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La_alegría_del_evangelio_interpreta_el_Vaticano_II_by_Pérez_de_Guereñu

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“La alegría del Evangelio”
interpreta el Vaticano II
CEP - 380 - 2015
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii
 © Gregorio Pérez de Guereñu, ofm
 
ISBN: 978-612-4260-04-9
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: No. 2015-14928
Registro de Proyecto editorial: 31501161500010
Código de barras: 9786124260049
Lima, octubre del 2015
Tiraje: 100 ejemplares
1a. edición, 1a. reimpresión.
Diseño de carátula: María Elena Flores
Diseño y composición: Centro de Estudios y Publicaciones (CEP)
Impreso en Gráfica AVA S.A.C.
Pasaje Adán Mejía 180 Lima 11 - Perú
Teléfono: 471-1749
Editor titular del proyecto editorial 
© Centro de Estudios y Publicaciones (CEP)
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© Instituto Bartolomé de Las Casas
Belisario Flores 687, Lince
Apdo.3090, Lima 100, Perú
bartolo@bcasas.org.pe / www.bcasas.org.pe
Octubre 2015
5
ÍNDICE
Presentación 7
Evangelii gaudium interpreta el concilio Vaticano II 9
Anotaciones previas 11
Un concilio para el “aggiornamento” 16
El papa Francisco, obispo de Roma 21
La sinodalidad, el modo de ser de la Iglesia 26
Una Iglesia pobre para los pobres 34
La Iglesia, Pueblo de Dios 42
Una Iglesia en éxodo permanente 50
La dimensión social de la fe 57
La celebracion de la fe 65
El diálogo como contribución a la unión de las
iglesias, de las religiones y de la sociedad entera 69
Conclusión 73
Gregorio Pérez de Guereñu
Sacerdote franciscano, nacido en España (Provincia de Álava). Es-
tudió teología dogmática en la Pontificia Universidad Antoniana de 
Roma; enseñó teología dogmática y patrística en la Facultad de 
Teología Pontificia y Civil de Lima y en el Instituto de Estudios Su-
periores de Lima (ISET) durante más de veinte años. Autor de La 
Iglesia, nuevo Pueblo de Dios; Ministerios eclesiales y comunidad 
cristiana en los dos primeros siglos, entre otros, y colaboró en diver-
sas revistas de Teología.
7
PRESENTACIÓN
El Centro de Estudios y Publicaciones tiene el agrado de pu-
blicar esta reflexión en el marco de la conmemoración de los 
50 años de la clausura del Concilio Vaticano II, que tuvo lugar 
entre octubre de 1962 y diciembre de 1965.
Sin duda la conmemoración del Concilio ha adquirido una sig-
nificación particular a la luz del magisterio del Papa Francis-
co, que está aplicando con renovada fuerza y enorme capa-
cidad comunicativa las orientaciones del evento eclesial más 
importante de la Iglesia en los últimos tiempos. 
El autor de este texto, el P. Gregorio Pérez de Guereñu, re-
afirma la importancia de recordar la celebración del concilio 
Vaticano II para que “anime realmente nuestro presente y nos 
dé fortaleza para lanzarnos al futuro con confianza, pues, fue-
ra de toda duda, significó un cambio decisivo en la Iglesia 
vista en su realidad interna y en su situación hacia fuera en 
relación con el mundo.” 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
8
El P. Pérez de Guereñu propone que la Exhortación apostóli-
ca La alegría del Evangelio interpreta el Concilio. Considera 
que la Exhortación es una “hoja de ruta” [que] toca una serie 
de puntos fundamentales para la marcha de la Iglesia en los 
próximos años, partiendo de la alegría que produce el Evan-
gelio en quien trata de vivirlo con sinceridad, alegría que se 
renueva y se comunica como por contagio provocado por el 
encuentro con Jesús, el Cristo.” 
Con el propósito de alentar la reflexión sobre el concilio Va-
ticano II y hacerlo teniendo como referencia la Exhortación 
Apostólica del papa, creemos que la lectura de este texto 
será de gran utilidad.
9
El papa Francisco habla con mucha frecuencia de 
las ‘sorpresas’ que el Señor 
nos depara a lo largo de la 
vida, sorpresas que causan 
una alegría, un gozo y una 
esperanza que inspiran el 
mejor de los ánimos. Entre 
esas sorpresas creo debe-
mos contar con la que produ-
ce la lectura pausada y con 
ella la reflexión sobre su Ex-
hortación Apostólica Evan-
gelii gaudium (= EG). Pero 
la primera gran sorpresa es 
la persona misma del papa, 
su talante de vida, su modo 
de pensar y de sentir la reali-
dad; su fino sentido humano, 
su profunda alegría, su modo 
de ver a Dios, a Jesús, al Es-
Evangelii
gaudium
interpreta
el concilio
Vaticano II
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
10
píritu que anima a la Iglesia, la misma Iglesia, la realidad del 
“otro”, del hermano y de la creación entera. De san Francisco 
de Asís decimos que era “evangelio viviente” por su práctica 
de vida; de alguna manera creo que también el papa Francis-
co es “evangelio viviente”; todo su ser y actuar respira Evan-
gelio y vida, la misma vida que brota del Evangelio. En las pá-
ginas siguientes trataremos de hacer ver lo que esto significa 
para la Iglesia entera, para el cristiano en el mundo de hoy y 
para no pocos ajenos a la Iglesia y aun a toda religión.
11
Al cumplirse los 50 años de la celebra-
ción del concilio Vaticano II merece la 
pena hacer un recuerdo del mismo; un re-
cuerdo que anime realmente nuestro pre-
sente y nos dé fortaleza para lanzarnos al 
futuro con confianza, pues, fuera de toda 
duda, significó un cambio decisivo en la 
Iglesia, un cambio de mentalidad y de ac-
titud de la misma Iglesia vista tanto “ad 
intra” como “ad extra”, es decir, vista en 
su realidad interna y en su situación hacia 
fuera en relación para con el mundo.
Pero no se trata de repetir lo que dijo el 
concilio ni de alabar y agradecer al mis-
mo por el trabajo realizado y por la men-
talidad nueva que introdujo en la Iglesia, 
mentalidad que ha llevado a poner en 
práctica una serie de acciones, formas y 
reformas de vida que han enriquecido la 
vida de la Iglesia en relación consigo mis-
ma, con otras religiones, con el ser hu-
mano, sin más, y con la creación entera. 
Formas y reformas que han comenzado 
y están en curso, y esperamos que sigan 
adelante de acuerdo con la realidad que 
vivimos y con la finalidad de experimentar 
An
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ac
io
ne
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s
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
12
la fuerza del Evangelio y la sintonía con el mismo asumiendo 
los mejores valores de la tradición, sobre todo las expecta-
tivas y deseos del Vaticano II. Se trata, en la medida de lo 
posible, de llevar adelante la orientación o las orientaciones 
fundamentales que permiten ver la tarea que la Iglesia, la teo-
logía y la praxis pastoral o misionera tienen por delante. Aquel 
cambio decisivo nos afecta, nos interpela y nos urge hoy tam-
bién en y frente a la realidad actual.
El papa Francisco ha diseñado esta tarea en buena medida y 
ha tocado puntos fundamentales al respecto en la Exhortación 
Apostólica EG, publicada el 24 de noviembre de 2013, pues 
ya desde el primer párrafo de la misma señala que quiere 
“indicar caminos para la marcha de la iglesia en los próximos 
años” (1). En el presente trabajo tocaremos algunos de los 
puntos –“caminos”– que juzgamos más importantes en orden 
a la puesta en práctica de las tareas pendientes insinuadas 
en el concilio o exigidas por el mismo y, en todo caso, reque-
ridas en la actualidad. En este sentido creemos que la EG es 
ya una interpretación auténtica y autorizada del Vaticano II.
No sin antes recordar que entre el concilio, con los primeros 
(quince, más o menos) años posteriores al mismo, y la actua-
lidad se produjo un estancamiento muy llamativo y muy perni-
cioso para la Iglesia y su misión en el mundo, estancamiento 
que ha durado hasta el año 2013, si bien se fue produciendo 
en forma gradual. Pese a dicho estancamiento, en no pocos 
ambientes de la Iglesia, de la teología y de la misión hemos 
avanzado y sin posibilidad de retorno al pasado. Sin embargo 
–y para una mejor comprensión de la realidad y de la historia– 
vamos a recordar algunos títulos de trabajos y reflexiones de 
grandes teólogos de aquellos años que llamaban la atención 
sobre dicho estancamiento o hasta involución producidos en 
AnotAciones previAs13
la Iglesia, deteniendo u obstaculizando la marcha hacia ade-
lante de la misma. 
Así, por ejemplo, J. B. Metz hablaba de “La contrarreforma 
presente” (1969); K. Rahner, “¿En marcha hacia el gueto?” 
(1972); el mismo Rahner, “Cambio estructural en la Iglesia, 
una tarea y una oportunidad” (1972); M. Dirks, “No marcha 
hacia, sino recaída en el gueto” (1973); K. Lehmann, “Siete 
tesis para el diagnóstico de la sospecha de gueto” (1973); H. 
Küng, “Para una Iglesia renovada y renovadora” (1980); K. 
Rahner, “Diálogos sobre la fe en tiempo de invierno” (traduc-
ción española de 1986); J. I. González Faus, “Para una re-
forma evangélica de la Iglesia” (1986); F. Koenig, “Iglesia, ¿a 
dónde vas” (1986); M. Kehl, “¿A dónde va la Iglesia? (1997); 
Ch. Duquoc, “Una decepción programada” (2000); M. Légaut, 
“El testimonio de un viejo creyente” (1989); J. M. Castillo, “La 
Iglesia que quiso el concilio” (2001); G. Alberigo, “El proyec-
to de futuro del concilio y la oposición inmovilista” (2005); V. 
