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A_PUERTA_CERRADA_HUIS_CLOS

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Jean-Paul SARTRE 
 
 
A PUERTA CERRADA 
 
(HUIS CLOS) 
 
 
 
 
 
OBRA EN UN ACTO 
 
Traducción de ALFONSO SASTRE 
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
 
 
PERSONAJES
 
 
 
 
 
I NÉS 
ESTELLE 
GARCI N 
El MOZO DEL PI SO 
 
 
 
 
 
Un salón est ilo Segundo I m perio. Sobre la chim enea, una estatua de bronce. 
 
 
 
 
 
Esta obra se est renó en el Théát re du Vieux-Colom bier, de París, en m ayo de 
1944 
 
 2
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
 
 
ACTO ÚNI CO 
 
 
ESCENA PRI MERA 
 
GARCI N y el MOZO DEL PI SO 
 
GARCI N.—(Ent ra y m ira a su alrededor.) Es aquí, ¿no? 
MOZO.—Sí, aquí es. 
GARCI N.—¿Una habitación así? 
MOZO.—Sí, una habitación así. 
GARCI N.—Bueno, a la larga..., a la larga probablem ente se acostum brará uno a 
los m uebles. 
MOZO.—Eso depende de las personas. 
GARCI N.—¿Todas las habitaciones son por el est ilo? 
MOZO.—No, im agínese... Aquí nos vienen chinos, indios... ¿Qué quiere usted 
que hagan con un sillón Segundo I m perio? 
GARCI N.—¿Y yo? ¿Qué quiere usted que haga yo? ¿Sabe quién era antes? En 
fin, no t iene im portancia... Después de todo, siem pre he vivido ent re 
m uebles que no m e gustaban y en situaciones falsas; m e gustaba 
horrores... Una situación falsa en un com edor Luis-Felipe, ¿qué le 
parece? ¿No le dice nada? 
MOZO.—Tam poco está m al en un salón Segundo I m perio. 
GARCI N.—¿Eh? Bueno, es igual... ¡Bien, bien, bien! (Mira a su alrededor.) Sin 
em bargo, no m e esperaba una cosa así... Seguro que usted sabe lo que 
se cuenta por allá. 
MOZO.—¿De qué? 
GARCI N.—De... (Con un gesto vago y am plio.) En fin, de todo esto. 
MOZO.—¿Cóm o ha podido creerse tales estupideces? 
Personas que nunca pusieron los pies aquí... Porque claro está que si hubieran 
venido una vez, ya no... 
GARCI N.—¡Claro! (Ríen. GARCI N vuelve a ponerse serio de pronto.) ¿Dónde están 
los palos? 
MOZO.—¿Cóm o? 
GARCI N.—Las... Esas estacas en punta, los palos... Y las parr illas ardientes, 
los..., los em budos, los... 
 3
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
MOZO.—¿Tiene ganas de brom a? 
GARCI N.—(Mirándole.) ¿Eh? ¡Ah, ya! No, no tengo ningunas ganas de brom as, 
no... (Un silencio. Se pasea.) Ni espejos ni ventanas, naturalm ente. 
Nada que sea frágil. (Con súbita violencia.) ¿Y por qué m e han quitado 
el cepillo de dientes? A ver. 
MOZO.—Ya está con eso... En seguida ha recuperado la dignidad hum ana. Tiene 
gracia. 
GARCI N.—(Golpeando colér ico el brazo del sillón.) Le ruego que evite esas 
fam iliar idades. No ignoro nada de m i situación, pero no estoy dispuesto 
a soportar que usted... 
MOZO.—Un m om ento, un m om ento. Perdóneme. Pero, ¡qué quiere! , es que 
todos los clientes m e hacen la m ism a pregunta. Prim ero m e preguntan 
por los palos; y en ese m om ento le juro que no piensan para nada en 
su «toilet te». Y en seguida, cuando se los ha t ranquilizado, salen con el 
cepillo de dientes. Pero, por el am or de Dios, ¿no son capaces de 
reflexionar? Porque, en fin, yo puedo preguntarle: ¿para qué iba a 
lim piarse aquí los dientes? 
GARCI N.—(Calm ado.) Sí, es verdad, ¿para qué? (Mira a su alrededor.) ¿Y para 
qué iba a m irarse uno en un espejo? Mient ras que la estatua de bronce, 
eso está bien... Me figuro que en algunos m om entos lo m iraré con todas 
m is fuerzas, con los ojos m uy abiertos, ¿ent iende? Bueno; en fin, no 
hay nada que ocultar; ya le digo que conozco perfectam ente m i 
situación. ¿Quiere que le cuente cóm o ha ocurr ido? El hom bre se 
asfixia, se hunde, se ahoga; sólo su m irada está fuera del agua, y 
entonces, ¿qué ve? Una reproducción en bronce. ¡Qué 
pesadilla! Bueno, seguro que le han prohibido que m e responda; así que no 
insisto. Pero acuérdese de que no m e han cogido desprevenido, ¿eh? No 
vaya luego a alardear de haberm e dado una sorpresa; m e enfrento con 
la situación cara a cara, ya lo ve. (Vuelve a su paseo.) Así que sin 
cepillo de dientes. Tam poco cam a. Porque es seguro que no se duerm e 
nunca, ¿verdad? 
MOZO.—¡Qué cosas t iene! 
GARCI N.—Lo hubiera apostado. ¿«Por qué» se iba a dorm ir? Te pican los ojos de 
sueño. Sientes que se te cierran, pero ¿por qué dorm ir? Te tum bas en 
el canapé y, ¡pafff! . . . , el sueño desaparece. Se frota uno los ojos, se 
levanta y todo vuelve a em pezar. 
MOZO.—¡Qué literar io es usted! 
GARCI N.—Calle. No voy a gr itar, no va a oír de m í ni un gem ido, pero quiero 
m irar la situación cara a cara; que no salte sobre m í por la espalda sin 
que yo pueda reconocerla. ¿Literar io? Entonces, ¿qué? Que ni siquiera 
se siente necesidad de dorm ir... ¿Por qué dorm ir si no se t iene sueño? 
Está bien. Espere. Espere. ¿Y eso por qué es penoso? ¿Por qué va a ser 
forzosam ente penoso? Sí, ya sé; es la vida sin ninguna interrupción. 
MOZO.—¿I nterrupción? ¿Qué es eso? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—( I m itándolo.) ¿I nterrupción? ¿Qué es eso? ( I nt r igado.) A ver, m írem e. 
¡Ah, sí! Estaba seguro. Eso es lo que explica esa indiscreción grosera..., 
insostenible, de su m irada. Están..., están at rofiados. 
MOZO.—Pero ¿de qué habla? 
GARCI N.—De sus párpados. Nosot ros..., bueno, nosot ros cerrábam os los 
párpados. Se llam aba... un parpadeo: un relam paguito negro, un telón 
que cae y se levanta; el corte está hecho, la interrupción... El ojo se 
hum edece, desaparece el m undo. No puede im aginarse lo... , lo 
refrescante que era. Cuat ro m il descansos en una hora. Cuat ro m il 
evasiones pequeñitas. Y cuando digo cuat ro m il. . . Entonces, ¿qué? ¿Voy 
a vivir sin párpados? No se haga el idiota: sin párpados, sin sueño, es 
todo lo m ism o... Ya no dorm iré m ás. Pero ¿cóm o 
voy a soportarm e? I ntente com prender, haga un esfuerzo; tengo un carácter 
punt illoso... y m e gusta darles m il vueltas a m is cosas, pero..., pero no 
puedo hacerlo sin t regua; allí. . . , allí había noches. Yo dorm ía. Tenía el 
sueño t ranquilo... en com pensación. Mis sueños eran m uy sim ples. 
Había una pradera... Una pradera nada m ás. Soñaba que m e paseaba 
por ella. ¿Es de día? 
MOZO.—Ya ve: las lám paras están encendidas. 
GARCI N.—Caram ba. Esto es «vuest ro» día. ¿Y afuera? 
MOZO.—(Aturdido.) ¿Afuera? 
GARCI N.—Sí, afuera. Al ot ro lado de los m uros. 
MOZO.—Hay un pasillo. 
GARCI N.—¿Y al final del pasillo? 
MOZO.—Otras habitaciones y ot ros pasillos, y escaleras. 
GARCI N.—¿Y luego? 
MOZO.—No hay nada m ás. 
GARCI N.—Y..., bueno..., usted tendrá su día libre. ¿Adónde va? 
MOZO.—Con m i t ío, que es jefe de m ozos en el tercer piso. 
GARCI N.—Hubiera debido suponerlo. ¿Y el interruptor dónde está? 
MOZO.—No hay. 
GARCI N.—¿Cóm o es eso? Entonces, ¿no se puede apagar la luz? 
MOZO.—La Dirección puede cortar la corr iente, pero yo no recuerdo que en este 
piso lo hayan hecho nunca. Tenem os elect r icidad a discreción. 
GARCI N.—Ya. Así que hay que vivir con los ojos abiertos... 
MOZO.—( I rónico.) Hom bre, vivir .. . 
GARCI N.—Bueno, no m e va ahora a buscar las vueltas por una cuest ión de 
vocabular io. Con los ojos abiertos. Para siem pre. Habrá plena luz en m is 
ojos. Y en m i cabeza. (Una pausa.) ¿Y qué cree usted? ¿Que si yo t irara 
la estatua cont ra la lám para se apagaría? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
MOZO.—Pesa dem asiado. 
GARCI N.—(Coge el bronce e intenta levantarlo.) Tiene razón. Pesa dem asiado. 
(Un silencio.) 
MOZO.—Bueno, si no m e necesita para nada m ás, voy a dejar le. 
GARCI N.—(Se sobresalta.) ¿Se m archa ya? Hasta luego. (El MOZO se vuelve.) 
Eso es un t im bre, ¿no? (El Mozo asiente con un gesto.) ¿Y... puedo 
llam arle cuando quiera y usted t iene la obligación de venir? 
MOZO.—En principio, sí. Pero es m uy caprichoso. Debe de haber algo anorm al 
en su m ecanism o. (GARCI N se acerca al t im bre y aprieta el botón. 
Suena.) 
GARCI N.—¡Funciona! 
MOZO.—(Asom brado.) ¡Sí, funciona! (Tam bién lo prueba él.) Pero no se haga 
ilusiones; no puede durar m ucho.Bien, a su disposición. 
GARCI N.—(Hace un gesto para retenerlo.) Yo... 
MOZO.—¿Eh? 
GARCI N.—No, nada. (Va a la chim enea y coge un cortapapeles.) ¿Esto qué es? 
MOZO.—Ya lo está viendo: un cortapapeles. 
GARCI N.—¿Es que hay libros aquí? 
MOZO.—No. 
GARCI N.—Entonces, ¿para qué? (El MOZO se encoge de hom bros.) Está bien. 
Márchese. (Sale el MOZO.) 
 
 
ESCENA I I 
GARCI N, solo 
 
Va junto a la estatua y la acaricia con la m ano. Se sienta. Vuelve a levantarse. 
Va al t im bre y aprieta el botón. El t im bre no suena. Lo intenta dos o 
t res veces. Pero en vano. Entonces va a la puerta e intenta abrir la. La 
puerta resiste. 
 
GARCI N.—¡Eh, oiga! ¡Que le estoy llam ando! (No hay respuesta. Entonces 
descarga puñetazos en la puerta llam ando al MOZO. Después, 
súbitam ente se calm a y vuelve a sentarse. En ese m om ento la puerta 
se abre y ent ra I NÉS, seguida por el MOZO.) 
 
