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Como entender la Rusia de Putin (Historia y Biografias) (Spanish Edition) by Francoise Thom [Thom, Francoise] (z-lib org)

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FRANÇOISE THOM
CÓMO ENTENDER LA RUSIA DE PUTIN
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
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Título original: Comprendre le poutinisme
© 2018 Groupe Elidia. Éditions Desclée de Brouwer. París.
© 2019 de la versión española realizada por MIGUEL MARTIN,
by EDICIONES RIALP, S. A.
Colombia, 63. 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN (versión impresa): 978-84-321-5161-3
ISBN (versión digital): 978-84-321-5162-0
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
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ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
INTRODUCCIÓN
1. LA BASE RUSA
LA IMPRONTA DE LA «ZONA»
LA GÉNESIS DEL PUTINISMO
LA OPERACIÓN «SUCESOR»: EL TRIUNFO DE LA «COM»
¿QUIÉN ES MISTER PUTIN?
EL OFICIAL DEL KGB
EL SISTEMA PUTIN
CAMBIA EL VIENTO
LA HUIDA AL ARCAÍSMO
¿UNA CRISIS EN LA CUMBRE?
EL PRECIO DE LA OBSESIÓN ANTIOCCIDENTAL
2. EL PUTINISMO Y EL MUNDO
EL TIEMPO DEL OPTIMISMO
EL VUELCO DE 2008-2011
HACIA LA CONFRONTACIÓN
DESTRONAR A OCCIDENTE
CAMBIAR OCCIDENTE
¿UNA CONVERGENCIA CON OCCIDENTE?
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES
AUTOR
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INTRODUCCIÓN
Los contemporáneos comprendieron que buscando
aplastar la sedición, la opritchnina[1] sembraba la anarquía,
queriendo proteger al soberano, hacía temblar los
fundamentos del Estado. Lanzada contra una sedición
imaginaria, ella fue la causa de una sedición real.
Vassili KLIUTCHEVSKI.
La enorme máquina se lanzó al azar; nadie se
preocupa del porvenir; la tripulación parece esperar
el primer huracán para repartirse el botín
después del naufragio.
Franz LEFORT,
embajador de Sajonia en Rusia, 1728.
EN OCCIDENTE Y EN RUSIA, no dejamos de preguntarnos sobre la naturaleza del régimen
de Putin, sin llegar a encontrarle una definición que no levante inmediatamente
objeciones fundadas. ¿Se trata de un autoritarismo disfrazado tras decorados
democráticos a lo Potemkin? Pero entonces, ¿cómo explicar los límites evidentes del
poder del Kremlin? ¿O estamos ante una forma camuflada de autocracia que se inscribe
en la continuidad de la historia rusa? ¿Pero cómo dar cuenta, en ese caso, de los
elementos ostensibles de sovietismo que impregnan el sistema putiniano? ¿Estamos más
bien ante una oligarquía mafiosa que no busca más que enriquecerse? Pero entonces,
¿cómo interpretar las ambiciones geopolíticas de la élite moscovita? ¿O hay que ver en
el régimen de Putin un «fascismo posmoderno», es decir, un neototalitarismo soft? ¿Son
pertinentes estas definiciones en ausencia de una ideología estructurada, habida cuenta
del carácter puntual de las represiones?
Hay tres obstáculos fundamentales para comprender el fenómeno Putin. El primero se
refiere a que se concibe el poscomunismo ruso en términos de «transición»; se mira
desde el punto de vista de un presunto desenlace (la democracia liberal), sin preguntarse
si el sustrato social permite una tal evolución. El segundo error de perspectiva consiste
en hacer coincidir cronológicamente el fenómeno putiniano con la llegada al poder de
Putin en 1999-2000, y presentar el sistema putiniano como la antítesis del régimen de
Boris Yeltsin, mientras que las bases de este sistema se ponen desde 1992-1993 y sus
raíces son bastante más antiguas. El tercer error consiste en considerar este régimen
como algo específicamente ruso mientras que nació del acoplamiento de la sociedad
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poscomunista arcaica con tendencias más recientes y poco comprendidas que actúan en
nuestras sociedades occidentales posmodernas. Es esta originalidad del fenómeno
putiniano la que lo hace tan difícil de definir.
También es desconcertante la paradoja que se encuentra en el corazón del putinismo.
Este se reivindica como un régimen de estabilidad en contraste con el «caos» de los años
1990 (y hoy con el «caos» creciente en Europa y en Estados Unidos). Al mismo tiempo,
como veremos, sus arquitectos piensan únicamente en términos de relaciones de fuerzas.
Y a pesar de la aparente solidez del régimen, los dirigentes del Kremlin parecen
obsesionados por su precariedad, pues presienten que un poder no encuadrado en las
instituciones puede hundirse sin previo aviso. Se esfuerzan, pues, en desactivar ese
riesgo movilizando a la sociedad contra el enemigo exterior y la «quinta columna». Pero
esta política acaba por provocar una degradación de las relaciones de Rusia con los
países occidentales, lo que contribuye a fragilizar el régimen a largo plazo. En efecto, el
riesgo advertido de desestabilización interna, atribuido a la mala voluntad de los
enemigos de Rusia y no al rechazo de los dirigentes del Kremlin de fundar su régimen
sobre el derecho y la separación de poderes, se traduce por la puesta en práctica de una
política de subversión en el exterior, pensando disuadir así a los occidentales de intrigar
contra Rusia forzándolos a acudir a sus propios problemas. Para captar el
funcionamiento del sistema putiniano en política interior y en política extranjera, y el
engranaje fatal que acabamos de mencionar, es esencial comprender cómo los dirigentes
rusos perciben el mundo y los hombres. Para un occidental, se trata de un difícil cambio
de escenario. Nuestro objetivo es proporcionar aquí algunas claves que entreabran las
puertas de un universo muy diferente del nuestro.
[1] Cuerpo especial creado por el zar Iván el Terrible en 1565, especie de policía política encargada de combatir
la alta traición. Hará reinar el terror hasta 1572.
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1.
LA BASE RUSA
El mundo de la criminalidad […] deshace el
tejido de nuestra sociedad civil aún inmadura.
Y a veces sustituye a la sociedad civil.
Valery ZORKIN, presidente
del Consejo constitucional de Rusia.
Los rusos son aún muy arcaicos. […] No somos
ciudadanos, sino una especie de tribu.
Igor YURGENS, consejero
del presidente Medvedev.
Eso era también la civilización soviética,
una mezcla de prisión y de jardín de infancia.
Svetlana ALEXIEVITCH.
LA IMPRONTA DE LA «ZONA»
Un factor ampliamente subestimado en la génesis de la Rusia de hoy es la influencia del
universo carcelario. La sociedad soviética era un magma atomizado, atravesado por
pequeñas redes informales para transgredir las prohibiciones del Estado. Ya que toda
actividad económica individual era sancionada, lo mismo que el «parasitismo», el
número de soviéticos que pasaron por el Gulag fue considerable. De 1960 al final de los
80, hubo 35 millones de sentencias de detención. En 1977, se cuentan aún 900 000
reclusos en Rusia. A día de hoy, uno de cada cuatro rusos ha conocido la reclusión; en
algunas ciudades siberianas uno de cada dos, es decir, toda la población masculina. La
«zona» ha impregnado la sociedad rusa. Esta influencia es atestiguada por la evolución
del lenguaje desde fines de los años 1980: este se «criminalizó» hasta tal punto que el
argot de las prisiones y el slang de los delincuentes no choca ya a nadie. El mismo
presidente Putin lo usa mucho.
La prisión y los campos han servido de intermediarios entre el mundo criminal y el
resto de la sociedad rusa. Para los bolcheviques, los delincuentes eran «socialmente
cercanos». La ideología en boga en los años 1920 y 1930 afirmaba que era posible
«reeducarlos» y hacer de ellos buenos comunistas. Los malhechores no pedían más para
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alimentar esas ilusiones, lo que les permitía sobrevivir gracias a condiciones más
favorables en los lugares de detención que las reservadas a los «políticos». Durante los
años 1930, esta hampa soviética se desarrolla progresivamente en un «orden
clandestino» tentacular (la expresión es de Varlam Shalámov, el autor de los Relatos de
Kolimá), jerarquizado, regidopor un código interno (poniatie) que continúa
evolucionando hasta los años setenta. La autoridad criminal, el vor v zakone, está
cooptada por la comunidad de los ladrones. Su candidatura se pasa con peine fino: debe
haber sido recluido en los campos, no haber cooperado nunca con las autoridades, no
haber sido sodomizado y debe estar apadrinado por dos autoridades criminales. Si
cumple estas condiciones, es «coronado» en el curso de una asamblea de vory v zakone.
Presta juramento: «Estoy muerto. No tengo parientes, solo existen para mí el código de
los ladrones y mis compañeros». En la época estalinista, el vor v zakone no tenía derecho
a mantener una relación de larga duración con una mujer o a poseer una fortuna
personal. Todo el producto de las rapiñas se entregaba a la obchtchak, la caja del grupo.
Precisemos que la mafia rusa tiene sus élites, los vory v zakone ya mencionados, pero sin
núcleo dirigente. Distintos grupos rivalizan y pelean por el control de territorios y
actividades rentables.
La red de los vory v zakone se extiende a partir de comienzos de los años 1930,
paralelamente a la expansión del Gulag, cuando los campos de concentración se
convierten en campos de trabajo, cuando el Archipiélago Gulag se despliega a través de
la Unión Soviética, en crecimiento por la llegada de los campesinos deskulakizados. Se
plantea entonces el problema de vigilar y controlar estas masas inmensas de detenidos.
La administración carcelaria encuentra la solución: confía al hampa la tarea de mantener
el orden en los lugares de detención. Los demás detenidos, y sobre todo los «políticos»,
son sometidos a los delincuentes comunes y deben soportar sus vejaciones y su sadismo.
