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Ginzburg - El juez y el historiador

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Diseño de cubierta: Mario Muchnik
En cubierta:
Théodore Duret, 1912 
de Édoiiarcl Volitare! (1860--Í940), 
National Gallery of Art, Washington D. €., 
Chester Dale Collection
© 1991 by Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino 
© 1993 by Grupo Anaya S. A.
A naya & Mario Muchnik, Teíémaco, 43, 28027 Madrid. 
ISBN: 84-7979-043-1 
Depósito legal: M-11161 -1993
Título original: 11 giudice e lo storico
Esta edición de 
ES juez y el historiador
compuesta en tipos Times de 12 puntos en el ordenador de la editorial 
se terminó de imprimir en los talleres de 
Vía Gráfica, S. A., Fuenlabrada (Madrid) 
el 10 de abril de 1993.
Impreso en España — Printed in Spain
Cario Ginzburg
El juez y el historiador
Consideraciones al margen del proceso Sofri
Traducido de! italiano por 
Alberto Clav.ería
AN/y'YA & Mario Muchnik
INTRODUCCIÓN
Escribo estas páginas por dos motivos. El primero es 
personal. Conozco a Adriano Sofri desde hace más 
de treinta años. Es uno de mis amigos más queridos. 
En verano de 1988 fue acusado de haber impulsado a 
un hombre a matar a otro. Estoy completamente se­
guro de que esta acusación carece de fundamento. 
La Audiencia de Milán llegó a conclusiones distin­
tas. El 2 de mayo de 1990 condenó a Adriano Sofri 
(junto con Giorgio Pietrostefani y Ovidio Bompres­
si) a veintidós años, y a Leonardo Marino (su acusa­
dor) a once años de cárcel: a los dos primeros como 
inductores y a los otros, respectivamente, como eje­
cutor material y como cómplice del homicidio, co­
metido en Milán el 1.7 de mayo de 1972, del comisa­
rio de policía Luigi Calabresi.
Según la Ley italiana, un acusado debe ser consi­
derado inocente hasta la sentencia definiti va. Pero al 
principio del primer proceso el acusado Adriano So­
fri declaró públicamente que en ningún caso se val­
dría del derecho de apelar. Como otras personas, 
también tuve de inmediato muchas dudas sobre la 
conveniencia de esta decisión, si bien no sobre la pu­
reza de las razones que la inspiraban. En Italia, en 
los últimos años los procesos por delitos políticos o
9
mañosos han vuelto del revés con frecuencia (con 
mucha frecuencia), en recursos de apelación o de ca­
sación, las sentencias condenatorias pronunciadas en 
primera instancia. Sofri, renunciando de antemano a 
la apelación, ha querido sustraerse a la eventualidad 
de una absolución pospuesta. Pues una absolución 
pospuesta le ha parecido, equivocadamente o no, 
menos limpia, casi oscurecida por una sombra. Hay 
quien considera su decisión como una presión inde­
bida sobre los jueces del proceso entonces en curso. 
Sin embargo, quienes conocen a Adriano Sofri han 
reconocido en ello un rasgo de su carácter: una ele­
vada imagen de sí. mismo, en, este caso indisoluble­
mente unida a la certidumbre de su propia inocencia 
y a su incapacidad para tas componendas. Habiendo 
renunciado a apelar, no podrá defender en la sala su 
propia inocencia cuando se celebre el proceso en se­
gunda instancia.
Ante la inminencia de este proceso, escribo inva­
dido por la angustia ante la condena que ha golpeado 
injustamente a un amigo mío y por el deseo de con­
vencer a los demás de su inocencia. Pero la forma de 
estas páginas (muy diferente, como se verá, de la tes­
tificación) tiene un origen completamente distinto.
Y al señalar esto me refiero al segundo de los moti­
vos que puntualizaba antes.
Las actas del proceso de Milán y de la instrucción 
que lo precedió me han situado repetidamente ante 
relaciones intrincadas y ambiguas entre el juez y el 
historiador. Pues bien, hace ya años que doy vueltas 
a este tema. En algunos ensayos he intentado indagar 
sobre las implicaciones metodológicas y (en sentido 
lato) políticas de una serie de elementos comunes a 
las dos profesiones: indicios, pruebas, testimonios.1 
En este punto me ha parecido inevitable una con­
frontación más profunda. Lo cual se inscribe en una 
larga tradición: el propio título (que por otra parte es 
explícito) de este librito copia, como he descubierto
10
mientras lo escribía, el de .un ensayo publicado 
en 1939 por Fiero Calamandrei.2 Pero hoy día el diá­
logo, nunca fácil entre historiadores y jueces, ha co­
brado una importancia crucial para ambos. Intentaré 
explicar el porqué partiendo de un caso concreto i el 
que, por las razones ya expresadas, me afecta tan de 
cerca.
Los fundamentos de la sentencia lian sido hechos 
públicos, con gravísimo retraso, el 12 de enero 
de 1991. A ellos dedico la segunda parte de este es­
crito, He preferido mantener la distinción entre las 
dos partes por motivos que explicaré más adelante.
Los Ángeles, febrero de 1991
Agradezco sus observaciones a Paolo Carignani, 
Luigi Ferrajoli y Adriano Prosperi.*
* Quiero agradecer al m agistrado J. M. Reig su ayuda para 
acom odar ios térm inos procesales italianos al léxico jurídico 
español (N. del T.)
EL JU EZ Y EL HISTORIADOR
Una ligera desorientación. Tal es la primera sensa­
ción experimentada por quien, acostumbrado por ra­
zones profesionales a leer procesos inquisitoriales de 
los siglos XVI y XVIÍ, empieza a revisar las actas 
de la instrucción dirigida en 1988 por Antonio Lom­
bardi (juez instructor) y Ferdinando Pomarici (fiscal) 
contra Leonardo Marino y sus presuntos cómplices. 
Desorientación porque estos documentos tienen, 
frente a cualquier expectativa, una fisonomía curio­
samente familiar. Hay en ellos diferencias importan­
tes, como la presencia de abogados defensores, que 
aunque prevista en un manual inquisitorial como el 
Sacro Arseñale de Eli seo Masini (Génova, 1621), 
raramente se ponía en práctica en aquella época. 
Además, como en los tribunales inquisitoriales de 
hace tres o cuatro siglos, los interrogatorios de los 
posibles culpables se llevan a cabo en secreto, lejos 
de las miradas indiscretas del público (de hecho, 
en lugares inadecuados, como cuarteles de carabi­
neros).
13
Los interrogatorios se desarrollan, o mejor, se de­
sarrollaron. Con la entrada en vigor del nuevo códi­
go ha desaparecido parcialmente del proceso penal 
italiano la instrucción secreta: esto es, el aspecto más 
inquisitorial que inadecuadamente se emparejaba 
con el otro aspecto, más acusatorio, constituido por 
la fase del juicio oral.3 La instrucción, dirigida 
por Lombardi y Pomarici contra Marino y sus pre­
suntos cómplices, ha sido una de las últimas (y quizá 
precisamente la última) llevada a cabo según el anti­
guo código.
Pero la impresión de continuidad con el pasado 
que me había sorprendido, de inmediato no estaba li­
gada solamente a los aspectos institucionales de la 
fase de instrucción. Se debía a una semejanza más 
sutil y específica con los procesos inquisitoriales que 
mejor conozco: los efectuados contra mujeres y 
hombres acusados de brujería. En ellos la incitación 
a la complicidad tiene una importancia crucial: sobre 
todo cuando en el núcleo de las confesiones de los 
acusados se halla el aquelarre, la reunión nocturna 
de brujas y brujos.4
Espontáneamente en ocasiones, más frecuente­
mente obligados por la tortura o por las sugerencias 
de los jueces, los acusados acababan dando los nom­
bres de quienes habían participado con ellos en los 
ritos diabólicos. De modo que un proceso podía 
(como de hecho sucede con frecuencia) generar 
otros cinco, diez o veinte, hasta involucrar a la co­
munidad entera. Pero la Inquisición romana, herede­
ra de la inquisición medieval (o, como antes era de­
nominada, episcopal), que había dado un impulso 
decisivo a la persecución de la brujería, fue también 
la primera en plantearse dudas sobre la legitimidad 
jurídica de este tipo de procedimientos. A principios 
del siglo XVII, en los ambientes de la Congregación 
romana del Santo Oficio fue redactado un monu­
mento, titulado Instructio pro formandis processibus
14
in causis strigum, sortilegiorum & maleficiorum
[“Instrucción sobre el modo de proceder en los pro­
cesos de brujas, sortilegios y maleficios”], que supo­
nía un claro giro respecto ai pasado. La experiencia, 
se decía enel mismo, muestra que hasta el momento 
los procesos de brujería no han sido llevados casi 
nunca sobre la base de criterios aceptables.5 Los jue­
ces de los tribunales inquisitoriales periféricos eran 
advertidos al respecto: tendrían que controlar todas 
las afirmaciones de los acusados por medio de "ex­
quisitas diligencias judiciales”; seguir la pista, si era 
posible, de los cuerpos del delito; y probar que las 
curaciones o las enfermedades no eran atribuibles a 
causas naturales.
