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Los cinco mandamientos para tener una vida plena
Bronnie Ware
Traducción de
Marcos Pérez Sánchez
www.megustaleer.com
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http://www.megustaleer.com/
Introducción
En un pequeño pueblo, durante una cálida tarde de verano tiene lugar una animada
conversación similar a tantas otras que se desarrollan en ese mismo momento en tantos
otros lugares del mundo: simplemente, dos personas que se ponen al día de sus vidas.
Pero esta conversación tiene una particularidad: más adelante podrá ser considerada
como uno de los puntos de inflexión fundamentales en la vida de cierta persona. Esa
persona soy yo.
Cec es el editor de una fantástica revista australiana de música folk llamada Trad and
Now. Es conocido y estimado por su apoyo a la música folk en Australia, así como por
su sonrisa abierta y jovial. Hablábamos sobre nuestro amor por la música (cosa muy
apropiada, porque estábamos en un festival de música folk) y la conversación derivó
hacia las dificultades a las que yo me enfrentaba por aquel entonces para encontrar
financiación para un programa para enseñar a tocar la guitarra y a componer canciones a
mujeres que estaban en la cárcel. «Si consigues ponerlo en marcha, avísame y lo
publicamos en la revista», me dijo Cec, tratando de animarme.
Logré ponerlo en marcha, y un tiempo después escribí un artículo para la revista en el
que relataba mi experiencia. Al terminarlo, me pregunté por qué no escribía más
historias. A fin de cuentas, llevaba escribiendo toda mi vida. Desde que era una niña
pecosa, me carteaba con amigos de todo el mundo. Era la época en que la gente aún
escribía las cartas a mano, las metía en sobres y las introducía en buzones.
No dejé de escribir al hacerme mayor: siguieron las cartas escritas a mano, junto a
años enteros plasmados en sus correspondientes diarios. Además, me convertí en
cantautora y, como tal, escribía no solo con un bolígrafo sino también con la guitarra.
Pero el placer que experimenté cuando escribí la historia acerca de la cárcel, con papel y
bolígrafo sobre la mesa de la cocina, reavivó mi amor por la escritura. Así que le envié
un mensaje de agradecimiento a Cec y poco después decidí empezar a escribir un blog.
Los acontecimientos que sucedieron a continuación alteraron el rumbo de mi vida de la
mejor manera posible.
La idea para mi blog «Inspiration and Chai» («Inspiración y chai») surgió en una
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acogedora casita de campo en las Montañas Azules australianas mientras tomaba una
taza de té chai, como no podía ser de otra manera. Uno de los primeros artículos que
escribí trataba sobre los remordimientos que experimentaban las personas que pronto
iban a morir, con las que había trabajado como cuidadora. Esa había sido mi ocupación
más reciente antes de empezar a trabajar en la cárcel, por lo que los recuerdos aún
estaban frescos en mi memoria. A lo largo de los meses siguientes, la repercusión del
artículo fue cada vez mayor, tanto que solo puede explicarse gracias a internet. Empecé a
recibir correos electrónicos de personas a las que no conocía, que se ponían en contacto
conmigo a raíz de ese artículo y de otros que escribí después.
Casi un año más tarde, me había mudado a una casa de campo, situada en una zona
agrícola. Un lunes por la mañana, mientras escribía en el porche, decidí revisar las
estadísticas de mi sitio web, como hago de vez en cuando. Una expresión de sorpresa y
regocijo se dibujó en mi cara. Volví a mirarlas de nuevo al día siguiente, y al siguiente
también. No cabía duda de que algo importante estaba sucediendo. El artículo, que
asimismo llevaba por título «Los cinco mandamientos para tener una vida llena», había
tomado vida propia.
Empezaron a llegarme correos electrónicos de todos los rincones del mundo, incluidos
los de otros escritores que me pedían permiso para citar el artículo en sus blogs y para
traducirlo a numerosos idiomas. La gente lo leía mientras iba en el tren en Suecia, en las
estaciones de autobuses en Estados Unidos, en sus despachos en India o al desayunar en
Irlanda, entre otros muchos lugares. No todo el mundo estaba de acuerdo con lo que yo
decía en el artículo, pero creó la suficiente polémica para que se diese a conocer por
todas partes. Les dije, si es que les contesté, a los pocos que no estaban de acuerdo: «No
disparen al mensajero». Yo me limité a compartir lo que me habían contado quienes iban
a morir. Sin embargo, al menos el 95 por ciento de las respuestas que suscitó el artículo
fueron hermosas, y pusieron de manifiesto lo mucho que todos tenemos en común a
pesar de nuestras diferencias culturales.
Mientras esto sucedía, yo estaba viviendo en la casa de campo, disfrutando de la
alegre compañía de los pájaros y otros animales salvajes que se acercaban al arroyo que
corría frente a la casa. Cada día, me sentaba a trabajar a una mesa en el porche y
respondía afirmativamente a las oportunidades que se me empezaban a presentar. En los
meses siguientes, más de un millón de personas leyeron «Los cinco mandamientos para
tener una vida plena». En menos de un año, esa cifra se había triplicado.
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Debido a la enorme cantidad de gente que sentía una conexión con este asunto, y a las
numerosas peticiones de personas que se pusieron en contacto conmigo, decidí
desarrollar mis ideas al respecto. Como otros, siempre había tenido la intención de
escribir un libro alguna vez. Al contar mi propia historia en este libro, he sido capaz de
articular completamente las lecciones que había aprendido al cuidar a quienes iban a
morir. Ya estaba ante mis ojos el libro que siempre había querido escribir. Es este.
Como verás cuando leas mi historia, nunca he sido de las que viven su vida de una
manera tradicional, si es que tal cosa existe en realidad. Vivo igual que siento, y escribo
este libro simplemente como una mujer que desea compartir algo con los demás.
He cambiado los nombres de casi todas las personas que aparecen en el libro para
preservar la intimidad de familiares y amigos. No obstante, mi primer profesor de yoga,
mi jefe en la clínica prenatal, el propietario del cámping para autocaravanas, mi mentora
dentro del sistema penitenciario y todos los cantautores que menciono aparecen con sus
nombres reales. También he alterado ligeramente el orden cronológico para agrupar
temas comunes que viví con las distintas personas que cuidé.
Quiero dar las gracias a todas aquellas personas que me ayudaron de tantas maneras a
lo largo del camino. Me gustaría agradecer especialmente el apoyo y/o su positiva
influencia profesional a: Marie Burrows, Elizabeth Cham, Valda Low, Rob Conway,
Reesa Ryan, Barbara Gilder, mi padre, Pablo Acosta, Bruce Reid, Joan Dennis, Siegfried
Kunze, Jill Marr, Guy Kachel, Michael Bloeme, Ana Goncalvez, Kate y Col Baker,
Ingrid Cliff, Mark Patterson, Jane Dargaville, Jo Wallace, Bernadette, y a todos aquellos
que apoyan mi escritura y mi música al conectar con ellas de una manera tan positiva.
Gracias también a toda esa gente que me ayudó a ganarme la vida en distintos
momentos, como: Mark Avellino, mi tía Jo, Sue Greig, Helen Atkins, mi tío Fred, Di y
Greg Burns, Dusty Cuttell, Mardi McElvenny, y a todos esos maravillosos clientes de
cuyas casas, que sentí como propias, cuidé. Gracias igualmente a todas las personas
bondadosas que alguna vez me dieron de comer.
Por su apoyo a lo largo del tortuoso camino, quiero dar las gracias a todos mis amigos,
de ahora y de siempre, de aquí y de allá. Gracias por enriquecer mi vida de tantas
maneras. En particular, gracias a: Mark Neven, Sharon Rochford, Julie Skerrett, Mel
Giallongo, Angeline Rattansey, Kateea McFarlane, Brad Antoniou, Angie Bidwell,
Theresa Clancy, Barbra Squire, a todas las personas que trabajan en el centro de
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meditación en las montañas y que me mostraron el camino hacia la paz y a mi pareja.
Todos me habéis ofrecido un lugar de reposo cuando más necesitaba descansar.
Gracias, cómo no, a mi madre Joy (Alegría, en castellano), cuyo nombre le va como
anillo al dedo. Con tu ejemplo natural, me has dado una sagrada lección de amor.El
agradecimiento que siento hacia ti es infinito, hermosa mujer.
Me gustaría que este libro sirviese también como homenaje a todas esas maravillosas
personas, ya fallecidas, cuyas historias no solo lo componen, sino que han influido en
buena medida en mi vida. Asimismo, quiero agradecer a sus familiares los momentos
memorables y entrañables que hemos vivido juntos. Gracias a todos.
Por último, quiero darle las gracias a la urraca que canta en el árbol junto al arroyo
mientras escribo estas líneas. He disfrutado de tu deliciosa compañía y de la de todos tus
compañeros pájaros mientras escribía estas páginas. Gracias, Dios, por tu apoyo y por
hacer que encontrase tanta belleza en mi camino.
A veces, no nos damos cuenta hasta mucho tiempo después de que un determinado
instante del tiempo hizo que nuestra vida cambiase de rumbo. Muchísimos de los
momentos que comparto en este libro tuvieron ese efecto sobre la mía. Gracias, Cec, por
resucitar a la escritora que llevaba dentro. Y gracias a ti, lector o lectora, por tu bondad y
por nuestra conexión.
Afectuosamente,
BRONNIE
Desde el porche, a la puesta del sol
Un martes por la tarde
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Del trópico a la nieve
«No encuentro mis dientes, no encuentro mis dientes.» Esa queja tan familiar llenó la
habitación mientras yo intentaba disfrutar de la que esperaba fuera mi tarde de descanso.
Dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo y fui al salón.
Como era de esperar, allí estaba Agnes, con una mirada al mismo tiempo confusa e
inocente y una sonrisa que dejaba a la vista sus encías. Ambas estallamos en una
carcajada. La situación ya debería haber perdido su gracia, porque cada pocos días
olvidaba dónde había dejado sus dientes, pero lo cierto era que aún nos reíamos.
«Estoy segura de que lo haces solo para que vuelva aquí contigo», le dije riendo
mientras me ponía a buscar en los sitios habituales. Fuera, la nieve seguía cayendo, lo
que hacía que la casa resultase todavía más cálida y acogedora. «Nada de eso, querida
—respondió Agnes, negando insistentemente con la cabeza—. Me los quité antes de la
siesta y al despertarme ya no he sido capaz de encontrarlos.» Salvo por el hecho de que
estaba perdiendo la memoria, Agnes era más lista que el hambre.
