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EL CUERPO HERIDO IDENTIDADES ESTALLADAS CONTEMPORÁNEAS DAVID LE BRETON EDITORIAL Colección Fichas para el Siglo XXI Serie Futuro Imperfecto (� Colección FICHAS PARA EL SIGLO XXI V/1 Serie Futuro Imperfecto Diseño y Diagramación : Mariana Battaglia Traducción: Miguel Carlos1Enrique Tronquoy Revisión Técnica: Carlos Trosman ¡ le Breton, David El cuerpo herido : identidades estalladas contemporáneas I David le Breton ; prólogo de Carlos Trosman. - 1 a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Topía Editorial, 2017. 92 p.; 23 x 15 cm. - (Fichas para el siglo XXI. Futuro Imperfec to; 37) ISBN 978-987-4025-14-2 l. Antropología Cultural. l. Trosman, Carlos, prolog. 11. Título. CDD301 ISBN: 978-987-4025-14-2 © F.ditorial Topía, Buenos Aires, 2017 Editorial Topía Juan María Gutiérrez 3809 3° ''A" Capital Federal e-mail: editorial@topia.com.ar revista@topia.com.ar web: www.topia.com.ar Queda hecho el depósito que marca la ley 11. 723 La reproducción total o parcial de este libro en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, no autorizada por los editores viola derechos reser vados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. PRÓLOGO David Le Breton es un investigador sensible que ahonda en la temática del cuerpo desde la dimensión humana. Ubica rápidamen te al inicio la dirección de su investigación de este libro enunciando: "La condición humana es una condición corporal': Esta afirmación nos posiciona en un contexto que Le Breton desarrolla a lo largo de su extensa obra: la importancia del sentido que se le adj udica a esta condición corporal enmarcada en los parámetros de la tempo ralidad, ya que el cuerpo, y por ende la persona, tiene una innata fragilidad y una duración limitada; y la separación de los otros, marcada por la singularidad del cuerpo y por su aislamiento dentro de los bordes de la piel, aunque puede acceder al tacto y al contacto. Este investimiento, a veces fallido, se da en un lazo social, en un enjambre de acuerdos de significados en relación a las acciones y reacciones del cuerpo y a lo que de él emana. Acuerdos en cuanto a qué debe ser controlado por ser considerado invasivo o de mal gusto, acuerdos en lo que se espera de cada cuerpo en cada edad, acuerdos sobre la belleza, la salud, la pertenencia social o, inclusive, el esquema corporal . Acuerdos no siempre explicitados y, la mayoría de las veces, no comprendidos por aquellos que, como elefantes en un bazar, rompen las convenciones sociales por tener un cuerpo en desarrollo, un cuerpo discapacitado, un cuerpo envejecido o, senci llamente, un cuerpo que se expresa con espontaneidad. Le Breton indaga en la brecha entre el cuerpo y el psiquismo, entre el individuo y la sociedad, entre el dolor y el sufrimiento, entre la capacidad y la discapacidad, entre el adolescente y el adulto, entre las sociedades antiguas y las contemporáneas, encontrando all í un campo fértil de investigación y producción de hipótesis acer- 5 ca de cómo se inviste el cuerpo en diferentes situaciones y también de cómo es desinvestido en situaciones de transición o pasaje, o en situaciones de ruptura, como en los casos de abusos sexuales o enfermedades limitantes. Podemos pensar que los momentos de transición del cuerpo son continuos, porque el cuerpo cambia con los dimas, con la edad, con su continua adaptación al medio ambiente, cambiando así nuestras posibilidades vitales y nuestra relación con él. Pero, -y aquí lo interesante del planteo que hace Le Breton en sus diferentes textos incluidos en este volumen-, es el sentido que otorgamos a los distintos momentos históricos de nuestro cuerpo, a las distintas situaciones de salud o enfermedad, a la apariencia de nuestro cuer po y a cómo se relaciona con el mundo, lo que puede transformar estos pasajes en sufrimiento o en dolor, en crisis de crecimiento o en mera enfermedad, viviendo al cuerpo como propio e integrado a sí mismo, o como un otro ajeno al que estamos atados a nuestro pesar. Quizás las sociedades contemporáneas necesiten chamanes modernos que faciliten estas transiciones. Las sociedades modernas, como bien lo explica Le Breton, no tienen ritualizados estos pasajes, no acompañan estos cambios de la vida señalizando el camino para ubicar el sentido, por lo que, en especial los jóvenes, deben fabricar sus propios ritos de pasaje a la adultez, procurándose marcas que los identifiquen, que los ayuden a apropiarse de sus cuerpos que han adquirido nuevas capacidades con el desarrollo, y que aún no pueden comprender. "Cualquier dolor corporal es simultáneamente sufrimiento ", dice Le Breton al inicio del libro, zanjando la dicotomía entre cuerpo y psiquismo, entre el dolor físico y lo que significa para el actor que lo padece. La dimensión humana es una dimensión de sentido, y es a través del sentido que decodificamos lo que sentimos. Así cons truimos nuestra realidad. También la sociedad construye la realidad a partir de lo que enuncia como correcto o bueno, como normal o sano, establecien do sentidos que marcan una tendencia en el flujo del sentido social 6 creando un "sentido común" , por lo general excluyente y funcional a determinados pensamientos políticos. Este sentido social estan darizado deja afuera a quienes no pueden incluirse dentro de estas normas, ya sea por cuestiones relativas a sus condiciones concre tas de existencia, a sus limitaciones físicas, a su edad, o por mero deseo. Así quedan excluidas las personas discapacitadas que, como bien marca Le Breton en el capítulo dedicado al tema, son vícti mas de un doble discurso, donde son textualmente aceptadas, pero corporalmente rechazadas, ya que suscitan inquietud y comentarios porque despiertan el temor a lo desconocido. Quedan excluidos los y las adolescentes, cuyos cuerpos plenos de potencia sexual no son comprendidos ni por ellos mismos. Quedan excluidas las personas que sufrieron violaciones o abusos sexuales porque, para apropiarse de un cuerpo que les ha sido arrebatado y les produce sufrimiento, muchas veces recurren a cortarse porque "La cortadura es una inci sión de lo real. le confiere enseguida al sujeto un arraigo en el espesor de su existencia." Quedan excluidos todos quienes no puedan diluir el cuerpo en las convenciones de las relaciones sociales, como acerta damente ubica Le Breton en el capítulo "Juegos de piel en la adoles cencia: entre escarificación y ornamentación" . Investir al cuerpo del narcisismo necesario para que nos guste vivir, es un trabajo cotidiano y regular a lo largo de toda nuestra existencia, con las vicisitudes propias de cada edad, de cada condi ción física y de cada historia personal que nos remitirá a significados diferentes para estímulos diferentes. Las sociedades occidentales contemporáneas son sociedades de la imagen, que eluden estas zonas de conflicto planteadas por las cuestiones del cuerpo y del sentido que le otorgamos, agitando la quimera del cuerpo perfecto y de la eterna juventud, donde el claro interlocutor es la muerte que intenta evitarse. Le Breton indica que justamente apelan a desafiar la muerte numerosos jóvenes en busca de contactar la realidad, y también muchos deportistas o amateurs que necesitan probarse que están vivos llevando a cabo proezas que ponen en riesgo sus vidas. 7 Como enuncia Freud, "lo siniestro aparece cuando lo familiar se vuelve desconocido", y esta reflexión Le Breton la refiere al cuer po humano, un cuerpo transformado en una imagen socialmente estandarizada, que cada vez más cotidianamente, no da cuenta de él y de la diversidad que representa. Por eso ''el cuerpo es un indicador social", que muchas veces plantea una grieta entre suceso y senti do, campo que analiza magistralmente Le Breton en este libro para poder pensar el mundo de otra manera. Carlos Trosman 8 EL DOLOR ES UNA CUESTIÓN DE SENTIDO Es fácil ver que lo que agudiza en nosotros el dolor y la voluptuosidades el aguijón de nuestro espíritu. Montaigne, Ensayos, Libro 1 El dolor que se sufre nunca es la extensión de una alteración orgánica. El sentir del dolor, es decir, el sufrimiento, no es en abso luto la repetición del acontecimiento corporal, es la consecuencia de una relación afectiva y significante con una situación. Según los contextos, los límites de tolerancia de unos no son los de otros. La relación con el dolor es siempre una cuestión de significación y de valor, una relación íntima con el sentido y no, de umbral biológico. No es la de uri organismo, marca a un individuo y desborda hacia su relación con el mundo, es sufrimiento. Se entrama en la afectividad, que da la medida de su intensidad y su tonalidad. Si bien dolor es un término utilizado a menudo en nuestras sociedades para desig nar un padecimiento orgánico y sufrimiento, una pena psíquica, hay que ir más allá de la polaridad cuerpo-espíritu que marca a esas representaciones . Oponer el dolor, que sería "físico" , al sufrimiento, que sería "psíquico", responde a una proposición dualista contraria a la experiencia. Cualquier dolor corporal es simultáneamente sufri miento. El individuo atacado de lumbalgia o de migraña sufre en su existencia entera, y no solamente en su espalda o su cabeza. El cuer po nunca está aislado, no es el cuerpo que duele, sino la persona. La condición humana es una condición corporal . El dolor, como una agresión más o menos aguda que soportar, está envuelto dentro de un sufrimiento que traduce la experiencia de vivirlo. Impregna la relación con el mundo sin perdonar nada, 9 el individuo no es más que una extensión de la zona afectada, de su organismo enfermo o de su función lesionada. Es primero que todo la invasión de una significación particular en el centro de uno mismo, por lo tanto, es modulado por las circunstancias, por la capacidad de enfrentarlo a través de la movilización de los recursos íntimos. De allí la