También el proceso del que quiero hablar se basa 
en la figura de un acusado-testigo, de un acusado 
que es al misino tiempo acusador de sí mismo y de 
otros. Las autoacusaciones de Leonardo Marino son 
el punto de convergencia de una trágica secuencia de 
hechos de la mayor notoriedad. Los recordaré breve­
mente. El 12 de diciembre de 1969, en. el momento 
culminante de la temporada de huelgas y de luchas 
obreras conocida por el nombre de “otoño caliente”, 
explotó en Milán, en una sede de la Banca delFAgri- 
coltura, una bomba que mató a 16 personas (otra 
moriría poco después) e hirió a 88, A los dos días la 
policía detuvo a un anarquista, Pietro Valpreda, a 
quien los periódicos moderados (y el primero entre 
ellos fue el Corriere della Sera) presentaron a la opi­
nión pública como autor del atentado. El ferroviario 
anarquista Giuseppe (Pino) Pinelli fue llamado a la 
comisaría de Milán para hacer comprobaciones. Pa­
saron tres noches hasta que el cuerpo de Pinelli voló 
desde la ventana del despacho del comisario Luigi 
Calabresi, donde se hallaban en aquel momento un 
oficial de carabineros y cuatro agentes de policía. Un 
periodista encontró a Pinelli tirado en el suelo, ya sin 
conocimiento. Dos horas más tarde, en una impre­
15
vista rueda de prensa nocturna, el comisario general 
de Milán, Marcello Guida, declaró a los periodistas 
que Pinelii, enfrentado a las pruebas innegables de 
su complicidad en el atentado, efectuado por Valpre- 
da, se había tirado por la ventana gritando: “Es el fin 
de la anarquía”. Posteriormente esta circunstancia 
fue desmentida. Se dijo que Pinelii, en una pausa 
del interrogatorio, se había acercado a la ventana 
para fumar un cigarrillo: afectado por un desmayo, 
se había precipitado. A estas versiones distintas se 
contrapone una tercera, que empezó a circular insis­
tentemente en el ámbito de la izquierda (tanto parla­
mentaria como extraparlamentaria): Pinelii,. al reci­
bir de un agente un golpe de karate mortal, había 
sido arrojado, ya cadáver, por la ventana del despa­
cho de Calabresi, En 1.969 el grupo Lotta Continua 
empezó, a través de sus propios órganos de prensa, 
una violenta campaña contra Calabresi, el comisario 
que dirigió el interrogatorio, acusándolo de ser el 
asesino de Pinelii. Unos meses más tarde Calabresi 
se querelló contra el periódico Lotta Continua por 
difamación. En el curso del proceso, el 22 de octubre 
de 1971 se decidió la exhumación del cadáver de Pi- 
nelii. Poco después el abogado de Calabresi recusó 
al presidente del tribunal: el proceso fue remitido a 
una nueva instancia. El 17 de mayo de 1972 Cala­
bresi fue muerto de dos tiros de pistola en el portal 
de su propia casa. El asesinato no fue reivindicado 
por nadie. Al día siguiente un comentario aparecido 
en el diario Lotta Continua emitía al respecto un jui­
cio sustancialmente favorable (“un acto en que los 
oprimidos reconocen su propia voluntad de justi­
cia”), si bien no lo reivindicaba. Algún tiempo más 
tarde se consideró sospechosos del crimen a algunos 
extremistas de derechas: el procedimiento fue poste­
riormente abandonado por falta de pruebas.
Pasaron dieciséis años. El 19 de julio de 1988 un 
ex obrero de la Fiat que había militado en Lotta Con­
16
tinua -Leonardo Marino™, se presentó en el puesto 
de carabineros de Ameglia (no lejos de Bocca di Ma­
gra, donde vivía con su familia) diciendo que era 
presa de una crisis de conciencia y que quería confe­
sar varios delitos relacionados con su pasada mili- 
tancia política. (La cronología del arrepentimiento 
que aquí damos es la que inicialmente se difundió, 
no la que surgió dos años más tarde en el. curso de! 
proceso.) El 20 de julio Marino fue conducido ai 
despacho del centro operativo de los carabineros de 
Milán, donde se levantó acta de. sus primeras decla­
raciones. Al día siguiente, en presencia del fiscal 
Ferdinando Pomarici declaró que había tomado par­
te, además de en una serie de robos cometidos entre 
1971 y 1.978, en la muerte de Calabresi. Ésta había 
sido decidida (siempre según la versión de Marino) 
por .mayoría por la ejecutiva nacional de Lotta Conti­
nua. Al mismo Marino lo había incitado a participar 
en la acción uno de los dirigentes del grupo, Giorgio 
Pietrostefani; consintió sólo tras haber recibido (en 
Pisa, después de una reunión) confirmación explícita 
de la decisión por parte de Sofri, a quien estaba espe­
cialmente ligado; algunos días después del encuentro 
con Sofri, se había dirigido a Milán y había esperado 
bajo la casa de Calabresi, junio con Ovidio Bom­
pressi; inmediatamente después del homicidio había 
sacado de allí a Bompressi, el ejecutor material, en 
un coche robado tres noches antes y había huido. 
Todo esto fue relatado con gran abundancia de deta­
lles. Pero los informes, por minuciosos que sean, de 
un acusado-testigo no constituyen garantía suficien­
te: esto lo había visto yo en los juicios de la Inquisi­
ción romana del siglo XVII, al releer ios procesos 
por brujería celebrados por sus tribunales. Para po­
der ser tomada en cuenta, una confesión debe ser co­
rroborada por descubrimientos objetivos.
Enseguida veremos cómo se enfrentaron a esta di­
ficultad los jueces del proceso contra los presuntos
17
autores del asesinato de Calabresi, Lo que hasta el 
momento queda claro es que encontrar pruebas o 
descubrimientos objetivos es una operación común 
no sólo a los inquisidores de hace trescientos cin­
cuenta años y a los jueces de hoy, sino también a los 
historiadores de hoy y a los inquisidores y jueces. 
Merece la pena detenerse en esta ultima coinciden­
cia, y sobre todo en sus implicaciones.
II
Las relaciones entre historia; y derecho siempre han 
sido muy estrechas: desde que surgió en Grecia, hace 
áos mil quinientos años, el género literario que lla­
mamos “historia”, Si bien la palabra “historia” pro­
cede del lenguaje médico, la capacidad argumen­
tativa que implica viene, sin embargo, del ámbito 
jurídico. La historia como actividad intelectual espe­
cífica se constituye (como nos recordó hace algunos 
años Arnaldo Momigliano) en el encuentro entre 
medicina y retórica: examina casos y situaciones 
buscando sus causas naturales según el ejemplo de la 
primera, y los expone siguiendo las reglas de la se­
gunda: un arte de persuadir nacido en los tribunales.6
Según la tradición clásica, a la exposición históri­
ca (como, por otra parte, a la poesía) se le exigía, en 
primer lugar, una cualidad que los griegos llamaban 
enargheia y los latinos evidentia in narratione: la ca­
pacidad de representar con vivacidad personajes y 
situaciones. Al igual que un abogado, el historiador 
tenía que convencer por medio de una argumenta­
ción eficaz que, eventualmente, fuera capaz de co­
municar la ilusión de la realidad, y no por medio de 
la producción de pruebas o de la valoración de prue­
bas producidas por otros.7 Estas últimas eran activi­
dades propias de los anticuarios y de los eruditos;
18
pero hasta la segunda mitad del siglo XVIII histo­
ria y anticuarla constituyeron ámbitos intelectuales 
completamente independientes y frecuentados habi­
tualmente por individuos distintos.8 Cuando un eru­
dito como el jesuíta Henri Griffet, en su Traité des 
différentes sortes de preuves qui servent á-établir la 
vérité de Vhisioire (1769), comparó al historiador 
con un juez que criba atentamente pruebas y testimo­
nios, manifestó una exigencia todavía insatisfecha, 
aunque probablemente advertida ya por "las partes. 
La misma sería realizadapocos años después en The 
Decline and Fall ofthe Román Empire [“Declive y 
caída del imperio romano”, 1776] de Edward Gib- 
bon: la primera obra que fundía con éxito historia y 
anticuarla.9... .
La comparación entre historiador y juez estaba 
destinada a tener una gran fortuna. En el famoso di­
cho, originariamente pronunciado por Schiller, Die 
Weltgeschichte ist das Weltgericht, Hegel condensó, 
en el doble significado de Weltgericht (“tribunal del 
mundo”, pero también “juicio universal”), ia esencia 
de su propia filosofía de la historia: la secularización 
de la visión cristiana de la historia universal (Welt­
geschichte) A® Se acentuaba la sentencia (con la ya 
citada ambigüedad): pero se imponía al historiador 
juzgar figuras y acontecimientos basándose en un 
principio -los intereses superiores del Estado- ten- 
dencialmente ajeno tanto al derecho como a la 
moral. En el pasaje de Griffet, sin embargo, se acen­
tuaba lo que precede a la sentencia, esto es, la valo­
ración imparcial de pruebas y testimonios por parte 
del juez. A finales de siglo lord Acton, en la lección 
pronunciada con ocasión de su nombramiento como 
Regius Profes sor de Historia Moderna por la Univer­
sidad de Cambridge (1895), insistía sobre unas y so­
bre otras: la historiografía, cuando está basada en los 
documentos, puede levantarse por encima de los 
acontecimientos y convertirse en “un tribunal reco­
19
nocido^ igual para todos”.11 Estas palabras se hacían 
eco de una tendencia que se estaba difundiendo rápi­
damente, alimentada por el clima positivista domi­
nante. Entre finales del siglo XIX y los primeros de­
cenios del XX la historiografía, y en especial la 
historiografía política -de manera muy especial la 
historiografía sobre la Revolución francesa-, asumió 
una fisonomía visiblemente judicial.12 Pero dada la 
tendencia a asociar estrechamente la pasión política 
y el deber profesional de la imparcialidad, se miraba 
con desconfianza a quien, como Taine (que, por su 
parte, se había jactado de querer practicar la “zoolo­
gía moral”), examinaba el fenómeno revolucionario 
con la actitud de un “juez supremo e imperturbable” . 
Alphonse Aulard, autor de estas palabras, así como 
su adversario académico, Albert Mathiez, prefirieron 
revestirse alternativamente con los ropajes de fiscal 
del Estado o de abogado defensor para probar, ba­
sándose en informes circunstanciados, las responsa­
bilidades de Robespierre o la corrupción de Danton. 
Esta tradición de alegatos al mismo tiempo políticos 
y morales, seguidos de condenas o absoluciones, se 
proyectó largamente: Un jury pour la Révolufion, es­
crito por uno de los más notables historiadores vivos 
de la edad revolucionaria, Jaques Godechot, es del 
año 1974.13
El modelo judicial tuvo dos efectos interdepen- 
dientes sobre los historiadores. Por una parte les in­
dujo a centrarse en los acontecimientos (políticos, 
militares, diplomáticos) que en cuanto tales podían 
ser atribuidos sin demasiadas dificultades a las ac­
ciones de uno o más individuos; por otra, a descuidar 
todos los fenómenos (historia de los grupos sociales, 
historia de las mentalidades y así sucesivamente) 
que no encajaban en esta pauta explicativa. Recono­
cemos como en un negativo fotográfico, lleno de ra- 
yaduras, los lemas en torno a los cuales se constituyó 
la revista Anuales d ’histoire économique et sociale,
20
fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre: 
negación de la histoire événementielle, invitación a 
indagar una historia más profunda y menos aparente. 