Llevábamos cuatro meses viviendo juntas, desde que respondí a un anuncio que
buscaba a una acompañante interna. Como buena australiana que vivía en Inglaterra,
había estado trabajando como interna en un bar a cambio del alojamiento, para tener un
sitio donde dormir. Lo había pasado bien y hecho buenas migas con otros trabajadores y
con los lugareños. Tener experiencia como camarera me resultó muy útil y me permitió
encontrar trabajo en cuanto llegué al país. Y, aunque me sentía afortunada por ello, había
llegado el momento de cambiar.
Había pasado los dos años anteriores a mi estancia en el extranjero en una isla tropical,
igual que las que aparecen en las postales. Tras trabajar más de diez años en la banca,
sentía la necesidad de vivir alejada de la rutina cotidiana de lunes a viernes y de nueve a
cinco.
Junto con una de mis hermanas, nos aventuramos a pasar unas vacaciones en una isla
de North Queensland para sacarnos el título de buceadoras de inmersión. Mientras ella se
liaba con nuestro monitor, lo cual fue de gran ayuda para que consiguiésemos aprobar el
examen, yo subí a una de las montañas de la isla. Durante un descanso sobre un enorme
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canto rodado que parecía estar apoyado en el cielo y con una sonrisa en los labios, tuve
una epifanía. Quería vivir en una isla.
Cuatro semanas después el trabajo en el banco ya era historia, y las pocas pertenencias
que no había conseguido vender quedaron almacenadas en un cobertizo en la granja de
mis padres. Cogí un mapa y elegí dos islas basándome únicamente en su conveniente
ubicación. No sabía nada sobre ellas, aparte de que me gustaba dónde estaban situadas y
que en cada una de ellas había un centro turístico. Era la época anterior a internet,
cuando cualquiera puede encontrar al instante todo lo que desee saber sobre cualquier
cosa. Envié por correo sendas cartas de presentación y puse rumbo al norte, sin saber
cuál sería mi destino final. Era el año 1991, unos pocos años antes de que los teléfonos
móviles también invadiesen Australia.
En el camino, mi alma despreocupada recibió las oportunas y pertinentes advertencias,
como una experiencia que tuve haciendo autoestop que me llevó rápidamente a descartar
esa forma de transporte. Cuando me encontré en un camino de tierra en mitad de la
nada, lejísimos del pueblo al que trataba de llegar, se dispararon en mi cabeza las alarmas
suficientes para que nunca más se me volviese a ocurrir hacer dedo. El tipo que me había
parado me dijo que quería enseñarme dónde vivía. A medida que avanzábamos las casas
se alejaban en la distancia y la vegetación se volvía cada vez más espesa, y en el camino
se veían cada vez menos señales de visitantes habituales. Por suerte, me mantuve firme
y decidida y logré salir de la situación gracias a mi labia. Solo consiguió darme unos
besos babosos mientras yo trataba de salir del coche, a toda velocidad, en el pueblo al
que quería llegar. Ahí terminaron mis aventuras en autoestop.
A partir de entonces me moví en transporte público y, salvo por esa desafortunada
experiencia, fue una gran aventura, en especial por no saber dónde acabaría viviendo.
Viajar en trenes y autobuses hizo que me cruzase con personas extraordinarias a medida
que me acercaba a climas más suaves. Cuando llevaba unas pocas semanas de viaje,
llamé a mi madre, que había recibido una carta en la que me informaban de que había un
trabajo esperándome en una de las islas elegidas. Estaba tan desesperada por escapar de
la rutina del banco que cometí el absurdo error de decir que estaba dispuesta a aceptar
cualquier trabajo, así que pocos días después estaba viviendo en una hermosa isla,
fregando cacerolas y sartenes asquerosas.
Sin embargo, vivir en la isla resultó ser una experiencia fantástica, que no solo me
permitió escapar de la rutina cotidiana, sino que hizo que incluso me olvidara de en qué
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día de la semana vivía. Me encantó. Después de un año fregando platos, conseguí un
puesto de camarera en el mismo bar. El tiempo que estuve en la cocina había sido
realmente entretenido y me había permitido aprender un montón de cosas sobre
gastronomía creativa, pero era un trabajo duro y en el que sudabas constantemente
debido al ambiente sofocante de una cocina sin aire acondicionado en pleno trópico. Eso
sí, en mis días libres aprovechaba para perderme por los espléndidos bosques tropicales,
o alquilaba un barco para recorrer las islas cercanas y hacer buceo, o simplemente me
dedicaba a relajarme en aquel paraíso.
Me ofrecí como voluntaria para trabajar como camarera en el bar, y eso me acabó
abriendo la posibilidad de acceder al puesto que tanto deseaba. Con unas vistas
impagables a un mar de aguas cristalinas en perfecta calma, la blanca arena y el balanceo
de las palmeras, la verdad era que el trabajo no resultaba tan duro. Tratar con clientes
alegres que estaban disfrutando de las vacaciones de sus vidas, mientras me convertía en
experta mezcladora de unos cócteles dignos de aparecer en los folletos turísticos, estaba a
años luz de mi vida anterior en el banco.
Fue en el bar donde conocí a un europeo que me ofreció un trabajo en su imprenta.
Yo siempre había tenido el gusanillo de viajar, y tras más de dos años en la isla tenía
ganas de cambiar de aires y de volver a disfrutar de cierto anonimato. Cuando vives y
trabajas en el mismo ambiente un día tras otro, es fácil llegar a considerar la privacidad
en tu vida cotidiana como algo sagrado.
Era de esperar que alguien que volvía al continente tras un par de años en una isla
sufriese un choque cultural, pero aventurarme a ir a un país extranjero cuyo idioma ni
siquiera conocía supuso, como mínimo, todo un reto. En los meses que pasé allí conocí a
gente muy agradable, y me alegro de haber tenido esa experiencia. Pero necesitaba
volver a hacer amigosafines, así que acabé yéndome a Inglaterra. Llegué con el dinero
justo (me sobraron una libra y setenta peniques) para comprar el billete que me llevaría a
donde se encontraba la única persona a la que conocía en el país. Se abría un nuevo
capítulo de mi vida.
Nev tenía una sonrisa abierta y afable, y sus rizos canosos empezaban a clarear. Era
un experto en vinos, y era lógico que trabajara en el departamento de vinos de Harrods.
Ese día empezaban las rebajas de verano. Cuando entré en ese establecimiento tan
elegante y ajetreado salida directamente del ferry nocturno que cruzaba el canal de la
Mancha, tenía todo el aspecto de la niña abandonada que era. «Hola, Nev, soy Bronnie.
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Nos vimos una vez. Soy amiga de Fiona. Pasaste una noche en mi sofá hace unos años»,
le dije desde el otro lado del mostrador con una amplia sonrisa.
«Claro, Bronnie —escuché con alivio—. ¿Qué te cuentas?»
«Necesito encontrar un lugar donde poder quedarme unas pocas noches, por favor»,
le respondí esperanzada.
Mientras él buscaba la llave en su bolsillo, me dijo: «Por supuesto. Aquí tienes». Y así
fue como me ofreció un lugar donde dormir, en su sofá, y las indicaciones para llegar a
su casa.
«¿Me podrías dejar también diez libras, por favor?», le pedí con aire ingenuo. Sin
dudarlo, sacó el dinero de su bolsillo trasero. Me despedí con palabras de agradecimiento
y una alegre sonrisa como respuesta. Ya estaba todo arreglado: tenía cama y comida.
La revista de viajes donde esperaba encontrar algún anuncio de trabajo salía ese día,
así que compré un ejemplar, fui a casa de Nev e hice tres llamadas. A la mañana
siguiente hice una entrevista para un trabajo como interna en un bar en Surrey. Por la
tarde ya estaba viviendo allí. Perfecto.
La vida transcurrió sin mayores sobresaltos durante dos años, entre amistades y
amoríos. Fue una época divertida. Me adapté muy bien a la vida de pueblo, que a veces
me recordaba a la de la isla, rodeada de gente a la que fui tomando aprecio. Además, no
estábamos demasiado lejos de Londres, así que era fácil organizar excursiones cada
cierto tiempo, la mayoría de las cuales fueron muy agradables.
Pero sentía la necesidad de seguir viajando. Quería conocer Oriente Próximo. Los
largos inviernos ingleses fueron experiencias positivas y me alegré de haber pasado un
par de ellos allí. Eran completamente opuestos a los calurosos e interminables veranos
australianos. Pero tenía que decidir si irme o quedarme, y opté por pasar allí un último
invierno, con la intención de ahorrar algo de dinero para el viaje. Para conseguirlo, tenía
que alejarme del ambiente del bar y de la tentación de hacer vida social todas las noches.
Nunca he sido una gran bebedora (ahora no bebo nada) pero, aun así, saliendo por ahí
cada noche, me gastaba un dinero que podría emplear en pagarme el viaje.
Casi al mismo tiempo en que tomé esa decisión, me topé con el anuncio para el trabajo
con Agnes, que era en el condado contiguo a Surrey. Me ofrecieron el puesto en la
primera entrevista, cuando Bill, que era granjero, se dio cuenta de que yo también había
sido una chica de granja. Agnes, su madre, tenía casi noventa años, el cabello gris que le
llegaba por los hombros, una voz alegre y un vientre muy prominente, cubierto casi todos
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los días por la misma rebeca roja y gris. Su granja estaba a apenas hora y media en
coche, lo que me permitía visitar a todo el mundo en mis días libres. Pero mientras
estaba allí parecía que me hallaba en otro mundo. Me sentía muy aislada, porque me
pasaba todo el día con Agnes, desde la noche del domingo hasta la del viernes. Dos horas
libres cada tarde no eran suficientes para hacer mucha vida social, aunque lo cierto era
que de vez en cuando aprovechaba para ir ver a mi inglés.
