Vista previa del material en texto
Corazón del mundo Hans Urs von Balthasar Título Original: Das Herz der Welt1945 Ediciones Encuentro - Madrid Segunda Edición 1999 EL REINO I ¡Cárcel de finitud! También el hombre, como todo ser, ha nacido en la prisión; el alma, el cuerpo, el pensamiento, su vislumbre, su deseo: todo en él tiene sus límites, él mismo es limitación palpable, todo es esto, no aquello, distinto, separado de lo demás. Todos miran hacia lo que es extraño desde las enrejadas ventanas de los sentidos; y aun cuando su espíritu vuele a través de los espacios como un pájaro: él nunca será este espacio, y el surco que deja al pasar se disuelve una vez más y no deja rastro alguno permanente. ¡Qué distancia tan grande de una cosa a la que le está próxima! Y si llegan a amarse y se hacen caso de una isla a la otra, si tratan de intercambiar su soledad y engañarse mutuamente interpretándola como unidad: con cuánto más dolor les sorprende la desilusión, pues palpan las barreras invisibles, las frías paredes de cristal contra las que se arrojan como pájaros enjaulados. Nadie puede romper su abandono, nadie sabe quién es el otro. El hombre se limita a presentir a la mujer, el niño al hombre, quizá con menos seguridad que el hombre presiente al animal. Las cosas son extrañas entre sí, y aun cuando se encuentren bastante cerca y se complementen como los colores, como el agua y la roca, como el sol y la nube, aun cuando juntamente realicen la armonía tonal del universo: lo polícromo paga el precio de la más amarga separación. El mero hecho de existir un individuo es ya renuncia. Roto el límpido espejo, la imagen infinita se esparce por todo el mundo, el mundo queda convertido en un montón de residuos. Pero de todos modos cada una de las ruinas es todavía algo precioso; de cada uno de los fragmentos parte un rayo del misterio original; en cada uno de los bienes creados se percibe un bien infinito, una promesa de más, el quizá de un riesgo, un halago, tan dulce, que ante ese violento placer se nos detienen los pulsos al situarse desnuda y desvestida del envoltorio de ceniza que es la costumbre y dejarse ver de este modo ante nuestra mirada por un momento: llenándonos de una felicidad maravillosa, sin límites. El sello del origen, el beso de lo original, la garantía de la unidad perdida. El meollo de la felicidad es siempre impalpable pero sigue siendo constantemente misterioso; si corremos tras ella, no la podemos alcanzar; ella mantiene en la mano la manzana de Adán, no el fruto infinito del árbol de la vida. La imagen celestial se desliza sonriendo tristemente, se apaga, se disuelve en el aire. Lo que se apareció como sin límites vuelve ahora a mostrar sus barreras concretas, y tanto el buscador como lo buscado, se deslizan ambos hacia una estrecha prisión. Y nuevamente nos encontramos frente a todo, siendo parte de una parte, y lo que tenemos es algo que compartimos con todo lo demás, ni las sacudidas ni las lágrimas rompen los muros de la cárcel. Pero mira: existe esa realidad fluctuante, que se desliza incomprensiblemente, el tiempo. Es la barca invisible que va de orilla a orilla. Un vuelo de una cosa a la otra. Monta sobre el tiempo, éste empieza a correr, te lleva, no sabes cómo, no sabes a dónde, el suelo firme que hay bajo tus pies se mueve y vacila, el camino firme se convierte en deslizante y vivo, comienza a fluir como el maravilloso curso de un río, las orillas se transforman y cambian - ahora son bosques, más tarde se trata de amplios campos, de ciudades de hombres -, la corriente misma cambia de forma y se transforma a cada momento; de pronto se desliza como un suave susurro, de repente se eriza formando grandes cataratas, y termina por amansarse y convertirse en un lago tranquilo: ahora el movimiento se ha hecho imperceptible, y a lo largo de la orilla el agua vuelve a encresparse formando olas hasta que una vez más el ímpetu del centro de las aguas llega hasta las orillas. El espacio es frío y rígido, pero el tiempo es vivo; el espacio separa, pero el tiempo lleva todo hasta todo. El tiempo no corre fuera de ti, tú no nadas como un tronco que se desliza sobre el agua, el tiempo fluye a través de ti, tú mismo fluyes. Tú eres el río. ¿Te sientes triste? Confía en el tiempo: pronto reirás. ¿Ríes? No mantendrás por siempre tu risa: pronto llorarás. El tiempo te lleva de sentimiento en sentimiento, de este estado a otro estado, de la vigilia al sueño y del sueño una vez más a la vigilia. No puedes caminar largo tiempo, nuevamente te pones a descansar, te cansas, sientes hambre, tienes que sentarte, comes, te levantas nuevamente, y comienzas una vez más a caminar. Sufres: desde lejos, como algo inalcanzable contemplas la acción que quieres emprender; pero siempre te arrastra la corriente y una mañana llega por fin la hora de la acción. Tú eres un niño, y nunca, piensas, te sustraerás a la debilidad de la infancia, que te encierra entre cuatro muros sin ventanas. Pero mira, tus muros mismos son movedizos y cuarteables y todo tu ser se transforma modelándose en un joven. De tu mismo seno surgen manantiales ocultos en ti, y un día el mundo brotará en torno a ti. Poco a poco el tiempo te lleva de curva en curva, perspectivas, horizontes pasan de largo ante tu mirada: empiezas a vivir la transformación, empiezas a descifrar una aventura desmesurada. Experimentas una dirección, sientes una partida, olfateas el mar. Y ves que lo que cambia en ti es lo mismo que cambia en todo lo que hay en torno a ti: todo punto, por el que tú pasas rozando, está asimismo en movimiento. Un torbellino se debate sobre él desde todas partes, toda su larga historia se desata sobre él, pero al igual que tú, tampoco él sabe donde termina esa historia. Miras al cielo: los soles giran altos, pero en conexión con sus sistemas de planetas, como racimos de uvas, ruedan deslizándose hacia las distancias creadas de antemano y hacia los espacios inescrutables. Tú desintegras los átomos: forman éstos un enjambre más confuso que un disperso montón de hormigas. Tú buscas un apoyo y una ley estable en el centro de nuestra tierra, pero también ésta es puro acontecer e historia, nadie puede predecirte de antemano y contar con las nubes de la próxima semana. Es cierto que existe una ley, pero se trata de la misteriosa ley del cambio, cuyo único fundamento está en aquél que cambia. No puedes llevar el río a la orilla seca, para capturar como un pez la ley de su fluir. Y sólo en el agua puedes aprender a nadar. Los sabios que existen entre los hombres tratan de buscar el fundamento de la existencia, pero no pueden hacer otra cosa que descubrir una ola de esa corriente; en su pintura el fluir se ha hecho rígido, y sólo resulta verdadera si nuevamente abandonan la imagen al cambio y al movimiento. Los que sintieron avidez emprendieron muchas cosas, y arrojaron rocas al mar, para detener la corriente, con sus sistemas trataron de descubrir un islote de la eternidad e hincharon su corazón como globos para capturar la eternidad en una hora feliz. Pero ellos sólo capturaron aire y estallaron, o hechizados por una idea imaginaria, olvidaron vivir bien y la corriente arrastró suavemente sus cadáveres. No, la ley está en movimiento, y sólo corriendo puedes llegar a capturarla. La perfección está en la plenitud de lo que llega. Por eso nunca pienses que la has conseguido; olvida lo que queda tras de ti, lánzate hacia aquello que está delante de ti: finalmente, te convertirás en aquello que tú ansías en medio del cambio en el que pierdes lo ganado. Confía en el tiempo. El tiempo es música, y el espacio a partir del cual suena, es el futuro. Compás tras compás se va creando la sinfonía en una dimensión que se va descubriendo a sí misma, y que siempre pone a disposición una provisión inagotable de tiempo. Con frecuencia falta espacio: la piedra es exigua para la estatua, la plaza no permite ya ser ocupada por más gente. Pero ¿cuándoha faltado tiempo? ¿Cuándo se ha salido como un nudo que es demasiado corto? El tiempo es tan largo como la gracia. Entrégate a la gracia del tiempo. No puedes interrumpir la música para atraparla y recogerla: déjala que fluya y vuele, de otro modo no la comprenderás. No la puedes empaquetar en un bello acorde y poseerla para siempre. La paciencia es la virtud primera de quien quiere percibir. Y la segunda, la renuncia. Pues mira: no comprendes el movimiento de la melodía hasta que suena su último tono. Sólo ahora, que ha concluido todo, captas la perspectivas de los acentos misteriosos, los arcos de la tensión y las curvas de lo profundo; sólo lo que perece al oído, penetra en el corazón. Y, sin embargo: no puedes captar en la unidad del espíritu de manera invisible lo que de manera perceptible no experimentas en la multiplicidad de los sentidos. De este modo lo eterno está por encima del tiempo y es como la cosecha del tiempo, y sin embargo la eternidad llega a ser y a realizarse sólo con el cambio del tiempo. ¡Qué clase de seres somos! Tenemos que creer sumergidos en el paso del tiempo. Llegamos a la madurez, nos enriquecemos sólo mediante la renuncia a una hora y a la otra. Tenemos que soportar la duración. Cuando tratamos de detenernos lesionamos la ley de la vida de la naturaleza. Cuando perdemos la paciencia de la existencia temporal, caemos por eso mismo en la nada. Mientras caminamos nos llega el susurro de una voz en alas del viento contrario que cortamos; pero si nos detenemos para oírla mejor, la voz se convierte en silencio. El tiempo es a la vez amenaza y promesa maravillosa: avanza, nos dice, ¡de lo contrario no vendrás conmigo! ¡Avanza, muestra tus manos vacías, de lo contrario no te las podré llenar! De lo contrario pasaré de largo junto a ti con mi fresco don y te abandonaré a tu ya rancia bagatela. Creéme que eres más rico cuando puedes concluir y destruir tu felicidad y tus horas de elevación; eres más rico cuando puedes ser