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David LeBreton - El cuerpo herido, identidades estalladas

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EL CUERPO HERIDO 
IDENTIDADES ESTALLADAS CONTEMPORÁNEAS 
DAVID LE BRETON 
EDITORIAL 
Colección Fichas para el Siglo XXI 
Serie Futuro Imperfecto 
(� Colección FICHAS PARA EL SIGLO XXI 
V/1 Serie Futuro Imperfecto 
Diseño y Diagramación : Mariana Battaglia 
Traducción: Miguel Carlos1Enrique Tronquoy 
Revisión Técnica: Carlos Trosman ¡ 
le Breton, David 
El cuerpo herido : identidades estalladas contemporáneas I David le 
Breton ; prólogo de Carlos Trosman. - 1 a ed. - Ciudad Autónoma de 
Buenos Aires: Topía Editorial, 2017. 
92 p.; 23 x 15 cm. - (Fichas para el siglo XXI. Futuro Imperfec to; 37) 
ISBN 978-987-4025-14-2 
l. Antropología Cultural. l. Trosman, Carlos, prolog. 11. Título. 
CDD301 
ISBN: 978-987-4025-14-2 
© F.ditorial Topía, Buenos Aires, 2017 
Editorial Topía 
Juan María Gutiérrez 3809 3° ''A" Capital Federal 
e-mail: editorial@topia.com.ar 
revista@topia.com.ar 
web: www.topia.com.ar 
Queda hecho el depósito que marca la ley 11. 723 
La reproducción total o parcial de este libro en cualquier forma que sea, 
idéntica o modificada, no autorizada por los editores viola derechos reser­
vados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. 
PRÓLOGO 
David Le Breton es un investigador sensible que ahonda en la 
temática del cuerpo desde la dimensión humana. Ubica rápidamen­
te al inicio la dirección de su investigación de este libro enunciando: 
"La condición humana es una condición corporal': Esta afirmación 
nos posiciona en un contexto que Le Breton desarrolla a lo largo 
de su extensa obra: la importancia del sentido que se le adj udica a 
esta condición corporal enmarcada en los parámetros de la tempo­
ralidad, ya que el cuerpo, y por ende la persona, tiene una innata 
fragilidad y una duración limitada; y la separación de los otros, 
marcada por la singularidad del cuerpo y por su aislamiento dentro 
de los bordes de la piel, aunque puede acceder al tacto y al contacto. 
Este investimiento, a veces fallido, se da en un lazo social, en un 
enjambre de acuerdos de significados en relación a las acciones y 
reacciones del cuerpo y a lo que de él emana. Acuerdos en cuanto 
a qué debe ser controlado por ser considerado invasivo o de mal 
gusto, acuerdos en lo que se espera de cada cuerpo en cada edad, 
acuerdos sobre la belleza, la salud, la pertenencia social o, inclusive, 
el esquema corporal . Acuerdos no siempre explicitados y, la mayoría 
de las veces, no comprendidos por aquellos que, como elefantes en 
un bazar, rompen las convenciones sociales por tener un cuerpo en 
desarrollo, un cuerpo discapacitado, un cuerpo envejecido o, senci­
llamente, un cuerpo que se expresa con espontaneidad. 
Le Breton indaga en la brecha entre el cuerpo y el psiquismo, 
entre el individuo y la sociedad, entre el dolor y el sufrimiento, 
entre la capacidad y la discapacidad, entre el adolescente y el adulto, 
entre las sociedades antiguas y las contemporáneas, encontrando 
all í un campo fértil de investigación y producción de hipótesis acer-
5 
ca de cómo se inviste el cuerpo en diferentes situaciones y también 
de cómo es desinvestido en situaciones de transición o pasaje, o 
en situaciones de ruptura, como en los casos de abusos sexuales o 
enfermedades limitantes. 
Podemos pensar que los momentos de transición del cuerpo 
son continuos, porque el cuerpo cambia con los dimas, con la 
edad, con su continua adaptación al medio ambiente, cambiando 
así nuestras posibilidades vitales y nuestra relación con él. Pero, -y 
aquí lo interesante del planteo que hace Le Breton en sus diferentes 
textos incluidos en este volumen-, es el sentido que otorgamos a 
los distintos momentos históricos de nuestro cuerpo, a las distintas 
situaciones de salud o enfermedad, a la apariencia de nuestro cuer­
po y a cómo se relaciona con el mundo, lo que puede transformar 
estos pasajes en sufrimiento o en dolor, en crisis de crecimiento o en 
mera enfermedad, viviendo al cuerpo como propio e integrado a sí 
mismo, o como un otro ajeno al que estamos atados a nuestro pesar. 
Quizás las sociedades contemporáneas necesiten chamanes 
modernos que faciliten estas transiciones. Las sociedades modernas, 
como bien lo explica Le Breton, no tienen ritualizados estos pasajes, 
no acompañan estos cambios de la vida señalizando el camino para 
ubicar el sentido, por lo que, en especial los jóvenes, deben fabricar 
sus propios ritos de pasaje a la adultez, procurándose marcas que 
los identifiquen, que los ayuden a apropiarse de sus cuerpos que 
han adquirido nuevas capacidades con el desarrollo, y que aún no 
pueden comprender. 
"Cualquier dolor corporal es simultáneamente sufrimiento ", dice 
Le Breton al inicio del libro, zanjando la dicotomía entre cuerpo y 
psiquismo, entre el dolor físico y lo que significa para el actor que 
lo padece. La dimensión humana es una dimensión de sentido, y es 
a través del sentido que decodificamos lo que sentimos. Así cons­
truimos nuestra realidad. 
También la sociedad construye la realidad a partir de lo que 
enuncia como correcto o bueno, como normal o sano, establecien­
do sentidos que marcan una tendencia en el flujo del sentido social 
6 
creando un "sentido común" , por lo general excluyente y funcional 
a determinados pensamientos políticos. Este sentido social estan­
darizado deja afuera a quienes no pueden incluirse dentro de estas 
normas, ya sea por cuestiones relativas a sus condiciones concre­
tas de existencia, a sus limitaciones físicas, a su edad, o por mero 
deseo. Así quedan excluidas las personas discapacitadas que, como 
bien marca Le Breton en el capítulo dedicado al tema, son vícti­
mas de un doble discurso, donde son textualmente aceptadas, pero 
corporalmente rechazadas, ya que suscitan inquietud y comentarios 
porque despiertan el temor a lo desconocido. Quedan excluidos los 
y las adolescentes, cuyos cuerpos plenos de potencia sexual no son 
comprendidos ni por ellos mismos. Quedan excluidas las personas 
que sufrieron violaciones o abusos sexuales porque, para apropiarse 
de un cuerpo que les ha sido arrebatado y les produce sufrimiento, 
muchas veces recurren a cortarse porque "La cortadura es una inci­
sión de lo real. le confiere enseguida al sujeto un arraigo en el espesor de 
su existencia." Quedan excluidos todos quienes no puedan diluir el 
cuerpo en las convenciones de las relaciones sociales, como acerta­
damente ubica Le Breton en el capítulo "Juegos de piel en la adoles­
cencia: entre escarificación y ornamentación" . 
Investir al cuerpo del narcisismo necesario para que nos guste 
vivir, es un trabajo cotidiano y regular a lo largo de toda nuestra 
existencia, con las vicisitudes propias de cada edad, de cada condi­
ción física y de cada historia personal que nos remitirá a significados 
diferentes para estímulos diferentes. 
Las sociedades occidentales contemporáneas son sociedades de 
la imagen, que eluden estas zonas de conflicto planteadas por las 
cuestiones del cuerpo y del sentido que le otorgamos, agitando la 
quimera del cuerpo perfecto y de la eterna juventud, donde el claro 
interlocutor es la muerte que intenta evitarse. Le Breton indica que 
justamente apelan a desafiar la muerte numerosos jóvenes en busca 
de contactar la realidad, y también muchos deportistas o amateurs 
que necesitan probarse que están vivos llevando a cabo proezas que 
ponen en riesgo sus vidas. 
7 
Como enuncia Freud, "lo siniestro aparece cuando lo familiar 
se vuelve desconocido", y esta reflexión Le Breton la refiere al cuer­
po humano, un cuerpo transformado en una imagen socialmente 
estandarizada, que cada vez más cotidianamente, no da cuenta de él 
y de la diversidad que representa. Por eso ''el cuerpo es un indicador 
social", que muchas veces plantea una grieta entre suceso y senti­
do, campo que analiza magistralmente Le Breton en este libro para 
poder pensar el mundo de otra manera. 
Carlos Trosman 
8 
EL DOLOR ES UNA CUESTIÓN DE SENTIDO 
Es fácil ver que lo que agudiza en nosotros el dolor y la voluptuosidades el aguijón de nuestro espíritu. 
Montaigne, Ensayos, Libro 1 
El dolor que se sufre nunca es la extensión de una alteración 
orgánica. El sentir del dolor, es decir, el sufrimiento, no es en abso­
luto la repetición del acontecimiento corporal, es la consecuencia 
de una relación afectiva y significante con una situación. Según los 
contextos, los límites de tolerancia de unos no son los de otros. La 
relación con el dolor es siempre una cuestión de significación y de 
valor, una relación íntima con el sentido y no, de umbral biológico. 
No es la de uri organismo, marca a un individuo y desborda hacia su 
relación con el mundo, es sufrimiento. Se entrama en la afectividad, 
que da la medida de su intensidad y su tonalidad. Si bien dolor es 
un término utilizado a menudo en nuestras sociedades para desig­
nar un padecimiento orgánico y sufrimiento, una pena psíquica, 
hay que ir más allá de la polaridad cuerpo-espíritu que marca a esas 
representaciones . Oponer el dolor, que sería "físico" , al sufrimiento, 
que sería "psíquico", responde a una proposición dualista contraria 
a la experiencia. Cualquier dolor corporal es simultáneamente sufri­
miento. El individuo atacado de lumbalgia o de migraña sufre en su 
existencia entera, y no solamente en su espalda o su cabeza. El cuer­
po nunca está aislado, no es el cuerpo que duele, sino la persona. La 
condición humana es una condición corporal . 