 
 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESCENA I I I 
GARCI N, I NÉS, el MOZO 
 
MOZO.—(A GARCI N.) ¿Me llam aba usted? (GARCI N va a contestar, pero echa una 
m irada a I NÉS.) 
GARCI N.—No. 
MOZO.—(Volviéndose a I NÉS.) Está usted en su casa, señora. (Silencio de I NÉS.) 
Si t iene alguna pregunta que hacerm e... ( I NÉS no habla. Decepcionado.) 
Lo norm al es que los clientes deseen inform arse... Pero no insisto. Por 
lo dem ás, en cuanto al cepillo de dientes, el t im bre y la reproducción en 
bronce, aquí el señor está al corr iente y puede contestar le tan bien 
como yo. (Sale. Un silencio. GARCI N no m ira a I NÉS. Esta m ira a su 
alrededor y de pronto se dir ige bruscam ente a GARCI N.) 
I NÉS.—¿Y Florencia? (Silencio de GARCI N.) Le pregunto qué pasa con Florencia. 
¿Dónde está? 
GARCI N.—Yo no sé nada. 
I NÉS.—¿Eso es todo lo que se les ha ocurr ido? ¿La tortura por la ausencia? Pues 
conm igo han fallado. Florencia era una chica tonta y no lo lam ento en 
absoluto. 
GARCI N.—Perm ítam e, señora. ¿Por quién m e tom a usted? 
I NÉS.—¿Usted? Usted es el verdugo. 
GARCI N.—(Se sobresalta y luego se echa a reír.) ¡Qué equivocación tan 
divert ida! ¡El verdugo, dice! Ent ra, m e m ira y piensa: «Este es el 
verdugo.» ¡Qué cosa tan ext ravagante! Ese m ozo es r idículo; hubiera 
debido presentarnos. ¡El verdugo! Perdón, m e llam o José Garcin, 
publicista y hom bre de let ras. La verdad es que nos encont ram os en el 
m ism o caso. Señora... 
I NÉS.—(Seca.) I nés Serrano. Señorita. 
GARCI N.—Muy bien. Estupendo. Ya se ha roto el hielo, ¿no? Así que, según 
usted, tengo el aspecto de un verdugo... ¿Y en qué se reconoce a los 
verdugos, quiere decírm elo? 
I NÉS.—En que parece que t ienen m iedo. 
GARCI N.—¿Miedo? Es curioso. ¿Y de quién? ¿De sus víct im as? 
I NÉS.—¡Déjem e en paz! Sé lo que digo. Me he m irado al espejo y sé lo que 
digo. 
GARCI N.—¿Al espejo? (Mira a su alrededor.) Es fast idioso: aquí han quitado todo 
lo que pudiera parecerse a un espejo. (Una pausa.) En todo caso, yo le 
puedo asegurar que no tengo m iedo. No es que m e tome la situación a 
la ligera; m e encuent ro consciente de su gravedad. Pero no tengo 
m iedo. 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—(Encogiéndose de hom bros.) Eso es cosa suya. (Una pausa.) ¿No se le 
ocurre de cuando en cuando irse a dar una vuelta por ahí? 
GARCI N.—La puerta está cerrada con cerrojo. 
I NÉS.—Lo siento. 
GARCI N.—Com prendo perfectam ente que m i presencia la im portune. Y, 
personalm ente, tam bién prefer ir ía estar solo: tengo que poner en orden 
m i vida y necesito un poco de recogim iento. Pero estoy seguro de que 
podrem os adaptarnos el uno al ot ro; yo no hablo, apenas m e rem uevo 
y hago m uy poco ruido. Únicam ente, en fin, si es que puedo perm it irm e 
un consejo, creo que debem os conservar ent re nosot ros una ext rem ada 
cortesía. Ello const ituir ía, creo yo, nuest ra m ejor defensa. 
I NÉS.—Yo no soy una persona cortés. 
GARCI N.—Lo seré yo por los dos, si m e perm ite. (Un silencio. GARCI N está 
sentado en el canapé. I NÉS se pasea a lo largo y ancho de la habitación.) 
I NÉS.—(Mirándolo.) Por favor, la boca. 
GARCI N.—(Sacado de su ensim ism am iento.) ¿Qué? 
I NÉS.—¿No podría estarse quieto con la boca? Da vueltas com o una peonza ahí, 
debajo de su nariz. 
GARCI N.—Le pido perdón; no m e daba cuenta. 
I NÉS.—Eso es lo m alo. (Tic de GARCI N.) ¡Ot ra vez! Tiene usted la pretensión de 
ser una persona bien educada y no se cuida de sus gestos. Pero no está 
usted solo y no t iene derecho a im ponerm e el espectáculo de su m iedo. 
(GARCI N se levanta y va hacia ella.) 
GARCI N.—¿Y usted no t iene m iedo? 
I NÉS.—¿Y para qué? El m iedo estaba bien «antes», cuando aún teníam os 
esperanza. 
GARCI N.—(Suavem ente.) Ya no hay esperanza, es cierto, pero seguim os 
estando «antes». Todavía no hem os em pezado a sufr ir , señorita. 
I NÉS.—Ya lo sé. (Una pausa.) ¿Y entonces? ¿Qué va a venir ahora? 
GARCI N.—Yo no lo sé. Me lim ito a esperar. (Un silencio. GARCI N vuelve a 
sentarse. I NÉS vuelve a su paseo. GARCI N t iene el t ic de la boca. A una 
m irada de I NÉS, oculta el rost ro ent re sus m anos. Ent ran ESTELLE y el 
MOZO.) 
 
 
 
ESCENA I V 
I NÉS, GARCI N, ESTELLE, el MOZO 
 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—(Mirando a GARCI N, que no ha levantado la cabeza.) ¡No! ¡No, no, no 
alces la cabeza! ¡Sé lo que ocultas en tus m anos, sé que no t ienes nada 
ahí; que tu cara ha desaparecido! (GARCI N ret ira sus m anos.) ¡Ah! (Una 
pausa. Con sorpresa.) No..., no le conozco. 
GARCI N.—Yo no soy el verdugo, señora. 
ESTELLE.—No, no le tom aba por el verdugo. Es que... creía que alguien quería 
gastarm e una brom a. (Al MOZO.) ¿Esperan a alguien m ás aún? 
MOZO.—No, ya no vendrá nadie m ás. 
ESTELLE.—(Aliviada.) ¡Ah! Entonces, ¿vam os a estar solos el señor, la señora y 
yo? (Se echa a reír .) 
GARCI N.—No hay ninguna razón para reírse. 
ESTELLE.—(Sigue r iendo.) ¡Y qué canapés tan horr ibles! Y m iren cóm o los han 
colocado. Me parece com o si fuera el pr im ero de año y estuviera de 
visita en casa de m i t ía María. Cada uno t iene el suyo, supongo. ¿Este 
es el m ío? (Al MOZO.) I m posible: nunca podré sentarm e en él; es 
espantoso; yo voy de azul celeste y este es verde espinaca. ¡Qué 
horror! 
I NÉS.—¿Prefiere el m ío? Si lo quiere... 
ESTELLE.—¿Ese burdeos? Es usted m uy am able, pero apenas cam bia la cosa. 
No, ¡qué se le va a hacer! Cada uno su lote, ¡qué rem edio! ¿Me ha 
tocado el verde? Pues m e quedo con él. (Una pausa.) El único que, en 
r igor, no ir ía m al es el del señor. (Un silencio.) 
I NÉS.—¿Lo oye, Garcin? 
GARCI N.—(Se sobresalta.) ¡Ah! El... , el canapé. Perdón. (Se levanta.) Es suyo, 
señora. 
ESTELLE.—Gracias. (Se quita el abrigo y lo echa en el canapé. Una pausa.) 
Dém onos a conocer, ¿no?, puesto que vam os a vivir juntos. Yo soy 
Estelle Rigault . (GARCI N se inclina y va a presentarse, pero I NÉS pasa 
delante de él.) 
I NÉS.—I nés Serrano. Encantada. 
GARCI N.—(Se inclina de nuevo.) José Garcin. 
MOZO.—¿Me necesitan todavía para algo? 
ESTELLE.—No, no; puede irse. Ya le llam aré. (El MOZO se inclina y sale.) 
 
 
 