pobre, y permanecer abierto en lugar de ser un pordiosero a la puerta del futuro. ¡No te detengas, no te encierres, no te pegues a nada! ¡No puedes acaparar el tiempo, aprende de él la prodigalidad! Sé pródigo por propia voluntad y reparte aquello que de otro modo se te arrebatará a la fuerza. Entonces serás tú, que te quejas de haber sido robado, más rico que un rey. El tiempo es la escuela de la exaltación, la escuela de la magnanimidad. Es la universidad del amor. El tiempo es el suelo de nuestra existencia. El tiempo es existencia que fluye como una corriente; el amor es la vida que se convierte a sí misma en corriente. El tiempo es indefenso, es existencia desposeída de sí misma sin que haya sido interrogada; el amor se enajena a sí mismo y se deja desarmar voluntariamente. La existencia no puede manifestar el amor de otro modo que fluyendo - ésa es su ley y su naturaleza. Y de este modo puede ser libremente, por sí mismo, el amor. Tenemos que ser pacientes, aun cuando sintamos perecer de impaciencia, pues nadie puede aumentar un solo palmo de la medida de su amor a no ser que se vaya creciendo - con el tiempo. Tenemos que renunciar, y aunque llenos de convulsiva avaricia apretemos fuertemente nuestra posesión, el mortífero tiempo suelta suavemente nuestros dedos, para esparcir por el suelo los tesoros alcanzados. Lo que al fin el último momento nos obliga a realizar por la fuerza, todo momento nos aconseja suavemente que lo llevemos a cabo: que descubramos el misterio de la duración como el dulce meollo de nuestra vida: la oferta de un amor inagotable. Cosa extraña: podemos ser aquello que pretendemos con afán, pero en vano. En el existir podemos realizar lo que en el sabe y en el querer se nos escapa con dolor. Quisiéramos entregarnos - y estamos ya entregados. Buscamos a aquél a quien pudiéramos entregarnos - y ya hemos sido aceptados hace tiempo. Y cuando el corazón se encoge al considerar la vanidad de todo lo que se ha vivido, surge el temor de la esposa en la noche de bodas, cuando se le priva del último velo. Hemos sido proyectados como seres que pueden lograr voluntariamente lo que deben querer contra su voluntad. Pero ¿qué puede comunicarnos más felicidad, que pensamiento puede ser más embriagador que éste: ya el existir es una obra de amor? ¿De manera que yo lucharía en vano por no ser lo que ya soy? De manera que aunque grite: ¡no! con toda la fuerza de la garganta, con todas las venas de mi cuerpo agitadas por el temor: ¡no!, en el último rincón más profundo un eco traidor dice: ¡sí, sí! Cuando después de muchas muertes morimos por última vez, entonces en ese acto de vida suprema la existencia ha dejado de morir. Sólo una cosa es siempre mortal: no querer morir mientras se vive. Toda muerte realizada voluntariamente es origen de la vida. Así el cáliz del amor está mezclado de vida y de muerte. Es un milagro que no amemos: el amor es sello de agua en el pergamino de nuestra existencia. Nuestros miembros se mueven de acuerdo con su melodía. Quien ama, obedece a la tendencia de la vida temporal; el que se niega a amar lucha (en vano) contra la corriente. ¡Qué fácil nos resulta el gesto de donación cuando corre a través de nosotros constantemente, el agua del ser, como por la boca de un pozo! ¡Qué fácil nos resulta la enajenación, al bañarnos en la riqueza del futuro que corre de una manera inagotable! ¡Qué fácil es para nosotros la fidelidad, pues el tiempo infiel nos ha colocado en el dedo el anillo de la indisolubilidad! ¡Qué fácil es la muerte, pues cada hora sentimos qué bienaventuranza, qué ventaja supone incluso el perecer! Y hasta el envejecer, lo que nos infunde temor, y nos encoge nuestro ánimo, nos ofrece en compensación de la obscuridad exterior la interior claridad de la pobreza. Nada es trágico en nosotros, pues toda renuncia recibe un premio sobreabundante, y cuanto más nos acercamos al centro de la pobreza, tanto más íntimamente tomamos posesión de nosotros mismos, con tanta mayor seguridad nos pertenecen todas las cosas. De este modo podemos ser lo que queremos. En el agua misteriosa del tiempo en el que nos bañamos, lo que somos por nosotros mismos, la profunda resistencia llena de rencor que anida en los corazones se disuelve, queda superada en esta fluidez del ser. Sólo lo rígido es problemático, lo impenetrable, lo que se opone a todo espíritu y mirada. Pero el ojo es fluido y el espíritu penetrante, y de este modo resulta transparente y diluye lo que es rígido. Mientras en el exterior vamos colocando las cosas de modo que sus envoltorios se toquen y nos blindamos contra las inexorables exigencias de la vida, la fuente sigue manando en lo más íntimo del individuo y quebranta los muros y va minando nuestra más dura fortaleza. Nadie resiste hasta el final el incesante empuje de este oleaje: nos va reblandeciendo día tras día, va carcomiendo guijarro tras guijarro de la orilla ya desgastada: al final nos derrumbamos. Con el tiempo, hasta el más estúpido comprende el tiempo. El tiempo va cavando para sí mismo un lecho en él y con su redondo vientre lo va limando como el torrente que se precipita lamiendo el glaciar. Tú sientes el tiempo así, y él te introduce en su más elevado misterio. Tú sientes el ritmo del ímpetu y de la calma del tiempo. Como futuro se acerca a ti, te llena de dones sin medida, pero también te roba, lo exige todo de ti. Te quiere rico y pobre a la vez, cada vez más rico y más pobre. Te quiere cada vez más amoroso. Y si cumplieras plenamente la ley y el mandamiento de tu ser y fueras plenamente tú mismo, vivirías tan sólo a partir de este don, que fluye hasta ti ( y que eres tú mismo ) y que tú volverías a donar santamente sin haberlo contaminado por tu posesión. Tu vida sería un hálito, en el doble movimiento reposado e inconsciente de tus pulmones. Y tú mismo serías el aire inspirado y espirado en el movimiento cambiante de esa manera. Tú serías como la sangre en el puso de un corazón, quemueve tu organismo y te mantiene preso en el círculo y en la ruta de sus venas. Tú sientes el tiempo - ¿y no sentirías este corazón? Tú sientes el torrente de la gracia, que penetra en ti, cálido, rojo - ¿y no sentirías cómo eres amado? Buscas una prueba - y sin embargo, tú mismo eres la prueba. Tratas de captarlo, al Desconocido, en las mallas de tu conocimiento - y sin embargo eres tú el capturado en la red inextricable de su poder. Querrías comprender - pero eres tú el que eres comprendido. Querrías imponerte - y sin embargo eres dominado. Tú planeas buscar - y sin embargo has sido encontrado largo tiempo ya y desde el principio. Tú te palpas a través de mil ropajes en tu cuerpo viviente - ¿afirmas que no sientes la mano que, desnuda, toda tu alma desnuda? Te mueves de un lado para otro con el ímpetu de tu inquieto corazón y llamas a esto religión, pero en verdad no se trata sino de movimientos del pez que boquea en la barca. Querrías encontrar a Dios, aun cuando para ello sufrieras mil dolores: qué humillación que tu esfuerzo sea vano, ya que él desde hace tiempo te sostiene con su mano. Pon el dedo para percibir el pulso vivo del ser. Siente el latido de que un solo acto de la creación a la vez te impone una exigencia y te libera. En el tremendo fluir de la existencia esto determina a la vez la medida exacta del abismo: así como debes amarle como a aquel que es el más próximo a ti, debes hundirte ante él como ante el Altísimo. Al igual que él en el mismo acto te viste por amor y te desnuda por amor. Al igual que él pone en tu mano con la existencia de todos los tesoros y la alhaja más preciosa: responderle con tu amor, poder devolver su don, y sin embargo ( no después, en un segundo momento, en un segundo paso ) él te arrebata nuevamente todo lo que te dio, para que no ames el don, sino al donador y hasta en la donación sepas que no eres más que una ola de su corriente. En el mismo instante de la existencia estás cerca y lejos, en el mismo momento se te pone un amigo y un señor. En el mismo instante eres hijo y siervo. Siendo lo que fuiste, vives en la eternidad; pues aun cuando tu virtud, tu sabiduría, tu amor se elevaran de una manera inconmensurable y emergieras por encima de los hombres y de los ángeles, y subieras directamente atravesando todos los cielos: nunca te alejas de tu salida. Pero nada es más bienaventurado que esta realidad original primera; y en el más amplio arco de la evolución vuelves nuevamente a esta maravilla de tu origen; pues el ser del amor es incomprensiblemente magnífico. Y naturalmente la vida camina hacia adelante a partir de su origen, se busca a sí misma y cree hallarse allí donde está segura ante la amenaza de su comienzo. La semilla aparece demasiado insegura, y necesita de una corteza o envoltura más fuerte, y el momento de la concepción se parece demasiado a la nada. Pero una ley férrea hace retornar todas a las cosas al círculo más derechamente que una flecha. En ese arco grande y esbelto, la vida se erige hacia sí misma mediante el crecimiento, quiere afirmarse poderosamente a través de la estrecha puerta de la vida y aniquila el corazón y el cerebro del individuo avasallado por la obstinación y su misión, y sus manos orgullosas como si fueran su propia creación distribuyen y reparten lo que a ellas les llegó de otra parte, de la especia, desde raíces desconocidas. Pero ya se ha alcanzado la cima, y mientras en otras partes todavía el sol asciende, su camino empieza a declinar, en los frescos bosques se sumerge la tarde, y nuevamente se vuelve a oír el murmullo, primeramente un riachuelo, un recuerdo casi desprendido de los primeros tiempos le sobreviene, se añoran dulcemente los tiempos primitivos, el ansia nos oprime, se impone el amor, y de manera imprevista, repentinamente, una cascada se precipita al vacío, la noche del principio. Todo lo que el ser extraordinario tenía de maravilloso se deshace, como el curso de distintos ríos en un