Como el de John Crabbe, un gene tista del
comportamiento, alguien cuya formación académica ha llevado años y ha costado
montones de dinero a sus padres y al Estado. Dinero que ha servido para que pudiera
gastar más en hacer unos estudios que le permiten afirmar que ha encontrado el
marcador genético del alcoholismo en los ratones. La cosa es tremenda.
El sentido común se ve violentado de tamaña manera -y es empujado al vacío con tal
fuerza - que el pensamiento se agarra a un clavo ardiendo. Si el tipo en cuestión no ha
perdido ya su trabajo y no ha recibido asistencia psicológica, cabe pensar que lo que
dijo no sólo debía ser cierto, sino además útil. Tanto él como su patrocinador y los
consumidores de sus descubrimientos (otros genetistas, médicos, psiquiatras,
periodistas, etc.) forman así, entre el entusiasmo de estar en el camino de la verdad -y
quizá el miedo de estar delirando en coral-, una especie de grupo integrista radical
que se desconoce a sí mismo y que va avanzando en su delirio.
Ignorantes de lo que dicen, medio asustados por su falta de raciocinio y medio
entusiasmados por la ausencia de burla hacia sus ideas, marchan tras el genetista
cantando alabanzas a su nuevo descubrimiento. ¿Ninguno se ha dado cuenta de ello o
es que nadie se atreve a decir que el rey está desnudo, que los ratones no eran
alcohólicos hasta que él les empezó a invitar a copas?
Pero dejemos a los investigadores el beneficio de la duda y pensemos que son los
media los responsables de esta vulgarización tergiversada de sus descubrimientos.
Centrémonos en el ámbito médico para valorar, allí donde importa, cuál es la
repercusión que las investigaciones biológicas y genéticas sobre la depresión tienen
en la práctica psiquiátrica.Y, en ese terreno, comprobaremos que ningún psiquiatra
emplea prueba biológica alguna para hacer un diagnóstico de depresión. Con esto
basta para constatar en qué punto están las investigaciones en cuanto a su rentabilidad
clínica. Se destinan millones de euros a investigaciones que demuestren un origen
biológico de la depresión, y no hay un solo test biológico eficaz que haya resultado de
esos estudios desde que empezaron. Quizá sea el momento de replantearse ese uso de
recursos.
Consolémonos en la certeza de que no se gasta tanto dinero en eso. Para la depresión,
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la fe en la genética no necesita pruebas. Ya se descubrirá. En lo que se invierte dinero
de verdad es en el diseño y la promoción de nuevos antidepresivos tolerados para
todos los públicos, y en ese ámbito podemos estar seguros de que las inversiones se
recuperan con creces.
No hay balances más envidiables, dentro de la legalidad vigente, que los de los
laboratorios farmacéuticos. El resultado es que la mayor parte de la población de los
países civilizados ha tenido ocasión de catar algún psicofármaco legal, y que una
buena parte está destinada a tomarlos de por vida.
Eso no sería una inmoralidad si se tratase de un tratamiento correcto y garante de una
buena salud. Pero no lo es. No sólo es que existen otros métodos tan eficaces o más
que los farmacológicos, sino que un gran número de las situaciones clínicas tratadas
con antidepresivos no requieren tal medida que, por lo demás, eterniza el problema
que supuestamente trata.
Pero la perplejidad que causan estos estudios supuestamente científicos pasa, por lo
general, desapercibida. López Piñero, en sus clases de Historia de la Medicina, hacía
una llamada a la sensatez mediante un ejemplo que nos hacía sonreír. Parodiando el
cientificismo planteaba un hipotético estudio: rodeados de los aparatos más caros,
complicados y sofisticados de los que proveen la tecnología y el mercado,
observamos el comportamiento de una mosca a la que le ordenamos: «mosca, no
vueles», constatando que la mosca objeto de nuestro estudio sigue volando; a
continuación, la atrapamos y procedemos a extirparle mediante microcirugía las alas,
tras lo cual volvemos a ordenarle: «mosca, no vueles», y la mosca, esta vez, no vuela;
concluimos nuestro estudio con el dato de que las moscas, cuando se les arrancanlas
alas, obedecen. ¡Qué tontería!, pensábamos. Esas cosas no pasan.