ESCENA V 
I NÉS, GARCI N, ESTELLE 
 
 9
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—Es usted una chica m uy guapa, Estelle. Siento que no haya flores aquí 
para darle la bienvenida. 
ESTELLE.—¿Flores? Sí, m e gustaban m ucho las flores. Pero aquí se secarían en 
seguida; hace dem asiado calor. ¡Bah! Lo esencial, ¿no les parece?, es 
conservar el buen hum or. Usted hace poco que... 
I NÉS.—Sí, la sem ana pasada. ¿Y usted? 
ESTELLE.—¿Yo? Ayer m ism o. La cerem onia no ha term inado aún; figúrese. 
(Habla con m ucha naturalidad, pero com o si viera lo que describe.) El 
viento está enredando el velo de m i herm ana. La pobre hace lo que 
puede por llorar. ¡Venga! ¡Venga! Un esfuercito m ás. ¡Ya, ya está, 
m ujer! Dos lágrim as, dos lagrim itas que br illan debajo del crespón. Estásosteniendo a m i herm ana por el brazo. No llora por m iedo de que el 
r ím el... , y tengo que decir que yo m ism a en su lugar... Era m i m ejor 
am iga, ¿sabe? 
I NÉS.—¿Ha sufr ido usted m ucho? 
ESTELLE.—No. Estaba m edio atontada. 
I NÉS.—¿Qué..., qué ha sido? 
ESTELLE.—Una neum onía. (El m ism o juego que antes.) Bueno, ya se acabó; se 
van. ¡Buenos días! ¡Buenos días! ¡Cuántos apretones de m ano, qué 
barbaridad! ... Mi m arido está enfermo de la pena y se ha quedado en 
casa. (A I NÉS.) ¿Y usted? 
I NÉS.—El..., el gas. 
ESTELLE.—¿Y usted, señor? 
GARCI N.—Doce balas en el cuerpo. (Gesto de ESTELLE.) Perdónem e. No soy un 
m uerto m uy agradable. 
ESTELLE.—Por favor, querido señor, solo con que procure no em plear esas 
palabras tan crudas... Es..., es desagradable. Y adem ás, a fin de 
cuentas, ¿qué quiere decir con eso? Es posible que nunca hayam os 
estado tan vivos com o ahora. Pero, en fin, cuando sea absolutam ente 
preciso nom brar este..., este estado de cosas, propongo que nos 
llam em os... ausentes; será m ás correcto. ¿Está usted ausente desde 
hace m ucho? 
GARCI N.—Aproxim adam ente un m es. 
ESTELLE.—¿De dónde es? 
GARCI N.—De Río. 
ESTELLE.—Yo, de París. ¿Le queda alguien todavía allí? 
GARCI N.—Mi m ujer. (El m ism o juego que ESTELLE.) Ha venido al cuartel com o 
todos los días; no la dejan ent rar. Ella m ira ent re los barrotes de la 
reja. Todavía no sabe que yo estoy... ausente, pero se lo figura. Ahora 
se m archa. Va toda de negro. Mejor; así no tendrá que cam biarse... No 
llora; no lloraba nunca. Hace un sol m agnífico y ella está ahí, de negro, 
en la calle desierta, con sus grandes ojos de víct im a. ¡Ah! Cóm o m e 
 10
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
fast idia. (Un silencio. GARCI N va a sentarse en el canapé de en m edio y 
oculta la cabeza ent re las m anos.) 
I NÉS.—¡Estelle! 
ESTELLE.—¡Señor Garcin! ¡Señor Garcin! 
GARCI N.—¿Eh? ¿Qué pasa? 
ESTELLE.—Se ha sentado en m i canapé. 
GARCI N.—Perdón. (Se levanta.) 
ESTELLE.—Está tan..., tan ensim ism ado. 
GARCI N.—Estoy poniendo m i vida en orden. ( I NÉS se echa a reír.) Los que se 
ríen harían bien t ratando de im itarm e. 
I NÉS.—Mi vida está en orden. Com pletam ente en orden. Se puso en orden ella 
sola allí, así que no tengo que preocuparm e de eso. 
GARCI N.—Sí, ¿verdad? ¿Y le parece tan sencillo? (Se pasa la m ano por la 
frente.) ¡Qué calor! ¿Me perm iten? (Va a quitarse la chaqueta.) 
ESTELLE.—¡Por favor, no! (Más suavem ente.) No... Me horror izan los hom bres 
en m angas de cam isa. 
GARCI N.—(Movim iento inverso.) Está bien. (Una pausa.) Yo m e pasaba las 
noches en las salas de redacción. Hacía siem pre un calor infernal. (Una 
pausa. El m ism o juego que antes.) «Hace» un calor infernal. Es de 
noche. 
ESTELLE.—¡Ah! , sí, m ira, es de noche ya. Olga se está desnudando. ¡Qué rápido 
pasa el t iem po en la Tierra! 
I NÉS.—Es de noche. Han precintado la puerta de m i habitación. Y la habitación 
está vacía en la oscuridad. 
GARCI N.—Han dejado las chaquetas en el respaldo de las sillas y se han subido 
las m angas de las cam isas por encim a de los codos. Huele a hom bres y 
a tabaco. (Un silencio.) Me gusta vivir ent re hom bres en m angas de 
cam isa. 
ESTELLE.—(Secam ente.) Sí, no tenem os los m ism os gustos, y esa es una prueba 
de ello. (Hacia I NÉS.) ¿Y a usted le gustan los hom bres en cam isa? 
I NÉS.—En cam isa o no, no m e gustan m ucho los hom bres, ¿sabe? 
ESTELLE.—(Mirando a los dos con estupor.) Pero ¿por qué, m e pregunto yo, 
«por qué» nos han reunido? 
I NÉS.—(Con una r isa ahogada.) ¿Qué dice usted? 
ESTELLE.—No sé; los m iro y pienso que vam os a cont inuar juntos... Yo m e 
esperaba encont rar am igos o gente de la fam ilia. 
I NÉS.—¡Ah, sí! Un buen am igo con un agujero en m edio de la cara. 
ESTELLE.—Tam bién a ese. Bailaba los tangos com o un profesional. Pero a 
nosot ros, «a nosot ros», ¿por qué? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—No hay ningún m ister io; es el azar. Los van colocando donde pueden, 
según el orden de su llegada. (A I NÉS.) ¿Por qué se ríe? 
I NÉS.—Porque m e hace gracia con eso del azar. ¿Tanta necesidad t iene de 
t ranquilizarse? No, no dejan nada al azar, no crea. 
ESTELLE.—(Tím idam ente.) ¿No..., no nos habrem os visto antes en algún sit io? 
I NÉS.—Nunca. No la hubiera olvidado. 
ESTELLE.—O puede ser que tengam os relaciones com unes... ¿Ustedes no 
conocen a los Dubois-Seym our? 
I NÉS.—No creo. 
ESTELLE.—Reciben a todo el m undo. 
I NÉS.—¿Y a qué se dedican? 
ESTELLE.—(Sorprendida.) A nada. Tienen un cast illo en Corrèze y... 
I NÉS.—Yo era em pleada de Correos. 
ESTELLE.—(Con un pequeño gesto de disgusto.) ¡Ah! ¿Así que, en efecto, no...? 
(Una pausa.) ¿Y usted, señor Garcin? 
GARCI N.—Yo nunca salí de Río. 
ESTELLE.—En ese caso, t iene razón absolutam ente: solo el azar nos ha reunido. 
I NÉS.—El azar. Entonces esos m uebles están ahí por azar. El que el canapé de 
la derecha sea verde espinaca y el de la izquierda burdeos, es por 
azar... ¿Verdad que sí? Está bien; pues intenten cam biarlos de sit io y ya 
m e dirán lo que ocurre... Y esa estatua tam bién un azar, ¿no es eso? ¿Y 
este calor tam bién? ¿Este calor? (Un silencio.) Les digo que lo han 
preparado todo. Hasta en sus m enores detalles..., y con am or. Esta 
habitación nos esperaba así. 
ESTELLE.—¡Qué cosas dice! Todo es tan feo aquí, tan duro, tan anguloso. Yo no 
podía con los ángulos. 
I NÉS.-—(Encogiéndose de hom bros.) ¿Y qué se cree? ¿Que yo vivía en un salón 
Segundo I m perio? (Una pausa.) 
ESTELLE.—Entonces, ¿qué? ¿Todo estaba previsto? 
I NÉS.—Todo. Y nosot ros encajam os bien. 
ESTELLE.—Que sea «usted» y «yo» precisam ente, una frente a la ot ra, ¿no hay 
un azar en eso? (Una pausa.) ¿Y qué esperan? 
I NÉS.—Yo no lo sé. Pero esperan. 
ESTELLE.—Yo no puedo aguantar que alguien espere algo de m í. En seguida m e 
da gana de hacer lo cont rar io. 
I NÉS.—¡Pues hágalo! ¡Hágalo, a ver! ¡Si ni siquiera sabe lo que quiere! 
ESTELLE.—Es insoportable. ¿Y a m í t iene que ocurr irm e algo por ustedes? (Los 
m ira.) Por ustedes. Había caras que en seguida m e decían algo. Pero las 
de ustedes no m e dicen nada, nada. 
 12
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—(Bruscam ente, a I NÉS.) A ver, ¿por qué estam os juntos? Usted ha 
dicho ya m uchas cosas; llegue hasta el final. 
I NÉS.—(Ext rañada.) ¿Yo? Yo no sé absolutam ente nada. 
GARCI N.—«Hay» que saberlo. (Reflexiona un instante.) 
I NÉS.—Tan solo con que cada uno de nosot ros tuviera el valor de decir .. . 
GARCI N.—¿Qué? 
I NÉS.—¡Estelle! 
ESTELLE.—¿Qué hay? 
I NÉS.—¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué la han t raído aquí? 
ESTELLE.—(Vivam ente.) Yo no sé nada, nada absolutam ente... Hasta m e 
pregunto si no habrá sido un error. (A I NÉS.) No se sonría así. Piense en 
la cant idad de personas que..., que se ausentan cada día que pasa. 
Llegan aquí por m illones y no se encuent ran m ás que subalternos, 
em pleados sin ninguna inst rucción. ¿Cóm o quieren que no haya 
errores? No, no se sonría así... (A GARCI N.) Diga usted alguna cosa, 
vam os. Si se han equivocado en m i caso, tam bién pueden haberse 
equivocado en el suyo. (A I NÉS.) Y en el suyo tam bién. ¿No es m ejor 
creer que estam os aquí por un error? 
I NÉS.—¿Es todo lo que t iene que decirnos? 
ESTELLE.—¿Qué m ás quieren saber? No tengo nada que ocultar. Yo era huérfana 
y pobre... Cuidaba de m i herm ano pequeño. Un viejo am igo de m i 
padre m e pidió en m at r im onio. Era un hom bre rico y bueno... y acepté. 
¿Qué hubiera hecho ot ra persona en m i lugar? Mi herm ano estaba 
enferm o y su salud exigía los m ayores cuidados. Viví seis años con m i 
m arido sin una som bra... Hace dos años m e encont ré con una persona 
a la que quise verdaderam ente. Nos reconocim os en seguida. Quería 
que m e fuera con él, pero yo no quise. Después de eso, tuve la 
neum onía; y eso es todo. Claro que alguienpodría reprocharm e, en 
vir tud de ciertos pr incipios, que haya sacrificado m i juventud a un 
hom bre viejo, no sé... (A GARCI N.) ¿Cree usted que eso sea una falta? 
GARCI N.—Desde luego que no. (Una pausa.) ¿Y a usted le parece que sea una 
falta el que uno viva según sus propios pr incipios? 
ESTELLE.—¿Quién podría reprocharle una cosa así? 
GARCI N.—Yo dir igía un diar io pacifista. Estalla la guerra. ¿Qué hacer? Todo el 
m undo tenía los ojos clavados en m í. «¿Se at reverá?» Pues bien: sí m e 
at reví. Me crucé de brazos y m e fusilaron. ¿Dónde está la falta? A ver, 
¿dónde está la falta? 
ESTELLE.—(Le pone la m ano en el brazo.) No hay ninguna falta. Usted es... 
I NÉS.—(Term ina, irónicam ente.) Un héroe. ¿Y su m ujer, Garcin? 
GARCI N.—¿Qué pasa con ella? La saqué del arroyo, com o se dice. 
ESTELLE.—(A I NÉS.) ¡Ya lo ve! ¡Ya lo ve! 
 13
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—Sí, ya veo. (Una pausa.) ¿Para quién representan la com edia? Estam os 
en fam ilia. 
ESTELLE.—(Con insolencia.) ¿En qué fam ilia? 
I NÉS.—En la de los asesinos, quiero decir . Estam os en el infierno, nenita, y 
nunca se producen errores; a la gente no se la condena por nada. 
ESTELLE.—Cállese. 
I NÉS.—¡En el infierno! ¡Condenados! ¿Lo oyen? ¡Condenados! 
ESTELLE.—Cállese, por favor. ¿Quiere callarse de una vez? Le prohíbo que 
em plee palabras tan groseras. 
I NÉS.—Está condenada la sant ita. Condenado el héroe irreprochable. Todos 
tuvim os nuest ro m om ento de placer, ¿no es cierto? Hay gentes que han 
sufr ido por nuest ra causa hasta la m uerte, y eso nos divert ía m ucho, 
¿no? Pues ahora hay que pagarlo. 
GARCI N.—(Levanta la m ano.) ¿Se va a callar o no? 
I NÉS.—(Lo m ira sin m iedo, pero con inm ensa sorpresa.) ¡Ah, ya sé! (Una 
pausa.) ¡Espere! Ya lo he com prendido. ¡Ya sé por qué nos han puesto 
juntos! ¡Ya lo sé! 
GARCI N.—Tenga cuidado con lo que va a decir . 
I NÉS.—Van a ver cóm o es una tontería, ¡una solem ne tontería! No tenem os 
tortura física, ¿verdad? Y, sin em bargo, estam os en el infierno. Y nadie 
t iene que venir. Nadie. Estarem os nosot ros solos y juntos para siem pre, 
¿no? En resum en, aquí falta alguien: el verdugo. 
GARCI N.—(A m edia voz.) Ya lo sé, sí. 
I NÉS.—Es fácil, han hecho econom ías en el personal; eso es todo. Los m ism os 
clientes hacen el servicio, com o en esos restaurantes cooperat ivos. 
ESTELLE.—¿Qué quiere decir? 
I NÉS.—El verdugo es cada uno de nosot ros para los dem ás. (Una pausa 
asim ilando la not icia.) 
GARCI N.—(Al fin, con una voz suave.) Yo no seré nunca un verdugo. No les 
deseo ningún m al y no tengo nada que ver con ustedes. Nada. Es m uy 
fácil lo que hay que hacer; que cada uno se quede en su r incón: usted 
allí, usted ahí y yo aquí. Y silencio. Ni una sola palabra. No es difícil, 
¿verdad? Cada uno t iene ya bastante consigo m ism o. Yo creo que 
podría quedarm e diez m il años sin hablar. 
ESTELLE.—¿Qué tengo yo que hacer? ¿Callarm e? 
GARCI N.—Sí; y nos..., nos habrem os salvado. Callarse. Mirar dent ro de sí, no 
levantar nunca la cabeza. ¿Estam os de acuerdo? 
I NÉS.—Sí, de acuerdo. 
ESTELLE.—(Duda un m om ento.) Bueno, de acuerdo. 
GARCI N.—Entonces, adiós. (Va a su canapé y oculta el rost ro ent re las m anos. 
Silencio. I NÉS se pone a cantar para sí m ism a.) 
 14
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.— 
 
Dans la rue des Blancs-Manteaux 
ils ont levé des t réteaux 
et m is du son dans un seau. 
Et c'était un êchafaud 
dans la rue des Blancs-Manteaux. 
 
Dans la rue des Blancs-Manteaux 
le bourreau s'est levé tôt . 
C'est qu'il avait du boulot . 
Faut qu'il coupe des Géneraux, 
des Evêques, des Am iraux 
dans la rue des Blancs-Manteaux. 
 
Dans la rue des Blancs-Manteaux 
sont v 'nues des dam es com m e il faut 
avec des beaux affut iaux, 
m ais la tête leur f'sait défaut . 
Elle avait roulé de son haut 
la tête avec le chapeau 
dans le ruisseau des Blancs-Manteaux. 
 