mar de muerte y de vida. En un mismo mar se levantan y hunden las olas, los cuerpos fluctúan unos junto a otros, las formas y las especies, siglo tras siglo, deshechos en espuma en la postración de los más increíbles homenajes en la lisa arena de la playa de la eternidad. Significado de nuestra vida: demostrar mediante el conocimiento que no somos Dios. Así morimos en Dios, pues Dios es vida eterna; ¿cómo llegaríamos a su contacto sino a través de la muerte? La muerte en nuestra vida es la garantía de que alcanzamos lo que está por encima de la vida. La muerte es la reverencia de la vida, la ceremonia de la proskynesis ante el trono del Creador. Y como lo más íntimo de los seres consta de alabanza, servicio y respeto que deben las cosas a su creador, así una gota de muerte está mezclada en todo momento del ser. Pero como el tiempo y el amor están tan estrechamente entrelazados, aman también su muerte, y su existencia no se opone al ocaso. Y si la exigua vida siente temor, la obscura voluntad se opone a la muerte, la existencia misma, el profundo curso del mar, que levante y sumerge esa existencia, conoce a su señor y se somete gustosamente. Pues sabe por una especie de presentimiento: el otoño sólo existe porque se prepara la primavera y en este mundo se agosta gustosamente lo que la esperanza trae para que florezca en Dios. De este modo la criatura muere en Dios y resucita en Dios. Revoloteamos atraídos por la luz y extasiados; pero el fuego, al que nadie puede acercarse, nos mantiene hechizados. Nos arrojamos a las llamas, nos quemamos, pero la llama no mata, se convierte en luz y arde en nosotros como amor. El amor, que conoce profundamente lo que vive en nosotros se erige en nosotros como centro, del que vivimos, lo que nos llena y nos nutre, nos mantiene hechizados, se viste de nosotros como si de un abrigo se tratara, que nuestra alma necesita como de un órgano; no es que nosotros seamos esto, lo es, en una proximidad máxima que casi no se distingue de nosotros, lo es el Señor en nosotros - y mediante el amor crece en nosotros el temor, que una y otra vez y con urgencia nos impulsa a arrodillarnos, nos empuja al polvo de la nada. Golpea con fuerza, con más estruendo todavía que el tiempo, el corazón del amor. Late uniendo dos seres en uno y separando uno en dos seres. Así vivimos partiendo de Dios: él nos atrae poderosamente hacia su ardiente centro, él nos arrebata con dominio todo centro que no es el suyo. Pero nosotros no somos Dios; y para mostrarnos con más vigor la fuerza de su centro, nos aparta imperiosamente - pero no nos deja solos, desfallecidos, sino que nos hace donación de nuestro propio centro y nos comunica la fuerza de su misión. Dios no exige celosamente, él nos quiere para sí y para su exclusiva gloria. Pero cargados con su amor, y viviendo de su gloria, nos devuelve al mundo. Pues no es ritmo de su creación, que el mundo salga de Dios en un movimiento de egresión y vuelva a él en regresión de donde procede. Más bien ambas cosas son una sola, no menos condicionada la salida que la entrada; no menos querida por Dios la misión que el anhelo. Y quizá más divina todavía que la vuelta a Dios, en la salida de Dios, pues lo más grande de todo no es que nosotros conozcamos a Dios reflejándolo como espejos relucientes, sino que lo demos a conocer, como antorchas encendidas dan a conocer la luz. Yo soy la luz del mundo, dice el Señor, y sin mí no podéis hacer nada. Y no hay luz alguna, ni Dios alguno fuera de mí. Pero vosotros sois la luz del mundo, luz escondida pero no falsa, sino ardiente de mi llama, debéis prender fuego al mundo con mi fuego. Salid a las tinieblas más obscuras, llevad mi amor como ovejas en medio de lobos, llevad mi mensaje a aquellos que caminan en la obscuridad y en la sombra de la muerte. Salid y aventuraros fuera del redil custodiado; una vez os recogí, cuando, ovejas errantes, ensangrentadas entre espinas, os conduje al hogar sobre los hombros del buen pastor; peroahora el redil ha quedado abierto, la puerta del aprisco se ha ensanchado: ¡es la hora de la misión! ¡Fuera!, sepraraos de mí, pues yo estoy en medio de vosotros hasta el fin del mundo. Pues yo mismo he salido del Padre y alejándome de él me hice obediente hasta la muerte, y obedeciendo me hice la imagen más perfecta de su amor hacia mí. La salida misma es el amor, la salida misma es ya el retorno. Así como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros. Saliendo de mí como sale el rayo del sol, el agua de la fuete, permanecéis en mí, pues yo mismo soy el rayo, que centellea de brillo, soy el torrente que brota del Padre. Así como yo recibo el caudal del Padre, así vosotros debéis recibir de mí vuestro caudal . volved hacia mí vuestro rostro hasta tal punto que yo pueda volverlo hacia el mundo. Debéis salir de vuestros propios caminos hasta tal punto que yo pueda situaros sobre el camino que soy yo. He aquí un nuevo misterio insospechable para la pequeña criatura: que incluso la lejanía de Dios y la frialdad del temor son una imagen y símbolo para Dios y para la vida divina. Lo más incomprensible es la verdadera realidad: precisamente en lo que tú eres no Dios, en eso te asemejas a Dios. Y precisamente en lo que estás fuera de Dios, en eso estás en Dios. Pues el hecho mismo de estar frente a Dios es algo divino. En lo incomparable de tuyo reflejas la unicidad de Dios. Pues incluso en la unidad de Dios hay distancia y reflejo y eterna misión: El Padre y el Hijo opuestos entre sí y sin embargo uno en el Espíritu y en la naturaleza que sella a los tres. Dios no es sólo la imagen original, es también semejanza y trasunto. No sólo la unidad absoluta, también es divino ser dos, si el tercero los une. Por eso en este segundo ha sido creado el mundo, y en este tercero se afinca en Dios. Pero el sentido de la creación permanece incomprensible mientras el velo cubra la imagen eterna. Si el latido del ser no resonara en la vida eterna, en la vida trinitaria, esta vida sería sólo fatalidad, este tiempo sería tan sólo tristeza, todo amor se limitaría a ser transitoriedad. Sólo ahora comienza a brotar en nosotros la fuente de la vida, y nos habla de la Palabra, se convierte ella misma en palabra y lenguaje, nos comunica, como saludo de Dios, la misión de que debemos anunciar al Padre en el mundo. Sólo ahora se ha disuelto la maldición de la soledad, pues el enfrentarse es algo divino, y todo ser, hombre y mujer, y animal y piedra ya no se excluyen por su peculiaridad de ser, de la vida universal, sino que más bien coordinados en sus formas, ya liberados de la obscura cárcel, dispuestos a evadirse a lo infinito partiendo del obscuro anhelo, más bien como mensajeros de Dios y formando un cuerpo en plenitud magnífica, un cuerpo cuya cabeza descansa en el seno del Padre. ¡Sigue, pues, latiendo, corazón de la existencia, pulso del tiempo! ¡Instrumento del amor eterno! Tú enriqueces y nos devuelves una vez más a nuestra pobreza; nos atraes y nos repeles nuevamente, pero nosotros, en este flujo y reflujo, somos tu regalo. Tú bramas sobre nosotros en majestad, tú guardas un silencio profundo con tus estrellas, tú nos llenas sobreabundantemente hasta el borde y nos vacías absolutamente hasta el fondo. Y bramando, callando, llenando, vaciando, tú eres el Señor y nosotros somos tus siervos. II El vino al mundo. Lleno de sabiduría y conocimiento del Padre, cargado de todos los tesoros del abismo, la expresión de lo indecible. El es en el principio la Palabra. Y cuando abrió la boca ante el mundo y empezó a hablar del Padre, empezó al mismo tiempo a expresarse a sí mismo, pues él es la palabra viva, el que habla y el discurso mismo. Vino al mundo para revelarse a sí mismo como la Revelación del Padre, y al exponer en esta noticia toda su aspiración y el sentido de su ser, y el no querer ser otra cosa sino espejo y ventana del Padre, coincidieron su voluntad y su esencia, y esta unidad fue el Espíritu Santo. Por consiguiente la acción fue trina y asimismo trino el contenido de la Revelación, y la esencia, y el núcleo de toda verdad estaba incluida en la trinidad, raíz y meta de todas las cosas. En este discurso la Palabra de Dios era el amor. Pues ama el que se manifiesta para comunicarse; y esto hizo Dios con su palabra. El decir mismo era el amor de Dios y por eso mismo también la palabra dicha. Lo cierto es que el decir no era otra cosa que la palabra dicha, pues la Palabra era en Dios y Dios era en la Palabra. Una fuente comenzó a manar, y precisamente la fuente consiste en que empezó a manar. Con bastante frecuencia se encontraban cisternas secas en el mundo, pero la novedad fue: una corriente de agua corre y mana. La exterioridad de Dios se manifestó de manera sobreabundante, hubiera podido creerse que llevado de la ira; pero cuando Dios se deshace en tormentas, entonces la nube de la ira descarga un diluvio de amor. El agua tiende a correr hacia abajo y también lo hace el amor, siendo ésta su fuerza de gravitación. Lo que procede de arriba, no necesita de altura, necesita profundidad, quiere la experiencia del abismo. Lo que procede de arriba, es ya puro y seguro, sólo puede manifestarse descendiendo. Lo que procede de abajo, tiende naturalmente hacia la altura, el instinto le empuja a la luz, el impulso tiende al poder, todo espíritu finito quiere afirmarse y desplegar su corona la sol de la existencia. Lo que es pobre, trata de ser rico: en fuerza, en calor, mediante la sabiduría y la simpatía. Esta es la ley del mundo. Pues todas las cosas tienden a partir del germen, que es vida concentrada, a desarrollarla, lo posible se lanza impaciente tras la forma, las tinieblas deben tender a la luz a través de las cenizas y la tierra. Y en ese ímpetu de las cosas chocan unas con otras y se limitan mutuamente, y estos límites resultan movedizos tanto en el juego como en la lucha por la existencia, y estas delimitaciones entre las cosas se