diversidad de actitudes de enfermos aquejados por las mismas patologías y los mismos síntomas. Cuando golpea al individuo, el dolor descalifica los dualismos heredados de la tradición metafísica de nuestras sociedades: cuerpo y alma, físico y psicológico, orgánico y psíquico, objetivo y subjeti vo, visible e invisible . . . Contradice además el acostumbrado dualis mo de nuestras sociedades que aísla al cuerpo de la persona. El sufrimiento que está en la carne no se opone al que está en la exis tencia, está en juego la misma alteración, con un centro de gravedad que no se desplaza entre dos polos, sino entre dos l íneas de intensi dad que no dejan de enredarse. El dolor está entre el cuerpo y uno mismo, entre la carne y la psiquis, sin estar ni en una ni en otra, dado que es, antes que nada, cuestión del sujeto. Eri cierto modo no existe dolor, ya que no existe sensación que no esté atrapada dentro de la reflexividad del individuo, objeto de lo que éste siente y, por lo tanto, de su desciframiento corporal . Las sensaciones puras no existen, son percibidas y, por lo tanto, ya están filtradas, interpretadas a través de una afectividad parti cular en una situación precisa. El dolor previo al sentido no existe, porque entonces habría que concebirlo sin contenido, sin sujeto, puro fenómeno nervioso sin individuo para sentirlo. "Todo es fabri cado, todo es natural en el hombre, como se quiera decirlo, en el sentido de que no hay palabra ni conducta que no le deba algo al ser simple mente biológico y que no eluda al mismo tiempo la simplicidad de la vida animaf' (Merleau-Ponty, 1 945 , 220-221). La sensación sólo existe traducida en una conciencia específica, siempre se da como percepción, interpretación. El dolor está atrapado simultáneamen te dentro del enigma de una historia de vida, en la interpretación 10 biológica del médico y en la explicación biográfica que a veces da de él el individuo. Aún más lejos, está atrapado en una trama social y cultural, o más bien en lo que hace el individuo con las influencias que pesan sobre él. Como las demás percepciones sensoriales (Le Breton, 2007) , el dolor es la traducción Íntima de una alteración de sí. Se lo padece y evalúa en simultáneo, es integrado en términos de significación y de intensidad. No es ni verdadero ni falso, traduce el mundo en el lenguaje propio del individuo que lo siente. No es nunca el territo rio, sino el mapa que según las circunstancias dibuja de él el indivi duo. También es una emoción, una resonancia afectiva, porque afec ta a la calidad de la relación con el mundo. No es la copia mental de una fractura orgánica, entremezcla cuerpo y sentido, somatización (soma: cuerpo) y semantización (sema: sentido). En otras palabras, no se reduce a una serie de mecanismos fisiológicos, concierne a una persona singular inserta en una trama social, cultural, afectiva y marcada por su historia personal. No palidece el cuerpo, sino el individuo entero. Los circuitos neurológicos llevan el dolor al cerebro, pero sentirlo implica la mediación del sentido según una tabla de interpretación inherente al individuo. "Fenómeno de conciencia afectiva, escribe René Leriche, el dolor nunca es un hecho puro (. . . ) Continuamente intervienen múltiples componentes psicológicos para darle sus características. Y es sin duda su dosificación individual la que le da a cada uno de nosotros su aptitud personal para sufrir o su relativa indiferencia a las excitaciones llamadas a producir dolor (. .. ) No tenemos derecho para hablar de excitaciones dolorosas sin incluir un acto de reflexión. No hay dolor fuera del hombre, de cada hombre" (Leriche, 1 949, 3 1 y 72) . El hombre no es su cerebro, sino lo que hace con él a través de su pensamiento y su existencia en relación con su historia personal. Está inmerso dentro de una totalidad orgánica, el cerebro no es un registrador fisiológico, sino un decodificador de sentido, un interpretante. La definición de la 1 1 IASP (lnternational Association far the Study of Pain) borra cualquier ambigüedad haciendo del dolor c e una experiencia sensorial y emocional desagradable asociada a una lesión tisular real o potencial o también descrita en los términos que evoquen tal lesión". Esta definición insiste sobre lo sentido por el suj eto, adopta su punto de vista y valida su palabra. El dolor es lo que el individuo dice que es. Dolor es un término que traduce una sensación. Los médicos hablan de nocicepción. Sufrimiento se usa a menudo como sinó nimo de dolor, pero el término remite más bien a una emoción. Los dos términos no engloban las mismas dimensiones. Entre la sensación y la emoción hay una percepción, es decir, un movimien to de reflexividad y de sentido atribuido por quien lo siente, una afectividad en acto. El dolor es propio de un organismo, de un proceso neurofisiológico, el sufrimiento es la resonancia íntima en el plano de la existencia. Marca el grado de penosidad del dolor para el individuo a través del prisma de su historia personal y de la situa ción. En el sufrimiento hay que entender el sentido. Si dolor es un concepto médico, sufrimiento es el concepto del sujeto que lo sien te. Es la dimensión del sentido lo que le da al dolor su intensidad, su sufrimiento, y no el estado del organismo (Le Breton, 20 1 0) . Si el dolor es elegido o aceptado no implica mucho sufrimiento; en ese contexto preciso, donde acompaña a una actividad deseada, posee una significación e incluso un valor. Por otra parte, no se lo busca por sí mismo, aunque participe de la experiencia. Si para un maratonista o un alpinista no existiera el dolor, su pasión no tendría gracia para él . Como muy bien lo dice Nicolás, aficionado a las carreras a pie de varios cientos de kilómetros: ce Sin dolor, la.s carreras ultras no tendrían gracia. Sin dolor, cualquiera podría hacer las. Quiero decir, estás orgulloso de terminar, a pesar del dolor. Incluso, si en última instancia no sintiera nada, ningún problemafísico, haría un tiempo único, pero qui recuerdo me quedaría de esta carrera ultra: nada. Serla nulo y sin valor, la.s mejores ultras la.s haces superando tus dificultades". El maratonista o el corredor dominguero, el alpinista, 12 cualquier persona que tome parte en actividades físicas o deporti vas de largo aliento intenta demostrarse a sí mismo esa capacidad de frenar el sufrimiento para soportar el dolor. En el universo del deporte, el entrenamiento se centra entre otras cosas, precisamente en hacer soportable el dolor para el atleta, en empujar los límites a partir de los cuales empezaría a experimentar el sufrimiento. Si el dolor queda bajo su control, tiene la apreciable ventaja de propor cionar un límite, de simbolizar el contacto ñsico con el mundo. La persona que sueña con un tatuaje acepta que le duela para obtenerlo, pero el dolor está erosionado de cualquier sufrimiento, se mantiene dentro de lo tolerable. "Sientes un dolor muy agudo, pero luego te dices que estds haciendo algo fuerte con tu cuerpo. Es un poco como un parto. Es un poco como un placer. No es el dolor lo que te gusta, es algo que deseabas viviendo en ti, no es un dolor que hace mar (Anne, 28 años) . Mathieu dice lo mismo a propósito de sus piercings: "Sentí una gran alegria, sobre todo en relación a la piel al dolor. Sobre todo, eso, creo, la satisfacción personal por haber podido aguantarlo, así de simple" (2 1 años, camionero) . Cantidad de tatua dos expresan su alivio de que la escritura cutánea del grafismo sea dolorosa, porque una experiencia así disuade en parte a aquellos que la invisten únicamente como una forma de decoración de sí mismo sólo por seguir una moda. Para ellos, "el tatuaje es importan te, si todo el mundo tuviera uno, ya no tendría in terés. Está bien que duela", dice por ejemplo Jo , 22 años. Del mismo modo, el artista de body art hace de su cuerpo una obra por medio de heridas que se inflige por iniciativa propia, como Gina Pane, por ejemplo, que en una conocida performance se esca rifica sobre el escenario, maquillándose con una hoja de afeitar para denunciar la violencia contra las mujeres a través de la tiranía de la belleza y la seducción. Las prácticas de suspensión que implican para sus adeptos insertarse ganchos en la piel y ser izados por el aire durante un tiempo más o menos prolongado, con la piel estira da, sin anestesia, sin analgésico, comparten la misma lógica de una 13 búsqueda personal que desactive lo intolerable . Lukas Zpira, inmer so con regularidad en esas performances, declara en ocasión de una conversación privada: "Sí, siento el dolor, pero no el suftimiento" . El dolor acompaña la prueba, le confiere un valor redoblado, pero no es buscado en absoluto por sí mismo. En esas circunstancias, donde el individuo decide sobre su acción y sabe que puede retirarse a su antojo, el dolor está investi do de una dimensión moral que recorta su penosidad, se convierte incluso en un vector de la experimentación sobre sí y está vincu lado con la inmensa satisfacción de haberlo superado. Es una vía de exploración, de búsqueda de los límites de sentido que brindan el sentimiento de sí mismo. En muchas mujeres, el parto también induce esta confusa mezcla entre dolor y placer que hace difícil para algunas calificar su experiencia. (Le Breton, 20 1 0) . En el marco de u n contrato sadomasoquista el dolor lleva inclu so al orgasmo. Su erotización alcanza un punto máximo. En el curso de la vida de ciertos adeptos, es importante la reanudación, en el escenario de sus fantasías SM, de antiguos sufrimientos hoy neutra lizados. Ludovic (3 1 años} , por ejemplo, asume el papel de vícti ma consintiente. Pero su búsqueda de dolor queda estrictamente restringida a la esfera de su pasión erótica y, en el interior de ésta, de un guión muy preciso. Lo explica así: " Cuando uno es maso en su cabeza, justamente lo que no soporta es el dolor de la vida