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AA VV - Sobre la mentira

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Sobre la mentira
Gerolamo Cardano 
Michel de Montaigne 
Mateo Alemán 
Robert Burton 
Franeis Bacon 
La Mothe le Yayer 
Pió Rossi 
Vauvenargues 
Denis Diderot 
Jean-J arques Rousseau 
Fedor Dostoyevski 
Robert Louis Stevenson
cuatro
¿Mentir es ir contra la mente? ¿O, por el 
contrario, la mentira y la duplicidad son con­
sustanciales al hecho mismo de pensar? ¿Es 
el disimulo el rasgo diferenciador del animal 
humano? ¿En el fondo, como se afirma, 
resulta más fácil decir una verdad que una 
mentira? ¿No cabe sospechar, con Rousseau, 
que el hombre embustero es, paradójicamen­
te, una expresión de la generosidad humana? 
¿Es la literatura la verdad de la mentira? 
¿Tienen los rusos, una propensión natural al 
engaño, según lamenta Dostoyevski? Estas y 
otras cuestiones han sido motivo de preocu­
pación, inquietando hondamente a los euro­
peos modernos desde que el humanismo 
renacentista descubrió ese inmenso conti­
nente del Yo, del individuo moderno y sus 
complejas relaciones con los otros.
Grandes figuras de las letras europeas 
-desde los primeros exploradores de la 
mente moderna, como Cardano y Montaigne 
hasta grandes fabuladores como Stevenson y 
Dostoyevski, pasando por filósofos de la 
talla de Bacon, interesantes pensadores des­
conocidos en España, como el escéptico La 
Mothe o el autor del Léxico de la mentira, 
Pió Rossi, desengañados barrocos como 
nuestro Mateo Alemán, estudiosos de la 
melancolía como Burlón, lúcidos ilustrados 
como Diderot, aforistas como el inédito 
Vauvenargues o sinceros prerrománticos 
como Rousseau- componen un paisaje que 
recoge lo más inteligente de cuatrocientos 
años de reflexiones sobre una práctica 
denunciada, compadecida o tolerada por ine­
vitable, pero siempre bajo la convicción de 
que hablar de la mentira es la manera más 
valiente y cruda de ir al fondo de lo humano.
cuatro, ediciones
1. Jacques Derrida, Cosmopolitas de 
todos los países, ¡un esfuerzo más!
2. M. Jalón, F. Colina, Pasado y presen­
te. Diálogos
Con H.-G. Gadamer, E. Lledó, J.-P. Vemant, 
G. Duby, A. Tenenti, F. Savuten J. I- Peset, 
J. M. López Pinero, J. Pitt-Rivers, G. Vattimo, 
A. Bessa-Luís, E Pino
3. John Donne, Paradojas y devociones
4. Juan Benet, Cartografía personal
5. Remo Bodei, Ordo amoris. Conflic­
tos terrenos y felicidad celeste
6. Hugo von Hofmannsthal, Instantes 
griegos y otros sueños
1. Jacques Derrida, No escribo sin luz 
artificial
8. Jean Starobinski, Razones del cuerpo
9. José Luis Peset, Genio y desorden
10. Carlos Barral, Almanaque
1 1. M. Jalón, F. Colina, Los tiempos del 
presente. Diálogos 
Con R. Bodei, ./. Goody, J. Le Goff, A. 
Domínguez. Ortiz, G. Levi, R. Chartier, M. 
Perrot, S. de los Mozos, T. Todorov, J. 
Morichal, H. R. Jauss, S. Sontag
12. Juan García Hortelano, Invenciones 
urbanas
13. Sobre la mentira
Por Cardano, Montaigne, Alemán, Burton, 
Bacon, La Mothe le Vayer, Rossi, Vauvenargues, 
Diderot, Rousseau, Dostoyevski, Stevenson
■V y .
Sobre la mentira
Cardano, Simulación y disimulación 
Montaigne, Los m e 11 ti ros os 
Alemán, El arte del engaño 
Burton, La risa de De mée rito 
Bacon, ¿Qué es la verdad?
La Mothe, La verdad es verde 
Rossi, Léxico de la mentira 
Vauvenargues, Una idea del mundo 
Diderot, Duplicidad y tiranía 
Rousseau, El daño y ¡a ficción 
Dostoyevski, Una escena rusa 
Stevenson, La verdad en el trato
4 i
Traducciones: Rosario Ibañes, Miguel Ángel González Manjarres, María Bolaños
(O cuatro, ediciones, 2001 
Derechos: cuatro, ediciones, 2001 
Valladolid, leí.: 983 350 695. Fax 983 392 229 
Edición: Mauricio Jalón
Dibujos interiores: Miguel Angel, Mujer cubierta (c.
(Joya, Mozo de cuerda
1500)
Distribución en Castilla y León (excepto Soria):
LIDIZA, Avda. de Soria, 15. 47193 La CistcTniga (Valladolid) 
Distribución en el resto de España:
SIGLO XXI. Camino Boca Alta, 8-9. Polígono El Malvar 
28500 Arganda del Rey (Madrid)
Imprime: Gráficas Andrés Martín, S. L.
Paraíso, 8. 47003 Valladolid
ISBN: 84-931403-2-5 
Depósito Legal: VA. 373.-2001
Impreso en España. Unión Europea
INTRODUCCIÓN
«Es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través 
de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien».
L iciiii-nbkri;1
Sobre la mentira
La literatura sobre la veracidad, el engaño o la reserva 
mental es amplísima. Y no sólo porque la mentira remite a 
problemas de la mente y del conocimiento o a cuestiones óti­
cas, jurídicas y políticas, es que todo trato con cosas, hechos 
e ideas o todo el trato humano tienen que ver con la falsedad 
y la veracidad. Incluso la antorcha -viejo símbolo de la ver­
dad- poco tiene de recta ni de armónica; es un tanto informe 
y retorcida, bien sea un trozo de madera resinosa, bien un blo­
que de tres o cuatro velas enroscadas. ¿Por dónde empezar, 
pues? ¿Qué terreno elegir y cómo presentarlo?
En Sobre la mentira se opta por ver los modos en que el 
individuo moderno se enfrenta a ella moralmente, y sólo a 
partir de su expresión más creadoramente directa: el ensayo y 
el pasaje subjetivo o aforístico. Lo cual supone una perspec­
tiva muy parcial. Para hablar de la mentira habría que hablar 
de todo: por ejemplo, de la difícil verdad de los hechos per­
cibidos o reconstruidos o de la verdad incierta del poder o 
incluso de nuestra esencial duplicidad.
La modernidad se ve retratada, aquí, en juicios y relatos 
muy variados sobre el comportamiento falaz. El núcleo de 
esta selección de escritos se localiza entre los siglos XVI y 
XVIII, una etapa progresivamente escéptica. A dos impor­
tantes sabios de esa primera centuria -Cardano y Mon­
taigne-, les siguen autores que mueren ya en el Seiscientos, 
Mateo Alemán, Bacon, y Burton. A continuación, aparecen 
La Mothe y Pió Rossi (Léxico de la mentira), escrito­
8 SOBRE LA MENTIRA
res desconocidos en castellano, que se sitúan en pleno siglo 
XVII.
Luego, el siglo de las Luces, claramente francés, está 
representado por unos aforismos de Vauvenargues, tan valio­
so como poco frecuentado, por dos ensayos recuperados de 
Diderot y un texto del más célebre escritor sobre la mentira, 
Rousseau. Estas figuras, complementarias entre sí, hacen de 
umbral de la centuria donde agonizará el antiguo Régimen, 
tiempo en que se disolverán ciertas formas de la civilización 
abriendo paso, tras la Revolución, a otro mundo de valores, 
expresivos e intelectuales.
Por último se han recuperado al menos las palabras de 
dos autores del siglo XIX; pues sucede que la libertad de 
exposición y, sobre todo, la densidad expresiva decimonóni­
cas significaron un retrato a la vez social e individual; y 
Dostoyevski y Stevenson son excelentes diapasones del 
nuevo trato que va estableciéndose con la palabra, la familia 
y la nación. Y su escenificación literaria afectó a los senti­
mientos y a las ideas contemporáneos.
De esta forma, el libro se cierra hacia 1900, si bien es ver­
dad que cien nuevos años de práctica del engaño y de equili­
brios de la verdad se han deslizado desde entonces. Pero todo 
se complicó más en un siglo XX al que nos referiremos de 
paso al final, y en que la pretensión de certeza o la imposición 
de la mentira alcanzaron unas altas cotas de crueldad.
La representación moderna
¿Por qué elegir aquí a los modernos? Por ese complejo 
«individualismo cultural» que los define y hace más atractiva 
la determinación de la mentira; por la aparición de una forma 
nueva de representar el mundo, más compleja y retorcida; por 
el poderoso auge del escepticismo, apoyo de las modernas 
ciencias y fuente de nuevas ideas morales.
Como contraste con el deseo de precisión y fidelidad en 
reproducir lo real, en esa etapa se va complicando la noción 
de verdad: lo claro parece mezclarse más confusamente con 
la falsedad, la incertidumbre, la infidelidad o la impotencia.
INTRODUCCIÓN 9
Incluso nuestra amalgama moderna de espontaneidad, 
receptividad y relativismo, de presunta libertad individual y 
de sumisión abstracta a ideales ignotos tiene que ver con 
una idea conflictiva de verdad, tal y como seempezó a reco­
nocer en el Renacimiento. Como decía León Battista 
Alberti, hacia 1430, los nuevos saberes y artes no suponen 
un conocimiento libre y sin obstáculo2. Antes al contrario, 
las oscuridades y cortapisas a las que se enfrentan remiten a 
la «imposibilidad de la verdad», si bien precisamente seme­
jante dificultad es la que espolea el cultivo del pensamien­
to, la propia creación, el terreno tan incierto y crudo de la 
<
Y es que por entonces se resaltó de un modo singular el 
cultivo ele la mente, y el tipo de saber que se le asocia, el cul­
tural, ha de centrarse en los equilibrios de la verdad, y por 
ende en las falacias, en los rodeos, incluso en la indiferencia. 
Hs esta curiosa actividad humana la que pone todo en entre­
dicho, y por ello los fundadores o recreadores modernos de la 
cultura pueden hablarnos mejor de la ambivalencia de todo 
nuestro comportamiento civilizado.