llaman costumbres y convención y familia y estado. A su manera, este impulso, esta entelequia da testimonio en favor de la buena naturaleza del Creador - pues todo bien tiende a su expansión fuera de sí mismo - y da asimismo testimonio a favor del obscuro instinto de la criatura que tiende hacia Dios - pues este impulso es inquieto y lleno de hambre e insaciablemente abarca en sí al mundo, al hombre y a Dios -, para llenar su vacío. Por esta razón el amor de los hombres se llamó ya desde antiguo pobre e indigente, y necesitado de hermosura, para que ebrio y ciego condujera a cosas agradables. Pero la Palabra vino de arriba. Vino de la plenitud del Padre. En él no había impulso alguno, pues él mismo era la plenitud. La luz estaba en él y la vida y el amor sin deseo, que sentía compasión por el vacío y quiso llenarlo. Pero la naturaleza del vacío era asimismo tender a la plenitud, era un vacío amenazador, un abismo, una garganta defendida con dientes. La luz vino a las tinieblas, pero las tinieblas no tenían ojos con que percibir la luz, sólo tenían fauces. La luz vino a iluminar a aquéllos que estaban sentados en las sombras de los sepulcros, e iluminación habría de significar: conocer la corriente deslizante de la luz y transformarse a sí mismos en luz que fluye. Esta sería la muerte del impulso y su resurrección al amor. El hombre quiere subir, pero la Palabra quiere descender. De este modo ambos se encuentran, a medio camino, en el centro, en el lugar del mediador. Pero se cruzarán, como se cruzan las espadas; sus voluntades son opuestas. Pero Dios y el hombre se relacionan entre sí de manera muy diferente a como lo hace el varón y la mujer; no es que ambos se complementen. Y no se puede decir que Dios necesita el vacío para mostrar su plenitud, como el hombre necesita de la plenitud, para alimentar su vacío; o que Dios necesita descender para que el hombre suba. Si la mediación fuera esto, entonces el hombre habría engullido dentro de sí el amorde Dios, pero como alimento e incremento de su impulso apasionado, su voluntad de poder se hubiera apoderado finalmente de Dios, y de este modo la Palabra hubiera sido sofocada y las tinieblas no la hubieran comprendido. Y las cosas últimas del hombre serían peores que las primeras, pues hubiera incluido en el círculo de su yo, no sólo a sus semejantes, sino al creador mismo y lo hubiera reducido a instrumento de su anhelo egoísta. Pero diremos más bien que si deberían ambos encontrarse, ¿por qué camino habría que llegar a este resultado? Las tinieblas deberían convertirse en luz, el impulso ciego debería disolverse en amor vidente, y la voluntad razonable de posesión y desarrollo debería aclararse convirtiéndose en la irracional sabiduría del yo que se desborda. En lugar de tratar de llegar hasta el Padre pasando de largo por las palabras de Dios en temerario ascenso, ha surgido una nueva orientación: invertir la marcha juntamente con la Palabra, descender las gradas ya escaladas, encontrar a Dios en el camino hacia el mundo, no caminar por otro sendero sino por el del Hijo al Padre. Pues sólo el amor redime, y sólo Dios es el amor. No hay dos clases de amores. Junto al amor de Dios no hay otro amor, el amor humano. Sino que cuando Dios determina y anuncia su palabra: el amor desciende, el amor se desborda en el vacío, y entonces alcanza la plenitud de todo amor. Pero ¿cómo podría el hombre comprender esto alguna vez? Pues durante mucho tiempo el impulso y el instinto y el anhelo de su naturaleza se había solidificado en el pecado, la enfermedad del egoísmo había destrozado la estructura de su alma como un cáncer. El rico corazón, que Dios le había regalado, temblaba lleno de deseos y se consumía en melancolía, todo intento de escapar de la cárcel interior lo reducía a una dura esclavitud. Dócil a la violencia, empezó a ensalzar la esclavitud y a enriquecer la fortaleza violenta de su yo con murallas y fosos. Quien declare la guerra a este yo ¡que tenga cuidado! Tendría que luchar batalla tras batalla, y si el enemigo penetrara a la fuerza ya en el puente, y el castillo se encontrara en llamas, y sólo una de las torres ofreciera todavía desesperada resistencia: el hombre no se rendiría antes de que fuera arrancada la última puerta, hasta que fuera arrojado el último dardo, hasta que se agotara la última fuerza de su brazo en una lucha mortal. Así pues, la Palabra vino al mundo. Vino a su propiedad, pero los suyos no la recibieron. Irradió luz sobre las tinieblas, pero las tinieblas se alejaron de él. De este modo la revelación del amor tuvo que decidirse a luchar a vida o muerte. Dios vino al mundo, pero un frente de lanzas y escudos se opuso a su llegada. Su gracia comenzó a gotear, pero el mundo se hizo escurridizo e impenetrable, y las gotas, resbalando, cayeron al suelo. El mundo se había cerrado herméticamente. El ciclo de la vida del hombre estaba cercado, ascendía del seno y volvía al seno. La comunidad de los hombres estaba cerrada, bastándose a sí mismo y satisfechos por sí mismos. Todo anhelo que trascendía los límites volvía nuevamente a referirse dentro de los mismos. La religión cerrada, un círculo de costumbres y ritos, oraciones y sacrificios, obras de la humanidad y obras equivalentes de la divinidad, recibidas de los antepasados y que nadie fuera de los impíos osaba tocar. El mundo se encontraba cerrado y bien blindado por todas partes frente a Dios, y no tenía ojos para mirar hacia fuera, pues todas sus miradas estaban vueltas hacia sí mismo, al interior, pero su interior se parecía a una sala de espejos donde la limitación parecía quebrarse en lejanías inasequibles, se hacía infinita a sí misma y de este modo no necesitaba de Dios. Sólo las fauces del mundo estaban abiertas hacia el exterior, preparadas para engullir a todo aquel que se atreviera a aproximársele. Y como la Palabra de Dios vio que su bajada no podía ser otra cosa que muerte y corrupción, y que su luz habría de perecer en las tinieblas, entonces comprendió que la lucha e hizo declaración de guerra. E ideó esta argucia insondable: sumergirse como Jonás en el vientre de la tierra y penetrar hasta el más escondido escondrijo de la muerte. Para experimentar la prisión última del afán pecaminoso y beber las heces del cáliz. Para hacer frente al inevitable impulso que empuja al poder y a la fuerza. Para mostrar la inutilidad del mundo con la inutilidad de su propia misión. Para presentar la invalidez de la rebeldía con la invalidez de su obediencia frente al padre. Para poner a la luz la impotencia mortal de esta desesperada lucha contra Dios por medio de su propia impotencia mortal. Dejar al mundo su voluntad y con ello hacer la voluntad del Padre. Dar al mundo su voluntad y mediante esto quebrantarla. Hacer que se destruya su propia vasija y de este modo derramarse a sí mismo. Para dulcificar la inconmensurable amargura del mar derramando una sola gota de su sangre divina. Debería realizarse este cambio que resulta tan incomprensible: la más extrema oposición debería tener como consecuencia la suprema unión, en la última ignominia y derrota debería manifestarse la fuerza de su suprema victoria. Pues su impotencia sería ya la victoria de su amor al Padre y su reconciliación, y como acto de su suprema fortaleza esta impotencia sería tan grande que superaría con mucho la miserable impotencia del mundo y la acogería. En adelante sólo él sería el criterio y la medida y asimismo el sentido de toda impotencia. Quiso hundirse tan profundamente que toda caída en el futuro sería caer dentro de él. Y toda corriente de amargura y desesperación de aquí en adelante, descendería adentrándose en su más ínfimo abismo. Ningún luchador es tan divino como aquél que puede aprestarse a vencer mediante la derrota. En el momento en que recibe la herida mortal, su adversario cae definitivamente herido a tierra. Pues él ataca al amor y resulta afectado por el amor. Y mientras el amor se deja atacar, demuestra lo que había que demostrar: que precisamente es el amor. El que odia sabe que sus confines han sido sorprendidos y comprende que puede comportarse como siempre: sus límites confinan por todas partes con el gran amor. Todo lo que puede atentar contra él: ignominia, indiferencia, desprecio, burla y escarnio, silencio mortal, calumnia diabólica: todo servirá para mostrar la superioridad del amor; de las noches obscuras emerge con más brillo cada vez. Pues toda vida mundana se inclina alguna vez o con frecuencia hacia la muerte y debe traspasar su umbral cargada con el peso de la impotencia; en esta carrera se realiza finalmente el ademán del Hijo, que da sentido y forma a toda impotencia en cada caso. Por todas partes estamos rodeados por una barrera mortal, y nosotros que creíamos poder excluir a Dios de nuestro ámbito cerrado o incluirlo en él, mediante nuestra acción hemos patentizado la exclusividad de su amor que nos mantiene apretados en sus brazos inextricables. Pues la muerte - nuestra muerte - se ha convertido en un vestido y en una transformación de amor. Pero todavía no se ha realizado el plan y la argucia de Dios; precisamente falta la pieza central. Falta todavía el medio para penetrar en el interior del mundo para transformarlo desde dentro, el talismán para descerrajar la puerta cerrada. Entonces creó él su corazón y lo puso en medio del mundo. Un corazón humano que conoce el impulso y el anhelo de los corazones humanos, experimentado en todas las tortuosidades y mutaciones, las corazonadas y presentimientos, en todas las amargas felicidades, felices amarguras que siente un corazón humano. Este que es lo más insensato, lo más ininteligible, lo más mudadizo de todas las criaturas. Este asiento de toda felicidad y de todas las traiciones, este instrumento que es más rico que toda una orquesta, más pobre que las alas de un grillo, y en su incomprensibilidad una imagen desfigurada que refleja la incomprensibilidadde