El dolor, como una agresión más o menos aguda que soportar, 
está envuelto dentro de un sufrimiento que traduce la experiencia 
de vivirlo. Impregna la relación con el mundo sin perdonar nada, 
9 
el individuo no es más que una extensión de la zona afectada, de 
su organismo enfermo o de su función lesionada. Es primero que 
todo la invasión de una significación particular en el centro de uno 
mismo, por lo tanto, es modulado por las circunstancias, por la 
capacidad de enfrentarlo a través de la movilización de los recursos 
íntimos. De allí la diversidad de actitudes de enfermos aquejados 
por las mismas patologías y los mismos síntomas. 
Cuando golpea al individuo, el dolor descalifica los dualismos 
heredados de la tradición metafísica de nuestras sociedades: cuerpo 
y alma, físico y psicológico, orgánico y psíquico, objetivo y subjeti­
vo, visible e invisible . . . Contradice además el acostumbrado dualis­
mo de nuestras sociedades que aísla al cuerpo de la persona. El 
sufrimiento que está en la carne no se opone al que está en la exis­
tencia, está en juego la misma alteración, con un centro de gravedad 
que no se desplaza entre dos polos, sino entre dos l íneas de intensi­
dad que no dejan de enredarse. El dolor está entre el cuerpo y uno 
mismo, entre la carne y la psiquis, sin estar ni en una ni en otra, 
dado que es, antes que nada, cuestión del sujeto. 
Eri cierto modo no existe dolor, ya que no existe sensación que 
no esté atrapada dentro de la reflexividad del individuo, objeto de 
lo que éste siente y, por lo tanto, de su desciframiento corporal . 
Las sensaciones puras no existen, son percibidas y, por lo tanto, 
ya están filtradas, interpretadas a través de una afectividad parti­
cular en una situación precisa. El dolor previo al sentido no existe, 
porque entonces habría que concebirlo sin contenido, sin sujeto, 
puro fenómeno nervioso sin individuo para sentirlo. "Todo es fabri­
cado, todo es natural en el hombre, como se quiera decirlo, en el sentido 
de que no hay palabra ni conducta que no le deba algo al ser simple­
mente biológico y que no eluda al mismo tiempo la simplicidad de la 
vida animaf' (Merleau-Ponty, 1 945 , 220-221). La sensación sólo 
existe traducida en una conciencia específica, siempre se da como 
percepción, interpretación. El dolor está atrapado simultáneamen­
te dentro del enigma de una historia de vida, en la interpretación 
10 
biológica del médico y en la explicación biográfica que a veces da de 
él el individuo. Aún más lejos, está atrapado en una trama social y 
cultural, o más bien en lo que hace el individuo con las influencias 
que pesan sobre él. 
Como las demás percepciones sensoriales (Le Breton, 2007) , el 
dolor es la traducción Íntima de una alteración de sí. Se lo padece 
y evalúa en simultáneo, es integrado en términos de significación y 
de intensidad. No es ni verdadero ni falso, traduce el mundo en el 
lenguaje propio del individuo que lo siente. No es nunca el territo­
rio, sino el mapa que según las circunstancias dibuja de él el indivi­
duo. También es una emoción, una resonancia afectiva, porque afec­
ta a la calidad de la relación con el mundo. No es la copia mental de 
una fractura orgánica, entremezcla cuerpo y sentido, somatización 
(soma: cuerpo) y semantización (sema: sentido). En otras palabras, 
no se reduce a una serie de mecanismos fisiológicos, concierne a 
una persona singular inserta en una trama social, cultural, afectiva 
y marcada por su historia personal. No palidece el cuerpo, sino el 
individuo entero. 
Los circuitos neurológicos llevan el dolor al cerebro, pero 
sentirlo implica la mediación del sentido según una tabla de 
interpretación inherente al individuo. "Fenómeno de conciencia 
afectiva, escribe René Leriche, el dolor nunca es un hecho puro (. . . ) 
Continuamente intervienen múltiples componentes psicológicos para 
darle sus características. Y es sin duda su dosificación individual la 
que le da a cada uno de nosotros su aptitud personal para sufrir o 
su relativa indiferencia a las excitaciones llamadas a producir dolor 
(. .. ) No tenemos derecho para hablar de excitaciones dolorosas sin 
incluir un acto de reflexión. No hay dolor fuera del hombre, de cada 
hombre" (Leriche, 1 949, 3 1 y 72) . El hombre no es su cerebro, 
sino lo que hace con él a través de su pensamiento y su existencia 
en relación con su historia personal. Está inmerso dentro de una 
totalidad orgánica, el cerebro no es un registrador fisiológico, sino 
un decodificador de sentido, un interpretante. La definición de la 
1 1 
IASP (lnternational Association far the Study of Pain) borra cualquier 
ambigüedad haciendo del dolor c e una experiencia sensorial y emocional 
desagradable asociada a una lesión tisular real o potencial o también 
descrita en los términos que evoquen tal lesión". Esta definición insiste 
sobre lo sentido por el suj eto, adopta su punto de vista y valida su 
palabra. El dolor es lo que el individuo dice que es. 
Dolor es un término que traduce una sensación. Los médicos 
hablan de nocicepción. Sufrimiento se usa a menudo como sinó­
nimo de dolor, pero el término remite más bien a una emoción. 
Los dos términos no engloban las mismas dimensiones. Entre la 
sensación y la emoción hay una percepción, es decir, un movimien­
to de reflexividad y de sentido atribuido por quien lo siente, una 
afectividad en acto. El dolor es propio de un organismo, de un 
proceso neurofisiológico, el sufrimiento es la resonancia íntima en 
el plano de la existencia. Marca el grado de penosidad del dolor para 
el individuo a través del prisma de su historia personal y de la situa­
ción. En el sufrimiento hay que entender el sentido. Si dolor es un 
concepto médico, sufrimiento es el concepto del sujeto que lo sien­
te. Es la dimensión del sentido lo que le da al dolor su intensidad, 
su sufrimiento, y no el estado del organismo (Le Breton, 20 1 0) . 
Si el dolor es elegido o aceptado no implica mucho sufrimiento; 
en ese contexto preciso, donde acompaña a una actividad deseada, 
posee una significación e incluso un valor. Por otra parte, no se lo 
busca por sí mismo, aunque participe de la experiencia. Si para 
un maratonista o un alpinista no existiera el dolor, su pasión no 
tendría gracia para él . Como muy bien lo dice Nicolás, aficionado 
a las carreras a pie de varios cientos de kilómetros: ce Sin dolor, la.s 
carreras ultras no tendrían gracia. Sin dolor, cualquiera podría hacer­
las. Quiero decir, estás orgulloso de terminar, a pesar del dolor. Incluso, 
si en última instancia no sintiera nada, ningún problemafísico, haría 
un tiempo único, pero qui recuerdo me quedaría de esta carrera ultra: 
nada. Serla nulo y sin valor, la.s mejores ultras la.s haces superando tus 
dificultades". El maratonista o el corredor dominguero, el alpinista, 
12 
cualquier persona que tome parte en actividades físicas o deporti­
vas de largo aliento intenta demostrarse a sí mismo esa capacidad 
de frenar el sufrimiento para soportar el dolor. En el universo del 
deporte, el entrenamiento se centra entre otras cosas, precisamente 
en hacer soportable el dolor para el atleta, en empujar los límites a 
partir de los cuales empezaría a experimentar el sufrimiento. Si el 
dolor queda bajo su control, tiene la apreciable ventaja de propor­
cionar un límite, de simbolizar el contacto ñsico con el mundo. 
La persona que sueña con un tatuaje acepta que le duela para 
obtenerlo, pero el dolor está erosionado de cualquier sufrimiento, 
se mantiene dentro de lo tolerable. "Sientes un dolor muy agudo, 
pero luego te dices que estds haciendo algo fuerte con tu cuerpo. Es un 
poco como un parto. Es un poco como un placer. No es el dolor lo que 
te gusta, es algo que deseabas viviendo en ti, no es un dolor que hace 
mar (Anne, 28 años) . Mathieu dice lo mismo a propósito de sus 
piercings: "Sentí una gran alegria, sobre todo en relación a la piel al 
dolor. Sobre todo, eso, creo, la satisfacción personal por haber podido 
aguantarlo, así de simple" (2 1 años, camionero) . Cantidad de tatua­
dos expresan su alivio de que la escritura cutánea del grafismo sea 
dolorosa, porque una experiencia así disuade en parte a aquellos 
que la invisten únicamente como una forma de decoración de sí 
mismo sólo por seguir una moda. Para ellos, "el tatuaje es importan­
te, si todo el mundo tuviera uno, ya no tendría in terés. Está bien que 
duela", dice por ejemplo Jo , 22 años. 
Del mismo modo, el artista de body art hace de su cuerpo una 
obra por medio de heridas que se inflige por iniciativa propia, como 
Gina Pane, por ejemplo, que en una conocida performance se esca­
rifica sobre el escenario, maquillándose con una hoja de afeitar para 
denunciar la violencia contra las mujeres a través de la tiranía de 
la belleza y la seducción. Las prácticas de suspensión que implican 
para sus adeptos insertarse ganchos en la piel y ser izados por el aire 
durante un tiempo más o menos prolongado, con la piel estira­
da, sin anestesia, sin analgésico, comparten la misma lógica de una 
13 
búsqueda personal que desactive lo intolerable . Lukas Zpira, inmer­
so con regularidad en esas performances, declara en ocasión de una 
conversación privada: "Sí, siento el dolor, pero no el suftimiento" . El 
dolor acompaña la prueba, le confiere un valor redoblado, pero no 
es buscado en absoluto por sí mismo. 
En esas circunstancias, donde el individuo decide sobre su 
acción y sabe que puede retirarse a su antojo, el dolor está investi­
do de una dimensión moral que recorta su penosidad, se convierte 
incluso en un vector de la experimentación sobre sí y está vincu­
lado con la inmensa satisfacción de haberlo superado. Es una vía 
de exploración, de búsqueda de los límites de sentido que brindan 
el sentimiento de sí mismo. En muchas mujeres, el parto también 
induce esta confusa mezcla entre dolor y placer que hace difícil para 
algunas calificar su experiencia. (Le Breton, 20 1 0) . 
En el marco de u n contrato sadomasoquista el dolor lleva inclu­
so al orgasmo. Su erotización alcanza un punto máximo. En el curso 
de la vida de ciertos adeptos, es importante la reanudación, en el 
escenario de sus fantasías SM, de antiguos sufrimientos hoy neutra­
lizados. Ludovic (3 1 años} , por ejemplo, asume el papel de vícti­
ma consintiente. Pero su búsqueda de dolor queda estrictamente 
restringida a la esfera de su pasión erótica y, en el interior de ésta, 
de un guión muy preciso. Lo explica así: " Cuando uno es maso en su 
cabeza, justamente lo que no soporta es el dolor de la vida cotidiana, 
estamos en un sistema de pensamiento donde enseguida te eliminan. 