Sin embargo, sería una ceguera olvidar a los antiguos. Ya 
al iniciar el cuarto capítulo de El patrañuelo, impreso en 
1567, escribe Ti moneda: «hay en Roma, dentro de los muros 
de ella, al pie del monte Aventino, una piedra a modo de moli­
no grande, que en medio tiene una cara, casi la media de león 
y la media de hombre, con una boca abierta, la cual hoy en 
día se llama la Piedra de la Verdad... Tenía tal propiedad, que 
los que iban a jurar para hacer alguna salva o satisfacción de 
lo que le inculpaban, metían la mano en la boca, y si no de­
cían verdad de lo que les era interrogado, el ídolo o piedra 
cerraba la boca y les apretaba la mano, de tal manera que era 
imposible poderla sacar hasta que confesaban el delito en el 
que habían caído; y si no tenían la culpa, ninguna fuerza les 
hacía la piedra, y así eran salvos y sueltos del crimen que les 
era impuesto, y con gran triunfo les volvía su fama y liber­
tad... Si eran culpados, les castigaban según el caso, y las 
leyes romanas con todo rigor lo permitían»3.
Su patraña habla de la justicia inveterada, de la 
Antigüedad clásica, tan presente ahora en las letras europeas.
10 SOBRE LA MENTIRA
En estas líneas tan llanas, verdad y mentira aparecen separa­
das netamente y remiten a la costumbre, así como a la liber­
tad o a la fama, a la ley y al castigo. Timoneda se inspiró en 
los italianos que revitalizaron el pasado -Boccaccio, 
B andel lo, Ariosto-, así como en las Gesta romanorum, en 
Apuleyo y hasta en Heródoto, el influyente narrador de his­
torias, tradiciones y curiosidades antiguas. Sin olvidar en el 
fondo, como todo narrador, cierto empuje homérico.
Mínima historia de la mentira antigua
Por supuesto que los engaños, estratagemas y disimulos 
tienen un papel determinante en la fundación del mundo, 
según los mitos griegos4 o los de cualquier zona del globo. 
Toda la ficción, todo arte de tabular, arranca de paradojas y de 
ardides. A menudo se le motejó a Homero de ‘mentiroso5, de 
fabulador, pero como poeta no tenía que calcar una realidad 
histórica, sus relatos sólo remitían a sí mismos (a la eficacia y 
la seducción narrativa), en contraposición con otra fuente ima­
ginativa de nuestra cultura, \a Biblia*. El mundo homérico, las 
palabras de la ¡liada y quizá especialmente la Odisea, preten­
de contarnos un universo que no oculta más señas que las 
complejidades y las ambiciones de los humanos.
Aunque de modo distinto, en otro viejo maestro, Heró­
doto, se combinaron inextricablemente la mentira y su rival, 
la veracidad, al narrar la vida de los hombres. Por un lado, 
Heródoto ponía la verdad por encima de los otros valores 
cívicos rechazando de plano la falsedad6; por otro, como 
padre de las humanidades, era sin duda el legitimador de las 
verdades imperfectas y de esa ambivalencia valorativa que 
será maestra de los modernos. De hecho, si Lorenzo Valla tra- 
dujo a este testigo y enjuiciador de humanos, en 1474, y fue 
defendido en el siglo XVI, también se rechazaron muchos de 
sus relatos fabulosos (según Vives, Heródoto sería el «padre 
de la mentira»). Pero toda la cultura europea -y, antes, grie­
ga- se verá marcada por sus relatos.
En general, las discusiones relativas a la vida en sociedad, 
al peso del ejemplo histórico, a la representación verbal de los
INTRODUCCIÓN 11
conocimientos arrancan de una reflexión griega sobre la vero­
similitud, la justicia o el saber certeros. El cuestionamiento de 
la autenticidad nutre un diálogo temprano sobre la mentira, 
Hipias menor, donde Platón se pregunta entre vaivenes: «¿Los 
veraces y los mentirosos son individuos distintos, incluso muy 
contrarios unos a otros?»; «cuando dices que los mentirosos 
son capaces y hábiles, ¿acaso dices son capaces, si quieren, de 
engañar en aquello en lo que engañan, o bien que no son capa­
ces?». Y oscila aún Platón de un lado a otro valorando la pala­
bra en su uso público: «Los que causan daño a los hombres, los 
que hacen injusticia, los que mienten, los que engañan, los que 
cometen faltas, y lo hacen intencionadamente y no contra su 
voluntad, son mejores que los que lo hacen involuntariamente». 
Sin embargo, añade Sócrates, «algunas veces me parece lo con­
trario y vacilo sobre estas cosas, envidentemente porque no sé».
Esta discusión semisofista sobre la veracidad se verá 
reconducida, paso a paso, en el Crátilo o en la República o las 
Leyes1 donde se elogia ya, abierta y radicalmente, la verdad. 
De esta defensa platónica, y de su propia actividad académi­
ca y científica, saldrá la reflexión de Aristóteles sobre la cer­
teza en todos los planos, histórico, ético y lógico*. Con ambos 
y con sus sucesores emerge -quizá por encima de lo demás- 
el gigantesco terreno de la política, y por tanto el mundo de 
la ‘dificultad de la acción’ y de sus trampas asociadas. Su 
codificación práctica fue diseñada, de hecho, en las «repúbli­
cas» de Platón, Aristóteles y también Cicerón.
Pero no es este el terreno, tan ceñido, en el que nos deten­
dremos; ni tampoco en la construcción de la racionalidad 
lógica, sino en su herencia moral y literaria. Ya el influyente 
Cicerón hablando de los dones de la amistad, señalaba que 
«la verdad es molesta», pues el odio nace de ella. Y es que el 
problema de la certeza se repite y enriquece con la difusión 
de tantas enseñanzas y narraciones por el Mediterráneo, mar­
cadas por el individualismo grecorromano: prolifera el reino 
de la palabra privada, donde no hay ningún límite para la fal­
sedad, según reconocía otro autor con autoridad para los 
modernos, Séneca9.
Poco después, en el siglo II de nuestra era, el más rico inte­
lectualmente de la tardía Antigüedad, se hará un balance plural
12 SOBRE LA MENTIRA
de este problema. Por muy diversos caminos, Plutarco, 
Luciano, Sexto Empírico u otros escritores de gran talla, en esa 
centuria dominada por la lengua griega, expresan un modo de 
contemplar la realidad que marcará nuestro futuro. Así 
Plutarco escribe sobre el charlatanismo falaz, sobre cómo dis­
tinguir a un amigo de ese adulador «que tiene como útil base 
de operaciones contra nosotros nuestro amor por nosotros mis­
mos», o también sobre cómo obtener provecho del enemigo, 
que influirá en Montaigne o en Rousseau, entre tantos otros10.
El mejor irónico del pasado, Luciano de Samosata, retra­
ta literariamente al mentiroso: «no sabes qué clase de cosas 
dijo, cómo se las creía, cómo las confirmó la mayoría de ellas 
con juramento, poniendo por testigos a sus hijos; hasta el 
punto de que, mientras dirigía mi vista hacia él, mi mente se 
llenaba de ideas pintorescas: bien que estaba loco y no esta­
ba en sus cabales, bien que se trataba de un impostor y que, 
durante mucho tiempo, no me había dado cuenta de que un 
mono ridículo se escondía bajo una piel de león. Hasta ese 
punto eran absurdas las historias que contaba» {El aficionado 
a la mentira). A cambio, en la Historia verdadera, defiende 
la libertad de inventar historias y el necesario ‘descrédito’ de 
la ficción -«sarta de embustes expuestos de modo convin­
cente y verosímil»-; afirmando que «una sola verdad diré: 
que digomentiras; así creo poder escapar al reproche de mis 
lectores al reconocer yo mismo que no digo la verdad»11.
Finalmente, y desde una perspectiva más teórica, la pre­
sencia del escepticismo de Sexto Empírico -importante en la 
moderna conciencia, junto con el desarrollo, por entonces, de 
una segunda sofística- es crucial a la hora de quebrar muchas 
certezas no filtradas por la razón12. Pero faltaban muchos 
siglos para que se multiplicaran esas voces, morales, litera­
rias, críticas, en los tiempos turbulentos del Quinientos.
Ecos del mundo bíblico
En ese mismo siglo II, tras el empuje de las nuevas reli­
giones, el cristianismo había logrado una notable expansión. 
La idea de ‘verdad’ se hacía más complicada todavía, al
INTRODUCCIÓN 13
adquirir nuevas capas y vetas; de rechazo, aparecía como 
enseña en el título de un conflictivo escrito debido al filóso­
fo platónico Celso, Discurso verdadero contra los cristianos. 
El «Libro» por antonomasia, poco a poco dominante, y los 
nuevos textos y versículos -la nueva cultura que se difunde- 
querrían expresar un único mundo verdadero, desearían 
imperar con una doctrina sencilla pero inalcanzable y con una 
promesa segura aunque medio velada.
La beligerancia entre la piedad antigua y la nueva va a 
cobrar un papel decisivo en un par de siglos más, aunque surja 
también una amalgama formada tanto por certidumbres y visio­
nes neoplatónicas como por normas y decisiones agustinianas, 
nutridas de la Biblia. Ya en Las confesiones de Agustín, a la vez 
tan brillantemente personales y tan monológieas, el problema de 
la verdad cobraba un aire muy distinto al anterior (no en vano, 
además, dice él «odiar la gramática griega»); y de la obra de ese 
autor arranca la obsesión medieval por la traición y los mentiro­
sos, cuya fuerza radical no se ha disuelto en la modernidad.
%
El tratado más leído de Agustín de Hipona fue, durante 
siglos, De mandado, un escrito valioso que clasifica esas fal­
tas a la verdad con vistas sin duda a la contrieción14. Pues, en 
el Medievo, los malos serían esencialmente los mendaces; ir 
al Paraíso exigiría haber respetado la verdad, ese valor supre­
mo que sería asimilable en parte a la fidelidad en el sistema 
feudal, según Le GoíT14. En todos los planos de las relaciones 
humanas, pues, la mentira significaría una gran ruptura con 
el modelo idealmente deseado por la colectividad.
Mentira y felonía, se opondrían al orden terreno y celes­
te. Y por ello el vocabulario medieval dispone de innumera­
bles términos y giros para designar la falacia, en todos sus 
grados, y los distintos tipos de mentirosos. El vocerío de la 
falsedad vital y las reconvenciones de los portavoces de la 
verdad seguirán oyéndose mucho tiempo después: el contras­
te entre el poder divino de la certidumbre y el fraude de la 
mendacidad late fuertemente en todos los textos recogidos 
aquí, desde los Ensayos de Montaigne hasta el Diario de 
Dostoyevski, si bien con muy distintos matices.
En realidad, el nuevo humanismo -el trasfondo intelec­
tual de la modernidad- nunca quiso olvidar esas referencias
14 SOBRE LA MENTIRA
medievales. Petrarca, en su diálogo Secreto mío de 1347, 
habla con Agustín de Hipona («a la zaga de la Verdad», según 
dice)15, y relee sus Confesiones más o menos sinceras. 