Dios: mientras el mundo dormía, Dios se lo arrebató de su costilla y con ello formó el órgano de su amor divino. Con esta arma - como el guerrero en el vientre del caballo troyano - se situó en medio del territorio enemigo, tomaba ya parte plenamente en el engranaje del mundo, lo sabía todo desde dentro; como en sueños en esta concha podía oír el rumor del mar de sangre de la humanidad: su traición era ya patente para él, y sintió en sus espaldas el frío del desamparo. Pues en el ámbito interior del corazón todo misterio se manifiesta y se abre y las oleadas de la sangre lo arrastran de manera indefensa y patente de un corazón humano al otro. El participó en este movimiento cíclico. Ya no se podía evitar su muerte en adelante. Pues ¿qué corazón se puede proteger a sí mismo? No sería un corazón si estuviera blindado y protegido, no sería un corazón, si, entregándose sin protección a la corriente impulsora, distribuyendo vida del propio acopio inagotable de vida, no olvidara todo lo demás en el júbilo de este derroche. Todo corazón está embriagado de tanta sangre y sólo se cuida de meter en nueva danza lo que es inactivo; un celo salvaje lo devora; lleva inexorablemente el compás de la vida, de manera que el eco de su tiránico látigo amenaza incluso en sueños todo su cuerpo hasta los miembros más externos. Corazón y vida, corazón y fuente, corazón y nacimiento son una misma cosa: ¿cuándo tendría tiempo un corazón para pensar en la batalla y en la lucha? Mientras todos los miembros dormitan y sucumben a la tentación de la muerte, el corazón despierto mantiene vivo a los inconscientes. Ellos pueden defenderse, deben vencer al enemigo exterior, el indefenso corazón les presta la energía que procede de su ígneo centro. Toda guerra se alimenta de él, pero él mismo es impotencia. Toda salud procede de esta herida que mana incesantemente. Todo corazón está desvalido, porque es la fuente; por eso todo enemigo apunta al corazón. Aquí vive la vida, aquí hay que dar con ella. Aquí surge ella, con su fresca desnudez, de la garganta de la nada. Aquí puedes poner los dedos en el pulso de la existencia, aquí puede ver con los ojos su maravilloso nacimiento. Con todo su colorido rojo se descubre aquí la rosa de la vida, y el ojo penetra en ella y en el misterio de la primera generación. Todo irradia de este centro generador, y cuando las venas dan un giro retornando de su errante viaje, cuando retorna fatigosa y obscuramente la corriente que salió, para sumergirse nuevamente en el latido del origen, entonces, el blando calor que lleva consigo sería todavía como un resonar del origen. Todo misterio de la vida tiene su comienzo en el corazón; pesadamente cargadas de misterio parten del puerto sus flotas sobre las olas de la sangre; y lo que susurran al volver de las más lejanas islas al gran oído maternal del origen, ¿puede ser algo nuevo, más lleno de vida que la vida misma? La vida se expresa a sí misma en los ritmos inmortales que martillean el corazón, y su suavidad y dureza, su arriba y abajo, su marcha y su retorno se extienden convirtiéndose en la ley vital de todo el cuerpo. Por consiguiente la Palabra vino al mundo. La vida eterna eligió para sí el lugar de un corazón humano. El decidió vivir en esta tienda de campaña tan movediza, y dejarse alcanzar. Pues el origen de la vida es indefenso. Dios en su eterno castillo, en su luz inaccesible era inatacable, como proyectiles infantiles chocaban los dardos de los pecados contra su majestad férrea. Pero Dios en el refugio de un corazón: ¡qué fácil resultaba ahora alcanzarlo! ¡Con qué rapidez se le podía herir! Más fácilmente que a un hombre; pues un hombre no es sólo corazón; tiene huesos y cartílagos, blandos músculos y piel endurecida; se requiere mala intención para lastimarlo. Pero un corazón: ¡qué blanco! ¡Qué atractivo! De manera casi inconsciente se dirige hacia él el curso de las flechas. ¡Qué desnudez se ha dado Dios a sí mismo, qué tontería ha cometido! El mismo descubrió el impotente lugar de su amor; apenas se ha manifestado que habita entre nosotros como corazón: todo el mundo se dispone a afilar los dardos y prueba el arco. Toda una lluvia, una granizada cae sobre él, millones de proyectiles vuelan sobre el pequeño punto rojo. Su indefenso corazón no le protegerá. Un corazón no tiene inteligencia. El mismo no sabe por qué late. No saldrá en su defensa. Más bien lo traicionará (todo corazón es infiel). No se detiene jamás, marcha, corre; y porque el amor siempre se derrama, así también su corazón desertará - pasándose al enemigo -. Es su gusto habitar entre los hombres, es curiosidad suya descubrir cómo saben los corazones extraños, los demás. Quería paladear este sabor, y esto le costó algo, y vino a su costa. Ya no olvidará este sabor en las eternidades más lejanas. Sólo un corazón podía estar dispuesto a tales aventuras, a locuras, que en el mejor de los casos no se comunican a una inteligencia, que es mejor callarlas totalmente, que se pueden tramar solamente en alianza con la carne y la sangre, locuras del pobre corazón que de su oculta pobreza y de sus mezquinos bienes cree hacer surgir por arte de magia tesoros ante los cuales sienten sorpresa los habitantes del cielo. Así el Hijo vino al mundo y Dios sabe a dónde le ha arrastrado su corazón, pues todo corazón tira impacientemente de su cuerda, ventea pistas que nadie sospecha, recorre sus propios caminos. Y sin embargo, en definitiva se comprenden perfectamente, el Señor y su corazón. El corazón sigue gustosamente la voluntad del Señor, que azuza a aquél a que se introduzca en la cueva del reposo. Y el Señor sigue gustosamente las huellas del corazón que le invita a aventuras mortales: la caza del hombre en el bosque del obscuro mundo, enemigo de Dios. ¡Signo incomprensible erigido en medio del mundo entre el cielo y la tierra! Cuerpo y no cuerpo, semejante a un centauro, en el cual se confunde lo que eternamente debió permanecer separado en el abismo del temor. El mar divino forzado a introducirse en la exigua fuente de un corazón humano, la poderosa haya de la divinidad plantada en el diminuto y frágil tiesto del corazón humano. Dios, reinando en su elevada majestad, y el siervo trabajando fatigosamente y adorándole arrodillado en el polvo, ambos ya no se distinguen. La conciencia regia del Dios eterno comprimida en la inconsciencia de la humildad humana. Todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios almacenados en la estrecha cámara de la pobreza humana. La contemplación del Padre eterno encubierta en el pensamiento de una fe obscura. La roca de la seguridad divina moviéndose sobre las olas de la esperanza terrena. El triángulo de la Trinidad con la punta puesta sobre un corazón humano. Así se balancea este corazón, como el lugar en que se estrecha el reloj de arena, entre el cielo y la tierra, y corre incesantemente de la ampolla superior la arena de la gracia sobre el suelo de la tierra. Y a su vez desde abajo sube un débil olor, un olor extraño al cielo sube, a las esferas celestiales, y ningún fragmento de la infinita divinidad queda intacta sin que perciba este nuevo aroma. Un vapor rojo invade suave y constantemente las blancas tierras de los ángeles, y el inaccesible amor del Padre y del Hijo adquiere el color de la ternura y de la inclinación del corazón. Todos los misterios de Dios que hasta ahora ocultaban su rostro bajo seis alas, se descubren ahora y sonríen hacia abajo en dirección a los hombres. Pues inopinadamente, cumpliendo un doble curso, la propia faz les llega desde el ámbito de la tierra reflejada en el espejo de aquí abajo. Toda unidad se vuelve doble y todo lo doble llega a ser uno. No es que sobre la tierra se reproduzca una mera imagen de la verdad celeste, sino que lo celestial mismo se traduce a un lenguaje terreno. Cuando un criado aquí abajo cansado y fatigado por el peso del día se echa a tierra y adorando a Dios toca el suelo consu cabeza, entonces este pobre gesto encierra toda la adoración del Hijo increado ante el trono del Padre. Y a esta eterna perfección añade ese gesto por siempre la perfección sencilla, sin brillo, dolorida y fatigada de una humildad humana. Pero el Padre nunca ha amado tan definitivamente al Hijo como cuando contemplo esta genuflexión extenuada: entonces se juró elevar a este hijo sobre todos los cielos hasta su corazón de Padre, a este hijo humano, que es su hijo, y, por amor a este Uno, también a todos los demás que se parecieran a este Uno, al Muy Amado, en los cuales, desfigurada y encubiertamente, descubrió los rasgos de El. Y cuando el siervo, como pelota en manos de sus verdugos, cubierto de sangre, coronado de espinas ocultó su faz hasta tal punto que él mismo, el padre, encuentra al asesino más humano y le absuelve, mientras que la multitud bramando condena a muerte al otro, que ya no es su hijo, entonces la eterna majestad jamás ha gozado de una gloria y un resplandor semejante, pues en el desconocido semblante de aquel abyecto, se refleja la inmaculada y resplandeciente voluntad del Padre. ¿Quién puede separar aquí lo que ya no se puede separar? ¿Quién separa la gloria de Dios de la figura de esclavo del hombre? ¿Quién distingue en estas acciones terrenas de Dios lo que procede del instrumento humano, del que se sacó hasta lo último, y lo que es cuestión de la gracia, que saca al violín tonos que no existen en absoluto? ¿Quién puede determinar lo que puede un corazón humano, cuando elevándose por encima de sí mismo se convierte en presión de lo divino y precisamente de este modo puede representar su ser que es el más humano de todos y puede así mismo renunciar a él? ¿Quién puede mostrar los límites entre la humanidad, que contiene en sí un corazón humano, y la otra a la que el amor celestial se añade y se extiende? Y ¿quién puede decir que en la segunda, en la celestial infinitud debía dejar de latir el corazón humano, porque