Codina, “Sentirse Iglesia en el invierno eclesial” (2006); X. 
Alegre y otros, “¿Qué pasa en la Iglesia?” (2008); S. Vitalini, 
“¿Qué queda del concilio?” (2009); J. Sobrino, “Otra Iglesia 
es necesaria” (2010); W. Seibel, “El centralismo romano ha 
interpretado el concilio según la imagen preconciliar de la 
Iglesia” (2008); y tantos otros títulos que podríamos citar para 
hacernos cargo tanto de la situación precaria de la Iglesia en 
aquel llamado “invierno eclesial” como del resurgimiento del 
ánimo en la Iglesia universal, en la teología y en la misión con 
la llegada de la “primavera” instaurada por el papa Francisco 
(marzo de 2013).
A su vez, pero a la inversa, podríamos multiplicar sin dificul-
tad los títulos que han aparecido en los diversos medios de 
comunicación desde marzo de 2013 en favor de una reforma 
de la Iglesia “en la cabeza y en los miembros”, tanto “ad intra” 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
14
como “ad extra” en la misma. Así: “Francisco, un papa que 
presidirá en la caridad”, “El paradigma eclesial del tercer mi-
lenio”, “El papa de la libertad de espíritu y de la razón cordial”, 
“Francisco renueva la Iglesia”, ”La primavera de Francisco”, 
“Francisco, la revolución de la bondad”, “Francisco, un her-
mano”, “Fin del invierno eclesial”, “El final de una etapa”, “El 
nuevo papa bajo el gesto de lo provisional”, “El papa de los 
pobres”, “El papa Francisco está renovando la Iglesia”, “Dos 
años del milagro”, “El amanecer de una revolución evangéli-
ca”… Y centenares de títulos que aplauden la venida del papa 
Francisco como el mejor regalo del Espíritu Santo a la Iglesia 
y al mundo. Estas y otras expresiones similares son el reflejo 
claro de una nueva concepción de la Iglesia y del papado en 
el mundo católico y con repercusiones en la sociedad mun-
dial.
Pero la prueba más contundente de la nueva realidad eclesial 
iniciada por el papa Francisco reside, fuera de duda, en su 
Exhortación Apostólica EG. Constituye, con el “placet” y la 
admiración de todos, la “hoja de ruta” del papa para la Iglesia. 
En líneas generales, en dicho documento está plasmada –por 
otra parte– la vida del papa antes de llegar a serlo, su sentido 
de la realidad, su visión de Dios, del hombre y del mundo. 
Como “hoja de ruta” toca una serie de puntos fundamentales 
para la marcha de la Iglesia en los próximos años, partiendo 
de la alegría que produce el Evangelio en quien trata de vivirlo 
con sinceridad, alegría que se renueva y se comunica como 
por contagio provocado por el encuentro con Jesús, el Cristo.
Al presentar el contraste entre lo que se ha llamado “invier-
no eclesial” y la “nueva primavera” instaurada por Francisco, 
es evidente que no se trata de presentar la realidad como si 
fuera el blanco y negro de una fotografía, como si se pensara 
en dos piezas puestas en una balanza y que tienen el mismo 
AnotAciones previAs
15
peso. Ni la oscuridad reinaba al cien por ciento en el pasado 
ni el sol brilla en todo su esplendor en la actualidad. Luces 
y sombras coexisten siempre y por doquier; también en la 
Iglesia, pero nadie duda de la fuerza de la luz que el día de 
hoy ilumina superando las no pocas sombras del pasado. La 
verdad es que “se hace camino al andar”. Nadie duda del 
ambiente de renovación y de reforma en la Iglesia a partir 
del papa Francisco. Por otro lado, al hablar de “invierno ecle-
sial” hacíamos referencia a un lapso de más de veinte años, 
mientras que hablando de la “nueva primavera” en la Iglesia 
nos referimos a los últimos 28 meses. Por lo que se hace ne-
cesario recorrer más camino, con más tiempo, para mostrar y 
verificar los pasos de esta “nueva primavera”.
16
Como es sabido, el papa Juan XXIII in-
trodujo en el lenguaje eclesial y teológico 
este término llamado “aggiornamento”. 
No deja de ser importante el anotar que 
prácticamente en todas las lenguas se 
asuma tal cual, precisamente por la difi-
cultad, y casi imposibilidad, de traducir-
lo sin traicionarlo de alguna manera. Por 
ejemplo, en español muchas veces, en 
las más variadas circunstancias y aplica-
do a diversos temas, decimos, “ponerse 
al día”, como si fuera equivalente a “ag-
giornamento”, pero no lo es. El término 
“aggiornamento”, en la mente, en la vo-
luntad y en los escritos de Juan XXIII 
es mucho más rico y más complejo. Ya 
desde el año 1953, siendo Patriarca de 
Venecia, empleaba dicho término, y mu-
chas veces, hasta el punto de afirmar, en 
el sínodo de Venecia, lo siguiente:
“¿Oyen que repito tantas veces la palabra 
aggiornamento? Véanla referida a nues-
tra santa Iglesia, que siempre es joven y 
está dispuesta para seguir las diversas 
evoluciones de las circunstancias de la 
vida, a fin de poder adaptar, corregir, me-
jorar y enfervorizar su entusiasmo”.
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Un concilio para el “aggiornamento”
17
Esto ya significaba, de por sí, ir más allá de una mera actua-
lización de los conocimientos a través de un curso particular 
o especializado, o simplemente estar al tanto y al corriente 
de una determinada realidad o situación peculiar que antes 
se desconocía o a la que no se le daba la importancia que en 
realidad merecía. 
El concilio Vaticano II, para el papa Juan XXIII, no habría de 
celebrarse como “una asamblea para la especulación”, sino 
como “un organismo viviente que en la luz y en el amor de 
Cristo ve y abraza al mundo entero” (junio de 1960). A todo 
esto, en la mente del papa iba unida la recomendación de Je-
sús de saber distinguir “los signos de los tiempos”, distancián-
dose de “las almas desconfiadas que no ven sino onerosas 
tinieblas en la faz de la tierra”. “Aggiornamento” significaba 
para Juan XXIII no contemplar la Iglesia como si se tratara de 
una realidad inalterable, de un castillo fortificado con murallas 
impenetrables, ni como un museo que contiene piezas precio-
sas pero muertas. Más bien, veía la Iglesia y proponía que se 
la considerara y tratara como un jardín vivo que debe cultivar-
se con esmero. De esta manera, los “signos de los tiempos” 
le decían a Juan XXIII que la Iglesia no podía ser ajena a las 
preocupaciones del pueblo, que no podía ser sorda frente a 
los clamores que surgían por todas partes.
“Aggiornamento” no podía confundirse con reforma, tampoco 
podía tomarse como un modo de paliar o de no usar el tér-
mino reforma; como tampoco era correcto asimilarlo con una 
invitación a la búsqueda de la modernidad.
“Un análisis a fondo de la doctrina global de Juan XXIII nos per-
mite concluir que por aggiornamento el pontífice entendía una 
prontitud y disposición para buscar una renovada inculturación 
del mensaje cristiano en nuevas culturas. De este modo se si-
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
18
tuaba al Concilio en la perspectiva de una respuesta cristiana a 
los llamamientos en favor de una renovación de la humanidad” 
(G. Alberigo, “La conclusión del Concilio y la recepción inicial”, 
en la obra en colabor.dirigida por G. Alberigo, Historia del Conci-
lio Vaticano II, vol. V. Un Concilio de transición. El cuarto período 
y la conclusión del Concilio, Sígueme, Salamanca, 2008, 513; 
ver pp. 512-515).
La pretensión y la ilusión de Juan XXIII era adentrarse en el 
Evangelio, en la tradición cristiana y en la complejidad del 
mundo moderno “con el fin de rejuvenecer la vida cristiana y 
rejuvenecer a la Iglesia”. El aggiornamento exigía, pues, una 
nueva actitud “que era descrita con claridad cristalina en la 
alocución Gaudet Mater Ecclesia”. Por eso afirmaba en dicha 
alocución inaugural del concilio:
“Sin embargo, hoy día la Esposa de Cristo prefiere hacer uso de 
la medicina de la misericordia más que de la severidad. La Igle-
sia piensa que atiende mejor a las necesidades del día presen-
te mostrando la validez de sus enseñanzas que pronunciando 
condenaciones” (G. Alberigo, “La conclusión del Concilio”, 514).
El papa Juan XXIII era un buen conocedor de la historia y no 
quería que en el siglo XX se repitieran las mismas actitudes 
de la Iglesia frente al mundo o frente a otras religiones al esti-
lo, por ejemplo, del concilio de Trento. Los tiempos eran otros; 
y lo que el papa deseaba era presentar o indicar un camino 
que evitara toda condenación, pero que inculcara los valores 
de la vida desde el Evangelio y para todo el mundo.
No todos entendieron las intenciones del papa al hablar de 
“aggiornamento”, pero sí hubo quienes, en el concilio, como 
M.-D. Chenu, y otros fuera del concilio, que entendieron bien 
el significado más profundo del término “aggiornamento”. No 
Un concilio para el “aggiornamento”
19
se trataba de realizar meros cambios de lenguaje, sino que 
dicho término
“tiene que ver con la permanente y auténtica sustancia de la fe, 
una interior invención de conceptos, categorías y símbolos que 
se hallen en armonía con la mentalidad, la cultura, el lenguaje y 
la estética de las personas de hoy día” (Chenu, cit. en G. Alberi-
go, “La conclusión del Concilio”, 515).