 
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ingún psiquiatra cabal y actualizado dirá que existen pruebas que demuestren
con certeza una causa biológica de la depresión, ni afirmará que la genética pueda,
hoy por hoy (ni mañana ni pasado), dar razón de ella. Sin embargo, en su práctica
clínica, cuando cree que ha de explicar a sus pacientes qué les pasa, o cuando aparece
en algún medio de comunicación y debe contestar las preguntas que se le plantean, lo
más probable es que actúe como si tales pruebas existieran. Hay hipótesis de todo
tipo y, en caso de necesidad, recurrirá a ellas. Pero en realidad sólo se trata de
sospechas y, aunque las aporte calificándolas como tales, éstas se propagarán como
suelen propagarse las sospechas: como verdades.Y lo harán de una manera imparable.
Ésa es una característica propia de las noticias vagas y poco confirmadas cuando se
transmiten en público; es lo propio del rumor. El rumor es una forma de noticia con
gran capacidad de propagación. Vivimos en un mundo que cultiva masivamente el
rumor, el ámbito público está plagado de personajes que viven de él (famosos,
periodistas, abogados, empresas, políticos, brokers, publicistas, médicos, etc.), pero
no es un producto de nuestros tiempos. En cualquier grupo humano, rural o urbano,
presente o pasado, el rumor forma parte importante de lo cotidiano. Lo nuevo de
nuestros tiempos es quizá su industrialización, pero en esencia, su potencia de
propagación ha sido desde siempre eficaz. El rumor es imparable, y cualquier intento
de contradecirlo viene a darle más fuerza y a confirmarlo. Por lo demás, el afectado
por el rumor se encuentra sin defensas ante él. Puede venirle bien o mal, según
contenidos, pero no podrá frenarlo.
En toda palabra pronunciada ante otro hay una exigencia de veracidad que hace que
quien propaga un rumor tienda progresivamente a afirmarlo con más seguridad. Esa
apariencia de veracidad va creciendo en un mismo locutor cada vez que lo repite, y va
creciendo también con cada nuevo locutor. Es decir, que aquello que le confié a
alguien como una suposición lo contaré a mi próximo confidente con más
consistencia; y quienes me lo oyeron decir se lo contarán a otros como un hecho casi
confirmado, y éstos lo transmitirán al siguiente que lo escuche como una verdad
incuestionable.
En el recorrido del rumor, el contenido de éste puede verse desmentido, cuestionado,
o contradicho, pero cualquiera de estas eventualidades viene a darle más fuerza. Basta
que alguien se defienda de un rumor para que se sospeche que miente y genere así
una confirmación del mismo.
Recordemos, por ejemplo, el acontecimiento que tuvo lugar hace pocos años en
relación con un programa de televisión en el cual se deparaban sorpresas a algunos
indefensos ciudadanos a petición de alguno de sus allegados. Una noche, tras la
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emisión del programa, un bromista envió unos faxes a las redacciones de algunos
periódicos de tirada nacional propalando una falsa noticia: el citado programa había
preparado una sorpresa a una adolescente en su propia casa con la connivencia de sus
padres; la ilusión de la joven, conocer a un cantante de moda, iba a cumplirse. El
equipo del programa había escondido al artista en la casa, colocando cámaras ocultas
en el lugar para filmar la sorpresa de la chica cuando el susodicho cantante saliera
cantando de su escondite.
Según el fax, la adolescente, creyéndose sola en casa, habría aprovechado el
momento para dedicarse a una práctica sexual que hacía intervenir la mermelada y el
gusto que por lamerla tenía el perrito de la casa, siendo su actividad grabada por las
cámaras y sorprendida por su ídolo musical al irrumpir éste en la habitación; la
noticia acababa afirmando que la joven, desesperada, se había suicidado poco
después de tomar conciencia del dramático descalabro público de su intimidad.
