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Diseño de cubierta: Mario Muchnik En cubierta: Théodore Duret, 1912 de Édoiiarcl Volitare! (1860--Í940), National Gallery of Art, Washington D. €., Chester Dale Collection © 1991 by Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino © 1993 by Grupo Anaya S. A. A naya & Mario Muchnik, Teíémaco, 43, 28027 Madrid. ISBN: 84-7979-043-1 Depósito legal: M-11161 -1993 Título original: 11 giudice e lo storico Esta edición de ES juez y el historiador compuesta en tipos Times de 12 puntos en el ordenador de la editorial se terminó de imprimir en los talleres de Vía Gráfica, S. A., Fuenlabrada (Madrid) el 10 de abril de 1993. Impreso en España — Printed in Spain Cario Ginzburg El juez y el historiador Consideraciones al margen del proceso Sofri Traducido de! italiano por Alberto Clav.ería AN/y'YA & Mario Muchnik INTRODUCCIÓN Escribo estas páginas por dos motivos. El primero es personal. Conozco a Adriano Sofri desde hace más de treinta años. Es uno de mis amigos más queridos. En verano de 1988 fue acusado de haber impulsado a un hombre a matar a otro. Estoy completamente se guro de que esta acusación carece de fundamento. La Audiencia de Milán llegó a conclusiones distin tas. El 2 de mayo de 1990 condenó a Adriano Sofri (junto con Giorgio Pietrostefani y Ovidio Bompres si) a veintidós años, y a Leonardo Marino (su acusa dor) a once años de cárcel: a los dos primeros como inductores y a los otros, respectivamente, como eje cutor material y como cómplice del homicidio, co metido en Milán el 1.7 de mayo de 1972, del comisa rio de policía Luigi Calabresi. Según la Ley italiana, un acusado debe ser consi derado inocente hasta la sentencia definiti va. Pero al principio del primer proceso el acusado Adriano So fri declaró públicamente que en ningún caso se val dría del derecho de apelar. Como otras personas, también tuve de inmediato muchas dudas sobre la conveniencia de esta decisión, si bien no sobre la pu reza de las razones que la inspiraban. En Italia, en los últimos años los procesos por delitos políticos o 9 mañosos han vuelto del revés con frecuencia (con mucha frecuencia), en recursos de apelación o de ca sación, las sentencias condenatorias pronunciadas en primera instancia. Sofri, renunciando de antemano a la apelación, ha querido sustraerse a la eventualidad de una absolución pospuesta. Pues una absolución pospuesta le ha parecido, equivocadamente o no, menos limpia, casi oscurecida por una sombra. Hay quien considera su decisión como una presión inde bida sobre los jueces del proceso entonces en curso. Sin embargo, quienes conocen a Adriano Sofri han reconocido en ello un rasgo de su carácter: una ele vada imagen de sí. mismo, en, este caso indisoluble mente unida a la certidumbre de su propia inocencia y a su incapacidad para tas componendas. Habiendo renunciado a apelar, no podrá defender en la sala su propia inocencia cuando se celebre el proceso en se gunda instancia. Ante la inminencia de este proceso, escribo inva dido por la angustia ante la condena que ha golpeado injustamente a un amigo mío y por el deseo de con vencer a los demás de su inocencia. Pero la forma de estas páginas (muy diferente, como se verá, de la tes tificación) tiene un origen completamente distinto. Y al señalar esto me refiero al segundo de los moti vos que puntualizaba antes. Las actas del proceso de Milán y de la instrucción que lo precedió me han situado repetidamente ante relaciones intrincadas y ambiguas entre el juez y el historiador. Pues bien, hace ya años que doy vueltas a este tema. En algunos ensayos he intentado indagar sobre las implicaciones metodológicas y (en sentido lato) políticas de una serie de elementos comunes a las dos profesiones: indicios, pruebas, testimonios.1 En este punto me ha parecido inevitable una con frontación más profunda. Lo cual se inscribe en una larga tradición: el propio título (que por otra parte es explícito) de este librito copia, como he descubierto 10 mientras lo escribía, el de .un ensayo publicado en 1939 por Fiero Calamandrei.2 Pero hoy día el diá logo, nunca fácil entre historiadores y jueces, ha co brado una importancia crucial para ambos. Intentaré explicar el porqué partiendo de un caso concreto i el que, por las razones ya expresadas, me afecta tan de cerca. Los fundamentos de la sentencia lian sido hechos públicos, con gravísimo retraso, el 12 de enero de 1991. A ellos dedico la segunda parte de este es crito, He preferido mantener la distinción entre las dos partes por motivos que explicaré más adelante. Los Ángeles, febrero de 1991 Agradezco sus observaciones a Paolo Carignani, Luigi Ferrajoli y Adriano Prosperi.* * Quiero agradecer al m agistrado J. M. Reig su ayuda para acom odar ios térm inos procesales italianos al léxico jurídico español (N. del T.) EL JU EZ Y EL HISTORIADOR Una ligera desorientación. Tal es la primera sensa ción experimentada por quien, acostumbrado por ra zones profesionales a leer procesos inquisitoriales de los siglos XVI y XVIÍ, empieza a revisar las actas de la instrucción dirigida en 1988 por Antonio Lom bardi (juez instructor) y Ferdinando Pomarici (fiscal) contra Leonardo Marino y sus presuntos cómplices. Desorientación porque estos documentos tienen, frente a cualquier expectativa, una fisonomía curio samente familiar. Hay en ellos diferencias importan tes, como la presencia de abogados defensores, que aunque prevista en un manual inquisitorial como el Sacro Arseñale de Eli seo Masini (Génova, 1621), raramente se ponía en práctica en aquella época. Además, como en los tribunales inquisitoriales de hace tres o cuatro siglos, los interrogatorios de los posibles culpables se llevan a cabo en secreto, lejos de las miradas indiscretas del público (de hecho, en lugares inadecuados, como cuarteles de carabi neros). 13 Los interrogatorios se desarrollan, o mejor, se de sarrollaron. Con la entrada en vigor del nuevo códi go ha desaparecido parcialmente del proceso penal italiano la instrucción secreta: esto es, el aspecto más inquisitorial que inadecuadamente se emparejaba con el otro aspecto, más acusatorio, constituido por la fase del juicio oral.3 La instrucción, dirigida por Lombardi y Pomarici contra Marino y sus pre suntos cómplices, ha sido una de las últimas (y quizá precisamente la última) llevada a cabo según el anti guo código. Pero la impresión de continuidad con el pasado que me había sorprendido, de inmediato no estaba li gada solamente a los aspectos institucionales de la fase de instrucción. Se debía a una semejanza más sutil y específica con los procesos inquisitoriales que mejor conozco: los efectuados contra mujeres y hombres acusados de brujería. En ellos la incitación a la complicidad tiene una importancia crucial: sobre todo cuando en el núcleo de las confesiones de los acusados se halla el aquelarre, la reunión nocturna de brujas y brujos.4 Espontáneamente en ocasiones, más frecuente mente obligados por la tortura o por las sugerencias de los jueces, los acusados acababan dando los nom bres de quienes habían participado con ellos en los ritos diabólicos. De modo que un proceso podía (como de hecho sucede con frecuencia) generar otros cinco, diez o veinte, hasta involucrar a la co munidad entera. Pero la Inquisición romana, herede ra de la inquisición medieval (o, como antes era de nominada, episcopal), que había dado un impulso decisivo a la persecución de la brujería, fue también la primera en plantearse dudas sobre la legitimidad jurídica de este tipo de procedimientos. A principios del siglo XVII, en los ambientes de la Congregación romana del Santo Oficio fue redactado un monu mento, titulado Instructio pro formandis processibus 14 in causis strigum, sortilegiorum & maleficiorum [“Instrucción sobre el modo de proceder en los pro cesos de brujas, sortilegios y maleficios”], que supo nía un claro giro respecto ai pasado. La experiencia, se decía enel mismo, muestra que hasta el momento los procesos de brujería no han sido llevados casi nunca sobre la base de criterios aceptables.5 Los jue ces de los tribunales inquisitoriales periféricos eran advertidos al respecto: tendrían que controlar todas las afirmaciones de los acusados por medio de "ex quisitas diligencias judiciales”; seguir la pista, si era posible, de los cuerpos del delito; y probar que las curaciones o las enfermedades no eran atribuibles a causas naturales. También el proceso del que quiero hablar se basa en la figura de un acusado-testigo, de un acusado que es al misino tiempo acusador de sí mismo y de otros. Las autoacusaciones de Leonardo Marino son el punto de convergencia de una trágica secuencia de hechos de la mayor notoriedad. Los recordaré breve mente. El 12 de diciembre de 1969, en. el momento culminante de la temporada de huelgas y de luchas obreras conocida por el nombre de “otoño caliente”, explotó en Milán, en una sede de la Banca delFAgri- coltura, una bomba que mató a 16 personas (otra moriría poco después) e hirió a 88, A los dos días la policía detuvo a un anarquista, Pietro Valpreda, a quien los periódicos moderados (y el primero entre ellos fue el Corriere della Sera) presentaron a la opi nión pública como autor del atentado. El ferroviario anarquista Giuseppe (Pino) Pinelli fue llamado a la comisaría de Milán para hacer comprobaciones. Pa saron tres noches hasta que el cuerpo de Pinelli voló desde la ventana del despacho del comisario Luigi Calabresi, donde se hallaban en aquel momento un oficial de carabineros y cuatro agentes de policía. Un periodista encontró a Pinelli tirado en el suelo, ya sin conocimiento. Dos horas más tarde, en una impre 15 vista rueda de prensa nocturna, el comisario general de Milán, Marcello Guida, declaró a los periodistas que Pinelii, enfrentado a las pruebas innegables de su complicidad en el atentado, efectuado por Valpre- da, se