De manera que es en este sentido que hay que entender los 
documentos conciliares desde el momento en que los padres 
asumían el significado del término en cuestión. Cierto que
“los padres conciliares sólo gradualmente se fueron dando cuen-
ta de que el aggiornamento no podía quedarse en una simple 
aspiración, sino que debía ser trasladado a propuestas específi-
cas, aunque embrionarias, que mostraran a las iglesias la direc-
ción en que debían moverse, pero que no consistieran tanto en 
ofrecerles un programa detallado. En todo momento el Concilio 
estuvo de acuerdo en adoptar una actitud de búsqueda y de 
compromiso propio de sobrepasar las fases espirituales y cul-
turales anteriores que ahora habían quedado anticuadas. Y en 
esto consistía el aggiornamento” (G. Alberigo, “La conclusión del 
Concilio”, 515). 
Por todo lo que venimos diciendo aparece con suma clari-
dad que Vaticano II no es simplemente un concilio “pasto-
ral” –como no pocas veces se afirma o se insinúa– queriendo 
afirmar con ello que no fue un concilio teológico. Esta menta-
lidad debe ser desterrada sosteniendo que Vaticano II fue un 
concilio netamente teológico aunque no se tratara en él de la 
formulación de doctrinas especiales que llevaran a un dogma 
o algo similar.
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
20
Creemos que esto es muy importante y decisivo para com-
prender la intención y el lenguaje del papa Francisco en la 
Exhortación Apostólica EG. Si bien observamos las cosas, 
nos daremos cuenta de que, en un solo golpe de vista, apare-
cen similitudes y una formidable sintonía entre el Discurso de 
Juan XXIII en la inauguración del concilio Vaticano II, Gaudet 
Mater Ecclesia (= Gócese la santa Madre Iglesia, 11 de octu-
bre de 1962) y la Exhortación del papa Francisco EG; aparte 
de otros discursos de Juan XXIII que podemos relacionar con 
las homilías, discursos, entrevistas del papa Francisco. La 
sintonía, pues, entre ambos papas no es sólo de palabras, 
sino de actitudes, gestos y modos de vida que hablan de un 
modo muy peculiar e inteligible por todos. Existe una sinto-
nía y una similitud entre las dos personas. El buscar y vivir 
la “sustancia de la fe” en la vida de cada día y en relación 
de la Iglesia para consigo misma, para con Dios, para con 
otras religiones y para con todo el mundo implica recorrer un 
camino realmente teológico, vivo y esperanzador, por encima 
de mentalidades estrechas y de falsos profetas o profetas de 
calamidades; como afirmaba Juan XXIII: “Nos parece justo 
disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anun-
ciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los 
tiempos estuviese inminente”. Nótese que estas palabras son 
expresamente citadas por el papa Francisco en el n. 84 de la 
EG exhortándonos a no dejarnos llevar por el pesimismo.
21
A las pocas horas de ser elegido papa, 
Francisco se dirige al pueblo romano, al 
Pueblo de Dios y al mundo entero con 
las sorprendentes sencillas palabras: 
“Buona sera”. Y, sin más, afirma: “Como 
saben, el deber de un cónclave es dar 
un obispo a Roma”. Y continúa: “La co-
munidad diocesana de Roma tiene su 
obispo”. Al mismo papa Benedicto XVI lo 
llama “nuestro obispo emérito”. “Y ahora 
comenzamos este camino, obispo y pue-
blo. Este camino de la iglesia de Roma, 
que es la que preside en la caridad todas 
las iglesias. Un camino de hermandad, 
de amor, de confianza entre nosotros”. 
“Recemos por todo el mundo para que 
haya una gran hermandad”. “Les pido 
un favor: antes que el obispo bendiga 
al pueblo…”. En menos de tres minutos 
emplea seis veces la palabra “obispo”. 
No eran palabras aisladas de las que 
pronunciaría días más tarde en diversos 
lugares y circunstancias.
A los obispos italianos reunidos les de-
cía; “Queridos hermanos en el servicio 
episcopal… Soy obispo, como ustedes”. 
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“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
22
Y en la festividad de san Pedro y san Pablo, el 29 de junio de 
2013, antes de dar los palios a los nuevos obispos y arzobis-
pos, les exhortaba a “confirmar” en la fe a los hermanos, “por-
que la primera tarea del obispo de Roma, como la de todos 
los obispos, es fortalecerse entre ellos y fortalecer también al 
pueblo de Dios en la fe, en el amor y en la unidad”. “No solo 
el Obispo de Roma, también ustedes, los nuevos arzobispos 
y obispos, tienen la misma tarea…, salir de uno mismo para 
servir al santo pueblo de Dios”. “Como obispo de Roma”, dice 
en el n. 32 de la EG, “me corresponde estar abierto a las su-
gerencias…”
El saberse obispo de Roma y el tenerse como tal ante el con-
junto de obispos tiene su sentido ecuménico en cuanto se 
considera a sí mismo como uno más entre sus hermanos los 
obispos de todo el mundo. Y en el énfasis con el que se pre-
senta como tal, como obispo de Roma, “Francisco aparece, 
en la resaca de los títulos papales del Medioevo y de la edad 
moderna, como una roca de oposición. En vez de sostener la 
exclusividad, subraya lo que tiene en común con los hermanos 
en el episcopado” (G. Wassilowsky, “Francisco – Obispo de 
Roma. Actualización del título más antiguo del Papa”, en Se-
lecciones de Teología, vol. 54, n. 21, enero-marzo 2014, 30). 
Esto es un signo claro de sentido histórico, al mismo tiempo 
que de sencillez, de rechazo de todo exclusivismo y de ale-
jamiento de la realidad eclesial y teológica que había venido 
a menos. Pues “la historia de los títulos papales es en gran 
parte una historia del perseguido exclusivismo de títulos por 
parte de papas llenos de celo”. Este sentido histórico tiene un 
gran valor eclesiológico; de esta manera, Francisco es con-
secuente con el método y modo de ver las cosas del Vaticano 
II en cuyos documentos no hay ningún otro título papal que 
se emplee tantas veces como el de Obispo de Roma. Puede 
El papa Francisco obispo dE roma
23
verse la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gen-
tium, en la cualel término aparece no menos de 15 veces. 
Y la idea central es que el papa está estrechamente relacio-
nado con el colegio episcopal, al cual pertenece también él. 
Naturalmente, él es la cabeza; por eso los obispos actúan 
cum et sub papa. 
De esta manera queda claro que no hay verdadera colegia-
lidad sin el papa (ver especialmente n. 22 de la Lumen Gen-
tium, que habla tanto del obispo de Roma como de su comu-
nión con todo el Cuerpo episcopal. La expresión sub papa es 
preciso entenderla bien en el sentido de que el papa es la 
cabeza del cuerpo episcopal, del Collegium. Por lo tanto, los 
obispos deben mantener la comunión con él, reconociéndolo 
como Cabeza, pero, a su vez, el papa debe mantener la co-
munión con los obispos; lo que, por una parte, significa que el 
papa nunca actúa en solitario y, por otra, que los obispos nun-
ca sean tratados o considerados o tenerse a sí mismos como 
“acólitos” del papa. La comunión mutua lleva consigo el que la 
última palabra, especialmente en cuestiones fundamentales 
para la Iglesia, la tenga el papa, pero nunca sin los obispos).
Todo esto acentúa el sentido de sinodalidad y la fuerza que 
da a la misma el papa Francisco. Por otro lado, Francisco 
afirma:
“Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una 
palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que 
afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el papa 
reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de 
todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En 
este sentido percibo la necesidad de avanzar en una saluda-
ble ‘descentralización’” (EG 16). Por todo ello, sostiene, “debo 
pensar en una conversión del papado” (EG 32). Pues “en este 
sentido hemos avanzado poco”, asumiendo las palabras de la 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
24
Lumen Gentium, 23, al afirmar que las Conferencias episcopales 
“pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el 
afecto colegial tenga una aplicación concreta”.
Cabe resaltar aquí también las palabras del papa Francisco 
en su presentación a la Iglesia y al mundo comenzando un 
nuevo camino. “Este camino de la Iglesia de Roma, que es 
la que preside en la caridad todas las iglesias”. Es de capital 
importancia que en este contexto el papa hable de la Iglesia 
de Roma como la Iglesia “que preside en la caridad”. Se trata 
–como se sabe– de la carta de san Ignacio de Antioquía a los 
romanos, escrita (con todas las demás) entre los años 110-
117 (Ad Rom, Introd.). El texto dice: “A Iglesia (de Roma), que 
preside en la capital del territorio de los romanos… y puesta 
a la cabeza de la caridad….” Aunque se sabe que en la igle-
sia de Roma por esos años había una presidencia colegial 
y todavía no se podía hablar de un episcopado monárquico, 
como sí sucedió a fines del siglo II, sin embargo la expresión 
denota una relación de caridad para con las demás iglesias, 
una situación en la cual en la iglesia de Roma (como en las 
otras iglesias) no existían títulos de poder ni de honores. Pre-
side, pues, no con la fuerza del derecho sino, ante todo, con 
la fuerza de la caridad y de la fraternidad. 
En este sentido es de recalcar que en el “Anuario Pontificio” 
de 2013, a diferencia de las anteriores ediciones desde siglo 
y medio atrás, en la primera página figura solamente la frase 
escueta: “Francisco, obispo de Roma”. Sólo en la siguiente 
página se traen a colación los títulos papales. Mientras que 
hasta el papa Benedicto XVI incluido, se nombraban, en la 
misma primera página, los títulos que acompañaban al Obis-
po de Roma. Así: Vicario de Jesucristo, Sucesor del Prínci-
pe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, 
Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la provincia 
El papa Francisco obispo dE roma
25
romana, Soberano de los Estados Pontificios y Siervo de los 
siervos de Dios. El ya citado autor G. Wassilowsky afirma: 
“Quien quiera que pueda detectar una idea tan original de con-
tinuidad y discontinuidad en la estructuración de la primera pá-
gina de esta auto-presentación de la jerarquía católica, en todo 
caso está demostrando una gran empatía con uno de los deseos 
centrales de Jorge Mario Bergoglio. ¿Por qué?” (“Francisco – 
Obispo de Roma”, 28; ver también, L. Boff, Francisco de Roma y 
Francisco de Asís, Madrid 2013, 78).