cotidiana, estamos en un sistema de pensamiento donde enseguida te eliminan. Tienes la impresión de no valer gran cosa, que te hacen daño, que no se ocupan de ti. Lo que no sería normal es lo opuesto, por ejemplo, que se tenga consideración por ti. No tuve una infancia fácil y la psicoterapia o lo demás, los mejores amigos del mundo, no cambian nada. Enton ces, mientras yo pueda solucionarlo con mi procedimiento sado-maso, está bien" . Ludovic establece claramente la diferencia entre el dolor forzado que siente como cualquiera en la vida corriente, y el que elige en un guión particular, que lo lleva al orgasmo. El dolor acota la presencia en el mundo, brinda la convicción de estar aún aquí, todavía vivo, presente en sí mismo. Es un brote 14 de identidad. (Le Breton, 20 1 0; 20 12) . En estos procedimientos es aceptado por el individuo como un elemento de su pasión. En ese contexto de exploración de sí mismo, esas mujeres o esos hombres recorren los márgenes de lo tolerable, deshilan sus límites, pero sólo caminan por el umbral del sufrimiento y lo que sienten induce un arrancamiento de sí mismo, vivido de una manera propicia. Saben hasta dónde ir más lejos. Algunos autores han observado intuitivamente en el pasado, que todo sufrimiento se borra cuando el individuo está en busca de un objetivo que le importa y del cual tiene la iniciativa. Cicerón, por ejemplo, en las Tusculanas, escribe: "¿Acaso no vemos, en los países donde los juegos llamados gímnicos son muy considerados, que los campeones se exponen a todos los sufrimientos? Igualmente, allí donde la caza y la equitación están de moda, ningún dolor desanima a los que quieren distinguirse" (Cicéron, 1 960, 1 1 2) . Montaigne también lo constata: " ¿ Quién no ha oído en París de la que se hizo despellejar sólo para adquirir la tez más fresca de una nueva piel? Hay quienes también se hacen sacar los dientes vivos y sanos para formar una voz más blanda o más gruesa, o para acomodarlos en mejor orden. ¿Cuántos ejemplos de desprecio del dolor tenemos de ese tipo?" (Montaigne, 1 969, 1 00) . Si el dolor está subordinado a una tarea hondamente investida por el individuo, pierde su filo. No pain, no gain, dicen a menudo los adeptos de las modificaciones corporales, que no ignoran el precio a pagar por su deseo, pero lo aceptan de buen grado. Otra figura antropológica ofrece la paradoja de recurrir al dolor autoinfligido y controlado para desactivar un sufrimiento que esca pa a todo control porque se lo encuentra inevitablemente en los hechos de la vida personal. La herida, y especialmente la sangre que corre, materializa un sufrimiento intolerable poniéndolo de nuevo bajo control. Muriel ( 1 6 años) , enamorada de un chico toxicómano y dealer en prisión preventiva, graba con un vidrio de botella sobre la piel de su antebrazo las iniciales de su novio y formula de manera ejemplar la potencia de atracción de la cortadura en esos momentos de aflicción: "Eres tan desdichada en el fondo de ti misma, es la pena 15 de amor, sabes. Eres tan desgraciada en tu corazón, y entonces te haces daño para tener un dolor corporal más fuerte y así ya no sentir tu dolor en el corazón, ¿te das cuenta?' . Aquí el dolor es una última muralla contra la disgregación de uno mismo, por medio de un recordato rio brutal de los límites corporales . Muriel se hace daño para que le duela menos y para escapar por un momento al sentimiento de derrumbe que se ha apoderado de ella. Un hombre vive un conflicto con su mujer. Ella, dice, no lo comprende. Al no poder más con su indiferencia y sus burlas, toma un cuchillo, desgarra su ropa y se hace cortes en el pecho. Le dice entonces a su mujer: "�s. lo que yo me hago no es nada frente a lo que tú me haces" . El dolor, la marca corporal , la sangre, refrenan l1n sufrjmiento que desborda y aplas ta. La escarificación encarna sobre la piel un sufrimiento imposible de representar de otra manera, lo materializa y lo extirpa de uno mismo. El sufrimiento quedestroza la vida no deja otro camino que aferrarse a una herida que es un desvío que devuelve por fin a sí mismo. El dolor consentido restablece los fragmentos dispersos de sí. Procura una sensación brutal de realidad que les falta a ciertos adolescentes, que sienten que su existencia se les escapa. A veces también una vida de sufrimiento anestesia el dolor y vuelve insensible a las patologías o a las lesiones. La terapia de las personas sin techo abunda en situaciones de este tipo. En relación con el desbarajuste de su existencia, la persona se ha disociado tanto de su cuerpo que ya no siente sus señales ni sus daños. Sus dientes están cariados, la piel carcomida por las infecciones, daños internos jamás tratados, etc. Una mujer viene a consultar al Samu1 social; de unos cincuenta años, le "duele la barriga" , dice con voz cascada. "Se la siente turbada. No atreviéndose a contar. Al final nos habla de un grano que la molesta. Señala su pecho con gesto vago. Descubriremos un cdncer de seno en etapa terminal nunca mostrado, nunca trata do. Había carcomido la cara interna del seno izquierdo, tirado de las carnes como un gancho y excavado un agujero de tres dedos de ancho y l. Servicio de Ayuda Médica de Urgencia {N. del T.) 16 un pulgar de profundidad' . (Declerck, 200 1 , 89). La mujer morirá al día siguiente. Sin embargo, la experiencia clínica muestra que si la persona en apariencia insensible es acompañada sostenidamente por los que la tratan o por allegados, con cuidados que restauren su apego a la vida, entonces poco a poco, reinvistiendo de valor a su cuerpo, volverá a sentir dolor. Porque para sentirlo hace falta, en efecto, el suficiente narcisismo sin el cual el individuo se encuentra totalmente desprendido de su persona. Si el cuerpo es percibido como diferente de uno mismo, totalmente desinvestido, deja de ser un lugar de sufrimiento. A diferencia del dolor elegido o aceptado, el dolor impuesto por las circunstancias implica casi siempre un sufrimiento. En lo peor, en los momentos en que el dolor arde, es una invasión a uno mismo por un trabajo de erosión que agota las capacidades de resis tencia del individuo dándole la impresión de que en adelante toda su existencia se le escapa. Como lo recuerda la etimología, sufrir es siempre soportar, aguantar, estar en cierto modo en posición de impotencia. Cuanto más tiempo dura, más altera el sentimien to de identidad. Fractura en el centro de uno mismo, induce un sentimiento de pérdida, de duelo, acentuado por el hecho de no poder controlarlo. Sufrido por causa de enfermedad o de accidente, o por su irreductible cronicidad, lesiona al individuo, lo reduce a la sombra de sí mismo. Él ya no es el mismo. Rumia la nostalgia de la existencia que llevaba antes de que el dolor lo golpee con la esperanza de recuperarla cuanto antes, pero el tiempo sigue pasan do sin que se produzca un cambio notorio. Su gusto por la vida es alterado y a veces incluso totalmente arruinado. Sin embargo, aun en esas circunstancias en las que el sufrimiento culmina, los juegos del significado introducen una modulación, debida a la calidad del entorno, a las pertenencias sociales, culturales, a las singularidades personales. Las técnicas apuntaladas por una disciplina del cuerpo practican un control de lo sentido (relajación, sofrología, imaginería mental , hipnosis, autohipnosis, meditación . . . ) . Favorecen la creación en 17 uno de un espacio intermediario donde el individuo está a salvo y afloja sus tensiones, se desprende por un momento de su dolor. Cualquier desvío es propicio para una reducción o un borrado del sufrimiento. Dejando de pensar en su dolor, es decir, dejando de investirlo, el individuo le corta su energía, se centra en otra cosa, rompe con la hipnosis negativa de su sufrimiento. El dolor aumenta o disminuye según el grado de concentración del individuo sobre él. El comprometerse en el trabajo u otra actividad que cuente para él, tiene el mismo impacto analgésico. Asimismo, el sentimiento de control lleva a relajar la focaliza ción sobre el dolor. Una serie de experimentos lo demuestra. Un ejemplo: expuestos a descargas eléctricas, voluntarios a los que se les ha enseñado cómo reaccionar ante ellas, expresan menos dolor que aquellos a los que se les ha explicado que esas mismas descargas eran inevitables (Melzack, Wall, 1 989, 2 1 ) . Otra investigación clásica en torno al dolor post quirúrgico (ablación de la vesícula biliar, del útero o de partes de las vías digestivas) distingue dos grupos. El primero lo reciben profesionales que les explican a los pacien tes la localización de su eventual dolor, su intensidad, su duración. Les enseñan pequeñas técnicas de respiración y de relajación. Les recuerdan la dificultad de controlarlo por completo, pero les asegu ran personal sanitario a su disposición y les recomiendan los anal gésicos adecuados. En el otro grupo los pacientes están atrapados dentro de la rutina de los servicios hospi talarios. La investigación muestra que los pacientes que recibieron información piden mucho menos analgésicos que los otros y se muestran menos preocupados en los días que siguen a la operación (Egbert et ales, 1 964) . Aun cuando todo parece perdido, cuando el individuo está expuesto, sin recursos aparentes, la fuerza de oposición a la crueldad todavía encuentra los medios para desplegarse, gracias a la movili zación del imaginario. Hasta en lo peor, ciertos sobrevivientes de la tortura resisten el traumatismo y retoman una existencia más o menos propicia. Volvemos a encontrar allí la dimensión del sentido como modulador del impacto del dolor sobre el individuo. Tortura- 18 do por largo tiempo en las cárceles de la dictadura militar, el escritor uruguayo Carlos Liscano sabe que si denuncia a sus amigos nunca más podrá mirar a la cara a sus padres y quizás un día retomar el hilo de su existencia. Peor que las