había tirado por la ventana gritando: “Es el fin de la anarquía”. Posteriormente esta circunstancia fue desmentida. Se dijo que Pinelii, en una pausa del interrogatorio, se había acercado a la ventana para fumar un cigarrillo: afectado por un desmayo, se había precipitado. A estas versiones distintas se contrapone una tercera, que empezó a circular insis tentemente en el ámbito de la izquierda (tanto parla mentaria como extraparlamentaria): Pinelii,. al reci bir de un agente un golpe de karate mortal, había sido arrojado, ya cadáver, por la ventana del despa cho de Calabresi, En 1.969 el grupo Lotta Continua empezó, a través de sus propios órganos de prensa, una violenta campaña contra Calabresi, el comisario que dirigió el interrogatorio, acusándolo de ser el asesino de Pinelii. Unos meses más tarde Calabresi se querelló contra el periódico Lotta Continua por difamación. En el curso del proceso, el 22 de octubre de 1971 se decidió la exhumación del cadáver de Pi- nelii. Poco después el abogado de Calabresi recusó al presidente del tribunal: el proceso fue remitido a una nueva instancia. El 17 de mayo de 1972 Cala bresi fue muerto de dos tiros de pistola en el portal de su propia casa. El asesinato no fue reivindicado por nadie. Al día siguiente un comentario aparecido en el diario Lotta Continua emitía al respecto un jui cio sustancialmente favorable (“un acto en que los oprimidos reconocen su propia voluntad de justi cia”), si bien no lo reivindicaba. Algún tiempo más tarde se consideró sospechosos del crimen a algunos extremistas de derechas: el procedimiento fue poste riormente abandonado por falta de pruebas. Pasaron dieciséis años. El 19 de julio de 1988 un ex obrero de la Fiat que había militado en Lotta Con 16 tinua -Leonardo Marino™, se presentó en el puesto de carabineros de Ameglia (no lejos de Bocca di Ma gra, donde vivía con su familia) diciendo que era presa de una crisis de conciencia y que quería confe sar varios delitos relacionados con su pasada mili- tancia política. (La cronología del arrepentimiento que aquí damos es la que inicialmente se difundió, no la que surgió dos años más tarde en el. curso de! proceso.) El 20 de julio Marino fue conducido ai despacho del centro operativo de los carabineros de Milán, donde se levantó acta de. sus primeras decla raciones. Al día siguiente, en presencia del fiscal Ferdinando Pomarici declaró que había tomado par te, además de en una serie de robos cometidos entre 1971 y 1.978, en la muerte de Calabresi. Ésta había sido decidida (siempre según la versión de Marino) por .mayoría por la ejecutiva nacional de Lotta Conti nua. Al mismo Marino lo había incitado a participar en la acción uno de los dirigentes del grupo, Giorgio Pietrostefani; consintió sólo tras haber recibido (en Pisa, después de una reunión) confirmación explícita de la decisión por parte de Sofri, a quien estaba espe cialmente ligado; algunos días después del encuentro con Sofri, se había dirigido a Milán y había esperado bajo la casa de Calabresi, junio con Ovidio Bom pressi; inmediatamente después del homicidio había sacado de allí a Bompressi, el ejecutor material, en un coche robado tres noches antes y había huido. Todo esto fue relatado con gran abundancia de deta lles. Pero los informes, por minuciosos que sean, de un acusado-testigo no constituyen garantía suficien te: esto lo había visto yo en los juicios de la Inquisi ción romana del siglo XVII, al releer ios procesos por brujería celebrados por sus tribunales. Para po der ser tomada en cuenta, una confesión debe ser co rroborada por descubrimientos objetivos. Enseguida veremos cómo se enfrentaron a esta di ficultad los jueces del proceso contra los presuntos 17 autores del asesinato de Calabresi, Lo que hasta el momento queda claro es que encontrar pruebas o descubrimientos objetivos es una operación común no sólo a los inquisidores de hace trescientos cin cuenta años y a los jueces de hoy, sino también a los historiadores de hoy y a los inquisidores y jueces. Merece la pena detenerse en esta ultima coinciden cia, y sobre todo en sus implicaciones. II Las relaciones entre historia; y derecho siempre han sido muy estrechas: desde que surgió en Grecia, hace áos mil quinientos años, el género literario que lla mamos “historia”, Si bien la palabra “historia” pro cede del lenguaje médico, la capacidad argumen tativa que implica viene, sin embargo, del ámbito jurídico. La historia como actividad intelectual espe cífica se constituye (como nos recordó hace algunos años Arnaldo Momigliano) en el encuentro entre medicina y retórica: examina casos y situaciones buscando sus causas naturales según el ejemplo de la primera, y los expone siguiendo las reglas de la se gunda: un arte de persuadir nacido en los tribunales.6 Según la tradición clásica, a la exposición históri ca (como, por otra parte, a la poesía) se le exigía, en primer lugar, una cualidad que los griegos llamaban enargheia y los latinos evidentia in narratione: la ca pacidad de representar con vivacidad personajes y situaciones. Al igual que un abogado, el historiador tenía que convencer por medio de una argumenta ción eficaz que, eventualmente, fuera capaz de co municar la ilusión de la realidad, y no por medio de la producción de pruebas o de la valoración de prue bas producidas por otros.7 Estas últimas eran activi dades propias de los anticuarios y de los eruditos; 18 pero hasta la segunda mitad del siglo XVIII histo ria y anticuarla constituyeron ámbitos intelectuales completamente independientes y frecuentados habi tualmente por individuos distintos.8 Cuando un eru dito como el jesuíta Henri Griffet, en su Traité des différentes sortes de preuves qui servent á-établir la vérité de Vhisioire (1769), comparó al historiador con un juez que criba atentamente pruebas y testimo nios, manifestó una exigencia todavía insatisfecha, aunque probablemente advertida ya por "las partes. La misma sería realizadapocos años después en The Decline and Fall ofthe Román Empire [“Declive y caída del imperio romano”, 1776] de Edward Gib- bon: la primera obra que fundía con éxito historia y anticuarla.9... . La comparación entre historiador y juez estaba destinada a tener una gran fortuna. En el famoso di cho, originariamente pronunciado por Schiller, Die Weltgeschichte ist das Weltgericht, Hegel condensó, en el doble significado de Weltgericht (“tribunal del mundo”, pero también “juicio universal”), ia esencia de su propia filosofía de la historia: la secularización de la visión cristiana de la historia universal (Welt geschichte) A® Se acentuaba la sentencia (con la ya citada ambigüedad): pero se imponía al historiador juzgar figuras y acontecimientos basándose en un principio -los intereses superiores del Estado- ten- dencialmente ajeno tanto al derecho como a la moral. En el pasaje de Griffet, sin embargo, se acen tuaba lo que precede a la sentencia, esto es, la valo ración imparcial de pruebas y testimonios por parte del juez. A finales de siglo lord Acton, en la lección pronunciada con ocasión de su nombramiento como Regius Profes sor de Historia Moderna por la Univer sidad de Cambridge (1895), insistía sobre unas y so bre otras: la historiografía, cuando está basada en los documentos, puede levantarse por encima de los acontecimientos y convertirse en “un tribunal reco 19 nocido^ igual para todos”.11 Estas palabras se hacían eco de una tendencia que se estaba difundiendo rápi damente, alimentada por el clima positivista domi nante. Entre finales del siglo XIX y los primeros de cenios del XX la historiografía, y en especial la historiografía política -de manera muy especial la historiografía sobre la Revolución francesa-, asumió una fisonomía visiblemente judicial.12 Pero dada la tendencia a asociar estrechamente la pasión política y el deber profesional de la imparcialidad, se miraba con desconfianza a quien, como Taine (que, por su parte, se había jactado de querer practicar la “zoolo gía moral”), examinaba el fenómeno revolucionario con la actitud de un “juez supremo e imperturbable” . Alphonse Aulard, autor de estas palabras, así como su adversario académico, Albert Mathiez, prefirieron revestirse alternativamente con los ropajes de fiscal del Estado o de abogado defensor para probar, ba sándose en informes circunstanciados, las responsa bilidades de Robespierre o la corrupción de Danton. Esta tradición de alegatos al mismo tiempo políticos y morales, seguidos de condenas o absoluciones, se proyectó largamente: Un jury pour la Révolufion, es crito por uno de los más notables historiadores vivos de la edad revolucionaria, Jaques Godechot, es del año 1974.13 El modelo judicial tuvo dos efectos interdepen- dientes sobre los historiadores. Por una parte les in dujo a centrarse en los acontecimientos (políticos, militares, diplomáticos) que en cuanto tales podían ser atribuidos sin demasiadas dificultades a las ac ciones de uno o más individuos; por otra, a descuidar todos los fenómenos (historia de los grupos sociales, historia de las mentalidades y así sucesivamente) que no encajaban en esta pauta explicativa. Recono cemos como en un negativo fotográfico, lleno de ra- yaduras, los lemas en torno a los cuales se constituyó la revista Anuales d ’histoire économique et sociale, 20 fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre: negación de la histoire événementielle, invitación a indagar una historia más profunda y menos aparente. No es sorprendente encontrar entre las reflexiones metodológicas redactadas por Bloch, poco antes de morir, la irónica exclamación: “Robespierristas, anti- rrobespierristas, me hacéis gracia: por favor, decid me simplemente quién era Robespierre.” Ante el dilema “¿juzgar o comprender?” ■ Bloch optaba sin dudar por de la segunda alternativa.14 La vencedora era, como hoy nos parece obvio, la alternativa