«Los criminales más endurecidos se veían dotados de un poder ilimitado, en las islas del
Archipiélago, sobre sus compatriotas […], un poder con el que nunca hubiesen podido
soñar cuando estaban en libertad —disponían de la gente como de esclavos…—»,
escribe Solzhenitsyn.
Es en primer lugar por los campos por donde la mentalidad del hampa se infiltra en la
sociedad. Durante la Segunda Guerra Mundial, los delincuentes son liberados de los
campos y enrolados en el Ejército rojo. Se distinguen en la información, en las
operaciones de partisanos. Después de la guerra, se desencadena una oleada de
bandidismo: nuestros delincuentes desmovilizados vuelven a sus actividades habituales,
endurecidos por su formación militar. No se tarda en reencontrarlos en los campos,
donde son muy mal acogidos por los malhechores que quedaron en detención durante la
guerra, que les reprochan haber traicionado el código de los ladrones y haberse pasado al
enemigo. Sus antiguos compañeros los persiguen sin piedad. Entretanto, las autoridades
soviéticas se inquietan por la explosión del crimen organizado en el país, y toman
conciencia del peligro que representa para el régimen la política de alianza con los
«socialmente cercanos». Van a aprovechar la escisión en el mundo criminal para suscitar
una guerra civil en ese medio. Consiguen apartar a un cierto número de vory v zakone
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del código de los ladrones que les prohíbe toda cooperación con los representantes del
poder y hacen de ellos «colabos» declarados de la administración penitenciaria. A partir
de 1948, el Archipiélago Gulag se ve sacudido por una guerra a muerte entre los suki
(los delincuentes cooptados por las autoridades) y los que siguieron fieles al código de
los ladrones. Este conflicto que provoca un baño de sangre debilitará a los vory v zakone
sin hacerlos desaparecer del todo. Sobreviven en un folklore de leyenda, con sus
canciones, sus héroes y sus modelos. El endurecimiento de la política penitenciaria de
Kruschev a partir de 1961 se traduce por un nuevo cierre en el mundo de los campos,
rebautizados como «colonias», una presión aumentada sobre los detenidos para la
cooptación por las autoridades en el mantenimiento del orden. Esto lleva consigo la
aparición del hampa nueva, particularmente endurecida, templada por la resistencia a la
política punitiva de la administración carcelaria. Durante los años Brezhnev, los vory v
zakone evolucionan. Se procuran una fortuna personal, sobre todo extorsionando a los
tsekhoviki, esos emprendedores de la economía paralela que se desarrolla en los años
1970.
Es después del deshielo kruscheviano cuando sale a la superficie la percepción
romántica del hampa, celebrada durante los años 1920 por toda una literatura de la que
Isaac Babel es el mejor representante. Esta versión idealizada indigna a Shalámov. Para
él, el hampa es el grado cero de la humanidad, el campo, un concentrado «de
desconfianza, odio y mentira». No cree que la experiencia de los campos pueda aportar
nada al ser humano, y se exaspera al ver a Solzhenitsyn presentar personajes
engrandecidos por la resistencia en detención. En 1962, le escribe:
Es el mundo de los delincuentes, sus reglas, su ética, su estética lo que pervierte a las almas de toda la gente de
los campos, los detenidos, los responsables, los espectadores […]. El campo es una escuela negativa para todos
sin excepción.
Conviene retener de este pasado la larga colaboración entre delincuentes y chequistas,
que dejará huellas. Solzhenitsyn se plantea esta cuestión profética en Archipiélago
Gulag:
¿Quién entre delincuentes y chequistas había reeducado al otro? ¿Los chequistas habían reeducado a los
delincuentes o estos a los chequistas? Un delincuente que se convierte a la fe chequista es considerado como un
traidor, se le liquida; un chequista que se ha impregnado de la psicología del delincuente […] está bien visto
por sus superiores y hace carrera.
Hoy la ideología y el código del hampa se difunden desde los orfanatos e internados a
los establecimientos escolares ordinarios en los que los padrinos instalan a sus emisarios.
Los vory v zakone patrocinan campos de juventud que difunden una representación
idealizada del mundo mafioso, donde las autoridades criminales son presentadas como
Robin Hood arregladores de entuertos. Los niños y adolescentes quedan fascinados por
este romanticismo del medio activamente difundido por las redes sociales. Los
delincuentes detenidos confían a sus capos en libertad la organización de las extorsiones
utilizando a los menores. Los chicos constituyen bandas, pegan y violan a sus
condiscípulos, y llegan a enfrentarse a las fuerzas del orden. La policía es incapaz de
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combatir a estas manadas de niños regidas por una estricta disciplina del secreto: a los
chivatos se les castiga sin piedad. En 2016, el fenómeno se calificó en las altas esferas
como «amenaza a la seguridad nacional». Por temor a la violación, los jefecillos
mantienen a raya a los adolescentes. Incidentalmente, la homofobia en Rusia es la de los
campos, donde el homosexual es asimilado al paria, al intocable, al que es violado y
pisoteado por los demás. El gran miedo del detenido es «ser utilizado», expresión que
quiere decir a la vez «ceder a una provocación de las autoridades» y «ser violado por los
delincuentes».
A esta metástasis de las organizaciones criminales del mundo carcelario en el resto de
la sociedad se añade hoy otra amenaza: en los lugares de detención se forman
microcomunidades islamistas, las únicas que desafían a las autoridades criminales y el
código del hampa. Las castas inferiores de detenidos no musulmanes se unen a estas
«djamaats [asambleas] de las prisiones» para obtener protección. En las colonias
penitenciarias, donde hoy la mitad de los detenidos son musulmanes, tiene lugar una
verdadera guerra entre las organizaciones criminales y los grupos islamistas. Habida
cuenta del modo en que en Rusia el universo carcelario modela al resto de la sociedad,
esta tendencia no es nada tranquilizadora.
Pero volvamos al fenómeno más amplio que nos interesa: la impregnación de la
sociedad rusa por las mentalidades y la organización de la «zona». La población de los
campos se divide en dos categorías: los que forman parte de un grupo bajo la protección
de una autoridad criminal y los que no forman parte (losfraera). La consecuencia más
importante de la huella de la «zona» en la sociedad es la tendencia a reunirse en
pequeños grupos extremadamente vivaces. Es la forma de autoorganización de los
detenidos en los campos, que había notado Lev Gumiliov, el hijo de la poetisa Anna
Akhmatova, condenado a largos años de Gulag bajo Stalin, uno de los primeros en
reflexionar sobre las consecuencias de este fenómeno. Fuera de la franja europeizada y
urbanizada, que representa en torno al 20 % de la población, la sociedad tiende a
descomponerse en una serie de microcomunidades (soobchtchestvo) que funcionan
según sus propias reglas y que se aíslan del mundo exterior tras un muro infranqueable,
bajo el yugo de una administración omnipotente, un poco como lo que se observa en los
campos. Los miembros de estos grupos no dan cuenta de nada más que entre ellos.
Como en el grupo criminal, la cohesión de estas microcomunidades está asegurada por
una ideología medrosa «todos contra nosotros», «nosotros contra el mundo entero». Para
prosperar, lo esencial es estar bien conectado. La organización espontánea del tejido
social en clanes, en todos los dominios de actividad, desde el sindicato inmobiliario a los
grupos petroleros, explica que en una sociedad así es prácticamente imposible deshacer
el nudo entre crimen organizado, estructuras de fuerza (policía, servicios especiales,
ejército, ministerio público) y burocracia.
En todos los niveles, se encuentra este modo de organización prepolítica que impide la
emergencia de un Estado moderno. No hay partidos políticos, hay grupos de apoyo en
torno a un jefe. Esta sociedad desestructurada en un conjunto de bandas no deja lugar a
la esfera pública. No hay sistema de referencias común al conjunto de la sociedad, nada
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de comprensión común de lo que es bueno o malo, incluso entre los miembros de un
mismo clan. Los acuerdos en la cumbre entre los jefes de grupo, rectores de universidad,
directores de empresa, directores de compañías petrolíferas, y así se sigue, sustituyen a
un funcionamiento encuadrado por instituciones. Fuera de estas microcomunidades, no
hay solidaridad ni cooperación entre los individuos. Como en los campos, se sobrevive si
se olvida al prójimo. Los sentimientos dominantes son la impresión de impotencia, de
vulnerabilidad, el odio de todos contra todos, la alegría maligna ante la desgracia ajena
—como en los campos—: «Se alegraba uno doblemente. Primero porque alguien sufría;
luego porque ese alguien no era yo», escribe Shalámov. El cine ruso actual, el de
Zviaguintsev o de Serebriannikov, nos muestra estos despojos humanos dejados a la
deriva por la ola comunista, incapaces de empatía, incapaces de orientarse entre el bien y
el mal, viviendo en el instante, en un mundo cerrado, eligiendo siempre la gratificación
inmediata, incapaces de pensar en su futuro —pues para eso hay que sentirse libre—, no
imaginando más que lo de ahora mismo, sin preocuparse de los demás, oscilando entre la
agresividad y la depresión, uniendo una crueldad infantil a un odio siempre presto a
inflamarse, «el sentimiento más duradero de todos», decía Shalámov. Al mismo tiempo,
estos descendientes del «hombre rojo» tienen la impresión de estar en el centro del
mundo, pues no se figuran el universo exterior, a la manera como el preso borra lo que
no es su prisión.
El escritor Andrei Chipilov, intentando comprender por qué tantos rusos instalados en
el extranjero, habiendo huido del régimen putiniano, devienen fervientes defensores de
la política del Kremlin, hace el siguiente análisis. Según él, los rusos se ven siempre a sí
mismos en el fondo como detenidos. En su espíritu, el gobierno se identifica con una
administración penitenciaria, donde la jerarquía aparente no corresponde de ningún
modo con la jerarquía real: así, el chófer de un procurador tiene una posición
infinitamente superior a la de un académico. En el extranjero, continúan comportándose
como en la zona, tratando de afirmar su estatuto desafiando las costumbres y las reglas
del país en que se encuentran. Como esta actitud les pone en conflicto con el país de
acogida, se alían instintivamente a la manada de origen y aprueban sin reserva al
presidente Putin, que sabe poner en su sitio a estos extranjeros.