violencias padecidas sería el sufri miento de haber denunciado amigos y mantenido la cadena del horror entregándolos a su vez a los torturadores o a la muerte. El remordimiento sería abrumador. En ese sentido, el dolor infligido por los verdugos parece menor, aún al precio de violencias adiciona les o incluso la muerte. Pero él se aferra apasionadamente a lo que llama su dignidad. "Quizá no sea la dignidad del militante político, sino otra, mds primitiva, hecha de valores simples, que aprendió no sabe cudndo, quizá en la mesa de la cocina de su casa cuando era chico, o trabajando en los bancos de la escuela. No es una dignidad abstracta, sino una dignidad muy específica. La de saber que un día tendrd que mirar a la cara a sus hijos, a su compañera, a sus camaradas, a sus padres. Ni siquiera a tantas personas: le alcanza con querer, un día, sentirse digno frente a una sola persona" (Liscano, 200 1 , 8 1 ) . A veces los sobrevivientes se construyen así un escudo de sentido que recha za a la voluntad de destrucción que anima a los torturadores en su contra (Le Breton, 20 1 0) . Sus refinamientos de crueldad se estrellan invariablemente contra un muro invisible sin alcanzar a su víctima. Siempre, aún en lo peor, el sufrimiento es una cuestión de sentido y no de sistema nervioso. Y porque el dolor encuentra su energía según cómo el individuo signifique su experiencia, su intensidad siempre puede cambiar en una u otra dirección, aunque a veces oponga resistencia. El sufrimiento marca el pasaje progresivo desde el malestar hasta lo intolerable. Si el dolor elegido, el que duele sin inducir sufrimiento, está asociado al reagrupamiento de sí, a recordar el hecho de ser real, de estar vivo, presente para uno mismo (deporte, body art, modi ficación corporal, suspensiones, etc.) , el dolor impuesto por la enfermedad, el envejecimiento o las secuelas de un accidente, sobre todo si persiste, rompe, a la inversa, las fronteras del individuo, lo fragmenta. Es sufrimiento y se impone comopura violencia que 19 el individuo quisiera rechazar con todo su ser. Viene a romper la coincidencia consigo mismo. El dolor agudo desmantela provisio nalmente al individuo, que se recupera luego, una vez aliviado su dolor; pero para el dolorido crónico perdura y sigue su trabajo de zapa a lo largo de las horas, de los días, de los meses, de los años y a la larga afecta su sentimiento de identidad. Crea una zona de turbu lencia en su cuerpo por donde siente que su ser se le escapa. Si el dolor elegido ofrece una aguda conciencia de sí, un dolor impuesto por los acontecimientos deteriora el sentimiento de sí. Ninguna experiencia obligatoria es deducible de un trazado biológico. Sin saberlo, el individuo sigue siendo el artífice de lo que él vive a través del dolor que lo tortura. Si éste se le impone, lo hace a través del prisma de su historia personal, el sufrimiento que experimenta está modulado por sus recursos internos o los que sabe poner en movimiento a su alrededor para amortiguarlo. El sufri miento lo destruye, aniquila toda voluntad y lo transforma en un ser de queja y lamento si se abandona a él, lo enceguece y suscita resentimiento, irascibilidad, o lo aleja de cualquier contacto. Pero a la inversa, puede abrirlo hacia los demás, volverlo sensible a su presencia, brindarle el sentimiento de estar todavía vivo. El grado de sufrimiento es siempre de algún modo lo que el individuo hace de él, no hay en él ninguna fatalidad {20 1 0) . 20 EL CUERPO EN ABISMO. ANTROPOL OGÍA DE LA DISCAPACIDAD Lo que más radicalmente le impide a una persona participar plenamente de la vida social no son sus desventajas físicas, es el tejido de mitos, temores y malentendidos con los que la sociedad lo inviste. Robert Francis Murphy, Vivre a corps perdu Trastorno antropológico En las culturas occidentales el cuerpo es la primera frontera. La separación que distingue físicamente a un individuo de otro no tiene apelación. El recinto del cuerpo es el vector de individuación, establece los contornos de la persona (Le Breton, 20 1 1 ) . Para bien o para mal, el individuo es su cuerpo, no es otra cosa. Pero la mira da de los otros es otro límite. No alcanza con nacer y crecer para adquirir un estatus de pleno derecho y empaparse en la eviden cia de existir. Hay que cumplir con cierta cantidad de imperativos sociales para no toparse, a regañadientes, con una resistencia social . La igualdad del hombre consigo mismo, su identidad a sí mismo, implica la igualdad con su cuerpo. Quitarle algo o agregárselo, colo ca a ese hombre en una posición intermedia, ambigua, rompe las fronteras simbólicas. Entra a la vez en situación de liminalidad1 en el plano social, pero no menos en el plano personal . l. Ver Turner, Víctor, "El Proceso Ritual", Cap. 3 "Liminalidad y Communitas" . (N del R). 21 Cuando un accidente o una enfermedad inesperada está dañan do el cuerpo, es toda la relación con el mundo la que resulta altera da, y no sólo el cuerpo. Coetzee narra así la historia de un hombre, víctima de un accidente de tránsito, al que le cortan la pierna. Él expresa cómo, de aquí en adelante, el amor que le tenía a su cuer po y a su persona ha desaparecido. "El hombre que era ya no es mds que un recuerdo, y un recuerdo que se esfuma rdpidamente. Siente que todavía tiene un alma cuya vida no estd disminuida: en cuanto al resto de su ser, ya no es mds que una bolsa de huesos y de sangre que estd obligado a cargar" (Coetzee, 2006, 43) . Declara ser "e/fantasma de un hombre que se vuelve con pesar hacia el tiempo que no supo aprove char" (45) . Al perder su pierna, ha perdido una parte de sí mismo, ya nunca será el hombre que era. Las prótesis más eficaces no valen lo que su pierna. Privado de su pierna, también es privado de la existencia que llevaba previamente. La mutilación no sólo alcanza al cuerpo, también afecta la relación con el mundo y sobre todo el sentimiento de uno mismo, la identidad. Aquel que reivindica la humanidad de su condición sin presen tar las apariencias acostumbradas por sus mutilaciones o sus defor midades, debido a sus acciones imprevisibles, sus dificultades para desplazarse o su dificultad para comunicarse, está destinado a una existencia sobre el escenario, bajo el fuego de las miradas sin indul gencia de los transeúntes o de los testigos de su desemejanza. A ése, las sociedades occidentales le hablan de su humanidad disminuida, de su alteración simbólica que exige que se lo aparte o se lo ponga a prueba. La alteración del cuerpo remite en los imaginarios a una alteración moral del hombre, e inversamente la alteración moral del hombre induce la fantasía de que su cuerpo no es adecuado y que es conveniente enderezarlo. Ese pasaje a otro tipo de humanidad habilita la persistencia del juicio o la mirada despreciativos sobre él, e incluso de la violencia en su contra. Una apariencia desventajosa precede siempre al individuo, cualquiera sea la deficiencia de la que es portador. La primera violencia es la de la mirada de los otros (Le 22 Breton, 20 1 0; 20 1 1 ) . Sólo al hombre ordinario le está reservado el privilegio de pasearse sin suscitar la menor indiscreción por ello. En las culturas occidentales el cuerpo humano establece la fron tera de la identidad personal . Si el hombre sólo existe a través de sus formas corporales, cualquier modificación de su forma involu cra una nueva definición de su humanidad. Los límites del cuer po dibujan en escala el orden moral y significante del mundo. Si pensar el cuerpo es otra manera de pensar el mundo y el lazo social , entonces, una alteración en la configuración del cuerpo es una perturbación en la coherencia del mundo. Y la persona afectada por una discapacidad lo paga con el malestar que genera y con un estatus social a menudo devaluado y conquistado en dura lucha. Su integración al seno del mundo del trabajo o de la vida social implica sólidos recursos íntimos y un trabajo sobre sí de su público, una lucha siempre renovada. Cualquier relación social pasa por el cuerpo, y si éste no está de acuerdo a las expectativas, esta ruptura orienta todas las interacciones, en forma frontal o más velada. En ella se detecta a primera vista una fractura de sentido que siembra confusión al privar a los demás de reconocimiento y previsibilidad a su respecto. Su alteración corporal es difícil de domesticar, salvo para los familiares, porque contamina las relaciones sociales y lleva a sentirse uno mismo vulnerable. Un dualismo concreto Es imposible apartarse de su cuerpo, así fuera un solo instante, el individuo se confunde con su cuerpo, no es otra cosa, aun cuan do desee deshacerse de él. Está tanto más pegado a su cuerpo cuanto más l imitado está éste en sus relaciones con el mundo. El cuerpo deficiente es también un cuerpo a domesticar, a ajustar a un mundo físico y social que siembra mil obstáculos en su camino. "Los prime ros años de mi vida, dice A. Jollien, los he dedicado a corregir a la 23 bestia, a la adaptación de un cuerpo reacio. La larga serie de sus disfun cionamientos exigía mil esfuerzos, había que poner cuerpo y alma, enfrentar los movimientos incorrectos, los espasmos, evitar las caídas, llegar al día siguiente más sano que salvo" Uollien, 2002, 1 8) . La defi ciencia impone en muchos casos una limitación en las actividades y los desplazamientos, debido a la vez a las cualidades particulares del cuerpo, pero también por causa de espacios públicos a menu do poco propicios a recibirla o instalaciones comunitarias, privadas o públicas, no acondicionadas para acogerla. El individuo con el cuerpo alterado no está en una posición en la que podría aprender a moverse en un espacio inadecuado, su deseo de permanecer discre to, de controlar sus movimientos o sus mímicas parásitas , su deseo de recobrar una mínima fuerza para superar modestos obstáculos de terreno en sus desplazamientos, todos esos