histo- riográfica. Para no salimos del ámbito de los estu dios sobre la Revolución francesa, el intento de AI- bert Mathiez de explicar la política de Danton por medio de su corrupción y la de sus amigos (La co- rruption parlamentaire sous la Terreur, 19272) nos parece hoy inadecuado, mientras que la reconstruc. ción del gran terror del 89 por Georges Lefebvre (1932) ha llegado a ser un clásico de la historiografía contemporánea.15 Lefebvre no formaba parte en sen tido estricto del grupo de “Annales”: pero La Gran de Peur nunca habría sido escrito sin el precedente de Los reyes taumaturgos (1924) de Bloch, colega de Lefebvre en la Universidad de Estrasburgo.16 Am bos libros giran en torno a acontecimientos inexis tentes: el poder de curar a los escrofulosos atribuido a los reyes de Francia y de Inglaterra y las agresiones de grupos de bandidos al servicio del “complot aris tocrático”. Lo que ha hecho históricamente relevan tes estos acontecimientos fantasmales es su eficacia simbólica, esto es, la imagen que de ellos se hacía una miríada de individuos anónimos. Es difícil ima ginar algo más lejano de la historiografía moralista inspirada a partir de un modelo judicial. Ciertamente hemos de regocijarnos de la dismi nución de su prestigio, el cual ha acompañado a la desaparición progresiva del historiador convencido de interpretar las razones superiores del Estado. Pero 21 mientras que hace unos veinte años era posible sus cribir sin más la clara disyunción entre historiador y juez efectuada por Bloch, hoy las cosas se presentan más complicadas. La justa intolerancia ante la histo riografía, inspirada en un modelo judicial, tiende cada vez más a implicar también a lo que justificaba la analogía entre historiador y juez, formulada, quizá por vez primera, por el erudito jesuíta Henri Griffet: la noción de prueba. (Lo que voy a decir sólo en muy pequeña medida se refiere a fenómenos italianos, Pa rafraseando a Bertolt Brecht, se podría decir que las cosas viejas malas -empezando por la filosofía de Giovanni Gentile, invisiblemente presente en nues tro paisaje cultural"”'nos- han protegido de las cosas nuevas malas.)17 Para muchos historiadores la noción de prueba es tá pasada de moda; así como la verdad, a la cual está ligada por un vínculo h isto rio (y por lo tanto no ne cesario) muy fuerte. Las razones de esta devaluación son muchas, y no todas de orden intelectual Una de ellas es, ciertamente, la exagerada fortuna que ha al canzado a ambos lados del Atlántico, en Francia y en los Estados Unidos, el término “representación”. El uso que del mismo se hace acaba creando, en muchos casos, alrededor del historiador un muro infranquea ble. La fuente histórica tiende a ser examinada exclu sivamente en tanto que fuente de sí misma (según el modo en que ha sido construida), y no de aquello de lo que se habla. Por decirlo con otras palabras, se analizan las fuentes (escritas, en imágenes, etcétera) en tanto que testimonios de “representaciones” socia les: pero al mismo tiempo se rechaza, como una im perdonable ingenuidad positivista, la posibilidad de analizar las relaciones existentes entre estos testimo nios y la realidad por ellos designada o representa da.18 Pues bien, estas relaciones nunca son obvias: definirlas en términos de representación sí que sería ingenuo. Sabemos perfectamente que todo testimo 22 nio está construido según un código determinado: al canzar la realidad histórica (o la realidad) direc^ tamente es por definición imposible. Pero inferir de ello la incognoscibilidad de la realidad significa caer en una forma de escepticismo perezosamente radical que es al mismo tiempo insostenible desde el punto de vista existencia! y contradictoria desde el ponto de visla lógico: como es bien sabido, la elección funda mental del escéptico no es sometida a la duda metó dica que declara profesar.19 Con todo, para mís como para, muchos otros, las nociones de “prueba” y de “verdad” son parte consti tutiva del oficio del historiador.Ello no implica, ob viamente, que fenómenos inexistentes o documentos falsificados sean históricamente poco relevantes: Bloch y Lefebvre nos enseñaron hace ya tiempo lo contrario. Pero el análisis de las representaciones no puede prescindir de! principio de realidad. La inexis tencia de los grupos de bandidos hace más significa tivo (por ser más profundo y revelador) el terror de los campesinos franceses en el verano de 1789. Un historiador tiene derecho a distinguir un problema allí donde un juez decidiría un “no ha lugar” . Es una divergencia importante que, sin embargo, presupone un elemento común a historiadores y jueces: el uso de la prueba. El oficio tanto de unos como de otros se basa en la posibilidad de probar, según determina das reglas, que jc ha hecho y: donde x puede designar tanto al protagonista, aunque sea anónimo, de un acontecimiento histórico, como al sujeto de un pro cedimiento penal; e y, una acción cualquiera.20 Pero obtener una prueba no siempre es posible; y cuando lo es, el resultado pertenece siempre al orden de la probabilidad (aunque sea del novecientos no venta y nueve por mil), y no al de la certidumbre.21 Aquí se añade una divergencia más: una de las tantas que señalan, más allá de la contigüidad preliminar de que hemos hablado, la profunda discriminación que 23 separa a historiadores y jueces. Intentaré bosquejarla poco a poco.Y entonces surgirán las implicaciones y los limites de la sugestiva analogía sugerida por Lui~ gi Ferrajoli: “El proceso es, por así decirlo, el único caso de «experimento historiográfico»: en él las fuentes actúan en vivo, no sólo porque son asumidas directamente, sino también porque son confrontadas entre sí, sometidas a exámenes cruzados, y se les so licita que reproduzcan, como en un psicodrama» el acontecimiento que se juzga.”22 . ni: . He consoltado las actas de uno de estos experimen tos historiográfícos: las transcripciones de los inte rrogatorios reunidos en el curso de la instrucción por el juez Antonio Lombardi, el auto de procesamiento redactado por él, las transcripciones de! juicio oral de la Audiencia de lo Criminal de Milán presidida por Maní i o Minale, el escrito de acusación del fiscal Ferdinando Pomarici, los escritos de los abogados defensores, más diversos materiales adyacentes refe rentes a Leonardo Marino y a sus presuntos cómpli ces. En suma, alrededor de tres mil páginas. Ya me he referido a la inesperada (y por ello desconcertan te) sensación de familiaridad que experimenté al leer los interrogatorios recogidos por el juez instructor. Naturalmente, esta sensación disminuyó mucho una vez llegados a la fase del juicio. El diálogo entre las partes, continuamente filtrado y mediatizado por el presidente, crea un ambiente por completo distinto del correspondiente al proceso inquisitorial. A la in versa (y paradójicamente), la viveza de las transcrip ciones de la cinta magnetofónica del juicio oral, ce lebrado en la sala, está mucho más cerca de las actas inquisitoriales que el rígido lenguaje burocrático en 24 que están transcritos (y distorsionados) los interroga torios de la instrucción, que está, sin embargo, más cercana desde un punto de vista jurídico al proceso inquisitorial. Es cierto que se trata, en ambos casos, de transcripciones: en el paso de lo ora! a lo escrito se pierden entonaciones, dudas, silencios, gestos. Se pierden, pero no del todo. Con frecuencia, y siguien do, sin saberlo, las costumbres de los notarios del Santo Oficio, ios transe tí plores registran entre, pa réntesis lágrimas, risas, respuestas truncadas o pro nunciadas con especial ardor.23 En tal caso la trans cripción- es ya interpretación y condiciona las interpretaciones sucesivas elaboradas en un futuro próximo (por ejemplo, aquel desde el cual yo escri bo) o remoto.24 En ningún momento lie tenido en cuenta la posi bilidad de partir de este material documental para re construir desde un punto de vista histórico los acon tecimientos que fueron objeto de juicio. Ni quería ni, en cualquier caso, habría sabido hacerlo. Mis objeti vos eran mucho más limitados: un análisis de los he chos dedicado a subrayar las divergencias y las con vergencias entre historiadores y jueces. Estas últimas se apoyan, como ya he dicho, sobre todo en el uso de la prueba. Pero yo, a diferencia de los jueces (y de los historiadores que se dedican a la historia oral), no estoy en condiciones de participar en la produc ción de las fuentes que analizo. Solamente puedo, con la ayuda -unas veces solidaria y otras antagonis ta- de quienes me han precedido (jueces, testigos, acusados, transcriptores), participar en su descifra miento. “Las declaraciones confesionales de Marino”, escribe el juez instructor Antonio Lombardi en su auto de procesamiento, en el capítulo “Las fuen tes de pruebas”, “constituyen [...] por su calidad y cantidad, la fuente de pruebas dominante de este proceso.” Su sinceridad (explica el juez instructor) 25 es indudable. En el ánimo de Marino fue madu rando poco a poco un disgusto irreprimible por los crímenes cometidos. Un profundo impulso ético lo llevó a denunciarse a sí mismo y a sus ex compañe ros: “Desde hace varios años”, empieza la confesión espontánea de Marino, “iba arraigándose en mí inte rior la convicción, dictada por sentimientos morales y religiosos, de confesar a las autoridades competen tes hechos y circunstancias en que me vi implicado entre finales de los años sesenta y principios de los setenta, cuando .militaba en las filas del movimiento extraparlamentario Lotta Continua. Estando seguro de que nunca había-sido, yo objeto de sospecha algu na, y no habiendo tenido nunca nada que ver con la justicia, desde hace 3 ó 4 años surgió en mi interior un imperativo, una exigencia de informar.sobre todo lo que hice en un contexto político del que me separé hace 15 años [...] Aun considerando que muchos no podrán