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von BALTHASAR, H U - Corazon del mundo - Encuentro 1999

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Corazón del mundo 
Hans Urs von Balthasar 
 
 
 
 
 
Título Original: Das Herz der Welt1945 
Ediciones Encuentro - Madrid 
Segunda Edición 1999 
 
 
EL REINO 
I 
 
¡Cárcel de finitud! También el hombre, como todo ser, ha nacido en la 
prisión; el alma, el cuerpo, el pensamiento, su vislumbre, su deseo: todo en él 
tiene sus límites, él mismo es limitación palpable, todo es esto, no aquello, distinto, 
separado de lo demás. Todos miran hacia lo que es extraño desde las enrejadas 
ventanas de los sentidos; y aun cuando su espíritu vuele a través de los espacios 
como un pájaro: él nunca será este espacio, y el surco que deja al pasar se 
disuelve una vez más y no deja rastro alguno permanente. ¡Qué distancia tan 
grande de una cosa a la que le está próxima! Y si llegan a amarse y se hacen 
caso de una isla a la otra, si tratan de intercambiar su soledad y engañarse 
mutuamente interpretándola como unidad: con cuánto más dolor les sorprende la 
desilusión, pues palpan las barreras invisibles, las frías paredes de cristal contra 
las que se arrojan como pájaros enjaulados. Nadie puede romper su abandono, 
nadie sabe quién es el otro. El hombre se limita a presentir a la mujer, el niño al 
hombre, quizá con menos seguridad que el hombre presiente al animal. Las cosas 
son extrañas entre sí, y aun cuando se encuentren bastante cerca y se 
complementen como los colores, como el agua y la roca, como el sol y la nube, 
aun cuando juntamente realicen la armonía tonal del universo: lo polícromo paga 
el precio de la más amarga separación. El mero hecho de existir un individuo es ya 
renuncia. Roto el límpido espejo, la imagen infinita se esparce por todo el mundo, 
el mundo queda convertido en un montón de residuos. Pero de todos modos cada 
una de las ruinas es todavía algo precioso; de cada uno de los fragmentos parte 
un rayo del misterio original; en cada uno de los bienes creados se percibe un bien 
infinito, una promesa de más, el quizá de un riesgo, un halago, tan dulce, que ante 
ese violento placer se nos detienen los pulsos al situarse desnuda y desvestida del 
envoltorio de ceniza que es la costumbre y dejarse ver de este modo ante nuestra 
mirada por un momento: llenándonos de una felicidad maravillosa, sin límites. El 
sello del origen, el beso de lo original, la garantía de la unidad perdida. El meollo 
de la felicidad es siempre impalpable pero sigue siendo constantemente 
misterioso; si corremos tras ella, no la podemos alcanzar; ella mantiene en la 
mano la manzana de Adán, no el fruto infinito del árbol de la vida. La imagen 
celestial se desliza sonriendo tristemente, se apaga, se disuelve en el aire. Lo que 
se apareció como sin límites vuelve ahora a mostrar sus barreras concretas, y 
tanto el buscador como lo buscado, se deslizan ambos hacia una estrecha prisión. 
Y nuevamente nos encontramos frente a todo, siendo parte de una parte, y lo que 
tenemos es algo que compartimos con todo lo demás, ni las sacudidas ni las 
lágrimas rompen los muros de la cárcel. 
Pero mira: existe esa realidad fluctuante, que se desliza 
incomprensiblemente, el tiempo. Es la barca invisible que va de orilla a orilla. Un 
vuelo de una cosa a la otra. Monta sobre el tiempo, éste empieza a correr, te lleva, 
no sabes cómo, no sabes a dónde, el suelo firme que hay bajo tus pies se mueve 
y vacila, el camino firme se convierte en deslizante y vivo, comienza a fluir como el 
maravilloso curso de un río, las orillas se transforman y cambian - ahora son 
bosques, más tarde se trata de amplios campos, de ciudades de hombres -, la 
corriente misma cambia de forma y se transforma a cada momento; de pronto se 
desliza como un suave susurro, de repente se eriza formando grandes cataratas, y 
termina por amansarse y convertirse en un lago tranquilo: ahora el movimiento se 
ha hecho imperceptible, y a lo largo de la orilla el agua vuelve a encresparse 
formando olas hasta que una vez más el ímpetu del centro de las aguas llega 
hasta las orillas. 
El espacio es frío y rígido, pero el tiempo es vivo; el espacio separa, pero el 
tiempo lleva todo hasta todo. El tiempo no corre fuera de ti, tú no nadas como un 
tronco que se desliza sobre el agua, el tiempo fluye a través de ti, tú mismo fluyes. 
Tú eres el río. ¿Te sientes triste? Confía en el tiempo: pronto reirás. ¿Ríes? No 
mantendrás por siempre tu risa: pronto llorarás. El tiempo te lleva de sentimiento 
en sentimiento, de este estado a otro estado, de la vigilia al sueño y del sueño una 
vez más a la vigilia. No puedes caminar largo tiempo, nuevamente te pones a 
descansar, te cansas, sientes hambre, tienes que sentarte, comes, te levantas 
nuevamente, y comienzas una vez más a caminar. Sufres: desde lejos, como algo 
inalcanzable contemplas la acción que quieres emprender; pero siempre te 
arrastra la corriente y una mañana llega por fin la hora de la acción. Tú eres un 
niño, y nunca, piensas, te sustraerás a la debilidad de la infancia, que te encierra 
entre cuatro muros sin ventanas. Pero mira, tus muros mismos son movedizos y 
cuarteables y todo tu ser se transforma modelándose en un joven. De tu mismo 
seno surgen manantiales ocultos en ti, y un día el mundo brotará en torno a ti. 
Poco a poco el tiempo te lleva de curva en curva, perspectivas, horizontes pasan 
de largo ante tu mirada: empiezas a vivir la transformación, empiezas a descifrar 
una aventura desmesurada. Experimentas una dirección, sientes una partida, 
olfateas el mar. Y ves que lo que cambia en ti es lo mismo que cambia en todo lo 
que hay en torno a ti: todo punto, por el que tú pasas rozando, está asimismo en 
movimiento. Un torbellino se debate sobre él desde todas partes, toda su larga 
historia se desata sobre él, pero al igual que tú, tampoco él sabe donde termina 
esa historia. Miras al cielo: los soles giran altos, pero en conexión con sus 
sistemas de planetas, como racimos de uvas, ruedan deslizándose hacia las 
distancias creadas de antemano y hacia los espacios inescrutables. Tú 
desintegras los átomos: forman éstos un enjambre más confuso que un disperso 
montón de hormigas. Tú buscas un apoyo y una ley estable en el centro de 
nuestra tierra, pero también ésta es puro acontecer e historia, nadie puede 
predecirte de antemano y contar con las nubes de la próxima semana. 
Es cierto que existe una ley, pero se trata de la misteriosa ley del cambio, 
cuyo único fundamento está en aquél que cambia. No puedes llevar el río a la 
orilla seca, para capturar como un pez la ley de su fluir. Y sólo en el agua puedes 
aprender a nadar. Los sabios que existen entre los hombres tratan de buscar el 
fundamento de la existencia, pero no pueden hacer otra cosa que descubrir una 
ola de esa corriente; en su pintura el fluir se ha hecho rígido, y sólo resulta 
verdadera si nuevamente abandonan la imagen al cambio y al movimiento. Los 
que sintieron avidez emprendieron muchas cosas, y arrojaron rocas al mar, para 
detener la corriente, con sus sistemas trataron de descubrir un islote de la 
eternidad e hincharon su corazón como globos para capturar la eternidad en una 
hora feliz. Pero ellos sólo capturaron aire y estallaron, o hechizados por una idea 
imaginaria, olvidaron vivir bien y la corriente arrastró suavemente sus cadáveres. 
No, la ley está en movimiento, y sólo corriendo puedes llegar a capturarla. La 
perfección está en la plenitud de lo que llega. Por eso nunca pienses que la has 
conseguido; olvida lo que queda tras de ti, lánzate hacia aquello que está delante 
de ti: finalmente, te convertirás en aquello que tú ansías en medio del cambio en el 
que pierdes lo ganado. 
Confía en el tiempo. El tiempo es música, y el espacio a partir del cual 
suena, es el futuro. Compás tras compás se va creando la sinfonía en una 
dimensión que se va descubriendo a sí misma, y que siempre pone a disposición 
una provisión inagotable de tiempo. Con frecuencia falta espacio: la piedra es 
exigua para la estatua, la plaza no permite ya ser ocupada por más gente. Pero 
¿cuándoha faltado tiempo? ¿Cuándo se ha salido como un nudo que es 
demasiado corto? El tiempo es tan largo como la gracia. Entrégate a la gracia del 
tiempo. No puedes interrumpir la música para atraparla y recogerla: déjala que 
fluya y vuele, de otro modo no la comprenderás. No la puedes empaquetar en un 
bello acorde y poseerla para siempre. La paciencia es la virtud primera de quien 
quiere percibir. Y la segunda, la renuncia. Pues mira: no comprendes el 
movimiento de la melodía hasta que suena su último tono. Sólo ahora, que ha 
concluido todo, captas la perspectivas de los acentos misteriosos, los arcos de la 
tensión y las curvas de lo profundo; sólo lo que perece al oído, penetra en el 
corazón. Y, sin embargo: no puedes captar en la unidad del espíritu de manera 
invisible lo que de manera perceptible no experimentas en la multiplicidad de los 
sentidos. De este modo lo eterno está por encima del tiempo y es como la 
cosecha del tiempo, y sin embargo la eternidad llega a ser y a realizarse sólo con 
el cambio del tiempo. 
¡Qué clase de seres somos! Tenemos que creer sumergidos en el paso del 
tiempo. Llegamos a la madurez, nos enriquecemos sólo mediante la renuncia a 
una hora y a la otra. Tenemos que soportar la duración. Cuando tratamos de 
detenernos lesionamos la ley de la vida de la naturaleza. Cuando perdemos la 
paciencia de la existencia temporal, caemos por eso mismo en la nada. Mientras 
caminamos nos llega el susurro de una voz en alas del viento contrario que 
cortamos; pero si nos detenemos para oírla mejor, la voz se convierte en silencio. 