esfuerzos sechocan con la inercia de su cuerpo, con los límites de su encarnación. Y algunas personas terminan por no salir nunca más de sus casas para evitar las miradas, los j uicios o la vergüenza de tener que recibir ayuda. Otras se ven forzadas a vivir en establecimientos especializados. " Todos mantenemos relaciones ambiguas con nuestro cuerpo. Yo mismo, con mi discapacidad omnipresente, llevaré esos vínculos hasta sus límites paro xísticos. Un cuerpo enfermo primero te estorba, te molesta, te exaspera. Uno quisiera deshacerse de él o sencillamente liquidarlo. Yo me esforcé todo lo que pude" (Dolsky, 1 990, 1 75 ) . La persona así afectada en su posibilidad de acción sobre el mundo, vive a su cuerpo como otro, un lugar de estorbo, de incomodidad, a veces de dolores. "Lavados, sonados, alimentados, vestidos, paseados, cargados y cuidados por otras manos que las suyas: usted no tiene la menor intimidad con su propio cuerpo, aún para actos tan personales como orinar o defecar" (Nuss, 1 999, 2 1 6) . La experiencia es la de una forma de dualismo radical , pero paradójico donde la persona se disocia de su cuerpo para verlo como diferente a ella. El dualismo opone, entonces, la persona a su cuerpo. "Mi cuerpo es una camisa de fuerza; estoy atrapado en una matriz de carne y huesos. Peleo para caminar, para hablar, para 24 escribir, para mover músculos que se me rebelan a cada momento (. . . ) No soy más que un hombre mal sen tado que piensa sin parar, y si he querido a este cuerpo, ahora lo odio. En adelante cohabitamos, y él tiene la última palabra en todo; sólo por obligación me he conformado a esta idea" (de Fonclare, 20 1 0, 1 1 ) . " Cuando recibo en mi oficina, soy el director. Cuando acompaño hasta la puerta, soy discapacitado. Cuando intervengo en un coloquio, soy el director. En cuanto vuelvo a mi lugar en la sala, soy discapacitado" (53) . Otro sufrimiento nace de la merma de la libertad posible debida a un cuerpo que se aparta de sus funcionalidades comunes. Por cierto, cada persona es único juez a este respecto, ninguna generalización es pertinente. El dualismo aquí presente no es una herencia de la metafísica occidental, afecta a un hombre o una mujer con una condición física particular que lo pone en falsa escuadra en relación a los demás (Le Breton, 20 1 0; 20 1 1 ) . Su cuerpo se vuelve un otro para sí y, sin embargo, encarna al uno mismo de ambos bajo una forma problemática. Ambivalencia Robert Murphy, antropólogo estadounidense aquejado por una enfermedad evolutiva que lo lleva poco a poco hacia la tetraplej ía, observa con pesar los efectos que suscita su presencia entre sus cole gas : "durante el semestre que siguió a mi vuelta a la universidad, parti cipé de algunos almuerzos en el club de la facultad y constaté que la atmósfera era tensa. Las personas que conocía evitaban mirarme; aque llas con las cuales mis relaciones se limitaban en general a un simple buenos días no me saludaban y, también ellas, miraban con insistencia en otra dirección. Otros pasaban de largo de mi silla de ruedas como si estuviera cubierta por un halo que pudiera contaminarlos. En pocas palabras, el ambiente no era de los más agradables" ( 1 990) . Una fuerte ambivalencia caracteriza las relaciones que anudan las sociedades occidentales con la persona que sufre de una discapa- 25 cidad. Ambivalencia que ésta última vive a diario, ya que el discurso social le afirma que es una persona normal, miembro pleno de la comunidad, que su dignidad y valor personales no sufren merma alguna por su conformación física o sus disposiciones sensoria les, siendo que al mismo tiempo resulta objetivamente margina da, mantenida más o menos fuera del mundo del trabajo, asistida por ayudas sociales, apartada de la vida colectiva a causa de sus dificultades de desplazamiento y de una infraestructura urbana a menudo mal adaptada. Y, sobre todo, cada salida, cuando se anima a hacerla, es acompañada por un sinnúmero de miradas, a menudo insistentes; miradas de curiosidad, de incomodidad, de angustia, de compasión, de reprobación. Por las eventuales reflexiones de algu nos transeúntes . Y la inevitable lección de las madres obligadas a responder o eludir con discreción las preguntas inoportunas de los niños. Como si la persona con discapacidad tuviera que suscitar a su paso el comentario de cada transeúnte. Esa misma persona no ignora el miedo, la ansiedad que suscita en las relaciones sociales, aún en las más corrientes. Cuanto más visible y sorprendente es la discapacidad (un cuer po deforme, tetrapléj ico, un rostro desfigurado, por ejemplo) , más provoca una atención social indiscreta que va desde el horror al asombro, y más nítida es la marginación en las relaciones sociales. La visibilidad en la conformación insólita del cuerpo, la gestualidad o las mímicas atrae miradas y comentarios con una fuerza formi dable, es un operador de discursos y emociones. "Pero esa ola de miradas que me golpeaba a diestra y siniestra ¿acaso era sólo un mal sueño? Su realidad se me imponía lentamente en cada cara, hecha de asombro y de malentendido (. . . ) A uno tiene que gustarle mucho el music-hall para soportar ser puesto sobre el escenario por su propia discapacidad y ser entregado al espectáculo para una representación permanente. ¿Cuántas veces he visto a gente que al volverse hacia mí le erraban al cordón de la vereda o se golpeaban contra una farola . . . ? }á perdí la cuenta de la cantidad de accidentes de los que soy responsa ble (. . .) Debemos aceptar ser juzgados por el tribunal de los otros sin 26 ofendernos" escribe Bertrand Besse-Saige (I 993, 29-39) , un testi monio más entre muchos. El individuo aparece, a su pesar, como un personaje público. Allí donde los demás transeúntes disfrutan del anonimato de su presencia, la persona deficiente nunca pasa desapercibida. Alexandre Jollien expresa cómo el « gran proyecto de su vida » consiste en "aprender a no rechazar más lo real, a aceptar lo que es, sin resistirse, sin luchar sin parar, esa enojosa tendencia que me lleva al agotamiento {el camino de mi vida es aceptar, o mds bien acoger a todo mi ser, sin rechazar nada de él" (20 1 2, 1 1 ) . No se trata en lo más mínimo de resignación, sino a la inversa, de estar inmer so en. el presente a pesar de la discapacidad motriz cerebral que lo condena a menudo a la mirada de los transeúntes porque, dice, " Una de las grandes heridas de mi vida es estar reducido, fijado a esta imagen que llevo pegada a la. piel. Porque en cuanto me ven, viene la. pala.bra 'discapacitado"' (20 1 2, 1 2) . Mientras que e n las relaciones sociales cualquier individuo puede reclamar un crédito de confianza a su favor, el afectado por una deficiencia física, mental o sensorial está gravado con una carga negativa que hace difícil su aproximación. Y eso de una manera no dicha, discreta, pero eficaz: sutileza del vacío creado a su alre dedor, multiplicación de las miradas que lo envuelven, dificultad para gozar de las relaciones ordinarias de la vida, esas mismas que para los otros sólo tienen un valor mínimo a fuerza de banalidad o evidencia, pero que él debe conquistar en dura lucha sintiendo la incomodidad generada entre los que aún no están acostumbrados a su presencia. Esa alteración, aun cuando no modifique en nada las competencias activas o afectivas que la comunidad requiere de él, alimenta la dificultad permanente de su integración social , debido al valor simbólico atribuido a la integridad corporal y a la presun ción de un pensamiento necesariamente sin defectos . La desfigura ción, por ejemplo, no es en absoluto una discapacidad física, pero el tratamiento del que es objeto el protagonista manifiesta con plena evidencia su estatus social, que lo asimila a una discapacidad de apariencia (Le Breton, 2010). 27 Verse imponer un estatus Una única palabra designa en el lenguaje común situaciones disímiles. Sin dudano hay que tenerle miedo a nombrar las dife rencias, ya que existen, pero el lenguaje, sobre todo en este terre no, no es sólo denotativo, connota, y es contradictorio designar de una manera peyorativa (idiota, psicótico, mogólico, deficiente mental o físico, etc.) a actores para los cuales justamente se desea promover mejores condiciones de existencia. El lenguaje es también performativo, decir es realizar, la nominación inventa lo real si es compartida por un colectivo, pero aquí en detrimento de los actores en cuestión. Ahora bien, uno de los cerrojos que más los confina en su estatus marginal se traduce precisamente en este vocabulario banalizado que lleva una terrible carga de violencia. La retórica de la denigración recalca la deficiencia, la ausencia, la menor humani dad y, a la inversa, subraya la "buena voluntad" del educador o del animador que "se ocupa" de su destino o la "devoción" de la familia que no los ha abandonado. Estos términos prosperan al amparo de una normalidad ilusoria, jamás definida, ni interrogada, pero siem pre postulada como la aplastante verdad que impide el acceso a la ciudadanía plena o a una igual dignidad de muchos de estos actores. Éstos son definidos por supuestas carencias, presuntas deficiencias, en cierto modo defectos de fabricación, y no por una condición humana de la que no parecen del todo dignos ante quienes abra zan sin saberlo esa inquietud normativa. Por cierto, el lenguaje al mismo tiempo fabrica lo real, pero también toma nota de las repre sentaciones sociales y, por lo tanto, las refuerza. El momento de la imposición de un estatus traduce la pérdida de autonomía de un actor cuya existencia es entonces dirigida por los otros (Strauss, 1 992, 80 y ss. ) . Cualquier interacción implica para él el riesgo de verse condenado a un papel que no domina, por lo bajo a través de la humillación, el envilecimiento, la denigración, la estigmatización, o por arriba a través de la idealización, la