(Durante la canción, ESTELLE se pone polvos y rojo de labios. Ahora busca un 
espejo a su alrededor, inquieta. Regist ra en su bolso y luego se vuelve 
hacia GARCI N.) 
ESTELLE.—Señor, ¿no tendrá un espejo? (GARCI N no contesta.) Un espej ito de 
bolsillo, cualquier cosa. (GARCI N no contesta.) Si m e va a dejar sola, 
procúrese por lo m enos un espejo. (GARCI N sigue con el rost ro ent re las 
m anos, sin responder.) 
I NÉS.— (Con precipitación.) Yo tengo un espej ito aquí, en m i bolso. (Busca en 
él. Decepcionada.) Ya no lo tengo. Han debido de quitárm elo en el 
regist ro de ent rada. 
ESTELLE.—¡Qué fast idio! (Una pausa. Cierra los ojos y vacila. I NÉS se precipita, y 
la sost iene.) 
I NÉS.—¿Qué le sucede? 
 15
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—(Vuelve a abrir los ojos y sonríe.) Me siento rara. (Se palpa.) ¿No le 
ocurre a usted algo parecido? Cuando no m e veo, tengo que 
palparm e... Me pregunto si existo verdaderam ente. 
I NÉS.—Tiene usted suerte. Yo m e siento siem pre desde el inter ior. 
ESTELLE.—¡Ah, sí! ... Desde el inter ior. Pero todo lo que pasa dent ro de las 
cabezas es tan vago... Me da sueño... (Una pausa.) Yo tengo seis 
espejos grandes en m i dorm itor io. Los veo. Yo los veo. Pero ellos no m e 
ven a m í. Reflejan la coqueta, la alfom bra, la ventana... ¡Qué vacío está 
un espejo en el que yo no estoy! Cuando hablaba, m e las arreglaba 
para que hubiera siem pre uno en el que poder m irarm e. Hablaba, m e 
veía hablar. Me veía tal y com o los dem ás m e veían, y eso m e m antenía 
despierta. (Con desesperación.) ¡El carm ín! Seguro que m e lo he puesto 
m al. Sea com o fuere, no puedo quedarm e sin espejo para toda la 
eternidad. 
I NÉS.—¿Quiere que yo..., que yo m ism a le sirva de espejo? Venga, venga; la 
invito a m i casa. Siéntese aquí, en m i canapé. 
ESTELLE.—(Señala a GARCI N.) Es que... 
I NÉS.—No nos preocupem os por él.. . 
ESTELLE.—Pero vam os a hacernos daño. Usted m ism a lo ha dicho. 
I NÉS.—No; vam os, m ujer... ¿Tengo yo el aspecto de querer perjudicarla? 
ESTELLE.—Pero nunca se sabe... 
I NÉS.—Más bien serás tú la que m e haga daño a m í... Pero eso, ¿qué puede 
im portarm e? Si tengo que sufr ir , qué m ás m e da que seas tú... 
Siéntate, anda. Acércate. Más aún. Mírate en m is ojos. ¿Qué ves en 
ellos? 
ESTELLE.—Soy m uy pequeñita. Me veo m uy m al. 
I NÉS.—Pero yo sí te veo a t i. De cuerpo entero... Anda, hazm e preguntas. 
Ningún espejo te sería m ás fiel. (ESTELLE, m olesta, se vuelve hacia 
GARCI N com o para pedir le ayuda.) 
ESTELLE.—¡Señor! ¡Señor! ¿No le m olestarem os con nuest ra charla? (GARCI N no 
contesta,) 
I NÉS.—Déjalo. El ya no cuenta; estam os solos. Pregúntam e. 
ESTELLE.—¿Me he pintado bien los labios? 
I NÉS.—Déjam e ver. No, no m uy bien. 
ESTELLE.—Me lo figuraba. Afortunadam ente (Mirada a GARCI N.) no m e ha visto 
nadie. Voy a hacerlo ot ra vez. 
I NÉS.—Es m ejor. No. Sigue la línea de los labios; voy a guiarte. Así, así. Ahora 
está bien. 
ESTELLE.—¿Tan bien com o antes, cuando ent ré? 
I NÉS.—Mejor. Más denso, m ás cruel. Unos labios para el infierno. 
 16
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—¡Ah! ¿Y eso está bien? ¡Qué rabia, no puedo juzgarlo por m í m ism a! 
¿Me jura que ha quedado bien? 
I NÉS.—¿No quieres que nos tuteem os? 
ESTELLE.—¿Me juras que ha quedado bien? 
I NÉS.—Eres m uy guapa. 
ESTELLE.—Pero ¿t iene usted buen gusto? Por lo m enos, ¿t iene «m i» gusto? ¡Ah, 
qué fast idio, qué desagradable! 
I NÉS.—Tengo tu gusto, puesto que m e gustas. Míram e bien. Sonríem e. Yo 
tam poco soy fea. ¿No valgo m ás que un espej ito yo? 
ESTELLE.—No..., no lo sé. Usted m e int im ida. Mi im agen, en los espejos, 
estaba... dom est icada. La conocía tan bien... Ahora, si voy a sonreír, m i 
sonrisa irá al fondo de sus pupilas y Dios sabe en qué se convert irá en 
ellas. 
I NÉS.—¿Y quién te im pide dom est icarm e a m í? (Se m iran. ESTELLE sonríe, un 
poco fascinada.) ¿Decididam ente no quierestutearm e? 
ESTELLE.—Me cuesta t rabajo tutear a las m ujeres. 
I NÉS.—Y especialm ente a las em pleadas de Correos, m e supongo... ¿No? Pero 
¿qué t ienes ahí, en la m ej illa, m ás abajo? ¿Es una m ancha roja? 
ESTELLE.—(Se sobresalta.) ¡Una m ancha roja! ¡Qué horror! ¿Dónde? 
I NÉS.—¡Ah, ya ves, ya ves! Me he convert ido en el espejo de las chicas bonitas; 
ya lo ves, guapa: te he ganado. No t ienes ninguna m ancha roja, nada 
absolutam ente. ¿Eh? ¿Si el espejo se pusiera a m ent ir? O si a m í m e 
diera por cerrar los ojos, si m e negara a m irarte, ¿qué harías tú 
entonces con toda esa belleza? No, no tengas m iedo: tengo que 
m irarte, m is ojos estarán abiertos de par en par... Y yo seré buena 
cont igo, buena... Pero tú m e hablarás de tú. (Una pausa.) 
ESTELLE.—¿De verdad te gusto? 
I NÉS.—Mucho. (Una pausa.) 
ESTELLE.—( I ndicando a GARCI N con un gesto.) Me gustaría que él tam bién m e 
m irara. 
I NÉS.—Porque es un hom bre. (A GARCI N.) Ha ganado usted. (GARCI N no 
contesta.) ¿Qué hace que no la m ira? (GARCI N no contesta.) Deje de 
hacer teat ro; no se ha perdido ni una palabra de lo que hem os estado 
diciendo aquí. 
GARCI N.—(Levanta bruscam ente la cabeza.) Tiene razón, ni una sola palabra; 
por m ucho que m e he hundido los dedos en los oídos, ustedes hablaban 
dent ro de m i cabeza. ¿Y ahora quieren dejarm e, por favor? No tengo 
nada que resolver con ustedes. 
I NÉS.—¿Con la chica tam poco? Ya he visto su t ruco. Si ha tom ado esa act itud 
interesante, ha sido para que ella caiga, ¿o qué se cree? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—Le digo y le repito que m e dejen. Están hablando de m í en el 
periódico y quisiera escucharlo. Me importa un bledo la chica, si es que 
eso puede t ranquilizar la. ¿Ent iende? 
ESTELLE.—Muchas gracias. 
GARCI N.—No quería ser grosero; perdone. 
ESTELLE.—¡Lo ha sido! (Una pausa. Están los t res en pie, enfrentados.) 
GARCI N.—Ya está ot ra vez. (Una pausa.) Les había suplicado que se callaran. 
ESTELLE.—Ha sido ella la que ha em pezado. Ha venido a ofrecerm e su espejo, 
cuando yo no le había pedido nada. 
I NÉS.—Nada. Solo que tú le estabas provocando y le hacías visajes para que te 
m irara. 
ESTELLE.—¿Y qué? 
GARCI N.—Pero ¿están locas? Entonces es que no se dan cuenta adónde vam os. 
Pero, por lo m enos, cállense. (Una pausa.) Vam os a volver a sentarnos 
t ranquilam ente... Nos taparem os los ojos, y cada uno intentará olvidar 
la presencia de los dem ás. Yo se lo ruego. (Una pausa. Vuelve a 
sentarse. Ellas vuelven a su sit io con paso vacilante. I NÉS se vuelve 
bruscam ente.) 
I NÉS.—¡Sí, olvidarse! ¡Qué puerilidad! Los siento hasta por dent ro de m is 
huesos. El silencio de ustedes m e grita en los oídos. Pueden coserse la 
boca o cortarse la lengua, qué m ás da: a pesar de todo, ¿no seguirán 
exist iendo? ¿No seguirán pensando? Ese pensam iento yo lo oigo: hace 
«t ictac», com o un despertador, y ustedes tam bién oyen el m ío. Qué 
m ás m e da que usted se quede encogido ahí en su r inconcito; está en 
todas partes: los sonidos m e llegan sucios porque usted los ha 
escuchado antes al pasar. Hasta la cara m e ha robado: usted la conoce 
y yo no. ¿Y a ella? A ella tam bién m e la ha robado. Si estuviéram os 
solas, ¡qué se cree usted! , ¿que esa se at revería a t ratarm e com o m e 
t rata? No, no; basta ya; quítese esas m anos de la cara. No le voy a 
dejar; sería dem asiado cóm odo para usted. Aunque se quedara ahí, 
insensible, hundido en sí m ism o com o un buda; aunque yo pudiera 
cerrar los ojos, sent ir ía cóm o ella le dedica todos los rum ores de su 
vida, hasta los roces de su vest ido, y que le envía sonrisas que usted no 
llega a ver... ¡Eso sí que no! Yo quiero elegir m i propio infierno; quiero 
m irar los a plena luz y luchar a cara descubierta. 
GARCI N.—Está bien. Me figuro que teníam os que llegar a esto; nos han 
m anejado com o a niños. Si por lo m enos m e hubieran puesto con 
hom bres... Los hom bres saben callarse. Pero no hay que exigir 
dem asiado. (Va junto a ESTELLE y le acaricia la barbilla.) ¿Qué pasa, 
chica? ¿Es verdad que te gusto? Parece que m e echabas cada m irada... 
ESTELLE.—No m e toque. 
GARCI N.—¡Bah! , hablem os con confianza. A m í m e gustaban m ucho las 
m ujeres, ¿sabes? Y yo les gustaba a ellas. Así que tú, t ranquila... Ya no 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
tenem os nada que perder. Educación, cerem onias, ¿para qué? ¡Ent re 
nosot ros! En seguida vam os a estar tan desnudos com o gusanos. 
ESTELLE.—¡Bueno, déjem e! 
GARCI N.—Com o gusanos... No digan que no les había prevenido. Y no les pedía 
nada; solo la paz, un poco de silencio. Me había tapado los oídos con las 
m anos. Góm ez hablaba, en pie ent re las m esas, y los com pañeros del 
periódico le escuchaban. En m angas de cam isa. Trataba de com prender 
lo que decían, pero era difícil: los acontecim ientos de la Tierra pasan 
tan de pr isa... Y qué, ¿es que no podían callarse? Ahora ya se acabó; ya 
no habla. Lo que piensa de m í ha vuelto a su cabeza. Bueno, está bien; 
tendrem os que llegar hasta el fin. Desnudos com o gusanos; quiero 
saber con quién tengo que habérm elas. 
I NÉS.—Lo sabe. Ahora ya lo sabe. 
GARCI N.—No; m ient ras que cada uno de nosot ros no confiese por qué lo han 
condenado, es com o si no supiéram os nada. A ver, tú, la rubia; 
em pieza tú. ¿Por qué? Dinos por qué, anda; tu franqueza puede evitar 
alguna catást rofe; cuando conozcam os a nuest ros m onst ruos, 
entonces... Vam os, vam os, ¿por qué? 
ESTELLE.—Ya he dicho que lo ignoro. No han querido decírm elo. 
GARCI N.—Ya sé. A m í tam poco m e han querido contestar. Pero yo m e conozco 
bien. ¿Qué pasa? ¿Tienes m iedo de hablar tú la pr im era? Está bien. Voy 
a em pezar yo. (Un silencio.) Yo no soy ninguna belleza. 
I NÉS.—¡Bueno! Ya sabem os que desertó. 
GARCI N.—Deje eso. No vuelva a hablar de eso. Estoy aquí porque torturaba a 
m i m ujer; esa es la cosa. Durante cinco años. Ahí está: en cuanto hablo 
de ella, ya la veo. Lo que m e interesa es Góm ez, pero la veo a ella. 
¿Dónde estará Góm ez? Durante cinco años. I m agínense, acaban de 