Tampoco desdeña otras valoraciones de la experiencia vital 
de los antiguos “ las Tusculanas de Cicerón, o la Consolación 
de Boecio-, que tienen que ver con las certidumbres, las fal­
sificaciones, las convicciones o la identidad. Pero el modo 
petrarquista de escapar de su ignorancia sobre sí mismo, de 
analizar su actuación cotidiana, de reconocer, por ejemplo, 
que «no me aprecio demasiado a mí ni tampoco a los otros», 
tiene que ver con los labios de la verdad, con el secreto inter­
no, con el examen de las palabras, con las tretas y engaños 
propios: con unas artes de la mentira que anuncian la, a veces 
poco definida, conciencia moderna.
Mentiras modernas y apariencia de la verdad
Puede decirse que, por sus actitudes, formas y lenguajes, 
toda sociedad es un teatro de la apariencia. La medieval lo fue 
en sus gestos y en sus fuertes contraposiciones; en cambio, el 
tiempo en que se produjo una honda crisis religiosa y un 
afianzamiento de la individualidad -el siglo XVI- parece más 
enmascarado y matizadamente conflictivo. Por ello, la idea 
de veracidad espoleó a quienes buscaron una reforma moder­
na en el entendimiento y en todas las costumbres.
Por supuesto que buena parte de las páginas de Erasmo 
están alentadas por esa obsesión, ya que, como recordaba en 
El epicúreo, hacia 1536, poco antes de morir, «nada más des­
graciado que un hombre con mala conciencia». Su amigo 
Vives escribía vertiginosamente, en 1524, sobre el problema 
de esa verdad que no naufraga aunque sufra tormentas, que a 
la postre será la opción más grata si bien se hace a veces odio­
sa. Para el humanista, no sólo el tiempo «debilita lo falso y 
corrobora lo verdadero», es que el mentiroso, estragado por 
la mentira, sería lo más vil y despreciable. Por ello, concluye: 
«si no quieres decir cosas que se contradigan, si deseas que 
en tus palabras haya constancia, huelga la buena memoria y 
cualquier otra habilidad, basta con que digas siempre lo que
INTRODUCCIÓN 15
crees ser verdadero», pues lo falso es una disonancia, no con­
cuerda ni siquiera con lo falso16.
La mentira ha iniciado su despegue moderno, y diversos 
escritos la abordan con nuevo estilo. Desde Italia se elabora 
una vasta discusión sobre el halago y los matices verbales -El 
cortesano de Castiglione data de 1528; La conversación civil 
de Guazzo es de 1574-, así como sobre la risa burlona, la 
afectación, la imprudencia, el atrevimiento, la falsedad o el 
silencio. Las relaciones entre individuos tratadas por 
Maquiavelo o Guicciardini incluían además la guerra y las 
formas poder, la hostilidad y el pillaje. Cuando empieza a 
declinar el Renacimiento, Cardano está escribiendo el Libro 
de la prudencia civil -sus palabras se eligen como pórtico-, 
en donde adelanta un severo y coherente saber acerca del 
comportamiento humano y trata abiertamente el disimulo o la 
precaución ante las decisivas luchas civiles y religiosas17.
Es también ahora cuando se prodiga la miscelánea, prece­
dente del ensayo moderno. Y, en una difundida obra de este
-la Silva de varia lección-, Pedro Mexía rastrea la fal-genero
sedad, al analizar «cómo puede haber diferencia entre mentir 
y decir mentiras, y cómo puede uno no mentir, siendo menti­
ra lo que dice, y, por el contrario, diciendo verdad»18. Algún 
eco de sus palabras se oye en Los mentirosos de Montaigne, 
que escribe de forma inaugural sobre nuestra estancia en el 
mundo. Montaigne va a hablar del ropaje ridículo de la men­
tira y la apariencia, planteando la necesidad de arrancarse cada 
máscara sobreañadida hasta vislumbrar el aspecto verdadero 
de las cosas. Sin embargo, detrás de los aspectos ilusorios no 
dejará de encontrar otras capas de lo ilusorio. La verdad se nos 
hurta, e intenta adivinarla en cada instante, sabiendo de nues­
tra imperfección. De hecho, él escribe «no para establecer una 
verdad sino para buscarla» denodadamente19.
Por el lado de la nueva literatura que ahora prolifera, esa 
moderna prosa del mundo, varios discípulos de Luciano de 
Samosata habían fecundado la escena de las letras20. Y la iro­
nía de Luciano empapó la gran literatura castellana, desde 
Alfonso de Valdés, alcanzando a Cervantes, Mateo Alemán, 
Vélez de Guevara -su Diablo cojudo hilvana calles y levan­
ta tejados-, o a Quevedo, ese continuo descubridor de abusos,
I<> SOBRE LA MENTIRA
hipocresías y embustes, de «desnudas verdades, que buscan 
no quien las vista sino quien las consienta» (Juicio final). El 
fragmento aquí elegido del Guzmán de Alfar ache es una ver­
sión del engaño -aparato del fraude, paralelo al de la menti­
ra- sostenida por un vigoroso lenguaje. La inteligencia y el 
ácido análisis de Mateo Alemán hacen ver cómo la picaresca, 
en fin, puedeser una anatomía del mundo. Además la figura 
del mendaz se convertirá en un patrón dramático, y no sólo en 
La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón21.
Pese a tanta decepción, parece como si la propia vida 
i uese cada vez más el verdadero espeeíácido que nos está 
concedido. Robert Burton, ensayista heredero de Cardano o 
Montaigne - y, en realidad, el mayor compendiador de todos 
los escritos antiguos y modernos--, ofrecerá con su Anato­
mía de la melancolía de 1621 uno de los más vastos frescos 
del mundo humano, del que extraemos unas páginas sobre la 
risa de Demóerilo ante el mercado social.
El escepticismo ha ganado posiciones, y se relativizan 
íntimamente los juicios sobre las cosas, pese a que la teología 
dominante quiera ser la intérprete de toda mentira. Muchos 
autores del siglo XVII nos lo recuerdan de un modo más o 
menos teórico, profanamente. Francis Bacon, más lacónico (e 
hipócrita acaso), prefiere hablar «De la verdad», en la versión 
final de sus Ensayos, de 1625, un año antes de su muerte. Con 
un lenguaje seco, eco de su poderío efectivo, reconoce Bacon 
los prestigios que otorga, en la práctica, cierta mentira, sobre 
todo si se apela a la vez, y bíblicamente, al poder de las cer­
tidumbres. En esta época, ‘maquiavélica’, no podía faltar ese 
texto suyo de varios filos, agudo, tajante, y con una aparente 
sumisión al poder superada por la forma. Bacon aclimata el 
género de Montaigne a la lengua inglesa, y será cultivado por 
Hume o Swift, hasta llegar a Hazlitt o Stevenson: el ensayo 
remueve la autenticidad así como todo tipo de infundio.
De entre los escépticos humanistas, el longevo Frangois 
de La Mothe Le Vayer (1588-1672) fue el de mayor forma­
ción filosófica. El llamado ‘cristiano escéptico’ o ‘incrédulo 
epicúreo’, sigue a Sexto Empírico, e intenta aclimatarle en 
París. Al mismo tiempo, pretende alinearse con Montaigne, 
de modo que su culto escrito sobre la mentira, sin ser genial,
INTRODUCCIÓN 17
es buena síntesis del librepensamiento y del pirronismo del 
Seiscientos23. Por supuesto que otra filosofía más excelsa 
-pero menos ‘impurificada’- se genera con las Meditaciones 
de Descartes. Ahí, entre sus líneas sobre los errores, al medi­
tar sobre «Lo verdadero y lo falso», de pronto reconoce el 
poder del embuste por lo que tiene de sutileza o potencia, dic­
taminando a continuación que «pretender engañar es indicio 
cierto de debilidad o malicia»24. Un inmenso magma teórico 
crece en la estela del cartesianismo, en el que la certeza, y su 
posible envés, tienen un papel determinante en las ideas: 
Spinoza dirá que la verdad no contradice la verdad.
Pero hay otro vasto campo moral. El mundo del Barroco, 
obsesionado por la mentira, corresponde a un espacio social 
masivo y anónimo, urbano-burócrata, conservador y dirigido 
por la fuerza. A mediados del siglo XVII, Graeián, ahormado 
por el centralismo teológico, escribirá páginas críticas sobre 
la dislocación de los valores de la verdad y de la apariencia: 
en El discreto (ese telón del disimulo), o en su obsesivo El 
criticón, donde la peregrinación de sus protagonistas se pro­
duce entre los vaivenes del desengaño. El criticón es dema­
siado caudaloso como para poder aislar aquí una muestra 
suficientemente larga y cerrada; pero una ráfaga puede resu­
mir sus habilidades y sus fobias: «la Mentira, pues, con el 
Engaño embistan la incauta candidez del hombre cuando 
mozo y cuando niño valiéndose de sus invenciones, ardides, 
estratagemas, acechanzas, trazas, ficciones, embustes, enre-
t
dos, embelecos, dolos, marañas, ilusiones, trampas, fraudes, 
falacias y todo género de italiano proceder»25. Las querellas 
con otras naciones definen nuestra falsificada identidad.
Recogemos, en cambio, el muy notable y casi secreto 
Léxico de la mentira de Pió Rossi26; su vigor itálico se expre­
sa en el lenguaje internacional, al inscribirse en una cultura 
europea de fuertes contraluces y de abstractos moralismos. 
Este es un texto capital de Sobre la mentira, y no sólo por su 
considerable tamaño y su valor clásico: Pió Rossi, que se 
hace eco del tardío humanismo, representa bien el Barroco 
con su Banquete moral: fue el piacentino un monje que buscó 
su libertad interna en este libro clasificador: el orden teológi­
co del siglo, y el claustral suyo, condicionaban su libertad
IS SOBRE LA MENTIRA
externa. Su vocabulario circular de conceptos -acusar, dupli­
cidad, amistad fingida, artificio, calumnia, maledicencia, 
secreto, simulación- es un gran panel de voces mentirosas 
que nacen de un único Mal de fondo.
En los márgenes de la razón
ídia centuria después, la poco poética pero rica 
Ilustración va a ir en pos de la tema saber, bien y verdad, apar­
tándose del absolutismo teológico y luchando ahora con diver­
sos males insalvables, humanos y concretos. Si todo el proble­
ma del mal se reformula (ya no se busca su origen singular), el 
de la mentira asimismo se descentraliza, se multiplica, se 
diversifica. La matriz simbólica divina se atenúa o se diluye, y 
la cuestión de la verdad se hace más relativa, pero sigue sien­
do acuciante: se buscan las causas de la mentira social y sus 
posibles terapéuticas27. Un Voltaire, por ejemplo, se bate con­
tra las trampas del nuevo hervidero civil; por ejemplo, en su 
contribución ciudadana a UAffaire Calas, donde forcejea con 
denuncias y juicios calumniosos. También el problema de la 
falsa acusación brilla en la entrada «Verdad» de su Diccionario 
filosófico; pero esas dos antorchas de las Luces, en lucha con­
tra la opacidad supersticiosa, la intolerancia y la falsificación, 
no pueden reflejarse en pocas páginas.