No es sorprendente encontrar entre las reflexiones 
metodológicas redactadas por Bloch, poco antes de 
morir, la irónica exclamación: “Robespierristas, anti- 
rrobespierristas, me hacéis gracia: por favor, decid­
me simplemente quién era Robespierre.” Ante el 
dilema “¿juzgar o comprender?” ■ Bloch optaba sin 
dudar por de la segunda alternativa.14 La vencedora 
era, como hoy nos parece obvio, la alternativa histo- 
riográfica. Para no salimos del ámbito de los estu­
dios sobre la Revolución francesa, el intento de AI- 
bert Mathiez de explicar la política de Danton por 
medio de su corrupción y la de sus amigos (La co- 
rruption parlamentaire sous la Terreur, 19272) nos
parece hoy inadecuado, mientras que la reconstruc.
ción del gran terror del 89 por Georges Lefebvre 
(1932) ha llegado a ser un clásico de la historiografía 
contemporánea.15 Lefebvre no formaba parte en sen­
tido estricto del grupo de “Annales”: pero La Gran­
de Peur nunca habría sido escrito sin el precedente 
de Los reyes taumaturgos (1924) de Bloch, colega de 
Lefebvre en la Universidad de Estrasburgo.16 Am­
bos libros giran en torno a acontecimientos inexis­
tentes: el poder de curar a los escrofulosos atribuido 
a los reyes de Francia y de Inglaterra y las agresiones 
de grupos de bandidos al servicio del “complot aris­
tocrático”. Lo que ha hecho históricamente relevan­
tes estos acontecimientos fantasmales es su eficacia 
simbólica, esto es, la imagen que de ellos se hacía 
una miríada de individuos anónimos. Es difícil ima­
ginar algo más lejano de la historiografía moralista 
inspirada a partir de un modelo judicial.
Ciertamente hemos de regocijarnos de la dismi­
nución de su prestigio, el cual ha acompañado a la 
desaparición progresiva del historiador convencido 
de interpretar las razones superiores del Estado. Pero
21
mientras que hace unos veinte años era posible sus­
cribir sin más la clara disyunción entre historiador y 
juez efectuada por Bloch, hoy las cosas se presentan 
más complicadas. La justa intolerancia ante la histo­
riografía, inspirada en un modelo judicial, tiende 
cada vez más a implicar también a lo que justificaba 
la analogía entre historiador y juez, formulada, quizá 
por vez primera, por el erudito jesuíta Henri Griffet: 
la noción de prueba. (Lo que voy a decir sólo en muy 
pequeña medida se refiere a fenómenos italianos, Pa­
rafraseando a Bertolt Brecht, se podría decir que las 
cosas viejas malas -empezando por la filosofía de 
Giovanni Gentile, invisiblemente presente en nues­
tro paisaje cultural"”'nos- han protegido de las cosas 
nuevas malas.)17
Para muchos historiadores la noción de prueba es­
tá pasada de moda; así como la verdad, a la cual está 
ligada por un vínculo h isto rio (y por lo tanto no ne­
cesario) muy fuerte. Las razones de esta devaluación 
son muchas, y no todas de orden intelectual Una de 
ellas es, ciertamente, la exagerada fortuna que ha al­
canzado a ambos lados del Atlántico, en Francia y en 
los Estados Unidos, el término “representación”. El 
uso que del mismo se hace acaba creando, en muchos 
casos, alrededor del historiador un muro infranquea­
ble. La fuente histórica tiende a ser examinada exclu­
sivamente en tanto que fuente de sí misma (según el 
modo en que ha sido construida), y no de aquello de 
lo que se habla. Por decirlo con otras palabras, se 
analizan las fuentes (escritas, en imágenes, etcétera) 
en tanto que testimonios de “representaciones” socia­
les: pero al mismo tiempo se rechaza, como una im­
perdonable ingenuidad positivista, la posibilidad de 
analizar las relaciones existentes entre estos testimo­
nios y la realidad por ellos designada o representa­
da.18 Pues bien, estas relaciones nunca son obvias: 
definirlas en términos de representación sí que sería 
ingenuo. Sabemos perfectamente que todo testimo­
22
nio está construido según un código determinado: al­
canzar la realidad histórica (o la realidad) direc^ 
tamente es por definición imposible. Pero inferir de 
ello la incognoscibilidad de la realidad significa caer 
en una forma de escepticismo perezosamente radical 
que es al mismo tiempo insostenible desde el punto 
de vista existencia! y contradictoria desde el ponto de 
visla lógico: como es bien sabido, la elección funda­
mental del escéptico no es sometida a la duda metó­
dica que declara profesar.19
Con todo, para mís como para, muchos otros, las 
nociones de “prueba” y de “verdad” son parte consti­
tutiva del oficio del historiador.Ello no implica, ob­
viamente, que fenómenos inexistentes o documentos 
falsificados sean históricamente poco relevantes: 
Bloch y Lefebvre nos enseñaron hace ya tiempo lo 
contrario. Pero el análisis de las representaciones no 
puede prescindir de! principio de realidad. La inexis­
tencia de los grupos de bandidos hace más significa­
tivo (por ser más profundo y revelador) el terror de 
los campesinos franceses en el verano de 1789. Un 
historiador tiene derecho a distinguir un problema 
allí donde un juez decidiría un “no ha lugar” . Es una 
divergencia importante que, sin embargo, presupone 
un elemento común a historiadores y jueces: el uso 
de la prueba. El oficio tanto de unos como de otros 
se basa en la posibilidad de probar, según determina­
das reglas, que jc ha hecho y: donde x puede designar 
tanto al protagonista, aunque sea anónimo, de un 
acontecimiento histórico, como al sujeto de un pro­
cedimiento penal; e y, una acción cualquiera.20
Pero obtener una prueba no siempre es posible; y 
cuando lo es, el resultado pertenece siempre al orden 
de la probabilidad (aunque sea del novecientos no­
venta y nueve por mil), y no al de la certidumbre.21 
Aquí se añade una divergencia más: una de las tantas 
que señalan, más allá de la contigüidad preliminar de 
que hemos hablado, la profunda discriminación que
23
separa a historiadores y jueces. Intentaré bosquejarla 
poco a poco.Y entonces surgirán las implicaciones y 
los limites de la sugestiva analogía sugerida por Lui~ 
gi Ferrajoli: “El proceso es, por así decirlo, el único 
caso de «experimento historiográfico»: en él las 
fuentes actúan en vivo, no sólo porque son asumidas 
directamente, sino también porque son confrontadas 
entre sí, sometidas a exámenes cruzados, y se les so­
licita que reproduzcan, como en un psicodrama» el 
acontecimiento que se juzga.”22
. ni: .
He consoltado las actas de uno de estos experimen­
tos historiográfícos: las transcripciones de los inte­
rrogatorios reunidos en el curso de la instrucción por 
el juez Antonio Lombardi, el auto de procesamiento 
redactado por él, las transcripciones de! juicio oral 
de la Audiencia de lo Criminal de Milán presidida 
por Maní i o Minale, el escrito de acusación del fiscal 
Ferdinando Pomarici, los escritos de los abogados 
defensores, más diversos materiales adyacentes refe­
rentes a Leonardo Marino y a sus presuntos cómpli­
ces. En suma, alrededor de tres mil páginas. Ya me 
he referido a la inesperada (y por ello desconcertan­
te) sensación de familiaridad que experimenté al leer 
los interrogatorios recogidos por el juez instructor. 
Naturalmente, esta sensación disminuyó mucho una 
vez llegados a la fase del juicio. El diálogo entre las 
partes, continuamente filtrado y mediatizado por el 
presidente, crea un ambiente por completo distinto 
del correspondiente al proceso inquisitorial. A la in­
versa (y paradójicamente), la viveza de las transcrip­
ciones de la cinta magnetofónica del juicio oral, ce­
lebrado en la sala, está mucho más cerca de las actas 
inquisitoriales que el rígido lenguaje burocrático en
24
que están transcritos (y distorsionados) los interroga­
torios de la instrucción, que está, sin embargo, más 
cercana desde un punto de vista jurídico al proceso 
inquisitorial. Es cierto que se trata, en ambos casos, 
de transcripciones: en el paso de lo ora! a lo escrito 
se pierden entonaciones, dudas, silencios, gestos. Se 
pierden, pero no del todo. Con frecuencia, y siguien­
do, sin saberlo, las costumbres de los notarios del 
Santo Oficio, ios transe tí plores registran entre, pa­
réntesis lágrimas, risas, respuestas truncadas o pro­
nunciadas con especial ardor.23 En tal caso la trans­
cripción- es ya interpretación y condiciona las 
interpretaciones sucesivas elaboradas en un futuro 
próximo (por ejemplo, aquel desde el cual yo escri­
bo) o remoto.24
En ningún momento lie tenido en cuenta la posi­
bilidad de partir de este material documental para re­
construir desde un punto de vista histórico los acon­
tecimientos que fueron objeto de juicio. Ni quería ni, 
en cualquier caso, habría sabido hacerlo. Mis objeti­
vos eran mucho más limitados: un análisis de los he­
chos dedicado a subrayar las divergencias y las con­
vergencias entre historiadores y jueces. Estas últimas 
se apoyan, como ya he dicho, sobre todo en el uso 
de la prueba. Pero yo, a diferencia de los jueces (y 
de los historiadores que se dedican a la historia oral), 
no estoy en condiciones de participar en la produc­
ción de las fuentes que analizo. Solamente puedo, 
con la ayuda -unas veces solidaria y otras antagonis­
ta- de quienes me han precedido (jueces, testigos, 
acusados, transcriptores), participar en su descifra­
miento.
“Las declaraciones confesionales de Marino”, 
escribe el juez instructor Antonio Lombardi en su 
auto de procesamiento, en el capítulo “Las fuen­
tes de pruebas”, “constituyen [...] por su calidad y 
cantidad, la fuente de pruebas dominante de este 
proceso.” Su sinceridad (explica el juez instructor)
25
es indudable. En el ánimo de Marino fue madu­
rando poco a poco un disgusto irreprimible por los 
crímenes cometidos. Un profundo impulso ético lo 
llevó a denunciarse a sí mismo y a sus ex compañe­
ros:
“Desde hace varios años”, empieza la confesión 
espontánea de Marino, “iba arraigándose en mí inte­
rior la convicción, dictada por sentimientos morales 
y religiosos, de confesar a las autoridades competen­
tes hechos y circunstancias en que me vi implicado 
entre finales de los años sesenta y principios de los 
setenta, cuando .militaba en las filas del movimiento 
extraparlamentario Lotta Continua. Estando seguro 
de que nunca había-sido, yo objeto de sospecha algu­
na, y no habiendo tenido nunca nada que ver con la 
justicia, desde hace 3 ó 4 años surgió en mi interior 
un imperativo, una exigencia de informar.sobre todo 
lo que hice en un contexto político del que me separé 
hace 15 años [...] Aun considerando que muchos no 
podrán creerme, he decidido confesar cuanto hice o 
cuanto llegué a saber sobre todo por respeto a estos 
chicos [sus dos hijos]” (inf. test, p. 1) 25
Los robos en que participó (por lo menos los ante­
riores a 1976) fueron efectuados -según Marino- 
por una estructura ilegal de Lotta Continua encabe­
zada por Pietrostefani. En cuanto al homicidio de 
Calabresi, éste fue discutido en una reunión de la 
ejecutiva de Lotta Continua, sometido a votación y 
aprobado por mayoría. Tras los responsables mate­
riales -los militantes de base Bompressi y Marino- 
vemos perfilarse a los inductores -dos dirigentes 
prestigiosos como Sofri y Pietrostefani™ que impli­
can a los máximos niveles de la organización. Así 
pues, quien mató a Calabresi fue, en el sentido más 
completo del término, Lotta Continua.