creerme, he decidido confesar cuanto hice o cuanto llegué a saber sobre todo por respeto a estos chicos [sus dos hijos]” (inf. test, p. 1) 25 Los robos en que participó (por lo menos los ante riores a 1976) fueron efectuados -según Marino- por una estructura ilegal de Lotta Continua encabe zada por Pietrostefani. En cuanto al homicidio de Calabresi, éste fue discutido en una reunión de la ejecutiva de Lotta Continua, sometido a votación y aprobado por mayoría. Tras los responsables mate riales -los militantes de base Bompressi y Marino- vemos perfilarse a los inductores -dos dirigentes prestigiosos como Sofri y Pietrostefani™ que impli can a los máximos niveles de la organización. Así pues, quien mató a Calabresi fue, en el sentido más completo del término, Lotta Continua. Pero el juez instructor sabe perfectamente que la aseverada sinceridad del arrepentimiento de Marino no es suficiente para garantizar la veracidad de sus 26 confesiones. “Han sido halladas abundantes concor dancias en las declaraciones de los testigos en tomo a un mismo punto y (en lo que a importantes detalles’ se refiere) también de otros acusados; se han halla do , en fin, Inequívocas coincidencias con averigua ciones de la policía judicial, inspecciones oculares judiciales y peritajes sobre armas.” “Ciertamente’', continúa e! juez instructor, “no todas las declaracio nes son siempre pormenorizadas y meticulosas en lo que a los detalles se refiere; en ocasiones son de re lato; pequeños errores, olvidos, imprecisiones, su perposiciones de recuerdos siempre están presentes, inevitablemente, en la reconstrucción de episodios tan numerosos acaecidos hace tantos años [...] Estos pequeños errores, con todo, han sido”, en opinión del juez instructor, “superados por el cuidadoso con trol de las referencias ligadas a. las incitaciones a la complicidad’5 (Ordmanza-sentenza, pp. 70-71).26 Aquí los “pequeños errores” se configuran como obstáculos marginales posteriormente “superados”. Sin embargo, más adelantese convierten en una ga rantía de autenticidad: “La valoración de la intima ción a la complicidad [...] se hace en términos realis tas; pretender que la narración de tantos hechos y circunstancias dé un relato totalmente carente de errores o de contradicciones marginales equivaldría a pretender una capacidad sobrehumana en el decla rante, en este caso, en Marino cuyo relato manifies ta, pues, su propia espontaneidad precisamente en la existencia de pequeños errores o contradicciones marginales al narrar hechos acaecidos hace tantos años. El problema de fondo es establecer si los even tuales pequeños errores o contradicciones pueden comprometer la validez probatoria de todo el relato. Y, en opinión del juez instructor, esto puede deci didamente excluirse en lo que a la completa narra ción del acusado se refiere” (Ordinanza-sentenza, pp. 91-92). 27 Veamos pues los “pequeños errores” que, como reconoce en el auto de procesamiento el juez Lom bardi, cometió Marino al relatar el asesinato de Cala bresi. a) El color del Fiat 125 robado y posteriormente uti lizado en la emboscada. Era azul, y no marrón claro, como sostuvo en un primer .momento (posteriormen te dijo haberse confundido con un coche robado en Massa para cometer un robo). b) El camino seguido para alejarse del lugar del de lito, En la confesión hecha en la fase de instrucción Marino declaró haber dejado la calle Cherubini me tiéndose por la calle Giotto o por la calle Belfiore ha cia la plaza Wagner. Sin embargo, según los testimo nios oculares, los autores del atentado tomaron la calle Cherubini y giraron en la calle Rasori, dirigién dose a la calle Ariosto esquina calle Alberto da Gius- sano, donde abandonaron el 1.25 azul con el motor en marcha (véase el plano). Cuando Adriano Sofri puso de relieve en la fase de instrucción esta clamo rosa discordancia, los investigadores replicaron que Marino, poco familiarizado con los nombres de las calles de Milán,27 había descrito el camino de la hui da sirviéndose de un plano de las calles que el minis terio público le había “sometido al revés”. Marino, “al examinar la calle Cherubini en sentido inverso, indicando que había girado inmediatamente a la de recha, leyó el nombre de la calle Giotto o de la calle Belfiore en vez de la calle Rasori”, se lee en el auto de procesamiento. Ahora bien, la torpe expresión utilizada por los investigadores - “sometido al re vés”- evidentemente quiere indicar que el plano de las calles estaba orientado, respecto de quien lo usa ba (Marino), en dirección sur-norte, en vez de norte- sur. Llegados a este punto son posibles dos hipótesis: Para poder leer los nombres de las calles, que esta 28 Detalle del plano -que incluye la calle Chertibini, lugar del homici dio- procedente del callejero telefónico de Milán, sobre el cual Mari no describió, en el primer interrogatorio del fiscal Pomarici, un reco rrido de fuga opuesto al verificado por los autores del atentado. Ni el ministerio publico ni el juez instructor dieron importancia ai asunto; por el contrario, el escrito de acusación final subrayaba la exactitud de la descripción de la ruta de fuga por parte de Marino. Cuando, ai ha cerse públicas las actas de la instrucción, fue señalado el despropósito, los magistrados sostuvieron que todo se explicaba por ei hecho de que ei plano había sido mostrado a Marino “del revés”. 29 ban escritos “al revés”, Marino pidió al ministerio público que diera vuelta al plano en el sentido nor mal norte-sur; o, al no conseguir descifrar los nom bres de las calles, indicó al ministerio público el ca mino recorrido. En ambos casos éste no se percata de que el camino indicado por Marino se contradice no sólo con las descripciones de los testimonios ocu lares, sino también con el lugar en que fue encon trado el Í25 azul Al intentar encubrir su propia chapuza, los investigadores atribuyen plenamente al acusado el desaguisado: “En conclusión, Marino ha descrito pues a la perfección la ruta de fuga prin cipal y la subordinada, (la efectivamente seguida)” (P- 257). En este caso la versión de Marino fue reconocida como errónea (aunque con cierto retraso) por el juez Lombardi y por el fiscal Pomarici, No había alterna tivas: está claro que cualquier descripción de la ruta de fuga debía conducir necesariamente al 125 azul abandonado por los autores del atentado en la calle Ariosto esquina con la calle Alberto Giussano. Pero en conjunto, la instrucción ofrece una valoración muy distinta de la confesión de Marino. En el capítu lo del auto de procesamiento titulado Averiguacio nes, dedicado a la preparación y ejecución del homi cidio de Calabresi, se afirma (p. 264) que el relato de Marino no sólo “concuerda perfectamente” con la reconstrucción efectuada por la policía, sino que además permite “reconsiderar [en él] alguna inexac titud”. En otras palabras, en vez de buscar coinciden cias objetivas en la confesión del acusado, la instruc ción se sirve de esta última como piedra de toque para validar (y eventualmente descartar) las declara ciones de los testigos oculares. 30 IV El presidente de la Audiencia de lo Criminal de Mi lán, Manlio Minale, estableció desde el principio del juicio que no estaba dispuesto a aceptar ciegamente ios resultados de la instrucción dirigida por el juez Lombardi y por el fiscal Pomarici (que había, efec tuado por sí solo los cuatro primeros interrogatorios de Marino). La credibilidad del acusado tenía que ser controlada de arriba abajo.- Desde el primer inte rrogatorio de Marino en Ja sala (9 de enero de 1990) fueron puestos en duda los profundos motivos éticos de su arrepentimiento. El presidente observó que, poco antes de dirigirse al párroco de Bocca di Magra para hablarle de su arrepentimiento, Marino había cometido otro robo (d ib a t t im p. 14). “En esencia”, le preguntó el presidente en un momento dado, “¿si. hubiera encontrado el dinero habría seguido llevan do la misma vida y habría acallado un poco su con- ciencia o no?” (<d ib a ttim p. 28). En el siguiente inte rrogatorio (10 de enero de 1990) el presidente hizo ver a Marino que en la instrucción había dado tres versiones distintas de la fase preparatoria del homi cidio de Calabresi. Primera versión: Marino se en cuentra en varias ocasiones con Bompressi, acepta participar en el atentado y recibe en Pisa, por parte de Sofri y de Pietrostefani (13 de mayo de 1972), la confirmación de la decisión tomada por la ejecutiva. Segunda versión: Marino recibe la primera propues ta de Bompressi, recibe instrucciones pormenoriza das de Pietrostefani y solventa las últimas dudas en Pisa con Sofri, en un encuentro en el que participa también Pietrostefani (dibattim., pp. 39-42). Tercera versión: el homicidio es preparado en una serie de discusiones de “grupo”, sin más especificaciones (Marino, al contestar, lo hace coincidir a continua ción con Pietrostefani, Bompressi y él mismo). En el curso del juicio oral surge una cuarta versión, que 31 suprime a Pietrostefani del encuentro de Pisa.28 Las razones de este desdecirse de Marino son fácilmente descifrables. En el curso de la instrucción Pietroste fani había puesto de relieve que un clandestino, como él entonces, difícilmente se habría dejado vet en Pisa, donde era muy conocido, y menos en un día en que toda la ciudad estaba dominada por las fuer zas del orden (Lotta Continua había emitido una convocatoria en memoria del joven Franco Serantini, muerto sin auxilios en la cárcel pocos días antes, de bido a los porrazos propinados por la policía durante una manifestación). ¿Por qué, entonces, objetó el presidente, había declarado Marino al ministerio pú blico que Pietrostefani había asistido “de cerca o de lejos” a la reunión de- Pisa? Marino queda, visible mente turbado: “Pero mire, yo, cuando hice, digamos, esta prime ra declaración, en la que tan espontáneamente y de buenas a primeras