Los periódicos telefonearon a la cadena concernida y, ante el sorprendido desmentido
de los hechos, no publicaron la noticia. Ésta, sin embargo, se propagó como un virus,
y durante un par de semanas se comentó en toda España. Las negativas de la cadena
televisiva implicada sólo servían para confirmar la noticia. Lo niegan porque es una
cosa terrible.
Que el programa fuera en directo y que la cadena de TV ofreciera el vídeo del mismo
no frenaba el asunto. Hubo quien afirmó que amigos suyos habían visto el programa
en cuestión y le habían confirmado los hechos. La noticia pasó a los medios de
comunicación por ese otro camino, como un rumor de impresionante propagación.
Hasta pasadas un par de semanas, gastados ríos de tinta en prensa y horas de
comentarios en televisión y radio, la cosa no se calmó. Durante quince días nadie
creía una sola palabra que no fuera confirmadora del dramático rumor.
Lo mismo ocurre cuando, por ejemplo, se dice que alguien es homosexual, sobre todo
sin afirmarlo con seguridad, diciendo por ejemplo: «no creo que sea verdad, pero me
han dicho que...». Eso, dicho en un ámbito público (por reducido que sea), puede
bastar para que el mensaje se transmita como confirmado en la siguiente declaración.
Si el afectado no había hecho gala de su condición homosexual hasta ese momento,
qué duda cabe de que ahora lo negará, de manera que si se preocupa en decir que no,
confirmará para muchos que sí, que en efecto algo había.
Qué duda cabe de que las ideas que mejor se transmiten por medio del rumor son
aquellas cuya falsedad es indemostrable. Cualquiera podría demostrar de sí mismo
que es homosexual, pero nadie podría demostrar que no lo es. De igual manera,
hubiera sido posible demostrar que la noticia de la sorprendida adolescente era cierta
(si se hubiera dado el caso), pero era imposible aportar pruebas positivas de su
falsedad.
No está fuera de esos parámetros la propagación de la creencia en un origen genético
de nuestros trastornos mentales. Es indemostrable, pero también lo es lo contrario, y
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eso le da fuerza a la idea, que avanza como un rumor, imparable.
Esa idea de una causa orgánica o genética de la depresión, que surge en las consultas
como explicación dada para salvar la situación de no saber, y que aparece refrendada
mil veces en los medios de comunicación, se propaga como un rumor. Es una ficción
colectiva que se apoya, como todas las ficciones, en algunos hechos constatables.
En efecto, podemos medir las cantidades de neurotransmisores presentes en el
cerebro, podemos ver imágenes en colores que traducen el riego sanguíneo encefálico
y la actividad metabólica que en él se da. Los desarrollos técnicos de los
descubrimientos científicos nos permiten acceder a esos datos constatables. Pero
todos estos hechos que la ciencia y la técnica derivada nos permiten observar no
indican necesariamente un origen de nada, sólo constatan los efectos que nuestro
estado mental tiene sobre sus soportes. Nos fracturamos un hueso porque lo tenemos,
pero el hueso no es la causa de la fractura, sino el lugar en que se da.
De esta ficción cientificista colectiva surge la generalizada especie de que habría uno
o más genes implicados en la aparición de una o más depresiones a lo largo de la
existencia de un individuo.
Los antidepresivos saben lo que nosotros desconocemos
Hay un fenómeno en particular que suele dar alas a la idea de que existe una
depresión endógena. El fenómeno en cuestión es que, según algunos estudios y la
práctica clínica cotidiana de muchos psiquiatras, los antidepresivos son escasamente
eficaces cuando se administran a alguien que presenta un cuadro depresivo porque
acaba de sufrir una pérdida real.
Es decir, que la medicación antidepresiva no se mostraría eficaz cuando de lo que se
trata es de hacer un trabajo de duelo. El dato se completa con el hecho de que los
mismos fármacos antidepresivos sí serían eficaces con la misma persona cuando
padeciera un cuadro depresivo sin otro acontecimiento desgraciado cercano.
La frontera entre un duelo y una depresión es borrosa, y la psiquiatría tiende a
establecerla en una línea arbitraria

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