El tiempo es a la vez amenaza y promesa maravillosa: avanza, nos dice, ¡de lo 
contrario no vendrás conmigo! ¡Avanza, muestra tus manos vacías, de lo contrario 
no te las podré llenar! De lo contrario pasaré de largo junto a ti con mi fresco don y 
te abandonaré a tu ya rancia bagatela. Creéme que eres más rico cuando puedes 
concluir y destruir tu felicidad y tus horas de elevación; eres más rico cuando 
puedes ser pobre, y permanecer abierto en lugar de ser un pordiosero a la puerta 
del futuro. ¡No te detengas, no te encierres, no te pegues a nada! ¡No puedes 
acaparar el tiempo, aprende de él la prodigalidad! Sé pródigo por propia voluntad y 
reparte aquello que de otro modo se te arrebatará a la fuerza. Entonces serás tú, 
que te quejas de haber sido robado, más rico que un rey. El tiempo es la escuela 
de la exaltación, la escuela de la magnanimidad. 
Es la universidad del amor. El tiempo es el suelo de nuestra existencia. El 
tiempo es existencia que fluye como una corriente; el amor es la vida que se 
convierte a sí misma en corriente. El tiempo es indefenso, es existencia 
desposeída de sí misma sin que haya sido interrogada; el amor se enajena a sí 
mismo y se deja desarmar voluntariamente. La existencia no puede manifestar el 
amor de otro modo que fluyendo - ésa es su ley y su naturaleza. Y de este modo 
puede ser libremente, por sí mismo, el amor. Tenemos que ser pacientes, aun 
cuando sintamos perecer de impaciencia, pues nadie puede aumentar un solo 
palmo de la medida de su amor a no ser que se vaya creciendo - con el tiempo. 
Tenemos que renunciar, y aunque llenos de convulsiva avaricia apretemos 
fuertemente nuestra posesión, el mortífero tiempo suelta suavemente nuestros 
dedos, para esparcir por el suelo los tesoros alcanzados. Lo que al fin el último 
momento nos obliga a realizar por la fuerza, todo momento nos aconseja 
suavemente que lo llevemos a cabo: que descubramos el misterio de la duración 
como el dulce meollo de nuestra vida: la oferta de un amor inagotable. Cosa 
extraña: podemos ser aquello que pretendemos con afán, pero en vano. En el 
existir podemos realizar lo que en el sabe y en el querer se nos escapa con dolor. 
Quisiéramos entregarnos - y estamos ya entregados. Buscamos a aquél a quien 
pudiéramos entregarnos - y ya hemos sido aceptados hace tiempo. Y cuando el 
corazón se encoge al considerar la vanidad de todo lo que se ha vivido, surge el 
temor de la esposa en la noche de bodas, cuando se le priva del último velo. 
Hemos sido proyectados como seres que pueden lograr voluntariamente lo 
que deben querer contra su voluntad. Pero ¿qué puede comunicarnos más 
felicidad, que pensamiento puede ser más embriagador que éste: ya el existir es 
una obra de amor? ¿De manera que yo lucharía en vano por no ser lo que ya soy? 
De manera que aunque grite: ¡no! con toda la fuerza de la garganta, con todas las 
venas de mi cuerpo agitadas por el temor: ¡no!, en el último rincón más profundo 
un eco traidor dice: ¡sí, sí! Cuando después de muchas muertes morimos por 
última vez, entonces en ese acto de vida suprema la existencia ha dejado de 
morir. Sólo una cosa es siempre mortal: no querer morir mientras se vive. Toda 
muerte realizada voluntariamente es origen de la vida. Así el cáliz del amor está 
mezclado de vida y de muerte. Es un milagro que no amemos: el amor es sello de 
agua en el pergamino de nuestra existencia. Nuestros miembros se mueven de 
acuerdo con su melodía. Quien ama, obedece a la tendencia de la vida temporal; 
el que se niega a amar lucha (en vano) contra la corriente. ¡Qué fácil nos resulta el 
gesto de donación cuando corre a través de nosotros constantemente, el agua del 
ser, como por la boca de un pozo! ¡Qué fácil nos resulta la enajenación, al 
bañarnos en la riqueza del futuro que corre de una manera inagotable! ¡Qué fácil 
es para nosotros la fidelidad, pues el tiempo infiel nos ha colocado en el dedo el 
anillo de la indisolubilidad! ¡Qué fácil es la muerte, pues cada hora sentimos qué 
bienaventuranza, qué ventaja supone incluso el perecer! Y hasta el envejecer, lo 
que nos infunde temor, y nos encoge nuestro ánimo, nos ofrece en compensación 
de la obscuridad exterior la interior claridad de la pobreza. Nada es trágico en 
nosotros, pues toda renuncia recibe un premio sobreabundante, y cuanto más nos 
acercamos al centro de la pobreza, tanto más íntimamente tomamos posesión de 
nosotros mismos, con tanta mayor seguridad nos pertenecen todas las cosas. 
De este modo podemos ser lo que queremos. En el agua misteriosa del 
tiempo en el que nos bañamos, lo que somos por nosotros mismos, la profunda 
resistencia llena de rencor que anida en los corazones se disuelve, queda 
superada en esta fluidez del ser. Sólo lo rígido es problemático, lo impenetrable, lo 
que se opone a todo espíritu y mirada. Pero el ojo es fluido y el espíritu 
penetrante, y de este modo resulta transparente y diluye lo que es rígido. Mientras 
en el exterior vamos colocando las cosas de modo que sus envoltorios se toquen y 
nos blindamos contra las inexorables exigencias de la vida, la fuente sigue 
manando en lo más íntimo del individuo y quebranta los muros y va minando 
nuestra más dura fortaleza. Nadie resiste hasta el final el incesante empuje de 
este oleaje: nos va reblandeciendo día tras día, va carcomiendo guijarro tras 
guijarro de la orilla ya desgastada: al final nos derrumbamos. Con el tiempo, hasta 
el más estúpido comprende el tiempo. El tiempo va cavando para sí mismo un 
lecho en él y con su redondo vientre lo va limando como el torrente que se 
precipita lamiendo el glaciar. 
Tú sientes el tiempo así, y él te introduce en su más elevado misterio. Tú 
sientes el ritmo del ímpetu y de la calma del tiempo. Como futuro se acerca a ti, te 
llena de dones sin medida, pero también te roba, lo exige todo de ti. Te quiere rico 
y pobre a la vez, cada vez más rico y más pobre. Te quiere cada vez más 
amoroso. Y si cumplieras plenamente la ley y el mandamiento de tu ser y fueras 
plenamente tú mismo, vivirías tan sólo a partir de este don, que fluye hasta ti ( 
y que eres tú mismo ) y que tú volverías a donar santamente sin haberlo 
contaminado por tu posesión. Tu vida sería un hálito, en el doble movimiento 
reposado e inconsciente de tus pulmones. Y tú mismo serías el aire inspirado y 
espirado en el movimiento cambiante de esa manera. Tú serías como la sangre en 
el puso de un corazón, quemueve tu organismo y te mantiene preso en el círculo 
y en la ruta de sus venas. 
Tú sientes el tiempo - ¿y no sentirías este corazón? Tú sientes el torrente 
de la gracia, que penetra en ti, cálido, rojo - ¿y no sentirías cómo eres amado? 
Buscas una prueba - y sin embargo, tú mismo eres la prueba. Tratas de captarlo, 
al Desconocido, en las mallas de tu conocimiento - y sin embargo eres tú el 
capturado en la red inextricable de su poder. Querrías comprender - pero eres tú 
el que eres comprendido. Querrías imponerte - y sin embargo eres dominado. Tú 
planeas buscar - y sin embargo has sido encontrado largo tiempo ya y desde el 
principio. Tú te palpas a través de mil ropajes en tu cuerpo viviente - ¿afirmas que 
no sientes la mano que, desnuda, toda tu alma desnuda? Te mueves de un lado 
para otro con el ímpetu de tu inquieto corazón y llamas a esto religión, pero en 
verdad no se trata sino de movimientos del pez que boquea en la barca. Querrías 
encontrar a Dios, aun cuando para ello sufrieras mil dolores: qué humillación que 
tu esfuerzo sea vano, ya que él desde hace tiempo te sostiene con su mano. Pon 
el dedo para percibir el pulso vivo del ser. Siente el latido de que un solo acto de la 
creación a la vez te impone una exigencia y te libera. En el tremendo fluir de la 
existencia esto determina a la vez la medida exacta del abismo: así como debes 
amarle como a aquel que es el más próximo a ti, debes hundirte ante él como ante 
el Altísimo. Al igual que él en el mismo acto te viste por amor y te desnuda por 
amor. Al igual que él pone en tu mano con la existencia de todos los tesoros y la 
alhaja más preciosa: responderle con tu amor, poder devolver su don, y sin 
embargo ( no después, en un segundo momento, en un segundo paso ) él te 
arrebata nuevamente todo lo que te dio, para que no ames el don, sino al donador 
y hasta en la donación sepas que no eres más que una ola de su corriente. En el 
mismo instante de la existencia estás cerca y lejos, en el mismo momento se te 
pone un amigo y un señor. En el mismo instante eres hijo y siervo. Siendo lo que 
fuiste, vives en la eternidad; pues aun cuando tu virtud, tu sabiduría, tu amor se 
elevaran de una manera inconmensurable y emergieras por encima de los 
hombres y de los ángeles, y subieras directamente atravesando todos los cielos: 
nunca te alejas de tu salida. Pero nada es más bienaventurado que esta realidad 
original primera; y en el más amplio arco de la evolución vuelves nuevamente a 
esta maravilla de tu origen; pues el ser del amor es incomprensiblemente 
magnífico. 
Y naturalmente la vida camina hacia adelante a partir de su origen, se 
busca a sí misma y cree hallarse allí donde está segura ante la amenaza de su 
comienzo. La semilla aparece demasiado insegura, y necesita de una corteza o 
envoltura más fuerte, y el momento de la concepción se parece demasiado a la 
nada. Pero una ley férrea hace retornar todas a las cosas al círculo más 
derechamente que una flecha. En ese arco grande y esbelto, la vida se erige hacia 
sí misma mediante el crecimiento, quiere afirmarse poderosamente a través de la 
estrecha puerta de la vida y aniquila el corazón y el cerebro del individuo 
avasallado por la obstinación y su misión, y sus manos orgullosas como si fueran 
su propia creación distribuyen y reparten lo que a ellas les llegó de otra parte, de 
la especia, desde raíces desconocidas. Pero ya se ha alcanzado la cima, y 
mientras en otras partes todavía el sol asciende, su camino empieza a declinar, en 
los frescos bosques se sumerge la tarde, y nuevamente se vuelve a oír el 
murmullo, primeramente un riachuelo, un recuerdo casi desprendido de los 
primeros tiempos le sobreviene, se añoran dulcemente los tiempos primitivos, el 
ansia nos oprime, se impone el amor, y de manera imprevista, repentinamente, 
una cascada se precipita al vacío, la noche del principio. Todo lo que el ser 
extraordinario tenía de maravilloso se deshace, como el curso de distintos ríos en 
un mar de muerte y de vida. En un mismo mar se levantan y hunden las olas, los 
cuerpos fluctúan unos junto a otros, las formas y las especies, siglo tras siglo, 
deshechos en espuma en la postración de los más increíbles homenajes en la lisa 
arena de la playa de la eternidad. 