Por el contrario, escogemos unos aforismos de Vauve- 
nargues, autor no traducido, que destilan las preocupaciones 
-felicidad, razón y sociabilidad- del siglo luminoso. Ciertas 
‘moralidades’ de la Ilustración, como esas fórmulas suyas, 
prolongan ideas de algunos moralistas precedentes, que pre­
ludiaban el proceso de la civilización. Así el sociable La 
Rochefoucauld, entre 1665 y 1678, anotaba que «aunque des­
confiemos de la sinceridad de quienes nos hablan, siempre 
creemos que con nosotros son más veraces que con los 
demás»; o bien, tras mostrar cómo nos gusta adivinar la ver­
dad de los demás sin ser adivinados por nadie, indicaba que 
«a menudo nuestras virtudes son sólo vicios disfrazados»2*. 
Sus reflexiones serán acrecidas y realmente desbordadas por 
la sociedad de las Luces, así en Vauvenargues (1715-1747),
INTRODUCCIÓN 19
ejemplo de una sabia literatura aforística que gana terreno -la 
de Diderot, Ligne, Chamfort, Goethe, Joubert, Lichtenberg-, 
y que no cejará con la Revolución francesa.
Sucede que la verdad objetiva, meta de toda ciencia o eru­
dición, no excluía el buen gusto, según vio el ilustrado 
Muratori. Además, grandes figuras como Diderot y Rousseau 
habían dado ya otro giro al pensamiento, haciendo cada vez 
más difíciles sus simplificaciones. El primero logra con El 
sobrino de Rameau un diálogo que, sólo en su integridad, 
permitiría ver al extraño que gesticula ante Diderot como un 
personaje desajustado a fuerza de ser brutalmente sincero: 
«nunca soy embustero, por poco interés que tenga en ser 
veraz; y nunca soy veraz, por poco que me interese ser men­
tiroso; digo las cosas como se me ocurren». Recogemos de 
Diderot, en cambio, su temprana y curiosa entrada 
«Duplicidad» de la Encyclopédie, así como su panfleto con­
tra los engaños del despotismo, personalizado en Federico 
de Prusia: ambos textos muestran ya el gran porvenir didero- 
tiano20.
También se recoge una muestra decisiva de Rousseau, 
pues él relativiza los intereses y criterios de la ciencia, se 
vuelca en la subjetividad y la escritura para acercarse el 
mundo más velado, donde ciertas trampas se solapan y redo­
blan o donde las mentiras parecen recomponerse: nunca se 
disuelven. Todo Rousseau giró en torno a las veladuras, y 
resultan insoslayables sus tardías ensoñaciones sobre la trans­
parencia en el trato humano30. Pues este desenmascaradorquería, según afirmó, ser el «testigo de la verdad».
La literatura como verdad de la mentira
La secuencia de textos que preludia la sensibilidad con­
temporánea, y que -entre la ficción y el pensamiento- llega 
hasta Rousseau, resulta todavía insuficiente. El gran desarro­
llo de la literatura, en el siglo XIX, dio paso a una represen­
tación indirecta y muy escalonada del mundo de las certi­
dumbres, así como de los excesos, engaños o estrategias de la 
mendacidad. Disueltas entre tantos diarios, diálogos, perso-
Soum-'. IAMHNTIRA■u
najes y tramas novelescas, ahora las trampas o las mentiras 
cobran variados coloridos en las redes sociales, familiares e 
individuales: la mentira amorosa era un hilo clave del múlti­
ple trato social. El fraude conyugal puede ocuparlo todo, 
como en El coronel Chabert, de Balzac, que narra una su­
plantación matrimonial que destruye al protagonista.
Leopardi reconocerá que «todas las cosas -todas las ver­
dades- tienen dos caras, diferentes u opuestas, mejor dicho 
infinitas»31. Y es que los narradores del siglo XIX recorren las 
trampas del lenguaje veraz, escriben a menudo sobre las fala­
cias y los cálculos de la vida diaria, lo hagan en francés, ale­
mán, portugués, español o ruso, sean Stendhal32, Eichendorf 
o Heine, Gástelo Braneo, Flaubert, Clarín o Turguéniev. El 
teatro de la verdad es ahora el del relato, y el prestigio que la 
novela decimonónica sigue manteniendo hoy puede provenir 
de ese escenario tan vivo e irreductible, donde los cientos de 
argumentos y formas de narrar son otras tantas variaciones 
sobre el comportamiento humano, de pronto reformulado 
ante la sociabilidad que se instaura, dominada por el entorno 
familiar y la figura paterna. No obstante, según diagnostica 
Virginia Woolf, todos esos escritores que se definían como 
veraces, al ofrecer un «mundo en el que nuestra atención 
queda siempre centrada en cosas que pueden verse, tocarse y 
catarse» -tras suscitar la sensación de realidad física o exis- 
tencial-, «se dedican inmediatamente a arreglárselas para que 
la acción quiebre la solidez de nuestra creencia, a fin de que 
no llegue a ser opresiva»33.
Por su fuerza, elegimos aquí dos ensayos de timbre muy 
literario, un artículo de Dostoyevski34 sobre la mentira de 
1873, que mezcla la falacia con una inseguridad de su nación, 
conflicto propio de su centuria; y otro como remate, del lumi­
noso Stevenson, un lector temprano y asiduo de Montaigne. 
Hombre de letras absoluto, preocupado como pocos por la 
amistad y por la franqueza -así en El señor de Ballantrae-, 
logró fundir ese contraste con refinada violencia hasta en sus 
relatos más neutros. La verdad en el trato, 1879, anima todas 
las cuestiones abordadas, incluyendo el papel de la ficción en 
la vida y todas las formas del engaño, de la duplicación des­
garradora («el odio a mi otro yo») y del disfraz.
INTRODUCCIÓN 21
Por supuesto, hubo otras reflexiones capitales, aunque 
con un tono ya algo distinto. Henry James escribía en 1888 
sobre el arte del relato, su malignidad, su mentira necesaria 
y también su poderío, tan denostado por diversos poderes, 
positivos o religiosos. Por esos años finiseculares se plantea­
ban interrogantes sobre el inmoralismo o sobre la posibilidad 
de una nueva moral. Otros dos textos, hoy en día difundidos, 
coincidían con él en la perspectiva estética: Oscar Wilde, en 
La decadencia de la mentira, de 1889, diagnostica que el 
ocaso del mundo ficticio -de todo arte ilusorio o 'deforma­
dor’- suponía el fin de toda literatura. Unos años antes, el 
joven Nietzsche, en Sobre verdad y mentira, reivindicaba ya 
el ímpetu del hombre en la construcción de metáforas 
(«impulso fundamental del que no puede prescindir ni un solo 
instante»), describiendo la verdad como «una hueste en 
movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos»35. 
Son también piezas maestras de nuestra conciencia desgarra­
da, y pueden hacer de espejo para estas otras aquí escogidas. 
En Stevenson, en todos los textos que le han antecedido, hay 
una gran expresividad personal aunque también se aprecia 
una sobresaliente invención de argumentos.
Fragmentación, hostilidad y verdad de la justicia
Analizar textos a partir de 1900, aproximadamente, exi­
giría un libro de naturaleza muy distinta a éste: por un lado, 
habría de ser más teórico y, por otro, estaría más unido a la 
historia material de los hombres, a sus conflictos civiles más 
lacerantes, a las manifestaciones más decisivas del poder. 
Además, el choque entre ideas, vidas, organismos sociales y 
facciones se acentuó tanto en el siglo XX que Sobre la men­
tira -centrado en el ensayo moderno de sesgo moralista-, 
debe limitarse a recordarlo, aceptando que su perspectiva 
quizá sea dolorosamente incompleta.
La idea de falacia ha cobrado otra dimensión ante los 
fenómenos de masa propios de esa centuria. Los embustes 
masivos, las hipnosis de las colectividades, las homogeniza- 
ciones forzosas han oscurecido todo dilema simple entre ver-
22 SOBRE LA MENTIRA
dad y mentira. Ciertas mentiras basadas en la propaganda, en 
las promesas ante una aglomeración artificial de personas, en 
la obediencia forzosa son artificios de otra escala, aunque 
remitan además tanto al odio y a la difícil sinceridad como, 
sobre todo, a las exclusiones individuales. En su revista La 
Antorcha, publicada desde 1899 hasta 1935, Karl Kraus 
habló del inminente matadero, del comercio bélico y el char­
latanismo ensordecedor, de la fragmentación e incongruencia 
individuales que les viene aparejados.
Cumplidas sus premoniciones, siguen vigentes sus adver­
tencias sobre otras plagas, dada la proliferación de tratamien­
tos excelsos o robos de altura, y de soluciones finales o 
expulsiones parciales. La nueva mentira, en suma, habrá de 
ser contrarrestada por la defensa de otra equidad, indiscuti­
ble, pues la justicia nunca podría deconstruirse36. El pésimo 
reparto de bienes y territorios, decisiones y palabras hace que 
la verdad, deba brillar en un horizonte ideal, aunque se halle, 
eso sí, en las fronteras de lo indecible.
Ahora bien, aunque la hostilidad generalizada deforme 
cualquier apariencia de lo verdadero, la mejor literatura ha 
sabido detectar esa patología. Decía un portavoz de Kafka en 
El castillo: «Todo lo que estás diciendo es verdad en cierto 
sentido; no es falso, sólo que es hostil»37. Así que este paseo 
por la mentira o las mentiras modernas -siguiendo la orilla 
literaria de la variedad humana- puede acaso ser un ensayo 
previo para abordar esa otra difícil verdad de justicia que se 
superpone a la franqueza o a la mendacidad individuales.
M. J.
SOBRE LA MENTIRA
i
--¿Acaso no sabes que la verdadera mentira -por llamarla así- es odia­
da tanto por todos los dioses como por los hombres?
-¿Qué quieres decir?
-Que nadie está dispuesto a ser engañado voluntariamente en lo que 
más le importa. Teme ser engañado con relación a sí mismo y con respec­
to a las cosas.
-No te entiendo aún.
-Lo que ocurre es que piensas que hablo de algo excepcional. Pero lo 
que quiero decir es que lo que menos admitiría cualquier hombre es ser 
engañado por alguien y estar engañado en su alma con respecto a la reali­
dad. Sin darse cuenta, aloja ahí la mentira y la retiene, y esto es lo que más
r * l v * y í *
-Sin duda.
-Y lo más correcto es llamar a esto, como dije, una «verdadera menti­
ra», la ignorancia en el alma de quien está engañado. Poique la mentira 
expresada con palabras es sólo una imitación de la que afecta al alma, es una 
imagen que surge posteriormente, y no una mentira del todo pura. ¿No es 
cierto?
-Totalmente de acuerdo.
-Por tanto, una mentira real es odiosa también para los hombres y no 
sólo para los dioses.