Pero el juez instructor sabe perfectamente que la 
aseverada sinceridad del arrepentimiento de Marino 
no es suficiente para garantizar la veracidad de sus
26
confesiones. “Han sido halladas abundantes concor­
dancias en las declaraciones de los testigos en tomo 
a un mismo punto y (en lo que a importantes detalles’ 
se refiere) también de otros acusados; se han halla­
do , en fin, Inequívocas coincidencias con averigua­
ciones de la policía judicial, inspecciones oculares 
judiciales y peritajes sobre armas.” “Ciertamente’', 
continúa e! juez instructor, “no todas las declaracio­
nes son siempre pormenorizadas y meticulosas en lo 
que a los detalles se refiere; en ocasiones son de re­
lato; pequeños errores, olvidos, imprecisiones, su­
perposiciones de recuerdos siempre están presentes, 
inevitablemente, en la reconstrucción de episodios 
tan numerosos acaecidos hace tantos años [...] Estos 
pequeños errores, con todo, han sido”, en opinión 
del juez instructor, “superados por el cuidadoso con­
trol de las referencias ligadas a. las incitaciones a la 
complicidad’5 (Ordmanza-sentenza, pp. 70-71).26
Aquí los “pequeños errores” se configuran como 
obstáculos marginales posteriormente “superados”. 
Sin embargo, más adelantese convierten en una ga­
rantía de autenticidad: “La valoración de la intima­
ción a la complicidad [...] se hace en términos realis­
tas; pretender que la narración de tantos hechos y 
circunstancias dé un relato totalmente carente de 
errores o de contradicciones marginales equivaldría 
a pretender una capacidad sobrehumana en el decla­
rante, en este caso, en Marino cuyo relato manifies­
ta, pues, su propia espontaneidad precisamente en la 
existencia de pequeños errores o contradicciones 
marginales al narrar hechos acaecidos hace tantos 
años. El problema de fondo es establecer si los even­
tuales pequeños errores o contradicciones pueden 
comprometer la validez probatoria de todo el relato. 
Y, en opinión del juez instructor, esto puede deci­
didamente excluirse en lo que a la completa narra­
ción del acusado se refiere” (Ordinanza-sentenza, 
pp. 91-92).
27
Veamos pues los “pequeños errores” que, como 
reconoce en el auto de procesamiento el juez Lom­
bardi, cometió Marino al relatar el asesinato de Cala­
bresi.
a) El color del Fiat 125 robado y posteriormente uti­
lizado en la emboscada. Era azul, y no marrón claro, 
como sostuvo en un primer .momento (posteriormen­
te dijo haberse confundido con un coche robado en 
Massa para cometer un robo).
b) El camino seguido para alejarse del lugar del de­
lito, En la confesión hecha en la fase de instrucción 
Marino declaró haber dejado la calle Cherubini me­
tiéndose por la calle Giotto o por la calle Belfiore ha­
cia la plaza Wagner. Sin embargo, según los testimo­
nios oculares, los autores del atentado tomaron la 
calle Cherubini y giraron en la calle Rasori, dirigién­
dose a la calle Ariosto esquina calle Alberto da Gius- 
sano, donde abandonaron el 1.25 azul con el motor 
en marcha (véase el plano). Cuando Adriano Sofri 
puso de relieve en la fase de instrucción esta clamo­
rosa discordancia, los investigadores replicaron que 
Marino, poco familiarizado con los nombres de las 
calles de Milán,27 había descrito el camino de la hui­
da sirviéndose de un plano de las calles que el minis­
terio público le había “sometido al revés”. Marino, 
“al examinar la calle Cherubini en sentido inverso, 
indicando que había girado inmediatamente a la de­
recha, leyó el nombre de la calle Giotto o de la calle 
Belfiore en vez de la calle Rasori”, se lee en el auto 
de procesamiento. Ahora bien, la torpe expresión 
utilizada por los investigadores - “sometido al re­
vés”- evidentemente quiere indicar que el plano de 
las calles estaba orientado, respecto de quien lo usa­
ba (Marino), en dirección sur-norte, en vez de norte- 
sur. Llegados a este punto son posibles dos hipótesis: 
Para poder leer los nombres de las calles, que esta
28
Detalle del plano -que incluye la calle Chertibini, lugar del homici­
dio- procedente del callejero telefónico de Milán, sobre el cual Mari­
no describió, en el primer interrogatorio del fiscal Pomarici, un reco­
rrido de fuga opuesto al verificado por los autores del atentado. Ni el 
ministerio publico ni el juez instructor dieron importancia ai asunto; 
por el contrario, el escrito de acusación final subrayaba la exactitud de 
la descripción de la ruta de fuga por parte de Marino. Cuando, ai ha­
cerse públicas las actas de la instrucción, fue señalado el despropósito, 
los magistrados sostuvieron que todo se explicaba por ei hecho de que 
ei plano había sido mostrado a Marino “del revés”.
29
ban escritos “al revés”, Marino pidió al ministerio 
público que diera vuelta al plano en el sentido nor­
mal norte-sur; o, al no conseguir descifrar los nom­
bres de las calles, indicó al ministerio público el ca­
mino recorrido. En ambos casos éste no se percata 
de que el camino indicado por Marino se contradice 
no sólo con las descripciones de los testimonios ocu­
lares, sino también con el lugar en que fue encon­
trado el Í25 azul Al intentar encubrir su propia 
chapuza, los investigadores atribuyen plenamente 
al acusado el desaguisado: “En conclusión, Marino 
ha descrito pues a la perfección la ruta de fuga prin­
cipal y la subordinada, (la efectivamente seguida)” 
(P- 257).
En este caso la versión de Marino fue reconocida 
como errónea (aunque con cierto retraso) por el juez 
Lombardi y por el fiscal Pomarici, No había alterna­
tivas: está claro que cualquier descripción de la ruta 
de fuga debía conducir necesariamente al 125 azul 
abandonado por los autores del atentado en la calle 
Ariosto esquina con la calle Alberto Giussano. Pero 
en conjunto, la instrucción ofrece una valoración 
muy distinta de la confesión de Marino. En el capítu­
lo del auto de procesamiento titulado Averiguacio­
nes, dedicado a la preparación y ejecución del homi­
cidio de Calabresi, se afirma (p. 264) que el relato de 
Marino no sólo “concuerda perfectamente” con la 
reconstrucción efectuada por la policía, sino que 
además permite “reconsiderar [en él] alguna inexac­
titud”. En otras palabras, en vez de buscar coinciden­
cias objetivas en la confesión del acusado, la instruc­
ción se sirve de esta última como piedra de toque 
para validar (y eventualmente descartar) las declara­
ciones de los testigos oculares.
30
IV
El presidente de la Audiencia de lo Criminal de Mi­
lán, Manlio Minale, estableció desde el principio del 
juicio que no estaba dispuesto a aceptar ciegamente 
ios resultados de la instrucción dirigida por el juez 
Lombardi y por el fiscal Pomarici (que había, efec­
tuado por sí solo los cuatro primeros interrogatorios 
de Marino). La credibilidad del acusado tenía que 
ser controlada de arriba abajo.- Desde el primer inte­
rrogatorio de Marino en Ja sala (9 de enero de 1990) 
fueron puestos en duda los profundos motivos éticos 
de su arrepentimiento. El presidente observó que, 
poco antes de dirigirse al párroco de Bocca di Magra 
para hablarle de su arrepentimiento, Marino había 
cometido otro robo (d ib a t t im p. 14). “En esencia”, 
le preguntó el presidente en un momento dado, “¿si. 
hubiera encontrado el dinero habría seguido llevan­
do la misma vida y habría acallado un poco su con- 
ciencia o no?” (<d ib a ttim p. 28). En el siguiente inte­
rrogatorio (10 de enero de 1990) el presidente hizo 
ver a Marino que en la instrucción había dado tres 
versiones distintas de la fase preparatoria del homi­
cidio de Calabresi. Primera versión: Marino se en­
cuentra en varias ocasiones con Bompressi, acepta 
participar en el atentado y recibe en Pisa, por parte 
de Sofri y de Pietrostefani (13 de mayo de 1972), la 
confirmación de la decisión tomada por la ejecutiva. 
Segunda versión: Marino recibe la primera propues­
ta de Bompressi, recibe instrucciones pormenoriza­
das de Pietrostefani y solventa las últimas dudas en 
Pisa con Sofri, en un encuentro en el que participa 
también Pietrostefani (dibattim., pp. 39-42). Tercera 
versión: el homicidio es preparado en una serie de 
discusiones de “grupo”, sin más especificaciones 
(Marino, al contestar, lo hace coincidir a continua­
ción con Pietrostefani, Bompressi y él mismo). En el 
curso del juicio oral surge una cuarta versión, que
31
suprime a Pietrostefani del encuentro de Pisa.28 Las 
razones de este desdecirse de Marino son fácilmente 
descifrables. En el curso de la instrucción Pietroste­
fani había puesto de relieve que un clandestino, 
como él entonces, difícilmente se habría dejado vet­
en Pisa, donde era muy conocido, y menos en un día 
en que toda la ciudad estaba dominada por las fuer­
zas del orden (Lotta Continua había emitido una 
convocatoria en memoria del joven Franco Serantini, 
muerto sin auxilios en la cárcel pocos días antes, de­
bido a los porrazos propinados por la policía durante 
una manifestación). ¿Por qué, entonces, objetó el 
presidente, había declarado Marino al ministerio pú­
blico que Pietrostefani había asistido “de cerca o de 
lejos” a la reunión de- Pisa? Marino queda, visible­
mente turbado:
“Pero mire, yo, cuando hice, digamos, esta prime­
ra declaración, en la que tan espontáneamente y de 
buenas a primeras dije que había estadoen contacto 
con Pietrostefani y con Sofri, quería decir que había 
hablado primero con uno y luego con el otro del 
asunto. Evidentemente no estaba... Es decir, no me 
daba cuenta de que en aquel momento era importan­
te especificar bien con quién había hablado primero 
y con quién después, los lugares, etc., etc. Más tarde, 
rememorando... En efecto, en Pisa hablé exclusiva­
mente con Sofri, si bien, repito, había tenido antes 
ocasión de verme con Pietro [es decir, Pietrostefani] 
otras veces y de discutir con él sobre estos asun­
tos...” (10 de enero de 1990; dibattim. , p. 71).