Con este modo de pensar, de hablar y de actuar Francisco 
está desacralizando el papado, es decir, está quitándole esa 
especie de aureola sagrada que se le había adosado con los 
siglos; lo está desmitizando, pues se había convertido en un 
mito; algunos dicen que lo está “despaganizando”, sobre todo 
por el uso de algunos títulos asumidos del paganismo; pero la 
realidad es que lo está restaurando y dándole su verdadero 
significado y su valor directamente vinculados con Jesús y los 
primeros siglos de la Iglesia. Y no digamos nada acerca del 
uso de las insignias, de la indumentaria, del báculo de oro, de 
los atuendos de armiño y de seda, de la residencia en un pala-
cio, de la distancia –casi separación– con los residentes en la 
ciudad del Vaticano. Por todo ello se entiende que Francisco 
haya quitado el piso y haya desestabilizado a tantos hombres 
y mujeres (desde cardenales hasta simples fieles de a pie) 
habituados a ver y desear las cosas de manera totalmente 
diferente; pero a la hora de la verdad menos evangélica y más 
mundana. A su vez, habría que decir que, por todas estas co-
sas y otras muchas que estaremos señalando, muchas per-
sonas –de toda clase, rango social, cultural y condición– que 
nada tienen que hacer ni con el papa ni con la Iglesia, ni con el 
cristianismo, sienten una especie de emoción que, a su mane-
ra, también las desestabiliza de su modo de pensar, de ver y 
actuar hasta el momento presente en su propio mundo.
26
El papa no puede ejercer su ministerio 
como si se tratara de un super-obispo 
al que le están sujetos todos los demás 
obispos hasta en los más mínimos deta-
lles. La sinodalidad a la que apela Fran-
cisco pretende proporcionar a la Iglesia 
un estilo de gobierno más participativo, 
más pastoral, más solidario, más colegial 
y menos autoritario, o mejor, no autori-
tario sino fraterno. Sabe perfectamente 
que él no ha recibido ninguna ordenación 
sagrada como para ocupar un lugar por 
encima de los demás; ha sido elegido por 
el grupo de cardenales para servir a la 
Iglesia como el primero entre los servido-
res. Por eso puede afirmar rotundamente 
y con la mayor sencillez: “Dado que estoy 
llamado a vivir lo que pido a los demás, 
también debo pensar en una conversión 
del papado” (EG 32). ¡Qué modo de pre-
sentarse ante la Iglesia y ante el mundo 
entero tan diferente del pensar y del ac-
tuar de la visión tradicional de los papas 
a lo largo de la historia! Se trata de un 
programa de vida y de una hoja de ruta 
impensable centenares de años y hasta 
pocas décadas atrás. Cuando uno exa-
La
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La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia
27
mina la historia y ve que, si bien todos los papas se remiten 
en definitiva a Cristo, no tienen la idea y el talante evangélico 
de Francisco. Cierto, cada época de la historia tiene sus pro-
pias vicisitudes, sus propios problemas, su propia cultura, su 
propia visión de la realidad y su propio modo de confrontarse 
con el Evangelio; y esto es válido para todos. Pero…
No se trata de juzgar a nadie y menos a quienes han regido 
los destinos de la Iglesia desde su posición de poder-servi-
cio; se trata de ver la historia con el mayor realismo posi-
ble y de vivir el Evangelio siendo consecuentes con él y sus 
exigencias. Podemos pensar en el papa León Magno (440-
461) cuando asumió para el ejercicio de su poder los títulos 
de Papa y Sumo Pontífice; podemos pensar en Gregorio VII 
quien, con sus Dictatus papae (1075), como si se tratara de 
la “dictadura del papa”, asumió para sí los poderes religioso y 
secular; lo que lleva necesariamente a uncierto absolutismo 
diametralmente opuesto a toda democracia y a toda acción 
participativa en la línea del Evangelio y de los primeros siglos 
de la Iglesia. Podemos pensar en Inocencio III (1198-2016) y 
en Bonifacio VIII (1294-1303), asumiendo la cima del poder, y 
podemos también pensar en otros. 
Y se nos viene a la mente la figura del poverello de Asís y 
con él la persona del papa Francisco. Frente a estas y otras 
formas de ejercer el poder en la Iglesia, afirma H. Küng:
“De hecho, Francisco de Asís representaba y aún representa la 
alternativa al sistema romano”… Y también: “Así, pues, las aspi-
raciones centrales de Francisco de Asís, hondamente cristianas, 
han seguido siendo hasta hoy preguntas dirigidas a la Iglesia 
católica y ahora a un papa que programáticamente se llama 
Francisco: paupertas (pobreza), humilitas (humildad) y simplici-
tas (sencillez). Esto explica probablemente por qué hasta ahora 
ningún papa se había atrevido a asumir el nombre de Francisco: 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
28
las exigencias se antojaban demasiado elevadas” (Humanidad 
vivida. Memorias, Madrid 2014, 670-671).
El papa Francisco sabe perfectamente que, con su modo de 
actuar y su ferviente deseo de actuar “colegialmente” y en 
“sinodalidad”, no sólo se remite al concilio Vaticano II en la 
constitución dogmática De Ecclesia, sino que conecta con la 
mejor tradición de la Iglesia a la que justamente apela el mis-
mo concilio. Hasta el concilio de Nicea (325) son muy pocas 
las referencias o alusiones de los papas sobre la colegialidad 
de los obispos. De hecho, algunas referencias en las cartas 
del papa Cornelio en su correspondencia con san Cipriano (s. 
III), obispo de Cartago, se encuentran raros fragmentos en la 
Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea y en las obras 
de san Atanasio y san Cirilo de Alejandría. Los papas del si-
glo IV, de igual manera, son pocas las veces que hablan del 
episcopado como “Collegium”. Entrados en el siglo V, y como 
consecuencia de las discusiones, cartas y tratados de y en 
los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451), va surgiendo 
y afirmándose la idea de la colegialidad.
La palabra “collegium” tiene usos muy variados. En todo caso 
con ella se designa el conjunto de los obispos en comunión con 
el papa. De ahí que los papas hablan de collegium “nostrum”, 
“collegii unione numeramus” y otras. Aquí siempre se resalta la 
idea de la comunión y cómo este colegio de los obispos sucede 
al colegio de los Apóstoles. A veces se usa el término en sen-
tido más restringido designando a los obispos de una o varias 
provincias eclesiásticas. Pero también se habla de “collegium” 
para designar a los obispos separados de la comunión entre sí 
y con el papa. A veces, incluso, se emplea dicho término para 
designar al clero de una iglesia local. Con mucha frecuencia a 
la palabra “collegium” acompaña la palabra “communio”, “con-
sortium” y otras. Pero llegados a la Edad Media, la idea de 
La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia
29
colegialidad episcopal, si bien no es ignorada, tampoco es muy 
usada y menos perfeccionada. Los autores de la Edad Media 
apenas hablan del colegio de obispos, y menos del colegio de 
los apóstoles. Muy expresivas las palabras de Y. Congar: “En 
la Edad Media se toma la palabra Collegium como proveniente 
de “lex”, ya sea directamente, ya sea por intermedio del término 
“lego”; la palabra expresa así la idea de ser o estar unidos por 
la misma ley y las mismas obligaciones”, pero esto no implica 
otra cosa que tener la idea de sociedad, de hombres asociados 
para realizar alguna cosa juntos.
Siglos más tarde, manteniendo, por una parte la idea del co-
legio episcopal, se introduce en la Iglesia y en la teología la 
idea de que la existencia de los cardenales es de “derecho 
divino” (¡¡!!) (“ius divinum”). Mientras tanto en Trento (1545-
1563) y siglos posteriores, al tiempo que se va desarrollando 
la doctrina del primado y de la infalibilidad del romano pontí-
fice, se resalta la idea de la responsabilidad del episcopado 
en el magisterio y en el gobierno de la Iglesia universal. Pero
“esta situación de equilibrio se rompió al prevalecer, en el curso 
de las décadas posteriores al Vaticano I, la fracción que identifica 
la ortodoxia con la afirmación exclusiva de las prerrogativas del 
romano Pontífice, aun al precio de la interrupción y del rechazo 
de una práctica y de una doctrina absolutamente tradicionales”. 
De aquí proviene el hecho de que, en la Iglesia, “al policentrismo 
del primer milenio se le sustituye el monocentrismo que cada 
vez tenderá más hacia el monolitismo” (Ver, para este tema, La 
collégialité épiscopale. Histoire et théologíe; obra en colabora-
ciòn. y con Introducción de Y. M. Congar, Paris 1965, 42 ss.; 99 
ss.; 183ss.).
Es sabido como el concilio Vaticano I (1870), al hablar del 
papa prácticamente se limita a afirmar las prerrogativas pa-
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
30
pales. Por ello, Vaticano II desarrolla toda una teología sobre 
el episcopado y en especial sobre la colegialidad episcopal;
“un concepto que no era nuevo, pero cuyo reconocimiento había 
sido impedido durante la Edad Media por una consideración ex-
cesivamente exclusiva de los apóstoles y de los obispos disper-
sos; posteriormente por una cierta ideología del colegio carde-
nalicio… El Vaticano II reconoce y afirma una sucesión colegial 
del Cuerpo u orden episcopal al poder colegial de los apóstoles 
sobre la Iglesia universal; entendiendo que “colegio” no se toma 
en el sentido del derecho romano (coetus aequalium = un grupo 
de iguales), sino en un sentido más amplio de grupo estable que, 
según el Nuevo Testamento, es un cuerpo estructurado, cuyo 
jefe es Pedro” (Y. Congar, Eclesiología. Desde san Agustín hasta 
nuestros días, BAC, Madrid 1976, 298-299).