La mentalidad de la «zona» está en el origen de una percepción particular de la
humanidad, chocante en la literatura rusa de hoy: el género humano está dividido entre
predadores y subhumanos. «Has salido del mundo perecedero para entrar en la guerra
eterna», dice le jefe de la banda al héroe de Okolonolia, la novela de Vladislav Surkov,
después de su primer asesinato iniciático. En el código del mundo carcelario, importa
ante todo no perder la cara, no dejarse rebajar. Por el contrario, la capacidad de humillar
impunemente a otro es indicio de una posición elevada en la jerarquía carcelaria. Cada
primer contacto es la ocasión de una prueba de fuerza. El recién llegado es sometido a
una provocación: por ejemplo, se tiran sus cosas al suelo; si se agacha para recogerlas,
está acabado: acaba de ponerse al margen de la comunidad carcelaria. Después de eso,
no le queda más que rebajarse y someterse. La agresión contra otro permite anestesiar el
sentimiento de humillación. Se pega a los demás para que no le peguen a uno o para
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olvidar que le han pegado. La violencia se propaga de generación en generación. El niño
golpeado se convierte en el matón que siembra el terror en su barrio. El soldado
sodomizado deviene el torturador sádico de los nuevos reclutas. El que consigue hacer lo
que le viene en gana sin que le castiguen, sin pagar el precio, llega a ser un modelo a
imitar.
Así la impregnación por el sovietismo, la influencia deletérea de la «zona» engendran
una misantropía generalizada, el odio de sí y el odio al otro, lo que trae consigo una
importante consecuencia política. Si se considera al hombre como intrínsecamente
perverso, venal e inclinado al crimen, no se le puede querer libre; el régimen político
debe tener como objetivo esencial impedirle hacer daño, y solo una dictadura puede
hacerse cargo de esta tarea. La idea de representación solo tiene sentido si se postula que
los hombres están dotados de razón, que quieren el bien y su bien, que el derecho natural
existe, que la noción de bien común tiene sentido. La inclinación de los ciudadanos
poscomunistas por los regímenes autoritarios se explica por ese fondo de odio y
desconfianza resultante de decenios de existencia pasados bajo el comunismo. Es
ilusorio querer poner en pie un régimen representativo cuando los ciudadanos viven en la
idea de que el hombre es un lobo para el hombre. Del mismo modo, ninguna función
pública, en el sentido que nosotros la entendemos, puede ver la luz en un contexto
semejante. Allí donde no hay noción de bien común, no hay tampoco noción de
responsabilidad. Las «partículas elementales» de la sociedad llaman para su protección
no a la policía o al sistema jurídico, sino a los guardias armados privados o a las
relaciones personales. La lealtad será el único criterio de selección, y prevalece sobre las
competencias profesionales.
Por encima de todo, se teme el bespredel, término ruso que reúne las nociones de
«arbitrariedad total», de «violencia incontrolada» y de «anarquía», en una sola palabra;
por citar el Leviatán de Hobbes: «La guerra de cada uno contra cada uno»,
«consecuencia necesaria de las pasiones naturales que animan a los humanos cuando no
hay una potencia visible para mantenerlos en el respeto», donde «la vida humana es
solitaria, miserable, peligrosa, animal y breve». Cualquier estructura inmediata parece
preferible a este bespredel: incluso la organización criminal y el código de los ladrones.
Es fácil para un poder autoritario mantenerse en una tal sociedad porque, para reinar, le
basta animar la atomización ya existente y su corolario, la inclinación por las estructuras
de clan.
Cuando el presidente Mikheil Saakashvili emprendió la creación de un Estado
georgiano moderno en 2004, su primera medida fue desmantelarlas redes criminales y
encarcelar a los padrinos del hampa, los vory v zakone. La emprendió contra la primera
causa de las dificultades de la Georgia poscomunista. Y los progresos fueron
espectaculares al cabo de unos meses. Desgraciadamente, Rusia ha conocido la
evolución inversa. Es una de las microcomunidades desarrollada en ósmosis con el
hampa la que se ha alzado en la cima del Estado y lo ha sustituido.
LA GÉNESIS DEL PUTINISMO
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La perestroika de Gorbachov marca el comienzo de la autoemancipación de la
nomenklatura comunista. Desde hacía tiempo aspiraba a ser propietaria, a transformar su
poder político en ventajas materiales. Quería enriquecerse, viajar libremente, adquirir
bienes en el extranjero, enviar a sus hijos a estudiar en Oxford. Desde el final de la época
gorbacheviana, la URSS se transformó en una gigantesca batalla campal de la que el
conflicto Gorbachov/Yeltsin no es en el fondo más que una manifestación particular. El
gran negocio es poner la mano en la riqueza del partido, estimada en 50 millardos de
dólares, de la que la mayor parte, desde años atrás, ha sido colocada en el extranjero por
el KGB por orden de los burócratas del PCUS.
El 23 de agosto de 1990, el Comité central autoriza «medidas urgentes en vista de la
actividad comercial y las actividades económicas del Partido en el extranjero». Se
establecen estructuras comerciales, para poner al abrigo los fondos del partido, por
cuenta de un pequeño grupo de iniciados y privatizar en su beneficio los flujos
financieros. Después de prohibirlo Boris Yeltsin, se asiste a una guerra a muerte por los
activos del PCUS y por los recursos de la URSS. Un pequeño grupo de «kgbistas»
[oficiales del KGB] es el único que tiene acceso a esa fortuna. Los burócratas, los del
Komsomol, los oficiales del KGB, los militares, los delincuentes... todos son presa de
una inmensa sed de adquisición y enriquecimiento inmediato que los alía y los enfrenta.
Los anteriores burócratas chocan con las antiguas autoridades del mercado negro. En la
jungla poscomunista, el más fuerte gana —es decir, quien tenga menos escrúpulos, el
más audaz, el más retorcido, el más brutal—. El oficio de moda es entonces el del
sicario. Se precisan habilidades muy especiales para sobrevivir y prosperar. Un oligarca
ruso ha resumido bien la situación:
En Rusia hay tres tipos de hombres de negocios. El primer grupo está constituido por los asesinos. El segundo
lo forman los que roban a los particulares. El tercero, el de la gente honrada como nosotros, solo roba al
Estado.
En la época de Yeltsin, las carreras y las fortunas son meteóricas, pero con bastante
frecuencia la desgracia y la caída llegan más pronto. La política parece accesible a todos
como un loto inagotable. Los favoritos de un día se apresuran a acumular riquezas, a
dilapidarlas o a ponerlas al abrigo del extranjero. Los círculos que gravitan en torno al
Kremlin están desgarrados por las rivalidades y los odios, tanto más virulentos porque la
carrera al poder está aguijoneada por la sed de riqueza. El nuevo poder no ha tomado
forma aún, animando los apetitos de cada uno. Los ambiciosos frustrados pululan en un
momento en que los desconocidos se encuentran de la noche a la mañana en el pináculo
del poder. Los escaños de diputado son deseados porque garantizan inmunidad. Y como
la política resulta un negocio rentable, el círculo de los que ahí son admitidos va a
cerrarse. Los idealistas de la primera hora van a ser eliminados en beneficio de los
miembros del aparato, de los siloviki [oficiales de los ministerios «de fuerza», ejército,
policía, seguridad del Estado, justicia] y de los tunantes armados con el cinismo y la
hipocresía brejnevianos. La «com» remplaza a las convicciones. La llamada a la
nostalgia del sovietismo camuflará la inexistencia de programas.
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La revolución de 1989-1993 no es una revolución igualitaria. Entre los ganadores de
las reformas, se encuentran en primer lugar los funcionarios del aparato del Estado y del
Partido que han llegado a convertir en dinero sus privilegios y su posición. Luego vienen
los diversos emprendedores mafiosos salidos del konsomol, del KGB, de los institutos
técnicos, del ejército y de los medios deportivos. Los notables del régimen comunista, a
menudo incómodos en el capitalismo salvaje que está barriéndolo todo, recurren a
intermediarios hábiles para privatizar los activos del Partido y organizar sus
transacciones dudosas. Estos mandatarios de la nomenklatura y del KGB, si espabilan,
van a enriquecerse de paso y se convertirán en oligarcas, incorporándose a la clase
dominante. Muchos de ellos llegarán a tomar la delantera a los notables que les han
lanzado. Se verá a altos mandos del KGB ponerse al servicio de los oligarcas. No
olvidemos tampoco la aportación del hampa, cuyas élites se han imbricado con los del
aparato y a veces los absorben completamente, sobre todo en las regiones exportadoras
de materias primas, las regiones fronterizas, los puertos y los centros financieros: es el
caso de Vladivostok, de Crimea, de la Transnistria. En el espacio poscomunista, el
crimen organizado se pone por delante del Estado. Es lo que durante un tiempo va a
mantener unida a la Comunidad de Estados Independientes (CEI)[1].
Las nuevas élites que van a determinar la fisonomía política de la Rusia del porvenir
tienen una mentalidad particular. Han heredado del sistema soviético la inmoralidad, el
desprecio de la ley y del vulgum pecus. Están impregnadas de darwinismo social. Adular
a los fuertes, aplastar a los débiles, liquidar a los rivales, tal es su código de conducta
primitivo. Los que no han logrado hacer fortuna, es decir, la inmensa masa de la
población que vive en una penuria extrema, son considerados como losers [perdedores]
que merecen su suerte. El contraste es clamoroso entre la masa indigente de la población,
estafada dos veces en 1992: por la inflación que evapora sus ahorros de toda una vida en
algunas semanas, por la privatización mafiosa realizada en beneficio de los paniaguados
del régimen anterior, y estos privilegiados que creen literalmente que todo les está
permitido, que adornan sus palacios con lavabos de oro, que tiran el dinero por la
ventana ostentando su opulencia, que ignoran el código de la circulación sin miedo a
atropellar a los subhumanos a pie pues saben que la milicia es venal. Todo eso no impide
a los «nuevos rusos» temer a este pueblo abiertamente despreciado. Sienten que su
prosperidad es precaria y que un cambio de su suerte no es imposible. Instalados en el
país como un ejército de ocupación, sueñan con la estabilidad y con una mano de hierro.