Tienes la impresión de no valer gran cosa, que te hacen daño, que no se 
ocupan de ti. Lo que no sería normal es lo opuesto, por ejemplo, que se 
tenga consideración por ti. No tuve una infancia fácil y la psicoterapia 
o lo demás, los mejores amigos del mundo, no cambian nada. Enton­
ces, mientras yo pueda solucionarlo con mi procedimiento sado-maso, 
está bien" . Ludovic establece claramente la diferencia entre el dolor 
forzado que siente como cualquiera en la vida corriente, y el que 
elige en un guión particular, que lo lleva al orgasmo. 
El dolor acota la presencia en el mundo, brinda la convicción 
de estar aún aquí, todavía vivo, presente en sí mismo. Es un brote 
14 
de identidad. (Le Breton, 20 1 0; 20 12) . En estos procedimientos es 
aceptado por el individuo como un elemento de su pasión. En ese 
contexto de exploración de sí mismo, esas mujeres o esos hombres 
recorren los márgenes de lo tolerable, deshilan sus límites, pero sólo 
caminan por el umbral del sufrimiento y lo que sienten induce un 
arrancamiento de sí mismo, vivido de una manera propicia. Saben 
hasta dónde ir más lejos. 
Algunos autores han observado intuitivamente en el pasado, que 
todo sufrimiento se borra cuando el individuo está en busca de un 
objetivo que le importa y del cual tiene la iniciativa. Cicerón, por 
ejemplo, en las Tusculanas, escribe: "¿Acaso no vemos, en los países 
donde los juegos llamados gímnicos son muy considerados, que los 
campeones se exponen a todos los sufrimientos? Igualmente, allí donde 
la caza y la equitación están de moda, ningún dolor desanima a los que 
quieren distinguirse" (Cicéron, 1 960, 1 1 2) . Montaigne también lo 
constata: " ¿ Quién no ha oído en París de la que se hizo despellejar sólo 
para adquirir la tez más fresca de una nueva piel? Hay quienes también 
se hacen sacar los dientes vivos y sanos para formar una voz más blanda 
o más gruesa, o para acomodarlos en mejor orden. ¿Cuántos ejemplos 
de desprecio del dolor tenemos de ese tipo?" (Montaigne, 1 969, 1 00) . 
Si el dolor está subordinado a una tarea hondamente investida por 
el individuo, pierde su filo. No pain, no gain, dicen a menudo los 
adeptos de las modificaciones corporales, que no ignoran el precio 
a pagar por su deseo, pero lo aceptan de buen grado. 
Otra figura antropológica ofrece la paradoja de recurrir al dolor 
autoinfligido y controlado para desactivar un sufrimiento que esca­
pa a todo control porque se lo encuentra inevitablemente en los 
hechos de la vida personal. La herida, y especialmente la sangre que 
corre, materializa un sufrimiento intolerable poniéndolo de nuevo 
bajo control. Muriel ( 1 6 años) , enamorada de un chico toxicómano 
y dealer en prisión preventiva, graba con un vidrio de botella sobre 
la piel de su antebrazo las iniciales de su novio y formula de manera 
ejemplar la potencia de atracción de la cortadura en esos momentos 
de aflicción: "Eres tan desdichada en el fondo de ti misma, es la pena 
15 
de amor, sabes. Eres tan desgraciada en tu corazón, y entonces te haces 
daño para tener un dolor corporal más fuerte y así ya no sentir tu dolor 
en el corazón, ¿te das cuenta?' . Aquí el dolor es una última muralla 
contra la disgregación de uno mismo, por medio de un recordato­
rio brutal de los límites corporales . Muriel se hace daño para que 
le duela menos y para escapar por un momento al sentimiento de 
derrumbe que se ha apoderado de ella. Un hombre vive un conflicto 
con su mujer. Ella, dice, no lo comprende. Al no poder más con su 
indiferencia y sus burlas, toma un cuchillo, desgarra su ropa y se 
hace cortes en el pecho. Le dice entonces a su mujer: "�s. lo que yo 
me hago no es nada frente a lo que tú me haces" . El dolor, la marca 
corporal , la sangre, refrenan l1n sufrjmiento que desborda y aplas­
ta. La escarificación encarna sobre la piel un sufrimiento imposible 
de representar de otra manera, lo materializa y lo extirpa de uno 
mismo. El sufrimiento quedestroza la vida no deja otro camino 
que aferrarse a una herida que es un desvío que devuelve por fin a 
sí mismo. El dolor consentido restablece los fragmentos dispersos 
de sí. Procura una sensación brutal de realidad que les falta a ciertos 
adolescentes, que sienten que su existencia se les escapa. 
A veces también una vida de sufrimiento anestesia el dolor y 
vuelve insensible a las patologías o a las lesiones. La terapia de las 
personas sin techo abunda en situaciones de este tipo. En relación 
con el desbarajuste de su existencia, la persona se ha disociado tanto 
de su cuerpo que ya no siente sus señales ni sus daños. Sus dientes 
están cariados, la piel carcomida por las infecciones, daños internos 
jamás tratados, etc. Una mujer viene a consultar al Samu1 social; de 
unos cincuenta años, le "duele la barriga" , dice con voz cascada. "Se 
la siente turbada. No atreviéndose a contar. Al final nos habla de un 
grano que la molesta. Señala su pecho con gesto vago. Descubriremos 
un cdncer de seno en etapa terminal nunca mostrado, nunca trata­
do. Había carcomido la cara interna del seno izquierdo, tirado de las 
carnes como un gancho y excavado un agujero de tres dedos de ancho y 
l. Servicio de Ayuda Médica de Urgencia {N. del T.) 
16 
un pulgar de profundidad' . (Declerck, 200 1 , 89). La mujer morirá 
al día siguiente. Sin embargo, la experiencia clínica muestra que si 
la persona en apariencia insensible es acompañada sostenidamente 
por los que la tratan o por allegados, con cuidados que restauren su 
apego a la vida, entonces poco a poco, reinvistiendo de valor a su 
cuerpo, volverá a sentir dolor. Porque para sentirlo hace falta, en 
efecto, el suficiente narcisismo sin el cual el individuo se encuentra 
totalmente desprendido de su persona. Si el cuerpo es percibido 
como diferente de uno mismo, totalmente desinvestido, deja de ser 
un lugar de sufrimiento. 
A diferencia del dolor elegido o aceptado, el dolor impuesto 
por las circunstancias implica casi siempre un sufrimiento. En lo 
peor, en los momentos en que el dolor arde, es una invasión a uno 
mismo por un trabajo de erosión que agota las capacidades de resis­
tencia del individuo dándole la impresión de que en adelante toda 
su existencia se le escapa. Como lo recuerda la etimología, sufrir 
es siempre soportar, aguantar, estar en cierto modo en posición 
de impotencia. Cuanto más tiempo dura, más altera el sentimien­
to de identidad. Fractura en el centro de uno mismo, induce un 
sentimiento de pérdida, de duelo, acentuado por el hecho de no 
poder controlarlo. Sufrido por causa de enfermedad o de accidente, 
o por su irreductible cronicidad, lesiona al individuo, lo reduce a 
la sombra de sí mismo. Él ya no es el mismo. Rumia la nostalgia 
de la existencia que llevaba antes de que el dolor lo golpee con la 
esperanza de recuperarla cuanto antes, pero el tiempo sigue pasan­
do sin que se produzca un cambio notorio. Su gusto por la vida es 
alterado y a veces incluso totalmente arruinado. Sin embargo, aun 
en esas circunstancias en las que el sufrimiento culmina, los juegos 
del significado introducen una modulación, debida a la calidad del 
entorno, a las pertenencias sociales, culturales, a las singularidades 
personales. 
Las técnicas apuntaladas por una disciplina del cuerpo practican 
un control de lo sentido (relajación, sofrología, imaginería mental , 
hipnosis, autohipnosis, meditación . . . ) . Favorecen la creación en 
17 
uno de un espacio intermediario donde el individuo está a salvo 
y afloja sus tensiones, se desprende por un momento de su dolor. 
Cualquier desvío es propicio para una reducción o un borrado del 
sufrimiento. Dejando de pensar en su dolor, es decir, dejando de 
investirlo, el individuo le corta su energía, se centra en otra cosa, 
rompe con la hipnosis negativa de su sufrimiento. El dolor aumenta 
o disminuye según el grado de concentración del individuo sobre 
él. El comprometerse en el trabajo u otra actividad que cuente para 
él, tiene el mismo impacto analgésico. 
Asimismo, el sentimiento de control lleva a relajar la focaliza­
ción sobre el dolor. Una serie de experimentos lo demuestra. Un 
ejemplo: expuestos a descargas eléctricas, voluntarios a los que se les 
ha enseñado cómo reaccionar ante ellas, expresan menos dolor que 
aquellos a los que se les ha explicado que esas mismas descargas eran 
inevitables (Melzack, Wall, 1 989, 2 1 ) . Otra investigación clásica 
en torno al dolor post quirúrgico (ablación de la vesícula biliar, 
del útero o de partes de las vías digestivas) distingue dos grupos. 
El primero lo reciben profesionales que les explican a los pacien­
tes la localización de su eventual dolor, su intensidad, su duración. 
Les enseñan pequeñas técnicas de respiración y de relajación. Les 
recuerdan la dificultad de controlarlo por completo, pero les asegu­
ran personal sanitario a su disposición y les recomiendan los anal­
gésicos adecuados. En el otro grupo los pacientes están atrapados 
dentro de la rutina de los servicios hospi talarios. La investigación 
muestra que los pacientes que recibieron información piden mucho 
menos analgésicos que los otros y se muestran menos preocupados 
en los días que siguen a la operación (Egbert et ales, 1 964) . 