Dean era un encanto de persona. El sentido del humor fue lo que hizo que
conectásemos desde el principio, en cuanto nos conocimos. También nos unía el amor
por la música. Nos habíamos conocido al día siguiente de llegar yo al país, justo después
de hacer la entrevista para trabajar en el pub, y vimos enseguida que nuestras vidas
serían más ricas y divertidas si pasábamos tiempo juntos. Sin embargo, por desgracia, no
era con él con quien pasaba más tiempo por aquel entonces. Normalmente me quedaba
atrapada por la nieve en casa de Agnes y, muy a menudo, tratando de encontrar sus
dientes. Era alucinante cómo alguien podía perder sus dientes en tantos sitios en una casa
tan pequeña...
Su perra, Princess, un pastor alemán de diez años que soltaba pelo por todas partes,
era muy cariñosa, pero sus patas traseras apenas la sostenían debido a la artritis, algo
habitual en los perros de esta raza, al parecer. Conociéndola, levanté su trasero del suelo
y busqué allí los dientes de su ama. Ese día no hubo suerte. Sin embargo, en otra ocasión
sí se había sentado sobre ellos, así que tenía sentido buscarlos allí. Princess meneó su
gran cola y a continuación volvió a quedarse dormida junto a la chimenea, olvidando al
minuto la breve molestia. Una y otra vez, Agnes y yo nos cruzábamos mientras
proseguíamos con la búsqueda. «No están aquí», me decía desde el dormitorio.
«Aquí tampoco están», contestaba yo desde la cocina. Aun así, yo acababa buscando
en el dormitorio y Agnes en la cocina. Una casa tan pequeña no tenía tantas habitaciones
en las que buscar, así que las dos las registrábamos todas, para estar doblemente seguras.
Ese día, en concreto, se habían caído dentro de la bolsa donde guardaba los artilugios
para tejer, junto a la butaca del salón.
«Eres un cielo, querida —me dijo, mientras se volvía a meterlos en la boca—.
Quédate a ver la televisión conmigo, ya que estás aquí.» Ese truco era habitual, y yo
sonreí mientras hacía lo que me pedía. Era una señora mayor que había vivido mucho
tiempo sola y que agradecía la compañía. Mi libro podía esperar. No era que el trabajo
fuese muy intenso ni en sus mejores momentos. Simplemente, se trataba de hacerle
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compañía, y si lo necesitaba fuera de mis horas de trabajo estipuladas, no había
problema.
Otras veces habíamos encontrado los dientes bajo su almohadón, en el lavabo del
baño, en una taza de té en el armario de la cocina, en su bolso y en otros muchos lugares
insospechados. Pero también habían aparecido detrás del televisor, en la chimenea, en el
cubo de la basura, encima de la nevera y dentro de uno de sus zapatos. Y, por supuesto,
bajo los cuartos traseros de Princess, su imponente pastor alemán.
A mucha gente le sienta bien la rutina. Yo, personalmente, prefiero los cambios. Pero
la rutina tiene su espacio, y no cabe duda de que a muchas personas es lo que mejor les
funciona, sobre todo cuando se van haciendo mayores. Agnes tenía rutinas semanales y
rutinas diarias. Todos los lunes iba al médico, ya que tenía que hacerse análisis de sangre
periódicamente. La cita era exactamente a la misma hora todas las semanas. Eso sí, con
una cosa al día bastaba, porque, de lo que contrario, su rutina de pasar las tardes
descansando y tejiendo se vería alterada.
Princess nos acompañaba a todas partes, tanto si llovía como si granizaba o hacía sol.
Lo primero era bajar el portón trasero de la camioneta, mientras la vieja perra esperaba
pacientemente sin dejar de mover el rabo. Era una criatura hermosa. Después yo
colocaba sus patas delanteras sobre el portón y la agarraba rápidamente por detrás para
subirla antes de que le fallasen los cuartos traseros y tuviésemos que volver a empezar. Y
me pasaba el resto de la excursión cubierta de pelos rubios de perro.
Hacer que bajase era más fácil, aunque también necesitaba ayuda. Princess se dejaba
caer hasta que sus patas delanteras llegaban al suelo, y esperaba entonces a que yo le
bajase las traseras. Si entretanto Agnes necesitaba mi ayuda por algún motivo, Princess
esperaba en esa posición con el lomo en alto hasta que yo hubiese terminado. Una vez
que estaba abajo, se movía alegremente y sin dolores, sacudiendo continuamente esa
cola suya, grande y vieja.
Dedicábamos los martes a hacer la compra en el pueblo deal lado. Muchas de las
personas mayores para las que he trabajado gastaban muy poco, pero Agnes era todo lo
contrario. Siempre intentaba comprarme algo, sobre todo cosas que yo ni quería ni
necesitaba. En cada pasillo se nos podía ver a las dos, una joven y otra anciana,
discutiendo. Ambas sonreíamos, y a veces nos reíamos, pero ninguna cedía. En
consecuencia, yo acababa con la mitad de las cosas que Agnes quería comprarme, que
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podían ser delicias vegetarianas variadas, mangos de importación, un nuevo cepillo para
el cabello, una camiseta interior o una pasta de dientes de sabor espantoso.
Los miércoles íbamos al bingo, también en el pueblo. Agnes estaba perdiendo vista,
por lo que yo era sus ojos para confirmar sus resultados en el juego. Ella podía leer los
números y oía bastante bien, pero me preguntaba para estar segura antes de tachar cada
número. Me encantaban todos los ancianos que encontrábamos allí. Yo iba camino de los
treinta y era la única persona joven, lo que hacía que Agnes se sintiese muy especial. Se
refería a mí como «mi amiga».
«Mi amiga y yo fuimos ayer de compras y le compré unas bragas nuevas», anunciaba
con semblante serio y orgulloso a todos sus amigos del bingo.
Todos asentían y me sonreían mientras yo me decía para mis adentros: «Madre mía».
Y proseguía: «Su madre le escribió esta semana desde Australia. Ahora hace mucho
calor allí. Y ha tenido un sobrino». De nuevo, todos asentían y sonreían.
No tardé en aprender cuánta información me convenía darle. No quiero ni pensar en lo
que podrían haber sabido de mi vida de no haber sido así, sobre todo cuando mi madre
me envió por correo varios conjuntos de lencería y otros regalos, para mimarme en la
distancia. Pero con Agnes todo resultaba inocente y cariñoso, así que fui capaz de
sobrellevar los sonrojos y los momentos de vergüenza que me hacía pasar de vez en
cuando.
El jueves era el único día que no comíamos en casa. Era un día importante para las
tres, Princess incluida, por supuesto. Íbamos en coche hasta un pueblo en Kent y
comíamos con su hija.
Cincuenta kilómetros era una distancia considerable para los ingleses, pero no para una
australiana. No cabe duda de que en la forma de ver las distancias tienen mucho peso las
diferencias culturales.
En Inglaterra, en tres kilómetros puedes llegar a otro pueblo completamente distinto al
más cercano. El acento es del todo diferente y es posible que no conozcas a nadie,
aunque hayas pasado toda tu vida en el pueblo de al lado. En Australia, puedes
desplazarte ochenta kilómetros para comprar una barra de pan. Tus vecinos pueden vivir
a tanta distancia que para saludarte tengan que utilizar el teléfono o un aparato de radio,
pero no por ello dejan de considerarte su vecino. Una vez estuve trabajando en una zona
tan remota del territorio del Norte que para ir al bar más cercano tenían que desplazarse
en avión. Al empezar la noche, la pequeña pista de aterrizaje estaba repleta de aviones
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monoplaza o biplaza, y a la mañana siguiente se hallaba completamente vacía, una vez
que todos habían vuelto medio borrachos a sus ranchos.
Así que esos jueves que pasábamos fuera de casa eran un gran día para Agnes, pero
para mí suponían la ocasión para un entretenido rato de conducción. Su hija era una
mujer simpática, y la reunión resultaba agradable. Ellas siempre se tomaban una buena
comilona, con carne, queso y pepinillos. Me fascinaba cuánto les gustaban los pepinillos
a los ingleses. Era un buen país para ser vegetariano, eso sí. Siempre tenía donde elegir
pero, como hacía tanto frío, solía optar por una sopa caliente o un buen plato de pasta.
Los viernes eran muy locales. Vivíamos en una explotación ganadera que tenía su
propia carnicería. Dos de los hijos de Agnes gestionaban la granja. Los viernes por la
mañana salíamos de casa para ir a la carnicería. Aunque Agnes insistía en tomarse su
tiempo y mirar cada cosa con mucho detenimiento, compraba exactamente lo mismo
cada semana, sin excepción. El carnicero incluso se ofrecía a llevarle el pedido a casa,
pero no. «Muchas gracias, pero prefiero venir y elegir aquí lo que compro», respondía
Agnes amablemente.
Por aquel entonces yo era vegetariana y ahora soy vegana. Aun así, ahí estaba yo,
viviendo en un granja de ganado, no muy diferente del lugar donde me había criado.
Aunque no abogaba por que la gente comiese carne, sí entendía el negocio y la forma de
vida. A fin de cuentas, me resultaba familiar.
Volvíamos a pie de la carnicería pasando por el establo y hablábamos con los
jornaleros y con las vacas. Agnes avanzaba lentamente apoyándose en su bastón,
conmigo a su lado y Princess detrás. Daba igual el frío que hiciese, simplemente nos
poníamos más capas de ropa. Los viernes siempre transcurrían así: visitábamos la tienda
y luego a las vacas en su establo.
Me asombraba la manera tan distinta que tenían los ingleses de tratar a sus vacas
respecto a los australianos, con sus establos y su atención individualizada, aunque las
vacas australianas no tenían que soportar los inviernos ingleses... Aun así, me daba
muchísima pena llegar a encariñarme con esas vacas, sabiendo que probablemente más
adelante acabaríamos comprando su carne en la carnicería. Era algo muy difícil de
asumir, y yo nunca lo conseguí del todo.
El tema del vegetarianismo surgía muy a menudo, a pesar de mis intentos por evitarlo
y mi respeto por el estilo de vida que la familia había escogido. Nunca he sido de esos
vegetarianos o veganos que hablan demasiado sobre ello. Habiendo visto lo que vi en mi
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juventud, y tras haber ido de excursión a un matadero, lo que me marcó de por vida,
entiendo por qué algunos vegetarianos defienden su causa con tanta pasión. Tener que
enfrentarse a lo que hacen estas industrias y lo que sucede tras los muros del matadero es
algo desgarrador.
Pero yo prefería vivir discretamente y limitarme a predicar con el ejemplo, respetando
el derecho de cada uno y cada una a vivir como le parezca oportuno. Solo hablaba sobre
mis creencias si me preguntaban, y lo hacía gustosamente, porque el interés era genuino.