Los nn. 22 y 23 de la Lumen Gentium tratan ampliamente del 
tema tanto sobre el Colegio de los obispos y su Cabeza como 
de las relaciones de los obispos dentro del Colegio. Así, el n. 
22a afirma: “Así como por disposición del Señor, san Pedro 
y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de 
modo semejante el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y 
los obispos, sucesores de los Apóstoles, se unen entre sí”. 
En el mismo número 22, a renglón seguido el concilio apela a 
“la más antigua disciplina, según la cual los obispos estable-
cidos por todo el orbe estaban en comunión entre sí y con el 
obispo de Roma por el vínculo de la unidad, de la caridad y de 
la paz”. Y “este Colegio expresa la variedad y universalidad 
del pueblo de Dios en cuanto está agrupado bajo una sola 
cabeza” (Prescindimos aquí del punto referente a las relacio-
nes entre primado y episcopado, tema que sigue en discusión 
en la actualidad). La constitución dogmática Lumen gentium, 
en el n. 23, habla de cómo “las Conferencias episcopales 
pueden actualmente prestar una extensa y fecunda ayuda a 
fin de que el afecto colegial desemboque en una aplicación 
La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia
31
concreta”. Y todos sabemos el papel que ejercen las Confe-
rencias episcopales en toda la Iglesia, así como los sínodos 
mundiales tan repetidos después del Vaticano II.
Es aquí precisamente donde conectamos con el papa Fran-
cisco y con su doctrina sobre la sinodalidad. Como paso pre-
vio a la misma advierte que “percibe la necesidad de avan-
zar en una saludable ‘descentralización” (EG 16), desde el 
momento en que no se debe esperar del magisterio papal 
una palabra definitiva sobre todos los temas y problemas que 
afectan a la Iglesia. Lo que significa que en el pasado las 
cosas han ido por otro camino. Es decir, todo el episcopado, 
el “collegium”, “in solidum”, debe estar comprometido con la 
búsqueda de la verdad y con la exposición de la misma. Más 
adelante, Francisco señala: “Me corresponde, como obispo 
de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a 
un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fielal sentido 
que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de 
la evangelización” (EG 32). Algo parecido pidió el papa san 
Juan Pablo II para poder cumplir con el ejercicio del primado; 
pero Francisco añade de inmediato:
“Hemos avanzado poco en este sentido. También el papado y 
las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escu-
char el llamado a una conversión pastoral. El concilio Vaticano II 
expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarca-
les, las Conferencias episcopales pueden desarrollar una obra 
múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una apli-
cación concreta” (EG 32; hace referencia al n. 23 de la Lumen 
Gentium).
El papa sigue insistiendo en que “una excesiva centralización, 
más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica 
misionera” (EG 32). Y poco más adelante: “Lo importante es 
no caminar solos, contar siempre con los hermanos y espe-
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
32
cialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista 
discernimiento pastoral” (EG 33). Se puede apreciar en este 
texto que el papa Francisco busca el apoyo no solamente de 
sus ‘colegas’ obispos, sino también de todos los hermanos. Y 
en una de las muchas entrevistas que el papa ha concedido u 
homilías que ha pronunciado:
“Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el papa. Hay 
que vivir la sinodalidad a varios niveles. Quizá es tiempo de 
cambiar la metodología del sínodo, porque la actual me parece 
estática. Eso podrá llegar a tener valor ecuménico, especialmen-
te con nuestros hermanos ortodoxos. De ellos podemos apren-
der mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre 
la tradición de sinodalidad. El esfuerzo de reflexión común, ob-
servando cómo se gobernaba la Iglesia en los primeros siglos, 
antes de la ruptura entre Oriente y Occidente, acabará dando 
frutos”. 
Dicha sinodalidad debe extenderse –de alguna manera– a 
toda la comunidad cristiana. Por ello afirma el papa estas pa-
labras que tienen que dar nuevas pistas para la teología: “Te-
nemos que caminar unidos en las diferencias: no existe otro 
camino para unirnos. El camino de Jesús es ése”. 
Y, aunque se trate de palabras de un obispo, san Cipriano de 
Cartago (s. III), y no del papa, vale la pena recordarlo por su 
interés especial en mantener viva y permanente esta sinoda-
lidad dentro de su iglesia local y en relación con otras iglesias 
locales. San Cipriano está poniendo en práctica lo que dos 
siglos más tarde dirá san León Magno: “Lo que a todos ata-
ñe, debe ser decidido por todos”. De diversas maneras y en 
diversas cartas afirma san Cipriano:
“En cuanto a lo que me han escrito mis hermanos en el sacer-
docio…, no he podido responder por mí solo, puesto que desde 
La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia
33
el principio de mi episcopado determiné no tomar ninguna reso-
lución por mi cuenta sin su consejo y el consentimiento de mi 
pueblo” (= “nihil sine consilio vestro et sine consensu plebis mea 
privatim sententia gerere” (J. Campos, Obras de san Cipriano. 
Tratados. Cartas, BAC Madrid 1964, Carta 14, IV). Y en otro lu-
gar: “Hay que consultar a todos los obispos, presbíteros, diáco-
nos, confesores y a los mismos legos (“et ipsis stantibus laicis”); 
(J. Campos, Obras de san Cipriano, Carta 31, VI, 1).
Así en otros muchos lugares. Y ya hemos visto páginas atrás 
cómo el obispo de Roma, el papa Cornelio, apela a la comu-
nión (sinodalidad) de todas las Iglesias unidas a la del obispo 
de Roma.
Así, el papa Francisco está haciendo camino siguiendo la 
ruta de las iglesias particulares unidas a la iglesia de Roma, 
con su obispo; apela, como vemos, a los primeros siglos de 
la Iglesia reconociendo que ese era el camino más acertado 
para el gobierno y marcha de la Iglesia universal. Lo que sig-
nifica que enlaza con la mejor tradición de la Iglesia, la asume 
y la interpreta haciéndola vida de la Iglesia en la actualidad, 
ciertamente trámite concilio Vaticano II y tomando muy en 
serio las líneas de acción de las Conferencias Episcopales 
Latinoamericanas, especialmente Aparecida (2007); pasan-
do, por supuesto, por Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo 
Domingo (1992).
34
Nos encontramos en este punto con 
una de las claves hermenéuticas más 
importantes de la Exhortación. Cuando 
el papa Francisco afirma con toda de-
cisión y convicción: “Quiero una Iglesia 
pobre para los pobres” (EG 198) no es 
porque se deje guiar por una especie de 
sentimiento profundo o se inspire en un 
mero altruismo que le impulsan a hacer 
el bien a los más necesitados. La base 
de esa afirmación es netamente cristo-
lógica, no puramente ni primordialmente 
sociológica; es decir, se fundamenta en 
la persona misma de Cristo, en su vida, 
en su trato para con los mismos pobres, 
en su relación para con Dios Padre y 
como ungido por el Espíritu; se basa en 
su predicación, en su muerte y en su re-
surrección. Dicha base cristológica la ex-
presa de modo muy certero el papa Be-
nedicto XVI con las palabras: “La Iglesia 
hizo una opción por los pobres, entendi-
da como una forma especial de primacía 
en el ejercicio de la caridad cristiana, de 
la cual da testimonio toda la tradición de 
la Iglesia”. “Esta opción –enseñaba Be-
nedicto XVI en Aparecida (Brasil)– está 
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Una IglesIa pobre para los pobres
35
implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho 
pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (EG 
198). Y Francisco apunta seguidamente: “Por eso, quiero una 
Iglesia pobre para los pobres”. Evangelio y coyuntura huma-
na siempre son inseparables.
También en este punto, aparte de remitirse al Evangelio y a 
la tradición cristiana, el papa se remite al concilio Vaticano II, 
aun cuando éste no haya tratado de modo explícito el tema. 
Pero sí mostró preocupación e interés por el mismo sobre 
todo a través de diversos padres conciliares. No cabe duda 
de que influyó en algunos o muchos de ellos. La constitución 
dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nos presenta 
una muy rica doctrina cuando afirma:
“Como Cristo…, así la Iglesia. Cristo Jesús se hizo pobre, sien-
do rico; así la Iglesia… no está constituida para buscar la gloria 
terrestre… Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los 
pobres…; así la Iglesia…, reconoce en los pobres y en los que 
sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente…, y pretende 
servir en ellos a Cristo” (Lumen Gentium, 8c).
La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, 
se inicia con estas palabras: “Los gozos y esperanzas, las 
tristezas y las angustias…, principalmente de los pobres y 
afligidos por cualquier situación, son los gozos y las esperan-
zas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo” 
(Gaudium et spes, 1). Y en esta misma constitución pastoral: 
“El espíritu de pobreza y de caridad son la gloria y el tes-
timonio de la Iglesia de Cristo” (n. 88a). Esto simplemente 
para dar a entender que Vaticano II no fue ajeno a la realidad 
de los pobres y a la relación de la Iglesia para con ellos. Ya 
el papa Juan XXIII había hablado sobre la “la Iglesia de los 
pobres”, expresión que caló en no pocos padres conciliares 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
36
que quedaron marcados por esta realidad y la mostraron a su 
manera. Así, el cardenal Lercaro y otros; aparte de los padres 
que redactaron el llamado “Pacto de las catacumbas” pocos 
días antes de finalizar el concilio e hicieron una especie de 
profesión de vivir en sus diócesis lo que en dicho Pacto fir-
maron; entre ellos figuraba el tan conocido Helder Cámara 
(arzobispo de Olinda y Recife – Brasil) y alrededor de una 
veintena de obispos latinoamericanos. (Para tomar nota del 
tema a la hora del concilio y del inmediato post-concilio, ver 
J. Dupont, “La Iglesia y la pobreza”, en la obra en colabor. y 
dirigida por G. Baraúna, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 
1966,vol. I, 401-431).