-Así parece.
-En cuanto a la mentira expresada en palabras, ¿cuándo y a quién no 
será útil como para no merecer ser odiosa? ¿No se tornará útil, como un 
remedio preventivo, frente a los enemigos; o cuando los llamados amigos 
intentan hacer algo malo, a causa de un arrebato de locurao por insensatez; 
o también al tabular, cuando asimilamos lo más posible hechos pasados no 
bien conocidos a la verdad?
Platón, República, 382a
¿Que es la mentira? No todo el que dice una cosa falsa miente, si es 
que eree u opina que lo que afirma es verdad. La diferencia entre el creer y 
el opinar es que, quien cree que algo es cierto, siente a veces que ignora lo 
que cree, aunque no dude en absoluto de ello si es que lo eree rotunda­
mente; pero el que lo opina, piensa saber lo cinc efectivamente ig-nora.
Quien expresa lo que cree u opina interiormente -aunque sea un 
error-, no miente. Supone que es así lo que enuncia, y, arrastrado por dicha 
creencia, lo expresa tal como lo siente. Sin embargo, no estará exento de 
'alta quien, aunque no mienta, eree lo que no debía creer o juzga que cono­
ce lo que efectivamente ignora, aunque ello sea verdad, pues tiene por 
conocido lo que desconoce.
Por tanto, dirá mentira quien, teniendo una cosa en la mente, mani­
fieste otra distinta con palabras u otro signo cualquiera. Y así se dice que el 
mentiroso tiene el corazón doble, es decir, tiene un doble pensamiento: 
uno, el que sabe u opina que es verdad y se calla; otro, el que dice algo pen­
sando o sabiendo que es falso.
Se puede decir un error sin mentir, si quien lo expone piensa que es 
como lo dice; y se puede decir una verdad mintiendo, si quien lo expresa 
piensa que dice una falsedad y la quiere hacer pasar por verdad, aunque 
efectivamente lo sea. Al fiel y al mentiroso hay que juzgarles no por la ver­
dad o la falsedad de las cosas sino por la intención de su mente.
Agustín de II i pona, Sobre la mentira, $ III
SIMULACIÓN Y DISIMULACIÓN
Gerolamo Cardano
De la simulación
En el engaño hay una parte que deslaea especialmente: la 
simulación. De ella es de la que más nos beneficiamos y con 
la que más disfrutamos. Es un grave error no hacer uso de la 
simulación con quienes, a su vez, suelen hacer uso de ella, y 
practicarla en cambio con gente inocente y con quienes, por 
su ingenuidad, confían en nosotros. Tal era el precepto del 
poeta: «A quien simule con palabras ser tu amigo sin serlo de 
corazón, / haz tu también lo mismo con él: el arte se burla así 
con el arte»1.
La simulación es doble, de obra y de palabra. La de obra 
se da cuando fingimos amar lo que odiamos, albergar espe­
ranzas en lo que tememos, querer lo que no queremos, o al 
revés. La simulación de palabra se produce cuando fingimos 
saber lo que ignoramos o ignorar lo que sabemos2.
La simulación es absolutamente necesaria, sobre lodo 
cuando tratamos con personas muy poderosas; de ahí que 
resulte tan habitual en las cortes, y desde luego en el trato con 
gobernantes y príncipes. He decidido hablar de ella con todo 
detalle por constituir casi el capítulo más importante de mi 
obra1. En cualquier tratado sobre el hombre, la simulación 
viene a ser su argumento genuino y básico, lo mismo que la 
fuerza lo es en uno sobre animales y la sabiduría en uno sobre 
dioses.
La simulación, como venimos diciendo, es de dos tipos: 
una lleva mezcla de embuste, es vergonzosa e infame, y 
resulta indigna de todo hombre, particularmente del hombre 
de bien; la otra no trae aparejada mentira alguna. No obstan- 
te, ese primer tipo de simulación se distingue de la mentira en
SOHRli LA MENTIRA
que se efectúa con gestos, obras y palabras que no revelan un 
conocimiento perfecto de la situación, en tanto que el puro 
embuste sólo consta de palabras que, además, encierran 
manifiestamente una opinión falsa.
La perversa naturaleza de los hombres les hace creer que 
es lícito practicar la simulación con todos sus semejantes, 
excepto con los amigos; la mentira, en cambio, la emplean 
con quienes les han causado algún daño de manera injusta. 
Las personas deshonestas consideran que, de algún modo, 
resulta también lícito practicar la mentira con los enemigos. 
Y sólo los que son de una malevolencia extrema piensan lo 
mismo respecto a la práctica del engaño con los amigos. Por 
mi parte, únicamente permito de buen grado el empleo de la 
simulación con quienes nos han causado un daño injusto; la 
mentira, en cambio, con nadie, por mas pérfidos que sean4.
En este punto se nos plantea una duda digna de conside­
ración: ¿le sería lícito mentir a quien vive bajo potestad ajena, 
cuando se lo manda su patrón y aun siendo para un fin justo? 
Todos sabemos que se permiten muchas cosas que no mere­
cen alabanza alguna, y que ni siquiera son lícitas: ésta es una 
de ellas. En principio, pues, hay que considerar quiénes son 
las personas con las que resulta lícito simular, en qué cir­
cunstancias y de qué modo podemos llevarlo a electo. Por 
todo ello, para convencer a uno de algo, debes dar comienzo 
a esa persuasión recurriendo a ciertas apariencias de tu carác­
ter y dando verosimilitud a tus palabras, a la vez que convie­
ne apoyarse en las acciones de otros y en las costumbres de 
la persona en cuestión.
En lo que atañe a la apariencia del carácter, debes parecer 
siempre un hombre veraz, grave y prudente, y has de procu­
rar que el otro no piense que lo has convencido para tu pro­
pio interés. Lo lograrás, por ejemplo, si eres amigo suyo 
cuando estás con él, pero aparentas que no lo eres cuando 
estás con sus enemigos y que tus tratos con ellos no redundan 
en su beneficio. Por el contrario, si tienes fama de hombre 
mentiroso, podrá decirse aquello de «tuya es la ganancia», y 
entonces ni siquiera te creerán cuando digas la verdad\ Pero 
si la situación se reduce a tus actos, pensarán de muy buen 
grado que tú, dada tu prudencia, puedes llevarla a cabo; que,
SIMULACIÓN Y DISIMULACIÓN 27
a tenor de tu lealtad, quieres efectuarla; y que, teniendo en 
cuenta la gravedad de tu carácter, tienes capacidad para 
ambas cosas. De la situación concreta captarás lo que te con­
viene hacer, dependiendo de si un pobre quiere vender o un 
rico comprar, un hombre distinguido construir una casa, uno 
piadoso prefiere ahorrar (y otros casos semejantes); en cuan­
to a las palabras que debes emplear, nada resulta más infinito 
o profundo que este asunto, por lo cual es éste el único caso 
en que, a mi entender, hay que echar mano de ejemplos prác­
ticos.
En definitiva, para conseguir el favor de los demás, has 
de procurar hacerlo todo con la mayor modestia: a menudo el 
error más nimio, la jactancia, el ímpetu, la prisa o cualquier 
otra cosa de este tipo terminan por descubrir tu fábula y echar 
abajo tu edificio -que tanto tiempo te había costado cons­
truir- así como tu laboriosa inventiva.
Así pues, la simulación ha de encaminarse especialmente 
a las costumbres de los demás, para lo que debes ayudarte de 
tus criados, tus íntimos y tus amigos. A este respecto, se nos 
plantea una nueva duda: si desvelas tu intención a esa gente, 
de ningún modo podrás llevar a término tus propósitos con 
éxito, pues ellos -bien por un afecto excesivo, por descuido, 
o por cualquier otra circunstancia- darán a conocer esa ocul­
ta intención con sus palabras o con sus gestos; por el contra­
rio, si no te sinceras con ellos, quizá se malquisten contigo. /
Esta es la mayor dificultad a que debemos enfrentarnos en 
este tipo de situaciones.
Por esta razón, debes procurar, siempre que puedas, no 
necesitar de nadie al realizar tus simulacros; y, si necesitas de 
terceros, les darás a conocer tus intenciones sólo mediante 
gestos y actos. En el caso de que te resulte absolutamente 
indispensable contárselo de palabra, tan sólo se lo confiarás a 
personas leales a ti. A los demás, si son amigos tuyos, les 
traerá sin cuidado que no se lo desveles; y si les parece mal, 
conviene obviar a quienes no toleran tu silencio con sosiego 
ni son capaces de guardar los secretos que les confías.
Lo primero que debes hacer en este negocio es lograr que 
los demás crean que ignoras lo que sabes y que sabes lo que 
ignoras. Así, en relación a lo que sabes o deseas saber, has de
28 SOBRE LA MENTIRA
hacer tales componendas con el rostro, la voz, las gesticula­
cionesy los cambios de ánimo, que los demás entiendan todo 
al contrario de como es. En efecto, cuando hayan comprendi­
do que sabes lo que pareces ignorar, ¿por qué no quieres que 
piensen también que sabes lo que pareces saber (pues te con­
sideran un hombre sincero)? Una cosa es aparentar saber 
algo, y otra distinta confesarlo abiertamente o, lo que es más 
grave, dar testimonio de ello (esto último, de hecho, no difie­
re nada del pecado de mentir).
Por lo demás, debes procurar, por medio de un amigo 
auténtico o falso, revelar los asuntos capitales a quienes te 
acechan, aunque de un modo completamente distinto a como 
son. No obstante, al amigo falso le contarás tu situación tor­
cidamente, en tanto que al auténtico le deberás hacer una 
serie de advertencias, para que finja también sus oeultamien- 
tos de un modo tal que el insidiador acabe por enterarse de 
ellos.
Sólo debes echar mano de la simulación en asuntos 
importantes o peligrosos, precisamente por dos motivos: por­
que resulta indigna de un hombre noble, y porque, si la 
empleas para cosas nimias, te reportará escaso beneficio y, en 
la mayor parte de las veces, te impedirá el acceso a la ocasión 
necesaria.
Por otro lado, nunca confesarás abiertamente ignorar lo 
que sabes ni saber.lo que ignoras, para evitar así que se des­
cubra el engaño. Y si te interrogan con insistencia o te exigen 
algún juramento, les sortearás con respuestas ambiguas, 
siempre que esa gente no sea amiga tuya y no tengas tú nece­
sidad alguna de su protección. No obstante, parece raro que 
exijan juramento de algo que nadie haya revelado previa­
mente en voz alta y clara. A este respecto, quizá te hagas la 
siguiente reflexión: «se requiere mucha ciencia en estos 
casos». Sin embargo, ten en cuenta que sería demasiado fácil 
conservar con tan escasos recursos la vida, la reputación, la 
familiaridad con gente poderosa, la amistad y, muy a menu­
do, los amigos mismos, la fama de hombre honrado, la segu­
ridad y, en definitiva, todas las cualidades humanas, si ello no 
se hubiera conseguido a costa de algunos dispendios y de 
determinados medios ilícitos.