Lo que sí me parece interesante es cómo, a lo largo de los años, personas que han
optado por comer carne y que prácticamente no me conocen me han atacado sin que
mediase provocación por mi parte, simplemente porque yo he elegido no comer
animales. Puede que esto explique en parte por qué opté por vivir mi vegetarianismo con
discreción. Solo quería tranquilidad.
Así que tuve mis dudas cuando Agnes empezó a hacerme preguntas sobre mis motivos
para ser vegetariana. Su supervivencia dependía de los ingresos de su explotación
ganadera. De hecho, supongo que la mía también, aunque tardé un tiempo en asumirlo.
Acepté el trabajo con la sola intención de ahorrar dinero y alegrarle la vida a una señora
mayor.
Pero ella insistía en sus preguntas, así que le expliqué lo que había sentido al ver cómo
mataban vacas y ovejas cuando era niña y lo mucho que me había afectado, cuánto me
gustaban los animales y que había visto cómo las vacas mugían de una manera distinta
cuando sabían que iban a morir. Sus gemidos de terror y de pánico aún resuenan en mis
oídos.
Eso fue todo. En ese mismo momento Agnes se declaró vegetariana. «Madre mía —
pensé—. ¿Cómo se lo voy a explicar a su familia?» Se lo comenté a su hijo poco
después, y este le expresó a Agnes su deseo de que ella siguiese comiendo carne. Pero al
principio se mantuvo firme. Finalmente, Agnes aceptó comer carne roja un día a la
semana, y pescado y pollo dos días más. También tomaba carne en mis días libres,
cuando su familia le daba de comer.
El tiempo ha ido reafirmando mis convicciones, y hoy en día ni siquiera me plantearía
la posibilidad de aceptar un trabajo que implicase tener que cocinar carne. Pero entonces
sí que lo acepté, aunque odiaba esa parte del trabajo. Cuando lo hacía, me entristecía al
pensar que aquello que cocinaba había sido alguna vez un hermoso ser vivo, que tenía
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sentimientos y derecho a vivir. Así que el acuerdo al que llegamos me gustó desdeel
principio, pese a que, para mí, el pescado y el pollo no dejaban de ser animales.
Sin embargo, resultó que Agnes solo había llegado a un acuerdo con su hijo para
mantener las apariencias, ya no tenía ninguna intención de comer carne ningún día de la
semana. Así que pasé el resto del invierno y la primavera cocinando para nosotras
deliciosos festines vegetarianos de panes de nueces, sopas divinas, coloridos sofritos y
pizzas exquisitas. Creo que, de no ser así, Agnes habría sido feliz viviendo a base de
huevos duros y, por supuesto, alubias guisadas. No olvidemos que era inglesa, y a los
ingleses les encantan las alubias.
La nieve se derritió, los narcisos florecieron y con ellos llegó la primavera. Los días
eran cada vez más largos y el cielo retomó el color azul. El rancho fue reviviendo, y los
terneros recién nacidos correteaban tambaleándose sobre sus delgadas patillas. Volvieron
los pájaros, que nos recibían cantando cada día. Princess soltaba más pelo todavía.
Agnes y yo dejamos los abrigos de invierno y los gorros en el armario y continuamos con
nuestra misma rutina durante un par de meses más, mientras disfrutábamos del sol de
primavera. Éramos dos señoras de dos generaciones muy diferentes que paseábamos del
brazo día tras día, mientras compartíamos risas e historias sin fin.
Pero yo sentía la llamada del viaje. Desde el principio, las dos sabíamos que me iría.
También echaba de menos a Dean. El tiempo que pasábamos juntos los fines de semana
ya no era suficiente, y ambos deseábamos partir de viaje. Poco después empezaron a
buscarme sustituta y comenzamos a descontar nuestros últimos días juntas. Esos meses
con Agnes fueron una experiencia maravillosa y muy especial. Aunque acepté el trabajo
pensando sobre todo en mis ansias de viajar, hacerle compañía fue algo muy bonito.
Desde luego, mucho más agradable que servir cervezas. Prefería sin duda ayudar a
alguien a caminar erguida porque era anciana y frágil antes que a un joven (o incluso a
una persona mayor) estando borracho. Había tenido tiempo de sobra para hacerlo
durante mi estancia en la isla y en el pub inglés. Me gustaba mucho más buscar los
dientes de una señora mayor que recoger ceniceros sucios y vasos de cerveza vacíos.
Dean y yo viajamos a Oriente Próximo, donde nos maravillamos con la gran
diversidad de culturas fascinantes (y comimos enormes cantidades de comida deliciosa).
Tras un año maravilloso, volví a visitar a Agnes. Otra chica australiana había ocupado mi
lugar y tuvimos una conversación larga y agradable, tras la cual Agnes se quedó
traspuesta en su butaca. Mientras compartíamos infinidad de historias, me confesó que
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se había quedado algo descolocada con la primera pregunta que le había hecho Bill
cuando la entrevistó. Le pedí que me la contase y no pude evitar reírme al escuchar su
respuesta: «Tú no serás vegetariana, ¿verdad?».
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Una sorprendente trayectoria profesional
Después de esos años en Inglaterra y en Oriente Próximo, por fin regresé a casa, a mi
querida Australia. Era una persona cambiada, como le sucede a todo el que viaja. Al
volver a trabajar en la banca, enseguida tuve claro que ese trabajo nunca volvería a
satisfacerme. Ahora, el único aspecto positivo era la atención a los clientes y, aunque por
aquel entonces era fácil conseguir trabajo en cualquier ciudad, no estaba satisfecha con
mi vida laboral, que me hacía muy infeliz.
Además, la expresión creativa empezaba a fluir desde mi interior. Vivía entonces en el
Oeste australiano y un día, sentada junto al río Swan en Perth, hice dos listas. Una era
de las cosas que se me daban bien; la otra de las que me gustaba hacer. Después de
repasarlas, tuve que aceptar que dentro de mí había una artista de algún tipo, ya que las
únicas cosas que aparecían en las dos listas estaban relacionadas con talentos creativos.
«¿Tendré valor para creerme que puedo ser artista?», me dije. Aunque me había
criado rodeada de músicos, también me habían inculcado la seguridad que daba tener un
«buen trabajo», de ahí que nadie lograse entender mi insatisfacción con la vida que
llevaba, con un trabajo estable de nueve a cinco en la banca. Era un «buen trabajo», un
trabajo que me estaba matando lenta pero indefectiblemente.
Comencé un proceso de profunda introspección, tratando de averiguar qué era lo que
sabía hacer bien y qué haría que disfrutase. Fueron tiempos difíciles, porque todo estaba
cambiando en mi interior. Finalmente llegué a la conclusión de que tenía que trabajar
desde el corazón, porque hacerlo solo desde el intelecto me había dejado demasiado
hueca e insatisfecha. Así que empecé a desarrollar mis habilidades creativas a través de la
escritura y la fotografía, lo que, al final de un camino largo y enrevesado, me acabaría
llevando a escribir e interpretar mis propias canciones. Durante todo ese tiempo, seguí
trabajando en la banca, aunque casi siempre como trabajadora eventual. Ya no era capaz
de soportar todo lo que conllevaba un trabajo a tiempo completo.
Perth estaba muy lejos de cualquier otro lugar, así que, por mucho que me gustase
vivir allí, el deseo de estar cerca de mis seres queridos hizo que los estados del Este
volviesen a reclamarme. De modo que crucé las imponentes llanuras de Nullarbor,
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atravesé la cordillera de los Flinders, recorrí la Great Ocean Road, y después la New
England Highway, hasta llegar a Queensland, que sería mi hogar durante una temporada.
Parte de ese tiempo estuve trabajando en un centro de atención telefónica para los
suscriptores a un canal de películas para adultos. Por momentos, era mucho más
interesante que el sector de la banca.
«Hummm.»
Silencio.
«Llamo en nombre de mi marido.»
«Entonces ¿le gustaría suscribirse a Night Moves?», respondía yo en un tono
comprensivo y amistoso, siempre tratando de que la mujer se sintiese cómoda.
Los hombres preguntaban cosas del estilo de: «¿Cómo es? Quiero decir, ¿se ve
todo?».
«Lo siento, caballero, yo no lo he visto. Pero puedo ofrecerle una noche de prueba
por 6,95 dólares y, si le parece interesante, puede llamar y contratar una suscripción
mensual.»
Y, como no podía ser de otra manera, también estaban las típicas llamadas de «¿De
qué color es la ropa interior que llevas puesta?». Y Bronnie cuelga. Pero una vez que las
risas se acabaron, no era más que un trabajo de oficina como cualquier otro. Entablé
amistad con los compañeros, lo que lo hizo más llevadero. Pero mi insatisfacción no dejó
de crecer.
Volvimos a mi estado natal, Nueva Gales del Sur. Dean, el hombre con el que había
estado en Inglaterra y en Oriente Próximo, se vino a Australia conmigo. Poco después de
mudarnos a Nueva Gales del Sur, nuestra relación llegó a su fin. Nos quisimos mucho
durante años y habíamos sido muy amigos durante casi todo ese tiempo. Fue demoledor
asistir al derrumbe de nuestra amistad, pero ya no podíamos seguir riéndonos e
ignorando lo diferentes que eran nuestros respectivos modos de vida, como habíamos
hecho hasta entonces.
Yo era vegetariana; él comía carne. Como me pasaba cinco días trabajando en una
oficina, necesitaba pasar tiempo al aire libre durante el fin de semana; él trabajaba fuera
de lunes a viernes, y lo que quería era quedarse en casa los días festivos. La lista era
interminable y crecía cada semana. Lo que a uno le gustaba, ya no le gustaba al otro.
Aún nos unía el amor por la música, lo que hizo que siguiésemos juntos un tiempo más.
Pero al final nuestro canal de comunicación dejó de funcionar y cada uno tuvo que
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enfrentarse a su propia pérdida, viendo cómo los sueños que habíamos compartido se
desintegraban ante nuestros ojos.
Cuando la relación terminó y llegó el duelo por la pérdida, fue una época desgarradora.
Aunque lloré hecha un ovillo y deseé que hubiésemos sido capaces de arreglarlo, en el
fondo de mi corazón sabía que no habríamos podido. La vida nos llamaba en direcciones
diferentes, y la relación, en lugar de ayudarnos a seguir nuestros caminos, se había
convertido en un obstáculo.