dije que había estadoen contacto con Pietrostefani y con Sofri, quería decir que había hablado primero con uno y luego con el otro del asunto. Evidentemente no estaba... Es decir, no me daba cuenta de que en aquel momento era importan te especificar bien con quién había hablado primero y con quién después, los lugares, etc., etc. Más tarde, rememorando... En efecto, en Pisa hablé exclusiva mente con Sofri, si bien, repito, había tenido antes ocasión de verme con Pietro [es decir, Pietrostefani] otras veces y de discutir con él sobre estos asun tos...” (10 de enero de 1990; dibattim. , p. 71). V Marino habla de equivocación aislada, cometida “es pontáneamente y de buenas a primeras”. Sin embar go, se trata de uno de los muchos retoques por él in- 52 trodiicidos en las versiones de este episodio crucial sucesivamente enunciadas en el curso del proceso. interrogatorio del 21 de julio de 1988: “Mientras tanto acaeció en Pisa la muerte de Serán tini, que pre cedió en algunos días al homicidio del comisario Ca labresi; recuerdo que hubo una manifestación impo nente en la que participaron muchísimos miembros de Lotta Continua; también hubo una reunión dirigi da por Adriano Sofri. Inmediatamente después de di cha reunión Sofri y Pietrostefani se me acercaron; recuerdo que primero fuimos a beber algo a un local público y después salimos a discutir por la calle. Ellos me confirmaron que la decisión procedía de la Ejecutiva Política, diciéndome que el momento había madurado como resultado de la muerte de Se rán tini: la decisión se había tomado previamente por las mismas motivaciones que me habían sido comu nicadas por Enrico [Bompressi], pero era oportuno acelerar el momento precisamente para reaccionar ante la muerte de Serantini y aprovechar así la ira que dicho episodio había despertado en los miem bros de la organización. Entonces yo manifesté mi acuerdo. En el curso de aquella conversación me fueron dadas directivas de carácter general: me dije ron que si en algún momento éramos detenidos, te níamos que declarar que habíamos actuado de modo completamente espontáneo y debido a decisiones in dividuales, a fin de mantener ajena a la organización. También me garantizaron asistencia legal por medio de abogados que no fueran asociados a Lotta Conti nua, si bien no asistencia financiera, que hubiera su puesto consecuencias para mi indemnidad. No me dijeron nada desde el punto de vista específicamente operativo, sólo que tenía que volver a Turín y espe rar noticias” (verb., pp. 8-9; la cursiva es mía). Interrogatorio del 29 de julio: Marino, en presen cia del juez instructor Lombardi y del fiscal Pomari ci (y ya no sólo de este último) confirma cuanto ha 33 dicho. Pero en lo que se refiere a la versión prece dente, la presencia de Pietrostefani en Pisa queda más atenuada: 44Recuerdo perfectamente que, tras la reunión, me aparté para hablar con Sofri y Pietrostefani En aquella ocasión hablé principalmente con Sofri, que era el jefe reconocido de Lotta Continua” (istrutt. , p. 3; la cursiva es mía). En el interrogatorio del 17 de agosto Pietrostefani adopta perfiles cada vez más desvaídos: “...he de decir que antes de la muerte de Serantini el homicidio de Calabresi ya se había preparado deta lladamente; aunque no hubiera muerto Serantini, igualmente habríamos. matado a Calabresi, sólo que la acción estaba prevista para unos veinte, días- más tarde de la fecha en que fue ejecutada. En realidad la muerte de Serantini sólo sirvió para acelerar el mo mento. De hecho, apenas r o s enteramos de dicha muerte. Pietro [Pietrostefani] me llamó a Turín y me dijo que la ejecutiva había decidido anticipar el mo mento y aprovechar, por lo tanto, la ira de los compa ñeros provocada por la muerte de Serantini. Así pues, añadió que la acción ya estaba decidida, y si quería que me lo confirmaran y deseaba hablar con Sofri, al que sabía que yo estaba muy ligado, tenía que ir a Pi sa a su reunión, donde lo encontraría y me confirma ría la decisión de la ejecutiva. Y por tal motivo fui con Buffo a la reunión de Pisa y hablé con Sofri co mo ya he expuesto. De modo que, en efecto, en Pisa hablé exclusivamente con Sofri, pues con Pietro no necesitaba hablar tras las largas conversaciones man tenidas con él en Turín sobre la necesidad de la ac ción y sobre sus preparativos. Solamente necesitaba la confirmación de Sofri, quien estaba de acuerdo en cuanto a la acción; sólo tras haber hablado con él consentí de manera definitiva a participar en la ac ción. En Pisa estaban presentes también Brogi y Mo- rini, si bien no asistieron a la conversación que tuve 34 con Sofri. También estaba Pietrostefani, según re cuerdo, aunque la conversación entre Sofri y yo fue directa. Como ya he dicho, no recuerdo la interven ción de Pietrostefani en la discusión que tuvimos So fri y yo, pues con aquél no tenía yo motivo alguno para hablar’7 {i s t r u t ip. 12; la cursiva es mía). Careo con Sofri el 16 de septiembre de 1988: “Quiero precisar que la decisión de matar al co misario Calabresi ya había sido tomada antes de la muerte del anarquista Serantini en Pisa, pero se deci dió actuar antes precisamente para dar una respuesta a tal hecho. Para ello me dirigí a Pisa en compañía de Laura Buffo, en su coche, especialmente para te ner una conversación con Adriano. Aquel día había en Pisa dos reuniones: una del Partido Comunista y otra de Lotta Continua. Fui a la reunión de Lotta Continua, en la que estaba Adriano Sofri. Tras la reunión saludé a Sofri y nos apartamos para hablar, creo que a, solas, y en aquella ocasión Adriano me confirmó todo lo que ya me había dicho Pietrostefa ni; y estaba preocupado, pues me dijo que ia deci sión ya había sido tomada y me confirmó que era mejor acelerar el momento de la acción” (cfr, p, 5; la cursiva es mía). El abogado Ascari preguntó el significado del in ciso “creo que a solas”. Marino precisó: hablé a solas con él, aunque en la plaza había mucha gente” (cfr., p. 6; la cursiva es mía). Sofri y Pietrostefani juntos; especialmente con Sofri; exclusivamente con Sofri; sólo con Sofri. En el curso de esta secuencia la figura de Pietrostefani cada vez se aleja más de la escena de la conversa ción: pero a la pregunta de los investigadores de si estaba físicamente presente entre los dirigentes de Lotta Continua que rodeaban a Sofri tras la reunión, Marino responde de modo contradictorio (“creo que Pietrostefani estaba presente”, “no sé si Pietrostefani estaba presente”).29 35 La duda sólo desaparece en el juicio oral (10 de enero de 1990). Marino es acosado por el presidente. Vemos cómo ante nuestros ojos Pietrostefani desapa rece, se disuelve: “No recuerdo haber visto a Pietros tefani [...] Personalmente yo estoy convencido de que estaba allí, pero no puedo, digamos, afirmarlo con seguridad [...] Repito que yo hablé en Pisa so lamente con Sofri. En aquel momento no estaba Pietrostefani, no lo vi y no lo recuerdo” {dibattim. , pp. 72-73). Pero la descripción de la conversación con Sofri está punteada por otras inseguridades y contradiccio nes.: En un primer momento-Marino abunda en deta lles. Interrogatorio del 17 de agosto: “Para completar la descripción del episodio de la conversación mantenida con Sofri en Pisa antes del atentado, al confirmar las declaraciones precedentes debo añadir que Sofri me dijo que tenía una gran fe en mí y en Enrico [Bompressi] y además volvió a tranquilizarme diciéndome que, si eventualmente yo fuera capturado o muerto, habría quien se ocuparía de mi familia y particularmente de mi hijo. Lo que me frenaba para la acción era el hecho de tener un hijo pequeño, y me preocupaba cómo podría mante nerse en caso de que yo cayera o fuera detenido. Él me dio las garantías más amplias asegurándome que se ocuparía de todo, y a este propósito me habló ade más de un industrial de Reggio Emilia con quien ya había tratado, y que en la eventualidad de mi caída seharía cargo de todos los gastos ocasionales que tu viera mi familia” (istrutt., p. 13). Todo esto fue repetido punto por punto por Mari no en el careo con Sofri (16 de septiembre) con una precisión: “Dicha conversación duró alrededor de diez minutos” (confr., p. 6). Sofri tomó nota de ello con evidente sarcasmo. Y ciertamente cuesta encajar en un periodo de tiempo tan breve un diálogo en que se habrían alternado dramáticamente las preocupa- 36 clones de Marino, las argumentaciones y garantías de Sofri y finalmente la decisión de Marino de parti cipar en el plan homicida. Pero en las respuestas de Marino a las preguntas del presidente estos minutos todavía se abrevian más hasta casi disolverse: “Este encuentro, debo decirlo, se desarrolló brevemente..,” (dibattim., p. 64); “...de hecho, este discurso no llevó tanto tiempo, en el sentido de que él [Sofri] era co nocedor, digamos, del proyecto, o sea que no me quedé allí discutiendo los detalles” (dibattim,, p. 66). Ün diálogo breve, sucinto, casi burocrático. Sofri afirma que este diálogo (que, de ser proba do, constituiría el único elemento en su contra) nun ca tuvo lugar; y añade que Marino, al inventárselo, olvidó dos circunstancias que lo hacían inverosímil. Sofri se lo recordó en el curso del careo (confr., pp, 6-7). La primera es la densa lluvia que cayó en. Pisa la tarde del 13 de mayo de 1.972, durante y después de la reunión; la segunda es la visita que Marino, al atardecer dei mismo día, hizo a Sofri, que se encon traba en la casa de su ex mujer.30 ¿Por qué hablar en la calle bajo la lluvia, en un sitio rodeado de policías, en vez de hacerlo en un piso donde habría sido fácil hablar cómodamente, sin testigos? Otras contradicciones fueron puestas de relieve por el presidente. Sofri había dicho que a aquella conversación “iba tranquilo porque tanto él como los demás compañeros tenían gran fe en mí [es Marino quien habla] y en Ovidio” (dibattim., pp. 68-69). Pero esto, objetó el