SIMULACIÓN Y DISIMULACIÓN 29
Un tipo de simulación que nunca conviene despreciar es 
el de ofrecer a alguien lo que sabes que no va a aceptar, y, sin 
embargo, persuadirle para que lo haga siempre sin demasiada 
insistencia, no sea que al final le obligues a aceptarlo o llegue 
a comprender por qué se lo ofreces.
Es una simulación cruel fingirte amigo de un enemigo de 
un amigo tuyo, y primero incitarlo contra éste y ayudarlo a 
ello, pero después abandonarlo de repente, como vencido y 
temeroso, tras advertirle antes que ha acometido acciones 
deshonestas, detestables y peligrosas. De modo similar, aun­
que por métodos opuestos, hay dos actitudes muy importan­
tes en este asunto: cuando pases por un hombre paciente, 
debes reivindicar tu reputación y no hacer nada mas; cuando 
eches mano de amenazas, has de recurrir al menosprecio, con 
el Fin de oprimir a los incautos. De esta forma, de no tener 
ninguno pasarás a contar con dos amigos, a modo de jueces 
de actos delictivos: te ganarás la amistad de uno a Fuerza de 
fingir, la del otro gracias a la rivalidad; y, por esa misma riva­
lidad, lograrás la amistad verdadera del primero.
Para revelar ya todo este asunto en su integridad y aque­
llo que viene a ser de uso diario, sólo me falta sugerir lo pro­
vechoso que resulta en cualquier trato obrar siempre tácita­
mente o, al menos, emplear un lenguaje conciso. Ambas acti­
tudes pueden adscribirse a un tercer género de simulación, 
que, sin duda, viene a ser el más divulgado de todos.
De la disimulación
La disimulación, cuyo célebre descubridor fue Sócrates, 
se diferencia de la simulación especialmente en que aquélla 
se fundamenta en cosas reales y se efectúa de forma pasiva,
mientras que la simulación, en lo que no existe y en que es 
activa. Por eso, la simulación está más cerca de la pura men­
tira, siendo en cambio la disimulación más elegante siempre. 
En cualquier caso, el fin de una y otra es el mismo: engañar. 
Y casi idéntico viene a ser también el uso de ambas: las dos 
se emplean con los embaucadores domésticos y con los prín­
cipes. Ahora bien, el disimulo con estos últimos resulta
30 SOBRE LA MENTIRA
mucho más peligroso, ya que esos hombres pretenden que, 
como instrumento básico de toda mala acción y todo engaño, 
sea de su exclusiva potestad y licencia.
Disimulamos principalmente lo que sabemos. Las malas 
acciones para cuyo cometido has dado tu permiso, las acha­
carás a tu ignorancia -como si no supieras nada de ello-, o 
bien a tu mala suerte. En tales circunstancias, no debes pro­
ferir ninguna palabra dura o desagradable, ni tampoco bro­
mear, sino que todo lo que digas ha de ser severo, mesurado 
y puro. Esto, no obstante, lo aprenderás más de la experien­
cia misma que de lo que pueda enseñarte cualquier argumen­
tación teórica.
Un tipo de disimulación consiste en contar a alguien un 
determinado chisme que él mismo te haya dicho en otro 
momento, como si te hubieras olvidado del autor de la noti­
cia. Al disimular que él te la ha contado, estás mostrando al 
mismo tiempo que tú has sido objeto de una acusación calum­
niosa y él, a su vez, de una engañosa persuasión. A este res­
pecto, es también mucho mejor disimular cualquier afrenta de 
la que esperas poder tomar venganza en algún momento, por 
pequeña que sea; en los demás supuestos, no resulta lícito.
Otro tipo de disimulación es el siguiente: cuando un 
amigo te pida que hagas lo que tú tenías ya pensado llevar a 
cabo por un motivo distinto, prométeselo sin falta, y después 
dale a entender que otra persona te ha solicitado ya lo mismo: 
te ganarás las simpatías de ambos.
La ocultación es una especie de disimulación; o mejor, 
vendría a ser su finalidad. En cualquier caso, la ocultación es 
doble: una común a todo el mundo y que se manifiesta callan­
do, manteniendo silencio y mostrando siempre cierta indife­
rencia; y otra que usan quienes no pueden aparentar calma ni 
estar callados -como es el caso de Belloti de Florencia7 y de 
mí mismo-, y que se efectúa haciendo o diciendo algo distin­
to a lo que se pretende ocultar. El primer modo resulta más 
fácil y decoroso, pero se descubre con mayor facilidad si 
alguien intuye el engaño; el otro es más seguro, aunque tam­
bién más turbulento.
Por último, hay un nuevo tipo de disimulación que se usa 
al escribir cartas y que no es nada despreciable -yo mismo lo
SIMULACIÓN Y DISIMULACIÓN 31
utilizo de vez en cuando-. Consiste en que, cuando alguien te 
pide consejo sobre algún asunto privado, que le parece indig­
no, le respondas como si te preguntase por algo diferente. 
Además de otros efectos, resulta un modo honesto de adver­
tir a tu amigo que tal consejo no te parece propio de su dig­
nidad.
LOS MENTIROSOS
M ontaigne
II
No hay hombre a quien menos convenga meterse a hablar 
de memoria que a mí, pues apenas conservo traza de ella, y 
pienso que no hay en el mundo otra memoria tan monstruo­
samente débil como la mía. Todas mis otras facultades son 
viles y comunes. Pero en ésta creo ser singular y muy raro, y 
digno de ganarme por ahí nombre y reputación.
Además del inconveniente natural que sufro por ello 
-Platón, vista su necesidad, ciertamente tiene razón al lla­
marla grande y potente diosa-1, como en mi país, si se quie­
re afirmar que un hombre carece de sentido, se dice que no 
tiene memoria, cuando me quejo de la falta de la mía, me 
reprenden y se niegan a creerme, como si estuviese acusán­
dome de ser un insensato. No captan la diferencia entre 
memoria y entendimiento. Y eso es rebajarme. Pero se equi­
vocan porque se ve por experiencia más bien lo contrario, que 
memorias excelentes se juntan fácilmente con entendimien­
tos débiles.
Quienes no saben hacer nada mejor que ser amigos se 
equivocan también en esto: en que las mismas palabras que 
revelan mi enfermedad representan la ingratitud. Ligan mi 
afecto a mi memoria, y de un defectonatural hacen un defec­
to de conciencia. «Ha olvidado, dicen, este ruego o esta pro­
mesa. Ya no se acuerda de sus amigos. No se ha acordado de 
decir o hacer o callar tal cosa por amor hacia mí». Desde 
luego que he podido fácilmente olvidarme; pero descuidar el 
encargo que mi amigo me ha hecho, eso no lo hago yo. Que 
se conformen con mi miseria, sin hacer de ella una especie de 
malicia; y de una malicia tan ajena a mi talante.
Sin embargo, encuentro algún consuelo. Primero, porque 
es un mal del que, sobre todo, he sacado un argumento para
34 SOBRE LA MENTIRA
corregir un mal peor: el que hubiera podido producirse fácil­
mente en mí, a saber, la ambición, pues la falta de memoria 
es una debilidad insoportable para quien se empeña en los 
negocios del mundo. Además, como demuestran varios ejem­
plos del progreso de la naturaleza, ha fortalecido otras facul­
tades en mí, a medida que esa otra se iba debilitando. Y mi 
espíritu y mi juicio se habrían debilitado y languidecido, 
siguiendo las huellas de los demás -como hace la gente, sin 
desarrollar las fuerzas propias-, si hubiese tenido presentes 
por gracia de la memoria los inventos y las opiniones ajenas.
Asimismo mi hablar es más breve debido a que el alma­
cén de la memoria está siempre mejor abastecido que el de la 
invención. Si la memoria se hubiera mantenido en mí, habría 
ensordecido a mis compañeros de charla, recordando asuntos 
y animando mis discursos. Sería una lástima. La prueba la 
tengo en algunos de mis íntimos amigos: a medida que la 
memoria les proporciona algo completo y presente, se remon­
tan tan atrás en su narración y la cargan tanto de vanas cir­
cunstancias que si el cuento es bueno acaban ahogándolo; si 
no lo es, maldices la dicha de su memoria o la desdicha de su 
juicio. Y es difícil elaborar un discurso y cortarlo una vez 
empezado. No hay nada mejor, para conocer la fuerza de un 
caballo, como hacerle parar en seco. Incluso entre los no 
impertinentes los hay que quieren y no pueden librarse de su 
carrera. Cuando buscan el modo de concluir acaban tamba­
leándose y arrastrándose como hombres que desfallecen de 
debilidad. Los más peligrosos son los viejos, en quienes per­
manece el recuerdo de las cosas pasadas y se pierde el de las 
cosas repetidas. He visto cómo relatos muy divertidos llega­
ban a resultar muy enojosos en boca de un mismo señor, cuan­
do cada oyente había sido obsequiado con él ya cien veces.
En segundo lugar, porque recuerdo poco las ofensas reci­
bidas, como decía aquel antiguo2. Y me haría falta un apunta­
dor, como a Darío, quien, para no olvidar la ofensa recibida 
de los atenienses, hacía que un paje, cada vez que se sentaba 
a la mesa, viniese a repetirle tres veces al oído: «Señor, acuér­
date de los atenienses»-3; y, además, los lugares y los libros 
que vuelvo a ver me sorprenden siempre con alguna noticia 
fresca.
LOS MENTIROSOS 35
No sin razón se dice que quien no se siente firme en su 
memoria no debe meterse a mentiroso. Sé bien que los gra­
máticos hacen la diferencia entre decir mentira y mentir4, y 
sostienen que decir mentira es decir una cosa falsa, pero que 
se ha tomado por verdadera; y que la definición de la palabra 
'mentir’ en latín, de la que parte nuestro francés, comporta ir 
contra la propia conciencia5 y, por consiguiente, eso sólo 
afecta a quienes hablan contra lo que saben, de los cuales 
hablo yo.