Quien quiera tratar este tema de la Iglesia y los pobres no 
puede menos de remitirse a los primeros siglos del cristianis-
mo y ver la realidad y los escritos de los Padres cuya doctrina 
al respecto está basada, por supuesto, en el Evangelio o Bi-
blia en general. El papa trae a colación muchos textos bíbli-
cos –los más conocidos por todos– tanto del Antiguo como 
del Nuevo Testamento. De aquí que pueda afirmar sin género 
de duda: “Para la Iglesia la opción por los pobres es una cate-
goría teológica antes que cultural, sociológica, política o filo-
sófica” (EG 198). De esta manera puede hablar de la opción 
por los pobres, de opción por los últimos, de opción preferen-
cial por los pobres, de opción preferencial por los más pobres, 
del lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios, del 
camino de nuestra redención signado por los pobres, y de 
que ellos tienen mucho que enseñarnos. Por eso los Padres 
de la Iglesia decían que “los pobres son nuestros maestros”. 
Una de las razones para considerarlos nuestros maestros la 
señala el papa con estas palabras: “(Los pobres), además de 
participar del sensus fidei en sus propios dolores conocen al 
Cristo sufriente” (EG 198).
Una IglesIa pobre para los pobres
37
Todo esto obliga a la Iglesia a “escucharlos, a interpretarlos 
y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comuni-
carnos a través de ellos” (EG 198). Al mismo tiempo supo-
ne “poner la atención en ellos, una “atención amante”, una 
“preocupación por su persona”, “una cercanía real y cordial”, 
“valorarlos en su bondad propia, con su forma de ser, con su 
cultura, con su modo de vivir la fe”. Lo que significa –entre 
otras cosas– “acompañarlos adecuadamente en su camino 
de liberación”. Esta atención real y este amor hacia ellos, esta 
actitud de vida es la que “diferencia la auténtica opción por los 
pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar 
a los pobres al servicio de intereses personales o políticos” 
(EG 200).
Esta visión de la pobreza y de los pobres y este modo de re-
lacionarse con ellos implica para el papa todo un modo previo 
de pensar, toda una teología que, para Francisco, es “teo-
logía popular” la cual, a su vez, se relaciona estrechamen-
te o conduce a una “piedad popular” que lleva consigo una 
gran “fuerza evangelizadora” y que implica una “verdadera 
expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de 
Dios”. El Documento de Aparecida –al que el papa se remite 
frecuentemente– insiste en que “gran cantidad de cristianos 
expresan su fe a través de la piedad popular”, o también de la 
llamada “espiritualidad popular” o “mística popular” (EG 122-
126). A su vez, esta “piedad popular” –si bien es cierto que 
debe purificarse constantemente, como es natural a todo tipo 
de piedad y en todas partes– está relacionada con una teo-
logía que, de igual manera, debe afinarse y enriquecerse sin 
cesar. Toda teología tiene su base en una determinada espiri-
tualidad, y ambas se alimentan y perfeccionan recíprocamen-
te. Pero para el papa Francisco es claro que “las expresiones 
de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para 
quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
38
prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nue-
va evangelización” (EG 126). 
Como es sabido, el papa Francisco jugó un rol decisivo en el 
desarrollo y redacción del Documento de Aparecida (2007). 
Si bien desde años atrás estaba en sintonía con estos modos 
de pensar y actuar respecto de los pobres, y de una Iglesia 
pobre y para los pobres. Éste era como su “hábitat” natural 
en el ejercicio de su ministerio sacerdotal y episcopal. En el 
modo de ser y de actuar del papa Francisco se percibe, más 
que el interés por alcanzar resultados concretos e inmedia-
tos, la capacidad para generar en la gente, en el Pueblo de 
Dios, con tiempo y con pausa, procesos o movimientos que le 
ayuden a vivir su fe con la mayor fortaleza posible.
Juan Carlos Scannone, sj, profesor durante años del hoy 
papa Francisco, frente a la relación entre la teología del Pue-
blo y la teología de la liberación, afirma:
“Para mí, se puede considerar que lo común a todas las distin-
tas ramas o corrientes de la Teología de la Liberación es que se 
teologiza a partir de la opción preferencial por los pobres. Usa 
la mediación, para pensar la realidad histórica de los pobres, 
no sólo de la Filosofía –lo que hace la Teología como ciencia– 
sino de las Ciencias Sociales y Humanas. Lo que pasa es que 
hay corrientes que privilegian más un análisis social, socioes-
tructural (Sociología, Economía...), mientras que la Teología 
del Pueblo se vale más de las Ciencias de la Cultura y la Reli-
gión. De la Historia, sin negar el aporte del análisis social como 
mediación. En lugar de usar el análisis social marxista o el libe-
ral, la Teología del Pueblo emplea categorías (para pensar la 
teología...) encontradas en la Historia, en la cultura de América 
Latina. Y, en particular, de la Argentina”.
Una IglesIa pobre para los pobres
39
Por ello, la teología del pueblo propiciada por el papa Fran-
cisco está especialmente ligada a la cultura de cada pueblo. 
E insiste no solamente en el aspecto moral y afectivo como 
algunos pretenden, sino en la realidad integral del hombre po-
niendo el énfasis, según circunstancias y situaciones en las 
que se encuentra la sociedad en cada época, en los puntos 
más cruciales. Por ello, a muchos parece inexacto el hablar 
de una “Iglesia pobre y para los pobres”, y como que sería 
más pertinente hablar de “Iglesia austera, pero no pobre”; y, 
por otro lado piensan que hablar de “Iglesia para los pobres” 
es también inexacto; pues debiera decirse “para todos”, como 
si en la expresión del papa todo se redujera a la pobreza ma-
terial o no tuviera en cuenta suficientemente otros aspectos 
de la misma que afectan al hombre en su integridad y a todos 
los hombres. 
Si el papa Francisco ha tomado el nombre del poverello de 
Asís es, sin duda, por la característica fundamental del santo: 
la pobreza. Pero precisamente san Francisco nunca entiende 
ni vive la pobreza poniendo el acento en el tener o en el no 
tener, sino, ante todo, en la capacidad para desprenderse de 
sí mismo, la capacidad para devolver al Señor lo que de Él 
ha recibido, todo lo que es y lo que tiene, la capacidad para 
el desasimiento y por tanto para la solidaridad de suerte que 
lo que busca es vivir una vida sobria, con sencillez y, sobre 
todo compartida no sólo con sus hermanos los hombres sino 
con la creación entera. Este es el sentido que el papa Fran-
cisco quiere dar a la pobreza y a la expresión “quiero una 
Iglesia pobre y para los pobres”. Evidentemente se trata de 
un camino a recorrer a lo largo de la propia existencia. Vivir el 
Evangelio lleva consigo todo un proyecto, así vivir la pobreza 
que proclama el Evangelio es un ideal, una utopía, que abar-
ca toda la vida. Es preciso ponerse en este camino y andar 
hacia adelante. Este modo de vivir la pobreza crea fraternidad 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
40
ajena al ansia de producir para acumular y del tener más para 
gastar más y, por lo mismo, está guiado por una permanente 
búsqueda de igualdad (“equidad”, como contrapuesta a “in-
equidad”, dirá la EG 53, 54, 59, 60) .
Bastaría leer con detenimiento la Exhortación EG, o el libro 
escrito por el cardenal G. Müller y G. Gutiérrez con ese mis-
mo título (Una Iglesia pobre y para los pobres), o también 
leer el capítulo XIII: “Solidaridad y protesta”, del libro de G. 
Gutiérrez Teología de la liberación. Perspectivas, 7a. edición, 
mayo 1990, 409-431; aparte de los documentos de Medellín, 
Puebla, Santo Domingo y Aparecida que abundan en expli-
caciones al respecto. En todos estos escritos se va mucho 
más allá del deseo de superar las necesidades básicas (ma-
teriales-económicas) del ser humano. La Biblia y la tradición 
cristiana nuncahan dejado de ver al hombre en su integridad. 
No en vano en la teología de la liberación están implicadas 
las principales ramas del saber: humanidades, historia, so-
ciología, economía, cultura, religión, filosofía y, por supuesto, 
teología. Es natural, por otra parte, que, con el correr del tiem-
po y el sucederse de las generaciones, se vayan implicando 
nuevos aportes de otras ciencias.
El solo hecho de que se considere a los pobres no sólo como 
objetos de su liberación (integral) sino como sujetos que ha-
cen y construyen su propia historia porque son capaces de 
pensar y de actuar por propia cuenta, con sus propias cate-
gorías, indica que la vista se dirige más allá de la perspectiva 
meramente económica. Pero ésta nunca falta y se impone 
por su propio peso. La Iglesia y la teología quieren insertarse 
en esta dinámica ayudando a los demás a generar su propio 
estilo de vida, a ser gestores de su propia historia desde su 
cultura en cuanto ésta “abarca la totalidad de la vida de un 
pueblo” (EG 115, asumiendo aportes de Puebla respecto al 
Una IglesIa pobre para los pobres
41
significado de cultura). Ya el concilio Vaticano II había afir-
mado en la Gaudium et spes: “naturaleza y cultura se hallan 
unidas estrechísimamente” (cit. en EG 115). Aquí también, de 
forma más o menos expresa o implícita, se advierte la doc-
trina del Vaticano II: “Es la persona del hombre la que hay 
que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. 
El hombre, por consiguiente, todo entero, cuerpo y alma, co-
razón y conciencia, entendimiento y voluntad” (Gaudium et 
spes, 3b). 