Aun cuando todo parece perdido, cuando el individuo está 
expuesto, sin recursos aparentes, la fuerza de oposición a la crueldad 
todavía encuentra los medios para desplegarse, gracias a la movili­
zación del imaginario. Hasta en lo peor, ciertos sobrevivientes de 
la tortura resisten el traumatismo y retoman una existencia más o 
menos propicia. Volvemos a encontrar allí la dimensión del sentido 
como modulador del impacto del dolor sobre el individuo. Tortura-
18 
do por largo tiempo en las cárceles de la dictadura militar, el escritor 
uruguayo Carlos Liscano sabe que si denuncia a sus amigos nunca 
más podrá mirar a la cara a sus padres y quizás un día retomar el 
hilo de su existencia. Peor que las violencias padecidas sería el sufri­
miento de haber denunciado amigos y mantenido la cadena del 
horror entregándolos a su vez a los torturadores o a la muerte. El 
remordimiento sería abrumador. En ese sentido, el dolor infligido 
por los verdugos parece menor, aún al precio de violencias adiciona­
les o incluso la muerte. Pero él se aferra apasionadamente a lo que 
llama su dignidad. "Quizá no sea la dignidad del militante político, 
sino otra, mds primitiva, hecha de valores simples, que aprendió no 
sabe cudndo, quizá en la mesa de la cocina de su casa cuando era chico, 
o trabajando en los bancos de la escuela. No es una dignidad abstracta, 
sino una dignidad muy específica. La de saber que un día tendrd que 
mirar a la cara a sus hijos, a su compañera, a sus camaradas, a sus 
padres. Ni siquiera a tantas personas: le alcanza con querer, un día, 
sentirse digno frente a una sola persona" (Liscano, 200 1 , 8 1 ) . A veces 
los sobrevivientes se construyen así un escudo de sentido que recha­
za a la voluntad de destrucción que anima a los torturadores en su 
contra (Le Breton, 20 1 0) . Sus refinamientos de crueldad se estrellan 
invariablemente contra un muro invisible sin alcanzar a su víctima. 
Siempre, aún en lo peor, el sufrimiento es una cuestión de sentido 
y no de sistema nervioso. Y porque el dolor encuentra su energía 
según cómo el individuo signifique su experiencia, su intensidad 
siempre puede cambiar en una u otra dirección, aunque a veces 
oponga resistencia. El sufrimiento marca el pasaje progresivo desde 
el malestar hasta lo intolerable. 
Si el dolor elegido, el que duele sin inducir sufrimiento, está 
asociado al reagrupamiento de sí, a recordar el hecho de ser real, 
de estar vivo, presente para uno mismo (deporte, body art, modi­
ficación corporal, suspensiones, etc.) , el dolor impuesto por la 
enfermedad, el envejecimiento o las secuelas de un accidente, sobre 
todo si persiste, rompe, a la inversa, las fronteras del individuo, lo 
fragmenta. Es sufrimiento y se impone comopura violencia que 
19 
el individuo quisiera rechazar con todo su ser. Viene a romper la 
coincidencia consigo mismo. El dolor agudo desmantela provisio­
nalmente al individuo, que se recupera luego, una vez aliviado su 
dolor; pero para el dolorido crónico perdura y sigue su trabajo de 
zapa a lo largo de las horas, de los días, de los meses, de los años y a 
la larga afecta su sentimiento de identidad. Crea una zona de turbu­
lencia en su cuerpo por donde siente que su ser se le escapa. Si el 
dolor elegido ofrece una aguda conciencia de sí, un dolor impuesto 
por los acontecimientos deteriora el sentimiento de sí. 
Ninguna experiencia obligatoria es deducible de un trazado 
biológico. Sin saberlo, el individuo sigue siendo el artífice de lo 
que él vive a través del dolor que lo tortura. Si éste se le impone, lo 
hace a través del prisma de su historia personal, el sufrimiento que 
experimenta está modulado por sus recursos internos o los que sabe 
poner en movimiento a su alrededor para amortiguarlo. El sufri­
miento lo destruye, aniquila toda voluntad y lo transforma en un 
ser de queja y lamento si se abandona a él, lo enceguece y suscita 
resentimiento, irascibilidad, o lo aleja de cualquier contacto. Pero 
a la inversa, puede abrirlo hacia los demás, volverlo sensible a su 
presencia, brindarle el sentimiento de estar todavía vivo. El grado 
de sufrimiento es siempre de algún modo lo que el individuo hace 
de él, no hay en él ninguna fatalidad {20 1 0) . 
20 
EL CUERPO EN ABISMO. 
ANTROPOL OGÍA DE LA DISCAPACIDAD 
Lo que más radicalmente le impide a una persona participar 
plenamente de la vida social no son sus desventajas físicas, 
es el tejido de mitos, temores y malentendidos con los que 
la sociedad lo inviste. 
Robert Francis Murphy, Vivre a corps perdu 
Trastorno antropológico 
En las culturas occidentales el cuerpo es la primera frontera. 
La separación que distingue físicamente a un individuo de otro no 
tiene apelación. El recinto del cuerpo es el vector de individuación, 
establece los contornos de la persona (Le Breton, 20 1 1 ) . Para bien 
o para mal, el individuo es su cuerpo, no es otra cosa. Pero la mira­
da de los otros es otro límite. No alcanza con nacer y crecer para 
adquirir un estatus de pleno derecho y empaparse en la eviden­
cia de existir. Hay que cumplir con cierta cantidad de imperativos 
sociales para no toparse, a regañadientes, con una resistencia social . 
La igualdad del hombre consigo mismo, su identidad a sí mismo, 
implica la igualdad con su cuerpo. Quitarle algo o agregárselo, colo­
ca a ese hombre en una posición intermedia, ambigua, rompe las 
fronteras simbólicas. Entra a la vez en situación de liminalidad1 en 
el plano social, pero no menos en el plano personal . 
l. Ver Turner, Víctor, "El Proceso Ritual", Cap. 3 "Liminalidad y 
Communitas" . (N del R). 
21 
Cuando un accidente o una enfermedad inesperada está dañan­
do el cuerpo, es toda la relación con el mundo la que resulta altera­
da, y no sólo el cuerpo. Coetzee narra así la historia de un hombre, 
víctima de un accidente de tránsito, al que le cortan la pierna. Él 
expresa cómo, de aquí en adelante, el amor que le tenía a su cuer­
po y a su persona ha desaparecido. "El hombre que era ya no es mds 
que un recuerdo, y un recuerdo que se esfuma rdpidamente. Siente que 
todavía tiene un alma cuya vida no estd disminuida: en cuanto al resto 
de su ser, ya no es mds que una bolsa de huesos y de sangre que estd 
obligado a cargar" (Coetzee, 2006, 43) . Declara ser "e/fantasma de 
un hombre que se vuelve con pesar hacia el tiempo que no supo aprove­
char" (45) . Al perder su pierna, ha perdido una parte de sí mismo, 
ya nunca será el hombre que era. Las prótesis más eficaces no valen 
lo que su pierna. Privado de su pierna, también es privado de la 
existencia que llevaba previamente. La mutilación no sólo alcanza 
al cuerpo, también afecta la relación con el mundo y sobre todo el 
sentimiento de uno mismo, la identidad. 
Aquel que reivindica la humanidad de su condición sin presen­
tar las apariencias acostumbradas por sus mutilaciones o sus defor­
midades, debido a sus acciones imprevisibles, sus dificultades para 
desplazarse o su dificultad para comunicarse, está destinado a una 
existencia sobre el escenario, bajo el fuego de las miradas sin indul­
gencia de los transeúntes o de los testigos de su desemejanza. A ése, 
las sociedades occidentales le hablan de su humanidad disminuida, 
de su alteración simbólica que exige que se lo aparte o se lo ponga 
a prueba. La alteración del cuerpo remite en los imaginarios a una 
alteración moral del hombre, e inversamente la alteración moral del 
hombre induce la fantasía de que su cuerpo no es adecuado y que 
es conveniente enderezarlo. Ese pasaje a otro tipo de humanidad 
habilita la persistencia del juicio o la mirada despreciativos sobre él, 
e incluso de la violencia en su contra. Una apariencia desventajosa 
precede siempre al individuo, cualquiera sea la deficiencia de la que 
es portador. La primera violencia es la de la mirada de los otros (Le 
22 
Breton, 20 1 0; 20 1 1 ) . Sólo al hombre ordinario le está reservado el 
privilegio de pasearse sin suscitar la menor indiscreción por ello. 
En las culturas occidentales el cuerpo humano establece la fron­
tera de la identidad personal . Si el hombre sólo existe a través de 
sus formas corporales, cualquier modificación de su forma involu­
cra una nueva definición de su humanidad. Los límites del cuer­
po dibujan en escala el orden moral y significante del mundo. Si 
pensar el cuerpo es otra manera de pensar el mundo y el lazo social , 
entonces, una alteración en la configuración del cuerpo es una 
perturbación en la coherencia del mundo. Y la persona afectada 
por una discapacidad lo paga con el malestar que genera y con un 
estatus social a menudo devaluado y conquistado en dura lucha. 
Su integración al seno del mundo del trabajo o de la vida social 
implica sólidos recursos íntimos y un trabajo sobre sí de su público, 
una lucha siempre renovada. Cualquier relación social pasa por el 
cuerpo, y si éste no está de acuerdo a las expectativas, esta ruptura 
orienta todas las interacciones, en forma frontal o más velada. En 
ella se detecta a primera vista una fractura de sentido que siembra 
confusión al privar a los demás de reconocimiento y previsibilidad 
a su respecto. Su alteración corporal es difícil de domesticar, salvo 
para los familiares, porque contamina las relaciones sociales y lleva 
a sentirse uno mismo vulnerable. 
Un dualismo concreto 
Es imposible apartarse de su cuerpo, así fuera un solo instante, 
el individuo se confunde con su cuerpo, no es otra cosa, aun cuan­
do desee deshacerse de él. Está tanto más pegado a su cuerpo cuanto 
más l imitado está éste en sus relaciones con el mundo. El cuerpo 
deficiente es también un cuerpo a domesticar, a ajustar a un mundo 
físico y social que siembra mil obstáculos en su camino. "Los prime­
ros años de mi vida, dice A. Jollien, los he dedicado a corregir a la 
23 
bestia, a la adaptación de un cuerpo reacio. La larga serie de sus disfun­
cionamientos exigía mil esfuerzos, había que poner cuerpo y alma, 
enfrentar los movimientos incorrectos, los espasmos, evitar las caídas, 
llegar al día siguiente más sano que salvo" Uollien, 2002, 1 8) . La defi­
ciencia impone en muchos casos una limitación en las actividades 
y los desplazamientos, debido a la vez a las cualidades particulares 
del cuerpo, pero también por causa de espacios públicos a menu­
do poco propicios a recibirla o instalaciones comunitarias, privadas 
o públicas, no acondicionadas para acogerla. El individuo con el 
cuerpo alterado no está en una posición en la que podría aprender a 
moverse en un espacio inadecuado, su deseo de permanecer discre­
to, de controlar sus movimientos o sus mímicas parásitas , su deseo 
de recobrar una mínima fuerza para superar modestos obstáculos de 
terreno en sus desplazamientos, todos esos esfuerzos sechocan con 
la inercia de su cuerpo, con los límites de su encarnación. Y algunas 
personas terminan por no salir nunca más de sus casas para evitar las 
miradas, los j uicios o la vergüenza de tener que recibir ayuda. Otras 
se ven forzadas a vivir en establecimientos especializados. " Todos 
mantenemos relaciones ambiguas con nuestro cuerpo. Yo mismo, con mi 
discapacidad omnipresente, llevaré esos vínculos hasta sus límites paro­
xísticos. Un cuerpo enfermo primero te estorba, te molesta, te exaspera. 