Ahora bien, éstos, o inventan del todo, hasta el mareo, o 
disfrazan y alteran un fondo verdadero. En cuanto a los que 
enmascaran y modifican algo, resulta difícil que no se 
denuncien a sí mismos al restablecerlo con frecuencia en el 
mismo cuento, porque como los hechos reales, que se hayan 
alojado primero en la memoria y se hayan grabado en ella 
por vía del conocimiento y de la ciencia, es difícil que no se 
representen en la imaginación -desalojando a la falsedad, 
que no puede permanecer allí tan firme y tan segura-, y por- 
que las circunstancias del primer aprendizaje (introducién­
dose continuamente en el espíritu) no hacen perder el 
recuerdo de las cosas añadidas, falsas o bastardas. En cuan­
to a quienes inventan absolutamente todo, como no hay nin­
guna impresión contraria que choque con su falsedad, pare­
ce que deben tener menos temor a ser desmentidos. ¡Sin 
embargo, incluso en este caso, ya que se trata de un cuerpo 
vano y sin arraigo, se escapa fácilmente de la memoria cuan­
do no está bien asegurada. De esto he tenido a menudo expe­
riencia, y divertida experiencia, a costa de los que hacen pro­
fesión de no hablar sino para lo que sirve a sus negocios y 
para agradar a esos poderosos a quienes se dirigen. Como 
estas circunstancias a las que quieren someter su fe y su 
conciencia están sujetas a diversos cambios, es necesario que 
su palabra se diversifique cada vez, por lo que ocurre que de 
una misma cosa ora dicen gris ora amarillo. A unos, una 
cosa; a otros, otra. Y si por azar estos hombres recogen como 
botín unas declaraciones tan contrarias, ¿en qué se convierte 
este artificio? Además, imprudentemente se desdicen ellos 
mismos a menudo; porque ¿qué memoria requerirían para 
acordarse de tan diversas formas como las forjadas para un
36 SOBRE LA MENTIRA
mismo asunto? He visto a muchos contemporáneos envidiar 
la reputación de esta clase de prudencia, y no ven que si la 
reputación existe, su efecto no puede persistir.
En verdad, el mentir es un maldito vicio. No somos más 
que hombres y sólo nos tratamos mediante la palabra. Si 
conociésemos el horror y el lastre de la mentira, la persegui­
ríamos hasta la hoguera más justamente que a otros crímenes. 
Creo que por lo general se castiga equivocadamente a los 
niños por errores inocentes y se les atormenta por acciones 
temerarias suyas que no dejan huella ni tienen consecuencia 
alguna. La mentira en sí misma y un poco por debajo la ter­
quedad me parecen ser los vicios que deberían combatirse en 
su raí/ y en su desarrollo. Porque crecen. Y una ve/ que se ha 
dado rienda suelta a la lengua, maravilla ver lo imposible que 
es retenerla. Por eso vemos hombres, honestos por lo demás, 
sometidos y dominados por ese vicio. Se de un buen aprendiz 
de sastre a quien jamás he oído decir una verdad, ni siquiera 
cuando hubiera podido resultarle útil.
Si, como la verdad, la mentira no tuviera más que una 
cara, estaríamos en mejor situación. Porque tomaríamos 
como cierto lo opuesto a lo que dijese el mentiroso. Pero el 
reverso de la mentira tiene cien mil figuras y un campo ili­
mitado.
Los pitagóricos presentan al bien cierto y finito, al mal 
infinito e incierto0. Mil rutas se desvían del blanco, sólo una 
se dirige a él. Desde luego no estoy seguro de no protegerme, 
en caso extremo, de un peligro evidente con una descarada y 
solemne mentira. Un antiguo Padre dice que estamos mejor 
en compañía de un perro conocido que en la de un hombre 
cuyo lenguaje desconocemos: «De suerte que un extranjero 
no es para nosotros un hombre»7. ¡Y cuánto menos sociable 
es el lenguaje falso que el silencio\H.
Francisco 1 se vanagloriaba de haber puesto en evidencia 
por este sistema a Francisco Taverna, embajador de Francisco 
Sforza, duque de Milán, hombre muy famoso en la ciencia de 
la charlatanería. Taverna fue enviado para excusar a su señor 
ante su majestad por un hecho de grandes consecuencias que 
es el siguiente: el rey Francisco I, para seguir manteniendo 
cierto poder sobre Italia, de donde había sido expulsado
LOS MENTIROSOS 37
recientemente, incluso del ducado de Milán, decidió mante­
ner allí, junto al duque, un gentilhombre de su confianza, 
embajador de hecho aunque hombre privado en apariencia, 
que fingiese estar allí por asuntos particulares. Tampoco el 
duque, que dependía mucho más del emperador Carlos V 
(sobre todo entonces, que estaba en tratos de boda con su 
sobrina, hija del rey de Dinamarca, hoy señora viuda de 
Lorena) podía, sin perjuicio suyo descubrir que tenía relación 
con nosotros los franceses. Se consideró adecuado para esta
misión a un gentilhombremilancs, escudero del rey, llamado 
Merveille. Este hombre, enviado, para disimular, con creden­
ciales secretas e instrucciones de embajador y con otras car­
tas de recomendación para el duque en favor de sus asuntos 
particulares, permaneció tanto tiempo junto al duque que pro­
vocó cierto resentimiento en el emperador y ello fue la causa, 
pensamos, de lo siguiente: con el pretexto de cierto homici­
dio, el duque le hizo decapitar por la noche, tras un proceso 
resuelto en dos días. Llegado Francisco Tavema, dispuesto a 
contar un largo relato falsificado de esta historia, porque el 
rey se había dirigido a todos los príncipes de la cristiandad y 
al propio duque para pedir razón del hecho, fue oído en 
audiencia por la mañana y estableció como fundamento de su 
causa buenas apariencias aderezadas para este fin: que su 
señor nunca había tomado a este hombre sino por un gentil­
hombre privado y subdito suyo venido a Milán por asuntos 
privados, y que nunca había vivido allí con otra apariencia; 
que su señor ignoraba incluso que tuviese relación con la casa 
del rey ni fuese siquiera conocido suyo, al menos tanto como 
para nombrarle embajador. El rey a su vez le acució con 
diversas objeciones y preguntas cercándole por todas partes 
hasta que al fin le acorraló en el punto de la ejecución lleva­
da a cabo por la noche y como a escondidas. El pobre hom­
bre, confuso, respondió, haciéndose el inocente, que por res­
peto a su majestad, el duque se hubiera sentido muy pesaro­
so de que se realizase esa ejecución de día. Puede cada uno 
imaginarse cómo se levantaría habiendo caído tan torpemen­
te ante las narices de Francisco I.
El papa Julio II envió9 un embajador al rey de Inglaterra 
para incitarle contra el rey Francisco10. Oído el embajador, el
38 SOBRE LA MENTIRA
rey de Inglaterra dio una respuesta detallada sobre las difi­
cultades que encontraba en hacer los preparativos necesarios 
para combatir a un rey tan poderoso; y, alegando ciertas 
razones, el embajador respondió inoportunamente que él 
también por su parte había considerado esas dificultades y se 
las había comunicado claramente al papa. De unas palabras 
tan alejadas de su proposición, que era empujarle directa­
mente a la guerra, el rey sacó el primer argumento de lo que 
luego comprobó como cierto: que ese embajador, de modo 
particular, estaba del lado de Francia. Advertido de esto su 
señor, le fueron confiscados sus bienes y a punto estuvo de 
perder la vida.
EL ARTE DEL ENGAÑO 
Mateo Alemán
III
Son tan parecidos el engaño y la mentira, que no sé quién 
sepa o pueda diferenciarlos. Porque, aunque diferentes en el 
nombre, son de una identidad, conformes en el hecho, 
supuesto que no hay mentira sin engaño ni engaño sin men­
tira.
Quien quiere mentir engaña y el que quiere engañar 
miente. Mas, como ya están recibidos en diferentes propósi­
tos, iré con el uso y digo, conforme a él, que tal es el engaño 
respecto de la verdad, como lo cierto en orden a la mentira o 
como la sombra del espejo y lo natural que la representa. Está 
tan dispuesto y es tan fácil para efectuar cualquier grave 
daño, cuanto es difícil de ser a los principios conocido, por 
ser tan semejante al bien, que, representando su misma figu­
ra, movimientos y talle, destruye con gran facilidad.
Es una red sutilísima, en cuya comparación fue hecha de 
maromas la que fingen los poetas que fabricó Vulcano contra 
el adúltero1. Es tan imperceptible y delgada, que no hay tan 
clara vista, juicio tan sutil ni discreción tan limada, que pueda 
descubrirla. Y tan artificiosa que, tendida en lo más llano, 
menos podemos escaparnos de ella, por la seguridad con que 
vamos. Y con esto es tan fuerte, que pocos o ninguno la 
rompe sin dejarse dentro alguna prenda.
Por lo cual se llama, con justa razón, el mayor daño de la 
vida, pues debajo de lengua de cera trae corazón de diaman­
te, viste cilicio sin que le toque, chúpase los carrillos y 
revienta de gordo y, teniendo salud para vender, habla dolien­
te por parecer enfermo. Hace rostro compasivo, da lágrimas, 
ofrécenos el pecho, los brazos abiertos, para despedazarnos 
en ellos. Y como las aves dan el imperio al águila, los anima­
les al león, los peces a la ballena y las serpientes al basilisco2,
40 SOBRE LA MENTIRA
así entre los daños, es el mayor de ellos el engaño y más 
poderoso.
Como áspide, mata con un sabroso sueño3. Es voz de sire­
na, que prende agradando al oído. Con seguridad ofrece 
paces, con halago amistades y, faltando a sus divinas leyes, 
las quebranta, dejándolas agraviadas con menosprecio. 
Promete alegres contentos y ciertas esperanzas, que nunca 
cumple ni llegan, porque las va cambiando de feria en feria4. 
Y como se fabrica la casa de muchas piedras, así un engaño 
de otros muchos3: todos a sólo aquel fin.
Es verdugo del bien, porque con aparente santidad asegu­
ra y ninguno se guarda de el ni le teme. Viene cubierto en 
figura de romero, para ejecutar su mal deseo0. Es tan general 
esta contagiosa enfermedad, que no solamente los hombres la 
padecen, mas las aves y animales. También los peces tratan 
allá de sus engaños, para conservarse mejor cada uno. 
Engañan los árboles y plantas, prometiéndonos alegre flor y 
fruto, que al tiempo falla y lo pasan con lozanía. Las piedras, 
aun siendo piedras y sin sentido, turban el nuestro con su fin­
gido resplandor y mienten, que no son lo que parecen. Id 
tiempo, las ocasiones, los sentidos nos engañan. Y sobre todo, 
aun los más bien trazados pensamientos. Toda cosa engaña y 
todos engañamos en una de cuatro maneras.