Los dos campos que están a los mandos después de la disolución de la URSS, el del
presidente de la Federación de Rusia y el del Soviet Supremo, alcanzan de algún modo
accidentalmente la cima. Ni el presidente Yeltsin, ni el parlamento elegido en 1990
habían sido escogidos para ser los actores de un Estado independiente. Fueron
propulsados al poder supremo por el hundimiento de la URSS. Boris Yeltsin salió del
redil comunista y mantuvo una concepción muy soviética del poder: entiende que
gobierna con los «cuadros» y no con las leyes. Actúa como si dispusiera de un aparato
disciplinado que aplica sus decisiones, lo que nunca será así. Razona aún como
bolchevique —si las cosas no van mejor a pesar de sus esfuerzos, es que le ponen palos
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en las ruedas—. No pone en cuestión el principio de la organización de la sociedad de
arriba abajo. En cuanto a los demócratas que han apoyado a Boris Yeltsin, y le han
permitido desplazar a Gorbachov, son antiautoritarios, pero no liberales. Y los ministros
reformistas de 1992-1993 no son tampoco liberales en el sentido clásico del término.
Quieren privatizar, pero se cuidan muy poco de garantizar el derecho de propiedad que
es el fundamento del Estado de derecho.
Enfrente, la oposición es aún más neobolchevique. Ha tomado el control del
parlamento y no duda en preconizar la insurrección. Las formaciones paramilitares
pululan, sin ocultarsu intención de renacionalizar la economía rusa y liquidar a los
partidarios de las reformas de Yeltsin. Los movimientos patrióticos surgen por doquier
como champiñones después de la lluvia en torno a líderes estridentes que desarrollan a
porfía el tema del «régimen criminal» encargado por el extranjero de organizar el
«genocidio del pueblo ruso», o el de los «satánicos sionistas» que rodean a Yeltsin. En
este ambiente de guerra civil larvada, Moscú arde de rumores de golpe de Estado. La
histeria se instala en los dos campos. Unos enarbolan el espectro de la guerra civil, los
otros anuncian represiones sangrientas. Los demócratas se asustan con la amenaza de un
golpe de Estado «rojinegro», los comunistas se ven ya ahorcados en las farolas. Cada
campo ha «privatizado» una rama del poder, los reformistas el ejecutivo, los
comunopatriotas el legislativo, Rusia conoce de nuevo una situación de doble poder.
Ninguno de los protagonistas acepta la separación de poderes. Se trata de un pulso entre
dos grupos que han apartado a las instituciones para asegurarse el control total del
ámbito político: los dos campos quieren un régimen autocrático (tomamos aquí el
análisis de Vladimir Pastukhov, uno de los observadores más originales de la Rusia
poscomunista y del sistema putiniano).
El 21 de septiembre de 1993, Yeltsin deroga la Constitución y declara la guerra al
parlamento anunciando su disolución. El presidente ruso y sus partidarios no esperaban
que los diputados resistiesen. Pues el 22 de septiembre, el Consejo constitucional declara
el ucase [decreto] presidencial contrario a la Constitución: en efecto, esta prohibía al
presidente disolver el parlamento, mientras que el parlamento tenía el derecho de dimitir
al presidente. El parlamento declara nulo el ucase del presidente y forma un gobierno
independiente. Prohíbe al Banco Central financiar al gobierno de Yeltsin. Este le corta el
agua, la electricidad y el teléfono al parlamento. La situación es grave. Las simpatías del
ejército son más bien para el parlamento y Gratchev, ministro de Defensa, prohíbe que se
entreguen armas a los oficiales; el estado mayor queda bloqueado por las fuerzas
especiales. Aventureros armados acuden al parlamento que imagina estar apoyado por el
pueblo. Una especie de junta militar se impone. La crisis pone en cuestión la cohesión
del Estado. 53 regiones sobre 87 toman partido por el parlamento, mientras que las
repúblicas de la CEI declaran su apoyo a Yeltsin. El presidente vacila. Se tiene la
impresión de que el país se hunde en el caos. El ministro de Defensa Gratchev se resiste
a actuar, espera que el MVD (Ministerio del Interior) podrá con los insurgentes sin tener
que llamar al ejército. Finalmente, Yeltsin consigue superar la resistencia de los
militares. El 4 de octubre, hace bombardear el parlamento. Habrá 146 muertos. El país
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apenas reacciona. La política no interesa ya tanto, en un momento en que los rusos
descubren las baratijas importadas, los viajes al extranjero y, por decirlo así, se
apasionan más por un concurso de belleza que por las gesticulaciones de la oposición. La
mayoría de la población rusa, que sigue con pasión las series de televisión occidentales,
se preocupa ante todo de sobrevivir al día y se moviliza poco.
Tras su victoria, Yeltsin organiza elecciones legislativas y hace adoptar en caliente una
nueva Constitución mediante referéndum. Esta Constitución lleva la marca de las
circunstancias en que ha sido redactada. Según uno de sus principales autores, el
viceprimer ministro Serguei Chakhrai, era preciso
en fin, sacar las conclusiones de nuestra experiencia, que ha mostrado que, aplicado a nuestra realidad rusa, el
principio de la división de poderes no ha tenido un efecto positivo, sino más bien un efecto negativo colosal…
Ciertamente, las libertades fundamentales quedan garantizadas en la nueva Constitución,
pero esta peca por la ausencia de mecanismos de control del poder y de limitación de los
poderes. Vladimir Pastukhov ve ahí
la apología de la autocracia acostumbrada en Rusia. […] La Constitución de 1993 ha reproducido el código
político del Imperio ruso. Allí donde las declaraciones democráticas están en contradicción con los principios
imperiales, se han puesto puntos suspensivos, que más tarde se han completado por una detestable práctica
anticonstitucional.
Efectivamente, Putin explotará esas lagunas —poderes excesivos para el ejecutivo
presidencial, competencias federales y regionales mal definidas, poca claridad en el
modo de designación de la cámara alta— para construir su sistema autoritario sin
maltratar demasiado la letra de la Constitución. En cuanto a la mayor parte de los
ciudadanos rusos, la lección aprendida de los acontecimientos del otoño de 1993 no
ofrece dudas: poco importa el texto de la Constitución, todo depende del equilibrio de
fuerzas.
La disolución del parlamento marca un hito en la evolución de la Rusia poscomunista.
Los tribunales y la corte constitucional pierden su independencia. El país se encamina
hacia una presidencia imperial, aunque el mal estado de salud de Boris Yeltsin
enmascara un tiempo este deslizamiento. Las élites rusas llegan a un consenso implícito:
en adelante resolverán sus conflictos entre ellas, sin recurrir a la calle. Rusia comienza a
alejarse de Occidente, no solo en sus decisiones de política interior. Es entre 1993 y
1996 cuando se abandona la idea de una integración de Rusia en el mundo occidental a
cambio de una «alianza». En febrero de 1994, Viatcheslav Kostikov, el portavoz del
presidente Yeltsin, declara que «cada vez más Rusia se ve como una gran potencia y ha
comenzado a decirlo en voz alta». El mismo año, Yeltsin hace estas afirmaciones muy
«putinianas» ante los oficiales del SVR (información exterior):
Hay fuerzas en el extranjero que querrían mantener a Rusia en un estado de parálisis controlada. Los conflictos
ideológicos se han sustituido por la lucha por las esferas de influencia en el dominio geopolítico.
En los países de la CEI se lleva a cabo una política de «inestabilidad teledirigida»,
Moscú apoya los separatismos abjasios y osetios, apoya a la Transnistria contra
Moldavia y, a partir de 1994, pone en marcha una política de infiltración activa en
16
Crimea. Rusia parece desinteresarse del porvenir y se vuelve hacia su pasado imperial:
los restos de la familia del zar son identificados y enterrados en San Petersburgo, se
emprende la reconstrucción de la catedral de Cristo Salvador destruida por los
bolcheviques en 1931.
Los acontecimientos de octubre de 1993 y el camino emprendido por Rusia en los
meses siguientes son de mal augurio para el desarrollo de la democracia en el país.
Revelan que las pretendidas instituciones democráticas rusas (parlamento, poder
presidencial, corte constitucional) son en realidad fragmentos de la antigua burocracia
comunista, que siguen impregnados de la lógica leninista de relación de fuerza y de
eliminación total del adversario. Queda claro que los siloviki jugarán un papel decisivo
en la evolución política ulterior de Rusia. En abril de 1995, las Noticias de Moscú
publican además un artículo denunciando las injerencias de los servicios especiales en
las decisiones del poder al más alto nivel. Los gérmenes del putinismo acaban de
plantarse.
A pesar de la adopción de la nueva Constitución, no se constata apenas progreso en la
consolidación de las instituciones. Más que nunca, los centros de decisión informales
siguen jugando un papel determinante: tal como el Servicio de seguridad del presidente,
creado en noviembre de 1993, dirigido por el guardaespaldas de Boris Yeltsin, cuyos
1500 hombres hacen la lluvia y el buen tiempo en Rusia. Controlan la alta
administración, el comercio de armas, el de los metales preciosos, etc. Se lanzan al
crimen organizado de los oligarcas, una práctica que promete un buen porvenir. La
proximidad al poder resulta algo extremadamente rentable. Los burócratas consiguen
fortunas concediendo licencias de exportación, salvoconductos, exencionesde
impuestos, cuotas de importación, etc. A partir de septiembre de 1995, el gobierno
asediado hipoteca sus activos más rentables por una fracción de su valor real a cambio
de créditos concedidos por un puñado de banqueros. Dieciséis compañías se ponen a
subasta, de ellas cinco gigantes petroleros. Los burócratas y los oligarcas se reparten los
despojos. Esta transacción pone los fundamentos de una alianza entre los oligarcas y el
poder de Yeltsin. Queda claro por esta época que, contrariamente a las expectativas de
los liberales occidentales y los demócratas rusos, la privatización viene acompañada de
un declive de la libertad y que, paradójicamente, ha frenado el paso a la economía de
mercado dando lugar a estos oligarcas monopolistas, estrechamente ligados al Estado,
que hasta hoy dominan la economía rusa.