42
Pienso que también este tema del Pue-
blo de Dios es clave hermenéutica para 
una lectura lo más correcta posible de la 
EG. Pareciera que la imagen de Iglesia 
que más llama la atención al papa Fran-
cisco y sobre la que más insiste es la de 
Pueblo de Dios. En realidad en toda la 
Exhortación la expresión “pueblo” ocurre 
164 veces; y sólo en el capítulo III, más 
de 40 veces. Y especialmente en este 
capítulo abunda la expresión “Pueblo de 
Dios”, “su pueblo” (de Dios), “pueblo fiel 
de Dios”, simplemente “pueblo”, “pueblo 
fiel”, “nuestro pueblo”, y ya al final de la 
Exhortación dice: “Es lindo ser pueblo fiel 
de Dios” (EG 274). De aquí que, como 
veíamos más arriba, tenga predilección 
por la “espiritualidad popular”, “mística 
popular” o “piedad popular”.
Esto significa haber asumido con de-
cisión la voluntad del concilio Vaticano 
II al dedicar el capítulo II de la Lumen 
gentium al Pueblo de Dios antecediendo 
este tema al de la jerarquía en la Iglesia 
(cap. III). Ya a los pocos años de celebra-
do el concilio el cardenal L. Suenens dijo, 
La
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La IgLesIa, PuebLo de dIos
43
con gran conocimiento de causa, que aquí se había dado un 
“giro copernicano”, pues antes del concilio y al comienzo del 
mismo parecía imposible tal giro. Quien ha seguido la evolu-
ción de este tema desde la publicación de la Lumen Gentium 
hasta hoy percibe con claridad el significado de esta decisión 
del papa Francisco. No es algo que simplemente cae de su 
peso, es algo bien pensado y meditado. 
El papa Francisco habla de la “primacía de la gracia” (EG 112) 
como Y. Congar hablaba hace muchos años de la “ontología 
de la gracia”, de la “realidad de la existencia humana” y de su 
“prioridad y su primacía respecto a la organización social o a 
la estructura jurídica”. Vaticano II, en la Lumen gentium, “ha 
operado un recentramiento vertical sobre Cristo y un descen-
tramiento horizontal sobre la comunidad y el Pueblo de Dios” 
(Eclesiología, 297). El capítulo III dedicado a la jerarquía tiene 
su sentido último, o primero, en el “servicio”. “El Pueblo de 
Dios está estructurado por una jerarquía cuyo carácter fun-
cional se subraya (sin reducirla a esto) en su naturaleza de 
servicio”.
El concilio vio que dicha expresión indica, ante todo, la “histo-
ricidad (y por consiguiente, la imperfección, la reformabilidad) 
de una Iglesia que ‘entra en la historia de los hombres’”. Esta 
concepción de la Iglesia le permite “liberarse de la preocupa-
ción obsesiva del poder, del prestigio, de una definición ju-
rídica de las relaciones más o menos concurrenciales entre 
poderes; así el Vaticano II ha renovado la manera de abordar 
la relación entre la Iglesia y el mundo” (297-298). Todos sabe-
mos las dificultades que ha tenido que superar la expresión 
Pueblo de Dios precisamente por el temor que pudiera entra-
ñar la palabra “pueblo” como si se tratara de un populismo o 
de una realidad meramente social. Pero la realidad bíblica y 
de la mejor tradición de la Iglesia, no han tenido tal temor o 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
44
lo han enfrentado y superado precisamente por aceptar en el 
origen de todo la “ontología de la gracia”.
Totalmente de acuerdo en que la Iglesia es comunión y que 
ésta debe expresarse y hacerse presente en sus relaciones 
para con Dios, dentro de la Iglesia y con el mundo entero. Es 
lo que puso de relieve el sínodo mundial de obispos de 1985 
dejando de lado, en buena parte, el concepto de Pueblo de 
Dios. No tiene por qué darse ninguna oposición; de hecho, no 
se da. Pero queda claro que si se puede entender y aplicar 
mal la expresión Pueblo de Dios, puede afirmarse otro tanto 
de la expresión “comunión”. En el primer caso se puede caer 
en un populismo y en una visión sociológica de la Iglesia, 
mientras que en segundo se puede caer en un espiritualismo 
que no tiene arraigo en la realidad; y no solo eso, sino que 
la evade. Las dos imágenes deben ser tenidas en cuenta y 
deben complementarse y enriquecerse mutuamente, pero la 
realidad Pueblo de Dios ha sido asumida y elegida con pleno 
conocimiento de causa por el concilio Vaticano II para desig-
nar a la Iglesia con la clara intención de hacerla preceder a 
la doctrina sobre la jerarquía y con prioridad a cualquier otra 
imagen.
El papa Francisco afirma con toda claridad: “La evangeliza-
ción es tarea de toda la Iglesia. Pero este sujeto de la evan-
gelización es más que una institución orgánica y jerárquica, 
porque es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios” (EG 
111). Esto dicho, el papa advierte que se trata de un misterio 
que enraíza en la misma Trinidad. “Es ciertamente un miste-
rio que hunde sus raíces en la Trinidad” (“Ecclesia de Trinita-
te”, como afirma Lumen Gentium: “Así se manifiesta toda la 
Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Pa-
dre y del Hijo y del Espíritu Santo”, 4b, citando a san Cipriano 
de Cartago); “pero –añade el papa– tiene su concreción his-
La IgLesIa, PuebLo de dIos
45
tórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre 
trasciende toda necesaria expresión institucional” (EG 111). 
A partir de aquí Francisco se detiene en largas y densas ex-
plicaciones sobre las raíces, los valores y la misión del pueblo 
de Dios. La Iglesia es “un pueblo para todos”; “ser Iglesia es 
ser Pueblo de Dios”, “lugar de la misericordia gratuita, donde 
todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y 
alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”; es el “fer-
mento de Dios en medio de la humanidad” (EG 114). Es “un 
pueblo con muchos rostros”, EG 115); pero pueblo en el que 
“todos somos discípulos y misioneros” (EG 119). Por ello, con 
su misión y evangelización puede llegar a todas las culturas 
sin invadir ninguna y sin reducirse a ninguna. Pues
“no podemos pretender que los pueblos de todos los continen-
tes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron 
los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, 
porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la 
comprensión y de la expresión de una cultura” (EG 118).
En su permanente conexión con el concilio Vaticano II, la Ex-
hortación papal no podía menos detenerse en el número 12 
de la Lumen Gentium que habla del “sensus fidei” del Pueblo 
de Dios. Comenta dicho número con las siguientes palabras: 
“El Pueblo de Dioses santo por esta unción que lo hace infa-
lible ‘in credendo’. Esto significa que cuando cree no se equi-
voca, aunque no encuentre palabras para expresar su fe. El 
Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación”. Este 
es un punto en el que la misma teología aún no ha insistido 
lo suficiente o no ha calado lo suficiente en muchas mentes. 
Es lo que los teólogos llaman “infallibilitas in credendo” (= “in-
falibilidad en el creer”), que va de la mano con la “infallibilitas 
in docendo” (= “infalibilidad en el enseñar”), que compete a la 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
46
autoridad en la Iglesia (capítulo III de la LG). Pero ésta nunca 
se da sin aquella; es más, aquella constituye siempre la base 
de ésta; por eso la Iglesia es, ante todo, discípula antes de 
ser maestra. Es preciso citar las palabras del papa: “Como 
parte de su misterio de amor a la humanidad, Dios dota a 
la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus 
fidei– que les ayuda a discernir lo que viene realmente de 
Dios”. Es más: “La presencia del Espíritu otorga a los cris-
tianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y 
una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aun-
que no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con 
precisión” (EG 119). Y esto en virtud del bautismo, por lo que 
cada miembro del Pueblo de Dios es discípulo misionero y 
evangelizador. Aquí el papa afirma, teniendo muy en cuen-
ta el documento de Aparecida: “Ya no decimos que somos 
discípulos y misioneros, sino que somos siempre discípulos 
misioneros” (EG 120).
Dentro de este tema del Pueblo de Dios el papa Francisco no 
podía dejar de mencionar la doctrina de los carismas, siem-
pre en relación con el número 12 de la Lumen gentium. Tema 
tan tratado y que sin duda ha dado buenos frutos para una 
mejor inteligencia de la Iglesia, pero sobre todo para la vida 
de la misma enriquecida por la gracia del Espíritu Santo. Dice 
el papa Francisco:
“El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangeli-
zadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar 
la Iglesia. No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo 
para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integra-
dos en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, 
desde donde se encauzan en un impulso evangelizador” (EG 
130).
La IgLesIa, PuebLo de dIos
47
El papa Francisco se extiende en explicar los beneficios que 
recibe la Iglesia en su totalidad, como Pueblo de Dios, a tra-
vés de los carismas, que son gracias para el mayor bien de 
los hermanos. Cuando no pocas veces se hace difícil el dis-
cernir si se trata de un carisma auténtico o de otra cosa ajena 
al mismo, el papa advierte al respecto: “Un signo claro de la 
autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad 
para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo 
fiel de Dios para el bien de todos” (EG 130). Este integrarse 
armónicamente no significa en modo alguno que favorezca 
la uniformidad; en realidad, las diferencias, aunque a veces 
sean incómodas, sin embargo pueden y muchas veces, de 
hecho, favorecen el dinamismo misionero. Es el Espíritu San-
to, quien suscita esa diversidad, y quien “puede sacar de todo 
algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que 
actúa por atracción” (EG 131). Se trata, en todo caso, de un 
desafío que es preciso enfrentar, “aunque duela”, siempre 
que favorezca la comunión. El carisma, así entendido y vi-
vido, siempre es fructífero. Así visto, el carisma es suscitado 
por el Espíritu en favor de una sana pluralidad que robustece 
la comunión.
“En cambio –asegura el papa– cuando somos nosotros los 
que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nues-
tros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos 
la división y, por otra parte, cuando somos nosotros los que 
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, 
terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. 
Esto no ayuda a la misión de la Iglesia” (EG 131). Por todo 
ello es preciso sentirse unidos con toda la Iglesia, Pueblo de 
Dios, y desde esta unión se dará lugar a la investigación que 
especialmente compete a los teólogos. De manera que “la 
Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el 
carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teo-
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
48
lógica, que promueve el diálogo con el mundo de las culturas 
y de las ciencias.” 