presidente, “contrasta de lleno” con una afirmación precedente del mismo Marino: que durante mucho tiempo, y todavía en aquella fe cha, sólo conocía a Bompressi como “Enrico”. Mari no, entre la espada y la pared, se traga lo que acaba de decir: Sofri habló exactamente de “Enrico”. El mismo tejemaneje se repite respecto de la llamada telefónica de confirmación sobre la fecha del atenta do: ¿quién se la había anunciado de antemano a Ma- 37 riño? ¿Sofri? Marino, que en un primer momento ha bía respondido negativamente, presionado por el presidente cambia de idea: fue precisamente Sofri. Pero cómo, replica el presidente: “Ahora, hace un segundo, ha dicho que no, Marino... ¡Tranquilícese! Hace un segundo ha dicho que no. A fin de cuentas todo esto está grabado: así que cuando vayamos a leerlo... ¿Comprende? Da la impresión de que usted lo dice y no lo dice” (dibattim., pp. 73-74). A los po cos días (15 de enero) el presidente, antes de termi nar la primera tanda de interrogatorios de Marino en la sala, plantea una nueva dificultad. Marino acaba de admitir que alguien-, le- telefoneó a Turín para ad vertirle que todo- estaba preparado para el atentado: pero él, Marino, ¿había advertido a los demás que estaba dispuesto a participar? “Efectivamente”, co menta el presidente, “el organizador todavía no tenía la seguridad de su adhesión, hasta el punto de que Pietrostefani le dijo: «Tú todavía tienes alguna duda. Si tienes alguna duda, vete a Pisa». Él fue a Pisa y resolvió la duda. De hecho, al haber desaparecido sus reservas, ¿no se lo comunicó a Pietrostefani?” Marino: No. Presidente: ¿No volvió a verlo Pietrostefani? Marino: No. Presidente: Entre el 13 y el 17... Marino: Volví a verlo... no, no... Volví a verlo más tarde... Presidente: ¿Tampoco vio a Enrico [Bompressi]? Marino: No. Presidente: ¿Así pues, Enrico ya se había ido por su cuenta? Marino: Sí, posteriormente me lo encontré en Milán... Presidente: Quiero decir que, ¿se había dado vía libre a la operación incluso antes de que usted hubie ra manifestado su adhesión plena? [Nota del transcripto r: ante la pregunta plantea 38 da por el presidente, el acusado Marino no respon de.} Presidente: ¡Bien, de modo que esto no lo sabe! Marino: Esto no io sé. Presidente: El dato objetivo es que Enrico ya se había ido antes de! 13, ¿y usted no comunicó poste riormente nada sobre su plena adhesión, a Pietroste fani? Marino: No. (dibattim., pp. 281-82). VI Como se recordará, el proceso ha sido definido por Luigi Ferrajoli como "caso único de «experimento Mstoriográfico»”. El juez que dirige el interrogatorio de los acosados y de los testigos (“las fuentes actúan en vivo3") se comporta como un historiador que con fronta, para analizarlos, diversos documentos. Pero los documentos (los acosados, los testigos) no ha blan por sí solos. Como subrayó hace más de medio siglo Lucien Febvre en su lección en el Collége de France, para hacer hablar a los documentos es preci so interrogarlos planteándoles preguntas adecuadas: “ ...el historiador no se mueve vagando ai azar por el pasado, como un trapero en busca de trastos vie jos, sino que sale con un plan preciso in mente, un problema que resolver, una hipótesis de trabajo que verificar. Decir: «esa actitud no es científica» ¿no será quizá mostrar simplemente que no se sabe mu cho de la ciencia, de sus condiciones y de sus méto dos? El histólogo, al acercar el ojo a la lente de su microscopio, ¿acaso aferra de inmediato los hechos en bruto? Lo esencial de su trabajo consiste en crear, por así decirlo, los sujetos de su observación con ayuda de técnicas frecuentemente complicadas; y luego, una vez tomados estos sujetos, en «leer» sus 39 sujetos y sus preparados. Labor ardua, ciertamente. Porque describir lo que se ve, pase; pero ver lo que se debe describir, eso es lo difícil”.31 Estas consideraciones, al menos en principio, pa recen bastante obvias (al nivel de la investigación propiamente dicha lo son mucho menos). Desarro llando la analogía propuesta por Ferrajoli podemos intentar ampliarla del ámbito historiográfico al judi cial A nadie debe sorprender (ni mucho menos es candalizar) que el juez instructor Lombardi y el fis cal Pomarici se hayan guiado en su investigación por “un plan preciso in mente, un problema que resolver, una hipótesis de trabajo que verificar”. La cuestión es otra: la calidad de las hipótesis elaboradas. Estas deben a) estar dotadas de una enérgica fuerza expli cativa; y en el caso de que los hechos ia contradígan, deben b) ser modificadas o simplemente abandona das por completo. Si esta última circunstancia no se verifica, el riesgo de caer en el error (judicial o histo riográfico) es inevitable. Al leer las actas del juicio se tiene la impresión clarísima de que la hipótesis de trabajo de que partió el presidente Minale era muy distinta de la que guió al juez instructor Lombardi y al fiscal Pomarici. En el curso de cuatro largos interrogatorios (9, 10, 11 y 12 de enero de 1990), seguidos de las preguntas de los abogados (12 y 15 de enero), el presidente pre siona a Marino. Poco a poco surgen los puntos débi les, las contradicciones, las inverosimilitudes de sus confesiones. Se resquebrajan gravemente las acusa ciones a los presuntos inductores y, por consiguiente, los intentos de implicar a Lotta Continua, en tanto que organización, en el asesinato de Calabresi. Y no sólo esto: tanto de las embarazosas respuestas de Marino como de las objeciones del presidente surge, como se ha visto, una circunstancia completamente inverosímil: que quien preparaba el atentado no se había preocupado, a cuatro días de la fecha prevista, 40 de asegurarse de que el conductor designado (el pro pio Marino) hubiera aceptado tomar parte en ia ac ción. Quien lea los interrogatorios de Marino efec tuados en la sala no puede sustraerse a la impresión de que el proceso está encaminándose, bajo la direc ción del presidente,en una dirección muy distinta de la que con posteridad efectivamente tomó. ¿Es una ilusión óptica retrospectiva o se trata, hasta cierto punto, de un giro? ¿Acaso la hipótesis de trabajo for mulada inicialmente por el presidente Minale fue co rregida por él mismo basándose en elementos nue vos surgidos en el curso del juicio oral? Vil Aparte de los elementos nuevos, en el curso del ju i cio hubo una verdadera sorpresa escénica. El 20 de febrero de 1990 un testigo convocado por el tribunal -e í sargento mayor Emilio Rossi- declaró, ante el estupor general, que Marino se había presentado por primera vez en el puesto de carabineros de Ameglia el 2 de julio de 1988: no el 19, pues, como había di cho en la instrucción. El sargento mayor Rossi dijo que Marino le había parecido “extraño (es decir, agi tado y un poco tenso)”. Había dicho que quería ha blar de cuestiones “delicadas”; se había puesto a contar su vida, hablando de “episodios de cierta gra vedad” ligados al periodo en que fue militante de Lotta Continua, hacía veinte años; y había aludido, si bien manteniéndose siempre en un nivel de generali dades, a un “hecho específico”, que al parecer era “más grave que los demás”, acaecido en Milán. Eí sargento mayor Rossi se había puesto en contacto con su superior directo, el capitán Maurizio Meo, co mandante de la compañía de Sarzana. El capitán Meo se había entrevistado con Marino inmediata 41 mente, en la noche del 2 al 3 de julio. Fue Marino quien pidió que el encuentro tuviera lugar después de la una de la madrugada, hora en que dejaba de tra bajar (en verano vendía crépes en una camioneta en Bocca di Magra). Una vez más Marino había habla- do, siempre en términos vagos, de un “grave hecho que había tenido lugar en Milán”. El 4 de julio (el 3 era domingo) el capitán Meo había telefoneado al comandante del batallón pidiendo autorización para ir a Milán a hablar del caso con el teniente coro nel Umberto Bonaventura, del Reparto Operativo. El 5 de julio Meo se había visto con Bonaventura en Milán; en la noche del 5 al 6 tuvo una nueva con versación con Marino en Ameglia; en la noche del 7 al 8 (y posteriormente otra vez en la noche del 13 y en la mañana del 19) Bonaventura había acudido a Sarzana para encontrarse con Marino. Todo esto fue confirmado, con el añadido de muchísimos por menores, por el capitán Meo y por el teniente coro nel Bonaventura, llamados también a testimoniar el 20 y el 21 de febrero ante la Audiencia de lo Crimi nal de Milán (dibattim., pp. 1582-1635; 1690-1723). De modo que Marino había mentido sobre un punto decisivo -e l laborioso inicio de sus propias confesiones- al juez instructor Lombardi y al fiscal Pomarici. Actualmente sabemos que la instrucción formal dirigida por ellos estuvo precedida por una fase, de diecisiete días de duración, en que Marino sostuvo una serie de conversaciones informales en los cuarteles de los carabineros de Ameglia y Sarza na. No existen actas ni otros rastros documentales de estas conversaciones. Pero esto no es todo. Es sor prendente la hora, casi siempre nocturna: los carabi neros la justifican por el horario laboral de Marino; si bien se descubre que no trabajaba por la mañana. Y además, ¿por qué tantas consideraciones con Ma rino? En este punto llegamos a otra cosa extraña, quizá la más extraña: la desproporción entre lo gené 42 rico de las confesiones de Marino en esta fase y el interés que suscitan en niveles jerárquicos cada vez más elevados. La referencia de Marino a “un hecho grave acaecido en Milán” veinte años antes, seguida por la declaración de que “agradecería dirigirse a un. nivel superior” (es el sargento mayor Rossi quien ha bla: d ib a t t im p. 1583-84) es de una eficacia inme diata. El capitán Meo se apresura a entrevistarse con Marino, aunque a continuación sólo obtenga lamen tos, declaraciones de arrepentimiento y la habitual referencia a “un hecho grave que tuvo lugar en Mi lán” (d ib a t t im p. 1601). No es gran cosa, se diría, pero sí lo suficiente para arrancar de Milán, aquella misma noche, a un personaje como el coronel Bona- ventura, un. experto en la lucha contra el terrorismo que había sido el principal colaborador del general Dalla Chiesa. Ahora bien, Bonaventura se había ocu pado de modo asiduo precisamente del homicidio de Calabresi: pero esto (se nos dice) es una mera coinci dencia, porque Marino reveló su propia participación en el homicidio de Calabresi más adelante, en la fase de instrucción, y precisamente el 21 de julio, durante el segundo interrogatorio dirigido por el fiscal Po marici (yerb., pp. 7 ss.). Los dos primeros encuentros entre el coronel Bo- naventura y Marino discurrieron sin fruto. En el cur so del tercero el coronel dijo más o menos lo si guiente (de nuevo es el capitán Meo quien narra): “Marino, aquí hay que decidirse: a fin de cuentas, no podemos estar aquí hablando de sus problemas personales y de su familia, cuando seguramente us ted ha acudido para decimos alguna cosa, cosa que ahora no nos quiere decir... ni nos la dice ni nos da a entender de qué quiere hablar. Vamos a Milán. Escri bamos algo y veamos si se convence usted de que ha de decirnos algo, y algo más, de modo que podamos comprender un poco de qué quiere usted hablarnos; porque es inútil que nos hable de ese hecho grave... 