V
Marino habla de equivocación aislada, cometida “es­
pontáneamente y de buenas a primeras”. Sin embar­
go, se trata de uno de los muchos retoques por él in-
52
trodiicidos en las versiones de este episodio crucial 
sucesivamente enunciadas en el curso del proceso.
interrogatorio del 21 de julio de 1988: “Mientras 
tanto acaeció en Pisa la muerte de Serán tini, que pre­
cedió en algunos días al homicidio del comisario Ca­
labresi; recuerdo que hubo una manifestación impo­
nente en la que participaron muchísimos miembros 
de Lotta Continua; también hubo una reunión dirigi­
da por Adriano Sofri. Inmediatamente después de di­
cha reunión Sofri y Pietrostefani se me acercaron; 
recuerdo que primero fuimos a beber algo a un local 
público y después salimos a discutir por la calle. 
Ellos me confirmaron que la decisión procedía de 
la Ejecutiva Política, diciéndome que el momento 
había madurado como resultado de la muerte de Se­
rán tini: la decisión se había tomado previamente por 
las mismas motivaciones que me habían sido comu­
nicadas por Enrico [Bompressi], pero era oportuno 
acelerar el momento precisamente para reaccionar 
ante la muerte de Serantini y aprovechar así la ira 
que dicho episodio había despertado en los miem­
bros de la organización. Entonces yo manifesté mi 
acuerdo. En el curso de aquella conversación me 
fueron dadas directivas de carácter general: me dije­
ron que si en algún momento éramos detenidos, te­
níamos que declarar que habíamos actuado de modo 
completamente espontáneo y debido a decisiones in­
dividuales, a fin de mantener ajena a la organización. 
También me garantizaron asistencia legal por medio 
de abogados que no fueran asociados a Lotta Conti­
nua, si bien no asistencia financiera, que hubiera su­
puesto consecuencias para mi indemnidad. No me 
dijeron nada desde el punto de vista específicamente 
operativo, sólo que tenía que volver a Turín y espe­
rar noticias” (verb., pp. 8-9; la cursiva es mía).
Interrogatorio del 29 de julio: Marino, en presen­
cia del juez instructor Lombardi y del fiscal Pomari­
ci (y ya no sólo de este último) confirma cuanto ha
33
dicho. Pero en lo que se refiere a la versión prece­
dente, la presencia de Pietrostefani en Pisa queda 
más atenuada:
44Recuerdo perfectamente que, tras la reunión, me 
aparté para hablar con Sofri y Pietrostefani En 
aquella ocasión hablé principalmente con Sofri, que 
era el jefe reconocido de Lotta Continua” (istrutt. , 
p. 3; la cursiva es mía).
En el interrogatorio del 17 de agosto Pietrostefani 
adopta perfiles cada vez más desvaídos:
“...he de decir que antes de la muerte de Serantini 
el homicidio de Calabresi ya se había preparado deta­
lladamente; aunque no hubiera muerto Serantini, 
igualmente habríamos. matado a Calabresi, sólo que 
la acción estaba prevista para unos veinte, días- más 
tarde de la fecha en que fue ejecutada. En realidad la 
muerte de Serantini sólo sirvió para acelerar el mo­
mento. De hecho, apenas r o s enteramos de dicha 
muerte. Pietro [Pietrostefani] me llamó a Turín y me 
dijo que la ejecutiva había decidido anticipar el mo­
mento y aprovechar, por lo tanto, la ira de los compa­
ñeros provocada por la muerte de Serantini. Así pues, 
añadió que la acción ya estaba decidida, y si quería 
que me lo confirmaran y deseaba hablar con Sofri, al 
que sabía que yo estaba muy ligado, tenía que ir a Pi­
sa a su reunión, donde lo encontraría y me confirma­
ría la decisión de la ejecutiva. Y por tal motivo fui 
con Buffo a la reunión de Pisa y hablé con Sofri co­
mo ya he expuesto. De modo que, en efecto, en Pisa 
hablé exclusivamente con Sofri, pues con Pietro no 
necesitaba hablar tras las largas conversaciones man­
tenidas con él en Turín sobre la necesidad de la ac­
ción y sobre sus preparativos. Solamente necesitaba 
la confirmación de Sofri, quien estaba de acuerdo en 
cuanto a la acción; sólo tras haber hablado con él 
consentí de manera definitiva a participar en la ac­
ción. En Pisa estaban presentes también Brogi y Mo- 
rini, si bien no asistieron a la conversación que tuve
34
con Sofri. También estaba Pietrostefani, según re­
cuerdo, aunque la conversación entre Sofri y yo fue 
directa. Como ya he dicho, no recuerdo la interven­
ción de Pietrostefani en la discusión que tuvimos So­
fri y yo, pues con aquél no tenía yo motivo alguno 
para hablar’7 {i s t r u t ip. 12; la cursiva es mía).
Careo con Sofri el 16 de septiembre de 1988:
“Quiero precisar que la decisión de matar al co­
misario Calabresi ya había sido tomada antes de la 
muerte del anarquista Serantini en Pisa, pero se deci­
dió actuar antes precisamente para dar una respuesta 
a tal hecho. Para ello me dirigí a Pisa en compañía 
de Laura Buffo, en su coche, especialmente para te­
ner una conversación con Adriano. Aquel día había 
en Pisa dos reuniones: una del Partido Comunista y 
otra de Lotta Continua. Fui a la reunión de Lotta 
Continua, en la que estaba Adriano Sofri. Tras la 
reunión saludé a Sofri y nos apartamos para hablar, 
creo que a, solas, y en aquella ocasión Adriano me 
confirmó todo lo que ya me había dicho Pietrostefa­
ni; y estaba preocupado, pues me dijo que ia deci­
sión ya había sido tomada y me confirmó que era 
mejor acelerar el momento de la acción” (cfr, 
p, 5; la cursiva es mía).
El abogado Ascari preguntó el significado del in­
ciso “creo que a solas”. Marino precisó: hablé a
solas con él, aunque en la plaza había mucha gente” 
(cfr., p. 6; la cursiva es mía).
Sofri y Pietrostefani juntos; especialmente con 
Sofri; exclusivamente con Sofri; sólo con Sofri. En 
el curso de esta secuencia la figura de Pietrostefani 
cada vez se aleja más de la escena de la conversa­
ción: pero a la pregunta de los investigadores de si 
estaba físicamente presente entre los dirigentes de 
Lotta Continua que rodeaban a Sofri tras la reunión, 
Marino responde de modo contradictorio (“creo que 
Pietrostefani estaba presente”, “no sé si Pietrostefani 
estaba presente”).29
35
La duda sólo desaparece en el juicio oral (10 de 
enero de 1990). Marino es acosado por el presidente. 
Vemos cómo ante nuestros ojos Pietrostefani desapa­
rece, se disuelve: “No recuerdo haber visto a Pietros­
tefani [...] Personalmente yo estoy convencido de 
que estaba allí, pero no puedo, digamos, afirmarlo 
con seguridad [...] Repito que yo hablé en Pisa so­
lamente con Sofri. En aquel momento no estaba 
Pietrostefani, no lo vi y no lo recuerdo” {dibattim. , 
pp. 72-73).
Pero la descripción de la conversación con Sofri 
está punteada por otras inseguridades y contradiccio­
nes.: En un primer momento-Marino abunda en deta­
lles. Interrogatorio del 17 de agosto:
“Para completar la descripción del episodio de la 
conversación mantenida con Sofri en Pisa antes del 
atentado, al confirmar las declaraciones precedentes 
debo añadir que Sofri me dijo que tenía una gran fe 
en mí y en Enrico [Bompressi] y además volvió a 
tranquilizarme diciéndome que, si eventualmente yo 
fuera capturado o muerto, habría quien se ocuparía 
de mi familia y particularmente de mi hijo. Lo que 
me frenaba para la acción era el hecho de tener un 
hijo pequeño, y me preocupaba cómo podría mante­
nerse en caso de que yo cayera o fuera detenido. Él 
me dio las garantías más amplias asegurándome que 
se ocuparía de todo, y a este propósito me habló ade­
más de un industrial de Reggio Emilia con quien ya 
había tratado, y que en la eventualidad de mi caída 
seharía cargo de todos los gastos ocasionales que tu­
viera mi familia” (istrutt., p. 13).
Todo esto fue repetido punto por punto por Mari­
no en el careo con Sofri (16 de septiembre) con una 
precisión: “Dicha conversación duró alrededor de 
diez minutos” (confr., p. 6). Sofri tomó nota de ello 
con evidente sarcasmo. Y ciertamente cuesta encajar 
en un periodo de tiempo tan breve un diálogo en que 
se habrían alternado dramáticamente las preocupa-
36
clones de Marino, las argumentaciones y garantías 
de Sofri y finalmente la decisión de Marino de parti­
cipar en el plan homicida. Pero en las respuestas de 
Marino a las preguntas del presidente estos minutos 
todavía se abrevian más hasta casi disolverse: “Este 
encuentro, debo decirlo, se desarrolló brevemente..,” 
(dibattim., p. 64); “...de hecho, este discurso no llevó 
tanto tiempo, en el sentido de que él [Sofri] era co­
nocedor, digamos, del proyecto, o sea que no me 
quedé allí discutiendo los detalles” (dibattim,, p. 66). 
Ün diálogo breve, sucinto, casi burocrático.
Sofri afirma que este diálogo (que, de ser proba­
do, constituiría el único elemento en su contra) nun­
ca tuvo lugar; y añade que Marino, al inventárselo, 
olvidó dos circunstancias que lo hacían inverosímil. 
Sofri se lo recordó en el curso del careo (confr., pp, 
6-7). La primera es la densa lluvia que cayó en. Pisa 
la tarde del 13 de mayo de 1.972, durante y después 
de la reunión; la segunda es la visita que Marino, al 
atardecer dei mismo día, hizo a Sofri, que se encon­
traba en la casa de su ex mujer.30 ¿Por qué hablar en 
la calle bajo la lluvia, en un sitio rodeado de policías, 
en vez de hacerlo en un piso donde habría sido fácil 
hablar cómodamente, sin testigos?
Otras contradicciones fueron puestas de relieve 
por el presidente. Sofri había dicho que a aquella 
conversación “iba tranquilo porque tanto él como los 
demás compañeros tenían gran fe en mí [es Marino 
quien habla] y en Ovidio” (dibattim., pp. 68-69). 
Pero esto, objetó el presidente, “contrasta de lleno” 
con una afirmación precedente del mismo Marino: 
que durante mucho tiempo, y todavía en aquella fe­
cha, sólo conocía a Bompressi como “Enrico”. Mari­
no, entre la espada y la pared, se traga lo que acaba 
de decir: Sofri habló exactamente de “Enrico”. El 
mismo tejemaneje se repite respecto de la llamada 
telefónica de confirmación sobre la fecha del atenta­
do: ¿quién se la había anunciado de antemano a Ma-
37
riño? ¿Sofri? Marino, que en un primer momento ha­
bía respondido negativamente, presionado por el 
presidente cambia de idea: fue precisamente Sofri. 