devolverle m is efectos. Está sentada cerca de la ventana y ha puesto m i 
chaqueta sobre sus rodillas. La chaqueta t iene doce agujeros. La sangre 
parece com o herrum bre. Los bordes de los agujeros están 
cham uscados. ¡Ah, sí! Es una pieza de m useo, una chaqueta histór ica. 
¡Y yo llevaba eso! ¿Llorarás? ¿Term inarás llorando? Yo volvía a casa 
borracho com o un cerdo, oliendo a vino y a m ujeres. Ella m e había 
estado esperando toda la noche; pero no lloraba. Ni una palabra de 
reproche; con naturalidad. Únicam ente sus ojos. ¡Sus enorm es ojos! No 
m e arrepiento de nada. Voy a pagarlo bien, pero no m e arrepiento de 
nada. Fuera está lloviendo. ¿Llorarás por fin? Es una m ujer que t iene 
vocación de m árt ir . 
I NÉS.—(Casi dulcem ente.) ¿Y por qué le hacía sufr ir? 
GARCI N.—Porque era fácil. Bastaba una palabra para hacerla cam biar de color; 
era una sensit iva. ¡Ah! ¡Ni un reproche siquiera! Yo soy m uy tozudo. 
Esperaba, seguía esperando. Pero qué va, ni una lágrim a, ni un solo 
reproche. Es que yo la había sacado del arroyo, ¿com prenden? Ahora 
pasa la m ano por la chaqueta sin m irar la. Sus dedos buscan a ciegas los 
agujeros en la tela. ¿Qué esperas? Vam os a ver, ¿qué esperas? Ya te 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
digo que no m e arrepiento de nada. En fin, es que m e adm iraba 
dem asiado. ¿Com prende? 
I NÉS.—No. A m í nadie m e ha adm irado nunca. 
GARCI N.—Mejor. Mucho m ejor para usted. Entonces todo esto debe parecerle 
abst racto. Pues m ire, voy a contarle una anécdota: yo, bueno, yo había 
instalado en m i casa a una m ulata. ¡Qué noches! Mi m ujer dorm ía en el 
pr im er piso; así que seguro que nos oía. Bueno, pues era la prim era 
que se levantaba, y com o a nosot ros se nos pegaban las sábanas, 
pues..., en fin, nos t raía el desayunoa la cam a. ¿Qué les parece? 
I NÉS.—Sinvergüenza. 
GARCI N.—Sí, sí, de acuerdo: el sinvergüenza bien am ado. (Parece dist raído.) 
No, nada. Es Góm ez, pero no está hablando de m í. ¿Un sinvergüenza, 
dice? ¡Caram ba! Si no lo fuera, ¿qué estaría haciendo aquí? ¿Y usted? 
I NÉS.—Bueno, yo era eso que llam an allí. . . una..., una m ujer condenada. 
Condenada ya «antes», ¿com prende? Así que la sorpresa no ha sido tan 
grande para m í. 
GARCI N.—Y eso es todo. 
I NÉS.—No, está tam bién el asunto con Florencia... Pero esa es una histor ia de 
m uertos. Tres m uertos. Prim ero él, luego ella y después yo. Así que no 
queda nadie allí; en eso estoy t ranquila: solo la habitación... La veo, 
esa habitación, de cuando en cuando. ¡Ah! Han acabado por quitar los 
precintos. Se alquila. Ahora se alquila. Hay un cartel en la puerta. Es..., 
es una porquería, ¡qué pena! 
GARCI N.—Así que m e parece que ha dicho... t res. 
I NÉS.—Sí, t res. 
GARCI N.—¿Un hom bre y dos m ujeres? 
I NÉS.—Sí. 
GARCI N.—Vaya. (Una pausa.) ¿Y él se m ató? 
I NÉS.—¿El? Era incapaz de eso. Pero tam poco es porque sufr iera. No; un 
t ranvía que lo aplastó. ¡Una brom a pesada! Yo vivía con ellos; era m i 
pr im o. 
GARCI N.—¿Cóm o era Florencia? ¿Rubia? 
I NÉS.—¿Rubia? (Mirada a ESTELLE.) Mire, yo no m e arrepiento de nada, pero no 
m e hace ninguna gracia contar le esta histor ia. 
GARCI N.—¡Vam os! ¡Vam os! ¿Qué ocurría con el chico? ¿Le fast idiaba? 
I NÉS.—No, poco a poco... Hubo de todo, en fin... Por ejem plo, hacía bastante 
ruido cuando bebía: soplaba en el vaso por la nariz, ¿sabe? Naderías, 
después de todo... Era, ¡bueno! , era un pobre chico, m uy vulnerable. 
¿Por qué se sonríe? 
GARCI N.—Porque yo no soy nada vulnerable. 
 20
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—Eso habría que verlo. El caso es que m e fui deslizando dent ro de ella 
hasta que la m uchacha em pezó a m irar lo con m is ojos... En fin, que se 
m e vino a los brazos. Entonces tom am os una habitación al ot ro lado de 
la ciudad. 
GARCI N.—¿Y entonces? 
I NÉS.—Lo del t ranvía. Por cierto que yo le decía siem pre: «Bien, hij ita; som os 
nosot ras las que lo hem os m atado.» (Un silencio.) Es que soy m ala. 
GARCI N.—Sí. Yo tam bién. 
I NÉS.—Usted no es m alo, no. Es ot ra cosa. 
GARCI N.—¿Qué? 
I NÉS.—Ya se lo diré luego. Yo sí, yo soy m ala; eso quiere decir que necesito el 
sufr im iento de los dem ás para exist ir . Soy com o una antorcha: una 
antorcha en los corazones. En cuanto estoy sola m e apago. Durante 
seis m eses estuve ardiendo en su corazón; y lo quem é todo. Una noche 
se levantó; abrió la llave del gas sin que yo m e diera cuenta y luego 
volvió a acostarse junto a m í. Esa es la cosa. 
GARCI N.—¡Hum ! 
I NÉS.—¿Qué? 
GARCI N.—Nada. Que no está bien. 
I NÉS.—Bueno, no, ya sé que no está bien. ¿Qué quiere decir? 
GARCI N.—Claro. Claro, t iene razón. (A ESTELLE.) Ahora te toca a t i. ¿Qué has 
hecho tú? 
ESTELLE.—Ya les he dicho que no sé nada. Por m ás que m e pregunto... 
GARCI N.—Está bien, yo voy a ayudarte. Ese t ipo de la cara dest rozada, ¿quién 
es? 
ESTELLE.—¿Qué t ipo? 
I NÉS.—Dem asiado lo sabes. Ese del que te daba m iedo cuando ent raste. 
ESTELLE.—Es un am igo. 
GARCI N.—¿Por qué tenías m iedo de él? 
ESTELLE.—No, ustedes no t ienen derecho a interrogarm e. 
I NÉS.—¿Es que se m ató por tu culpa? 
ESTELLE.—¡Qué va! Está usted loca. 
GARCI N.—Entonces, ¿por qué te daba m iedo? Se arreó un t iro de fusil en la 
cara, ¿no? ¿Es eso lo que se le llevó la cabeza? 
ESTELLE.—¡Cállese! ¡Cállese! 
GARCI N.—Por tu culpa, ¿no? ¡Por tu culpa! 
I NÉS.—Un t iro de fusil por tu culpa. 
 21
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—Déjenm e t ranquila. Me dan m iedo. ¡Quiero irm e! ¡Quiero m archarm e 
de aquí! (Se precipita hacia la puerta y la sacude.) 
GARCI N.—Vete. Para m í es lo m ejor que podía pasar. Solo que la puerta está 
cerrada por fuera. (ESTELLE llam a al t im bre, pero este no suena. I NÉS y 
GARCI N r íen. ESTELLE se vuelve hacia ellos, pegada a la puerta.) 
ESTELLE.—(Con voz ronca y lenta.) Son ustedes asquerosos. 
I NÉS.—Muy bien, som os asquerosos. ¿Y qué m ás? Así que el t ipo se m ató por 
tu culpa. ¿Era tu am ante? 
GARCI N.—Está claro que era su am ante. Y él quería tenerla para él solo, ¿no es 
verdad? 
I NÉS.—Bailaba los tangos com o un profesional, pero era pobre, m e im agino. 
(Un silencio.) 
GARCI N.—Te preguntan si el m uchacho era pobre. 
ESTELLE.—Sí, era pobre. 
GARCI N.—Y, adem ás, tú tenías que conservar tu reputación... Un día se 
presentó, te suplicó y tú lo tom aste a brom a. 
I NÉS.—¡Ah! , ¿sí? ¿Sí? ¿Lo tom aste a brom a? ¿Y esa fue la razón de que se 
m atara? 
ESTELLE.—¿Tú..., tú m irabas a Florencia con esos ojos? 
I NÉS.—Sí. (Una pausa. ESTELLE se echa a reír.) 
ESTELLE.—No t ienen ni la m enor idea. (Se yergue ot ra vez y los m ira. Siem pre 
pegada a la puerta. Con tono seco y provocador.) Quería hacerm e un 
hijo. Qué, ¿ya están contentos? 
GARCI N.—Y tú no querías. 
ESTELLE.—No. Pero el niño llegó, de todas form as. Me fui a pasar cinco m eses a 
Suiza. Nadie se enteró de nada. Era una niña. Roger estaba conm igo 
cuando nació. A él le gustaba tener una niña. A m í, no. 
GARCI N.—¿Y después? 
ESTELLE.—Había allí un balcón que daba al lago. Yo m e t raje una piedra grande. 
El gr itaba: «Estelle, te lo ruego, te lo suplico.» Yo le detestaba. Lo vio 
todo. Se asom ó al balcón y le dio t iem po a ver las ondas en el lago. 
GARCI N.—¿Y luego? 
ESTELLE.—No hay nada m ás. Me volví a París. Y él hizo lo que le pareció. 
GARCI N.—¿Saltarse los sesos? 
ESTELLE.—Bueno, pues sí. No m erecía la pena; m i m arido nunca llegó a 
sospechar nada de nada. (Una pausa.) Los odio. (Tiene una cr isis de 
sollozos secos.) 
GARCI N.—Es inút il. Aquí las lágrim as no corren. 
ESTELLE.—¡Qué cobarde soy! ¡Qué cobarde! (Una pausa.) ¡Si se dieran cuenta 
de cóm o los odio! 
 22
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—(Tom ándola en sus brazos.) Pero, hij ita... (A GARCI N.) El interrogatorio 
ha term inado. No vale la pena que siga con ese hocico de verdugo. 
GARCI N.—De verdugo... (Mira a su alrededor.) Yo tam bién daría cualquier cosa 
por poder m irarm e en un espejo. (Una pausa.) ¡Qué calor hace! 
(Maquinalm ente em pieza a quitarse la chaqueta.) ¡Oh! , perdón. (Juego 
inverso.) 
ESTELLE.—No, puede ponerse cóm odo. Ahora ya da igual. 
GARCI N.—Sí. (Tira la chaqueta en un canapé.) No t iene que enfadarse conm igo, 
Estelle. 
ESTELLE.—No estoy enfadada con usted. 
I NÉS.—¿Y conm igo? ¿Conm igo sí lo estás? 
ESTELLE.—Sí. (Un silencio.) 
I NÉS.—¿Y qué, Garcin? Ya estam os desnudos com o gusanos. ¿Ve m ás claro 
ahora? 
GARCI N.—No lo sé. Puede que un poco m ás, sí. (Tím idam ente.) ¿No les parece 
que..., que podríam os intentar ayudarnos los unos a los ot ros? 
I NÉS.—Yo no necesito ayuda. 
GARCI N.—I nés, han enm arañado todos los hilos. Mire: con el m enor gesto que 
usted haga, con que levante una m ano para abanicarse, Estelle y yo 
sent im os una sacudida. Ninguno de nosot ros puede salvarse solo. O nos 
perdem os juntos o salim os de esta juntos. Elijan. (Una pausa.) ¿Qué 
sucede ahora? 
I NÉS.—Ya la han alquilado. Las ventanas están abiertas de par en par y hay un 
hom bre sentado en m i cam a. ¡Ya la han alquilado! ¡Sí, ya la han 
alquilado! Ent re, ent re sin m iedo. Es una m ujer. Va junto a él y le pone 
las m anos en los hom bros... ¿Qué esperan para encender la luz? No se 
ve nada. ¿Qué van a hacer? ¡Besarse! ¡Esa habitación es m ía, m ía! Pero 
¿por qué no encienden? Ya no puedo verlos... ¿Qué están m urm urando? 
Qué, ¿la va a acariciar en «m i» cam a? Ella le dice ahora que son las 
doce del día y que hay dem asiada luz. Entonces es que m e estoy 
quedando ciega. (Una pausa.) Se acabó. No hay nada m ás: ya ni veo ni 
oigo nada... Bien, supongo que con esto he term inado con la Tierra. Ya 
no hay por qué just ificarse. (Se est rem ece.) Me sientovacía. Ahora sí 
que estoy com pletam ente m uerta. Enteram ente aquí. (Una pausa.) 
¿Qué m e decía? Hablaba de ayudarm e, m e parece. 
GARCI N.—Sí. 
I NÉS.—¿A qué? 
GARCI N.—A deshacer las t ram pas. 
I NÉS.—¿Y yo, en cam bio...? 
GARCI N.—Me ayudará a m í. Será cosa de poco, I nés: solo con algo de buena 
voluntad. 