Uno quisiera deshacerse de él o sencillamente liquidarlo. Yo me esforcé 
todo lo que pude" (Dolsky, 1 990, 1 75 ) . La persona así afectada en su 
posibilidad de acción sobre el mundo, vive a su cuerpo como otro, 
un lugar de estorbo, de incomodidad, a veces de dolores. "Lavados, 
sonados, alimentados, vestidos, paseados, cargados y cuidados por otras 
manos que las suyas: usted no tiene la menor intimidad con su propio 
cuerpo, aún para actos tan personales como orinar o defecar" (Nuss, 
1 999, 2 1 6) . La experiencia es la de una forma de dualismo radical , 
pero paradójico donde la persona se disocia de su cuerpo para verlo 
como diferente a ella. El dualismo opone, entonces, la persona a 
su cuerpo. "Mi cuerpo es una camisa de fuerza; estoy atrapado en 
una matriz de carne y huesos. Peleo para caminar, para hablar, para 
24 
escribir, para mover músculos que se me rebelan a cada momento (. . . ) 
No soy más que un hombre mal sen tado que piensa sin parar, y si he 
querido a este cuerpo, ahora lo odio. En adelante cohabitamos, y él 
tiene la última palabra en todo; sólo por obligación me he conformado 
a esta idea" (de Fonclare, 20 1 0, 1 1 ) . " Cuando recibo en mi oficina, 
soy el director. Cuando acompaño hasta la puerta, soy discapacitado. 
Cuando intervengo en un coloquio, soy el director. En cuanto vuelvo a 
mi lugar en la sala, soy discapacitado" (53) . Otro sufrimiento nace de 
la merma de la libertad posible debida a un cuerpo que se aparta de 
sus funcionalidades comunes. Por cierto, cada persona es único juez 
a este respecto, ninguna generalización es pertinente. El dualismo 
aquí presente no es una herencia de la metafísica occidental, afecta 
a un hombre o una mujer con una condición física particular que 
lo pone en falsa escuadra en relación a los demás (Le Breton, 20 1 0; 
20 1 1 ) . Su cuerpo se vuelve un otro para sí y, sin embargo, encarna 
al uno mismo de ambos bajo una forma problemática. 
Ambivalencia 
Robert Murphy, antropólogo estadounidense aquejado por una 
enfermedad evolutiva que lo lleva poco a poco hacia la tetraplej ía, 
observa con pesar los efectos que suscita su presencia entre sus cole­
gas : "durante el semestre que siguió a mi vuelta a la universidad, parti­
cipé de algunos almuerzos en el club de la facultad y constaté que la 
atmósfera era tensa. Las personas que conocía evitaban mirarme; aque­
llas con las cuales mis relaciones se limitaban en general a un simple 
buenos días no me saludaban y, también ellas, miraban con insistencia 
en otra dirección. Otros pasaban de largo de mi silla de ruedas como 
si estuviera cubierta por un halo que pudiera contaminarlos. En pocas 
palabras, el ambiente no era de los más agradables" ( 1 990) . 
Una fuerte ambivalencia caracteriza las relaciones que anudan 
las sociedades occidentales con la persona que sufre de una discapa-
25 
cidad. Ambivalencia que ésta última vive a diario, ya que el discurso 
social le afirma que es una persona normal, miembro pleno de la 
comunidad, que su dignidad y valor personales no sufren merma 
alguna por su conformación física o sus disposiciones sensoria­
les, siendo que al mismo tiempo resulta objetivamente margina­
da, mantenida más o menos fuera del mundo del trabajo, asistida 
por ayudas sociales, apartada de la vida colectiva a causa de sus 
dificultades de desplazamiento y de una infraestructura urbana a 
menudo mal adaptada. Y, sobre todo, cada salida, cuando se anima 
a hacerla, es acompañada por un sinnúmero de miradas, a menudo 
insistentes; miradas de curiosidad, de incomodidad, de angustia, de 
compasión, de reprobación. Por las eventuales reflexiones de algu­
nos transeúntes . Y la inevitable lección de las madres obligadas a 
responder o eludir con discreción las preguntas inoportunas de los 
niños. Como si la persona con discapacidad tuviera que suscitar a 
su paso el comentario de cada transeúnte. Esa misma persona no 
ignora el miedo, la ansiedad que suscita en las relaciones sociales, 
aún en las más corrientes. 
Cuanto más visible y sorprendente es la discapacidad (un cuer­
po deforme, tetrapléj ico, un rostro desfigurado, por ejemplo) , más 
provoca una atención social indiscreta que va desde el horror al 
asombro, y más nítida es la marginación en las relaciones sociales. 
La visibilidad en la conformación insólita del cuerpo, la gestualidad 
o las mímicas atrae miradas y comentarios con una fuerza formi­
dable, es un operador de discursos y emociones. "Pero esa ola de 
miradas que me golpeaba a diestra y siniestra ¿acaso era sólo un mal 
sueño? Su realidad se me imponía lentamente en cada cara, hecha de 
asombro y de malentendido (. . . ) A uno tiene que gustarle mucho el 
music-hall para soportar ser puesto sobre el escenario por su propia 
discapacidad y ser entregado al espectáculo para una representación 
permanente. ¿Cuántas veces he visto a gente que al volverse hacia mí 
le erraban al cordón de la vereda o se golpeaban contra una farola . . . ? 
}á perdí la cuenta de la cantidad de accidentes de los que soy responsa­
ble (. . .) Debemos aceptar ser juzgados por el tribunal de los otros sin 
26 
ofendernos" escribe Bertrand Besse-Saige (I 993, 29-39) , un testi­
monio más entre muchos. El individuo aparece, a su pesar, como 
un personaje público. Allí donde los demás transeúntes disfrutan 
del anonimato de su presencia, la persona deficiente nunca pasa 
desapercibida. Alexandre Jollien expresa cómo el « gran proyecto de 
su vida » consiste en "aprender a no rechazar más lo real, a aceptar 
lo que es, sin resistirse, sin luchar sin parar, esa enojosa tendencia que 
me lleva al agotamiento {el camino de mi vida es aceptar, o mds bien 
acoger a todo mi ser, sin rechazar nada de él" (20 1 2, 1 1 ) . No se trata 
en lo más mínimo de resignación, sino a la inversa, de estar inmer­
so en. el presente a pesar de la discapacidad motriz cerebral que lo 
condena a menudo a la mirada de los transeúntes porque, dice, 
" Una de las grandes heridas de mi vida es estar reducido, fijado a esta 
imagen que llevo pegada a la. piel. Porque en cuanto me ven, viene la. 
pala.bra 'discapacitado"' (20 1 2, 1 2) . 
Mientras que e n las relaciones sociales cualquier individuo 
puede reclamar un crédito de confianza a su favor, el afectado por 
una deficiencia física, mental o sensorial está gravado con una carga 
negativa que hace difícil su aproximación. Y eso de una manera 
no dicha, discreta, pero eficaz: sutileza del vacío creado a su alre­
dedor, multiplicación de las miradas que lo envuelven, dificultad 
para gozar de las relaciones ordinarias de la vida, esas mismas que 
para los otros sólo tienen un valor mínimo a fuerza de banalidad o 
evidencia, pero que él debe conquistar en dura lucha sintiendo la 
incomodidad generada entre los que aún no están acostumbrados a 
su presencia. Esa alteración, aun cuando no modifique en nada las 
competencias activas o afectivas que la comunidad requiere de él, 
alimenta la dificultad permanente de su integración social , debido 
al valor simbólico atribuido a la integridad corporal y a la presun­
ción de un pensamiento necesariamente sin defectos . La desfigura­
ción, por ejemplo, no es en absoluto una discapacidad física, pero el 
tratamiento del que es objeto el protagonista manifiesta con plena 
evidencia su estatus social, que lo asimila a una discapacidad de 
apariencia (Le Breton, 2010). 
27 
Verse imponer un estatus 
Una única palabra designa en el lenguaje común situaciones 
disímiles. Sin dudano hay que tenerle miedo a nombrar las dife­
rencias, ya que existen, pero el lenguaje, sobre todo en este terre­
no, no es sólo denotativo, connota, y es contradictorio designar 
de una manera peyorativa (idiota, psicótico, mogólico, deficiente 
mental o físico, etc.) a actores para los cuales justamente se desea 
promover mejores condiciones de existencia. El lenguaje es también 
performativo, decir es realizar, la nominación inventa lo real si es 
compartida por un colectivo, pero aquí en detrimento de los actores 
en cuestión. Ahora bien, uno de los cerrojos que más los confina 
en su estatus marginal se traduce precisamente en este vocabulario 
banalizado que lleva una terrible carga de violencia. La retórica de 
la denigración recalca la deficiencia, la ausencia, la menor humani­
dad y, a la inversa, subraya la "buena voluntad" del educador o del 
animador que "se ocupa" de su destino o la "devoción" de la familia 
que no los ha abandonado. Estos términos prosperan al amparo de 
una normalidad ilusoria, jamás definida, ni interrogada, pero siem­
pre postulada como la aplastante verdad que impide el acceso a la 
ciudadanía plena o a una igual dignidad de muchos de estos actores. 
Éstos son definidos por supuestas carencias, presuntas deficiencias, 
en cierto modo defectos de fabricación, y no por una condición 
humana de la que no parecen del todo dignos ante quienes abra­
zan sin saberlo esa inquietud normativa. Por cierto, el lenguaje al 
mismo tiempo fabrica lo real, pero también toma nota de las repre­
sentaciones sociales y, por lo tanto, las refuerza. 