Después de las peripecias de octubre de 1993, los tecnócratas reformistas en los que se
apoya Boris Yeltsin, como Anatoli Tchubais, han favorecido a los oligarcas para
desplazar a los «directores rojos», los managers soviéticos que han privatizado en
beneficio propio la empresa que administraban. Deseando hacer irreversibles los
cambios, los jóvenes reformistas incitan a los oligarcas para que entren en política. Estos
adquieren medios de comunicación, sobre todo cadenas de televisión. Los «nuevos
rusos» descubren la «com», que va a devenir a sus ojos el alfa y omega de la política, la
solución universal. Van a convencerse en la campaña para las elecciones presidenciales
de 1996.
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El 4 de enero de 1996, el presidente Yeltsin anuncia que, ante la amenaza de un
regreso de los comunistas al poder, ha decidido volver a presentarse. Se decide a afrontar
las urnas en una situación casi desesperada, un periodo de pesimismo total. Su
popularidad está en lo más bajo (5 % de opiniones favorables), los comunistas tienen el
viento de popa (40 % de opiniones favorables). El movimiento democrático ya no existe.
Yeltsin se siente completamente aislado, abandonado por los partidarios de la primera
hora y totalmente impopular.
Los oligarcas vienen entonces al rescate. La unión de Davos, sellada el 4 de febrero
entre los grandes banqueros, media y funcionarios políticos a fin de apoyar la
candidatura de Yeltsin, marca su entrada en política. Los medios de comunicación que
controlan multiplican las emisiones recordando los horrores del comunismo, gulag,
purgas, tiendas vacías, colas por el pan y el azúcar, con el lema: «Nunca jamás esto». La
intelligentsia es movilizada y aprende a venderse. Se improvisa apresuradamente un «De
Gaulle ruso», el impetuoso general Lebed de voz estentórea, cuya candidatura es inflada
como un globo por los medios de comunicación con el fin de separar a los nacionalistas
del electorado comunista. Este fue el despegue de lo que se ha venido a llamar en ruso la
polittekhnologia, las técnicas de manipulación de la opinión. Se persuadió a los electores
rusos de que «no había alternativa a Yeltsin», que era «Yeltsin o el caos».
Los resultados superaron las esperanzas: el 3 de julio, Yeltsin gana la segunda vuelta
de las elecciones con el 54,4 % de los votos, aunque abatido entre las dos vueltas por un
infarto que se ocultó a los electores. Los oligarcas triunfan. Están literalmente borrachos
por su poder nuevamente adquirido. El pueblo ya no es más de temer, pues los procesos
electorales son manipulables a voluntad. El peligro de una insurrección se aleja, ya que
los siloviki están a las órdenes de los oligarcas (al menos así piensan ellos). En cuanto a
los polittechnologi, han aprendido por el ejemplo de los comunistas que no basta inflar
un globo, cosa fácil, sino que es necesario también disponer de un aparato sobre el
terreno para recoger los frutos del montaje. También han aprendido a formular en
términos populistas de izquierda un programa liberal de derechas.
Muy distinto es el estado de ánimo de la masa de la población. En 1990-1991, estaba
persuadida de que adoptando lo que ella imaginaba ser la democracia, accedería a la
prosperidad occidental como por encantamiento. Desde finales de 1992, estos sueños se
disipan. El país vuelve a caer en ese odio de sí mismo que nunca está lejos: «Nosotros
los rusos habíamos dejado de amarnos a nosotros mismos», dirá más tarde Yeltsin. La
desaparición de la ideología deja un vacío que parece insoportable, que va a propiciar
una huida hacia lo irracional. Esta ya se nota al final del periodo de Gorbachov y durante
los difíciles años que siguen a la caída del comunismo. En esta época, los folletos sobre
astrología, magia, adivinación, satanismo se venden en cada esquina. En la televisión,
desfilan los curanderos, los gurús de toda especie, los médiums, los que dan la
buenaventura, los supuestos taumaturgos. Durante los años de Yeltsin, las teorías más
extravagantes han visto la luz, han sido repetidas por las numerosas publicaciones de la
oposición «rojinegra», y han terminado por adquirir derecho de ciudadanía. La más
inofensiva, si se puede decir, pretende que «el régimen de ocupación provisional» de
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Yeltsin ha sido puesto en marcha por Washington para llevar a cabo el «genocidio del
pueblo ruso». Y para asegurar la pasividad de su víctima, la embajada americana en
Moscú habría instalado un dispositivo magnético que permite convertir en «zombis» a
distancia a la población rusa. Estas fabulaciones y otras del mismo género se difundieron
ampliamente, se repitieron en la prensa «patriótica». El terreno es propicio: un complejo
de inferioridad devastador se despierta en Rusia. Para el historiador Boris Mironov, la
humillación es el «fundamento del sentimiento nacional ruso». Los progresos de los
países de Europa central y oriental, de los países bálticos, mucho menos ricos que Rusia,
llevan a los rusos a decirse que ellos nunca llegarán a construir un país «normal», a
diferencia de sus vecinos. Sobre el fondo de este sentimiento de inferioridad, la
demagogia de los comunopatriotas, que acusa a los occidentales de haber urdido un
complot para poner a Rusia de rodillas, va a tener efectos devastadores.
Un nacionalismo de compensación gana los espíritus. A falta de poder enorgullecerse
de su civilización, Rusia pondrá su orgullo en el espacio que controla. La pérdida del
Imperio, aceptada en 1991, cuando la perspectiva de una integración en la zona de
prosperidad occidental parecía al alcance de la mano, va a ser insoportable a medida que
Rusia toma conciencia del fracaso de su intento de occidentalización. Se tiene cada vez
más la impresión de vivir en una Rusia mutilada con fronteras provisionales (hoy el
territorio de Rusia es más o menos el que tenía a mediados del siglo XVII, bajo el reinado
de Alexis, padre de Pedro el Grande, antes de la anexión de Ucrania). Se recuerda
entonces que en dos ocasiones el Estado ruso se había desplomado, durante el tiempo de
las revueltas de principios del siglo XVII y en 1917. En cada ocasión el poder central se
había reconstituido y había vuelto con la expansión territorial del Estado.
Esta evolución es patente en el éxito creciente de la doctrina eurasiana cuya
concepción fue formulada, en 1998, por Alexandre Duguin (cercano a la corriente
nacional comunista, luego adepto de la «revolución conservadora», publicó entonces Los
Fundamentos de la geopolítica): según él, Rusia debe realizar un «gran espacio
autárquico» creando la unión aduanera eurasiana, que englobaría Rusia, Bielorrusia,
Kazajistán, Tadjikistán, Uzbekistán, y Kirghizia, donde podrían entrar Serbia, Grecia,
Irán, India, Irak, Siria y Libia; controlando estrictamente las relaciones con Occidente e
instaurando un monopolio de Estado sobre ciertos sectores estratégicos de la industria;
prefiriendo las relaciones económicas con Europa y China a las de Estados Unidos. La
doctrina eurasiana se basa en la idea de una oposición irreductible entre las potencias
terrestres y las potencias marítimas. Esta oposición se encarna en la guerra implacable
entre el mundo anglosajón (Gran Bretaña y Estados Unidos, las «potencias oceánicas»,
«talasocráticas»por excelencia) y el continente, cuyo corazón (heartland) es justamente
la Eurasia ocupada por Rusia. En esta visión, Europa y Asia son «territorios periféricos»,
zonas que la masa continental debe estar en condiciones de arrancar a la influencia de las
potencias oceánicas, a fin de poder constituirse en Grossraum («gran espacio»). Se
puede leer, en 1993, en la revista Elementy, la publicación de las eurasianas ideas
duguinianas:
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Según el principio del Gran Espacio, la soberanía nacional de un Estado depende menos de su potencia militar,
de su desarrollo económico y tecnológico que de la extensión y la disposición geográfica de sus territorios.
Se comprende por qué esta doctrina ha tenido un éxito creciente en Rusia. Los
responsables del Kremlin la perciben como un medio de encauzar el nacionalismo ruso
hacia un proyecto que no ponga en cuestión la cohesión de la Federación de Rusia.
Así, hacia el final del periodo Yeltsin, nos encontramos ante una configuración
singular en la sociedad rusa. De un lado, se han formado élites nuevas, marcadas por las
circunstancias de su emergencia: hombres persuadidos de que pueden permitírselo todo,
que tienen a sus pies no solo a la población rusa, sino a los occidentales, a quienes miran
como aventureros complacientes que afluyen a Rusia para hacer allí fortuna; hombres
para quienes ninguna ley existe sino la del más fuerte; hombres para quienes solo cuenta
el dinero, y el poder que da el dinero. Frente a esta élite, a la vez arrogante y frívola,
servil ante los grandes y llena de desprecio para los humildes, se alza la masa de la
población rusa, cuya decepción y desmoralización después del fracaso de las reformas,
combinadas con el sentimiento de no contar para nada a los ojos de los que la gobiernan,
van a cristalizar en un resentimiento corrosivo en busca de válvula de escape. Los
polittekhnologi (especialistas en la manipulación de masas) van a comprender que
apoyándose en ese resentimiento y encauzándolo podrán preservar, es decir,
perfeccionar, el sistema de depredación que se puso en marcha a partir de la perestroika
gorbachoviana. Tales son los ingredientes iniciales del putinismo.