I NÉS.—Buena voluntad... ¿Dónde quiere que la encuent re? Estoy podrida. 
 23
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—¿Pues y yo? (Una pausa.) ¿Y si lo intentáram os, sin em bargo? 
I NÉS.—Estoy seca. No puedo ni recibir ni dar ninguna cosa. ¿Cóm o quiere usted 
que le ayude? Una ram a m uerta; pasto del fuego. (Una pausa. Mira a 
ESTELLE, que t iene la cabeza en las m anos.) Florencia era m uy rubia. 
GARCI N.—¿Usted no ignora que esta m uchacha es su verdugo? 
I NÉS.—Puede, pero lo dudo m ucho. 
GARCI N.—Usted va a caer por ella. Por lo que a m í respecta, yo..., yo..., yo no 
le presto ninguna atención. Si por su parte... 
I NÉS.—¿Qué? 
GARCI N.—Es una t ram pa. Y a usted la acechan ahora para ver si cae o no. 
I NÉS.—Ya lo sé. Y «usted» tam bién es una t ram pa. ¿Qué se cree? ¿Que esas 
palabras suyas no estaban previstas? ¿Y que no hay ot ras t ram pas que 
no podem os ver? Todo es una t rampa. Pero ¿qué puede im portarm e? 
Yo tam bién lo soy. Un cepo para ella. Y puede que sea yo la que la 
at rape. 
GARCI N.—Usted no at rapará nada absolutam ente. Nosot ros correm os unos 
det rás de ot ros com o caballitos de m adera, sin encont rarnos nunca. 
Créam e que todo está organizado ya. Deje eso, I nés. Abra las m anos, 
suelte la presa, o solo conseguirá la desgracia de todos. 
I NÉS.—¿Tengo yo el aspecto de soltar una presa? Ya sé lo que m e aguarda. Voy 
a quem arm e, m e quedo y sé que esto no tendrá fin. Lo sé todo. Pero 
¿cree usted que voy a soltar la presa? Esa va a ser cosa m ía, y acabará 
m irándole a usted con m is propios ojos, com o Florencia term inó 
m irando al ot ro. ¡Qué m e viene a decir ahora de su desgracia! Ya le 
digo que lo sé todo; y ni siquiera puedo tener piedad de m í. Una 
t ram pa, ¡qué cosa! Naturalm ente, y yo estoy cogida en esta t ram pa. 
Pero, adem ás, ¿qué? Si están contentos con nosot ros, m ejor. 
GARCI N.—(Tom ándola por los hom bros.) Escuche: yo sí puedo tener piedad de 
usted. Mírem e ahora: estam os desnudos. Desnudos hasta los huesos, y 
yo la conozco hasta las ent rañas; bien. ¿Cree usted que yo tengo 
interés en hacerle daño? Yo no m e arrepiento de nada, no m e quejo de 
nada; yo tam bién estoy seco. Pero de usted..., de usted sí puedo tener 
piedad. 
I NÉS.—(Que se ha dejado hacer m ient ras él hablaba, se sacude.) No m e toque. 
Me m olesta que m e toquen. Y guárdese su piedad. ¡Vam os, Garcin! 
Tam bién hay m uchas t ram pas para usted en esta habitación. Para 
usted. Preparadas para usted. Sería m ejor que se preocupara de sus 
propios asuntos. (Una pausa.) Si nos deja com pletam ente t ranquilas a 
la niña y a m í, yo m e las arreglaré para que a usted no le pase nada. 
GARCI N.—(La m ira un m om ento y se encoge de hom bros.) Vale. 
ESTELLE.—(Levantando la cabeza.) Socorro, Garcin. 
GARCI N.—¿Qué quiere de m í? 
ESTELLE.—(Levantándose y acercándose a él.) A m í sí puede usted ayudarm e. 
 24
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—Diríjase a ella. ( I NÉS se ha acercado y se coloca m uy cerca de ella por 
det rás, sin tocarla. Durante las frases siguientes le hablará casi al oído. 
Pero ESTELLE, vuelta hacia GARCI N, que la m ira sin hablar, responde 
únicam ente a este, com o si él fuera quien la interrogara.) 
ESTELLE.—Por favor, Garcin, lo ha prom et ido usted, lo ha prom et ido. Pronto, 
pronto, no quiero estar sola. Olga se lo ha llevado al baile. 
I NÉS.—¿A quién? 
ESTELLE.—A Pedro. Están bailando juntos. 
I NÉS.—¿Quién es Pedro? 
ESTELLE.—Un chico inocentón. Me decía que yo era su agua pura. Me quería. 
Ella se lo ha llevado al baile. 
I NÉS.—¿Y tú le quieres? 
ESTELLE.—Ahora se sientan. Ella está sin aliento. ¿Por qué se pone a bailar? A 
no ser que sea para adelgazar. Claro que no. Claro que yo no le quería; 
t iene dieciocho años y yo no soy un ogro. 
I NÉS.—Entonces déjalos. ¿Qué puede im portarte? 
ESTELLE.—Pero era m ío. 
I NÉS.—Ya no hay nada tuyo en la Tierra. 
ESTELLE.—Él era m ío. 
I NÉS.—Sí, lo «era»... Ahora intenta cogerlo, intenta tocarlo, anda. Olga puede 
tocarlo, ella sí que puede. ¿No es así? ¿Verdad? Ella puede cogerle las 
m anos, rozarle las rodillas. 
ESTELLE.—Aprieta cont ra él su enorm e pecho, le echa el aliento en la cara. 
Pulgarcito, pobre Pulgarcito, ¿qué esperas para echarte a reír en su 
cara? ¡Ah! , m e hubiera bastado con una m irada; ella no se hubiera 
at revido nunca... Entonces, ¿es que, verdaderam ente, ya no soy nada? 
I NÉS.—Nada ya, nada. Y ya no hay nada tuyo allí en la Tierra: todo lo que te 
pertenece está aquí. ¿Quieres el cortapapeles? ¿La estatua? El canapé 
azul es el tuyo... Y yo, pequeña, yo tam bién soy tuya para siem pre. 
ESTELLE.—¿Qué? ¿Mía? ¿Quién de ustedes se at revería a decir que yo soy su 
agua pura? A ustedes no se les puede engañar; ustedes saben que yo 
soy una basura, un desperdicio... Piensa en m í, Pedro, piensa solo en 
m í; defiéndem e. Mient ras que tú piensas: agua pura, querida agua 
pura, solo estaré a m edias en este lugar, solo a m edias seré culpable, 
seré agua pura allí cont igo. Mira, está colorada com o un tom ate. Pero, 
vam os, si es im posible; lo que nos habrem os reído de ella juntos. ¿Qué 
m elodía es esa que tanto m e gustaba? ¡Ah, sí! . . . Es «Saint Louis 
Blues»... Bueno, bueno, bailad. Garcin, cóm o se divert ir ía si pudiera 
verla. Ella no sabrá nunca que yo la m iro ahora. Sí, te veo, te veo, 
despeinada, la cara descom puesta, los pisotones... Es para m orirse de 
r isa. ¡Ale, vam os! ¡Más de prisa! ¡Más de pr isa aún! Él t ira de ella, la 
em puja. Es una porquería. ¡Más de prisa! Él m e decía siem pre: «Tú eres 
tan ligera...» ¡Ale, vam os! ¡Vam os! (Baila m ient ras habla.) Ya te digo 
 25
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
que te estoy m irando. A ella le da igual; baila a t ravés de m i m irada. 
¡Nuest ra querida Estelle! ¿Así que nuest ra querida Estelle? No, cállate. 
Ni siquiera has derram ado una lágrim a en el funeral. Ella le ha dicho: 
«Nuest ra querida Estelle.» Tiene la poca vergüenza de hablar le de m í. 
Vam os, id a com pás... Ella no es de las que pueden hablar y bailar al 
m ism o t iem po, no... Pero ¿qué es lo que ahora...? ¡No! ¡No! ¡No se lo 
digas! ¡Ya te lo dejo; llévatelo, guárdatelo, haz lo que quieras de él, 
pero no se lo digas! ... (Ha dejado de bailar.) Bueno. Ya está. Ahora 
quédate con él... Se lo ha contado todo, Garcin: Roger, el viaje a Suiza, 
la niña; se lo ha contado todo. «Nuest ra querida Estelle no era...» En 
efecto, no, no era... Él m ueve la cabeza con un gesto t r iste, pero no 
puede decirse que la not icia lo haya t rastornado m ucho. Ahora quédate 
con él. No seré yo quien te dispute sus largas pestañas ni su aspecto de 
niña... ¡Ah! Me llam aba agua pura, su cr istal. El cr istal se ha hecho 
añicos. «Nuest ra querida Estelle.» ¡Hale, bailad, bailad! Pero a com pás, 
cuidado... A com pás: un, dos... (Baila.) Daría todo lo del m undo por 
volver un m om ento, un solo instante..., y bailar. (Baila. Una pausa.) 
Ahora no oigo m uy bien. Han apagado las luces com o para un tango. 
¿Por qué tocan con sordina? ¡Más fuerte! ¡Qué lejos! Ya..., ya no oigo 
nada, nada. (Deja de bailar.) Nunca m ás. La t ierra m e ha abandonado. 
Garcin, m íram e ahora, cógem e en tus brazos. ( I NÉS hace señas a GARCI N 
de que se aparte desde det rás de ESTELLE.) 
I NÉS.—( I m periosam ente.) ¡Garcin! 
GARCI N.—(Ret rocede un paso e indica a I NÉS.) No, dir íjase a ella. 
ESTELLE.—(Se agarra a él.) ¡No se m arche ahora! ¿Es que no es un hombre? 
Pero m írem e, no vuelva los ojos. ¿Tan desagradable le resulta verm e? 
Tengo..., tengo los cabellos rubios y, después de todo,hay alguien que 
se ha m atado por m í. Por favor, de todos m odos algo t iene que m irar. 
Si no soy yo, será la estatua, la m esa o los canapés. Sea com o fuere, 
yo soy algo m ás agradable de m irar. Escucha: he caído de sus 
corazones com o un pajar ito que se cae del nido. Recógem e, ponm e ahí, 
en tu corazón, y ya verás cóm o soy buena cont igo. 
GARCI N.—(Rechazándola con esfuerzo.) Le digo que se dir ij a a ella. 
ESTELLE.—¿A ella? No, ella no cuenta. Es una m ujer. 
I NÉS.—¿Que yo no cuento? Pero, hija m ía, hij ita, hace ya m ucho t iem po que tú 
estás resguardada en m i corazón. No tengas m iedo; yo te m iraré sin un 
respiro, sin un parpadeo... Y tú vivirás en m i m irada com o una 
lentejuela en un rayo de sol. 
ESTELLE.—¿Un rayo de sol? Vam os, déjese de tonterías. Ya antes ha querido 
salirse con la suya y ha visto que ha fracasado; así que déjem e. 
I NÉS.—¡Estelle! Agua pura, cr istal. 
ESTELLE.—¿«Su» cr istal? ¡Qué gracia! ¿A quién piensa engañar? Vam os, todo el 
m undo sabe que yo t iré a la niña por la ventana. El cr istal se ha hecho 
polvo en el suelo, y qué m e im porta. Ya soy solo un pellejo, y m i pellejo 
no es para usted. 
 26
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—Pero ven. Tú serás lo que quieras: agua pura, agua sucia. Te 
reconocerás en el fondo de m is ojos com o tú te deseas. 
ESTELLE.—¡Suéltem e! ¿Es que no t iene ojos? ¿Qué tengo que hacer para que 
m e suelte? ¿Eh? ¿Qué tengo que hacer? (Le escupe a la cara. I NÉS la 
suelta bruscam ente.) 
I NÉS.—¡Garcin! Usted m e las pagará. (Una pausa. GARCI N se encoge de hom bros 
y va hacia ESTELLE.) 
GARCI N.—¿Así que quieres un hom bre? 
ESTELLE.—Un hom bre, no. Tú. 
GARCI N.—Déjate de cuentos. Cualquiera servir ía. Resulta que soy yo el que está 
aquí, pues yo. Bien. (La coge por los hom bros.) Yo no tengo nada para 
gustarte, ¿sabes? No soy un chico inocentón y tam poco sé bailar los 
tangos. 
ESTELLE.—Te tom aré com o eres. Puede que te haga cam biar. 
GARCI N.—Lo dudo. Estaré... dist raído. Tengo ot ras cosas en la cabeza. 
ESTELLE.—¿Qué ot ras cosas? 
GARCI N.—No te interesarían. 
ESTELLE.—Me sentaré ahí, junto a t i. Esperaré a que puedas atenderm e. 
I NÉS.— (Se echa a reír.) ¡Com o una perra! ¡Com o una perra! ¡Y ni siquiera es 
guapo! 
ESTELLE.—(A GARCI N.) No la escuches. No t iene ojos ni oídos. No cuenta. 
GARCI N.—Te daré todo lo que pueda. No es m ucho. No te querré nunca; te 
conozco dem asiado. 
ESTELLE.—Pero ¿tú m e deseas? 