La búsqueda de un mayor significado en mi vidase intensificó y, como resultado, el
tema del trabajo cobró más importancia. Me conciencié de lo difícil que es ganarse la
vida como artista hasta que tu obra ha tomado impulso y ha conseguido una reputación
considerable. Entretanto, necesitaba encontrar una nueva dirección. Sabía que acabaría
ganándome la vida como artista. A fin de cuentas, si era capaz de soñarlo, podría
hacerlo.
Pero necesitaba volver a ganar dinero, y hacerlo en un ámbito que me permitiese
trabajar desde el corazón y expresarme de forma natural. La presión de vender productos
dentro del sector bancario había aumentado, y yo había cambiado demasiado. Ya no
encajaba en ese mundo, si es que alguna vez había sido realmente así. Decidida a
continuar con mi viaje creativo, tomé la decisión de volver a trabajar como acompañante
interna. De ese modo, al menos no estaría atrapada por un alquiler o una hipoteca, lo que
también me permitiría liberarme del corsé de la rutina.
A pesar de los años de introspección que me habían llevado hasta ese punto, la
decisión final fue casi casual, frívola. Sencillamente, buscaría un trabajo como
acompañante para dar espacio a mi vena creativa, para trabajar desde el corazón y
también para poder vivir sin tener que preocuparme del alquiler. Por aquel entonces, no
tenía ni idea de que mis anhelos de un trabajo sentido desde el corazón se verían tan
claramente atendidos, ni de que los años siguientes serían tan importantes para mi vida y
mi obra.
Menos de dos semanas después, ya me había mudado a una casa situada junto a la
orilla del mar en uno de los barrios más exclusivos de Sydney. Su hermano anciano se
había encontrado a mi cliente, Ruth, inconsciente en el suelo de la cocina. Tras pasar
más de un mes en el hospital, le permitieron volver a casa, con la condición de que
estuviese atendida las veinticuatro horas del día.
Mi experiencia como cuidadora se reducía al tiempo que había pasado como
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acompañante de Agnes, varios años atrás. Nunca había cuidado de una persona enferma
y así se lo dije claramente a la agencia que me contrató, pero no les importó. Las
cuidadoras dispuestas a vivir internas no abundaban y no iban a dejar que se les escapase
una. «Haz como que sabes lo que haces y llámanos si necesitas ayuda.» ¡Bienvenida al
mundo de las cuidadoras, Bronnie!
Mi empatía natural me permitió hacer razonablemente bien el trabajo pese a a ser
novata: traté a Ruth como trataría a mi propia abuela, a la que quise mucho. Atendía sus
necesidades a medida que las iba manifestando y así fui aprendiendo. La enfermera del
ayuntamiento venía cada varios días y me hacía preguntas sobre cosas de las que yo no
tenía ni idea. Como fui sincera con ella, acabó ayudándome muchísimo y me enseñó
cosas sobre medicamentos, cuidados personales y la jerga del sector.
Mis jefes también se pasaban de vez en cuando. Comprobaban que Ruth estaba
contenta y se iban. No tenían ni idea de que yo me estaba agotando a pasos agigantados,
tanto emocional como físicamente. Ni siquiera estoy segura de que yo fuese consciente
de ello entonces.
La familia de Ruth estaba encantada, porque yo la estaba mimando demasiado.
Masajes de pies y faciales, manicuras, y montones de entrañables conversaciones junto a
su cama mientras tomábamos el té. Como digo, la trataba como habría hecho con mi
propia abuela. No sabía hacerlo de otra manera.
Ruth tocaba el timbre también durante la noche y yo bajaba la escalera corriendo para
ayudarla a subirse a la silla con orinal para poder hacer pis. «Qué glamourosa eres», me
decía cuando me veía entrar. Ese glamour se debía a que a veces me hacía un moño
antes de acostarme, simplemente porque estaba demasiado cansada para desenredarme el
pelo. Y el camisón supuestamente «glamouroso» que llevaba me lo había dado mi madre
tras mucha insistencia por su parte.
«No puedes ir a la casa de esa señora y dormir desnuda o con cualquier trapo viejo —
me había dicho mi madre—. Por favor, toma esto y prométeme que te lo pondrás.» Así
que, por respeto a los deseos de mi querida madre, acabé poniéndome un camisón de
satén para dormir. Sí que debía de estar glamourosa cuando entraba medio sonámbula en
su dormitorio cuatro cinco veces cada noche, luchando por abrir los ojos y pidiendo un
indulto para mi estado de agotamiento. Ruth me necesitaría también durante todo el día
siguiente, por lo que tenía pocas posibilidades de recuperar el sueño perdido. Asimismo
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me encargaba de las tareas domésticas, a las que me dedicaba mientras Ruth dormía sus
siestas.
Ella tenía ganas de hablar incluso cuando estaba sentada en el orinal. Le encantaba
recibir tanta atención, después de años viviendo sola. Yo también disfrutaba de nuestra
amistad, salvo por el hecho de tener que escuchar qué tazas y qué platos habían utilizado
en no sé qué cena que habían celebrado hacía treinta años mientras ella orinaba sobre la
silla a las tres de la mañana, cuando lo único que me pedía el cuerpo era volver a la
cama.
A lo largo de las semanas, Ruth me fue hablando de los años que había pasado en la
bahía y de los niños que jugaban junto al puerto. Los repartos de leche y de pan se
hacían con carros tirados por caballos, cuyos cascos resonaban en las calles silenciosas.
Los domingos, el barrio entero se vestía con sus mejores galas para ir a misa. Ruth me
hablaba de sus hijos cuando eran pequeños y de su marido, fallecido tiempo atrás. Su
hija Heather, que me parecía encantadora, se pasaba a verla casi cada día, y era una
bocanada de aire fresco. El hijo de Ruth vivía en el campo con su familia y, si Heather
no hubiese mencionado a su hermano, habría sido muy fácil olvidar que existía. No
desempeñaba un papel activo en la vida de su madre.
Heather era la roca a la que Ruth se había aferrado durante las décadas que habían
transcurrido desde que se quedó viuda. James, el hermano mayor de Ruth, también la
había ayudado. Todas las tardes, con exquisita puntualidad, iba a verla dando un paseo
desde su casa, a más de un kilómetro de distancia. Siempre llevaba el mismo jersey, día
tras día. Había llegado a los ochenta y ocho años y nunca había estado casado. Era un
tipo maravilloso, con la mente perfectamente lúcida, y fue para mí todo un placer
conocerle y disfrutar de la sencillez de su vida.
Pero Ruth no conseguía recuperarse de su enfermedad y un mes después aún seguía
en cama. Le hicieron más análisis y me informaron de que se estaba muriendo.
Mientras caminaba hacia el puerto con lágrimas en los ojos, todo me parecía
surrealista. Los niños jugaban en el agua, junto a la orilla. El puente peatonal que cruzaba
la bahía se balanceaba ligeramente al paso de la gente feliz que lo atravesaba. Los
transbordadores pasaban camino de Circular Quay, en el centro de la ciudad. Yo me
movía como en un sueño, mientras oía las risas de un grupo de gente haciendo una
comida campestre.
Sentada frente a un acantilado de arenisca, con el agua a punto de tocarme los pies,
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levanté la vista hacia el hermoso cielo. Era uno de esos días perfectos de invierno en que
el calor del sol es como un bálsamo. En Sydney nunca hace mucho frío en invierno,
nada que ver con Europa. Hacía un día espléndido y con un abrigo ligero era suficiente.
Le había tomado cariño a Ruth, y saber que iba a morir me hacía llorar, pensando en el
inevitable dolor que sentiría cuando se fuese. Mi primera reacción al pensar que la
perdería fue de estupefacción. Las lágrimas brotaban mientras veía pasar un yate lleno de
gente sana y feliz. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo iba a ser su cuidadora, la
que la acompañaría hasta el final.
Como me había criado en una granja de vacas, y más tarde en una de ovejas, había
visto morir a muchos animales. No era algo nuevo para mí, aunque nunca había dejado
de producirme una gran impresión. Pero en la sociedad en la que vivía, la sociedad
moderna de la cultura occidental, no era habitual verse expuesto a los cuerpos
moribundos. No era como en otras culturas, en las que la muerte humana se experimenta
abiertamente y constituye unaparte muy visible de la vida cotidiana.
Nuestra sociedad ha expulsado a la muerte, llegando prácticamente a negar su
existencia. Esta negación hace que ni la persona que va a morir ni su familia o amigos
estén en absoluto preparados para lo inevitable. Todos vamos a morir. Y sin embargo, en
lugar de asumir la existencia de la muerte, tratamos de ocultarla. Es como si quisiésemos
convencernos de que, como dice el refrán, «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Pero no es así, y ese es el motivo por el que seguimos buscando reafirmarnos a través de
nuestra vida material y de los temerosos comportamientos que esta conlleva.
Si somos capaces de afrontar lo inevitable de nuestra muerte y la aceptamos de
corazón antes de que nos llegue la hora, podremos replantearnos nuestras prioridades
mucho antes de que sea demasiado tarde. Y eso nos permitirá dedicar nuestras energías a
lo que de verdad tiene valor. En cuanto asumamos que el tiempo que nos queda es finito,
aunque no sepamos si serán años, semanas u horas, seremos menos proclives a dejarnos
llevar por el ego o por lo que los demás piensen de nosotros y prestaremos más atención
a lo que nuestros corazones anhelan realmente. Esta asunción de nuestra muerte,
inevitable y cada vez más cercana, nos abre la posibilidad de encontrar mayor sentido y
satisfacción en el tiempo que nos queda.
Me di cuenta de hasta qué punto esa negación es perjudicial para nuestra sociedad.
Pero en ese momento, en ese soleado día de invierno, no saqué nada en claro sobre lo
que le esperaba a Ruth y cuál sería mi papel como su cuidadora. Apoyé la cabeza en la
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pared de arenisca y recé para pedir fuerzas. Durante mi juventud y a lo largo de mi vida
de adulta había tenido que hacer frente a numerosos desafíos y pensé que no habría
llegado hasta ese lugar si no fuese capaz de cumplir con la tarea que me esperaba. Pero
esto no contribuyó demasiado a aliviar la pena y el dolor que sentía.