La mediocridad de las nuevas élites estalla a la luz del día después de las elecciones
presidenciales de 1996. Los oligarcas que se encuentran a los mandos se muestran
incapaces de pensar políticamente y convertirse en clase dirigente. No piensan más que
en utilizar su posición para meter la mano en nuevos activos rentables. Nunca intentaron
organizarse como grupo de interés frente al poder, prefiriendo concluir arreglos
particulares con el Estado en detrimento de sus rivales. Su enfrentamiento en torno al
botín los debilitará entre sí y paralizará el gobierno ruso, salvajemente atacado por los
que están descontentos de sus arbitrajes. En el verano de 1998, se produce la catástrofe:
el rublo pierde el 75 % de su valor, las importaciones están agotadas, quiebra la mitad de
los bancos llevándose por delante los ahorros de millones de rusos. Cierran muchas
empresas. La crisis desacredita a la vez a los oligarcas y a los jóvenes reformistas, es
decir, a los pilares del régimen de Yeltsin. En septiembre de 1998, el presidente ruso se
ve obligado a nombrar a la cabeza del gobierno a Evgueni Primakov, un veterano del
KGB y un hombre muy alejado de los clanes del Kremlin.
LA OPERACIÓN «SUCESOR»: EL TRIUNFO DE LA «COM»
Primakov consigue rápidamente sanear la economía que, desde la primavera de 1999,
entra en un periodo de recuperación creciente. Se hace popular, tanto más porque
comienza a atacar a los oligarcas y juega a fondo la carta del nacionalismo en el
momento del bombardeo de Yugoslavia por las fuerzas de la OTAN en marzo de 1999.
La prensa, presa de un violento acceso de fiebre nacionalista, exulta: «Primakov va a
suceder a Yeltsin —pues ha levantado el estandarte de nuestro orgullo nacional— […].
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En septiembre, su posición como heredero será inquebrantable» (Moskovski
Komsomolec, 7.IV.1999). Para los oligarcas, la ascensión de Primakov no presagia nada
bueno. Más que nunca, desean el advenimiento de un hombre fuerte, dependiente de
ellos, capaz de ponerles al abrigo de procesos judiciales y de garantizarles que no tendrá
lugar ninguna redistribución de la propiedad. Con las pasiones suscitadas por la guerra
yugoslava, el partido que había tomado Primakov para ponerse a la cabeza en los
sondeos les había hecho comprender que el sucesor de Boris Yeltsin no llegaría al poder
sino surfeando sobre la ola patriótica.
El 9 de agosto de 1999, Yeltsin anuncia al país estupefacto que confía el gobierno a
Vladimir Putin, por entonces totalmente desconocido para el gran público. El candidato a
la sucesión se ha encontrado por fin, ahora les toca actuar a los oligarcas. La tarea parece
ardua: a primeros de septiembre, solo el 1 % de los rusos se declara dispuesto a votar por
el nuevo Primer Ministro. No olvidemos que Putin es entonces considerado como el
hombre de Yeltsin y que el descrédito del régimen recae sobre él. Pero nuestros oligarcas
no dudan del éxito. Las elecciones de 1996 les han dado una fe absoluta en la eficacia de
la manipulación de las masas. El oligarca favorito del Kremlin, Boris Berezovski, se
ufana: «En tres meses, yo podría hacer elegir a un gorila». Simplemente habrá que
emplear grandes medios. Putin necesita una guerra para lanzar su operación de «com».
Enfrentarse con los occidentales era imposible en estos tiempos de vacas flacas. Queda
la guerra de Chechenia, catalizador ideal del nacionalismo ruso, menos para mantener el
control sobre los escalones del Imperio que para consolidar el grupo dirigente en Moscú.
Desde marzo de 1999, se comienza a planear una ofensiva armada contra esta república.
Boris Berezovski anima a los rebeldes chechenos a invadir la república vecina de
Daguestán. El 5 de agosto de 1999, los hombres del comandante Basaiev hacen una
incursión en Daguestán donde se apoderan de algunos pueblos. Ese mismo día Yeltsin
anuncia a Putin que va a nombrarle Primer Ministro. Putin endosa entonces
inmediatamente el papel de jefe de guerra. Las fuerzas de Basaiev son expulsadas de
Daguestán el 22 de agosto. Advirtamos que los rebeldes pudieron entrar y salir de esta
república sin encontrar obstáculo. Pero la invasión de Daguestán no ha tenido el efecto
deseado de desarrollar un sentimiento antichecheno en la sociedad rusa. Escaramuza
local como tantas otras en el norte del Cáucaso, no choca en las mentes rusas. Había que
encontrar algo mejor.
Como con frecuencia en Rusia, un complot ocultaba otro. Los iniciadores del
escenario daguestanés, Berezovski y otros miembros del clan Yeltsin, así como su
interlocutor checheno Basaiev, no habían previsto una guerra seria. El asunto debía
terminar en un arbitraje. Pero este escenario fue desviado en beneficio de un nuevo
centro de poder que se había puesto en marcha secretamente desde la primavera,
organizado en torno a un núcleo duro que agrupaba a los hombres del FSB (Servicio
Federal de Seguridad de la Federación de Rusia), del GRU (Servicio de Información
Militar) y del estado mayor. Putin y este grupo necesitaban una verdadera guerra, y no el
simulacro previsto. Entre el 4 y el 16 de septiembre, cuatro explosiones asesinas se
produjeron en varias ciudades de Rusia (dos en Moscú), con más de trescientos muertos.
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Sin la menor prueba, Putin acusa a los chechenos, y aprovecha para desplegar su
elocuencia característica, uniendo el sovietismo al argot del hampa: «No se les puede
incluso llamar animales, si son animales, están rabiosos». Se compromete a «matarlos
hasta en el váter», invitando a sus conciudadanos a «desembarazarse de todos los
síndromes, incluido el síndrome de culpabilidad».
Los hombres del FSB han comprendido que la era de la «com» es indisociable de la
del terrorismo, que es en el fondo la práctica extrema. Tal como lo ha subrayado Serguei
Kovalev, entonces presidente de la organización rusa de defensa de los derechos
humanos Memorial, estos atentados han «marcadoun hito en nuestra historia
contemporánea. Pasado el primer choque, se ve que vivimos ya en un país
completamente diferente». Es el fin del periodo Yeltsin. Los rusos tienen miedo, están
sedientos de orden y estabilidad, aspiran a la revancha, contra los chechenos, contra sus
vecinos de la CEI, contra los occidentales, contra todos los que prosperan mejor que
ellos. La razón pierde todo derecho de ciudadanía. Las emociones y lo irracional toman
la delantera. La televisión rusa va a entrar en el papel que jugará durante toda la era
Putin, el de un difusor de odio. La historia de la Rusia putiniana podría escribirse a
través de las naciones señaladas por el Kremlin como objetos de detestación pública: los
chechenos, los georgianos, los estonios, los ucranianos, los americanos, los europeos...
se han sucedido. Las bestias negras han cambiado, pero el bombardeo de odio sigue
constante. Un pueblo así condicionado está dispuesto a aceptar cualquier cosa.
Para Putin, la partida está ganada: el 23 de septiembre, Rusia se lanza a una nueva
guerra contra Chechenia con el apoyo masivo de la opinión pública calentada al rojo. En
la televisión, sus adversarios, Primakov y las personalidades de su bloque, son puestos
en la picota por los matones a sueldo mediáticos reclutados por los oligarcas. Sale en la
televisión un Primakov hospitalizado por un lumbago, mientras Putin regala al país con
sus hazañas deportivas, luciendo su imagen de hombre fuerte. Un partido
progubernamental, Unidad, creado de la nada en septiembre, sube flechado en los
sondeos, mientras que no tenía ningún programa, sino la guerra a ultranza contra los
chechenos y el restablecimiento de la gran potencia rusa. En el escrutinio del 19 de
diciembre, el partido gubernamental consigue el 23 % de los votos, contra el 13 % del
bloque Primakov y el 24 % del PC. Buscó aliarse con los comunistas. El 31 de
diciembre, Yeltsin anuncia su dimisión y hace de Putin su sucesor. En la elección
presidencial del 26 de marzo de 2000, Putin obtiene el 53 % de los votos en la primera
vuelta.
¿QUIÉN ES MISTER PUTIN?
Sería erróneo en todo caso ver en Putin una especie de Golem fabricado en la probeta de
los «comunicadores» que trabajan para los grandes oligarcas. Hubo un flechazo entre los
rusos y Putin que los artífices mediáticos hubiesen sido incapaces de producir. Putin
estaba en fase con el país. La prueba es que la infatuación fue duradera.
Nacido en 1952, Vladimir Putin creció como millares de jóvenes soviéticos de su
generación, educado por la calle más que por unos padres atentos. Es un chico enclenque
22
que se deja pegar por los que son más fuertes que él. En este tiempo de cinismo total que
fue la era Brezhnev, en este entorno sórdido, donde la exterminación de las ratas en el
hueco de la escalera es una distracción de la que se acuerda Putin adulto con
enternecimiento, el joven Vladimir necesita un poco de romanticismo. En el ambiente en
que creció, los mocosos sueñan con convertirse en autoridades criminales. Los grandes
malhechores están aureolados con un inmenso prestigio entre los golfillos miserables a
los que les falta todo. Pero este pequeño mundo tiene también miedo de lanzarse a la
carrera criminal llena de peligros. Putin encuentra un romanticismo menos arriesgado en
las películas de espías de la época, que han suscitado su vocación de kgbista. El tipo de
espía frío, eficaz e insensible, patriota infiltrado en las filas del enemigo, ha configurado
de algún modo la personalidad del joven petersburgués. Putin acude a ofrecer sus
servicios al KGB a la edad de diecisiete años. Practica artes marciales, aprende a
mantener a raya a los que son más fuertes que él, entabla relaciones útiles: los clubs de
artes marciales son lugares donde se tratan los padrinos del hampa y los siloviki. La
elección del KGB permite a Putin satisfacer su inclinación por el enriquecimiento y por
las actividades delictivas sin tener que llevar la vida de un gánster.