GARCI N.—Sí. 
ESTELLE.—Es todo lo que quiero. 
GARCI N.—Entonces... (Se inclina sobre ella.) 
I NÉS.—¡Estelle! ¡Garcin! ¡Están locos! Estoy yo aquí. 
GARCI N.—Ya lo veo. ¿Y qué? 
I NÉS.—Delante de m í no..., no pueden. 
ESTELLE.—¿Por qué no? Yo m e desnudaba delante de m i doncella. 
I NÉS.—(Agarrándose a GARCI N.) ¡Déjela, déjela ya! No la toque con sus 
asquerosas m anos de hom bre. 
GARCI N.—(Rechazándola violentam ente.) Venga, basta ya; yo no soy un 
caballero, ¿sabe?, y no m e voy a m orir por pegarle a una m ujer. 
I NÉS.—Me lo había prom et ido, Garcin, recuérdelo. Por favor, usted m e lo había 
prom et ido. 
GARCI N.—Es usted la que ha roto el pacto; basta. 
 27
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
( I NÉS se separa y ret rocede hasta el fondo de la habitación.) 
I NÉS.—Haced lo que queráis; sois los m ás fuertes. Pero acordaos de que yo 
estoy aquí y que os estoy m irando. No dejaré de m iraros ni un solo 
m om ento; tendrás que besarla bajo m is ojos. ¡Cóm o os odio a los dos! 
¡Podéis hacerlo, venga! Estam os en el infierno; ya llegará m i vuelta. 
(Durante la escena siguiente los m ira sin una palabra.) 
GARCI N.—(Vuelve junto a ESTELLE y la coge por los hom bros.) Dam e tus labios. 
(Una pausa. Se inclina sobre ella, pero bruscam ente se yergue.) 
ESTELLE.—(Con un gesto de despecho.) Qué... (Una pausa.) Ya te he dicho que 
no te preocupes de ella. 
GARCI N.—Es lo ot ro, lo ot ro. (Una pausa.) Góm ez está ahora en el periódico. 
Han cerrado las ventanas; así que es invierno. Seis m eses. Ya hace seis 
m eses que m e... ¿No te lo dije que m e dist raería? Están t ir itando; 
t ienen puestas las chaquetas. Es curioso que allí tengan tanto fr ío y yo 
tanto calor. Esta vez sí está hablando de m í. 
ESTELLE.—¿Durará m ucho eso? (Una pausa.) Por lo m enos dim e lo que cuenta. 
GARCI N.—Nada. No cuenta nada. Es un cerdo, eso es todo. (Presta oído.) Un 
verdadero cerdo. ¡Bah! (Vuelve con ESTELLE.) ¿Volvem os a lo nuest ro? 
¿Vas a quererm e m ucho? 
ESTELLE.—(Sonriendo.) ¿Quién sabe? 
GARCI N.—¿Tendrás confianza en m í? 
ESTELLE.—Qué pregunta tan tonta; no voy a perderte de vista nunca, y seguro 
que no será con I nés con quien m e engañes. 
GARCI N.—Evidentem ente. (Una pausa. Suelta los hom bros de ESTELLE.) Yo 
hablaba de ot ra confianza. (Escucha.) ¡Anda! ¡Anda! Di lo que te 
parezca; com o no estoy ahí para contestarte... (A ESTELLE.) Estelle, tú 
t ienes que darm e tu confianza. ¿Quieres? 
ESTELLE.—¡Qué de jaleos! Teniendo lo que t ienes: m i boca, m is brazos, todo m i 
cuerpo..., podría ser tan fácil. ¡Mi confianza! Yo no tengo ninguna 
confianza que dar, ninguna. Me fast idias horr iblem ente. ¡Ah! Seguro 
que t ienes una cosa m uy grave para pedirm e una cosa así: m i 
confianza. 
GARCI N.—Me fusilaron. 
ESTELLE.—Ya lo sé. Te habías negado a salir . ¿Qué m ás? 
GARCI N.—Yo... No, yo no m e había negado del todo. (A los invisibles.) Él habla 
m uy bien y sabe cr it icar, pero no dice lo que hay que hacer. ¿Qué tenía 
que hacer yo? ¿Ent rar en el despacho del general y decir le: «Mi general, 
yo no salgo»? ¡Qué tontería! Me hubieran encerrado. ¡Y yo lo que quería 
era test im oniar, test im oniar! No quería que ahogaran m i voz. (A 
ESTELLE.) Así que..., que tom é el t ren. Me cazaron en la frontera. 
ESTELLE.—¿Adonde querías ir? 
 28
A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—A Méj ico. Tenía el proyecto de sacar allí un periódico pacifista. (Un 
silencio.) Bueno, di algo. 
ESTELLE.—¿Qué quieres que diga? Hiciste bien, puesto que no querías luchar. 
(Gesto de disgusto en GARCI N.) ¡Ay querido! , yo no puedo adivinar lo 
que tengo que responderte. 
I NÉS.—Hij ita, hay que decir le que salió huyendo com o un león. Porque lo que 
hizo es huir el hom bre... Eso es lo que le t rae a m al t raer. 
GARCI N.—Huido, m archado; llám elo com o quiera. 
I NÉS.—Era lo m ejor que podías hacer: huir . Si te hubieras quedado, te hubiesen 
detenido en seguida, ¿no? 
GARCI N.—Claro. (Una pausa.) Estelle, ¿te parece que yo soy un cobarde? 
ESTELLE.—¡Ay hijo! , yo no sé nada de eso. Yo no estoy en tu lugar. Eres tú el 
que t iene que decidir . 
GARCI N.—(Con un gesto cansado.) Yo no decido nada. 
ESTELLE.—En cualquier caso, tú tendrás que acordarte; seguro que tenías tus 
razones para actuar com o lo hiciste. 
GARCI N.—Sí. 
ESTELLE.—¿ Entonces ? 
GARCI N.—Pero ¿son las verdaderas razones? 
ESTELLE.—(Fast idiada.) Qué com plicado eres. 
GARCI N.—Yo quería test im oniar, yo..., yo lo había reflexionado largam ente... 
Pero ¿son esas las verdaderas razones? 
I NÉS.—¡Ah! , esa es la cuest ión, en efecto. ¿Fueron esas las verdaderas 
razones? Tú razonabas, no querías com prom eterte a la ligera. Pero el 
m iedo, el odio y todas las porquerías que uno se oculta, son «tam bién» 
razones. Así que tú busca, interrógate. 
GARCI N.—Cállate tú. ¿Qué crees? ¿Que he estado esperando tus consejos? Todo 
el día y la noche m e los pasaba andando en el calabozo; de la ventana 
a la puerta, de la puerta a la ventana. Espiándom e. Siguiéndom e las 
huellas. Me parecía que m e había pasado una vida entera 
interrogándom e. Y luego, ¿qué? El acto estaba ahí. Yo... había tom ado 
el t ren; eso es lo único seguro. Pero ¿por qué? ¿Por qué? Hasta que al 
fin pensé: «Mi m uerte lo decidirá; si m uero lim piam ente habré probado 
que no soy un cobarde...» 
I NÉS.—¿Y cóm o m urió usted, Garcin? 
GARCI N.—Mal. ( I NÉS se echa a reír.) Fue..., fueun sim ple desfallecim iento 
corporal. No m e da vergüenza. Lo único que..., que todo ha quedado en 
suspenso para siem pre. (A ESTELLE.) Ven aquí tú. Míram e. Necesito que 
alguien me m ire m ient ras hablan de m í en la Tierra. Me gustan los ojos 
verdes. 
I NÉS.—¿Los ojos verdes? Qué cosas. ¿Y a t i, Estelle, te gustan los cobardes? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—Si tú supieras lo poco que m e importa... Cobarde o no, si sus 
caricias... Eso m e basta. 
GARCI N.—Dan cabezadas así; se aburren. Piensan: «Garcin es un cobarde.» 
Blandam ente, débilm ente. Porque, después de todo, hay que pensar en 
algo. ¡Garcin es un cobarde! Eso es lo que han decidido ellos, sí, m is 
com pañeros. Dent ro de seis m eses dirán: «Cobarde com o Garcin.» 
Ustedes han tenido suerte, después de 
todo: nadie piensa en ustedes ya en la Tierra. Lo m ío es m ás duro. 
I NÉS.—¿Y su m ujer, Garcin? 
GARCI N.—¡Qué dice ahora de m i m ujer! Ha m uerto. 
I NÉS.—¿Muerta? 
GARCI N.—¡Ah! , sí. Me parece que he olvidado decir lo. Ha m uerto ahora. Hace 
dos m eses m ás o m enos. 
I NÉS.—¿De pena? 
GARCI N.—Naturalm ente, de pena. ¿De qué quiere que haya m uerto la pobre? 
Así que todo va bien: la guerra ha term inado, m i m ujer ha m uerto y 
yo..., yo he ent rado en la Histor ia. (Solloza secam ente y se pasa la 
m ano por la cara. ESTELLE se cuelga de él.) 
ESTELLE.—¡Querido m ío! ¡Querido m ío! Míram e, tócam e, am or m ío. (Le coge la 
m ano.) Ponm e la m ano aquí, acaríciam e. (GARCI N hace un m ovim iento 
para desprenderse.) Deja la m ano; déjala, no te m uevas. Todos ellos 
van a m orir ; qué im porta lo que piensen. Olvídalos. Soy yo lo único que 
existe. 
GARCI N.—(Separando la m ano.) Pero ellos..., ellos no m e olvidan a m í. Ellos 
m orirán, ya sé, pero vendrán ot ros que recogerán su consigna. Les he 
dejado m i vida ent re sus m anos. 
ESTELLE.—¡Piensas dem asiado, eso es lo que te pasa! 
GARCI N.—¿Y qué ot ra cosa voy a hacer? En ot ro t iem po actuaba... ¡Ah, con 
volver solo un día ent re ellos, qué m ent ís, de qué form a...! Pero estoy 
fuera de juego; cierran el balance sin m í, y t ienen razón, porque estoy 
m uerto. Cazado com o una rata. (Ríe.) He pasado al dom inio público. 
(Una pausa.) 
ESTELLE.—(Suavemente.) Garcin. 
GARCI N.—¡Ah! , ¿estás ahí? Está bien, escucha: vas a hacerm e un favor. No te 
preocupes, ya sé: te resulta raro que alguien te pida socorro; no t ienes 
costum bre. Pero si tú quisieras, si hicieras un esfuerzo, hasta puede 
que consiguiéram os am arnos verdaderam ente... Mira: ahí son m il los 
que repiten que yo soy un cobarde. Pero ¿qué significan m il? Con un 
alm a que hubiera, con 
una sola, que afirm ara con todas sus fuerzas que yo no huí, «que no es 
posible» que yo huyera, que tengo valor, que soy lim pio, yo... ¡estoy 
seguro de que m e salvaría! ¿Quieres creer en m í? Te querría entonces 
m ás que a m í m ism o. 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
ESTELLE.—(Riendo.) ¡Qué tonto eres! ¿Te figuras que yo podría querer a un 
cobarde? 
GARCI N.—Pero antes decías... 
ESTELLE.—Me burlaba de t i. A m í m e gustan los hom bres, Garcin, los verdaderos 
hom bres, de m anos fuertes, rudos. Tú no t ienes cara de cobarde; ni la 
boca, ni la voz, ni el pelo de un cobarde, y te quiero por eso: tu pelo, tu 
boca, tu voz. 
GARCI N.—¿Es verdad eso? 
ESTELLE.—¿Quieres que te lo jure? 
GARCI N.—Entonces los desafío a todos, a los de allá y a los de aquí. Estelle, 
nosot ros saldrem os del infierno. ( I NÉS se echa a reír. Él se interrum pe y 
la m ira.) ¿Qué pasa? 
I NÉS.—(Riendo.) Nada. Solo que ella no cree ni una palabra de lo que está 
diciendo. ¿Cóm o puedes ser tan ingenuo? «Estelle, dim e: ¿soy un 
cobarde?» Si tú supieras todo lo que ella se ríe de ese problem a. 
ESTELLE.—¡I nés! (A GARCI N.) No la escuches. Si tú quieres m i confianza, t ienes 
que em pezar por concederm e la tuya. 
I NÉS.—¡Pues claro que sí, pues claro que sí! Concédele tu confianza. Necesita 
un hom bre, ya lo ves; un brazo de hom bre alrededor de su cintura, un 
olor de hom bre, un deseo de hom bre en los ojos de un hom bre. En 
cuanto a lo dem ás... ¡Bueno! Podría decirte que tú eres Dios Padre si 
eso fuera de tu agrado. 
GARCI N.—¡Estelle! ¿Es verdad eso? ¡Contéstam e! ¿Es verdad? 
ESTELLE.—¿Qué quieres que te diga? No com prendo nada de todos esos líos. 
(Golpea con el pie.) ¡Qué desagradable es todo esto! Mira: aunque tú 
fueras un cobarde, yo te querría. ¿No te basta con eso? (Una pausa.) 
GARCI N.—Me dais asco las dos. (Va hacia la puerta.) 
ESTELLE.—¿Qué vas a hacer? 
GARCI N.—Me voy. 
I NÉS.—(En seguida.) No ir ías m uy lejos: la puerta está cerrada. 