43 un hecho grave... un hecho grave, sin explicamos de qué está hablando”. ¿Pero cómo es que Marino -preguntó el presiden te- consintió en acudir a Milán? El capitán Meo, con palabras un tanto confusas, intenta explicarlo: “ ...al principio nosotros intentamos hacerle hablar o hacerle escribir u obligarle de algún modo para sa ber de qué quería hablar. Tal era entonces su resis tencia ai diálogo. Tras darle vueltas, quizá compren dimos... «Quizá sea mejor que en Milán... Puesto que el hecho grave lo cometió usted en Milán, o fue cometido en Milán ese hecho del que sabe algo y del que: quiere: hablar.... quizá Milán, pueda, desbloquear la situación»” (dibattim,, p. 1615). “Puesto que el hecho grave lo-'cometió- usted en Milán...” : un desliz inmediatamente corregido (“o fue cometido en Milán ese hecho del que sabe algo”). Está claro que si en esta fase de las conversa ciones no recogidas en actas Marino habría confesa do un delito específico, los carabineros habrían debi do -una vez efectuados los correspondientes controles- poner a Marino en manos del magistrado competente, a fin de que se diera inicio a una ins trucción formal. Pero tras esta eventual omisión aso ma otra posibilidad mucho más inquietante: que en aquellos diecisiete días se hubiera hablado, en los cuarteles de Ameglia y Sarzana, también del homici dio de Calabresi. Nacería entonces de forma inevita ble la sospecha de que las confesiones de Marino en la fase de instrucción hubieran sido manipuladas o claramente confeccionadas de antemano de acuerdo con los carabineros. Pero el testimonio autorizado del coronel Bonaventura aleja cualquier duda. Todo se sumerge en una tupida niebla, incluso las referen cias a Milán que reaparecen periódicamente en el discurso de Marino: “el discurso de conjunto es éste. Graves hechos relativos al Norte, y así sucesivamen te. Luego la referencia a Milán... la cosa es que em pecé a avanzar un poco y... dije: «¿Se trata de hechos relativos a Milán? ¿Hechos relativos a Turín?» y así sucesivamente... Llegué a la convicción de que efec tivamente se trataba, o podía tratarse, de algo refe rente a Milán [...]. ¿Por qué llegué a semejante con vicción? Porque me dijo que conocía Milán, que había estado en Milán, que había frecuentado logares de Milán... Sin hacer claramente una referencia espe cífica”. El coronel Bonaventura no sospechó que el “hecho grave” fuera e! homicidio de Calabresi hasta el 20 de julio, en Milán, tras el primer interrogatorio recogido en actas: “Fue cuando en un momento dado dijo: «Quiero hablar con el fiscal de la república deMilán, y... ten go mucho miedo, quiero hablar con el fiscal porque se trata de un hecho grave». Fue entonces cuando me pareció entender que, más que estar implicado en ese hecho grave, quizá se contaba entre los autores del hecho grave, Pues bien, aquello fue una... una especie de intuición mía. Un modo de pensar. Po día acertar o podía equivocarme [...] el hecho se cen traba en Milán y se hablaba del año 72, creo. De modo que ya no se trataba, vagamente, de hace vein te años. La cuestión, pues, estaba bastante más...” (21 de febrero de 1990; dibattim ,, pp. 1705-9). Pero en las actas del interrogatorio del 20 de julio, observa el abogado Gentili (defensor de Sofri), no se habla del 72 (d ib a ttim .p. 1714). ¿Entonces? “Pues bien”, explica el coronel Bonaventura, “por lo que yo recuerdo fue contando la historia de su vida, y luego fue hablando de los contactos que te nía... que había estado en Milán, que había estado en Turín... El hecho de que yo haya podido decir que mi atención corría paralela, que pensé en Calabresi por que él habló del 72 quizá haya sido impreciso, presi dente, pero en mi mente se había disparado el discur so del hecho grave de Milán. Por eso lo llevé al fiscal, no podía tratarse más que de aquello. Además 45 no se refería a hechos antiguos. Ni Piazza Fontana, ni Annarumma, o sea que... Digamos que su discurso no estaba, en cierto modo, basado en aquellos he chos. No me había hablado de que hubiera estado en Milán en los años sesenta. No me había hablado de desórdenes públicos... Be modo que esto es un poco ío que...” {dibattim., pp. 1714-15). VIII En los relatos de los tres carabineros todo encaja (ca si) perfectamente. Pero la suya es. una construcción carcomida que al primer golpe se derrumba entre um polvareda de frases inconexas. Ninguna persona sen sata creerá que un prestigioso experto en antiterroris mo se traslade por te s veces» de noche, de Milán a Sarzana únicamente con el fin de oír las vagas refe rencias a un “hecho grave” repetidas durante horas, entre lamentos y silencios, por un desconocido ven dedor de crépes.32 Es mucho más verosímil suponer que Marino, en sus entrevistas con los carabineros, hablara del “hecho grave” en términos más precisos, traicionados por el resbalón del corone! Bonaventu ra (“el hecho se centraba en Milán y se hablaba del año 72”). Además, también otro testigo, el capitán Meo, incurre en una distracción análoga: “El hecho grave [Marino] lo identificó como un grave episodio criminal acaecido en Milán y, si no me equivoco, y puesto que debe estar escrito... lo que está escrito en el acta que remití, me parece que lo localizaba en el 72, o algo parecido” (dibattim., pp. 1620-21). El abogado Gentili ha subrayado que en las actas del interrogatorio del 20 de julio, desarrollado en las oficinas del centro operativo de los carabineros en Milán, no se habla del 72. Dado que el capitán Meo 46 declara haber asistido al interrogatorio, podemos de ducir de ello que las actas no son -por lo menos en este punto- fidedignas,33 Conclusión desconcertan te. Pero todavía más desconcertante es una pregunta del presidente, provocada por el testimonio del capi tán Meo, Cuando oyó por primera vez el nombre de Mari no, el coronel Bonaventura (relata Meo) preguntó: “¿Y quién es esa persona?”. “El coronel, ante la referencia al 72, ¿no llegó a identificar el hecho grave?”, inquirió el presidente (dibattim,, p. 1602). En el momento en que fueron pronunciadas estas palabras ni el capitán Meo ni el sargento mayor Ros- si habían hecho todavía, en sus testimonios, referen cia específica al 72. La primera vez Marino había hablado de “hechos de hace veinte años... de un gra ve hecho acaecido en Milán hace muchos años” (di- b a tt ir n 1597-1598); la segunda, de “un hecho grave sucedido en Milán... hace unos velete años” (dibat t i m ,p. 1583). La observación del presidente parece, pues, totalmente injustificada. Se diría que ello había hecho añorar involuntariamente una verdad de la que el propio presidente, el sargento mayor Rossi, el capitán Meo, el coronel Bonaventura y, naturalmen te, el acusado Marino estaban al corriente: esto es, que la relación de aquellos encuentros nocturnos no recogidos en actas, exhibida en la sala con gran abundancia de detalles pintorescos, simplemente no correspondía a la verdad. Pero es obvio que una su posición tan grave no puede ser formulada basándo se en un único e inquietante indicio. IX Y sin embargo, ante tantas contradicciones e incon gruencias, ¿cómo estar seguros de que la versión de 47 los hechos dada en la sala por los tres carabineros sea la verdadera y no meramente la última en el tiem po?34 Probablemente nunca sabremos qué se dijeron verdaderamente Marino y el coronel Bonaventura en el cuartel de Sarzana. Es más, la propia existencia de aquellas conversaciones nocturnas tendría que haber permanecido desconocida. Sin muchas ceremonias, el coronel Bonaventura descarga la responsabilidad de estos silencios forzosos sobre los magistrados mi- laneses: “Hemos estado suficientemente vinculados [...] a la autoridad judicial como para mantener la más estricta reserva../5 (dibattim., p. 1720). Así pues, ¿Lombardi y Pomarici estaban entera dos? Pomarici dijo de inmediato que las revelaciones hechas en la sala por el sargento mayor Ros si eran para él completamente nuevas; sin embargo, poste riormente contó que los carabineros convocados le habían telefoneado para informarle -o quizá para consultarle- sobre lo que dirían en la sala, y que él a su vez avisó de ello al jefe de la fiscalía. Según ulte riores declaraciones, las sesiones nocturnas con Ma rino en los cuarteles de los carabineros le habían sido notificadas de una sola vez. ¿Cuándo? ¿ Y por qué no había desmentido las declaraciones mendaces que había hecho previamente Marino en la instrucción, y posteriormente al principio del juicio oral? En su calificación, Pomarici observó que algunos habían visto