Significado de nuestra vida: demostrar mediante el conocimiento que no 
somos Dios. Así morimos en Dios, pues Dios es vida eterna; ¿cómo llegaríamos a 
su contacto sino a través de la muerte? La muerte en nuestra vida es la garantía 
de que alcanzamos lo que está por encima de la vida. La muerte es la reverencia 
de la vida, la ceremonia de la proskynesis ante el trono del Creador. Y como lo 
más íntimo de los seres consta de alabanza, servicio y respeto que deben las 
cosas a su creador, así una gota de muerte está mezclada en todo momento del 
ser. Pero como el tiempo y el amor están tan estrechamente entrelazados, aman 
también su muerte, y su existencia no se opone al ocaso. Y si la exigua vida siente 
temor, la obscura voluntad se opone a la muerte, la existencia misma, el profundo 
curso del mar, que levante y sumerge esa existencia, conoce a su señor y se 
somete gustosamente. Pues sabe por una especie de presentimiento: el otoño 
sólo existe porque se prepara la primavera y en este mundo se agosta 
gustosamente lo que la esperanza trae para que florezca en Dios. 
De este modo la criatura muere en Dios y resucita en Dios. Revoloteamos 
atraídos por la luz y extasiados; pero el fuego, al que nadie puede acercarse, nos 
mantiene hechizados. Nos arrojamos a las llamas, nos quemamos, pero la llama 
no mata, se convierte en luz y arde en nosotros como amor. El amor, que conoce 
profundamente lo que vive en nosotros se erige en nosotros como centro, del que 
vivimos, lo que nos llena y nos nutre, nos mantiene hechizados, se viste de 
nosotros como si de un abrigo se tratara, que nuestra alma necesita como de un 
órgano; no es que nosotros seamos esto, lo es, en una proximidad máxima que 
casi no se distingue de nosotros, lo es el Señor en nosotros - y mediante el amor 
crece en nosotros el temor, que una y otra vez y con urgencia nos impulsa a 
arrodillarnos, nos empuja al polvo de la nada. Golpea con fuerza, con más 
estruendo todavía que el tiempo, el corazón del amor. Late uniendo dos seres en 
uno y separando uno en dos seres. Así vivimos partiendo de Dios: él nos atrae 
poderosamente hacia su ardiente centro, él nos arrebata con dominio todo centro 
que no es el suyo. Pero nosotros no somos Dios; y para mostrarnos con más vigor 
la fuerza de su centro, nos aparta imperiosamente - pero no nos deja solos, 
desfallecidos, sino que nos hace donación de nuestro propio centro y nos 
comunica la fuerza de su misión. Dios no exige celosamente, él nos quiere para sí 
y para su exclusiva gloria. Pero cargados con su amor, y viviendo de su gloria, nos 
devuelve al mundo. Pues no es ritmo de su creación, que el mundo salga de Dios 
en un movimiento de egresión y vuelva a él en regresión de donde procede. Más 
bien ambas cosas son una sola, no menos condicionada la salida que la entrada; 
no menos querida por Dios la misión que el anhelo. Y quizá más divina todavía 
que la vuelta a Dios, en la salida de Dios, pues lo más grande de todo no es que 
nosotros conozcamos a Dios reflejándolo como espejos relucientes, sino que lo 
demos a conocer, como antorchas encendidas dan a conocer la luz. Yo soy la luz 
del mundo, dice el Señor, y sin mí no podéis hacer nada. Y no hay luz alguna, ni 
Dios alguno fuera de mí. Pero vosotros sois la luz del mundo, luz escondida pero 
no falsa, sino ardiente de mi llama, debéis prender fuego al mundo con mi fuego. 
Salid a las tinieblas más obscuras, llevad mi amor como ovejas en medio de 
lobos, llevad mi mensaje a aquellos que caminan en la obscuridad y en la sombra 
de la muerte. Salid y aventuraros fuera del redil custodiado; una vez os recogí, 
cuando, ovejas errantes, ensangrentadas entre espinas, os conduje al hogar sobre 
los hombros del buen pastor; peroahora el redil ha quedado abierto, la puerta del 
aprisco se ha ensanchado: ¡es la hora de la misión! ¡Fuera!, sepraraos de mí, 
pues yo estoy en medio de vosotros hasta el fin del mundo. Pues yo mismo he 
salido del Padre y alejándome de él me hice obediente hasta la muerte, y 
obedeciendo me hice la imagen más perfecta de su amor hacia mí. La salida 
misma es el amor, la salida misma es ya el retorno. Así como el Padre me ha 
enviado, así os envío yo a vosotros. Saliendo de mí como sale el rayo del sol, el 
agua de la fuete, permanecéis en mí, pues yo mismo soy el rayo, que centellea de 
brillo, soy el torrente que brota del Padre. Así como yo recibo el caudal del Padre, 
así vosotros debéis recibir de mí vuestro caudal . volved hacia mí vuestro rostro 
hasta tal punto que yo pueda volverlo hacia el mundo. Debéis salir de vuestros 
propios caminos hasta tal punto que yo pueda situaros sobre el camino que soy 
yo. 
He aquí un nuevo misterio insospechable para la pequeña criatura: que 
incluso la lejanía de Dios y la frialdad del temor son una imagen y símbolo para 
Dios y para la vida divina. Lo más incomprensible es la verdadera realidad: 
precisamente en lo que tú eres no Dios, en eso te asemejas a Dios. Y 
precisamente en lo que estás fuera de Dios, en eso estás en Dios. Pues el hecho 
mismo de estar frente a Dios es algo divino. En lo incomparable de tuyo reflejas la 
unicidad de Dios. Pues incluso en la unidad de Dios hay distancia y reflejo y eterna 
misión: El Padre y el Hijo opuestos entre sí y sin embargo uno en el Espíritu y en 
la naturaleza que sella a los tres. Dios no es sólo la imagen original, es también 
semejanza y trasunto. No sólo la unidad absoluta, también es divino ser dos, si el 
tercero los une. Por eso en este segundo ha sido creado el mundo, y en este 
tercero se afinca en Dios. 
Pero el sentido de la creación permanece incomprensible mientras el velo 
cubra la imagen eterna. Si el latido del ser no resonara en la vida eterna, en la vida 
trinitaria, esta vida sería sólo fatalidad, este tiempo sería tan sólo tristeza, todo 
amor se limitaría a ser transitoriedad. Sólo ahora comienza a brotar en nosotros la 
fuente de la vida, y nos habla de la Palabra, se convierte ella misma en palabra y 
lenguaje, nos comunica, como saludo de Dios, la misión de que debemos anunciar 
al Padre en el mundo. Sólo ahora se ha disuelto la maldición de la soledad, pues 
el enfrentarse es algo divino, y todo ser, hombre y mujer, y animal y piedra ya no 
se excluyen por su peculiaridad de ser, de la vida universal, sino que más bien 
coordinados en sus formas, ya liberados de la obscura cárcel, dispuestos a 
evadirse a lo infinito partiendo del obscuro anhelo, más bien como mensajeros de 
Dios y formando un cuerpo en plenitud magnífica, un cuerpo cuya cabeza 
descansa en el seno del Padre. 
¡Sigue, pues, latiendo, corazón de la existencia, pulso del tiempo! 
¡Instrumento del amor eterno! Tú enriqueces y nos devuelves una vez más a 
nuestra pobreza; nos atraes y nos repeles nuevamente, pero nosotros, en este 
flujo y reflujo, somos tu regalo. Tú bramas sobre nosotros en majestad, tú guardas 
un silencio profundo con tus estrellas, tú nos llenas sobreabundantemente hasta el 
borde y nos vacías absolutamente hasta el fondo. Y bramando, callando, llenando, 
vaciando, tú eres el Señor y nosotros somos tus siervos. 
 
 
 
 
II 
 
El vino al mundo. Lleno de sabiduría y conocimiento del Padre, cargado de 
todos los tesoros del abismo, la expresión de lo indecible. El es en el principio la 
Palabra. Y cuando abrió la boca ante el mundo y empezó a hablar del Padre, 
empezó al mismo tiempo a expresarse a sí mismo, pues él es la palabra viva, el 
que habla y el discurso mismo. Vino al mundo para revelarse a sí mismo como la 
Revelación del Padre, y al exponer en esta noticia toda su aspiración y el sentido 
de su ser, y el no querer ser otra cosa sino espejo y ventana del Padre, 
coincidieron su voluntad y su esencia, y esta unidad fue el Espíritu Santo. Por 
consiguiente la acción fue trina y asimismo trino el contenido de la Revelación, y la 
esencia, y el núcleo de toda verdad estaba incluida en la trinidad, raíz y meta de 
todas las cosas. 
En este discurso la Palabra de Dios era el amor. Pues ama el que se 
manifiesta para comunicarse; y esto hizo Dios con su palabra. El decir mismo era 
el amor de Dios y por eso mismo también la palabra dicha. Lo cierto es que el 
decir no era otra cosa que la palabra dicha, pues la Palabra era en Dios y Dios era 
en la Palabra. Una fuente comenzó a manar, y precisamente la fuente consiste en 
que empezó a manar. Con bastante frecuencia se encontraban cisternas secas en 
el mundo, pero la novedad fue: una corriente de agua corre y mana. La 
exterioridad de Dios se manifestó de manera sobreabundante, hubiera podido 
creerse que llevado de la ira; pero cuando Dios se deshace en tormentas, 
entonces la nube de la ira descarga un diluvio de amor. 
El agua tiende a correr hacia abajo y también lo hace el amor, siendo ésta 
su fuerza de gravitación. Lo que procede de arriba, no necesita de altura, necesita 
profundidad, quiere la experiencia del abismo. Lo que procede de arriba, es ya 
puro y seguro, sólo puede manifestarse descendiendo. Lo que procede de abajo, 
tiende naturalmente hacia la altura, el instinto le empuja a la luz, el impulso tiende 
al poder, todo espíritu finito quiere afirmarse y desplegar su corona la sol de la 
existencia. Lo que es pobre, trata de ser rico: en fuerza, en calor, mediante la 
sabiduría y la simpatía. Esta es la ley del mundo. Pues todas las cosas tienden a 
partir del germen, que es vida concentrada, a desarrollarla, lo posible se lanza 
impaciente tras la forma, las tinieblas deben tender a la luz a través de las cenizas 
y la tierra. Y en ese ímpetu de las cosas chocan unas con otras y se limitan 
mutuamente, y estos límites resultan movedizos tanto en el juego como en la 
lucha por la existencia, y estas delimitaciones entre las cosas se llaman 
costumbres y convención y familia y estado. A su manera, este impulso, esta 
entelequia da testimonio en favor de la buena naturaleza del Creador - pues todo 
bien tiende a su expansión fuera de sí mismo - y da asimismo testimonio a favor 
del obscuro instinto de la criatura que tiende hacia Dios - pues este impulso es 
inquieto y lleno de hambre e insaciablemente abarca en sí al mundo, al hombre y 
a Dios -, para llenar su vacío. Por esta razón el amor de los hombres se llamó ya 
desde antiguo pobre e indigente, y necesitado de hermosura, para que ebrio y 
ciego condujera a cosas agradables. 