Sentada bajo el cálido sol, llorando en silencio, supe que tenía trabajo por delante y
que trataría de ofrecerle a Ruth toda la felicidad y comodidad que pudiese durante sus
últimas semanas. Pasé allí un rato largo, reflexionando sobre la vida y sobre cómo esta
situación me había tomado por sorpresa, a pesar de lo cual también iba aceptando que
tenía dones que compartir y que eso era lo que se esperaba de mí. Mientras volvía a la
casa, sentí que una firme determinación crecía en mi interior: intentaría por todos los
medios dar lo mejor de mí en esa situación y ya recuperaría el sueño perdido cuando
pudiese.
Mi jefa se pasó por la casa ese mismo día y le expliqué que nunca había visto a una
persona muerta, ni mucho menos había cuidado de alguien que iba a morir. Sentí que le
hablaba a una pared. «La familia te quiere. Lo harás bien.»
«Lo harás bien» (algo así como: «Todo irá bien») es una expresión tan habitual en
Australia que di por hecho que así sería. A partir de ese momento, la salud de Ruth se
deterioró rápidamente. Contrataron a otras cuidadoras para los días que yo tenía libres y,
a medida que sus necesidades fueron creciendo, me descargaron de mis obligaciones
nocturnas. A veces las otras cuidadoras me reclamaban, ya que yo era la encargada de
supervisar la situación, pero ahora al menos podía dormir.
Los días seguían siendo especiales y, por lo general, Ruth y yo estábamos solas. Era
un barrio tranquilo, y de vez en cuando, a través de los árboles, llegaban las risas del
parque junto al puerto, más abajo. Heather venía a vernos de vez cuando, James
también, así como una serie de especialistas que hacían su trabajo. La oportunidad de
aprender era enorme y yo estaba creciendo mucho profesionalmente, sin ser del todo
consciente de ello entonces. Cumplía con mi cometido y no paraba de hacer preguntas a
todo el que se me cruzaba.
Una mañana, cuando me disponía a tomarme dos días libres, contenta porque iba a
visitar a mi primo en la ciudad y a disfrutar de cierta alegría en medio de la gravedad de
la situación, percibí un olor que salía del dormitorio. La cuidadora de noche no lo habría
notado, o no había querido notarlo, confiando en que la cuidadora de día, que estaba a
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punto de llegar, se haría cargo de ello. Durante los años siguientes viví muchas
situaciones parecidas.
No podía permitir que mi querida amiga siguiese así ni un minuto más. No había
podido contenerse y había evacuado por completo. Sin fuerzas, Ruth solo podía
responderme con balbuceos. Estaba sufriendo el colapso de sus órganos más
importantes. La cuidadora nocturna dejó de mala gana la revista del corazón que estaba
leyendo y me ayudó a limpiarla y a cambiarle las sábanas. Fue un alivio ver llegar a la
cuidadora de día, que dejó sus cosas y enseguida me echó una mano gustosamente. Una
vez que Ruth estuvo limpia y tranquila, no tardó en caer en un sueño profundo, agotada
como estaba.
Más tarde, cuando me encontraba en el bosque con mi primo, mi corazón seguía en la
casa. Agradecía la alegría y el buen humor que siempre disfruto cuando estoy con él y
me sentía bien por pasar tiempo juntos, pero no iba a poder estar dos noches fuera. Ruth
ocupaba buena parte de mis pensamientos y estaba convencida de que no le quedaba
demasiado tiempo. Solo llevaba unas pocas horas con mi primo cuando recibí una
llamada de mi jefa: me dijo que el final de Ruth se acercaba y me preguntó si podía
volver a la casa.
Llegué cuando anochecía y ya antes de entrar pude sentir el ambiente sombrío que se
respiraba dentro. Allí estaba Heather, con su marido, así como la nueva cuidadora
nocturna, una chica irlandesa encantadora, que acababa de llegar.
Heather me preguntó si me importaba que se fuese a casa. Le respondí cortésmente
que hiciese lo que creyese conveniente. Así que se fue. Al principio, no pude evitar
valorar la situación. Solo podía pensar en que, si fuese mi propia madre la que se
estuviese muriendo, yo habría removido Roma con Santiago para acompañarla en los
momentos finales.
Dicen que todo —emociones, acciones, pensamientos— se reduce al amor o al miedo.
Llegué a la conclusión de que era el miedo lo que había llevado a Heather a tomar esa
decisión y me sobrevino un sentimiento de compasión y amor hacia ella. Desde que nos
conocimos, me había parecido una persona muy práctica y algo desapegada. Pero esta
situación me resultaba ajena. No quise que mis propias creencias y condicionantes se
interpusieran en mi estima hacia alguien por quien sentía cariño solo porque ella estaba
gestionando la situación de una manera diferente a como lo habría hecho yo.
A oscuras en la habitación con Erin, la otra cuidadora, empecé a aceptar y a respetar el
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comportamiento de Heather. Había hecho todo lo que había podido. Durante décadas,
había mantenido en orden la vida de su madre, y la de su propia familia, y ahora estaba
total y absolutamente agotada, tanto física como emocionalmente. Había dado todo lo
que había podido, y quería recordar a su madre durmiendo plácidamente, como estaba
cuando Heather se fue. Sonreí con respeto, pensando que ahora entendía la situación.
Sin embargo, hablando con ella durante los días siguientes, me enteré de que Ruth le
había dado a entender que prefería que se fuese. Heather conocía a su madre lo
suficientemente bien para percibir sus deseos. De modo que había sido el amor, y no el
miedo, lo que había hecho que se marchase. Durante los años siguientes, fue para mí
relativamente habitual vivir situaciones como esta. No todos los que iban a morir querían
que sus familias estuviesen presentes. Se despedían de ellos cuando aún estaban
conscientes y, en ocasiones, preferían que fuesen las cuidadoras las que los acompañasen
en los momentos finales, de forma que sus familias guardasen de ellos un mejor
recuerdo.
Erin y yo podíamos sentir la muerte al acecho mientras conversábamos en voz baja en
el dormitorio de Ruth. Me contó que si se hubiese tratado de su familia, a esas alturas, la
habitación ya estaría llena de gente: tías, tíos, primos, vecinos, niños, todos acudirían a
despedirse.
Habíamomentos de silencio en que ambas mirábamos a Ruth, expectantes. La noche
era extraordinariamente tranquila y mi corazón le enviaba silenciosamente su amor a
Ruth. Volvíamos a charlar y nos callábamos de nuevo. Fue muy bonito poder compartir
la experiencia con Erin, porque participaba en ella de manera natural.
«Ha abierto los ojos —me dijo Erin de pronto, desconcertada. Hasta ese momento,
Ruth había pasado toda nuestra guardia en un estado de semicoma—. Te está mirando.»
Me acerqué a la cama y la tomé de la mano. «Estoy aquí, cariño. Todo va bien.»
Me miró fijamente a los ojos y un instante después su espíritu empezó a abandonar su
cuerpo. Se agitó brevemente y luego se quedó completamente quieta.
Enseguida, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Hablando con ella en
silencio, de corazón a corazón, le deseé buen viaje. Fue un momento de mucha
devoción, cargado de serenidad y amor. En la penumbra de la habitación, con todos mis
sentidos alerta, reflexioné en silencio sobre lo afortunada que yo había sido al poder
pasar ese tiempo con ella.
Entonces, sorprendentemente, el cuerpo de Ruth respiró profundamente. Dando un
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grito, salté hacia atrás. El corazón se me salía del pecho. «¡Coño!», le dije a Erin.
Ella se rió: «Es muy normal, Bronnie. Pasa mucho».
«Bueno, gracias por decírmelo», respondí aún sorprendida, sonriendo. Mi corazón
latía con fuerza y toda la devoción del momento se había esfumado. Con mucha
precaución, me acerqué de nuevo a la cama. «¿Volverá a suceder?», le susurré a Erin.
«Quizá.»
Esperamos en silencio durante un minuto, prácticamente aguantando la respiración.
«Se ha ido, Erin. Puedo sentirlo», dije yo al fin.
«Bendita sea», murmuramos las dos al mismo tiempo. Acercamos nuestras sillas y
permanecimos un momento junto a Ruth en sagrado silencio y cariñoso respeto.
Además, yo necesitaba tranquilizarme un poco después del susto.
Heather y mi jefa me habían pedido que las llamase en cuanto sucediese, y así lo hice.
Eran alrededor de las dos y media de la madrugada. Ya no había nada que ninguna de los
dos pudiésemos hacer. Ese mismo día también me habían dado instrucciones sobre cómo
proceder a continuación, así que llamé al médico para que viniese y emitiese un
certificado de defunción, y después llamaron a la funeraria.
Erin y yo nos quedamos en la cocina mientras retiraban el cuerpo de Ruth, justo
cuando amanecía. Durante esas horas de espera, volvimos varias veces a ver a Ruth.
Sentía la necesidad compulsiva de preocuparme por su cuerpo, aunque ella ya lo había
dejado atrás. No quería que estuviese sola en la habitación. En cierto sentido, los
momentos posteriores a su muerte, extraños y oscuros, fueron también muy especiales.
Pero también se podía palpar en la casa un vacío esa noche, cuando se hubo ido.
Al día siguiente, me ofrecieron quedarme una temporada viviendo en casa de Ruth.
Heather decía que la herencia tardaría meses en resolverse y no les gustaba la idea de
dejar la casa vacía; la familia se quedaría más tranquila si alguien viviese allí. Así que
pasé una temporada viviendo en casa de Ruth, lo que resultó ser toda una bendición para
mi agotamiento físico. También fue agradable quedarme en un lugar que ya conocía.
Me había dado cuenta de que el trabajo como interna, veinticuatro horas al día, iba a
ser demasiado extenuante. Nunca había sido capaz de hacer las cosas a medias, pero
ahora tomé consciencia de que, en el futuro, necesitaría mantener las distancias con los
pacientes entre guardia y guardia, e irme a mi casa cada noche. El trabajo de cuidadora
era mucho más exigente que el de mera acompañante.
Durante los meses siguientes ayudé a Heather a trasladar todas las pertenencias de
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Ruth a otros sitios. Su mundo físico se fue desmantelando por partes, como suele
suceder. Llevaba tanto tiempo viviendo como un nómada que aún sentía aversión a tener
demasiadas pertenencias, así que rechacé muchos de los objetos que Heather
amablemente me ofreció. Al fin y al cabo, no eran más que cosas y, aunque habían
pertenecido a mi querida Ruth, sabía que su recuerdo perviviría en mi corazón, como así
ha sido.