Pero cómo, replica el presidente: “Ahora, hace un 
segundo, ha dicho que no, Marino... ¡Tranquilícese! 
Hace un segundo ha dicho que no. A fin de cuentas 
todo esto está grabado: así que cuando vayamos a 
leerlo... ¿Comprende? Da la impresión de que usted 
lo dice y no lo dice” (dibattim., pp. 73-74). A los po­
cos días (15 de enero) el presidente, antes de termi­
nar la primera tanda de interrogatorios de Marino en 
la sala, plantea una nueva dificultad. Marino acaba 
de admitir que alguien-, le- telefoneó a Turín para ad­
vertirle que todo- estaba preparado para el atentado: 
pero él, Marino, ¿había advertido a los demás que 
estaba dispuesto a participar? “Efectivamente”, co­
menta el presidente, “el organizador todavía no tenía 
la seguridad de su adhesión, hasta el punto de que 
Pietrostefani le dijo: «Tú todavía tienes alguna duda. 
Si tienes alguna duda, vete a Pisa». Él fue a Pisa y 
resolvió la duda. De hecho, al haber desaparecido 
sus reservas, ¿no se lo comunicó a Pietrostefani?”
Marino: No.
Presidente: ¿No volvió a verlo Pietrostefani?
Marino: No.
Presidente: Entre el 13 y el 17...
Marino: Volví a verlo... no, no... Volví a verlo más 
tarde...
Presidente: ¿Tampoco vio a Enrico [Bompressi]?
Marino: No.
Presidente: ¿Así pues, Enrico ya se había ido por
su cuenta?
Marino: Sí, posteriormente me lo encontré en 
Milán...
Presidente: Quiero decir que, ¿se había dado vía 
libre a la operación incluso antes de que usted hubie­
ra manifestado su adhesión plena?
[Nota del transcripto r: ante la pregunta plantea­
38
da por el presidente, el acusado Marino no respon­
de.}
Presidente: ¡Bien, de modo que esto no lo sabe!
Marino: Esto no io sé.
Presidente: El dato objetivo es que Enrico ya se 
había ido antes de! 13, ¿y usted no comunicó poste­
riormente nada sobre su plena adhesión, a Pietroste­
fani?
Marino: No. (dibattim., pp. 281-82).
VI
Como se recordará, el proceso ha sido definido por 
Luigi Ferrajoli como "caso único de «experimento 
Mstoriográfico»”. El juez que dirige el interrogatorio 
de los acosados y de los testigos (“las fuentes actúan 
en vivo3") se comporta como un historiador que con­
fronta, para analizarlos, diversos documentos. Pero 
los documentos (los acosados, los testigos) no ha­
blan por sí solos. Como subrayó hace más de medio 
siglo Lucien Febvre en su lección en el Collége de 
France, para hacer hablar a los documentos es preci­
so interrogarlos planteándoles preguntas adecuadas: 
“ ...el historiador no se mueve vagando ai azar por 
el pasado, como un trapero en busca de trastos vie­
jos, sino que sale con un plan preciso in mente, un 
problema que resolver, una hipótesis de trabajo que 
verificar. Decir: «esa actitud no es científica» ¿no 
será quizá mostrar simplemente que no se sabe mu­
cho de la ciencia, de sus condiciones y de sus méto­
dos? El histólogo, al acercar el ojo a la lente de su 
microscopio, ¿acaso aferra de inmediato los hechos 
en bruto? Lo esencial de su trabajo consiste en crear, 
por así decirlo, los sujetos de su observación con 
ayuda de técnicas frecuentemente complicadas; y 
luego, una vez tomados estos sujetos, en «leer» sus
39
sujetos y sus preparados. Labor ardua, ciertamente. 
Porque describir lo que se ve, pase; pero ver lo que 
se debe describir, eso es lo difícil”.31
Estas consideraciones, al menos en principio, pa­
recen bastante obvias (al nivel de la investigación 
propiamente dicha lo son mucho menos). Desarro­
llando la analogía propuesta por Ferrajoli podemos 
intentar ampliarla del ámbito historiográfico al judi­
cial A nadie debe sorprender (ni mucho menos es­
candalizar) que el juez instructor Lombardi y el fis­
cal Pomarici se hayan guiado en su investigación por 
“un plan preciso in mente, un problema que resolver, 
una hipótesis de trabajo que verificar”. La cuestión 
es otra: la calidad de las hipótesis elaboradas. Estas 
deben a) estar dotadas de una enérgica fuerza expli­
cativa; y en el caso de que los hechos ia contradígan, 
deben b) ser modificadas o simplemente abandona­
das por completo. Si esta última circunstancia no se 
verifica, el riesgo de caer en el error (judicial o histo­
riográfico) es inevitable.
Al leer las actas del juicio se tiene la impresión 
clarísima de que la hipótesis de trabajo de que partió 
el presidente Minale era muy distinta de la que guió 
al juez instructor Lombardi y al fiscal Pomarici. En 
el curso de cuatro largos interrogatorios (9, 10, 11 y
12 de enero de 1990), seguidos de las preguntas de 
los abogados (12 y 15 de enero), el presidente pre­
siona a Marino. Poco a poco surgen los puntos débi­
les, las contradicciones, las inverosimilitudes de sus 
confesiones. Se resquebrajan gravemente las acusa­
ciones a los presuntos inductores y, por consiguiente, 
los intentos de implicar a Lotta Continua, en tanto 
que organización, en el asesinato de Calabresi. Y no 
sólo esto: tanto de las embarazosas respuestas de 
Marino como de las objeciones del presidente surge, 
como se ha visto, una circunstancia completamente 
inverosímil: que quien preparaba el atentado no se 
había preocupado, a cuatro días de la fecha prevista,
40
de asegurarse de que el conductor designado (el pro­
pio Marino) hubiera aceptado tomar parte en ia ac­
ción. Quien lea los interrogatorios de Marino efec­
tuados en la sala no puede sustraerse a la impresión 
de que el proceso está encaminándose, bajo la direc­
ción del presidente,en una dirección muy distinta de 
la que con posteridad efectivamente tomó. ¿Es una 
ilusión óptica retrospectiva o se trata, hasta cierto 
punto, de un giro? ¿Acaso la hipótesis de trabajo for­
mulada inicialmente por el presidente Minale fue co­
rregida por él mismo basándose en elementos nue­
vos surgidos en el curso del juicio oral?
Vil
Aparte de los elementos nuevos, en el curso del ju i­
cio hubo una verdadera sorpresa escénica. El 20 de 
febrero de 1990 un testigo convocado por el tribunal 
-e í sargento mayor Emilio Rossi- declaró, ante el 
estupor general, que Marino se había presentado por 
primera vez en el puesto de carabineros de Ameglia 
el 2 de julio de 1988: no el 19, pues, como había di­
cho en la instrucción. El sargento mayor Rossi dijo 
que Marino le había parecido “extraño (es decir, agi­
tado y un poco tenso)”. Había dicho que quería ha­
blar de cuestiones “delicadas”; se había puesto a 
contar su vida, hablando de “episodios de cierta gra­
vedad” ligados al periodo en que fue militante de 
Lotta Continua, hacía veinte años; y había aludido, si 
bien manteniéndose siempre en un nivel de generali­
dades, a un “hecho específico”, que al parecer era 
“más grave que los demás”, acaecido en Milán. Eí 
sargento mayor Rossi se había puesto en contacto 
con su superior directo, el capitán Maurizio Meo, co­
mandante de la compañía de Sarzana. El capitán 
Meo se había entrevistado con Marino inmediata­
41
mente, en la noche del 2 al 3 de julio. Fue Marino 
quien pidió que el encuentro tuviera lugar después 
de la una de la madrugada, hora en que dejaba de tra­
bajar (en verano vendía crépes en una camioneta en 
Bocca di Magra). Una vez más Marino había habla- 
do, siempre en términos vagos, de un “grave hecho 
que había tenido lugar en Milán”. El 4 de julio 
(el 3 era domingo) el capitán Meo había telefoneado 
al comandante del batallón pidiendo autorización 
para ir a Milán a hablar del caso con el teniente coro­
nel Umberto Bonaventura, del Reparto Operativo. 
El 5 de julio Meo se había visto con Bonaventura en 
Milán; en la noche del 5 al 6 tuvo una nueva con­
versación con Marino en Ameglia; en la noche 
del 7 al 8 (y posteriormente otra vez en la noche del
13 y en la mañana del 19) Bonaventura había acudido 
a Sarzana para encontrarse con Marino. Todo esto 
fue confirmado, con el añadido de muchísimos por­
menores, por el capitán Meo y por el teniente coro­
nel Bonaventura, llamados también a testimoniar el
20 y el 21 de febrero ante la Audiencia de lo Crimi­
nal de Milán (dibattim., pp. 1582-1635; 1690-1723).
De modo que Marino había mentido sobre un 
punto decisivo -e l laborioso inicio de sus propias 
confesiones- al juez instructor Lombardi y al fiscal 
Pomarici. Actualmente sabemos que la instrucción 
formal dirigida por ellos estuvo precedida por una 
fase, de diecisiete días de duración, en que Marino 
sostuvo una serie de conversaciones informales en 
los cuarteles de los carabineros de Ameglia y Sarza­
na. No existen actas ni otros rastros documentales de 
estas conversaciones. Pero esto no es todo. Es sor­
prendente la hora, casi siempre nocturna: los carabi­
neros la justifican por el horario laboral de Marino; 
si bien se descubre que no trabajaba por la mañana.
Y además, ¿por qué tantas consideraciones con Ma­
rino? En este punto llegamos a otra cosa extraña, 
quizá la más extraña: la desproporción entre lo gené­
42
rico de las confesiones de Marino en esta fase y el 
interés que suscitan en niveles jerárquicos cada vez 
más elevados. La referencia de Marino a “un hecho 
grave acaecido en Milán” veinte años antes, seguida 
por la declaración de que “agradecería dirigirse a un. 
nivel superior” (es el sargento mayor Rossi quien ha­
bla: d ib a t t im p. 1583-84) es de una eficacia inme­
diata. El capitán Meo se apresura a entrevistarse con 
Marino, aunque a continuación sólo obtenga lamen­
tos, declaraciones de arrepentimiento y la habitual 
referencia a “un hecho grave que tuvo lugar en Mi­
lán” (d ib a t t im p. 1601). No es gran cosa, se diría, 
pero sí lo suficiente para arrancar de Milán, aquella 
misma noche, a un personaje como el coronel Bona- 
ventura, un. experto en la lucha contra el terrorismo 
que había sido el principal colaborador del general 
Dalla Chiesa. Ahora bien, Bonaventura se había ocu­
pado de modo asiduo precisamente del homicidio de 
Calabresi: pero esto (se nos dice) es una mera coinci­
dencia, porque Marino reveló su propia participación 
en el homicidio de Calabresi más adelante, en la fase 
de instrucción, y precisamente el 21 de julio, durante 
el segundo interrogatorio dirigido por el fiscal Po­
marici (yerb., pp. 7 ss.).