Pero la Palabra vino de arriba. Vino de la plenitud del Padre. En él no había 
impulso alguno, pues él mismo era la plenitud. La luz estaba en él y la vida y el 
amor sin deseo, que sentía compasión por el vacío y quiso llenarlo. Pero la 
naturaleza del vacío era asimismo tender a la plenitud, era un vacío amenazador, 
un abismo, una garganta defendida con dientes. La luz vino a las tinieblas, pero 
las tinieblas no tenían ojos con que percibir la luz, sólo tenían fauces. La luz vino a 
iluminar a aquéllos que estaban sentados en las sombras de los sepulcros, e 
iluminación habría de significar: conocer la corriente deslizante de la luz y 
transformarse a sí mismos en luz que fluye. Esta sería la muerte del impulso y su 
resurrección al amor. 
El hombre quiere subir, pero la Palabra quiere descender. De este modo 
ambos se encuentran, a medio camino, en el centro, en el lugar del mediador. 
Pero se cruzarán, como se cruzan las espadas; sus voluntades son opuestas. 
Pero Dios y el hombre se relacionan entre sí de manera muy diferente a como lo 
hace el varón y la mujer; no es que ambos se complementen. Y no se puede decir 
que Dios necesita el vacío para mostrar su plenitud, como el hombre necesita de 
la plenitud, para alimentar su vacío; o que Dios necesita descender para que el 
hombre suba. Si la mediación fuera esto, entonces el hombre habría engullido 
dentro de sí el amorde Dios, pero como alimento e incremento de su impulso 
apasionado, su voluntad de poder se hubiera apoderado finalmente de Dios, y de 
este modo la Palabra hubiera sido sofocada y las tinieblas no la hubieran 
comprendido. Y las cosas últimas del hombre serían peores que las primeras, 
pues hubiera incluido en el círculo de su yo, no sólo a sus semejantes, sino al 
creador mismo y lo hubiera reducido a instrumento de su anhelo egoísta. 
Pero diremos más bien que si deberían ambos encontrarse, ¿por qué 
camino habría que llegar a este resultado? Las tinieblas deberían convertirse en 
luz, el impulso ciego debería disolverse en amor vidente, y la voluntad razonable 
de posesión y desarrollo debería aclararse convirtiéndose en la irracional sabiduría 
del yo que se desborda. En lugar de tratar de llegar hasta el Padre pasando de 
largo por las palabras de Dios en temerario ascenso, ha surgido una nueva 
orientación: invertir la marcha juntamente con la Palabra, descender las gradas ya 
escaladas, encontrar a Dios en el camino hacia el mundo, no caminar por otro 
sendero sino por el del Hijo al Padre. Pues sólo el amor redime, y sólo Dios es el 
amor. No hay dos clases de amores. Junto al amor de Dios no hay otro amor, el 
amor humano. Sino que cuando Dios determina y anuncia su palabra: el amor 
desciende, el amor se desborda en el vacío, y entonces alcanza la plenitud de 
todo amor. 
Pero ¿cómo podría el hombre comprender esto alguna vez? Pues durante 
mucho tiempo el impulso y el instinto y el anhelo de su naturaleza 
se había solidificado en el pecado, la enfermedad del egoísmo había destrozado la 
estructura de su alma como un cáncer. El rico corazón, que Dios le había 
regalado, temblaba lleno de deseos y se consumía en melancolía, todo intento de 
escapar de la cárcel interior lo reducía a una dura esclavitud. Dócil a la violencia, 
empezó a ensalzar la esclavitud y a enriquecer la fortaleza violenta de su yo con 
murallas y fosos. Quien declare la guerra a este yo ¡que tenga cuidado! Tendría 
que luchar batalla tras batalla, y si el enemigo penetrara a la fuerza ya en el 
puente, y el castillo se encontrara en llamas, y sólo una de las torres ofreciera 
todavía desesperada resistencia: el hombre no se rendiría antes de que fuera 
arrancada la última puerta, hasta que fuera arrojado el último dardo, hasta que se 
agotara la última fuerza de su brazo en una lucha mortal. 
Así pues, la Palabra vino al mundo. Vino a su propiedad, pero los suyos no 
la recibieron. Irradió luz sobre las tinieblas, pero las tinieblas se alejaron de él. De 
este modo la revelación del amor tuvo que decidirse a luchar a vida o muerte. Dios 
vino al mundo, pero un frente de lanzas y escudos se opuso a su llegada. Su 
gracia comenzó a gotear, pero el mundo se hizo escurridizo e impenetrable, y las 
gotas, resbalando, cayeron al suelo. El mundo se había cerrado herméticamente. 
El ciclo de la vida del hombre estaba cercado, ascendía del seno y volvía al seno. 
La comunidad de los hombres estaba cerrada, bastándose a sí mismo y 
satisfechos por sí mismos. Todo anhelo que trascendía los límites volvía 
nuevamente a referirse dentro de los mismos. La religión cerrada, un círculo de 
costumbres y ritos, oraciones y sacrificios, obras de la humanidad y obras 
equivalentes de la divinidad, recibidas de los antepasados y que nadie fuera de los 
impíos osaba tocar. El mundo se encontraba cerrado y bien blindado por todas 
partes frente a Dios, y no tenía ojos para mirar hacia fuera, pues todas sus 
miradas estaban vueltas hacia sí mismo, al interior, pero su interior se parecía a 
una sala de espejos donde la limitación parecía quebrarse en lejanías 
inasequibles, se hacía infinita a sí misma y de este modo no necesitaba de Dios. 
Sólo las fauces del mundo estaban abiertas hacia el exterior, preparadas para 
engullir a todo aquel que se atreviera a aproximársele. 
Y como la Palabra de Dios vio que su bajada no podía ser otra cosa que 
muerte y corrupción, y que su luz habría de perecer en las tinieblas, entonces 
comprendió que la lucha e hizo declaración de guerra. E ideó esta argucia 
insondable: sumergirse como Jonás en el vientre de la tierra y penetrar hasta el 
más escondido escondrijo de la muerte. Para experimentar la prisión última del 
afán pecaminoso y beber las heces del cáliz. Para hacer frente al inevitable 
impulso que empuja al poder y a la fuerza. Para mostrar la inutilidad del mundo 
con la inutilidad de su propia misión. Para presentar la invalidez de la rebeldía con 
la invalidez de su obediencia frente al padre. Para poner a la luz la impotencia 
mortal de esta desesperada lucha contra Dios por medio de su propia impotencia 
mortal. Dejar al mundo su voluntad y con ello hacer la voluntad del Padre. Dar al 
mundo su voluntad y mediante esto quebrantarla. Hacer que se destruya su propia 
vasija y de este modo derramarse a sí mismo. Para dulcificar la inconmensurable 
amargura del mar derramando una sola gota de su sangre divina. Debería 
realizarse este cambio que resulta tan incomprensible: la más extrema oposición 
debería tener como consecuencia la suprema unión, en la última ignominia y 
derrota debería manifestarse la fuerza de su suprema victoria. Pues su impotencia 
sería ya la victoria de su amor al Padre y su reconciliación, y como acto de su 
suprema fortaleza esta impotencia sería tan grande que superaría con mucho la 
miserable impotencia del mundo y la acogería. En adelante sólo él sería el criterio 
y la medida y asimismo el sentido de toda impotencia. Quiso hundirse tan 
profundamente que toda caída en el futuro sería caer dentro de él. Y toda corriente 
de amargura y desesperación de aquí en adelante, descendería adentrándose en 
su más ínfimo abismo. 
Ningún luchador es tan divino como aquél que puede aprestarse a vencer 
mediante la derrota. En el momento en que recibe la herida mortal, su adversario 
cae definitivamente herido a tierra. Pues él ataca al amor y resulta afectado por el 
amor. Y mientras el amor se deja atacar, demuestra lo que había que demostrar: 
que precisamente es el amor. El que odia sabe que sus confines han sido 
sorprendidos y comprende que puede comportarse como siempre: sus límites 
confinan por todas partes con el gran amor. Todo lo que puede atentar contra él: 
ignominia, indiferencia, desprecio, burla y escarnio, silencio mortal, calumnia 
diabólica: todo servirá para mostrar la superioridad del amor; de las noches 
obscuras emerge con más brillo cada vez. Pues toda vida mundana se inclina 
alguna vez o con frecuencia hacia la muerte y debe traspasar su umbral cargada 
con el peso de la impotencia; en esta carrera se realiza finalmente el ademán del 
Hijo, que da sentido y forma a toda impotencia en cada caso. Por todas partes 
estamos rodeados por una barrera mortal, y nosotros que creíamos poder excluir a 
Dios de nuestro ámbito cerrado o incluirlo en él, mediante nuestra acción hemos 
patentizado la exclusividad de su amor que nos mantiene apretados en sus brazos 
inextricables. Pues la muerte - nuestra muerte - se ha convertido en un vestido y 
en una transformación de amor. 
Pero todavía no se ha realizado el plan y la argucia de Dios; precisamente 
falta la pieza central. Falta todavía el medio para penetrar en el interior del mundo 
para transformarlo desde dentro, el talismán para descerrajar la puerta cerrada. 
Entonces creó él su corazón y lo puso en medio del mundo. Un corazón humano 
que conoce el impulso y el anhelo de los corazones humanos, experimentado en 
todas las tortuosidades y mutaciones, las corazonadas y presentimientos, en todas 
las amargas felicidades, felices amarguras que siente un corazón humano. Este 
que es lo más insensato, lo más ininteligible, lo más mudadizo de todas las 
criaturas. Este asiento de toda felicidad y de todas las traiciones, este instrumento 
que es más rico que toda una orquesta, más pobre que las alas de un grillo, y en 
su incomprensibilidad una imagen desfigurada que refleja la incomprensibilidadde 
Dios: mientras el mundo dormía, Dios se lo arrebató de su costilla y con ello formó 
el órgano de su amor divino. Con esta arma - como el guerrero en el vientre del 
caballo troyano - se situó en medio del territorio enemigo, tomaba ya parte 
plenamente en el engranaje del mundo, lo sabía todo desde dentro; como en 
sueños en esta concha podía oír el rumor del mar de sangre de la humanidad: su 
traición era ya patente para él, y sintió en sus espaldas el frío del desamparo. 