El momento de la imposición de un estatus traduce la pérdida 
de autonomía de un actor cuya existencia es entonces dirigida por 
los otros (Strauss, 1 992, 80 y ss. ) . Cualquier interacción implica 
para él el riesgo de verse condenado a un papel que no domina, por 
lo bajo a través de la humillación, el envilecimiento, la denigración, 
la estigmatización, o por arriba a través de la idealización, la exalta­
ción, la elevación al rango de héroe, etc. En su vertiente negativa, 
28 
provoca la marginación, el exilio, la cuarentena, la deportación, la 
reprobación. El individuo pierde por tanto el control de las signi­
ficaciones, entra en la esfera de influencia de los demás. Ya no es él 
quien define las situaciones que lo implican. Está pegado dentro 
de un estatus impuesto del que le cuesta deshacerse. La resistencia 
a la imposición de estatus es difícil de poner en práctica, ya que el 
individuo no está solo, vive en el seno de públicos que comparten 
en grado más o menos significativo el mismo j uicio (Le Breton, 
20 1 6) . " Una invalidez mayor contamina cualquier reivindicación de 
un estatus social relega a un segundo plano a todas las adquisiciones 
que se han hecho en la vida, todos los otros roles sociales, inclusive la 
sexualidad' (Murphy, 1 990, 1 50) . 
El estigma no es una naturaleza que le impone su infortunio 
al actor, es un añadido social en el corazón de una relación, una 
significación y un valor depositados desde afuera sobre un rasgo 
físico. La indignidad de su condición puede serle expresada precoz­
mente. Como la virulencia con la cual los niños a menudo abordan 
la discapacidad de uno de ellos. Aunque luego, en las relaciones 
sociales la marginación se hace con mejores modales . La definición 
de la discapacidad remite a una relación social, al hecho de que 
para la colectividad existen individuos aquejados de ese atributo. La 
persona "discapacitada" entra así dentro de una clasificación que le 
confiere, a su pesar, un estatus social particular. De su conforma­
ción física o sensorial se deduce su lugar en la sociedad. Éste difiere 
de una sociedad a otra. En nada afecta su existencia social o, en 
otras partes, lo pone al margen de la sociedad e incluso promue­
ve su eliminación. Nuestras sociedades hacen un culto del cuerpo 
joven, seductor, sano, activo, autónomo, y hacen de la negación 
de la muerte o de la fragilidad de la condición humana una piedra 
angular del lazo social , no acordándole a los individuos afectados 
por una "discapacidad" más que un lugar secundario. Estos últimos 
encarnan la vuelta de lo reprimido, una vulnerabilidad que los pone 
en falsa escuadra con los ritos de borramiento del cuerpo. Tanto 
29 
más cuanto que la autonomía es un valor celebrado en el contex­
to de la individualización del sentido, donde cada individuo debe 
incluirse continuamente en el mundo por sí mismo, pero también 
en un contexto político de menoscabo de la solidaridad colectiva. 
"Lo normal y lo estigmatizado no son las personas, sino los puntos de 
vista", resume Erving Goffman) . El estigma endurece la imposición 
de estatus en un sentido socialmente peyorativo. Traduce la impo­
sibilidad del actor de desprenderse de la imagen que lleva pegada 
a la piel. Es definido inmediatamente por los demás de acuerdo al 
signo de oprobio que enarbola a su pesar. El estigma es una marca 
física o moral susceptible de acarrear el descrédito a un individuo 
que pierde entonces su estatus de persona de pleno derecho. No 
es una sustancia, un atributo objetivo, sino un juicio de valor que 
le impone su infortunio al individuo, una significación y un valor 
depositados desde afuera sobre un rasgo físico o moral . Las conse­
cuencias son las mismas: " Un individuo que hubiera podido fdcil­
mente ser admitido dentro del círculo de las relaciones sociales ordina­
rias posee una característica tal que puede imponerse a la atención de 
quienes estamos con él y apartarnos de él destruyendo así los derechos 
que tiene respecto de nosotros debido a sus demds atributos" (Goffman, 
1 975, 1 9) . 
La persona minusválida posee una apariencia indeseable que la 
priva de una fachada aceptable para los demás, sus posibilidades en 
el seno del lazo social se reducen por el hecho de que se le adjuntan 
constantemente rasgos socialmente desvalorizados, sin posibilidad 
de engañar a nadie. Sin embargo, como lo recuerda Goffman, "el 
individuo estigmatizado tiende a tener las mismas ideas que nosotros 
acerca de la identidad' ( 1 97 5 , 1 7) . Se siente normal y agraviado en 
sus derechos más elementales. El estigma asociado a la discapacidad, 
en particular si es visible, lo deja pegado a una identidad restrictiva 
y desgraciada de la que no logra escapar a pesar de sus esfuerzos y 
su buena voluntad. 
Nuestras sociedades occidentales hicieron de la "discapacidad" 
un estigma, es decir, un motivo sutil de evaluación negativa de la 
30 
persona. Por otra parte, al respecto se habla menos de discapacidad 
que de "discapacitado" , como si estuviera en su esencia de hombre 
o de mujer el ser un "discapacitado" más bien que tener una disca­
pacidad. El individuo es reducido aquí únicamente al estado de su 
cuerpo presentado como un absoluto, su estatus social se deduce 
de él . La persona discapacitada ya no es considerada como sujeto, 
es decir, en tanto oculta "ese algo y casi nada" que le da sentido y 
contorno a su existencia, sino como que tiene algo que falta, lo que 
la aparta precisamente del lazo social ordinario. Pero lo que nuestras 
sociedades denominan "discapacidad" o "deficiencia" es ambiguo, 
en cuanto la denominación señala una diferencia afectándola con 
un signo negativo, es decir, con un juicio de valor que la persona 
concernida no siempre comparte. Si la anatomía no es un destino, 
dado que sociedades y actores la simbolizan a su manera, deviene en 
destino de hecho cuando el individuo se ve privado de incluir algo 
más que sus atributos corporales. En la relación con él se interpone 
una pantalla de angustia o de compasión que el actor válido por 
supuesto se esfuerza por no dejar traslucir. "Le pedimos al indivi­
duo estigmatizado, dice E. Goffman, que niegue el peso de su fardo y 
nunca dé la. impresión de que por llevarlo haya podido volverse distinto 
a nosotros; al mismo tiempo, exigimos que se mantenga a una distan­
cia tal que podamos conservar sin esfaerzo la. imagen que nos hacemosde él En otras pala.bras, le aconsejamos que se acepte y nos acepte, 
en agradecimiento natural de una tolerancia primera que nunca le 
hemos acordado del todo. Así, una aceptación ilusoria está en la. base 
de una normalidad ilusoria" . Contradicción difícil de superar. El 
secreto a voces que guía cualquier encuentro entre una persona con 
una discapacidad y otra "válida" consiste en el hecho de ponerse 
de acuerdo en fingir que la alteración orgánica o sensorial no crea 
ninguna diferencia, ningún obstáculo, cuando la interacción está 
secretamente obsesionada por esa cuestión que a menudo toma 
una dimensión formidable. Las personas con el cuerpo dañado se 
interrogan acerca de su grado de aceptación y las personas válidas 
también están inquietas por la situación, e incluso a veces hostiles e 
31 
incómodas, o bien aún demasiado solícitas. La relación está en una 
zona de turbulencia. 
En las condiciones ordinarias de la vida social, los protocolos 
de cómo poner en juego el cuerpo dirigen las interacciones. Ellos 
circunscriben las amenazas susceptibles de que lleguen cosas desco­
nocidas, amojonan con señales tranquilizadoras el desarrollo del 
intercambio. El cuerpo así diluido en el ritual debe pasar desaperci­
bido, desaparecer en los códigos y cada actor debe poder encontrar 
en el otro, como en un espejo, sus propias actitudes y una imagen 
que no lo sorprenda ni lo asuste. El borramiento ritualizado del 
cuerpo es socialmente correcto. Aquél que de manera deliberada 
o a su pesar infringe los ritos que puntúan la interacción suscita la 
incomodidad o la angustia. Las asperezas del cuerpo o de la palabra 
entorpecen entonces el progreso del intercambio. El cuerpo extraño 
muda en cuerpo extranjero, opaco en su diferencia. A priori, por 
supuesto, nadie es hostil ante los discapacitados o los "locos" , nadie 
es indiferente al destino de los ancianos o los enfermos y, sin embar­
go, la discriminación de que son objeto unos y otros atestigua del 
malestar difuso que suscitan . Nada es más llamativo a ese respecto 
que observar los comportamientos de los transeúntes cuando un 
grupo de niños o de adultos discapacitados mentales se pasean en 
la calle o entran a una pileta. La hostilidad rara vez es manifiesta, 
pero las miradas no dejan de posarse sobre ellos, para hacer comen­
tarios. Tal el drama cotidiano de las parejas que quieren mantener 
a su lado a un niño trisómico y atraen en cada salida la curiosidad 
de todos los transeúntes. Violencia silenciosa, tanto más insidiosa 
cuanto se hace caso omiso de ella. 
La deficiencia golpea dos veces, al alcanzar el cuerpo alcanza 
las raíces del sentido, desborda de la intimidad para ser tomada de 
lleno en la trama social . Es portadora de una contaminación del 
sentido en el plano individual y social . Un halo de miedo, de angus­
tia, la acompaña, un temor al contagio del mal . El cuerpo dañado es 
un abismo de sentido para el vínculo social , inscribe a la persona en 
una alteridad susceptible de quebrar toda afectividad a su respecto, 
32 
cualquier tentación de acercarse a él. La experiencia de la proximi­
dad es siempre temible cuando se topa con un rasgo que la vuelve 
intolerable: una invalidez, un cuerpo dañado, etc. La confrontación 
con el espejo dañado, roto, ofrecida por el cuerpo del otro indu­
ce miedo. Apartar a la persona que tiene una discapacidad es una 
forma de protección contra cualquier contaminación del sentido, el 
riesgo de verse uno mismo alterado. Una mujer con la tibia ampu­
tada recibe un día la queja indignada de una colega: "ella conoce mi 
deficiencia, viene a verme y me dice: "Oh, yo estaba en la pileta con mi 
hija el sdbado y figú.rate: ¡un señor estaba nadando con una sola pier­
na!': Le pregunto: "¿Y entonces?" , y ella me contesta: "¿No podría ir 
a la pileta otro día que no fuera el sdbado? Porque el sdbado hay chicos 
en el agua, entonces ¿por qué viene a nadar a la pileta con una sola 
pierna?"¡ Y ella me lo dice a mí! Porque somos minusvdlidos, no debe­
ríamos imponer que todos nos vean. Todavía queda mucho trabajo, 
¿no?" (Testimonio recogido ,por Valentine Gourinat en el marco de 
su investigación doctoral) . 