exalta ción, la elevación al rango de héroe, etc. En su vertiente negativa, 28 provoca la marginación, el exilio, la cuarentena, la deportación, la reprobación. El individuo pierde por tanto el control de las signi ficaciones, entra en la esfera de influencia de los demás. Ya no es él quien define las situaciones que lo implican. Está pegado dentro de un estatus impuesto del que le cuesta deshacerse. La resistencia a la imposición de estatus es difícil de poner en práctica, ya que el individuo no está solo, vive en el seno de públicos que comparten en grado más o menos significativo el mismo j uicio (Le Breton, 20 1 6) . " Una invalidez mayor contamina cualquier reivindicación de un estatus social relega a un segundo plano a todas las adquisiciones que se han hecho en la vida, todos los otros roles sociales, inclusive la sexualidad' (Murphy, 1 990, 1 50) . El estigma no es una naturaleza que le impone su infortunio al actor, es un añadido social en el corazón de una relación, una significación y un valor depositados desde afuera sobre un rasgo físico. La indignidad de su condición puede serle expresada precoz mente. Como la virulencia con la cual los niños a menudo abordan la discapacidad de uno de ellos. Aunque luego, en las relaciones sociales la marginación se hace con mejores modales . La definición de la discapacidad remite a una relación social, al hecho de que para la colectividad existen individuos aquejados de ese atributo. La persona "discapacitada" entra así dentro de una clasificación que le confiere, a su pesar, un estatus social particular. De su conforma ción física o sensorial se deduce su lugar en la sociedad. Éste difiere de una sociedad a otra. En nada afecta su existencia social o, en otras partes, lo pone al margen de la sociedad e incluso promue ve su eliminación. Nuestras sociedades hacen un culto del cuerpo joven, seductor, sano, activo, autónomo, y hacen de la negación de la muerte o de la fragilidad de la condición humana una piedra angular del lazo social , no acordándole a los individuos afectados por una "discapacidad" más que un lugar secundario. Estos últimos encarnan la vuelta de lo reprimido, una vulnerabilidad que los pone en falsa escuadra con los ritos de borramiento del cuerpo. Tanto 29 más cuanto que la autonomía es un valor celebrado en el contex to de la individualización del sentido, donde cada individuo debe incluirse continuamente en el mundo por sí mismo, pero también en un contexto político de menoscabo de la solidaridad colectiva. "Lo normal y lo estigmatizado no son las personas, sino los puntos de vista", resume Erving Goffman) . El estigma endurece la imposición de estatus en un sentido socialmente peyorativo. Traduce la impo sibilidad del actor de desprenderse de la imagen que lleva pegada a la piel. Es definido inmediatamente por los demás de acuerdo al signo de oprobio que enarbola a su pesar. El estigma es una marca física o moral susceptible de acarrear el descrédito a un individuo que pierde entonces su estatus de persona de pleno derecho. No es una sustancia, un atributo objetivo, sino un juicio de valor que le impone su infortunio al individuo, una significación y un valor depositados desde afuera sobre un rasgo físico o moral . Las conse cuencias son las mismas: " Un individuo que hubiera podido fdcil mente ser admitido dentro del círculo de las relaciones sociales ordina rias posee una característica tal que puede imponerse a la atención de quienes estamos con él y apartarnos de él destruyendo así los derechos que tiene respecto de nosotros debido a sus demds atributos" (Goffman, 1 975, 1 9) . La persona minusválida posee una apariencia indeseable que la priva de una fachada aceptable para los demás, sus posibilidades en el seno del lazo social se reducen por el hecho de que se le adjuntan constantemente rasgos socialmente desvalorizados, sin posibilidad de engañar a nadie. Sin embargo, como lo recuerda Goffman, "el individuo estigmatizado tiende a tener las mismas ideas que nosotros acerca de la identidad' ( 1 97 5 , 1 7) . Se siente normal y agraviado en sus derechos más elementales. El estigma asociado a la discapacidad, en particular si es visible, lo deja pegado a una identidad restrictiva y desgraciada de la que no logra escapar a pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad. Nuestras sociedades occidentales hicieron de la "discapacidad" un estigma, es decir, un motivo sutil de evaluación negativa de la 30 persona. Por otra parte, al respecto se habla menos de discapacidad que de "discapacitado" , como si estuviera en su esencia de hombre o de mujer el ser un "discapacitado" más bien que tener una disca pacidad. El individuo es reducido aquí únicamente al estado de su cuerpo presentado como un absoluto, su estatus social se deduce de él . La persona discapacitada ya no es considerada como sujeto, es decir, en tanto oculta "ese algo y casi nada" que le da sentido y contorno a su existencia, sino como que tiene algo que falta, lo que la aparta precisamente del lazo social ordinario. Pero lo que nuestras sociedades denominan "discapacidad" o "deficiencia" es ambiguo, en cuanto la denominación señala una diferencia afectándola con un signo negativo, es decir, con un juicio de valor que la persona concernida no siempre comparte. Si la anatomía no es un destino, dado que sociedades y actores la simbolizan a su manera, deviene en destino de hecho cuando el individuo se ve privado de incluir algo más que sus atributos corporales. En la relación con él se interpone una pantalla de angustia o de compasión que el actor válido por supuesto se esfuerza por no dejar traslucir. "Le pedimos al indivi duo estigmatizado, dice E. Goffman, que niegue el peso de su fardo y nunca dé la. impresión de que por llevarlo haya podido volverse distinto a nosotros; al mismo tiempo, exigimos que se mantenga a una distan cia tal que podamos conservar sin esfaerzo la. imagen que nos hacemosde él En otras pala.bras, le aconsejamos que se acepte y nos acepte, en agradecimiento natural de una tolerancia primera que nunca le hemos acordado del todo. Así, una aceptación ilusoria está en la. base de una normalidad ilusoria" . Contradicción difícil de superar. El secreto a voces que guía cualquier encuentro entre una persona con una discapacidad y otra "válida" consiste en el hecho de ponerse de acuerdo en fingir que la alteración orgánica o sensorial no crea ninguna diferencia, ningún obstáculo, cuando la interacción está secretamente obsesionada por esa cuestión que a menudo toma una dimensión formidable. Las personas con el cuerpo dañado se interrogan acerca de su grado de aceptación y las personas válidas también están inquietas por la situación, e incluso a veces hostiles e 31 incómodas, o bien aún demasiado solícitas. La relación está en una zona de turbulencia. En las condiciones ordinarias de la vida social, los protocolos de cómo poner en juego el cuerpo dirigen las interacciones. Ellos circunscriben las amenazas susceptibles de que lleguen cosas desco nocidas, amojonan con señales tranquilizadoras el desarrollo del intercambio. El cuerpo así diluido en el ritual debe pasar desaperci bido, desaparecer en los códigos y cada actor debe poder encontrar en el otro, como en un espejo, sus propias actitudes y una imagen que no lo sorprenda ni lo asuste. El borramiento ritualizado del cuerpo es socialmente correcto. Aquél que de manera deliberada o a su pesar infringe los ritos que puntúan la interacción suscita la incomodidad o la angustia. Las asperezas del cuerpo o de la palabra entorpecen entonces el progreso del intercambio. El cuerpo extraño muda en cuerpo extranjero, opaco en su diferencia. A priori, por supuesto, nadie es hostil ante los discapacitados o los "locos" , nadie es indiferente al destino de los ancianos o los enfermos y, sin embar go, la discriminación de que son objeto unos y otros atestigua del malestar difuso que suscitan . Nada es más llamativo a ese respecto que observar los comportamientos de los transeúntes cuando un grupo de niños o de adultos discapacitados mentales se pasean en la calle o entran a una pileta. La hostilidad rara vez es manifiesta, pero las miradas no dejan de posarse sobre ellos, para hacer comen tarios. Tal el drama cotidiano de las parejas que quieren mantener a su lado a un niño trisómico y atraen en cada salida la curiosidad de todos los transeúntes. Violencia silenciosa, tanto más insidiosa cuanto se hace caso omiso de ella. La deficiencia golpea dos veces, al alcanzar el cuerpo alcanza las raíces del sentido, desborda de la intimidad para ser tomada de lleno en la trama social . Es portadora de una contaminación del sentido en el plano individual y social . Un halo de miedo, de angus tia, la acompaña, un temor al contagio del mal . El cuerpo dañado es un abismo de sentido para el vínculo social , inscribe a la persona en una alteridad susceptible de quebrar toda afectividad a su respecto, 32 cualquier tentación de acercarse a él. La experiencia de la proximi dad es siempre temible cuando se topa con un rasgo que la vuelve intolerable: una invalidez, un cuerpo dañado, etc. La confrontación con el espejo dañado, roto, ofrecida por el cuerpo del otro indu ce miedo. Apartar a la persona que tiene una discapacidad es una forma de protección contra cualquier contaminación del sentido, el riesgo de verse uno mismo alterado. Una mujer con la tibia ampu tada recibe un día la queja indignada de una colega: "ella conoce mi deficiencia, viene a verme y me dice: "Oh, yo estaba en la pileta con mi hija el sdbado y figú.rate: ¡un señor estaba nadando con una sola pier na!': Le pregunto: "¿Y entonces?" , y ella me contesta: "¿No podría ir a la pileta otro día que no fuera el sdbado? Porque el sdbado hay chicos en el agua, entonces ¿por qué viene a nadar a la pileta con una sola pierna?"