Pues en el ámbito interior del corazón todo misterio se manifiesta y se abre y las 
oleadas de la sangre lo arrastran de manera indefensa y patente de un corazón 
humano al otro. El participó en este movimiento cíclico. 
Ya no se podía evitar su muerte en adelante. Pues ¿qué corazón se puede 
proteger a sí mismo? No sería un corazón si estuviera blindado y protegido, no 
sería un corazón, si, entregándose sin protección a la corriente impulsora, 
distribuyendo vida del propio acopio inagotable de vida, no olvidara todo lo demás 
en el júbilo de este derroche. Todo corazón está embriagado de tanta sangre y 
sólo se cuida de meter en nueva danza lo que es inactivo; un celo salvaje lo 
devora; lleva inexorablemente el compás de la vida, de manera que el eco de su 
tiránico látigo amenaza incluso en sueños todo su cuerpo hasta los miembros más 
externos. Corazón y vida, corazón y fuente, corazón y nacimiento son una misma 
cosa: ¿cuándo tendría tiempo un corazón para pensar en la batalla y en la lucha? 
Mientras todos los miembros dormitan y sucumben a la tentación de la muerte, el 
corazón despierto mantiene vivo a los inconscientes. Ellos pueden defenderse, 
deben vencer al enemigo exterior, el indefenso corazón les presta la energía que 
procede de su ígneo centro. Toda guerra se alimenta de él, pero él mismo es 
impotencia. Toda salud procede de esta herida que mana incesantemente. 
Todo corazón está desvalido, porque es la fuente; por eso todo enemigo 
apunta al corazón. Aquí vive la vida, aquí hay que dar con ella. Aquí surge ella, 
con su fresca desnudez, de la garganta de la nada. Aquí puedes poner los dedos 
en el pulso de la existencia, aquí puede ver con los ojos su maravilloso 
nacimiento. Con todo su colorido rojo se descubre aquí la rosa de la vida, y el ojo 
penetra en ella y en el misterio de la primera generación. Todo irradia de este 
centro generador, y cuando las venas dan un giro retornando de su errante viaje, 
cuando retorna fatigosa y obscuramente la corriente que salió, para sumergirse 
nuevamente en el latido del origen, entonces, el blando calor que lleva consigo 
sería todavía como un resonar del origen. Todo misterio de la vida tiene su 
comienzo en el corazón; pesadamente cargadas de misterio parten del puerto sus 
flotas sobre las olas de la sangre; y lo que susurran al volver de las más lejanas 
islas al gran oído maternal del origen, ¿puede ser algo nuevo, más lleno de vida 
que la vida misma? La vida se expresa a sí misma en los ritmos inmortales que 
martillean el corazón, y su suavidad y dureza, su arriba y abajo, su marcha y su 
retorno se extienden convirtiéndose en la ley vital de todo el cuerpo. 
Por consiguiente la Palabra vino al mundo. La vida eterna eligió para sí el 
lugar de un corazón humano. El decidió vivir en esta tienda de campaña tan 
movediza, y dejarse alcanzar. Pues el origen de la vida es indefenso. Dios en su 
eterno castillo, en su luz inaccesible era inatacable, como proyectiles infantiles 
chocaban los dardos de los pecados contra su majestad férrea. Pero Dios en el 
refugio de un corazón: ¡qué fácil resultaba ahora alcanzarlo! ¡Con qué rapidez se 
le podía herir! Más fácilmente que a un hombre; pues un hombre no es sólo 
corazón; tiene huesos y cartílagos, blandos músculos y piel endurecida; se 
requiere mala intención para lastimarlo. Pero un corazón: ¡qué blanco! ¡Qué 
atractivo! De manera casi inconsciente se dirige hacia él el curso de las flechas. 
¡Qué desnudez se ha dado Dios a sí mismo, qué tontería ha cometido! El mismo 
descubrió el impotente lugar de su amor; apenas se ha manifestado que habita 
entre nosotros como corazón: todo el mundo se dispone a afilar los dardos y 
prueba el arco. Toda una lluvia, una granizada cae sobre él, millones de 
proyectiles vuelan sobre el pequeño punto rojo. 
Su indefenso corazón no le protegerá. Un corazón no tiene inteligencia. El 
mismo no sabe por qué late. No saldrá en su defensa. Más bien lo traicionará 
(todo corazón es infiel). No se detiene jamás, marcha, corre; y porque el amor 
siempre se derrama, así también su corazón desertará - pasándose al enemigo -. 
Es su gusto habitar entre los hombres, es curiosidad suya descubrir cómo saben 
los corazones extraños, los demás. Quería paladear este sabor, y esto le costó 
algo, y vino a su costa. Ya no olvidará este sabor en las eternidades más lejanas. 
Sólo un corazón podía estar dispuesto a tales aventuras, a locuras, que en el 
mejor de los casos no se comunican a una inteligencia, que es mejor callarlas 
totalmente, que se pueden tramar solamente en alianza con la carne y la sangre, 
locuras del pobre corazón que de su oculta pobreza y de sus mezquinos bienes 
cree hacer surgir por arte de magia tesoros ante los cuales sienten sorpresa los 
habitantes del cielo. 
Así el Hijo vino al mundo y Dios sabe a dónde le ha arrastrado su corazón, 
pues todo corazón tira impacientemente de su cuerda, ventea pistas que nadie 
sospecha, recorre sus propios caminos. Y sin embargo, en definitiva se 
comprenden perfectamente, el Señor y su corazón. El corazón sigue 
gustosamente la voluntad del Señor, que azuza a aquél a que se introduzca en la 
cueva del reposo. Y el Señor sigue gustosamente las huellas del corazón que le 
invita a aventuras mortales: la caza del hombre en el bosque del obscuro mundo, 
enemigo de Dios. 
¡Signo incomprensible erigido en medio del mundo entre el cielo y la tierra! 
Cuerpo y no cuerpo, semejante a un centauro, en el cual se confunde lo que 
eternamente debió permanecer separado en el abismo del temor. El mar divino 
forzado a introducirse en la exigua fuente de un corazón humano, la poderosa 
haya de la divinidad plantada en el diminuto y frágil tiesto del corazón humano. 
Dios, reinando en su elevada majestad, y el siervo trabajando fatigosamente y 
adorándole arrodillado en el polvo, ambos ya no se distinguen. La conciencia regia 
del Dios eterno comprimida en la inconsciencia de la humildad humana. Todos los 
tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios almacenados en la estrecha cámara de la 
pobreza humana. La contemplación del Padre eterno encubierta en el 
pensamiento de una fe obscura. La roca de la seguridad divina moviéndose sobre 
las olas de la esperanza terrena. El triángulo de la Trinidad con la punta puesta 
sobre un corazón humano. 
Así se balancea este corazón, como el lugar en que se estrecha el reloj de 
arena, entre el cielo y la tierra, y corre incesantemente de la ampolla superior la 
arena de la gracia sobre el suelo de la tierra. Y a su vez desde abajo sube un débil 
olor, un olor extraño al cielo sube, a las esferas celestiales, y ningún fragmento de 
la infinita divinidad queda intacta sin que perciba este nuevo aroma. Un vapor rojo 
invade suave y constantemente las blancas tierras de los ángeles, y el inaccesible 
amor del Padre y del Hijo adquiere el color de la ternura y de la inclinación del 
corazón. Todos los misterios de Dios que hasta ahora ocultaban su rostro bajo 
seis alas, se descubren ahora y sonríen hacia abajo en dirección a los hombres. 
Pues inopinadamente, cumpliendo un doble curso, la propia faz les llega desde el 
ámbito de la tierra reflejada en el espejo de aquí abajo. 
Toda unidad se vuelve doble y todo lo doble llega a ser uno. No es que 
sobre la tierra se reproduzca una mera imagen de la verdad celeste, sino que lo 
celestial mismo se traduce a un lenguaje terreno. Cuando un criado aquí abajo 
cansado y fatigado por el peso del día se echa a tierra y adorando a Dios toca el 
suelo consu cabeza, entonces este pobre gesto encierra toda la adoración del 
Hijo increado ante el trono del Padre. Y a esta eterna perfección añade ese gesto 
por siempre la perfección sencilla, sin brillo, dolorida y fatigada de una humildad 
humana. Pero el Padre nunca ha amado tan definitivamente al Hijo como cuando 
contemplo esta genuflexión extenuada: entonces se juró elevar a este hijo sobre 
todos los cielos hasta su corazón de Padre, a este hijo humano, que es su hijo, y, 
por amor a este Uno, también a todos los demás que se parecieran a este Uno, al 
Muy Amado, en los cuales, desfigurada y encubiertamente, descubrió los rasgos 
de El. Y cuando el siervo, como pelota en manos de sus verdugos, cubierto de 
sangre, coronado de espinas ocultó su faz hasta tal punto que él mismo, el padre, 
encuentra al asesino más humano y le absuelve, mientras que la multitud 
bramando condena a muerte al otro, que ya no es su hijo, entonces la eterna 
majestad jamás ha gozado de una gloria y un resplandor semejante, pues en el 
desconocido semblante de aquel abyecto, se refleja la inmaculada y 
resplandeciente voluntad del Padre. 
¿Quién puede separar aquí lo que ya no se puede separar? ¿Quién separa 
la gloria de Dios de la figura de esclavo del hombre? ¿Quién distingue en estas 
acciones terrenas de Dios lo que procede del instrumento humano, del que se 
sacó hasta lo último, y lo que es cuestión de la gracia, que saca al violín tonos que 
no existen en absoluto? ¿Quién puede determinar lo que puede un corazón 
humano, cuando elevándose por encima de sí mismo se convierte en presión de lo 
divino y precisamente de este modo puede representar su ser que es el más 
humano de todos y puede así mismo renunciar a él? ¿Quién puede mostrar los 
límites entre la humanidad, que contiene en sí un corazón humano, y la otra a la 
que el amor celestial se añade y se extiende? Y ¿quién puede decir que en la 
segunda, en la celestial infinitud debía dejar de latir el corazón humano, porque 
perdió el aliento, porque ese corazón no se podía extender hasta los confines del 
mundo, sí del mismo Dios, o quién puede decir que un yo divino no tiene espacio 
suficiente para habitar en ese corazón tan amplio, y que por consiguiente el 
mundo tiene un lugar en él fácilmente y sin violencia alguna y espontáneamente? 