La regulación fluida de la comunicación es quebrada por el 
hombre aquejado por una discapacidad que salta demasiado fácil­
mente a la vista. Se hace difícil ritualizar la parte desconocida, cómo 
abordar a ese otro sentado en una silla de ruedas o con el rostro 
desfigurado, cómo reaccionará ante la eventual ayuda el ciego al 
que deseamos ayudar a cruzar la calle o el tetrapléj ico al que le 
cuesta bajar el cordón de la vereda con su silla de ruedas. Frente a 
esos actores, el sistema de espera ya no es el adecuado, el cuerpo se 
presenta de repente con ineludible evidencia, se hace incómodo, ya 
no es borrado por la buena marcha del ritual y se vuelve un instante 
difícil negociar una mutua definición de la interacción por fuera 
de las referencias habituales. Un "juego" sutil se inmiscuye en el 
encuentro, generando angustia o malestar. 
Y la incertidumbre concerniente a la definición de la situación 
no perdona más al individuo afectado por una discapacidad. Y cual­
quier encuentro es para él una nueva prueba, una incertidumbre 
acerca de la manera en la que será recibido en tanto tal y respetado 
33 
por el otro en su dignidad. Tras una larga investigación sobre este 
tema, Pierre Henri, en un libro viejo, pero aún fecundo, señala que 
"la mayoría de los ciegos se quejaba del cardcter inadecuado, de la 
torpeza y de la ineficacia de la asistencia que se les quiere dar. Cada 
vidente tiene sus propias ideas, no sólo sobre la manera de proceder con 
un ciego, sino también sobre la técnica que este último debe aplicar en 
las diversas circunstancias de la vida prdctica" ( 1 958, 329) . La incer­
tidumbre que pesa sobre el encuentro contribuye a reconocer la 
dificultad de su mutua negociación. La comodidad, con la que cada 
uno entra en el rito, ya no es apropiada. El cuerpo ya no está borra­
do por el ritual, se hace pesadamente presente, fastidioso. Se resiste 
a la simbolización, porque ésta ya no está dada de entrada, hay que 
ir en su busca, exponiéndose al malentendido. Y todo encuentro es 
para él una nueva prueba, una incertidumbre sobre la manera en la 
que será acogido en tanto tal y respetado por el otro en su digni­
dad. La persona que dispone de su integridad física tiene entonces 
tendencia a evitar infligirse un malestar desagradable. Así fuera al 
precio de otro malestar, como lo atestigua la situación descrita antes 
por Robert Murphy. 
La imposibilidad de poder identificarse físicamente con él está 
en el origen de todos los prejuicios que encuentra un actor social 
en su camino: por ser viejo o moribundo, lisiado, desfigurado, de 
una pertenencia cultural o religiosa distinta, etc . . . La alteración es 
socialmente transformada en estigma, la diferencia genera el dife­
rendo. El espejo del otro ya no alumbra al suyo propio. A la inversa, 
su apariencia intolerable pone en tela de juicio por un instante la 
identidad propia recordando la fragilidad de la condición humana, 
la precariedad inherente a cualquier vida. Un abismo de sentido 
fisura lo familiar e induce la inquietud, el trastorno de que nada 
de lo que es, esté realmente dado. La persona discapacitada es un 
espejo amenazante para uno mismo, recuerda la temible posibilidad 
de estar un día en el lugar de ese hombre o de esa mujer, o de haber 
podido estarlo, porque corresponde a la misma condición humana, 
aunque ya no sea a la imagen de los otros a su alrededor. El indivi-
34 
duo portador de una discapacidad recuerda con una fuerza que se 
debe a su sola presencia, el imaginario del cuerpo desmantelado que 
acecha en tantas pesadillas . Crea una turbulencia en la seguridad 
ontológica que garantiza el orden simbólico. Las reacciones en rela­
ción a él tejen una sutil jerarquía del espanto. Se las clasifica según 
el índice de excepción de las normas sobre la apariencia física.35 
CONDUCTAS DE RIESGO DE LAS 
JÓVENES GENERACIONES 
La noción de conductas de riesgo 
La expresión "conductas de riesgo" aplicada a las jóvenes gene­
raciones reúne una serie de conductas dispares, repetitivas o únicas, 
que ponen simbólica o realmente la existencia en peligro. Bonnet y 
Pedinielli distinguen las conductas riesgosas (el riesgo por sí mismo, 
como en el deporte extremo) y las conductas de riesgo cuyo objeti­
vo no es el riesgo en sí, pero que, sin embargo, comportan peligro 
(Bonnet, Pédinielli, 20 1 3 , 9) . Esas conductas juveniles participan 
en efecto de lo que los ingleses denominan el risk behaviour, ya que 
el joven no busca enfrentar el peligro o, más bien, tal actitud no es 
prioritaria: él está sometido a una necesidad interior de asumir esos 
comportamientos aun cuando los sepa perjudiciales. La expresión 
"conductas de riesgo" es, en ese sentido, parte del vocabulario de la 
salud pública, no del joven, a diferencia de los adeptos a las activi­
dades físicas y deportivas llamadas extremas, en las que el riesgo está 
en el corazón del discurso y es revindicado permanentemente como 
la sal de la acción (risk-taking behavior) (Le Breton, 20 1 2) . 
El rasgo común de estas conductas juveniles consiste en la expo­
sición deliberada al riesgo de lesionarse o de morir, de alterar su 
porvenir personal o de poner su salud en peligro: desafíos, juegos 
peligrosos, intentos de suicidio, escapadas, vagabundeos, embria­
guez, toxicomanías, trastornos alimenticios, velocidad en las rutas, 
violencia, delincuencia, incivilidad, relaciones sexuales sin protec­
ción, embarazo precoz, negativa a seguir un tratamiento médico 
vital, etc. Esos comportamientos amenazan sus posibilidades de 
37 
integración social , en particular, a través de la deserción escolar, 
y desembocan, a veces, como en el vagabundeo, el drogarse, la 
búsqueda del coma etílico o la adhesión a una secta, en una diso­
lución provisoria de la identidad. Pero son también la experimen­
tación a tientas de un mundo social aún esquivo. El riesgo está allí 
como una materia prima para construirse, con la eventualidad nada 
despreciable, sin embargo, de morir o resultar herido. Pero no es lo 
que él busca. 
Algunos de esos comportamientos se inscriben en la duración 
{toxicomanía, trastornos alimenticios, escarificaciones, vagabun­
deo . . . ), o se completan bajo la forma de una única tentativa ligada 
a las circunstancias {intentos de suicidio, fugas . . . ) . La propensión 
a la acción que caracteriza a esa edad se vincula con la dificul­
tad de poner en movimiento dentro suyo recursos de sentido para 
enfrentar los escollos biográficos de otro modo. La acción es una 
tentativa psíquicamente económica de escapar de la impotencia, 
de la dificultad para pensarse, aun cuando a veces tenga pesadas 
consecuencias. 
Las conductas de riesgo remiten a la dificultad de acceso a la edad 
de hombre o de mujer, al sufrimiento de ser uno mismo durante ese 
pasaje delicado, a la imposibilidad además de darle sentido y valor 
a su existencia. Dependen en gran medida de la trama afectiva que 
marca el desarrollo personal, particularmente de la relación con los 
padres o con los padrastros. Afectan a jóvenes de todos los medios, 
aunque sus comportamientos se nutran también de su condición 
social. Un joven de un barrio pobre incómodo en su piel se verá 
más inclinado a la pequeña delincuencia, o a una demostración 
brutal de virilidad en la ruta, o con las chicas, que otro joven de un 
medio privilegiado que, por ejemplo, tendrá acceso más fácil a las 
drogas. 
Las conductas de riesgo también están marcadas por las conno­
taciones sociales de género. Entre las chicas (El Cadi, 2003; Sellami, 
20 1 3 ; Rubi, 2005) , asumen formas discretas, silenciosas (trastor­
nos alimenticios, escarificaciones, intentos de suicidio . . . ) , mientras 
38 
que los varones tienden a exponerse (y eventualmente a los otros} , 
a menudo bajo la mirada de los pares {violencia, delincuencia, 
provocaciones, desafíos, embriaguez, velocidad en la ruta, toxico­
manías . . . ) Qamoulle, 2008; Le Breton, 2007} . Si bien las chicas 
hacen claramente más intentos de suicidio, los varones se matan 
más, apelando a medios más radicales {ahorcamiento, arma de 
fuego) . Entre los varones, los pares generan un efecto de poten­
ciación de las conductas debido a la valorización del riesgo en los 
imaginarios adolescentes de la virilidad y por temor a una reputa­
ción de pusilanimidad. Su presencia inclina al joven a ir más allá 
de sus miedos para afirmar su identidad ante los ojos de los demás 
y no perder nunca la cara. 1 Los desafíos entre varones forman parte 
de los ritos de virilidad permanentemente en juego. La banda es 
un refugio, sobre todo en el contexto de una insuficiencia familiar, 
donde contribuye a apuntalar un sentimiento de identidad a falta 
de cimientos más sólidos, y autoriza el pasaje al acto en una sensa­
ción de obviedad, disolviendo las interdicciones morales, a veces 
bajo la égida de un j efe convertido en figura identificatoria. 
El adolescente incómodo en su piel y arrastrado a las conductas 
de riesgo se encuentra ante todo en sufrimiento afectivo, aunque 
su condición social y su sexo le añaden una dimensión propia. Sólo 
su historia personal y la configuración social y afectiva en la que se 
inserta pueden aclarar el sentido de comportamientos que a menu­
do son síntoma de una disfunción familiar, de una carencia afectiva, 
de maltrato, de desavenencias en la pareja parental , de la hostilidad 
de un padrastro o de una madrastra en una familia recompuesta, de 
tensiones con los demás o de acontecimientos traumáticos, como 
por ejemplo, abusos sexuales. Responden a una dolorosa voluntad 
de trastornar las rutinas familiares, de expresar el desamparo, de 
provocar un apoyo y de ser reconocido como digno de existir. El 
primer sufrimiento del joven es no estar sostenido por la evidencia 
1. Ver Goffman, Ervin g, " Ritual de la interacción. Sobre el trabajo de la 
cara" . (N. del R.) 