Después de un comienzo de carrera más bien aburrido en la RDA (Alemania oriental)
donde asiste con rabia al hundimiento del régimen comunista, llega a ser el adjunto para
el comercio exterior del alcalde de San Petersburgo, Sobtchak. Su estado de espíritu en
esta época se revela en una anécdota contada por uno de sus amigos que se había
enrolado al lado de los golpistas anti Gorbachov, en agosto de 1991, y se lo había
contado a Putin, encontrando esta réplica: «¡En qué lío te has metido, te arriesgas a la
cárcel! ¡Lo que cuenta es la pasta, hay que conseguir dinero!».
Putin y los que hacen carrera en su misma línea han sacado a su manera las lecciones
del hundimiento del régimen comunista. Gleb Pavlovski, uno de los «comunicadores»
que ha jugado el papel más importante en la puesta a punto del régimen putiniano,
analiza bien en una entrevista[2] el estado de espíritu de estos hombres que él ha
frecuentado de cerca. A sus ojos, los soviéticos eran idiotas: han tratado de construir una
sociedad justa, mientras que debían enriquecerse. Los rusos tendrían que haber hecho
más dinero que los capitalistas occidentales. Así, hubiesen podido comprar o crear un
arma de la que no disponían los occidentales. La URSS perdió porque no hizo un cierto
número de cosas sencillas, no desarrolló sus propios depredadores capitalistas para
enfrentarlos a los depredadores capitalistas occidentales. En cuanto al capitalismo, es el
reino de los demagogos detrás de los que se esconden las grandes fortunas; detrás de
estas, hay una máquina militar que aspira a controlar el mundo. La experiencia
desgraciada de la URSS muestra que no hay que ir contracorriente. Es mejor explotar las
ocasiones favorables que se presentan.
Armado con esta filosofía, Vladimir Putin se lanza a los negocios en San Petersburgo.
Se muestra discreto y eficaz en su puesto, gracias a sus relaciones múltiples en Alemania
y también con la mafia de Tambov que controla el puerto. Comienza por forjarse una
organización informal de hombres que le son leales. En 1991, cinco socios le asegurarán
el control de la Banca Rossia, fundada en 1990, donde se depositaba el dinero del
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partido. Gracias a sus cómplices, Putin pondrá la mano sobre ese dinero. Uno de ellos,
Yuri Kovaltchuk, se convertirá en el director de la Banca Rossia. Otro socio no tardará
en tomar parte en el asunto: Guennadi Petrov, un jefe del grupo criminal Malychev,
vinculado antes con la mafia de Tambov, pero ahora rival de esta.
La segunda operación que «lanza» Putin es el montaje de «alimentos a cambio de
materias primas». Volvamos a 1990-1991: no hay ya nada de comer en San Petersburgo.
Putin propone salvar a la población del hambre organizando un trueque con los países
europeos para importar vituallas a cambio de entregas de madera, metales y petróleo. En
diciembre de 1991, el comité de Relaciones exteriores de la alcaldía de San Petersburgo,
que él dirige, recibe del gobierno de Yeltsin la autorización para conceder licencias de
exportación. ¿Quién se va a beneficiar de estas famosas licencias que otorga el adjunto
del alcalde? Firmas oscuras por entonces, entre otras las de Guennadi Timtchenko, de
Vladimir Smirnov, el número dos de la mafia de Tambov. Putin y su grupo ganan 100
millones en esta operación, mientras que los habitantes famélicos de San Petersburgo
continúan haciendo cola para conseguir los escasos comestibles disponibles. Los
funcionarios de la alcaldía no son olvidados: pueden recibir comisiones que llegan a
alcanzar la mitad del precio de la transacción. El comité de Relaciones exteriores exige
50 000 rublos para registrar una compañía.
Putin extiende su control sobre la economía de la ciudad. Coloca a uno de sus
próximos, Viktor Zubkov, a la cabeza de la Inspección fiscal del municipio. Esto le
permite torpedear a los rivales potenciales cuyos intereses puedan entrar en colisión con
los de su clan. Siempre con el pretexto de alimentar a los petersburgueses, la alcaldía
autoriza la apertura de casinos. Putin está al frente de la comisión que supervisa la
industriadel juego en San Petersburgo. Gracias a él, los hombres del KGB van a lograr
desplazar a muchos jefes del hampa en el control de estas actividades lucrativas. Es
Roman Tsepov, un antiguo oficial paracaidista, guardaespaldas de Putin, quien cobra los
pagos de los casinos y otras empresas con destino a los funcionarios de la alcaldía.
Tsepov, de quien se dijo que «sabía utilizar las posibilidades informales del Estado»,
copreside con Viktor Zolotov una agencia privada de seguridad, Baltik-Escort. Está
también, se dice, al frente de una brigada de matones a precio, a disposición de quienes
la contraten (él morirá en 2004 envenenado por una sustancia radioactiva). Sirve de
intermediario con el mundo del hampa, sobre todo con la mafia de Tambov. Esta toma el
control del mercado de la gasolina en San Petersburgo, compartiendo con los socios de
Putin las ganancias obtenidas.
La Policía criminal federal alemana (BKA) ha comprobado en 1999 que la compañía
inmobiliaria germano-rusa SPAG, creada en San Petersburgo en 1992, había blanqueado
millones de euros procedentes de actividades delictivas, como el tráfico de automóviles
y de seres humanos, el contrabando de tabaco, la extorsión de fondos o el narcotráfico.
Pues Putin es uno de los consejeros de esta sociedad hasta marzo de 2000, mientras que
Vladimir Smirnov y Vladimir Kumarin, el padrino de la mafia de Tambov, son los
directores de dos de sus filiales.
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El clan petersburgués en torno a Vladimir Putin extiende sus tentáculos más lejos en
Europa. Durante los años 1990, un jefe de San Petersburgo, Guennadi Petrov, adquiere
una serie de bienes inmobiliarios en España y los revende a través de hombres de paja.
Guennadi Petrov es accionista de la Banca Rossia y miembro de la cooperativa del Lago
(ver más abajo). Atrae la atención de la justicia española que emprende una larga
investigación sobre las actividades de blanqueo de dinero negro, de tráfico de drogas y
asesinatos por encargo de la «rama española» de la mafia de Tambov.
En 2008 detienen a los padrinos petersburgueses de esa mafia. La investigación revela
los estrechos vínculos entre el poder ruso y las organizaciones criminales. Se ponen en
cuestión: Vladimir Reznik, copresidente del partido «Rusia Unida» y presidente de la
comisión de finanzas de la Duma, que sirve de intermediario entre los políticos y los
mafiosos; el general Nikolai Aulov, número dos del departamento de la lucha antidroga,
encargado por Petrov, mediante pago, de detener a los policías que le obstaculizan y de
eliminar a sus rivales en el mundo del crimen. Según un cable publicado por Wikileaks
en 2010, el juez español había llegado a la conclusión de que «la estrategia del gobierno
ruso es utilizar grupos criminales para hacer todo lo que el gobierno no podría hacer de
manera aceptable». Era imposible «establecer la diferencia entre las actividades del
gobierno y las de los grupos criminales organizados». Las revelaciones de los Papeles de
Panamá en 2016 permiten aportar al cuadro algunas pinceladas suplementarias: resulta
que Putin ha expatriado una parte de su fortuna a sociedades offshore del Caribe bajo el
nombre de un hombre de paja, su amigo de la infancia, el violonchelista Serguei
Roduguin. Es la Banca Rossia, siempre ella, la que se ha encargado de asegurar los
montajes financieros.
Pero volvamos a San Petersburgo. El alcalde Anatoli Sobtchak pierde las elecciones
en mayo de 1996. Yeltsin cuenta en sus Memorias hasta qué punto le había
impresionado la manera en que Putin consiguió arrancarle de las garras de la justicia, en
1996, arreglando in extremis la salida al extranjero de su antiguo patrón en un avión
privado, alegando problemas de salud. Yeltsin quedó impactado de admiración. Putin fue
invitado a Moscú, se gana los favores de Pavel Borodin, el compañero de botella de
Yeltsin y administrador de los bienes del Kremlin, perseguido por la justicia suiza por
sobornos de 25 millones de dólares, recibidos para la renovación del Kremlin (el famoso
asunto Mabetex). Borodin lo nombra su adjunto. Se imagina el número de dossiers
comprometedores que el joven Putin ha podido reunir en este puesto estratégico.
Entretanto, el futuro presidente ruso no olvida a sus compañeros de armas de San
Petersburgo. Con los cinco socios que se habían asegurado el control de la Banca Rossia,
funda la cooperativa Ozero (cooperativa del Lago) de la que el presidente es Vladimir
Smirnov. Esta cooperativa que construye dachas en Carelia reúne a los próximos de
Putin, a los que se volverá a encontrar en puestos clave después de su ascensión a la
presidencia. Como en la época soviética, la vecindad de las dachas es un elemento
importante en la cristalización de los clanes del Kremlin.
Cuando en el verano de 1998, Boris Yeltsin decide remplazar al jefe del FSB (Servicio
federal de seguridad de la Federación de Rusia), Nikolay Kovaliov, que experimentaba
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según él «una enorme antipatía» por los negocios, con total naturalidad eligió a Putin
para sucederle. Subsiste en todo caso un misterio sobre las razones que empujaron al
clan del Kremlin a decidir finalmente la elección de Putin para suceder a Yeltsin. La
clave del éxito del joven oficial de información se debe probablemente a que, desde su
periodo de San Petersburgo, ha llamado la atención por su capacidad no de desarrollar la
economía sino de controlarla. En el fondo, se esperaba de él que repitiese a escala federal
lo que había conseguido a escala de la capital del norte: la invasión regulada de la
economía de la ciudad con control de los flujos financieros y de los sectores rentables en
beneficio de un pequeño grupo conectado al poder. El KGB había creado oligarcas, pero
había perdido su control, es decir, había quedado subordinado a ellos. Bajo Putin, este
control se había restablecido en San Petersburgo. Se esperaba que hiciese lo mismo en el
resto de Rusia. Los oligarcas mismos sentían que necesitaban un árbitro si querían evitar
exterminarse entre ellos. En San Petersburgo, Putin había superado ya sus pruebas en ese
papel.