GARCI N.—Tendrán que abrir . (Llam a al t im bre. No suena.) 
ESTELLE.—¡Garcin! 
I NÉS.—(A ESTELLE.) No te preocupes; el t im bre no funciona. 
GARCI N.—Ya veréis cóm o abren. (Tam borilea sobre la puerta.) Ya no puedo 
soportaros m ás, no puedo veros m ás. (ESTELLE corre hacia él; él la 
rechaza.) Déjam e; m e repugnas todavía m ás que ella. Sería horr ible 
em parentarm e en esos ojos tuyos. Estás húm eda, eres blanda. Eres un 
pulpo, un lodazal. (Golpea en la puerta.) ¡Qué! ¿Van a abrir? 
ESTELLE.—Garcin, te lo suplico: no te vayas, no te hablaré m ás, te dejaré 
t ranquilo, pero no te vayas. I nés ha sacado sus garras; no quiero 
quedarm e sola con ella. 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—Arréglatelas com o puedas. Yo no te he dicho que vengas; allá tú. 
ESTELLE.—¡Cobarde! ¡Ahora ya lo veo! ¡Es verdad que eres un cobarde! 
I NÉS.—(Acercándose a ESTELLE.) Qué, hija m ía, ¿no estás contenta tú? Me has 
escupido para hacerle gracia, y ya ves, nos hem os enfadado por su 
culpa. Pero ahora se va el aguafiestas; vam os a quedarnos ent re 
m ujeres, solas. 
ESTELLE.—No vas a ganar nada con ello; si esa puerta se abre yo m e escaparé 
tam bién. 
I NÉS.—¿Adónde? 
ESTELLE.—Donde sea. Lo m ás lejos posible de t i. (GARCI N no ha cesado de llam ar 
a la puerta.) 
GARCI N.—¡Abran! ¡Abran! Lo soportaré todo: los cepos, las tenazas, el plom o 
derret ido, las pinzas, el garrote, todo lo que quem a, todo lo que 
desgarra; quiero sufr ir norm alm ente. Antes cien m ordeduras, antes el 
lát igo, el vit r iolo... , todo antes que este sufr im iento inter ior, este..., 
este fantasm a de sufr im iento que roza, que acaricia y que nunca hace 
dem asiado daño. (Coge el picaporte de la puerta y lo sacude.) ¿Abrirán 
de una vez? (La puerta, bruscam ente, se abre, y GARCI N está a punto de 
caer.) ¿Qué es esto? (Un largo silencio.) 
I NÉS.—Vam os, Garcin... Váyase. 
GARCI N.—(Lentam ente.) Me pregunto por qué se habrá abierto. 
I NÉS.—¿Qué está esperando? ¡Hale, m árchese! 
GARCI N.—No, no voy a irm e. 
I NÉS.—¿Y tú? (A ESTELLE. ESTELLE no se m ueve. I NÉS se echa a reír.) Entonces, 
¿quién? ¿Cuál de los t res? La vía está libre. ¿Quién nos ret iene? ¡Ah, es 
para m orirse de r isa! Resulta que som os inseparables. (ESTELLE se 
abalanza, por det rás, sobre ella.) 
ESTELLE.—¿I nseparables? ¡Garcin! Ayúdam e, ayúdam e, de pr isa. La 
arrast rarem os fuera y cerrarem os la puerta; ahora va a ver, ahora va a 
ver esta. 
I NÉS.—(Debat iéndose.) ¡Estelle! ¡Estelle! ¡Te lo suplico, no m e eches! ¡Al 
pasillo, no; no m e t ires en el pasillo! 
GARCI N.—Suéltala. 
ESTELLE.—Estás loco. Te odia. 
GARCI N.—Yo... m e he quedado por ella, ¿sabes? (ESTELLE suelta a I NÉS y m ira a 
GARCI N con estupor.) 
I NÉS.—¿Que te has quedado por m í? (Una pausa.) Está bien, cierra la puerta. 
Hace m uchísim o m ás calor desde que se ha abierto. (GARCI N va a la 
puerta y la cierra.) Así que por m í, ¿eh? 
GARCI N.—Sí. Porque tú..., tú sabes lo que es un cobarde. Tú sí lo sabes. 
I NÉS.—Sí, claro que lo sé. 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
GARCI N.—Y sabes lo que es el m al, la vergüenza, el m iedo. Ha habido días..., ¿a 
que sí?..., en que te has visto hasta los tuétanos y te has quedadodest rozada, m uerta. Y al día siguiente ya no sabías qué pensar, no 
conseguías descifrar las revelaciones de la víspera. Sí, 
tú conoces el precio del m al. Y si tú dices que yo soy un cobarde, es con 
conocim iento de causa, ¿eh? 
I NÉS.—Sí. 
GARCI N.—Es a t i a quien tengo que convencer, a t i. Tú eres de m i raza. ¿Qué te 
creías? ¿Que m e iba a m archar? No te podía dejar aquí, t r iunfante, con 
todos esos pensam ientos en la cabeza..., todos esos pensam ientos que 
se refieren a m í. 
I NÉS.—¿Es verdad que quieres convencerm e? 
GARCI N.—Es lo único que quiero. A ellos ya no los oigo, ¿sabes? Seguro que es 
porque ya han term inado conm igo. Term inado: el asunto está 
clasificado, yo ya no soy nadie en la Tierra, ni siquiera un cobarde. 
I nés, estam os aquí solos: ya solo estáis vosot ras para pensar en m í. 
Ella no cuenta; pero tú, tú que m e odias..., si tú m e crees, m e salvas. 
I NÉS.—Puede que no sea fácil, no sé. Soy un poco dura de aquí. (Por la 
cabeza.) 
GARCI N.—Em plearé el t iem po que haga falta. 
I NÉS.—¡Oh, sí! Tienes todo el t iem po que quieras. «Todo» el t iem po. 
GARCI N.—(La coge por los hom bros.) Escucha: cada uno t iene sus objet ivos, 
¿no es así? A m í..., a m í m e daba igual el dinero, el am or. Yo..., yo 
quería ser un hom bre. Un valiente. Y lo aposté todo al m ism o caballo. 
¿Es posible que uno sea un cobarde cuando se han elegido los cam inos 
m ás peligrosos? ¿Puede juzgarse una vida entera por un solo acto? Eso 
es lo que pregunto. 
I NÉS.—¿Y por qué no? Durante t reinta años te im aginaste que tenías m ucho 
corazón; y te perm it ías m il pequeñas debilidades porque a los héroes 
todo les está perm it ido. ¡Y qué cóm odo era! Y luego, a la hora de la 
verdad, te pusieron al pie del paredón... y te cogiste el t ren para 
Méj ico. 
GARCI N.—No, yo no m e im aginaba ese heroísm o. Lo elegí. Cada uno es lo que 
quiere ser. 
I NÉS.—Dem uést ralo. Dem uest ra que no era... una im aginación. Solam ente los 
actos deciden qué es lo que uno ha querido. 
GARCI N.—He m uerto dem asiado pronto. No m e han dejado t iem po para..., para 
realizar «m is» actos. 
I NÉS.—Siem pre se m uere dem asiado pronto o dem asiado tarde. Y, sin 
em bargo, la vida está ahí, acabada. La raya está hecha y hay que hacer 
la sum a. Tú no eres nada m ás que tu vida. 
GARCI N.—Eres una víbora. Tienes respuesta para todo. 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—¡Vam os! ¡Vam os! No pierdas los ánim os. Debe de ser m uy fácil 
convencerm e. Busca argum entos, haz un esfuerzo a ver. (GARCI N se 
encoge de hom bros.) ¿Qué tal, qué tal? Ya te había dicho que eras 
vulnerable. ¡Y cóm o las vas a pagar ahora! Eres un cobarde, Garcin, un 
cobarde, porque yo lo quiero. Porque yo lo quiero, ¿lo oyes? Y, sin 
em bargo, m ira lo débil que soy, com o un suspiro; solo esta m irada que 
te m ira, este pensam iento incoloro que te piensa..., no soy nada m ás. 
(Él va hacia ella con las m anos abiertas.) Bueno, ¿y qué? Ahora van y 
se abren esas m anos grandes, de hom bre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los 
pensam ientos no se cogen así, con las m anos. Mira cóm o no puedes 
hacer ot ra cosa que convencerm e... Eres m ío. 
ESTELLE.—¡Garcin! 
GARCI N.—¿Qué? 
ESTELLE.—Por lo m enos, véngate. 
GARCI N.—¿Cóm o? 
ESTELLE.—Bésam e y verás cóm o canta. 
GARCI N.—Y ya ves, es verdad. Estoy en tus m anos, pero tú tam bién en las 
m ías. (Se inclina sobre ESTELLE. I NÉS da un gr ito.) 
I NÉS.—¡Sí, cobarde, cobarde! ¡Vete a que te consuelen las m ujeres! 
ESTELLE.—¡Canta, I nés, canta! 
I NÉS.—¡Vaya pareja! Si tú vieras su pataza plantada ahí, en tu espalda, 
enrojeciéndote la carne, arrugando la tela... Tiene las m anos húm edas; 
está sudando. Va a dejarte una m arca azul en el vest ido, ya verás. 
ESTELLE.—¡Canta! ¡Canta! Est récham e m ás fuerte, Garcin; verás cóm o revienta. 
I NÉS.—Sí, sí, Garcin, est réchala m ás fuerte, anda; que tu calor y el suyo se 
haga un revolt ij o, anda... Es estupendo el am or, ¿eh? ¿No, Garcin? Es 
una cosa t ibia y profunda com o el sueño, solo que yo te im pediré 
dorm ir. (Gesto de GARCI N.) 
ESTELLE.—No, no la escuches. Bésam e. Soy tuya, tuya. 
I NÉS.—Bueno, ¿a qué esperas tú? Haz lo que te dice. Garcin, el cobarde, t iene 
en sus brazos a Estelle, la infant icida. Quedan abiertas las apuestas... El 
señor Garcin ¿la besará? ¿No la besará? Cóm o os veo, cóm o os veo. Yo 
sola soy una m ult itud, la m uchedum bre, Garcin, la m uchedum bre, 
¿oyes? (Murm urando.) Cobarde. Cobarde. Cobarde. Cobarde. Aunque 
m e huyas, no te vale; yo no te suelto. ¿Qué vas a buscar en sus labios? 
¿El olvido? Pero yo no voy a olvidarte a t i; yo, no. Es a m í a la que 
t ienes que convencer. A m í. Anda, ¡ven, ven! Te espero. ¿Lo ves, 
Estelle? Afloja el abrazo, es dócil com o un perro... ¡No va a ser tuyo 
nunca! 
GARCI N.—¿Y no será de noche nunca? 
I NÉS.—Nunca. 
GARCI N.—¿Y tú m e verás siem pre? 
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A puerta cerrada Jean-Paul Sartre 
I NÉS.—Siem pre. (GARCI N abandona a ESTELLE y da algunos pasos por la 
habitación. Se acerca a la estatua.) 
GARCI N.—La estatua... (La acaricia.) ¡En fin! Este es el m om ento. La estatua 
está ahí; yo la contem plo y ahora com prendo perfectam ente que estoy 
en el infierno. Ya os digo que todo, todo estaba previsto. Habían 
previsto que en un m om ento..., este..., yo m e colocaría junto a la 
chim enea y que pondría m i m ano sobre la estatua, con todas esas 
m iradas sobre m í... Todas esas m iradas que m e devoran... (Se vuelve 
bruscam ente.) ¡Cóm o! ¿Solo sois dos? Os creía m uchas m ás. (Ríe.) 
Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído... Ya os 
acordaréis: el azufre, la hoguera, las parr illas... Qué tontería todo eso... 
¿Para qué las parr illas? El infierno son los dem ás. 
ESTELLE.—¡Am or m ío! 
GARCI N.—(Rechazándola.) Déjam e. Ella está con nosot ros. No puedo estar 
cont igo cuando ella m e m ira. 
ESTELLE.—¡Está bien! Ya no nos verás m ás. (Coge el cortapapeles de la m esa, 
se precipita sobre I NÉS y le asesta varias puñaladas.) 
I NÉS.—(Se debate r iendo.) Pero ¿qué haces, qué haces? ¿Estás loca? Tú sabes 
de sobra que ya estoy m uerta. 
ESTELLE.—¿Muerta? (Deja caer el cuchillo. Una pausa. I NÉS recoge el cuchillo y 
se apuñala con rabia.) 
I NÉS.—¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta! Ni cuchillo, ni veneno, ni cuerda. «Ya está 
hecho», ¿com prendes? Y estam os juntos para siem pre. (Ríe.) 
ESTELLE.—(Se echa a reír.) ¡Para siem pre, Dios m ío, qué cosa tan curiosa! ¡Para 
siem pre! 
GARCI N.—(Ríe m irando a las dos.) ¡Para siem pre! (Caen sentados, cada uno en 
su canapé. Un largo silencio. Dejan de reír y se m iran. GARCI N se 
levanta.) Bueno, sigam os. (Telón.) 
 
 
FI N DE «A PUERTA CERRADA» 
 35

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