La una de ellas es, cuando quien trata el engaño, sale con 
él, dejando engañado al otro. Como le aconteció a cierto estu­
diante de Alcalá de Henares, el cual, como se llegasen las 
pascuas y no tuviese con qué poderlas pasar alegremente, 
acordóse de un vecino suyo que tenía un muy gentil corral de 
gallinas, y no para hacerle algún bien. Era pobre mendicante 
y juntamente con esto gran avariento. Criábalas con el pan 
que le daban de limosna y de noche las encerraba dentro del 
aposento mismo en que dormía. Pues, como anduviese dando 
trazas para hurtárselas y ninguna fuese buena, porque de día 
era imposible y de noche asistía y las guardaba, vínole a la 
memoria fingir un pliego de cartas y púsole de porte dos 
ducados, dirigiéndolo a Madrid a cierto caballero principal 
muy nombrado. Y antes que amaneciese, con mucho secreto 
se lo puso al umbral de la puerta, para que luego en abrién­
dola lo hallase. Levantóse por la mañana y, como lo vio, sin
EL ARTE DEL ENGANO 41
saber qué fuese, lo alzó del suelo. Pasó el estudiante por allí 
como acaso, y viéndole el pobre le rogó que leyese qué pape­
les eran aquellos. El estudiante le dijo: «¡Cuales me hallara 
yo ahora otros! Estas cartas van a Madrid, con dos ducados 
de porte, a un caballero rico que allí reside, y no será llegado 
cuando estén pagados». Al pobre le creció el ojo. Parecióle 
que un día de camino era poco trabajo, en especial que a 
mediodía lo habría andado y a la noche se volvería en un 
carro. Dio de comer a sus aves, dejólas encerradas y proveí­
das y fuese a llevar su pliego. El estudiante a la noche saltó 
por unos trascorrales y, desquiciando el aposentillo, no le 
tocó en alguna otra cosa que las gallinas, no dejándole más de 
sólo el gallo, con un capuz y caperuza de bayeta muy bien 
cosido, de manera que no se le cayese, y así se fue a su casa. 
Cuando el pobre vino a la suya de madrugada y vio su mal 
recaudo y que había trabajado en balde, porque tal caballero 
no había en Madrid, lloraban él y el gallo su soledad y viudez 
amargamente.
Otros engaños hay, en que junto con el engañado lo queda 
también el engañador. Así le aconteció a este mismo estu­
diante y en este mismo caso. Porque, como para efectuarlo no
pudiese solo él, siéndole necesario compañía, juntóse con
/
otro camarada suyo, dándole cuenta y parte del hurto. Este lo 
descubrió a un amigo suyo, de manera que pasó la palabra 
hasta venirlo a saber unos bellaconazosandaluces. Y como 
esos otros fuesen castellanos viejos y por el mismo caso sus 
contrarios, acordaron de desvalijarlos con otra graciosa burla. 
Sabían la casa donde fueron y calles por donde habían de 
venir. Fingiéronse justicia y aguardaron hasta que volviesen a 
la traspuesta de una calle, de donde, luego que los devisaron, 
salieron en forma de ronda con sus linternas, espadas y rode­
las. Adelantóse uno a preguntar: «¿Qué gente?». Pensaron 
ellos que aquél era corchete y, por no ser conocidos y presos 
con aquel mal indicio, soltaron las gallinas y dieron a huir 
como unos potros. De manera que no faltó quien también a 
ellos los engañase.
La tercera manera de engaños es cuando son sin perjuicio, 
que ni engañan a otro con ello ni lo quedan los que quieren o 
tratan de engañar. Lo cual es en dos maneras: o con obras o
42 SOBRE LA MENTIRA
con palabras. Palabras, contando cuentos, refiriendo novelas, 
fábulas y otras cosas de entretenimiento. Y obras, como son 
las del juego de manos y otros primores o tropelías7 que se 
hacen y son sin algún daño ni perjuicio de tercero.
La cuarta manera es cuando el que piensa engañar queda 
engañado, trocándose la suerte. Acontecióle esto a un gran 
príncipe de Italia -aunque también se dice de César-, el cual, 
por favorecer a un famosísimo poeta de su tiempo, lo llevó a 
su casa, donde le hizo a los principios muchas lisonjas y cari­
cias, acompañadas de mercedes, cuanto dio lugar aquel 
gusto. Mas fuésele pasando poco a poco, hasta quedar el 
pobre poeta con solo un aposento y limitada ración, de 
manera que padecía mucha desnudez y trabajo, tanto que ya 
no salía de casa por no tener con que cubrirse. Y conside­
rándose allí enjaulado, que aun como a papagayo no trataban 
de oírle, acordó de recordar al príncipe dormido en su favor, 
tomando traza para ello. Y en sabiendo que salía de casa, 
esperábalo a la vuelta y, saliéndole al encuentro con alguna 
obra que le tenía compuesta, se la ponía en las manos, cre­
yendo con aquello refrescarle la memoria. Tanto continuó en 
hacer esta diligencia, que ya cansado el príncipe de tanta 
importunación lo quiso burlar, y habiendo él mismo com­
puesto un soneto y viniendo de pasearse una tarde, cuando 
vio que le salía el poeta al encuentro, sin darle lugar a que le 
pudiese dar la obra que le había compuesto, sacó del pecho 
el soneto y púsoselo en las manos al poeta. El cual, enten­
diendo la treta, como discreto, fingiendo haberlo ya leído, 
celebrándolo mucho, echó mano a su faltriquera y sacó de 
ella un solo real de a ocho que tenía y dióselo al príncipe, 
diciendo: «Digno es de premio un buen ingenio. Cuanto 
tengo doy; que si más tuviera, mejor lo pagara». Con esto 
quedó atajado el príncipe, hallándose preso en su mismo 
lazo, con la misma burla que pensó hacer, y trató de allí ade­
lante de favorecer a el hombre, como solía primero8.
Hay otros muchos géneros de estos engaños, y en espe­
cial es uno y dañosísimo el de aquellos que quieren que 
como por fe creamos lo que contra los ojos vemos. El mal 
nacido y por tal conocido quiere con hinchazón y soberbia 
ganar nombre de poderoso, porque bien mal tiene cuatro
EL ARTE DEL ENGANO 43
maravedís, dando con su mal proceder causa que hagan 
burla de ellos, diciendo quién son, qué principio tuvo su 
linaje, de dónde comenzó su caballería, cuánto le costó la 
nobleza y el oficio en que trataron su padres y quiénes fue­
ron sus madres. Piensan éstos engañar y engáñanse, porque 
con humildad, afabilidad y buen trato fueran echando tierra 
hasta henchir con el tiempo los hoyos y quedar parejos con 
los buenos.
Otros engañan con fieros, para hacerse valientes, como si 
no supiésemos que sólo aquellos lo son que callan. Otros con 
el mucho hablar y mucha librería quieren ser estimados por 
sabios y no consideran cuánta mayor la tienen los libreros y 
no por eso lo son. Que ni la loba larga ni el sombrero de falda 
ni la muía con tocas y engualdrapadas será poderosa para que 
a cuatro lances no descubran la hilaza'f Otros hay necios de 
solar conocido, que como tales o que caducan de viejos, inhá­
biles ya para todo género de uso y ejercicio, notorios en edad 
y flaqueza, quieren desmentir las espías10, contra toda verdad 
y razón, liñéndose las barbas, cual si alguno ignorase que no 
las hay tornasoladas, que a cada viso hacen su color diferen­
te y ninguna perfecta, como los cuellos de las palomas; y en 
cada pelo se hallan tres diferencias, blanco al nacimiento, 
flavo11 en el medio y negro a la punta, como pluma de papa­
gayo. Y en mujeres, cuando lo tal acontece, ningún cabello 
hay que no tenga su color diferente.
Puedo afirmar de una señora que se teñía las canas, a la 
cual estuve con atención mirando y se las vi verdes, azules, 
amarillas, coloradas y de otras varias colores, y en algunas 
todas, de manera que por engañar el tiempo descubría su 
locura, siendo risa de cuantos la veían. Que usen esto algunos 
mozos, a quien por herencia -como fruta temprana de la Vera 
de Plaseneia-12 le nacieron cuatro pelos blancos, no es mara­
villa. Y aun éstos dan ocasión que se diga libremente de ellos 
aquello de que van huyendo, perdiendo el crédito en edad y
seso.
¡Desventurada vejez, templo sagrado, paradero de los 
carros de la vida! ¿Cómo eres tan aborrecida en ella, siendo 
el puerto de todos más deseado? ¿Cómo los que de lejos te 
respetan, en llegando a ti, te profanan?13. ¿Cómo, si eres
44 SOBRE LA MENTIRA
vaso de prudencia, eres vituperada como loca? ¿Y si la 
misma honra, respeto y reverencia, por qué de tus mayores 
amigos estás tenida por infame? ¿Y si archivo de la cien­
cia14, cómo te desprecian? O en ti debe de haber mucho mal 
o la maldad está en ellos. Y esto es lo cierto. Llegan a ti sin
lastre de consejo y da vaivenes la gaviaL\ porque al seso le 
falta el peso.
LA RISA DE DEMÓCR1TO
Robkrt Burton
IV
¿Qué es la plaza del mercado? De acuerdo con Ana- 
carsis1, un lugar donde se engañan los unos a los otros, una 
trampa.
¿Qué es el propio mundo? Un vasto caos, una confusión 
de tipos diversos, tan inasibles como el aire; un manicomio; 
un tropel turbulento lleno de corrupciones; un mercado de 
espectros y duendes; el teatro de la hipocresía; una tienda de 
picaros y aduladores; un aposento de villanías; una escena 
donde se murmura; la escuela del desvarío; la academia del 
vicio; un campo de batalla donde, lo quieras o no, debes 
luchar y vencer pues si no serás derrotado, en donde o matas 
o te matan, en el que cada cual lucha por su propia cuenta, 
defiende sus fines privados y está siempre en guardia.
Nada detiene a los humanos, ni la caridad, ni el amor, ni 
la amistad, ni el temor de Dios, ni la alianza, ni la afinidad, ni 
la consanguinidad, ni el cristianismo; y si se les ofende de 
alguna manera o se toca la cuerda del propio interés, se ponen 
a injuriar2. Los viejos amigos se convierten en crueles enemi­
gos en un instante por tonterías y pequeñas ofensas, y los que 
antes estaban deseosos de manifestar todo tipo de muestras 
mutuas de amor y amabilidad, ahora se ultrajan y persiguen 
entre sí a muerte, con un odio mayor que el de Vatinio, y 
rechazan toda reconciliación. Mientras les sea provechoso se 
aman y se benefician mutuamente, pero cuando no se pueden
esperar más ventajas, le cuelgan o le disparan como a un
✓
perro viejo. Catón de Utica3 considera una gran indecencia 
utilizar a los hombres como zapatos viejos o como cristales 
rotos que se arrojan al estercolero; Catón no tenía el coraje de 
vender un viejo buey, y mucho menos para echar a un antiguo 
sirviente; pero otros hombres en vez de recompensarle, le
46 SOBRE LA MENTIRA
ultrajan, y cuando le han convertido en instrumento de su 
villanía, como hizo el emperador de los turcos Bayaceto II 
con Acomethes Basa4, se libran de él, o le odian a muerte 
como hizo Tiberio con Silio, en vez de recompensarle5.
En una palabra, cada hombre sólo se preocupa de sí 
mismo. Nuestro summum bonum es el interés, y la diosa a la 
que adoramos es la Reina Moneda.

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