perdió el aliento, porque ese corazón no se podía extender hasta los confines del mundo, sí del mismo Dios, o quién puede decir que un yo divino no tiene espacio suficiente para habitar en ese corazón tan amplio, y que por consiguiente el mundo tiene un lugar en él fácilmente y sin violencia alguna y espontáneamente? ¿Quién es suficientemente temerario para afirmar que nos basta lo finito, y la felicidad oculta de un rincón de la tierra, unos años, una fortuna velada, una suerte moderada, que ésta satisface al corazón, y que lo humano es más puro si se lo separa limpiamente de lo divino, que pruebe su transitoriedad e inclinándose sobre sí mismo se trague sus propias lágrimas como un vino glorioso? En lugar de alabar la aniquilación y destrucción de todas las barreras contemplando el gran corazón central, y considerar que el Altísimo tiene en cuenta con este amor la humildad de su creación, que la trajo hacia sí y que eligió la carne y la sangre como patria y habitación de la gracia sobrehumana. ¡Alaba, corazón mío, las anchuras del corazón del mundo! Si desde lo alto brama el mar trinitario de la vida eterna sobre la pequeña envoltura, partiendo de abajo se rompe hacia arriba el contra - mar de todos los países y tiempos, el turbio torrente del mundo, la negra espuma del pecado, todo: traición y desidia, obstinación, temor y la ignominia se levantan y empujan, se introducen violentamente en el corazón del mundo. Y ambos mares entrechocan entre sí como el fuego y el agua, y en el estrecho campo de batalla se decide la eterna lucha entre el cielo y el infierno. Mil veces debería haber hallado ese corazón bajo el violento estruendo, pero resiste, se mantiene, vence en la prueba. De un golpe vacía toda la superficie del cielo y del infierno, y junto con la miseria más ínfima saborea el placer supremo. Y lo que aquí se goza y llora, no deja sin embargo un solo momento de ser lo que era: un sencillo corazón humano. Manteniéndose firme ante el doble asalto, la doble tormenta de amor y odio, ante el doble rayo del juicio y de la gracia, no saltará en pedazos, el pequeño corazón, ni siquiera en el caso en que el Padre cierta vez, ocultamente, asociado a los traidores, lo abandone, solo en medio del mundo, rodeado del rugido de todas las tinieblas heladas, ardiendo en las llamas del infierno, rodeado de las risas sardónicas de todas las comparsas del pecado, angustiado hasta el paroxismo, sepultado en vida, sumergido hasta el fondo. Pero ni siquiera la muerte puede matarlo, ni todas las aguas del infierno son capaces de anegarlo, y de este modo este corazón, que sigue amando incluso cuando el Padre se le oculta, parece la realidad suprema; los milagros del corazón del hombre serían mayores todavía que los milagros de Dios: pero se trata del corazón humano de Dios. Pues es preciso saber esto: cuando los confines humanos fueron capaces de permitir dentro de sí la plenitud de Dios, esto era un don de Dios y no la capacidad receptiva de la criatura. Sólo Dios puede extender hasta el infinito sin destruir la limitación. Y más grande todavía que el milagro de que un corazón pueda ampliarse hasta las medidas de Dios, el que Dios pueda estrecharse hasta las medidas del hombre. Que el ánimo del señor encuentre lugar en el ánimo del criado. Que la eterna visión del Padre, sin dejar de ser lo que es, quede ofuscada convirtiéndose en la ceguera de un gusano que se pisa. Que el sí perfecto a la voluntad del Padre hubiera podido decirse en medio de la insubordinación que impulsa a la huida de los instintos amotinados de la oveja sacrificada con la muerte. Que el eterno abismo de amor del Hijo respecto del Padre, que sin embargo se cierra eternamente en el abrazo de ambos en el Espíritu, pudiera abrirse como el abismo que separa el cielo y el infierno, en virtud del cual el Hijo susurra su “tengo sed”, que el Espíritu no sea ya otra cosa que el gran caos que separa y que resulta infranqueable. Que la Trinidad pudiera desfigurarse en la deformada imagen de la pasión en la relación de juez y pecador. Que el amor eterno pudiera vestir la máscara de la ira divina. Que el abismo del ser pudiera vaciarse hasta concluir en un abismo de la nada. Pero hasta este misterio se acoge y se conserva en el ámbito de un corazón. En su centro se encuentra el ser y el no-ser. Sólo a él le es conocida la intriga y la solución del enigma. En su eje se cruzan los travesaños. Sobre todo abismo se extiende la bóveda de su amor impulsivo. Toda contradicción se embota ante la palabra de su entrega. Este corazón único es tanto el amor de Dios hecho hombre como el amor del hombre hecho Dios. La perfecta representación de la vida trinitaria como la perfecta representación viva de la única actitud ante Dios. Abismo y proximidad coinciden. El siervo es amigo en cuanto siervo, el amigo es siervo en cuanto amigo. Y nada está confuso y mezclado, no se violenta límite alguno en el torbellino de la infinitud. La forma y el contorno conservan su rigidez con exactitud, claridad y firmeza como el cristal, y lo que el pecado confundió caóticamente se separa ahora limpiamente en la obediencia y en el respeto. La embriaguez de este amor es sobria, virginal el lecho nupcial del cielo y de la tierra. Pues no es el éxtasis lo que redime, sino la obediencia. Y no amplía la libertad, sino la vinculación. Por eso la Palabra de Dios vino al mundo vinculada por la fuerza del amor. Como siervo del Padre, como el verdadero Atlas, llevó el mundo sobre las espaldas. En la propia acción resumió y comprendió las dos voluntades opuestas y, al ligarlas ambas, deshizo el insoluble nudo. Se atrevió a exigir todo de su corazón, y en excesiva exigencia destrozó su corazón con una acción absolutamente imposible. Con esta sobrecarga conoció el corazón a su divino Señor, conoció la felicidad y el amor (que siempre imponen exigencia) y se abrió al mandato. Se abrió al mundo. Acogió en sí al mundo. Se convirtió en corazón del mundo.Se enajenó para ser corazón del mundo. La oculta cámara vino a ser camino principal, por el que descienden las caravanas de la gracia y por donde ascienden las largas filas de los que lloran y de los mendigos. Se trata de un ir y venir, de un trasiego semejante al de los lugares de intercambio y a las centrales de comercio. Todo lo que sube recibe aquí su pase y su certificado, un solo corazón da trabajo a cientos de miles de empleados. Todo lo que desciende se lee aquí y se procede a la distribución. A nadie se le puede dejar pasar de largo, todos necesitan de su ayuda, de su misión, de una clara descripción de su camino restante, de su consuelo, de su aprovisionamiento. Los peticionarios son incontables, hay que tratar cada caso en particular. Ningún destino es semejante al otro, ninguna gracia es impersonal. Los hilos corren, la rueca del mundo teje su muestra infinita, los humores circulan en las venas de la humanidad, pero una inmensa rueda impulsora pone todo en movimiento, un latido invisible lo impulsa todo hacia adelante. Comienza el ciclo del amor. Las palas de Dios se hunden en lo profundo, y de las bajos mundos de las almas recogen el barro chorreante y lo cargan en el corazón central. La sangre envenenada se absorbe hacia fuera, se filtra, y se vuelve a poner en el torrente circulatorio nueva y rosada. Todo lo que es pesado y arduo se sumerge en el baño purificador de la misericordia; la fatiga y la desesperación se arrastran al corazón, que las acoge. El vive en servicio. No quiere glorificarse a sí mismo, sino sólo al padre. No habla de su amor. Realiza su servicio tan imperceptiblemente, que casi llega uno a olvidarse de él, como olvidamos nuestro corazón en el ajetreo de los negocios. Pensamos que la vida vive de sí misma. Nadie se pone a escuchar, ni siquiera durante un segundo, a su corazón, que sin embargo nos está regalando hora tras hora. Se ha acostumbrado a la suave conmoción de su ser, el eterno romper de las olas, que partiendo de su interior choca contra la orilla de su conciencia. Lo considera como una fatalidad, como si fuera la naturaleza, como si se tratara del curso de las cosas. Se ha acostumbrado al amor. Y ya no oye la mano que llama, que día y noche llama a la puerta de su alma, ya no oye esta pregunta, esta petición de permiso para entrar. III De este modo empezó su bajada al mundo. Baja, pon en orden las cosas, le dijo el Padre. Y así vino, y como un extraño se mezcló entre el hormiguero de los mercados. Pasó de largo por los puestos y barracas, en los cuales prudentes e ingeniosos ofrecían sus mercancías, y vio las febriles manos de los compradores revolviendo alfombras y joyas; oyó como los sabios gremiados alaban a sus nuevos inventos: modelos de estado y sociedad, hilos conductores de la vida feliz, máquinas que vuelan hacia lo absoluto, escotillones y fosos que conducen a la nada feliz. Pasó de largo junto a las estatuas de los dioses, conocidos y desconocidos, contempló los graneros del espíritu, donde se amontonan fardos y gavillas (pues a partir de su animalidad el hombre lleva en la sangre el deseo de asegurarse y de cubrirse). Apartó a un lado la cortina de los bares donde el absintio crea la entrada a los iniciados en infiernos y paraísos artificiales. Subió a una montaña, contempló los campos, oyó risas y lágrimas, vio en muchos aposentos al hombre y a la mujer apasionadamente unidos, y en la alcoba vecina a una parturienta gemir; se sacaba a los muertos, pasando de largo ante los niños que iban a la escuela. Se edificaban ciudades sobre los escombros de colonias sumergidas; aquí rugía una guerra, allí se extendía la paz; el amor reía de odio, y el odio de amor salvaje; las flores y la corrupción, la inocencia y el vicio crecían mezclados y despedían confusamente su aroma. Un ruido tremendo, de mil voces, confuso, surgía de la muchedumbre, el polvo y el humo se arremolinaban, y todo olía dulcemente a inmundicia y putrefacción. Nadie