Los dos primeros encuentros entre el coronel Bo- 
naventura y Marino discurrieron sin fruto. En el cur­
so del tercero el coronel dijo más o menos lo si­
guiente (de nuevo es el capitán Meo quien narra):
“Marino, aquí hay que decidirse: a fin de cuentas, 
no podemos estar aquí hablando de sus problemas 
personales y de su familia, cuando seguramente us­
ted ha acudido para decimos alguna cosa, cosa que 
ahora no nos quiere decir... ni nos la dice ni nos da a 
entender de qué quiere hablar. Vamos a Milán. Escri­
bamos algo y veamos si se convence usted de que ha 
de decirnos algo, y algo más, de modo que podamos 
comprender un poco de qué quiere usted hablarnos; 
porque es inútil que nos hable de ese hecho grave...
43
un hecho grave... un hecho grave, sin explicamos de 
qué está hablando”.
¿Pero cómo es que Marino -preguntó el presiden­
te- consintió en acudir a Milán? El capitán Meo, con 
palabras un tanto confusas, intenta explicarlo:
“ ...al principio nosotros intentamos hacerle hablar 
o hacerle escribir u obligarle de algún modo para sa­
ber de qué quería hablar. Tal era entonces su resis­
tencia ai diálogo. Tras darle vueltas, quizá compren­
dimos... «Quizá sea mejor que en Milán... Puesto 
que el hecho grave lo cometió usted en Milán, o fue 
cometido en Milán ese hecho del que sabe algo y del 
que: quiere: hablar.... quizá Milán, pueda, desbloquear 
la situación»” (dibattim,, p. 1615).
“Puesto que el hecho grave lo-'cometió- usted 
en Milán...” : un desliz inmediatamente corregido 
(“o fue cometido en Milán ese hecho del que sabe 
algo”). Está claro que si en esta fase de las conversa­
ciones no recogidas en actas Marino habría confesa­
do un delito específico, los carabineros habrían debi­
do -una vez efectuados los correspondientes 
controles- poner a Marino en manos del magistrado 
competente, a fin de que se diera inicio a una ins­
trucción formal. Pero tras esta eventual omisión aso­
ma otra posibilidad mucho más inquietante: que en 
aquellos diecisiete días se hubiera hablado, en los 
cuarteles de Ameglia y Sarzana, también del homici­
dio de Calabresi. Nacería entonces de forma inevita­
ble la sospecha de que las confesiones de Marino en 
la fase de instrucción hubieran sido manipuladas o 
claramente confeccionadas de antemano de acuerdo 
con los carabineros. Pero el testimonio autorizado 
del coronel Bonaventura aleja cualquier duda. Todo 
se sumerge en una tupida niebla, incluso las referen­
cias a Milán que reaparecen periódicamente en el 
discurso de Marino: “el discurso de conjunto es éste. 
Graves hechos relativos al Norte, y así sucesivamen­
te. Luego la referencia a Milán... la cosa es que em­
pecé a avanzar un poco y... dije: «¿Se trata de hechos 
relativos a Milán? ¿Hechos relativos a Turín?» y así 
sucesivamente... Llegué a la convicción de que efec­
tivamente se trataba, o podía tratarse, de algo refe­
rente a Milán [...]. ¿Por qué llegué a semejante con­
vicción? Porque me dijo que conocía Milán, que 
había estado en Milán, que había frecuentado logares 
de Milán... Sin hacer claramente una referencia espe­
cífica”. El coronel Bonaventura no sospechó que el 
“hecho grave” fuera e! homicidio de Calabresi hasta 
el 20 de julio, en Milán, tras el primer interrogatorio 
recogido en actas:
“Fue cuando en un momento dado dijo: «Quiero 
hablar con el fiscal de la república deMilán, y... ten­
go mucho miedo, quiero hablar con el fiscal porque 
se trata de un hecho grave». Fue entonces cuando 
me pareció entender que, más que estar implicado en 
ese hecho grave, quizá se contaba entre los autores 
del hecho grave, Pues bien, aquello fue una... una 
especie de intuición mía. Un modo de pensar. Po­
día acertar o podía equivocarme [...] el hecho se cen­
traba en Milán y se hablaba del año 72, creo. De 
modo que ya no se trataba, vagamente, de hace vein­
te años. La cuestión, pues, estaba bastante más...” 
(21 de febrero de 1990; dibattim ,, pp. 1705-9).
Pero en las actas del interrogatorio del 20 de julio, 
observa el abogado Gentili (defensor de Sofri), no se 
habla del 72 (d ib a ttim .p. 1714). ¿Entonces?
“Pues bien”, explica el coronel Bonaventura, “por 
lo que yo recuerdo fue contando la historia de su 
vida, y luego fue hablando de los contactos que te­
nía... que había estado en Milán, que había estado en 
Turín... El hecho de que yo haya podido decir que mi 
atención corría paralela, que pensé en Calabresi por­
que él habló del 72 quizá haya sido impreciso, presi­
dente, pero en mi mente se había disparado el discur­
so del hecho grave de Milán. Por eso lo llevé al 
fiscal, no podía tratarse más que de aquello. Además
45
no se refería a hechos antiguos. Ni Piazza Fontana, 
ni Annarumma, o sea que... Digamos que su discurso 
no estaba, en cierto modo, basado en aquellos he­
chos. No me había hablado de que hubiera estado en 
Milán en los años sesenta. No me había hablado de 
desórdenes públicos... Be modo que esto es un poco 
ío que...” {dibattim., pp. 1714-15).
VIII
En los relatos de los tres carabineros todo encaja (ca­
si) perfectamente. Pero la suya es. una construcción 
carcomida que al primer golpe se derrumba entre um 
polvareda de frases inconexas. Ninguna persona sen­
sata creerá que un prestigioso experto en antiterroris­
mo se traslade por te s veces» de noche, de Milán a 
Sarzana únicamente con el fin de oír las vagas refe­
rencias a un “hecho grave” repetidas durante horas, 
entre lamentos y silencios, por un desconocido ven­
dedor de crépes.32 Es mucho más verosímil suponer 
que Marino, en sus entrevistas con los carabineros, 
hablara del “hecho grave” en términos más precisos, 
traicionados por el resbalón del corone! Bonaventu­
ra (“el hecho se centraba en Milán y se hablaba del 
año 72”). Además, también otro testigo, el capitán 
Meo, incurre en una distracción análoga:
“El hecho grave [Marino] lo identificó como un 
grave episodio criminal acaecido en Milán y, si no 
me equivoco, y puesto que debe estar escrito... lo 
que está escrito en el acta que remití, me parece que 
lo localizaba en el 72, o algo parecido” (dibattim., 
pp. 1620-21).
El abogado Gentili ha subrayado que en las actas 
del interrogatorio del 20 de julio, desarrollado en las 
oficinas del centro operativo de los carabineros en 
Milán, no se habla del 72. Dado que el capitán Meo
46
declara haber asistido al interrogatorio, podemos de­
ducir de ello que las actas no son -por lo menos en 
este punto- fidedignas,33 Conclusión desconcertan­
te. Pero todavía más desconcertante es una pregunta 
del presidente, provocada por el testimonio del capi­
tán Meo,
Cuando oyó por primera vez el nombre de Mari­
no, el coronel Bonaventura (relata Meo) preguntó: 
“¿Y quién es esa persona?”.
“El coronel, ante la referencia al 72, ¿no llegó a 
identificar el hecho grave?”, inquirió el presidente 
(dibattim,, p. 1602).
En el momento en que fueron pronunciadas estas 
palabras ni el capitán Meo ni el sargento mayor Ros- 
si habían hecho todavía, en sus testimonios, referen­
cia específica al 72. La primera vez Marino había 
hablado de “hechos de hace veinte años... de un gra­
ve hecho acaecido en Milán hace muchos años” (di- 
b a tt ir n 1597-1598); la segunda, de “un hecho grave 
sucedido en Milán... hace unos velete años” (dibat­
t i m ,p. 1583). La observación del presidente parece, 
pues, totalmente injustificada. Se diría que ello había 
hecho añorar involuntariamente una verdad de la 
que el propio presidente, el sargento mayor Rossi, el 
capitán Meo, el coronel Bonaventura y, naturalmen­
te, el acusado Marino estaban al corriente: esto es, 
que la relación de aquellos encuentros nocturnos no 
recogidos en actas, exhibida en la sala con gran 
abundancia de detalles pintorescos, simplemente no 
correspondía a la verdad. Pero es obvio que una su­
posición tan grave no puede ser formulada basándo­
se en un único e inquietante indicio.
IX
Y sin embargo, ante tantas contradicciones e incon­
gruencias, ¿cómo estar seguros de que la versión de
47
los hechos dada en la sala por los tres carabineros sea 
la verdadera y no meramente la última en el tiem­
po?34 Probablemente nunca sabremos qué se dijeron 
verdaderamente Marino y el coronel Bonaventura en 
el cuartel de Sarzana. Es más, la propia existencia de 
aquellas conversaciones nocturnas tendría que haber 
permanecido desconocida. Sin muchas ceremonias, 
el coronel Bonaventura descarga la responsabilidad 
de estos silencios forzosos sobre los magistrados mi- 
laneses: “Hemos estado suficientemente vinculados 
[...] a la autoridad judicial como para mantener la 
más estricta reserva../5 (dibattim., p. 1720).
Así pues, ¿Lombardi y Pomarici estaban entera­
dos? Pomarici dijo de inmediato que las revelaciones 
hechas en la sala por el sargento mayor Ros si eran 
para él completamente nuevas; sin embargo, poste­
riormente contó que los carabineros convocados le 
habían telefoneado para informarle -o quizá para 
consultarle- sobre lo que dirían en la sala, y que él a 
su vez avisó de ello al jefe de la fiscalía. Según ulte­
riores declaraciones, las sesiones nocturnas con Ma­
rino en los cuarteles de los carabineros le habían sido 
notificadas de una sola vez. ¿Cuándo? ¿ Y por qué no 
había desmentido las declaraciones mendaces que 
había hecho previamente Marino en la instrucción, y 
posteriormente al principio del juicio oral?
En su calificación, Pomarici observó que algunos 
habían visto en el silencio de Marino sobre la verda­
dera fecha del inicio de sus contactos informales con 
los carabineros “algo deshonesto, turbio, no claro”. 