Pero me encapriché con un par de lámparas antiguas, que a día de hoy aún me
acompañan. Más adelante, la casa de Ruth fue demolida por sus nuevos propietarios, que
construyeron en su lugar un edificio moderno de cemento. Enseguida talaron el viejo
plumeria, cuyos aromas habían entrado en la casa en verano durante décadas, y en su
lugar pusieron una piscina. Recibí una invitación para la fiesta de inauguración de la
nueva casa.
A quienes habían comprado la casa de Ruth no les gustaban las telas que las arañas
tejían entre los árboles del jardín. Ruth y yo habíamos pasado ratos al sol en el salón,
viendo cómo una araña de seda dorada tejía una tela tan resistente que uno podía
levantarla para pasar por debajo. Era algo maravilloso, que a las dos nos encantaba.
Junto a la piscina, rodeada de todas las plantas modernas que ocupaban el lugar del
antiguo jardín, construido a base de amor y tiempo, me gustó ver cómo la araña dorada
seguía tejiendo su tela en lo alto de una de esas nuevas plantas.
Le envié mi amor a Ruth con una sonrisa y supe que, a su manera, ella estaba allí
conmigo ese día. Su casa ya no existía, pero su espíritu seguía a mi lado. Le agradecí la
invitación al nuevo propietario, me quedé hablando un rato y después fui paseando hasta
el puerto y me senté en el lugar donde había recibido la noticia de que Ruth estaba en
fase terminal. Me sentía agradecida por todo lo que habíamos compartido y por todo lo
que había aprendido con ella.
Ese día de verano sonreí al darme cuenta de cuánto había recibido, mucho más que el
mero hecho de poder vivir gratis en su casa. No dejé de sonreír, agradecida, durante el
resto de ese día feliz. Y, al haber hecho que mis ojos se volviesen hacia esa araña, Ruth
también me sonreía a mí.
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Sinceridad y entrega
Tras la marcha de Ruth, me fueron saliendo varios trabajos de turnos sueltos. En los
cambios de turno conocí a otras cuidadoras. Era el único momento que tenía para
socializar con el personal. Durante los largos turnos de doce horas no había bromas ni
risas, ya que solo nos veíamos durante los cambios. Únicamente teníamos contacto con
la persona que cuidábamos, la familia y los profesionales sanitarios que aparecían de vez
en cuando.
Esto hacía que las relaciones fuesen aún más personales. También, de vez en cuando,
me permitía leer, escribir, proseguir con mis prácticas de meditación o hacer yoga. A
muchas de las cuidadoras no les gustaba nada pasar tanto tiempo solas, y no era raro
llegar a la casa y encontrarse el televisor encendido antes de la hora de desayunar. Yo me
sentía afortunada por saber disfrutar de mi propia compañía, y las largas horas de
silencio me sentaban muy bien. Incluso cuando había personas a mi alrededor, los
hogares en los que alguien se estaba muriendo solían ser entornos tranquilos.
La casa de Stella, en una arbolada zona residencial, era exactamente así. Y no solo
porque ella se estuviese muriendo. Era gente tranquila y amable. Stella tenía el cabello
blanco, largo y lacio. «Digna» fue la primera palabra que me vino a la mente cuando nos
conocimos, a pesar de que se encontraba enferma y postrada en la cama. Su marido,
George, era un hombre encantador y me recibió con naturalidad.
El momento en el que tienes que aceptar que un miembro de tu familia se está
muriendo es uno de esos que te cambian la vida. Pero cuando se llega a la fase en que
esa persona necesita estar atendida durante las veinticuatro horas del día, ya ha
desaparecido todo rastro de su vida anterior. Su intimidad y los momentos especiales en
que estaban solos los dos en casa se acabaron para siempre.
Las cuidadoras iban y venían, los cambios de turno se sucedían por la mañana y por la
noche. Algunas repetían, pero otras venían una sola vez, entre sus trabajos con sus
propios clientes habituales. Así que había caras nuevas, personalidades diferentes y
diversas maneras de afrontar el trabajo,aunque enseguida me convertí en la cuidadora de
día habitual de Stella. También la visitaba una enfermera del ayuntamiento, así como un
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médico de cuidados paliativos. Con él me encontré brevemente en varias ocasiones
durante los años siguientes mientras yo cuidaba de otras muchas personas. Era un
hombre muy especial, encantador y bondadoso.
Mi jefa me dijo que pensaba que yo había gestionado muy bien las experiencias
vividas con Ruth y me ofreció recibir más formación en cuidados paliativos, si eso era lo
que me interesaba. Acepté su ofrecimiento, porque sentía que, por el momento, la vida
me llamaba en esa dirección. El tiempo que pasé con Ruth y lo que aprendí a su lado
habían dejado en mí una huella profunda, que me incitaba a crecer y a experimentar más
en este campo.
La formación consistió en dos talleres. Uno de ellos era para enseñarnos, a otras
cuidadoras y a mí, la manera correcta de lavarnos las manos. El otro era una breve
muestra de procedimientos de levantamiento de personas. Esa fue toda la formación
formal que recibí. Cuando me mandó cuidar de Stella, mi jefa me pidió que no les
contase que solo había tenido un cliente de cuidados paliativos. Ella estaba segura de que
lo haría bien, y yo también lo estaba.
La sinceridad siempre había constituido una parte importante de mi personalidad, pero
mentí cuando la familia me hizo preguntas sobre mi experiencia, porque necesitaba el
trabajo. Además, se estaban aprobando nuevas normas sobre la cualificación del
personal, de la que yo carecía. Aunque no tenía manera de demostrar mi capacidad a
partir de mi experiencia, quería inspirarle confianza a la familia de Stella a fin de que
estuviese tranquila. En el fondo de mi corazón sabía que podía hacerlo bien, porque lo
que se necesitaba era, sobre todo, dulzura e intuición. Así que, cuando me preguntaron,
mentí y dije que había cuidado a más personas de las que en realidad había tratado. Sin
embargo, después me sentí muy incómoda y no pude volver a hacerlo con ninguna de las
personas a las que cuidé.
A Stella le preocupaba mucho la higiene y quería tener sábanas limpias en su cama
cada día. Pero era también una señora elegante, e insistía en llevar un camisón a juego
con el color o con el estampado de las sábanas. Un día, George me contó entre risas que
se había visto en un aprieto porque había elegido las sábanas equivocadas para el
camisón que ella quería ponerse. También riendo, le respondí lo mismo que acabé
diciéndoles a las familias de casi todos mis futuros clientes: «Con tal de que ella esté
contenta».
Y así fue como esta mujer alta y elegante, mientras esperaba a la muerte entre sus
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sábanas y con sus camisones a juego, me preguntó por mi vida.
«¿Haces meditación?», me dijo.
«Así es», le contesté alegremente. No me esperaba la pregunta.
Stella prosiguió: «¿Qué camino sigues?». Se lo expliqué mientras ella asentía con
comprensión.
«¿Haces yoga?», preguntó.
«Así es —respondí de nuevo—, pero no tanto como querría.»
«¿Meditas a diario?»
«Sí. Dos veces al día», le dije.
No pude evitar sonreír cuando, después de una breve pausa, me respondió con voz
dulce: «Gracias a Dios. Llevo una eternidad esperándote. Ya puedo morirme tranquila»
Stella había sido profesora de yoga durante cuarenta años, mucho antes de que se
convirtiese en una actividad cotidiana en la cultura occidental. En esa época era algo
exótico que venía de Oriente. Había estado varias veces en India y seguía su camino con
devoción.
Su marido estaba jubilado, pero aún trabajaba a ratos desde casa. Iba de un lado a otro
discretamente y su presencia me resultaba agradable. La biblioteca de la casa estaba
repleta de clásicos espirituales. Ya había leído unos cuantos, pero había otros muchos
que deseaba leer. Era el sueño de una lectora hecho realidad, sobre todo el de alguien
interesado en la filosofía, la psicología y la espiritualidad. Devoré todos los que pude.
Stella volvía de su sueño, me preguntaba qué libro estaba leyendo y hasta dónde había
llegado y me daba su opinión al respecto. Los conocía todos. Cuando estaba lo
suficientemente despierta para mantener una conversación larga, lo cual no era muy
habitual, siempre hablábamos de filosofía. Compartimos muchas teorías y comprobamos
que nuestra forma de pensar era bastante similar.
Mi práctica del yoga también mejoró mucho. No sentía que tuviese que ocultar lo que
hacía o irme a otra habitación. La puerta del dormitorio de Stella nunca estaba cerrada,
de forma que una brisa de aire fresco entraba libremente a cualquier hora. Era un lugar
muy agradable para trabajar. Su apacible gato blanco, Yogi, se acurrucaba al pie de la
cama y me observaba. Como las tardes en el barrio eran especialmente tranquilas, ese
era el momento que solía aprovechar para hacer mis estiramientos y respiraciones. Me
encantaba cuando Stella, que yo suponía dormida, me hacía algún comentario sobre el
ejercicio que estaba realizando y me sugería cómo mejorar la postura o me incitaba a
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probar otra parecida, quizá más dinámica o más difícil, antes de volver a quedarse
dormida.
Por aquel entonces, llevaba cinco años practicando yoga. Había empezado en
Fremantle, un barrio de Perth, cuando vivía en Australia Occidental. Dos veces por
semana, cogía mi bicicleta y atravesaba un par de pueblos hasta llegar a Fremantle. El
profesor, Kale, fue para mí una maravillosa introducción al yoga. No había encontrado
su propio camino hasta una fase tardía de su vida, motivado por una lesión de espalda.
Era evidente que la vida esperaba grandes cosas de él, y que había encontrado su
vocación, para gran regocijo de sus muchos y devotos alumnos.
Cuando nos fuimos de Perth, durante una temporada mi vida fue algo agitada. Pero el
yoga me seguía llamando. Viviera donde viviese, siempre buscaba dónde dar clases y a
veces me apuntaba por un tiempo corto. En vano estuve buscando una clase con la que
pudiese conectar tanto como con la de Kale. No iba a encontrarla.