¿Quién es suficientemente temerario para afirmar que nos basta lo finito, y la 
felicidad oculta de un rincón de la tierra, unos años, una fortuna velada, una suerte 
moderada, que ésta satisface al corazón, y que lo humano es más puro si se lo 
separa limpiamente de lo divino, que pruebe su transitoriedad e inclinándose sobre 
sí mismo se trague sus propias lágrimas como un vino glorioso? En lugar de 
alabar la aniquilación y destrucción de todas las barreras contemplando el gran 
corazón central, y considerar que el Altísimo tiene en cuenta con este amor la 
humildad de su creación, que la trajo hacia sí y que eligió la carne y la sangre 
como patria y habitación de la gracia sobrehumana. 
¡Alaba, corazón mío, las anchuras del corazón del mundo! Si desde lo alto 
brama el mar trinitario de la vida eterna sobre la pequeña envoltura, partiendo de 
abajo se rompe hacia arriba el contra - mar de todos los países y tiempos, el turbio 
torrente del mundo, la negra espuma del pecado, todo: traición y desidia, 
obstinación, temor y la ignominia se levantan y empujan, se introducen 
violentamente en el corazón del mundo. Y ambos mares entrechocan entre sí 
como el fuego y el agua, y en el estrecho campo de batalla se decide la eterna 
lucha entre el cielo y el infierno. Mil veces debería haber hallado ese corazón bajo 
el violento estruendo, pero resiste, se mantiene, vence en la prueba. De un golpe 
vacía toda la superficie del cielo y del infierno, y junto con la miseria más ínfima 
saborea el placer supremo. Y lo que aquí se goza y llora, no deja sin embargo un 
solo momento de ser lo que era: un sencillo corazón humano. Manteniéndose 
firme ante el doble asalto, la doble tormenta de amor y odio, ante el doble rayo del 
juicio y de la gracia, no saltará en pedazos, el pequeño corazón, ni siquiera en el 
caso en que el Padre cierta vez, ocultamente, asociado a los traidores, lo 
abandone, solo en medio del mundo, rodeado del rugido de todas las tinieblas 
heladas, ardiendo en las llamas del infierno, rodeado de las risas sardónicas de 
todas las comparsas del pecado, angustiado hasta el paroxismo, sepultado en 
vida, sumergido hasta el fondo. Pero ni siquiera la muerte puede matarlo, ni todas 
las aguas del infierno son capaces de anegarlo, y de este modo este corazón, que 
sigue amando incluso cuando el Padre se le oculta, parece la realidad suprema; 
los milagros del corazón del hombre serían mayores todavía que los milagros de 
Dios: pero se trata del corazón humano de Dios. 
Pues es preciso saber esto: cuando los confines humanos fueron capaces 
de permitir dentro de sí la plenitud de Dios, esto era un don de Dios y no la 
capacidad receptiva de la criatura. Sólo Dios puede extender hasta el infinito sin 
destruir la limitación. Y más grande todavía que el milagro de que un corazón 
pueda ampliarse hasta las medidas de Dios, el que Dios pueda estrecharse hasta 
las medidas del hombre. Que el ánimo del señor encuentre lugar en el ánimo del 
criado. Que la eterna visión del Padre, sin dejar de ser lo que es, quede ofuscada 
convirtiéndose en la ceguera de un gusano que se pisa. Que el sí perfecto a la 
voluntad del Padre hubiera podido decirse en medio de la insubordinación que 
impulsa a la huida de los instintos amotinados de la oveja sacrificada con la 
muerte. Que el eterno abismo de amor del Hijo respecto del Padre, que sin 
embargo se cierra eternamente en el abrazo de ambos en el Espíritu, pudiera 
abrirse como el abismo que separa el cielo y el infierno, en virtud del cual el Hijo 
susurra su “tengo sed”, que el Espíritu no sea ya otra cosa que el gran caos que 
separa y que resulta infranqueable. Que la Trinidad pudiera desfigurarse en la 
deformada imagen de la pasión en la relación de juez y pecador. Que el amor 
eterno pudiera vestir la máscara de la ira divina. Que el abismo del ser pudiera 
vaciarse hasta concluir en un abismo de la nada. 
Pero hasta este misterio se acoge y se conserva en el ámbito de un 
corazón. En su centro se encuentra el ser y el no-ser. Sólo a él le es conocida la 
intriga y la solución del enigma. En su eje se cruzan los travesaños. Sobre todo 
abismo se extiende la bóveda de su amor impulsivo. Toda contradicción se 
embota ante la palabra de su entrega. Este corazón único es tanto el amor de Dios 
hecho hombre como el amor del hombre hecho Dios. La perfecta representación 
de la vida trinitaria como la perfecta representación viva de la única actitud ante 
Dios. Abismo y proximidad coinciden. El siervo es amigo en cuanto siervo, el 
amigo es siervo en cuanto amigo. Y nada está confuso y mezclado, no se violenta 
límite alguno en el torbellino de la infinitud. La forma y el contorno conservan su 
rigidez con exactitud, claridad y firmeza como el cristal, y lo que el pecado 
confundió caóticamente se separa ahora limpiamente en la obediencia y en el 
respeto. La embriaguez de este amor es sobria, virginal el lecho nupcial del cielo y 
de la tierra. 
Pues no es el éxtasis lo que redime, sino la obediencia. Y no amplía la 
libertad, sino la vinculación. Por eso la Palabra de Dios vino al mundo vinculada 
por la fuerza del amor. Como siervo del Padre, como el verdadero Atlas, llevó el 
mundo sobre las espaldas. En la propia acción resumió y comprendió las dos 
voluntades opuestas y, al ligarlas ambas, deshizo el insoluble nudo. Se atrevió a 
exigir todo de su corazón, y en excesiva exigencia destrozó su corazón con una 
acción absolutamente imposible. Con esta sobrecarga conoció el corazón a su 
divino Señor, conoció la felicidad y el amor (que siempre imponen exigencia) y se 
abrió al mandato. 
Se abrió al mundo. Acogió en sí al mundo. Se convirtió en corazón del 
mundo.Se enajenó para ser corazón del mundo. La oculta cámara vino a ser 
camino principal, por el que descienden las caravanas de la gracia y por donde 
ascienden las largas filas de los que lloran y de los mendigos. Se trata de un ir y 
venir, de un trasiego semejante al de los lugares de intercambio y a las centrales 
de comercio. Todo lo que sube recibe aquí su pase y su certificado, un solo 
corazón da trabajo a cientos de miles de empleados. Todo lo que desciende se lee 
aquí y se procede a la distribución. A nadie se le puede dejar pasar de largo, todos 
necesitan de su ayuda, de su misión, de una clara descripción de su camino 
restante, de su consuelo, de su aprovisionamiento. Los peticionarios son 
incontables, hay que tratar cada caso en particular. Ningún destino es semejante 
al otro, ninguna gracia es impersonal. Los hilos corren, la rueca del mundo teje su 
muestra infinita, los humores circulan en las venas de la humanidad, pero una 
inmensa rueda impulsora pone todo en movimiento, un latido invisible lo impulsa 
todo hacia adelante. Comienza el ciclo del amor. Las palas de Dios se hunden en 
lo profundo, y de las bajos mundos de las almas recogen el barro chorreante y lo 
cargan en el corazón central. La sangre envenenada se absorbe hacia fuera, se 
filtra, y se vuelve a poner en el torrente circulatorio nueva y rosada. Todo lo que es 
pesado y arduo se sumerge en el baño purificador de la misericordia; la fatiga y la 
desesperación se arrastran al corazón, que las acoge. 
El vive en servicio. No quiere glorificarse a sí mismo, sino sólo al padre. No 
habla de su amor. Realiza su servicio tan imperceptiblemente, que casi llega uno a 
olvidarse de él, como olvidamos nuestro corazón en el ajetreo de los negocios. 
Pensamos que la vida vive de sí misma. Nadie se pone a escuchar, ni siquiera 
durante un segundo, a su corazón, que sin embargo nos está regalando hora tras 
hora. Se ha acostumbrado a la suave conmoción de su ser, el eterno romper de 
las olas, que partiendo de su interior choca contra la orilla de su conciencia. Lo 
considera como una fatalidad, como si fuera la naturaleza, como si se tratara del 
curso de las cosas. Se ha acostumbrado al amor. Y ya no oye la mano que llama, 
que día y noche llama a la puerta de su alma, ya no oye esta pregunta, esta 
petición de permiso para entrar. 
 
 
 
 
 
III 
De este modo empezó su bajada al mundo. Baja, pon en orden las cosas, le 
dijo el Padre. Y así vino, y como un extraño se mezcló entre el hormiguero de los 
mercados. Pasó de largo por los puestos y barracas, en los cuales prudentes e 
ingeniosos ofrecían sus mercancías, y vio las febriles manos de los compradores 
revolviendo alfombras y joyas; oyó como los sabios gremiados alaban a sus 
nuevos inventos: modelos de estado y sociedad, hilos conductores de la vida feliz, 
máquinas que vuelan hacia lo absoluto, escotillones y fosos que conducen a la 
nada feliz. Pasó de largo junto a las estatuas de los dioses, conocidos y 
desconocidos, contempló los graneros del espíritu, donde se amontonan fardos y 
gavillas (pues a partir de su animalidad el hombre lleva en la sangre el deseo de 
asegurarse y de cubrirse). Apartó a un lado la cortina de los bares donde el 
absintio crea la entrada a los iniciados en infiernos y paraísos artificiales. Subió a 
una montaña, contempló los campos, oyó risas y lágrimas, vio en muchos 
aposentos al hombre y a la mujer apasionadamente unidos, y en la alcoba vecina 
a una parturienta gemir; se sacaba a los muertos, pasando de largo ante los niños 
que iban a la escuela. Se edificaban ciudades sobre los escombros de colonias 
sumergidas; aquí rugía una guerra, allí se extendía la paz; el amor reía de odio, y 
el odio de amor salvaje; las flores y la corrupción, la inocencia y el vicio crecían 
mezclados y despedían confusamente su aroma. Un ruido tremendo, de mil voces, 
confuso, surgía de la muchedumbre, el polvo y el humo se arremolinaban, y todo 
olía dulcemente a inmundicia y putrefacción. Nadie conocía el nombre del Padre. 
El era la luz, y todos estaban ciegos. Era la Palabra y todos estaban sordos. 