¡ Y ella me lo dice a mí! Porque somos minusvdlidos, no debe ríamos imponer que todos nos vean. Todavía queda mucho trabajo, ¿no?" (Testimonio recogido ,por Valentine Gourinat en el marco de su investigación doctoral) . La regulación fluida de la comunicación es quebrada por el hombre aquejado por una discapacidad que salta demasiado fácil mente a la vista. Se hace difícil ritualizar la parte desconocida, cómo abordar a ese otro sentado en una silla de ruedas o con el rostro desfigurado, cómo reaccionará ante la eventual ayuda el ciego al que deseamos ayudar a cruzar la calle o el tetrapléj ico al que le cuesta bajar el cordón de la vereda con su silla de ruedas. Frente a esos actores, el sistema de espera ya no es el adecuado, el cuerpo se presenta de repente con ineludible evidencia, se hace incómodo, ya no es borrado por la buena marcha del ritual y se vuelve un instante difícil negociar una mutua definición de la interacción por fuera de las referencias habituales. Un "juego" sutil se inmiscuye en el encuentro, generando angustia o malestar. Y la incertidumbre concerniente a la definición de la situación no perdona más al individuo afectado por una discapacidad. Y cual quier encuentro es para él una nueva prueba, una incertidumbre acerca de la manera en la que será recibido en tanto tal y respetado 33 por el otro en su dignidad. Tras una larga investigación sobre este tema, Pierre Henri, en un libro viejo, pero aún fecundo, señala que "la mayoría de los ciegos se quejaba del cardcter inadecuado, de la torpeza y de la ineficacia de la asistencia que se les quiere dar. Cada vidente tiene sus propias ideas, no sólo sobre la manera de proceder con un ciego, sino también sobre la técnica que este último debe aplicar en las diversas circunstancias de la vida prdctica" ( 1 958, 329) . La incer tidumbre que pesa sobre el encuentro contribuye a reconocer la dificultad de su mutua negociación. La comodidad, con la que cada uno entra en el rito, ya no es apropiada. El cuerpo ya no está borra do por el ritual, se hace pesadamente presente, fastidioso. Se resiste a la simbolización, porque ésta ya no está dada de entrada, hay que ir en su busca, exponiéndose al malentendido. Y todo encuentro es para él una nueva prueba, una incertidumbre sobre la manera en la que será acogido en tanto tal y respetado por el otro en su digni dad. La persona que dispone de su integridad física tiene entonces tendencia a evitar infligirse un malestar desagradable. Así fuera al precio de otro malestar, como lo atestigua la situación descrita antes por Robert Murphy. La imposibilidad de poder identificarse físicamente con él está en el origen de todos los prejuicios que encuentra un actor social en su camino: por ser viejo o moribundo, lisiado, desfigurado, de una pertenencia cultural o religiosa distinta, etc . . . La alteración es socialmente transformada en estigma, la diferencia genera el dife rendo. El espejo del otro ya no alumbra al suyo propio. A la inversa, su apariencia intolerable pone en tela de juicio por un instante la identidad propia recordando la fragilidad de la condición humana, la precariedad inherente a cualquier vida. Un abismo de sentido fisura lo familiar e induce la inquietud, el trastorno de que nada de lo que es, esté realmente dado. La persona discapacitada es un espejo amenazante para uno mismo, recuerda la temible posibilidad de estar un día en el lugar de ese hombre o de esa mujer, o de haber podido estarlo, porque corresponde a la misma condición humana, aunque ya no sea a la imagen de los otros a su alrededor. El indivi- 34 duo portador de una discapacidad recuerda con una fuerza que se debe a su sola presencia, el imaginario del cuerpo desmantelado que acecha en tantas pesadillas . Crea una turbulencia en la seguridad ontológica que garantiza el orden simbólico. Las reacciones en rela ción a él tejen una sutil jerarquía del espanto. Se las clasifica según el índice de excepción de las normas sobre la apariencia física.35 CONDUCTAS DE RIESGO DE LAS JÓVENES GENERACIONES La noción de conductas de riesgo La expresión "conductas de riesgo" aplicada a las jóvenes gene raciones reúne una serie de conductas dispares, repetitivas o únicas, que ponen simbólica o realmente la existencia en peligro. Bonnet y Pedinielli distinguen las conductas riesgosas (el riesgo por sí mismo, como en el deporte extremo) y las conductas de riesgo cuyo objeti vo no es el riesgo en sí, pero que, sin embargo, comportan peligro (Bonnet, Pédinielli, 20 1 3 , 9) . Esas conductas juveniles participan en efecto de lo que los ingleses denominan el risk behaviour, ya que el joven no busca enfrentar el peligro o, más bien, tal actitud no es prioritaria: él está sometido a una necesidad interior de asumir esos comportamientos aun cuando los sepa perjudiciales. La expresión "conductas de riesgo" es, en ese sentido, parte del vocabulario de la salud pública, no del joven, a diferencia de los adeptos a las activi dades físicas y deportivas llamadas extremas, en las que el riesgo está en el corazón del discurso y es revindicado permanentemente como la sal de la acción (risk-taking behavior) (Le Breton, 20 1 2) . El rasgo común de estas conductas juveniles consiste en la expo sición deliberada al riesgo de lesionarse o de morir, de alterar su porvenir personal o de poner su salud en peligro: desafíos, juegos peligrosos, intentos de suicidio, escapadas, vagabundeos, embria guez, toxicomanías, trastornos alimenticios, velocidad en las rutas, violencia, delincuencia, incivilidad, relaciones sexuales sin protec ción, embarazo precoz, negativa a seguir un tratamiento médico vital, etc. Esos comportamientos amenazan sus posibilidades de 37 integración social , en particular, a través de la deserción escolar, y desembocan, a veces, como en el vagabundeo, el drogarse, la búsqueda del coma etílico o la adhesión a una secta, en una diso lución provisoria de la identidad. Pero son también la experimen tación a tientas de un mundo social aún esquivo. El riesgo está allí como una materia prima para construirse, con la eventualidad nada despreciable, sin embargo, de morir o resultar herido. Pero no es lo que él busca. Algunos de esos comportamientos se inscriben en la duración {toxicomanía, trastornos alimenticios, escarificaciones, vagabun deo . . . ), o se completan bajo la forma de una única tentativa ligada a las circunstancias {intentos de suicidio, fugas . . . ) . La propensión a la acción que caracteriza a esa edad se vincula con la dificul tad de poner en movimiento dentro suyo recursos de sentido para enfrentar los escollos biográficos de otro modo. La acción es una tentativa psíquicamente económica de escapar de la impotencia, de la dificultad para pensarse, aun cuando a veces tenga pesadas consecuencias. Las conductas de riesgo remiten a la dificultad de acceso a la edad de hombre o de mujer, al sufrimiento de ser uno mismo durante ese pasaje delicado, a la imposibilidad además de darle sentido y valor a su existencia. Dependen en gran medida de la trama afectiva que marca el desarrollo personal, particularmente de la relación con los padres o con los padrastros. Afectan a jóvenes de todos los medios, aunque sus comportamientos se nutran también de su condición social. Un joven de un barrio pobre incómodo en su piel se verá más inclinado a la pequeña delincuencia, o a una demostración brutal de virilidad en la ruta, o con las chicas, que otro joven de un medio privilegiado que, por ejemplo, tendrá acceso más fácil a las drogas. Las conductas de riesgo también están marcadas por las conno taciones sociales de género. Entre las chicas (El Cadi, 2003; Sellami, 20 1 3 ; Rubi, 2005) , asumen formas discretas, silenciosas (trastor nos alimenticios, escarificaciones, intentos de suicidio . . . ) , mientras 38 que los varones tienden a exponerse (y eventualmente a los otros} , a menudo bajo la mirada de los pares {violencia, delincuencia, provocaciones, desafíos, embriaguez, velocidad en la ruta, toxico manías . . . ) Qamoulle, 2008; Le Breton, 2007} . Si bien las chicas hacen claramente más intentos de suicidio, los varones se matan más, apelando a medios más radicales {ahorcamiento, arma de fuego) . Entre los varones, los pares generan un efecto de poten ciación de las conductas debido a la valorización del riesgo en los imaginarios adolescentes de la virilidad y por temor a una reputa ción de pusilanimidad. Su presencia inclina al joven a ir más allá de sus miedos para afirmar su identidad ante los ojos de los demás y no perder nunca la cara. 1 Los desafíos entre varones forman parte de los ritos de virilidad permanentemente en juego. La banda es un refugio, sobre todo en el contexto de una insuficiencia familiar, donde contribuye a apuntalar un sentimiento de identidad a falta de cimientos más sólidos, y autoriza el pasaje al acto en una sensa ción de obviedad, disolviendo las interdicciones morales, a veces bajo la égida de un j efe convertido en figura identificatoria. El adolescente incómodo en su piel y arrastrado a las conductas de riesgo se encuentra ante todo en sufrimiento afectivo, aunque su condición social y su sexo le añaden una dimensión propia. Sólo su historia personal y la configuración social y afectiva en la que se inserta pueden aclarar el sentido de comportamientos que a menu do son síntoma de una disfunción familiar, de una carencia afectiva, de maltrato, de desavenencias en la pareja parental , de la hostilidad de un padrastro o de una madrastra en una familia recompuesta, de tensiones con los demás o de acontecimientos traumáticos, como por ejemplo, abusos sexuales. Responden a una dolorosa voluntad de trastornar las rutinas familiares, de expresar el desamparo, de provocar un apoyo y de ser reconocido como digno de existir. El primer sufrimiento del joven es no estar sostenido por la evidencia 1. Ver Goffman, Ervin g, " Ritual de la