en el silencio de Marino sobre la verda dera fecha del inicio de sus contactos informales con los carabineros “algo deshonesto, turbio, no claro”. Pero si hubiera habido “algo deshonesto, turbio, no claro”, objetó Pomarici, los carabineros “evidente mente habrían cubierto a Marino”: se habrían puesto de acuerdo previamente con él, y por ello “no habría existido la lealtad de los carabineros, que han acudi do al juicio oral a decir que no, que las cosas no ha bían sido exactamente así, que los primeros contac tos formales se iniciaron el 2 de julio, que no se iniciaron el 19-20 de julio. Por ello no entiendo de qué tipo de complot pueda tratarse”.35 Más adelante volveremos sobre esta conclusión (la inexistencia de un complot). Pero en lo que se refiere a una premisa, es preciso decir que la lealtad de ios carabineros se manifestó un poco tarde. Para que fuera desmentida la versión oficial tuvieron que pasar casi dos años: fue precisamente en la sesión del día 20 de febrero de 1990 cuando ei sargento mayor Rossi transgredió, presumiblemente obedeciendo (como veremos) ór denes superiores» la consigna de silencio sobre aque llos diecisiete días de conversaciones. Pomarici tiene razón, no había un acuerdo previo entre los carabine ros y Marino sobre este pimío: en el sentido de que 1.a fecha verdadera no tendría que haber salido a la luz. “Durante veinte meses no hablaron de ello, y des pués lo hicieron, no espontáneamente, desde luego, sólo porque y cuando fueron convocados a la sala”, ha escrito Adriano Sofri en la memoria remitida a los jueces de Milán antes de que se constituyeran en tri bunal.36 Pero ¿por qué fueron convocados a la sala los carabineros? X La causa inmediata se halla en la declaración hecha menos de un mes antes, el 26 de enero, por don Ré gelo Vincenzi, párroco de Bocca di Magra, llamado a testificar en el juicio. En la fase de instrucción Ma rino declaró haberse confiado a él, aunque noen confesión, “inmediatamente antes de las fiestas de navidad de 1987” (istr., p. 27); y le había liberado del compromiso de secreto sobre aquel encuentro. Don Vincenzi, llamado a testificar (el 30 de julio de 1988), lo confirmó. En aquella ocasión Marino le re veló que había participado en hechos terroristas, di ciándole que estaba profundamente arrepentido so bre todo de uno gravísimo. Le había dicho además que era “continuamente buscado por algunas perso nas en Bocea di Magra, y también espiado; preten dían, con gravísimas amenazas, que volviera a actuar en el mundo del crimen”; a estas personas les había respondido “que había terminado para siempre con el mundo del crimen terrorista y que no quería saber nada más del mismo”. En el juicio oral el presidente Mínale insistió en saber algo más, pero no obtuvo gran cosa. Palabras de Marino sobre las amenazas: “No me refería a amenaza en aquel momento. Era un discur so más genérico sobre mi vida... sobre mi vida pasa da... evidentemente el párroco no entendió del todo bien lo quería decir...” (dibattim,, p. 11). Pero ¿quién lo había amenazado? “Eran personas que provenían de antiguas expe riencias políticas que habíamos pasado juntos. Eran personas con las que anteriormente yo había tenido militancia política. Habían participado en huelgas, marchas, manifestaciones, violencias, etc. Se trataba de aquel núcleo restringido que efectuaba acciones ilegales por encargo de la organización. Por lo que a esas personas las reconocía en este contexto” {dibat tim., p. 16). Pero en el curso del juicio oral Marino acabó re tractándose por completo: “Yo, cuando hablé con el párroco... Al hablar de amenazas me refería a las amenazas que recibí años atrás y, evidentemente, el párroco no me entendió o...” {dibattim., p. 51). También don Vincenzi, llamado a testificar ante la Audiencia de lo Criminal de Milán, en el acto pare ció querer corregir o incluso retractarse de lo que ha bía dicho en la instrucción. La conversación con Ma rino había tenido lugar a finales de octubre, no dos semanas antes de Navidad. Marino le había parecido 50 tranquilo, porque además durante el verano había ga nado mucho. “¿Y los espionajes?5’ preguntó el presi dente. Sí, don. Vincenzi recuerda que Marino le había mentado “un intento de implicarle en otros hechos”; pero no se había hablado de amenazas o de espiona jes. El presidente se mostró sorprendido, casi amena zador. (“Escuche, usted es testigo» En tal caso la de tención en la sala no está contemplada, pero...”) Don Vincenzi terminó confirmando, con evidente males tar, su propio testimonio de hacía casi dos años. Pero el presidente no le dio tregua: “¿Vio en la región, en los días precedentes al en cuentro con Marino, a personas extrañas, personas nuevas?”, Don Vincenzi: Vi a : personas en coche que esta ban situadas en posiciones estratégicas, Y es que yo estas cosas siempre las tengo presentes, porque en el pasado padecimos robos, etc.: en mi caso no, porque yo tengo un sistema muy especial, y entonces inter vine intentando desplazarlos, porque estaban en te rrenos propios de la parroquia. Entonces me enseña ron una placa de la fuerza pública, de modo que al llegar a este punto lo dejé... Presidente: Sí, este es el episodio que consta. Pero no, yo me refería a la región, pues habiendo oído a Marino hablar de espionaje e implicaciones, usted... Don Vincenzi: Yo oí hablar a la gente de ello, de esas personas, eso es. Pero esto después de que los hechos sucedieran. Que habían notado anteriormente a personas que se quedaban de día y de noche, que llegaban, que se iban. Así pues yo, esto... eso es, per sonas. Yo no tuve conocimiento de ello. Aquello de lo que tuve conocimiento37 se refiere a esas personas que iban de paisano y que luego resultaron ser la fuerza pública. Presidente: No, esas otras observaciones... ¿Esas personas le hablaron, le contaron esas cosas, cuán do? ¿Después de las conversaciones con Marino? 51 Don Vincenzi: No, después de que Marino fuera detenido (<d ib a ttim pp. 787-88). La pregunta del presidente sobre las “personas extrañas”, destinada a aclarar la oscura referencia (luego desmentida) de Marino a los espionajes y a las amenazas por parte de innominados ex compañe ros de terrorismo, tuvo un resultado por completo imprevisto. Inesperadamente aparecen dos grupos distintos de espías, uno de los cuales (el único a quien don Vincenzi plantó cara directamente) estaba compuesto por agentes de paisano provistos de pla cas. Coando la defensa tiene la palabra, el abogado Gentili (defensor de. Sofri) vuelve sobre el mismo tema. Don Vincenzi precisa que un atardecer, tras haber sido oído como testigo (el 30 de julio de 1988), había visto a un grupo de jóvenes en un coche que se habían alejado antes de que pudiera apuntar su matrícula. (Evidentemente, se trataba del grupo de ex militantes de Lotta Continua que en aquel pe riodo estaba llevando a cabo una especie de con trainvestigación posteriormente divulgada bajo el tí tulo de Doloroso miste ro.) Sin embargo, el encuentro con las personas que habían enseñado la placa de las fuerzas del orden había tenido lugar “antes de la de tención de Marino”. “¿Antes de la detención de Marino?”, repite (qui zá incrédulo, o sorprendido) el abogado Gentili. Presidente: ¿Muchos días antes? ¿Más o menos? Pero bueno, se trata de un episodio... Don Vincenzi: Quizá un mes antes. Quince días, un mes antes. Gentili: ¿Recuerda a qué fuerzas del orden perte necían? Es decir, ¿eran carabineros o policías? Don Vincenzi: Carabineros (dibattim. , pp. 791 - 792). 52 XI Como se recordará, la versión de los investigadores venía a ser como sigue: Marino, atormentado por los remordimientos, se presenta el 19 de julio de 1988 a ios carabineros de Ameglia, que lo conducen a 'Mi lán; allí empieza a confesar y es detenido. Los testi monios de los tres carabineros, destinados a sustituir la ahora impresentable versión oficial del arrepenti miento de Marino, han sido solicitados, como es ob vio, por la imprevista revelación de don Vincenzi.38 Esta, conexión no es mencionada en la consideración retrospectiva hecha por el presidente antes de finali zar el proceso: “...la circunstancia procede del exte rior, porque e l Tribunal ha querido oír al sargento mayor y al capitán: de otro modo, nos hubiéramos constituido como tribuna! con fecha del. 19” {dibal- t i r n p. 2155), Y no sólo eso. El presidente ha inten tado en tres ocasiones cambiar el discurso: “Sí, este es el dato que resulta...”; “No, estas otras indicacio nes.,.” ; "Este es, empero, un episodio...”. “Resulta”: a decir verdad, en aquel momento la circunstancia no “resultaba” oficialmente para nadie. Pero ya hemos visto que Pomarici estaba, según él mismo admite, al corriente de la verdadera fecha del inicio de los contactos entre Marino y los carabine ros -por más que en un primer momento dijera lo contrario-. ¿Y el presidente Minale? Que lo hubiera sabido poco tiempo ha, en pleno juicio, al oírlo en voz del sargento mayor Emilio Rossi, parece más bien improbable. El rápido cambio de compás con que se abre la sesión del 20 de febrero (Presidente: “¿Acudió Marino a usted para solicitar su interven ción o para ser encaminado a otros?”. Rossi: “Sí”. Presidente: “¿Cuándo fue?”. Rossi: “Acudió a mí exactamente el 2 de julio del 88”. Presidente: “Así pues, no el 20 de julio... no el 19 de julio”. Rossi: “El 2 de julio del 88...”) tiene toda la pinta de estar desti- 5J nado, sobre todo, al público ignaro. Al leer las actas procesales desde un punto de vista posterior se tiene la impresión de que los momentos (y los modos) del “arrepentimiento” de Marino han estado rodeados, desde el inicio del juicio, por un halo de malestar. La primera sesión (9 de enero de 1990), tras las habitua les contiendas sobre el procedimiento por parte de los abogados, empieza así: Presidente: Usted [Marino]
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