conocía el nombre del Padre. El era la luz, y todos estaban ciegos. Era la Palabra y todos estaban sordos. El era el amor, pero nadie presentía que existía. Y cuando caminaba a través de la muchedumbre, y ésta lo apretujaba, nadie llegó a verle. Fijaba su mirada divina en este joven, en esa muchacha, pero ellos no la sentían y miraban distraídos a otra parte. En medio de la iluminación de la noche mundana su llama parecía más pobre que una antorcha, su voz resonaba como la de un pajarillo en medio del estruendo de una cascada. Dos mundos se entrecruzaban en su alma, y resultaba algo insoportable el abarcar su oposición con la sola mirada. Esta rutina, aquí, esta calle llena de hombres, que acuden a sus negocios, cada uno al suyo; zapatero o panadero, uno proporciona la leche, otro cuida de la correspondencia, en sus uniformes se conocen los oficios en que se reparten todos ellos. Han instituido una autoridad y una jerarquización, muchos se llaman poetas, que describen en versos su trabajo, o incluso la disposición de la existencia, y algunos regulan el comercio con el ser supremo. Muchos se conocen y se saludan entre sí, y todos saben: todos juntos constituimos lo que se llama humanidad; un estremecimiento de orgullo les invade, un elevado sentimiento se apodera de ellos al pensar: nosotros somos ese círculo que lleva en sí mismo su sentido y su ley; existe el pacto de que ninguno de nosotros saldrá más allá de los límites de este parque cerrado. Nos sentimos llenos de consideración respecto de los defectos de nuestra fundación, pero sospechamos fuertemente de todos aquellos que ponen en tela de juicio esta institución como conjunto. Pues si en detalle algunas cosas podrían ser mejores, sin embargo en conjunto las cosas son lo que deben ser. Pero él veía las cosas de otro modo. Las veía con los ojos del Padre: lo que éstos designaban como defectos, era para él una lepra terrible en el rostro, como una sarna, una llaga virulenta, que aconsejaba su alma y la desolaba. Y lo que ellos llamaban su vinculación, eran cadenas pesadas, indestructibles, que arrastraban melancólicamente, impulsados por los demonios; y lo que ellos ensalzaban como alegre modestia dentro de sus límites, vista la cosa desde dentro, no era sino inmensa desesperación. En su alma se abría un vacío como un hambre vaga, pero no se trataba de un vacío ancho, sino estrecho, y encogedor que se había apoderado de sus cabezas y sentidos. Caminaban horriblemente desnudos, pero ante los demás se creían cubiertos y habían perdido la sensación del frío. Su enfermedad era tan pérfida que todas las huellas desaparecían imperceptiblemente. Estaban muertos, tan radicalmente muertos que ellos mismos creían en la vida. Estaban apartados de Dios y tan alejados de su verdad que imaginaban que todo esta en orden. Tan entregados al pecado que no sospechaban lo que era pecado. Hasta el punto separados que se tenían por elegidos. Tan destinados al abismo a y a las llamas que tomaron al abismo por Dios y a la llama por el amor. Ahora se encontraba El al margen de su país: ¿cómo iba a traspasar sus confines? ¿En qué idioma podían ellos entender su mensaje? ¿De qué manera habría que traducirlo y transformarlo para que pudiera tener acceso a sus oídos? ¿Cómo iba a ocultar el resplandor de eternidad en su rostro, para encontrarse con ellos, sin atemorizarlos? Pero si se enmascaraba y aparecía entre ellos como uno más, entonces todo sería pero todavía. ¿Cómo habría entonces de diferenciarse? ¿Cómo hacerles comprender que él era otro? ¿Cómo revestido de carne, podía exigir de ellos fe divina? ¡Oh aventura peligrosa, empresa imposible! Tendrán que escandalizarse por él. Van a confundir todo. Sus palabras y sus discursos se interpretarán como una nueva moral y un plan de promoción mundial, su ejemplo se interpretará como el de un maestro de religión. Y si deja que su manto ondee al viento y le llega un rayo de su corazón, se enfurecerán y gritarán: “¡Blasfemia!”y le arrojarán piedras hasta que vuelva una vez más a esconderse tras su máscara. Y finalmente en nombre del orden mundial y del temor de Dios lo exterminarán como si se tratara de un escándalo (seduce al pueblo) y mostrarán un ejemplo para los tiempos venideros. ¡Que sea un hombre como ellos o que se quede como Dios! ¡Lo van a confundir todo! Trabarán amistad con él y tratarán de enredarlo en sus círculos, aprovecharse de él en beneficio de su voluntad de poder y perfección y de su impulso por conquistar los primeros puestos; y cuando él exija respeto, resultarán unos desvergonzados. Pero cuando pida su amor, y la proximidad y el calor de su ayuda: entonces se apartarán como extraños de él y lo arrojarán a una soledad divina e infernal. Sin embargo quiere hacer la prueba. Consulta con su corazón, que le descubre las pequeñas alegrías y sufrimientos de su rutina. De estas cosas quiere hablar, en ellas quiere ocultarse. Y ahora, ¡oh hombres, vosotros camináis, deteneos, mirad y contemplad esta representación! La eterna sabiduría, la que penetra en las profundidades de Dios y, nacida antes de la estrella de la mañana, proyecta todos los mundo y sus caminos, todos los destinos y derroteros de los seres - ved, como pronto empieza a balbucear y a tartamudear al igual que un bebé, cómo cuenta pequeñas cosas (“verdaderas” historias que quizás hasta sucedieron alguna vez): “Hubo una vez un hombre que tuvo dos hijos...”Y los niños escuchan con atención y aplauden y gritan: ¡otra historia! “Hubo una vez un campesino que se fue al campo para sembrar...” Cientos de historias semejantes, y los niños abren los ojos y la boca y se sienten felices y contentos. Todo lo que es humano puede convertirse en materia de parábola, y lo que la sabiduría creó una vez desde lo alto de las estrellas hoy viene a ser, pues la sabiduría peregrina entre los hombres encubierta, el escabel sobre e que debe erigirse para que su voz resulte perceptible. De este modo se esfuerza el extraño e introduce no sé qué extraño acento en sus narraciones para que atraigan la atención de los que le oyen. Un aroma y un sabor se su patria. Un aire que lo atraviesa todo, y se le oye pero nadie sabe de dónde viene y a dónde va. Algo debía de tocarles y despertar su recuerdo de algo que hace mucho tiempo pasó, un dardo sutil e invisible debía de herirlos en un lugar insospechado. A través de la envoltura de las palabras humanas debía de resonar como una música lejana que llegara del paraíso e hinchar las velas de las almas con anhelos. Pero las gentes tienen oídos y no oyen. Tienen una inteligencia y sin embargo no entienden. Todos sus sentimientos están cerrados al mundo real. No sólo son incapaces de interpretar sus palabras, sino también sus acciones y sus gestos. Sólo dentro de sus círculos pueden ordenar un suceso; lo entienden al reducirlo a su propio nivel. Llegan a comprender una coa nueva si la conocen como parte de su antiguo acervo. Son como el ganado que sólo ve y devora la hierba que conviene a su estómago. El príncipe de este mundo los retiene todavía bajo su control, y ha puesto una venda en sus ojos. Cuando este hombre les reparte pan en el desierto creen entonces ciegamente haber descubierto a su maestro; echan a correr tras él como una manada de cabras en las montañas que huelen a sal y sudor y él tendrá que ocultarse de ellos huyendo para salvarse de la codicia de sus impulsos. Pero sus pastores se han despertado del sueño y agudizan los oídos llenos de confianza: han olfateado al enemigo primitivo, no descansarán hasta que sucumba a sus maquinaciones. No, las palabras y las acciones no consiguen nada. Primeramente tienen que crear los ojos que puedan verle, e implantar oídos que no existen a fin de que le puedan oír, y un tacto desconocido para sentir a Dios y un nuevo olfato y paladar para oler los aromas de Dios y gustar sus alimentos. Tiene que crear de nuevo partiendo de su origen todo su espíritu. Pero el precio que hay que pagar por esto será el más extremo: tendrá que tomar sobre sí sus sentidos muertos, embotados, y perder a su Padre y a todo el mundo celestial. Su generoso y rico corazón tendrá que deshacerse en la muerte, en el infierno, y totalmente aniquilado, y desbordado en un mar sin forma, tendrá que entregarse a ellos como bebida de amor, que finalmente hechizará sus míseros corazones. El corazón del mundo tiene que forjarse primeramente su mundo. La cabeza del mundo tiene que formarse su propio cuerpo. Hasta ahora en el mundo imperaba una ley: despierta amor lo que es hermoso, lo que nos agrada, lo que se presenta como valioso a nuestro amor; el fuego de el noble simpatía se enciende en llamas y se alimenta con las preferencias del amado. La inclinación humana pasa por el puente de los valores innatos. Y a la larga moriría el amor que no se alimentara de dones mutuos. Así lo quiere la naturaleza, pues Dios ha enriquecido a sus hijos para que se enriquezcan mutuamente y para que se agraden unos a otros. ¿Pero qué comunión existe entre Dios y el pecado? ¿Qué simpatía podría mediar entre la luz y la obscuridad? Una vez su Palabra creó el mundo de la nada, y ahora, por segunda vez, tiene que producir el mundo de la gracia de menos de la nada, del odio. Golpeando una roca hacer brotar agua. El mismo tiene que inventar lo que habría de ser digno de su amor. No sólo tiene que dar el amor, sino incluso tiene que crear la respuesta al amor. En virtud de la palabra tiene que hacer donación de la virtud de la respuesta. No tiene tú alguno en el que perderse, en su soledad tiene que crear la figura recíproca de su amor. Permite que las tinieblas se introduzcan en sus llamas; hace que el mundo que todavía no le conoce se convierta en su cuerpo; y de la soledad de un cuerpo crea su esposa. Es como si el sol se elevara sobre el caos, e iluminara un mundo que sólo se compone de desierto, hielo y rocas. Nada de animales, ningún ser viviente sobre ese