interacción. Sobre el trabajo de la cara" . (N. del R.) 39 de su valor personal y por orientaciones de sentido suficientes para levantar vuelo. Es preciso, sin embargo, matizar este punto. Hay jóvenes que encuentran en sí mismos los recursos personales para arreglárselas, o bien, amistades, apoyos exteriores que los protegen del colapso; otros caen en períodos de delincuencia de los que termi nan por salirse mientras algunos se instalan en ella. En otros casos, familias cariñosas y disponibles cobijan a veces a jóvenes que no se sienten bien en su piel, a diferencia de sus hermanos o hermanas. A veces lo que los ha dañado son abusos sexuales, pero no se animan a decir nada de lo que han padecido por la gran vergüenza que sienten, o también son reacciones a secretos de familia (Tisseron, 1 999) . Otras veces, el sufrimiento es más enigmático, al no enten der el joven mismo por qué experimenta semejante infelicidad. A la inversa, en el seno de familias maltratadoras o desamoradas, crecen niños apegados a su existencia y que logran forjarse una entrada propicia en la vida a pesar de los obstáculos iniciales. El ingreso en las conductas de riesgo siempre comporta una parte de sombra que sólo un estudio en profundidad de la historia de vida permite comprender. Pero no son tanto las influencias que pesan sobre el joven las que priman, sino las significaciones que él les proyecta. Esos comportamientos no son los efectos mecánicos de una trama social o de circunstancias particulares, sino más bien de lo que él mismo hace de esas influencias o de esas circunstancias, de la mane ra en que las vive. El joven se busca y no sabe qué persigue a través de esos compor tamientos, en los que, sin embargo, ve en cuánto peligro lo ponen y cómo perturban a su entorno. Pero él está necesitado interiormente de seguirlos hasta tanto no haya encontrado respuesta a su desaso siego o encontrado en su camino a un adulto que le dé el deseo de crecer. La mayoría de las conductasde riesgo dan cuenta de la resistencia contra un sufrimiento previo. A veces costosas para la economía psíquica, son defensas de última línea cuando las otras modalidades de ajuste a lo real han fracasado. 40 Ritos de institución de sí Las conductas de riesgo son ritos íntimos de contrabando que apuntan a fabricar sentido para poder continuar viviendo, a menu do, son actos de pasaje y no pasajes al acto, en el sentido que el joven está lúcido acerca de los riesgos a los que se expone. El acto de pasaje releva a la elaboración mental , aun cuando no la escatime; la atraviesa, porque esta elaboración no alcanza a desactivar el sufri miento; el alivio implica algo extra del cuerpo, que le da su eficacia. El joven es capaz de explicar el sentido de su acto aún cuando no logre eludirlo; sabe que el alivio lo espera a su término. Sigue siendo protagonista de su acto, y este último lleva la significación de un pasaje, de atravesar una tensión interior. A diferencia de la noción de pasaje al acto, que despoja al joven de su responsabilidad en lo que hace, lo transforma en objeto pasivo de un juego del incons ciente e ignorante de lo que realiza, esta noción de acto de pasaje recusa el dualismo entre espíritu por un lado y cuerpo por el otro, como si las carencias del primero rebotaran maquinalmente sobre el cuerpo (Le Breton, 2003 ; 2007} . La palabra es esencial como instancia terapéutica, pero no siempre es suficiente. Decir no siem pre desactiva el sufrimiento. El joven refleja la necesidad de pasar por un acto que lo devuelva al mundo. Ciertamente estas conductas poseen la ambivalencia del pharmakon, el remedio se mezcla con el veneno, alivian en el momento, pero no por ello son menos peli grosas, ya que le pueden causar la muerte o alterar sostenidamente su existencia. El sufrimiento traduce el sentimiento de encontrarse frente a un muro infranqueable, un presente que no termina nunca, priva do de todo porvenir, sin poder construirse como sujeto. Si no es alimentada con proyectos, animada por un gusto de vivir, la tempo ralidad adolescente se estrella contra un presente eterno que vuelve insuperable la situación dolorosa. Se lo declina día a día. No posee la fluidez y la ubicuidad de quienes están anclados en su existencia y pasan con júbilo de una actividad a otra (Lachance, 20 1 1 ) . Las 4 1 conductas de riesgo traducen la búsqueda dolorosa y a tientas de una salida. En su diversidad son, antes que nada, intentos dolorosos de ritualizar el pasaje a la edad de hombre de jóvenes para los que existir es un permanente esfuerzo. No son en absoluto formas torpes de suicidio, sino rodeos simbólicos para asegurarse su legitimidad de vivir, protegerse de un sufrimiento demasiado agudo, arrojar lo más lejos posible al miedo a su insignificancia personal . Intentos de existir más que de morir. Ritos íntimos de fabricación de sentido que a menudo encuentran su significado después del acontecimiento, formas paradojales de resistencia que se deben analizar en tanto tales (Le Breton, 2007) . El sufrimiento es una interferencia en el sentimiento de identidad. El joven ha perdido su centro, es arrojado a un mundo que no entien de y no logra separar sus fantasías de la realidad. Si no encuentra límites de sentido colocados por sus padres u otros que cuenten para él a fin de discutirlos o luchar contra ellos, sigue siendo vulne rable. La falta de interlocutores le impide construirse una identidad más sólida y por fin legítima para él. Si no entra en la existencia con el sentimiento de que la vida merece ser vivida, está "en una rela ción de complacencia sumisa respecto de la realidad exterior: el mundo y todos sus elementos son entonces reconocidos, pero sólo como siendo aquello a lo que hay que ajustarse y adaptarse. La sumisión acarrea en el individuo un sentimiento de fatilidad, asociado a la idea de que nada tiene importancia" (Winnicott, 1 97 5, 91) . El sentimiento de sí mismo se cristaliza con dificultad, el joven siente borrosa, vacía su relación con el mundo. Fracasa en sentirse plenamente real y vivo. La herida deliberada, el impacto de la sensa ción, son medios para volver a un sentimiento tangible de sí mismo. La herida se vuelve un medio para existir, una huella de sí mismo. "Ser al mismo tiempo completamente "uno mismo" y estar completa mente "fuera de sí" es, por excelencia, el estado sagrado. Revolución de esa contradicción aparente por la idea de lo sagrado en tanto comuni cación: proyectar afaera, repartir lo que se tiene de mds íntimo; ese "sí mismo" mds secreto, proyectarlo 'Juera de sí"" (Leiris, 1 979, 48) . La 42 rrasgresión es una fábrica de sacralidad, el hecho de provocar deli beradamente a la muerte aparta de la existencia ordinaria y redefine en profundidad el sentimiento de identidad, sumergiendo al joven en otra dimensión de lo real (Jeffrey, 1 998; 2003 ; Le Breton, 2007 ; 20 1 2) . Si se queda en la vida ordinaria, el joven se protege de su miedo, pero no conoce la potencia. Y sigue atado a su sufrimiento. Si enfrenta el mundo de lo "totalmente otro" poniéndose de manera deliberada en posición peligrosa por sus propios medios, conoce el miedo, pero si sale del paso accede a menudo al sentimiento de su potencia personal. Ese avance proviene de una experimentación, de una búsqueda, a veces de un largo y doloroso cuerpo a cuerpo con el mundo y los demás. En una sociedad de individuos donde las formas de transmi sión están deterioradas, la mayoría de estas conductas tiene el valor de ritos de pasaje íntimos, privados, personales. Al mismo tiempo que el joven se siente abandonado, aislado cuando se pone en peli gro, miles de otros a través del mundo recurren simultáneamente a los mismos gestos y dicen las mismas cosas para justificarlos. Esta noción de rito personal de pasaje traduce la dimensión íntima del acto y su dimensión eminentemente social . Las conductas de riesgo son formas de ponerse a prueba para jóvenes incómodos en su piel en sociedades donde el pasaje a la edad de hombre o de mujer, ya no está señalizado (Le Breton, 2007) . Figuras antropológicas La cuestión del entusiasmo por vivir domina las conductas de riesgo de las nuevas generaciones. Si fracasan para encontrar inme diatamente evidencias para vivir, estos jóvenes buscan revelarse a través de una adversidad totalmente creada: búsqueda deliberada de ponerse a prueba, exposición a comportamientos o a substancias con consecuencias temibles , desatención o torpeza cuyo significado 43 está lejos de la indiferencia. La opresión del malestar de vivir lleva a descuidar toda protección de sí mismo, a recurrir a su cuerpo a través de la herida, del dolor para aferrarse a una realidad que se hace esquiva o con la cual hay que luchar. El inconsciente juega también un papel esencial en el acontecimiento. Las conductas de riesgo plantean un interrogante doloroso sobre el sentido de la existencia. Son maneras de forzar el pasaje rompiendo el muro de impotencia que siente. Dan testimonio del intento de salir del paso, de ganar tiempo para no morir, para aún seguir viviendo. Y el tiempo, decía Winnicott, es el primer remedio de los padecimientos adolescentes . Varias figuras antropológicas se cruzan, según nosotros (Le Breton, 2007) , en las conductas de riesgo de los jóvenes; no se excluyen unas a otras, al contrario, se enmarañan: ordalía, sacrificio, blancura y dependencia. La ordalía es una manera del joven de jugarse el todo por el todo y entregarse a una prueba personal para comprobar una legitimi dad de vivir que el vínculo social nunca le ha dado, o bien, que él tiene la sensación de haber perdido y los esfuerzos de los demás no consiguieron restaurarla. Poniéndose en· peligro, interroga simbó licamente a la muerte para garantizar su propia existencia. Todas las conductas de riesgo de los jóvenes tienen un tono ordálico. La exposición al peligro apunta a expulsar lo intolerable