Pero si hubiera habido “algo deshonesto, turbio, no 
claro”, objetó Pomarici, los carabineros “evidente­
mente habrían cubierto a Marino”: se habrían puesto 
de acuerdo previamente con él, y por ello “no habría 
existido la lealtad de los carabineros, que han acudi­
do al juicio oral a decir que no, que las cosas no ha­
bían sido exactamente así, que los primeros contac­
tos formales se iniciaron el 2 de julio, que no se
iniciaron el 19-20 de julio. Por ello no entiendo de 
qué tipo de complot pueda tratarse”.35 Más adelante 
volveremos sobre esta conclusión (la inexistencia de 
un complot). Pero en lo que se refiere a una premisa, 
es preciso decir que la lealtad de ios carabineros se 
manifestó un poco tarde. Para que fuera desmentida 
la versión oficial tuvieron que pasar casi dos años: 
fue precisamente en la sesión del día 20 de febrero 
de 1990 cuando ei sargento mayor Rossi transgredió, 
presumiblemente obedeciendo (como veremos) ór­
denes superiores» la consigna de silencio sobre aque­
llos diecisiete días de conversaciones. Pomarici tiene 
razón, no había un acuerdo previo entre los carabine­
ros y Marino sobre este pimío: en el sentido de que 1.a 
fecha verdadera no tendría que haber salido a la luz.
“Durante veinte meses no hablaron de ello, y des­
pués lo hicieron, no espontáneamente, desde luego, 
sólo porque y cuando fueron convocados a la sala”, 
ha escrito Adriano Sofri en la memoria remitida a los 
jueces de Milán antes de que se constituyeran en tri­
bunal.36 Pero ¿por qué fueron convocados a la sala 
los carabineros?
X
La causa inmediata se halla en la declaración hecha 
menos de un mes antes, el 26 de enero, por don Ré­
gelo Vincenzi, párroco de Bocca di Magra, llamado 
a testificar en el juicio. En la fase de instrucción Ma­
rino declaró haberse confiado a él, aunque noen 
confesión, “inmediatamente antes de las fiestas de 
navidad de 1987” (istr., p. 27); y le había liberado 
del compromiso de secreto sobre aquel encuentro. 
Don Vincenzi, llamado a testificar (el 30 de julio de 
1988), lo confirmó. En aquella ocasión Marino le re­
veló que había participado en hechos terroristas, di­
ciándole que estaba profundamente arrepentido so­
bre todo de uno gravísimo. Le había dicho además 
que era “continuamente buscado por algunas perso­
nas en Bocea di Magra, y también espiado; preten­
dían, con gravísimas amenazas, que volviera a actuar 
en el mundo del crimen”; a estas personas les había 
respondido “que había terminado para siempre con 
el mundo del crimen terrorista y que no quería saber 
nada más del mismo”. En el juicio oral el presidente 
Mínale insistió en saber algo más, pero no obtuvo 
gran cosa.
Palabras de Marino sobre las amenazas: “No me 
refería a amenaza en aquel momento. Era un discur­
so más genérico sobre mi vida... sobre mi vida pasa­
da... evidentemente el párroco no entendió del todo 
bien lo quería decir...” (dibattim,, p. 11).
Pero ¿quién lo había amenazado?
“Eran personas que provenían de antiguas expe­
riencias políticas que habíamos pasado juntos. Eran 
personas con las que anteriormente yo había tenido 
militancia política. Habían participado en huelgas, 
marchas, manifestaciones, violencias, etc. Se trataba 
de aquel núcleo restringido que efectuaba acciones 
ilegales por encargo de la organización. Por lo que a 
esas personas las reconocía en este contexto” {dibat­
tim., p. 16).
Pero en el curso del juicio oral Marino acabó re­
tractándose por completo:
“Yo, cuando hablé con el párroco... Al hablar de 
amenazas me refería a las amenazas que recibí años 
atrás y, evidentemente, el párroco no me entendió 
o...” {dibattim., p. 51).
También don Vincenzi, llamado a testificar ante la 
Audiencia de lo Criminal de Milán, en el acto pare­
ció querer corregir o incluso retractarse de lo que ha­
bía dicho en la instrucción. La conversación con Ma­
rino había tenido lugar a finales de octubre, no dos 
semanas antes de Navidad. Marino le había parecido
50
tranquilo, porque además durante el verano había ga­
nado mucho. “¿Y los espionajes?5’ preguntó el presi­
dente. Sí, don. Vincenzi recuerda que Marino le había 
mentado “un intento de implicarle en otros hechos”; 
pero no se había hablado de amenazas o de espiona­
jes. El presidente se mostró sorprendido, casi amena­
zador. (“Escuche, usted es testigo» En tal caso la de­
tención en la sala no está contemplada, pero...”) Don 
Vincenzi terminó confirmando, con evidente males­
tar, su propio testimonio de hacía casi dos años. Pero 
el presidente no le dio tregua:
“¿Vio en la región, en los días precedentes al en­
cuentro con Marino, a personas extrañas, personas 
nuevas?”,
Don Vincenzi: Vi a : personas en coche que esta­
ban situadas en posiciones estratégicas, Y es que yo 
estas cosas siempre las tengo presentes, porque en el 
pasado padecimos robos, etc.: en mi caso no, porque 
yo tengo un sistema muy especial, y entonces inter­
vine intentando desplazarlos, porque estaban en te­
rrenos propios de la parroquia. Entonces me enseña­
ron una placa de la fuerza pública, de modo que al 
llegar a este punto lo dejé...
Presidente: Sí, este es el episodio que consta. Pero 
no, yo me refería a la región, pues habiendo oído a 
Marino hablar de espionaje e implicaciones, usted...
Don Vincenzi: Yo oí hablar a la gente de ello, de 
esas personas, eso es. Pero esto después de que los 
hechos sucedieran. Que habían notado anteriormente 
a personas que se quedaban de día y de noche, que 
llegaban, que se iban. Así pues yo, esto... eso es, per­
sonas. Yo no tuve conocimiento de ello. Aquello de 
lo que tuve conocimiento37 se refiere a esas personas 
que iban de paisano y que luego resultaron ser la 
fuerza pública.
Presidente: No, esas otras observaciones... ¿Esas 
personas le hablaron, le contaron esas cosas, cuán­
do? ¿Después de las conversaciones con Marino?
51
Don Vincenzi: No, después de que Marino fuera 
detenido (<d ib a ttim pp. 787-88).
La pregunta del presidente sobre las “personas 
extrañas”, destinada a aclarar la oscura referencia 
(luego desmentida) de Marino a los espionajes y a 
las amenazas por parte de innominados ex compañe­
ros de terrorismo, tuvo un resultado por completo 
imprevisto. Inesperadamente aparecen dos grupos 
distintos de espías, uno de los cuales (el único a 
quien don Vincenzi plantó cara directamente) estaba 
compuesto por agentes de paisano provistos de pla­
cas. Coando la defensa tiene la palabra, el abogado 
Gentili (defensor de. Sofri) vuelve sobre el mismo 
tema. Don Vincenzi precisa que un atardecer, tras 
haber sido oído como testigo (el 30 de julio de 
1988), había visto a un grupo de jóvenes en un coche 
que se habían alejado antes de que pudiera apuntar 
su matrícula. (Evidentemente, se trataba del grupo 
de ex militantes de Lotta Continua que en aquel pe­
riodo estaba llevando a cabo una especie de con­
trainvestigación posteriormente divulgada bajo el tí­
tulo de Doloroso miste ro.) Sin embargo, el encuentro 
con las personas que habían enseñado la placa de las 
fuerzas del orden había tenido lugar “antes de la de­
tención de Marino”.
“¿Antes de la detención de Marino?”, repite (qui­
zá incrédulo, o sorprendido) el abogado Gentili.
Presidente: ¿Muchos días antes? ¿Más o menos? 
Pero bueno, se trata de un episodio...
Don Vincenzi: Quizá un mes antes. Quince días, 
un mes antes.
Gentili: ¿Recuerda a qué fuerzas del orden perte­
necían? Es decir, ¿eran carabineros o policías?
Don Vincenzi: Carabineros (dibattim. , pp. 791 - 
792).
52
XI
Como se recordará, la versión de los investigadores 
venía a ser como sigue: Marino, atormentado por los 
remordimientos, se presenta el 19 de julio de 1988 a 
ios carabineros de Ameglia, que lo conducen a 'Mi­
lán; allí empieza a confesar y es detenido. Los testi­
monios de los tres carabineros, destinados a sustituir 
la ahora impresentable versión oficial del arrepenti­
miento de Marino, han sido solicitados, como es ob­
vio, por la imprevista revelación de don Vincenzi.38 
Esta, conexión no es mencionada en la consideración 
retrospectiva hecha por el presidente antes de finali­
zar el proceso: “...la circunstancia procede del exte­
rior, porque e l Tribunal ha querido oír al sargento 
mayor y al capitán: de otro modo, nos hubiéramos 
constituido como tribuna! con fecha del. 19” {dibal- 
t i r n p. 2155), Y no sólo eso. El presidente ha inten­
tado en tres ocasiones cambiar el discurso: “Sí, este 
es el dato que resulta...”; “No, estas otras indicacio­
nes.,.” ; "Este es, empero, un episodio...”.
“Resulta”: a decir verdad, en aquel momento la 
circunstancia no “resultaba” oficialmente para nadie. 
Pero ya hemos visto que Pomarici estaba, según él 
mismo admite, al corriente de la verdadera fecha del 
inicio de los contactos entre Marino y los carabine­
ros -por más que en un primer momento dijera lo 
contrario-. ¿Y el presidente Minale? Que lo hubiera 
sabido poco tiempo ha, en pleno juicio, al oírlo en 
voz del sargento mayor Emilio Rossi, parece más 
bien improbable. El rápido cambio de compás con 
que se abre la sesión del 20 de febrero (Presidente: 
“¿Acudió Marino a usted para solicitar su interven­
ción o para ser encaminado a otros?”. Rossi: “Sí”. 
Presidente: “¿Cuándo fue?”. Rossi: “Acudió a mí 
exactamente el 2 de julio del 88”. Presidente: “Así 
pues, no el 20 de julio... no el 19 de julio”. Rossi: “El 
2 de julio del 88...”) tiene toda la pinta de estar desti-
5J
nado, sobre todo, al público ignaro. Al leer las actas 
procesales desde un punto de vista posterior se tiene 
la impresión de que los momentos (y los modos) del 
“arrepentimiento” de Marino han estado rodeados, 
desde el inicio del juicio, por un halo de malestar. La 
primera sesión (9 de enero de 1990), tras las habitua­
les contiendas sobre el procedimiento por parte de 
los abogados, empieza así:
Presidente: Usted [Marino]

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