El era el amor, pero nadie presentía que existía. Y cuando caminaba a través de la 
muchedumbre, y ésta lo apretujaba, nadie llegó a verle. Fijaba su mirada divina en 
este joven, en esa muchacha, pero ellos no la sentían y miraban distraídos a otra 
parte. En medio de la iluminación de la noche mundana su llama parecía más 
pobre que una antorcha, su voz resonaba como la de un pajarillo en medio del 
estruendo de una cascada. Dos mundos se entrecruzaban en su alma, y resultaba 
algo insoportable el abarcar su oposición con la sola mirada. Esta rutina, aquí, 
esta calle llena de hombres, que acuden a sus negocios, cada uno al suyo; 
zapatero o panadero, uno proporciona la leche, otro cuida de la correspondencia, 
en sus uniformes se conocen los oficios en que se reparten todos ellos. Han 
instituido una autoridad y una jerarquización, muchos se llaman poetas, que 
describen en versos su trabajo, o incluso la disposición de la existencia, y algunos 
regulan el comercio con el ser supremo. Muchos se conocen y se saludan entre sí, 
y todos saben: todos juntos constituimos lo que se llama humanidad; un 
estremecimiento de orgullo les invade, un elevado sentimiento se apodera de ellos 
al pensar: nosotros somos ese círculo que lleva en sí mismo su sentido y su ley; 
existe el pacto de que ninguno de nosotros saldrá más allá de los límites de este 
parque cerrado. Nos sentimos llenos de consideración respecto de los defectos de 
nuestra fundación, pero sospechamos fuertemente de todos aquellos que ponen 
en tela de juicio esta institución como conjunto. Pues si en detalle algunas cosas 
podrían ser mejores, sin embargo en conjunto las cosas son lo que deben ser. 
Pero él veía las cosas de otro modo. Las veía con los ojos del Padre: lo que 
éstos designaban como defectos, era para él una lepra terrible en el rostro, como 
una sarna, una llaga virulenta, que aconsejaba su alma y la desolaba. Y lo que 
ellos llamaban su vinculación, eran cadenas pesadas, indestructibles, que 
arrastraban melancólicamente, impulsados por los demonios; y lo que ellos 
ensalzaban como alegre modestia dentro de sus límites, vista la cosa desde 
dentro, no era sino inmensa desesperación. En su alma se abría un vacío como un 
hambre vaga, pero no se trataba de un vacío ancho, sino estrecho, y encogedor 
que se había apoderado de sus cabezas y sentidos. Caminaban horriblemente 
desnudos, pero ante los demás se creían cubiertos y habían perdido la sensación 
del frío. Su enfermedad era tan pérfida que todas las huellas desaparecían 
imperceptiblemente. Estaban muertos, tan radicalmente muertos que ellos mismos 
creían en la vida. Estaban apartados de Dios y tan alejados de su verdad que 
imaginaban que todo esta en orden. Tan entregados al pecado que no 
sospechaban lo que era pecado. Hasta el punto separados que se tenían por 
elegidos. Tan destinados al abismo a y a las llamas que tomaron al abismo por 
Dios y a la llama por el amor. 
Ahora se encontraba El al margen de su país: ¿cómo iba a traspasar sus 
confines? ¿En qué idioma podían ellos entender su mensaje? ¿De qué manera 
habría que traducirlo y transformarlo para que pudiera tener acceso a sus oídos? 
¿Cómo iba a ocultar el resplandor de eternidad en su rostro, para encontrarse con 
ellos, sin atemorizarlos? Pero si se enmascaraba y aparecía entre ellos como uno 
más, entonces todo sería pero todavía. ¿Cómo habría entonces de diferenciarse? 
¿Cómo hacerles comprender que él era otro? ¿Cómo revestido de carne, podía 
exigir de ellos fe divina? ¡Oh aventura peligrosa, empresa imposible! Tendrán que 
escandalizarse por él. Van a confundir todo. Sus palabras y sus discursos se 
interpretarán como una nueva moral y un plan de promoción mundial, su ejemplo 
se interpretará como el de un maestro de religión. Y si deja que su manto ondee al 
viento y le llega un rayo de su corazón, se enfurecerán y gritarán: “¡Blasfemia!”y le 
arrojarán piedras hasta que vuelva una vez más a esconderse tras su máscara. Y 
finalmente en nombre del orden mundial y del temor de Dios lo exterminarán como 
si se tratara de un escándalo (seduce al pueblo) y mostrarán un ejemplo para los 
tiempos venideros. ¡Que sea un hombre como ellos o que se quede como Dios! 
¡Lo van a confundir todo! Trabarán amistad con él y tratarán de enredarlo en sus 
círculos, aprovecharse de él en beneficio de su voluntad de poder y perfección y 
de su impulso por conquistar los primeros puestos; y cuando él exija respeto, 
resultarán unos desvergonzados. Pero cuando pida su amor, y la proximidad y el 
calor de su ayuda: entonces se apartarán como extraños de él y lo arrojarán a una 
soledad divina e infernal. 
Sin embargo quiere hacer la prueba. Consulta con su corazón, que le 
descubre las pequeñas alegrías y sufrimientos de su rutina. De estas cosas quiere 
hablar, en ellas quiere ocultarse. Y ahora, ¡oh hombres, vosotros camináis, 
deteneos, mirad y contemplad esta representación! La eterna sabiduría, la que 
penetra en las profundidades de Dios y, nacida antes de la estrella de la mañana, 
proyecta todos los mundo y sus caminos, todos los destinos y derroteros de los 
seres - ved, como pronto empieza a balbucear y a tartamudear al igual que un 
bebé, cómo cuenta pequeñas cosas (“verdaderas” historias que quizás hasta 
sucedieron alguna vez): “Hubo una vez un hombre que tuvo dos hijos...”Y los 
niños escuchan con atención y aplauden y gritan: ¡otra historia! “Hubo una vez un 
campesino que se fue al campo para sembrar...” Cientos de historias semejantes, 
y los niños abren los ojos y la boca y se sienten felices y contentos. Todo lo que es 
humano puede convertirse en materia de parábola, y lo que la sabiduría creó una 
vez desde lo alto de las estrellas hoy viene a ser, pues la sabiduría peregrina entre 
los hombres encubierta, el escabel sobre e que debe erigirse para que su voz 
resulte perceptible. 
De este modo se esfuerza el extraño e introduce no sé qué extraño acento 
en sus narraciones para que atraigan la atención de los que le oyen. Un aroma y 
un sabor se su patria. Un aire que lo atraviesa todo, y se le oye pero nadie sabe 
de dónde viene y a dónde va. Algo debía de tocarles y despertar su recuerdo de 
algo que hace mucho tiempo pasó, un dardo sutil e invisible debía de herirlos en 
un lugar insospechado. A través de la envoltura de las palabras humanas debía de 
resonar como una música lejana que llegara del paraíso e hinchar las velas de las 
almas con anhelos. 
Pero las gentes tienen oídos y no oyen. Tienen una inteligencia y sin 
embargo no entienden. Todos sus sentimientos están cerrados al mundo real. No 
sólo son incapaces de interpretar sus palabras, sino también sus acciones y sus 
gestos. Sólo dentro de sus círculos pueden ordenar un suceso; lo entienden al 
reducirlo a su propio nivel. Llegan a comprender una coa nueva si la conocen 
como parte de su antiguo acervo. Son como el ganado que sólo ve y devora la 
hierba que conviene a su estómago. El príncipe de este mundo los retiene todavía 
bajo su control, y ha puesto una venda en sus ojos. Cuando este hombre les 
reparte pan en el desierto creen entonces ciegamente haber descubierto a su 
maestro; echan a correr tras él como una manada de cabras en las montañas que 
huelen a sal y sudor y él tendrá que ocultarse de ellos huyendo para salvarse de la 
codicia de sus impulsos. Pero sus pastores se han despertado del sueño y 
agudizan los oídos llenos de confianza: han olfateado al enemigo primitivo, no 
descansarán hasta que sucumba a sus maquinaciones. 
No, las palabras y las acciones no consiguen nada. Primeramente tienen 
que crear los ojos que puedan verle, e implantar oídos que no existen a fin de que 
le puedan oír, y un tacto desconocido para sentir a Dios y un nuevo olfato y 
paladar para oler los aromas de Dios y gustar sus alimentos. Tiene que crear de 
nuevo partiendo de su origen todo su espíritu. Pero el precio que hay que pagar 
por esto será el más extremo: tendrá que tomar sobre sí sus sentidos muertos, 
embotados, y perder a su Padre y a todo el mundo celestial. Su generoso y rico 
corazón tendrá que deshacerse en la muerte, en el infierno, y totalmente 
aniquilado, y desbordado en un mar sin forma, tendrá que entregarse a ellos como 
bebida de amor, que finalmente hechizará sus míseros corazones. 
El corazón del mundo tiene que forjarse primeramente su mundo. La 
cabeza del mundo tiene que formarse su propio cuerpo. Hasta ahora en el mundo 
imperaba una ley: despierta amor lo que es hermoso, lo que nos agrada, lo que se 
presenta como valioso a nuestro amor; el fuego de el noble simpatía se enciende 
en llamas y se alimenta con las preferencias del amado. La inclinación humana 
pasa por el puente de los valores innatos. Y a la larga moriría el amor que no se 
alimentara de dones mutuos. Así lo quiere la naturaleza, pues Dios ha enriquecido 
a sus hijos para que se enriquezcan mutuamente y para que se agraden unos a 
otros. 
¿Pero qué comunión existe entre Dios y el pecado? ¿Qué simpatía podría 
mediar entre la luz y la obscuridad? Una vez su Palabra creó el mundo de la nada, 
y ahora, por segunda vez, tiene que producir el mundo de la gracia de menos de la 
nada, del odio. Golpeando una roca hacer brotar agua. El mismo tiene que 
inventar lo que habría de ser digno de su amor. No sólo tiene que dar el amor, sino 
incluso tiene que crear la respuesta al amor. En virtud de la palabra tiene que 
hacer donación de la virtud de la respuesta. No tiene tú alguno en el que perderse, 
en su soledad tiene que crear la figura recíproca de su amor. Permite que las 
tinieblas se introduzcan en sus llamas; hace que el mundo que todavía no le 
conoce se convierta en su cuerpo; y de la soledad de un cuerpo crea su esposa. 