39 
de su valor personal y por orientaciones de sentido suficientes para 
levantar vuelo. Es preciso, sin embargo, matizar este punto. Hay 
jóvenes que encuentran en sí mismos los recursos personales para 
arreglárselas, o bien, amistades, apoyos exteriores que los protegen 
del colapso; otros caen en períodos de delincuencia de los que termi­
nan por salirse mientras algunos se instalan en ella. En otros casos, 
familias cariñosas y disponibles cobijan a veces a jóvenes que no se 
sienten bien en su piel, a diferencia de sus hermanos o hermanas. A 
veces lo que los ha dañado son abusos sexuales, pero no se animan 
a decir nada de lo que han padecido por la gran vergüenza que 
sienten, o también son reacciones a secretos de familia (Tisseron, 
1 999) . Otras veces, el sufrimiento es más enigmático, al no enten­
der el joven mismo por qué experimenta semejante infelicidad. A la 
inversa, en el seno de familias maltratadoras o desamoradas, crecen 
niños apegados a su existencia y que logran forjarse una entrada 
propicia en la vida a pesar de los obstáculos iniciales. El ingreso 
en las conductas de riesgo siempre comporta una parte de sombra 
que sólo un estudio en profundidad de la historia de vida permite 
comprender. Pero no son tanto las influencias que pesan sobre el 
joven las que priman, sino las significaciones que él les proyecta. 
Esos comportamientos no son los efectos mecánicos de una trama 
social o de circunstancias particulares, sino más bien de lo que él 
mismo hace de esas influencias o de esas circunstancias, de la mane­
ra en que las vive. 
El joven se busca y no sabe qué persigue a través de esos compor­
tamientos, en los que, sin embargo, ve en cuánto peligro lo ponen y 
cómo perturban a su entorno. Pero él está necesitado interiormente 
de seguirlos hasta tanto no haya encontrado respuesta a su desaso­
siego o encontrado en su camino a un adulto que le dé el deseo 
de crecer. La mayoría de las conductasde riesgo dan cuenta de la 
resistencia contra un sufrimiento previo. A veces costosas para la 
economía psíquica, son defensas de última línea cuando las otras 
modalidades de ajuste a lo real han fracasado. 
40 
Ritos de institución de sí 
Las conductas de riesgo son ritos íntimos de contrabando que 
apuntan a fabricar sentido para poder continuar viviendo, a menu­
do, son actos de pasaje y no pasajes al acto, en el sentido que el 
joven está lúcido acerca de los riesgos a los que se expone. El acto 
de pasaje releva a la elaboración mental , aun cuando no la escatime; 
la atraviesa, porque esta elaboración no alcanza a desactivar el sufri­
miento; el alivio implica algo extra del cuerpo, que le da su eficacia. 
El joven es capaz de explicar el sentido de su acto aún cuando no 
logre eludirlo; sabe que el alivio lo espera a su término. Sigue siendo 
protagonista de su acto, y este último lleva la significación de un 
pasaje, de atravesar una tensión interior. A diferencia de la noción 
de pasaje al acto, que despoja al joven de su responsabilidad en lo 
que hace, lo transforma en objeto pasivo de un juego del incons­
ciente e ignorante de lo que realiza, esta noción de acto de pasaje 
recusa el dualismo entre espíritu por un lado y cuerpo por el otro, 
como si las carencias del primero rebotaran maquinalmente sobre 
el cuerpo (Le Breton, 2003 ; 2007} . La palabra es esencial como 
instancia terapéutica, pero no siempre es suficiente. Decir no siem­
pre desactiva el sufrimiento. El joven refleja la necesidad de pasar 
por un acto que lo devuelva al mundo. Ciertamente estas conductas 
poseen la ambivalencia del pharmakon, el remedio se mezcla con el 
veneno, alivian en el momento, pero no por ello son menos peli­
grosas, ya que le pueden causar la muerte o alterar sostenidamente 
su existencia. 
El sufrimiento traduce el sentimiento de encontrarse frente a 
un muro infranqueable, un presente que no termina nunca, priva­
do de todo porvenir, sin poder construirse como sujeto. Si no es 
alimentada con proyectos, animada por un gusto de vivir, la tempo­
ralidad adolescente se estrella contra un presente eterno que vuelve 
insuperable la situación dolorosa. Se lo declina día a día. No posee 
la fluidez y la ubicuidad de quienes están anclados en su existencia 
y pasan con júbilo de una actividad a otra (Lachance, 20 1 1 ) . Las 
4 1 
conductas de riesgo traducen la búsqueda dolorosa y a tientas de 
una salida. En su diversidad son, antes que nada, intentos dolorosos 
de ritualizar el pasaje a la edad de hombre de jóvenes para los que 
existir es un permanente esfuerzo. 
No son en absoluto formas torpes de suicidio, sino rodeos 
simbólicos para asegurarse su legitimidad de vivir, protegerse de un 
sufrimiento demasiado agudo, arrojar lo más lejos posible al miedo 
a su insignificancia personal . Intentos de existir más que de morir. 
Ritos íntimos de fabricación de sentido que a menudo encuentran 
su significado después del acontecimiento, formas paradojales de 
resistencia que se deben analizar en tanto tales (Le Breton, 2007) . El 
sufrimiento es una interferencia en el sentimiento de identidad. El 
joven ha perdido su centro, es arrojado a un mundo que no entien­
de y no logra separar sus fantasías de la realidad. Si no encuentra 
límites de sentido colocados por sus padres u otros que cuenten 
para él a fin de discutirlos o luchar contra ellos, sigue siendo vulne­
rable. La falta de interlocutores le impide construirse una identidad 
más sólida y por fin legítima para él. Si no entra en la existencia con 
el sentimiento de que la vida merece ser vivida, está "en una rela­
ción de complacencia sumisa respecto de la realidad exterior: el mundo 
y todos sus elementos son entonces reconocidos, pero sólo como siendo 
aquello a lo que hay que ajustarse y adaptarse. La sumisión acarrea 
en el individuo un sentimiento de fatilidad, asociado a la idea de que 
nada tiene importancia" (Winnicott, 1 97 5, 91) . 
El sentimiento de sí mismo se cristaliza con dificultad, el joven 
siente borrosa, vacía su relación con el mundo. Fracasa en sentirse 
plenamente real y vivo. La herida deliberada, el impacto de la sensa­
ción, son medios para volver a un sentimiento tangible de sí mismo. 
La herida se vuelve un medio para existir, una huella de sí mismo. 
"Ser al mismo tiempo completamente "uno mismo" y estar completa­
mente "fuera de sí" es, por excelencia, el estado sagrado. Revolución de 
esa contradicción aparente por la idea de lo sagrado en tanto comuni­
cación: proyectar afaera, repartir lo que se tiene de mds íntimo; ese "sí 
mismo" mds secreto, proyectarlo 'Juera de sí"" (Leiris, 1 979, 48) . La 
42 
rrasgresión es una fábrica de sacralidad, el hecho de provocar deli­
beradamente a la muerte aparta de la existencia ordinaria y redefine 
en profundidad el sentimiento de identidad, sumergiendo al joven 
en otra dimensión de lo real (Jeffrey, 1 998; 2003 ; Le Breton, 2007 ; 
20 1 2) . Si se queda en la vida ordinaria, el joven se protege de su 
miedo, pero no conoce la potencia. Y sigue atado a su sufrimiento. 
Si enfrenta el mundo de lo "totalmente otro" poniéndose de manera 
deliberada en posición peligrosa por sus propios medios, conoce el 
miedo, pero si sale del paso accede a menudo al sentimiento de su 
potencia personal. Ese avance proviene de una experimentación, de 
una búsqueda, a veces de un largo y doloroso cuerpo a cuerpo con 
el mundo y los demás. 
En una sociedad de individuos donde las formas de transmi­
sión están deterioradas, la mayoría de estas conductas tiene el valor 
de ritos de pasaje íntimos, privados, personales. Al mismo tiempo 
que el joven se siente abandonado, aislado cuando se pone en peli­
gro, miles de otros a través del mundo recurren simultáneamente a 
los mismos gestos y dicen las mismas cosas para justificarlos. Esta 
noción de rito personal de pasaje traduce la dimensión íntima del 
acto y su dimensión eminentemente social . Las conductas de riesgo 
son formas de ponerse a prueba para jóvenes incómodos en su piel 
en sociedades donde el pasaje a la edad de hombre o de mujer, ya 
no está señalizado (Le Breton, 2007) . 
Figuras antropológicas 
La cuestión del entusiasmo por vivir domina las conductas de 
riesgo de las nuevas generaciones. Si fracasan para encontrar inme­
diatamente evidencias para vivir, estos jóvenes buscan revelarse a 
través de una adversidad totalmente creada: búsqueda deliberada 
de ponerse a prueba, exposición a comportamientos o a substancias 
con consecuencias temibles , desatención o torpeza cuyo significado 
43 
está lejos de la indiferencia. La opresión del malestar de vivir lleva 
a descuidar toda protección de sí mismo, a recurrir a su cuerpo a 
través de la herida, del dolor para aferrarse a una realidad que se hace 
esquiva o con la cual hay que luchar. El inconsciente juega también 
un papel esencial en el acontecimiento. Las conductas de riesgo 
plantean un interrogante doloroso sobre el sentido de la existencia. 
Son maneras de forzar el pasaje rompiendo el muro de impotencia 
que siente. Dan testimonio del intento de salir del paso, de ganar 
tiempo para no morir, para aún seguir viviendo. Y el tiempo, decía 
Winnicott, es el primer remedio de los padecimientos adolescentes . 
Varias figuras antropológicas se cruzan, según nosotros (Le 
Breton, 2007) , en las conductas de riesgo de los jóvenes; no se 
excluyen unas a otras, al contrario, se enmarañan: ordalía, sacrificio, 
blancura y dependencia. 
La ordalía es una manera del joven de jugarse el todo por el todo 
y entregarse a una prueba personal para comprobar una legitimi­
dad de vivir que el vínculo social nunca le ha dado, o bien, que él 
tiene la sensación de haber perdido y los esfuerzos de los demás no 
consiguieron restaurarla. Poniéndose en· peligro, interroga simbó­
licamente a la muerte para garantizar su propia existencia. Todas 
las conductas de riesgo de los jóvenes tienen un tono ordálico. La 
exposición al peligro apunta a expulsar lo intolerable

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