Durante el tiempo que pasé en el dormitorio de Stella, me di cuenta de que no había
conectado realmente con mi práctica, porque seguía recurriendo al profesor para
encontrar la conexión, en lugar de buscarla en mí misma. Gracias a sus consejos, esto
cambió definitivamente. Desde entonces, he disfrutado yendo a clases, porque me incitan
a ir un poco más allá de a donde llegaría practicando en casa. También es una manera
muy buena de conocer gente con intereses afines. Pero ahora mi práctica en casa no
depende de las clases, porque mi profesora es la propia práctica. Stella dejó su huella en
su última alumna.
Su mayor frustración era que estaba preparada para morir pero el momento no llegaba.
Al llegar por las mañanas, yo le preguntaba cómo se sentía. «¿Cómo crees tú que me
siento? —me respondía—. Aunque no quiero, aquí sigo.»
Además, ya no era capaz de meditar. Tras tantos años de disciplina mental, y con la
conexión consigo misma que había experimentado a través de la meditación, se
imaginaba que sería lo más natural ahora que la vuelta a casa se aproximaba. De hecho,
se había imaginado practicando con mayor intensidad ahora. Pero, en cambio, fui yo la
que practicaba con más frecuencia. Todas las tardes, cuando volvía a quedarse dormida,
yo aprovechaba para hacer mi sesión vespertina. «Eres muy afortunada —me decía ella
—. «Esto es muy frustrante. Ni puedo meditar ni puedo morirme.»
«Puede que sea la razón por la que todavía sigues aquí. Tal vez aún hay cosas que yo
tengo que aprender a través de ti y por eso tu hora todavía no ha llegado», le sugerí.
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Asintió. «Me gusta la idea.»
Como sucede siempre que dos personas interactúan, cada una aprendíamos a través
de la otra. Cuando saqué el tema de la entrega, Stella empezó a encontrar más paz
interior. Me sentaba junto a su cama y le hablaba de días lejanos, de aprender a
entregarse y ella escuchaba con interés.
A lo largo de los años, yo había vivido pasando de un acto de fe al siguiente. Le conté
cómo, años atrás, había partido hacia el sur con poco más que el depósito lleno de
gasolina,cincuenta dólares y la intención de pasar una temporada en un sitio menos
caluroso. Partí hacia allí con la idea de llegar a un pueblo en la lejana costa meridional de
Nueva Gales del Sur. En el camino, fui visitando a amigos y pude trabajar durante un par
de días, lo que me permitió proseguir con mi viaje. Como siempre había sido tan
nómada, tenía amigos desperdigados por todas partes y era maravilloso volver a verlos. A
algunos de ellos hacía casi diez años que no los veía. Acabé llegando al pueblo al que me
dirigía, pero con muy poco dinero.
Las mejores vistas del pueblo, sobre el imponente océano Pacífico, las tenía el
cámping para caravanas situado en el cabo, así que pasé una noche allí. El asiento trasero
de mi viejo jeep le había cedido su lugar a un colchón y, antes de salir de viaje, le había
puesto cortinas. Así que ya tenía mi caravana. Tras echar un vistazo a las ofertas de
trabajo en el pueblo, mi primera impresión fue que la situación era complicada. Pero
estábamos en otoño, mi época del año favorita, así que disfruté de un tiempo ideal
durante un par de días, mientras me dedicaba a caminar.
Pero no podría seguir pagando mi plaza en el cámping. Se me estaba acabando el
dinero y en realidad solo utilizaba ese lugar para ducharme y como campamento base,
mientras hacía contactos. Así que compré algo de comida y me dirigí al bosque,
siguiendo las indicaciones para llegar a un río en el interior, no muy lejos. Como ya me
había dejado guiar por otros actos de fe en el pasado, sabía que tendría que enfrentarme
directamente a mis miedos una vez más. Si quería conseguir algo positivo únicamente a
través de la fe, debía conseguir que mi cabeza dejase de ser un obstáculo, y eso es
siempre lo más difícil.
Resurgieron en mi mente antiguos hábitos mentales enfermizos, consecuencia de mis
condicionantes pasados y de una sociedad que me decía que no podía vivir así. El miedo
empezó a asomar su espantoso rostro, mientras yo me preguntaba cómo diantres se
solucionaría todo esta vez. Lo único que me había salvado antes, y lo único que me
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salvaría entonces, era lograr mantenerme en el momento presente. No hay lugar mejor
donde enfrentarse a los miedos que en mitad de la naturaleza, donde una puede
reintegrarse al verdadero ritmo de la vida.
Mientras los miedos estuvieron adormecidos, disfruté de días maravillosos con una
rutina sana y sin complicaciones, comiendo comida sencilla y buena, nadando en las
aguas cristalinas y purificadoras del río, viendo cómo aparecían y desaparecían los
rostros curiosos de los animales salvajes, escuchando los variados cantos de los pájaros y
leyendo. Fueron momentos de devoción, amplitud espiritual y belleza.
Pasaron casi dos semanas hasta que volví a ver personas. Ese día fue agradable. Se
trataba de una familia compuesta por tres generaciones, que había ido al río para hacer
un picnic, lo cual me indicaba que probablemente era fin de semana. Dejé el jeep abierto
y me fui a dar un largo paseo por el bosque, para que pudiesen disfrutar del lugar a solas.
Al caer la tarde, estuve un rato leyendo sobre el colchón del jeep, con las ventanas y el
portón trasero abiertos. La hermosa luz del atardecer se filtraba mágicamente a través de
los árboles.
Cuando la familia se iba, la mujer que tenía mi edad, la madre de los dos niños, se
separó del grupo mientras su marido, sus padres y sus hijos seguían caminando hacia el
coche. Se acercó a mí silenciosamente y se metió en el jeep. Levanté la vista de mi libro,
algo desconcertada, y sonreí. Solo me dijo en voz baja: «Envidio tu libertad». Nos
reímos las dos y se fue, sin decir ni una palabras más ni darme tiempo a responder.
Esa noche, tumbada en el jeep, con las cortinas abiertas, mientras oía el croar de las
ranas en el río cubierta por un millón de estrellas que me hacían compañía, sonreí al
pensar en ello. Tenía razón, no se podía ser más libre. Solo tenía dinero y comida para
unos pocos días más pero, en ese instante, era la persona más libre del mundo.
La gente a menudo me pregunta sobre los varios viajes que hice a la selva y a otros
lugares del país, y quieren saber si alguna vez pasé miedo o temí por mi seguridad. La
respuesta es no, y pocas veces tuve motivos para ello. Hubo un par de situaciones
potencialmente siniestras, como la del autoestop, pero todo acabó bien y me las tomé
como valiosas lecciones. Como siempre me guiaba por mi intuición, procuraba tirar hacia
delante con confianza, sabiendo que cuidarían de mí.
Pero somos básicamente criaturas sociales, así que volví al pueblo. Llamé a mi madre,
con quien tengo una relación constructiva y cercana. Como buena madre que era,
siempre estaba un poco preocupada por mi bienestar, aunque, por otro lado, entendía
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que la vida nómada formaba parte de mí. No juzgaba mis decisiones, pero siempre se
sentía aliviada al recibir noticias mías. El día anterior, ella había gastado dos dólares en
un boleto de lotería, con la intención de ganar algún dinero para dármelo. Mi madre es
una persona de naturaleza tan generosa que la vida y la suerte se lo recompensaron.
«Tú me das tantísimas otras cosas —me dijo—. Insisto en que aceptes este dinero.
Además, me llegó porque tenía intención de dártelo a ti.» Así que, agradecida, acabé con
un dinero que me permitiría pasar las siguientes dos semanas.
A la mañana siguiente, en cuanto me desperté en el jeep en el cámping de caravanas,
bajé a las rocas para ver cómo el sol salía sobre el mar. Me encanta esa primera claridad,
cuando aún quedan estrellas en el cielo pero el nuevo día está llegando. Mientras el cielo
se teñía de rosa, y después de naranja, vi pasar desde las rocas un banco de delfines
juguetones, saltando fuera del agua por pura diversión. Supe entonces que todo iría bien.
Más tarde, después de haber mantenido con el propietario del cámping una
conversación larga y agradable sobre la vida y los viajes, vino a mi jeep con una llave en
la mano. «No voy a necesitar la caravana número ocho en los próximos diez días.
Puedes usarla y no dejaré que pagues ni un centavo por ella. Si mi hija estuviese
durmiendo en su coche, confío en que alguien hiciese lo mismo por ella», dijo Ted.
«Bendito seas, Ted, muchas gracias», respondí, reprimiendo lágrimas de gratitud.
Así que durante los diez días siguientes tuve un techo bajo el que cobijarme y un lugar
donde cocinar. Pero, al mismo tiempo, los temores sobre mi situación me estaban
volviendo a remover internamente. Tenía que conseguir dinero. Mis víveres estaban
disminuyendo de nuevo. Cada día, me pasaba por todos los negocios del pueblo y,
aunque conocía a mucha gente maja, no aparecía ninguna oportunidad de trabajo.
Cuando subía por la colina, de vuelta al cabo y a la caravana, respiré profundamente,
tratando de vivir en el momento, pero sin dejar de buscar una solución.
Odiaba esta parte de mi vida, siempre haciendo locuras y poniéndome en situaciones
comprometidas, una y otra vez. Pero era algo adictivo. Cada vez que lo hacía, tenía que
enfrentarme directamente a mis miedos y, de una u otra manera, siempre —siempre—
acababa apañándomelas. En algunos aspectos, cada salto al vacío era aún más difícil,
porque me iba acercando al núcleo de mis miedos más profundos. Aunque también era
cada vez más fácil. Ya había llevado mi fe al límite muchas veces, lo que me había hecho
más sabia y me había proporcionado una mayor confianza en mí misma. Además, para
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mí la vida tenía más sentido así, por muy dura que fuese en ocasiones. No encajaba con
la manera en que funciona la sociedad convencional.
Fue entonces, mientras contemplaba cómo se retiraba la marea, cuando recordé la
importancia de entregarse, de dejarse llevar y permitir que la magia de la naturaleza
actúe. No me cabía duda de que la fuerza que equilibra el vaivén de las mareas, la misma
que hace que las estaciones se sucedan perfectamente una tras otra y que crea la vida,
me daría la oportunidad que necesitaba. Ya había mostrado mis intenciones y había
hecho todo lo que había podido. Lo único que me quedaba

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