Es como si el sol se elevara sobre el caos, e iluminara un mundo que sólo 
se compone de desierto, hielo y rocas. Nada de animales, ningún ser viviente 
sobre ese mundo, ningún bosque, ninguna paja, ninguna semilla, nada de huellas, 
ni posibilidad de vida. Y sobre esta muerte brilla la luz del mundo. Y brilla y brilla, y 
día tras día derrama sus tesoros y con serenidad paciente sale y se oculta, 
derrama su vida - y la vida era la luz de los hombres - hasta que un día sucede el 
milagro y un primer tallo tierno aparece, y sigue un segundo, doce y setenta y dos 
hasta que de la muerte generosa y santa del primer germen se prepara una capa 
delgada de tierra fructífera, el primer arbusto que echa las primeras sombras, el 
aire se llena de gérmenes vitales, los ríos ven reverdecer sus orillas y finalmente, 
cómo se extiende sin roturas la hermosa alfombra, aparece el rey y agradecido 
dirige abiertamente su rostro hacia la luz maternal que lo ha engendrado. 
¿Pero quién es este sol? ¿Quién se ha lanzado a esta tarea del amor? 
¿Quién es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo? Es un 
corazón como el nuestro, un corazón humano, que tiene sed de correspondencia 
de amor. Como son precisamente los corazones, llenos de cálida locura, de 
esperanza incomprensible. Llenos de obstinación. Un corazón que languidece si 
no se le ama. ¿Quién vive toda una vida rodeado exclusivamente de enemigos? Y 
si le sucediera a uno, como a Crusoe, vivir en una isla desierta, tendría el recuerdo 
de una juventud y alimentaría su soledad con imágenes de una amistad que 
quedó ya muy lejos. Un corazón humano no es como Dios; no se cierra y gira en 
torno a sí mismo, es indigente. El corazón humano llama, busca, necesita sangre 
extraña para vivir él mismo. Un corazón humano no es, como Dios, omnipotente; 
no puede crear con una sola palabra a la manera del Señor. Dios dijo: ¡hágase! Y 
se hizo. ¿Qué puede un corazón, si no encuentra correspondencia? ¿Qué hará, si 
no queremos amar? 
Todo será más difícil de lo que parecía visto desde el cielo. Visto desde allí 
el amor era lo irresistible, lo habituado a vencer. Bastaría aproximarse a los 
hombres con elcáliz lleno, y sin más los sedientos caerían de hinojos y suplicarían 
pidiendo un trago. Experimentarían la proximidad de la salvación, no podrían 
actuar de otra manera. Con esta convicción vino al mundo. Y ahora que se 
encuentra revestido de la lóbrega carne, y que en su corazón late este corazón de 
carne: ¡qué extraño, qué distinto es todo de lo que él pensaba! ¡Qué obscuro 
resulta este ropaje a la luz del cielo! 
¡Y qué prudencia va a ser necesaria! ¡Con qué suavidad, con qué vacilación 
tiene que sentar el pie para que no tropiece la gente con su amor, para que no lo 
interpreten mal! Pues ellos experimentarán el gran calor de su corazón y 
extenderán sus brazos para abrazarlo. Pero él no se refiere a ese amor, y tendrá 
que apartarse de ellos por amor, mantenerse frío y dominar su propio corazón. Y 
será todavía más difícil el que tendrá no sólo que dar su propio amor a los que 
ama, sino que tendrá que enseñarles y formarles sin piedad para que logren la 
misma misericordia, empujarlos a una soledad semejante a la suya que resulta 
mortal. Al hombre que más ama tendrá que atravesarle con siete espadas 
empuñadas por él mismo, dejar intencionadamente y con plena conciencia que 
muera su amigo (esto le causa suficiente amargura) y a los que él ha reunido 
trabajosamente en su rebaño, en su redil, los enviará indefensos como ovejas 
entre los lobos. No sólo hará sufrir a los que ama, para formarlos en la disciplina, 
sino que los sacrificará para iniciarlos en el nuevo misterio del amor. 
El mundo fue redimido por la soledad de un corazón. No por la bella 
soledad de la clausura, que se reviste de protección a causa de las cicatrices que 
deja la vida, sino por la soledad que nos abandona indefensos al tráfago del 
mundo. Por una soledad en la que el corazón, sumergido suavemente en el agua 
helada de las imposibilidades, debe sentir el amor como la fría cuchilla de una 
espada y una herida permanentemente en carne viva. El pueblo es embotado y 
bestial, los sacerdotes están al acecho, los discípulos son obstinados y disputan 
por los primeros puestos, uno de los doce le traicionará; en la patria y en la ciudad 
natal y hasta en la casa paterna el profeta sólo encuentra desconfianza; sus 
primos le toman por loco. Para dar con él, se asesina a los niños. Ahora avanza él, 
quiere obligarlos al amor, les amenaza con la muerte eterna, si no comen su 
cuerpo y se manifiesta ante los tres amados con la magnificencia extática de su 
hereditaria grandeza. Vuelve de su primera idea para que no amen a la fuerza, y 
nadie puede levantar tiendas de reposo en su luz celestial. Sea cual fuere la forma 
como se dirija a ellos, siempre se escandalizarán. Semejante a un alfarero, que 
modela su arcilla en el torno, él va modelando su corazón para ofrecerlo a los 
hombres de una forma nueva y diferente. En vano; no le prestan atención. Ya lo 
saben todo. Lo han pesado y lo han encontrado demasiado pesado. Qué ligero es 
el amor de ellos: comprendido rápidamente, practicado sin dificultades, simple 
como el dormir y el comer. ¿Para qué ese esfuerzo extremado? ¿La vertiginosa 
danza en la cuerda alta, el espíritu dislocado, alterada la medida justa? Lo 
rechazan, y él venga en medio de ellos como un extraño. En medio de su mundo 
Dios ha aprendido a ser lo que era desde toda la eternidad: solitario y solo. Por 
medio de la soledad ha redimido al mundo. 
Y sin embargo la soledad no es abandono. Pues también el sol está solo en 
el firmamento. Pero ¿qué pasa si el sol se oculta en las tinieblas? Todos los 
corazones viven de la esperanza. Sólo ella impide el vértigo que se siente sobre el 
puente que se balancea al aire, sobre el puente del tiempo, vacilando segundo 
tras segundo, sobre el abismo del no-ser. 
El corazón late - ¿para qué? Para mañana, para otros mañanas bellos, y el 
camino llano parece ascender siempre ante la vista. Venga a nosotros tu Reino. El 
Reino de los cielos ha llegado muy cerca de nosotros. Queda todavía un 
momento, hijos... pocos son los fieles, pero espera y trabaja, corazón mío, no 
siempre se resistirán los demás. “Simón, ¿ves aquella mujer?” -suena como un 
triunfo. Lo que ha resultado ahora, que la amarga envoltura se ha quebrado y el 
aroma se ha derramado así como las lágrimas, también te sucederá a ti, fariseo, 
aunque quizá un poco tarde. Esperanza del corazón de Dios. El Reino de los 
cielos es semejante a una semilla de mostaza que (dicho esto con una sonrisa 
misteriosa) es mucho menor que todas las demás semillas de la huerta..., y en 
espíritu ve él el árbol, que brota del corazón, en cuyas ramas anidan los pájaros 
del cielo, su copa se mece alta a la luz del sol, en alas del aire que viene del 
Padre. 
Pero su mirada se posa en la tierra, y despierta como de un lejano sueño. 
¿Dónde está el Reino? ¿Y quién pertenece a él? ¿Quién de estos doce, de estos 
setenta y dos es digno de franquear su umbral? ¿Y dónde están los demás, los 
innumerables que el Padre le ha confiado? ¿Ha crecido el Reino desde los días 
del bautismo del Jordán? ¿No se han apartado de él las turbas, en la hora de la 
gran promesa? ¿No le traicionarán también los doce? ¿No se les escurrirá de 
entre los dedos el Reino como un sueño huidizo? ¿A qué hechizo se deberá 
entonces su venida? ¿Cómo voy a procurarlo? ¿Cómo va a bastar un solo 
corazón, para transformar el infierno en paraíso? Y no puedo decir: ¡Padre, crea tú 
el Reino!, pues tú me has encomendado a mí la tarea y has cargado el mundo 
sobre mis hombros. ¡Esperanza! - ¿en qué? No en los hombres, y no en el tiempo, 
y tampoco en Dios... esperanza - ¿en qué? ¿En mí mismo? ¿En la fuerza de mi 
amor? ¿Pero es que llega hasta el final? ¿Qué pasa si se niega? ¿Y si yo tuviera 
que darme en la cruz de que todo es baldío? ¿Y el Reino se hunde en la noche, y 
mi corazón se despedaza con un gran grito, porque ya no puedo más? ¿Por qué la 
fuerza de Dios, a partir de la cual late - late en esperanza - se aparta de él? ¿Y 
cuando me vea privado de la última gota de agua y de sangre, y contemple el cielo 
en un vacío inmenso, y la exigencia del airado juez me fulmine con terrible 
amenaza? 
Difícil es la tarea, pero más difícil todavía rehusarla. Es más difícil la 
experiencia de la impotencia y la certeza del fin. Tan improbable es la flor de la 
gracia que sólo crece brotando de la roca más dura de la imposibilidad. Se hace 
en vano la donación de la gracia, y esta inutilidad de la misma debe sufrirse hasta 
el fin. Pues en definitiva todo es baldío, tanto el mundo como la gracia. Si Dios 
perdona, su perdón es vano. ¿Qué amor no es derroche? 
Por esto debe extinguirse el sol, y el corazón de Dios tiene que rehusar. 
Tan fuerte debía de ser este corazón que no se sustrajo a la extrema impotencia. 
Al igual que una barca con una vía de agua empieza a hundirse, y ningún grito de 
auxilio puede salvarla del naufragio. Pues la sabiduría de Dios había resuelto 
vencer en la derrota, y derramarse en solemne locura. Pues es locura morir por 
una causa perdida. Es locura esperar cuando ya desde hace mucho tiempo todo 
está perdido. El amor de Dios se ha vuelto loco y se ha visto privado totalmente de 
dignidad. 
Ahora pone el pie en el suelo, en la maraña del mundo, en las tierras 
movedizas del pecado. Las oleadas de la tentación salpican en torno: ¡todavía hay 
que salvar el Reino! ¡Cree en tu poder! ¡Confía en la estrella de los magos! ¡Haz 
que las legiones de los ángeles te saquen de aquí atravesando el vacío! ¡Haz el 
milagro que encadene a ti su corazón: dales juegos y pan! ¡Dobla la rodilla de su 
temerario corazón (arrodillarse es bueno!) y dirige a mí tu oración! ¡Padre! Grita el 
corazón en su caída vertiginosa, en tus manos, que no siento, que se han abierto 
para dejarme caer en ellas, que me acogerán sobre el suelo del abismo, en tus 
manos encomiendo mi espíritu. En tus manos aliento mi espíritu. Mi Espíritu 
Santo. 
El corazón se ha convertido en espíritu, y del soplo del Espíritu ha 
engendrado para sí el nuevo mundo. Un