Uno de los elementos del atractivo de Putin para sus compatriotas es justamente su
éxito en los negocios y su ascensión al Kremlin. Lo mismo que, cuando jovencito más
bien flaco, conseguía derribar a grandotes dos veces más fuertes que él gracias a su
entrenamiento en judo, así también había conseguido renacer como un fénix después de
dos catástrofes sucesivas: el hundimiento del bloque comunista que redujo a la nada sus
perspectivas de carrera en el KGB y la necesidad de partir de cero en San Petersburgo,
ya hemos visto con qué éxito; el fracaso de Sobtchak en las elecciones de 1996, mientras
Putin era el director de su campaña electoral. Lejos de dejarse abatir por esta debacle,
Putin la aprovecha para marcharse a Moscú y ser admitido en el reducido círculo del
Kremlin. Vladimir Putin es de los que rebota en situaciones de cataclismo. Y como
muchos rusos habían tenido la impresión de que su país había conocido el Apocalipsis
durante las reformas yeltsinianas, esperan oscuramente que este hombre con su buena
racha hará renacer a Rusia de sus cenizas, que derribará a los occidentales como tira a
sus rivales sobre el tatami.
El resentimiento que ellos han acumulado en los años precedentes, lo perciben de
modo concentrado en el hombre que eligen jefe. Cuentan con que el nuevo presidente
sabrá vengarse por ellos de todas las humillaciones que les ha infligido un mundo hostil.
Se reconocen a sí mismos en sus gustos de adolescente acomplejado y de nuevo rico:
preciosos relojes, lujosos coches, palacios, yates, aviones, submarinos, motos, alas delta,
y otros caprichos, señales del éxito en el universo postsoviético. Presienten que este
personaje helado es también apasionado, a pesar de las apariencias. El complejo de
inferioridad del muchachito molestado por los grandes —del joven apodado el Colilla
por sus condiscípulos en la escuela del KGB— se une al de toda una nación que se cree
eliminada del estatuto de gran potencia a causa de un momento de debilidadexplotado
por las otras. No olvidemos que la sociedad rusa ha conocido en modo acelerado, en
menos de diez años, la revolución sexual de los años 1960, la consumista de los 1970, la
revolución de la información de los años 1980. Estas revoluciones se superponen y los
rusos tienen la impresión de haber perdido pie, arrastrados en un terrible torbellino.
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«Nacidos para ser lacayos, arrojados a la libertad, unos se han encerrado en una
resignación comatosa, otros en un nihilismo archivulgar», escribe Vladislav Sourkov en
su novela Okolonolia. Putin agrada porque huele a sovietismo en toda la nariz. Los rusos
están sedientos de «retro» tranquilizador. Presienten que Putin no les va a decepcionar.
EL OFICIAL DEL KGB
Se ha visto cómo, marcadas por la lucha feroz por la supervivencia de los años
poscomunistas, superpuesta a un fondo bolchevique, las nuevas élites rusas han
desarrollado un verdadero culto a la fuerza brutal, que conjuga su experiencia inicial de
jóvenes matones de barrio con los métodos del bolchevismo y la práctica del
«capitalismo salvaje» poscomunista. En la época de Yeltsin, el KGB, el ejército y la
policía continúan existiendo, pero en paralelo respecto al Estado. Yeltsin no intenta
reformarlos, pero tampoco interviene en sus actividades y los deja desenvolverse para
sobrevivir. Es entonces cuando tiene lugar la fusión de estas estructuras con el crimen
organizado, desde arriba, según hemos visto —cuando, por ejemplo, las autoridades
criminales, mediante pagos, se hacen elegir para la Duma—, y por abajo. Los soldados
que vuelven de la primera guerra de Chechenia van a proporcionar grandes batallones al
hampa. Sin embargo, la influencia del KGB no deja de crecer. El caso de San
Petersburgo que hemos tratado a propósito de la carrera de Putin no tiene nada de
excepcional. En la nebulosa constituida por los padrinos del hampa: veteranos de los
servicios secretos, militares en paro, veteranos de las fuerzas especiales, deportistas
retirados, ladrones de dientes largos, los hombres del KGB terminan por imponerse, pues
tienen los contactos en el extranjero, el sentido de la jerarquía, los equipos (material de
escucha, por ejemplo, o bien los venenos para la liquidación de los indeseables), espíritu
de cuerpo y entrenamiento que les permiten tomar la delantera. Estos hombres de la
información saben utilizar los talentos de cada uno, saben crear organizaciones sólidas
montadas gracias a las técnicas del reclutamiento de agentes: utilización del kompromat
(dossiers comprometedores), la venalidad y otras debilidades personales.
Lejos de borrar la formación y la mentalidad del KGB, la experiencia del caos
poscomunista ha reforzado en los antiguos de los servicios especiales el sentimiento de
formar parte de una élite. La casta chequista se tiene a sí misma con gusto por una
«nueva nobleza» que se ve investida de la misión de reconstruir el Estado ruso salvado
in extremis. Quiere corregir el fallo de la antigua nomenklatura del partido, culpable
según ella de haberse quedado pasiva ante la destrucción de la URSS. Esta casta
pretende ser la guardiana de todas las «grapas» que mantienen unido al gran espacio
ruso: los siloviki, el Sistema energético unificado, Gazprom y la religión ortodoxa. Putin
encarna este espíritu y toda su trayectoria política deriva de su programación inicial en
las escuelas del KGB y de su comienzo de carrera en la RDA.
A causa de su mentalidad soviética, el presidente ruso no comprende la libertad, y toda
su política se deduce de este ángulo muerto en su campo de visión. Ya Kruschev, en su
viaje a Estados Unidos en 1959, había tomado aparte violentamente al presidente
Eisenhower al ver a un manifestante que enarbolaba una pancarta de apoyo a Hungría:
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estaba convencido de que Eisenhower lo había colocado en su camino para hacerle
perder la cara. En 1990, visitando Lituania, Gorbachov apostrofa a un manifestante que
reclamaba la independencia de su país: «¿Quién te ha pagado para estar ahí?». La idea de
una acción espontánea, no dirigida por el poder, es inconcebible para los hombres del
Kremlin. Si los hombres actúan, es que son obligados a ello o que son manipulados.
Alguien tira forzosamente de los hilos. Putin ve las cosas de la misma manera. Si el
ciudadano ruso no es controlado por el Estado (con el cual se identifica Putin), corre
inmediatamente el riesgo de dejarse manipular por fuerzas extranjeras hostiles y unirse a
la quinta columna. Toda iniciativa no teledirigida por el Estado ruso está necesariamente
desencadenada o desviada por los enemigos de Rusia. Detrás de toda protesta, hay un
sponsor extranjero malévolo. La democracia no es a sus ojos más que una máscara
utilizada por el enemigo para realizar sus negros designios. Exigir el respeto de la
democracia en Rusia equivale a querer socavar el Estado ruso, evidentemente por cuenta
del extranjero. Putin no concibe que un ser humano o un pueblo puedan actuar sua
sponte. Todo eso tiene consecuencias graves, incluso en política exterior, puesto que
Putin y los suyos ven detrás de todas las manifestaciones en Rusia o en el espacio
postsoviético la mano del Departamento de Estado americano y por tanto una ofensa a
Rusia.
Como los hombres son a sus ojos marionetas, Putin tiene como prioridad el
perfeccionamiento de las técnicas de manipulación: «Hay tres medios de actuar sobre los
hombres —declaró en 2000 en tono jocoso—, el chantaje, el vodka y la amenaza de
asesinato». La palabra, para él, no expresa pensamientos o sentimientos, es un puro
instrumento que sirve para adueñarse de la voluntad de otro, para «reclutar» al
interlocutor, o bien una cobertura para engañar al adversario. La exigencia de verdad no
existe para él, y cuando sus interlocutores se extrañan de sus mentiras, ve en ello una
hipocresía. Este hombre, al que su esposa comparó un día a un «vampiro», es incapaz de
percibir el mundo de otro modo que como una relación de fuerza y sus tratos con los
demás como operaciones de manipulación, de seducción, de control, de sumisión y de
humillación. Divide así al género humano en dos categorías: la gente sobre la que tiene
ascendiente (porque les ha «comprado», porque está en buena posición para hacerles
cantar, o las dos cosas), a los que considera como parte de su red, como «de los
nuestros», y los que no controla, de los que desconfiará siempre, por bien dispuestos que
estén. Como mira al género humano desde el punto de vista del posible chantaje, su
atención se dirige espontáneamente hacia lo sórdido, lo raro y lo obsceno. Evocando un
día a Schubert ante un grupo de escolares, el presidente ruso no encontró nada mejor que
recordar sino que este compositor había muerto sifilítico por sus malas costumbres con
las mujeres. De los humanos, Putin no percibe más que la bajeza, las taras y los fallos.
Toda la propaganda del Kremlin se inspirará en esta visión, que se esforzará en exportar
fuera de las fronteras de Rusia.
El estilo de gobierno de Putin está también fuertemente marcado por la tradición
soviética y la formación del KGB. Su primera regla de conducta es no actuar nunca a
cara descubierta. Putin juega como maestro de la incertidumbre, como en otro tiempo
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Stalin. No se sabe lo que de verdad piensa. Su segunda regla es tomar por sorpresa al
adversario, no atacar más que cuando se está seguro de poder destruir al enemigo. Como
buen oficial del KGB, Putin concibe la política como una sucesión de operaciones
especiales. Los participantes no tienen por qué saber más de lo que les concierne
directamente; la información debe ser estrictamente reservada, y solo la dirección tiene
derecho a acceder al cuadro completo.
Putin ha transferido en las élites dirigentes de Rusia el espíritu de cuerpo que
caracterizaba al KGB —es eso lo que ha cambiado respecto a Yeltsin—. No confía más
que en sus colegas del KGB petersburgués y no descansará hasta haber puesto a todos
los hombres de su clan en puestos dirigentes en el Estado y la economía (en 2004, los
siloviki representaban el 77 % de los altos

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