mundo, ningún bosque, ninguna paja, ninguna semilla, nada de huellas, ni posibilidad de vida. Y sobre esta muerte brilla la luz del mundo. Y brilla y brilla, y día tras día derrama sus tesoros y con serenidad paciente sale y se oculta, derrama su vida - y la vida era la luz de los hombres - hasta que un día sucede el milagro y un primer tallo tierno aparece, y sigue un segundo, doce y setenta y dos hasta que de la muerte generosa y santa del primer germen se prepara una capa delgada de tierra fructífera, el primer arbusto que echa las primeras sombras, el aire se llena de gérmenes vitales, los ríos ven reverdecer sus orillas y finalmente, cómo se extiende sin roturas la hermosa alfombra, aparece el rey y agradecido dirige abiertamente su rostro hacia la luz maternal que lo ha engendrado. ¿Pero quién es este sol? ¿Quién se ha lanzado a esta tarea del amor? ¿Quién es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo? Es un corazón como el nuestro, un corazón humano, que tiene sed de correspondencia de amor. Como son precisamente los corazones, llenos de cálida locura, de esperanza incomprensible. Llenos de obstinación. Un corazón que languidece si no se le ama. ¿Quién vive toda una vida rodeado exclusivamente de enemigos? Y si le sucediera a uno, como a Crusoe, vivir en una isla desierta, tendría el recuerdo de una juventud y alimentaría su soledad con imágenes de una amistad que quedó ya muy lejos. Un corazón humano no es como Dios; no se cierra y gira en torno a sí mismo, es indigente. El corazón humano llama, busca, necesita sangre extraña para vivir él mismo. Un corazón humano no es, como Dios, omnipotente; no puede crear con una sola palabra a la manera del Señor. Dios dijo: ¡hágase! Y se hizo. ¿Qué puede un corazón, si no encuentra correspondencia? ¿Qué hará, si no queremos amar? Todo será más difícil de lo que parecía visto desde el cielo. Visto desde allí el amor era lo irresistible, lo habituado a vencer. Bastaría aproximarse a los hombres con elcáliz lleno, y sin más los sedientos caerían de hinojos y suplicarían pidiendo un trago. Experimentarían la proximidad de la salvación, no podrían actuar de otra manera. Con esta convicción vino al mundo. Y ahora que se encuentra revestido de la lóbrega carne, y que en su corazón late este corazón de carne: ¡qué extraño, qué distinto es todo de lo que él pensaba! ¡Qué obscuro resulta este ropaje a la luz del cielo! ¡Y qué prudencia va a ser necesaria! ¡Con qué suavidad, con qué vacilación tiene que sentar el pie para que no tropiece la gente con su amor, para que no lo interpreten mal! Pues ellos experimentarán el gran calor de su corazón y extenderán sus brazos para abrazarlo. Pero él no se refiere a ese amor, y tendrá que apartarse de ellos por amor, mantenerse frío y dominar su propio corazón. Y será todavía más difícil el que tendrá no sólo que dar su propio amor a los que ama, sino que tendrá que enseñarles y formarles sin piedad para que logren la misma misericordia, empujarlos a una soledad semejante a la suya que resulta mortal. Al hombre que más ama tendrá que atravesarle con siete espadas empuñadas por él mismo, dejar intencionadamente y con plena conciencia que muera su amigo (esto le causa suficiente amargura) y a los que él ha reunido trabajosamente en su rebaño, en su redil, los enviará indefensos como ovejas entre los lobos. No sólo hará sufrir a los que ama, para formarlos en la disciplina, sino que los sacrificará para iniciarlos en el nuevo misterio del amor. El mundo fue redimido por la soledad de un corazón. No por la bella soledad de la clausura, que se reviste de protección a causa de las cicatrices que deja la vida, sino por la soledad que nos abandona indefensos al tráfago del mundo. Por una soledad en la que el corazón, sumergido suavemente en el agua helada de las imposibilidades, debe sentir el amor como la fría cuchilla de una espada y una herida permanentemente en carne viva. El pueblo es embotado y bestial, los sacerdotes están al acecho, los discípulos son obstinados y disputan por los primeros puestos, uno de los doce le traicionará; en la patria y en la ciudad natal y hasta en la casa paterna el profeta sólo encuentra desconfianza; sus primos le toman por loco. Para dar con él, se asesina a los niños. Ahora avanza él, quiere obligarlos al amor, les amenaza con la muerte eterna, si no comen su cuerpo y se manifiesta ante los tres amados con la magnificencia extática de su hereditaria grandeza. Vuelve de su primera idea para que no amen a la fuerza, y nadie puede levantar tiendas de reposo en su luz celestial. Sea cual fuere la forma como se dirija a ellos, siempre se escandalizarán. Semejante a un alfarero, que modela su arcilla en el torno, él va modelando su corazón para ofrecerlo a los hombres de una forma nueva y diferente. En vano; no le prestan atención. Ya lo saben todo. Lo han pesado y lo han encontrado demasiado pesado. Qué ligero es el amor de ellos: comprendido rápidamente, practicado sin dificultades, simple como el dormir y el comer. ¿Para qué ese esfuerzo extremado? ¿La vertiginosa danza en la cuerda alta, el espíritu dislocado, alterada la medida justa? Lo rechazan, y él venga en medio de ellos como un extraño. En medio de su mundo Dios ha aprendido a ser lo que era desde toda la eternidad: solitario y solo. Por medio de la soledad ha redimido al mundo. Y sin embargo la soledad no es abandono. Pues también el sol está solo en el firmamento. Pero ¿qué pasa si el sol se oculta en las tinieblas? Todos los corazones viven de la esperanza. Sólo ella impide el vértigo que se siente sobre el puente que se balancea al aire, sobre el puente del tiempo, vacilando segundo tras segundo, sobre el abismo del no-ser. El corazón late - ¿para qué? Para mañana, para otros mañanas bellos, y el camino llano parece ascender siempre ante la vista. Venga a nosotros tu Reino. El Reino de los cielos ha llegado muy cerca de nosotros. Queda todavía un momento, hijos... pocos son los fieles, pero espera y trabaja, corazón mío, no siempre se resistirán los demás. “Simón, ¿ves aquella mujer?” -suena como un triunfo. Lo que ha resultado ahora, que la amarga envoltura se ha quebrado y el aroma se ha derramado así como las lágrimas, también te sucederá a ti, fariseo, aunque quizá un poco tarde. Esperanza del corazón de Dios. El Reino de los cielos es semejante a una semilla de mostaza que (dicho esto con una sonrisa misteriosa) es mucho menor que todas las demás semillas de la huerta..., y en espíritu ve él el árbol, que brota del corazón, en cuyas ramas anidan los pájaros del cielo, su copa se mece alta a la luz del sol, en alas del aire que viene del Padre. Pero su mirada se posa en la tierra, y despierta como de un lejano sueño. ¿Dónde está el Reino? ¿Y quién pertenece a él? ¿Quién de estos doce, de estos setenta y dos es digno de franquear su umbral? ¿Y dónde están los demás, los innumerables que el Padre le ha confiado? ¿Ha crecido el Reino desde los días del bautismo del Jordán? ¿No se han apartado de él las turbas, en la hora de la gran promesa? ¿No le traicionarán también los doce? ¿No se les escurrirá de entre los dedos el Reino como un sueño huidizo? ¿A qué hechizo se deberá entonces su venida? ¿Cómo voy a procurarlo? ¿Cómo va a bastar un solo corazón, para transformar el infierno en paraíso? Y no puedo decir: ¡Padre, crea tú el Reino!, pues tú me has encomendado a mí la tarea y has cargado el mundo sobre mis hombros. ¡Esperanza! - ¿en qué? No en los hombres, y no en el tiempo, y tampoco en Dios... esperanza - ¿en qué? ¿En mí mismo? ¿En la fuerza de mi amor? ¿Pero es que llega hasta el final? ¿Qué pasa si se niega? ¿Y si yo tuviera que darme en la cruz de que todo es baldío? ¿Y el Reino se hunde en la noche, y mi corazón se despedaza con un gran grito, porque ya no puedo más? ¿Por qué la fuerza de Dios, a partir de la cual late - late en esperanza - se aparta de él? ¿Y cuando me vea privado de la última gota de agua y de sangre, y contemple el cielo en un vacío inmenso, y la exigencia del airado juez me fulmine con terrible amenaza? Difícil es la tarea, pero más difícil todavía rehusarla. Es más difícil la experiencia de la impotencia y la certeza del fin. Tan improbable es la flor de la gracia que sólo crece brotando de la roca más dura de la imposibilidad. Se hace en vano la donación de la gracia, y esta inutilidad de la misma debe sufrirse hasta el fin. Pues en definitiva todo es baldío, tanto el mundo como la gracia. Si Dios perdona, su perdón es vano. ¿Qué amor no es derroche? Por esto debe extinguirse el sol, y el corazón de Dios tiene que rehusar. Tan fuerte debía de ser este corazón que no se sustrajo a la extrema impotencia. Al igual que una barca con una vía de agua empieza a hundirse, y ningún grito de auxilio puede salvarla del naufragio. Pues la sabiduría de Dios había resuelto vencer en la derrota, y derramarse en solemne locura. Pues es locura morir por una causa perdida. Es locura esperar cuando ya desde hace mucho tiempo todo está perdido. El amor de Dios se ha vuelto loco y se ha visto privado totalmente de dignidad. Ahora pone el pie en el suelo, en la maraña del mundo, en las tierras movedizas del pecado. Las oleadas de la tentación salpican en torno: ¡todavía hay que salvar el Reino! ¡Cree en tu poder! ¡Confía en la estrella de los magos! ¡Haz que las legiones de los ángeles te saquen de aquí atravesando el vacío! ¡Haz el milagro que encadene a ti su corazón: dales juegos y pan! ¡Dobla la rodilla de su temerario corazón (arrodillarse es bueno!) y dirige a mí tu oración! ¡Padre! Grita el corazón en su caída vertiginosa, en tus manos, que no siento, que se han abierto para dejarme caer en ellas, que me acogerán sobre el suelo del abismo, en tus manos encomiendo mi espíritu. En tus manos aliento mi espíritu. Mi Espíritu Santo. El corazón se ha convertido en espíritu, y del soplo del Espíritu ha engendrado para sí el nuevo mundo. Un