De este modo, el papa deposita su confianza en los teólogos 
esperando de ellos un trabajo que es verdadero servicio a la 
Iglesia y al mundo. Por ello dice: “Convoco a los teólogos a 
cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la 
Iglesia. Pero es necesario que, para tal propósito, lleven en el 
corazón la fidelidad evangelizadora de la Iglesia y también de 
la teología, y no se contenten con una teología de escritorio” 
(EG 132). Y ya antes, al hablar de la interpretación de la pala-
bra revelada y de la comprensión de la verdad, afirma que “la 
tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a ‘madurar el 
juicio de la Iglesia’” (EG 40, cit. la Const. Dogm. Dei Verbum 
12c). La investigación de los exégetas y teólogos ayuda a en-
riquecer el pensamiento filosófico, teológico y pastoral, pero 
solo si ellos “se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto 
y el amor”. Y advierte, con la fuerza que da la experiencia: “A 
quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por 
todos sin matices esto puede parecerles una imperfecta dis-
persión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se 
manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la 
inagotable riqueza del Evangelio “(EG 40).
Esta clara apertura hacia la misión de los teólogos en la Igle-
sia y en mundo debe ser valorada por todos, frente a situa-
ciones pasadas en las que decenas de ellos fueron tachados 
de alguna manera y hasta removidos de su “misión canónica” 
por causas no siempre precisadas y, en algunos casos, sin 
contar con el conocimiento directo de los mismos; lo que indi-
ca que el diálogo del que se ha hablado tanto brillaba por su 
ausencia. Pareciera que lo que se buscaba era precisamente 
lo que el papa Francisco rechaza: la uniformidad y la homo-
logación.
La IgLesIa, PuebLo de dIos
49
No se trata, pues, de ser fieles a determinadas fórmulas, por 
lo que hay que atender a la permanente novedad del lengua-
je; pues “a veces, escuchando un lenguaje completamente 
ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que 
ellos utilizan y comprenden, es algo que no corresponde al 
verdadero Evangelio de Jesucristo” (EG 41). De aquí que no 
haya que tener miedo a revisar fórmulas y expresiones por 
muy tradicionales que parezcan, pues pueden ser muy bellas, 
pero no tienen, como en otras épocas, la fuerza educativa 
como cauces de vida (EG 43). Y si no son cauces de vida, 
son fórmulas ‘muertas’ que pretenden ser presentadas como 
soluciones y respuestas a preguntas que nadie se hace. Hay 
que tener valor para respetar y apreciar muchas fórmulas de 
tiempos pasados, pero sabiendo verlas en su propio lugar en 
la cadena de la historia, como eslabones, válidos en su mo-
mento y que hoy forman parte de una historia que tiene sus 
propias exigencias y va descubriendo nuevos aspectos de la 
verdad.
50
Decir que la Iglesia es, es lo mismo que 
decir que la Iglesia es misionera o evan-
gelizadora al estar estrechamente vincu-
lada con Jesús, el misionero y evange-
lizador por excelencia. Evangelizar sig-
nifica estar dispuestos a dar la vida: “La 
vida se acrecienta dándola y se debilita 
en el aislamiento y la comodidad. De he-
cho, los que más disfrutan de la vida son 
los que dejan la seguridad de la orilla y 
se apasionan en la misión de comunicar 
vida a los demás” (EG 9; cit. Aparecida, 
360). Y esta actitud de vida produce una 
alegría indecible, pues “con Jesucristo 
siempre nace y renace la alegría” (EG 
1). Es la alegría del Evangelioque ha de 
extenderse a todo el pueblo, sin excluir a 
nadie (EG 23).
Iglesia en salida, Iglesia que deja de ser 
autorreferencial, Iglesia comunidad de 
discípulos que “primerean, que se involu-
cran, que fructifican y que festejan” (EG 
24). No hay duda de que el papa Fran-
cisco habla después de haber obtenido 
una larga y profunda experiencia respec-
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Una IglesIa en éxodo permanente
51
to de la Iglesia como misionera, conociendo los avatares de la 
misma misión, habiendo recorrido la historia para verificar las 
trochas que se han ido abriendo poco a poco, contrastando la 
resistencia de la Iglesia en “éxodo” de sí misma con la idea y 
la práctica de la autorreferencialidad; reconociendo la historia 
de los diversos modelos de Iglesia a lo largo de los siglos, 
las contraposiciones entre sagrado y profano, entre natural y 
sobrenatural, entre lo escatológico y lo histórico. De la mano 
del concilio Vaticano II, de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI 
(1975) y de otros documentos, y de la mano de la propia ex-
periencia, lo que logra es no sólo reavivar el sentido de la 
misión y de la Iglesia esencialmente misionera, sino también 
logra reactivar la eclesiología.
Por ello que puede hablar de una “impostergable renovación 
eclesial”. Por ello, también puede afirmar: “Sueño con una op-
ción misionera capaz de transformarlo todo, para que las cos-
tumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura 
eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evange-
lización del mundo actual más que para la autopreservación” 
(EG 27). Por eso no le asusta el hablar de la reforma de es-
tructuras, de la exigencia de una conversión pastoral y de la 
necesidad de que ambas se vuelvan más misioneras. Pues 
“hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar 
un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estruc-
turas sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene 
y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin 
‘fidelidad de la Iglesia a la propia vocación’, cualquier estruc-
tura nueva se corrompe en poco tiempo” (EG 26). Esto está 
dicho apoyándose en el Decreto Unitatis redintegratio, sobre 
el ecumenismo, 6. 
De manera que es una nueva prueba del enlace de la EG con 
el concilio Vaticano II. Y es precisamente en el capítulo I titu-
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
52
lado La transformación misionera de la Iglesia, que Francisco 
afirma:
“Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también 
debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, 
como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se 
orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al 
sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales 
de la evangelización” (EG 32).
Y seguidamente reconoce que en la reforma del mismo pa-
pado se ha avanzado poco por lo que se refiere al cambio de 
las estructuras centrales de la Iglesia universal, pues también 
ellas “necesitan escuchar el llamado a una conversión pas-
toral”. Y abierto, como siempre, a nuevas ideas y a nuevas 
experiencias misioneras sostiene que “una excesiva centra-
lización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su 
dinámica misionera” (EG 32).
El papa compara a la Iglesia con “una madre de corazón 
abierto”. De aquí que “la Iglesia ‘en salida’ es una iglesia con 
las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las 
periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rum-
bo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, 
dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o 
renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al 
costado del camino” (EG 46). El reconocido teólogo K. Rah-
ner, con su fino sentido del futuro, decía ya el año 1972: 
“En el futuro hemos de atrevernos a ser no sólo una Iglesia de 
‘puertas abiertas’, sino una ‘Iglesia abierta’. No podemos que-
darnos en el ghetto ni debemos volver a él… Uno tiene la tenta-
ción de ‘purificar’ la Iglesia en un ‘movimiento en pro del papa y 
de la Iglesia’ o con los medios similares de una pseudortodoxia 
en último término estéril, de fijar los límites lo más rápidamente 
Una IglesIa en éxodo permanente
53
posible mediante medidas administrativas, de ‘restaurar’; en re-
sumen de iniciar la marcha hacia el ghetto” (Cambio estructural 
de la Iglesia, Madrid 1974; orig. alemán de 1972).
Con razón el papa Francisco repite: “Ya no nos sirve una sim-
ple administración”. La Iglesia debe vivir en un “estado per-
manente de misión” (siguiendo a Aparecida, 201, 551).
La Iglesia está llamada a ser “la casa abierta del Padre”; pero 
no sólo ni principalmente por la apertura de los templos. Hay 
otras puertas que tampoco se pueden cerrar por una razón 
cualquiera, se refiere, sobre todo, a los sacramentos del bau-
tismo y eucaristía, la cual “no es un premio para los perfectos 
sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” (EG 
47). El excesivo rigor en estos puntos lleva a que nos compor-
temos “como administradores de la gracia y no como facilita-
dores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna 
donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”. Y si a 
alguien debe privilegiar es “a los pobres y enfermos, a esos 
que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que no 
tienen con qué recompensarte” (EG 47).
Uno no puede menos de fijar la atención en una nota referida 
al comportamiento o a la actitud paternal y evangélica de los 
santos Ambrosio de Milán y Cirilo de Alejandría (s. IV y V). El 
primero, tratando sobre la eucaristía, dice: “Tengo que recibir-
le siempre, para que siempre persone mis pecados. Si peco 
continuamente, he de tener siempre un remedio”. Y además: 
“El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo 
obtendrá el perdón de sus pecados”. Y san Cirilo:
“Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así ha-
blan les digo: ¿Y cuándo serán dignos? ¿Cuándo se presentarán 
entonces ante Cristo? Y si sus pecados los impiden acercarse y 
“La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 
54
si nunca van a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice 
el salmo–, ¿se quedarán sin participar de la santificación que 
vivifica para la eternidad?” (EG 47, nota 51). 
Estas palabras reflejan una actitud que la Iglesia no podrá ol-
vidar jamás, al tiempo que han de inspirar acciones semejan-
tes en la actualidad para con personas en similar situación; es 
decir, atañe a todos los cristianos, pero especialmente a los 
ministros de la Iglesia. No se puede dejar de lado el hecho de 
que en la historia de los sacramentos, el itinerario que éstos 
han recorrido ha sido muy complejo y no siempre han seguido 
una línea recta, ni mucho menos; sobre todo el sacramento 
de la penitencia, que ha sufrido alteraciones muy notables y 
formas muy variadas en las diversas iglesias de los primeros 
siglos hasta el VIII, y aún más tarde. ¿Quién podría asegurar 
que la posición actual y la legislación actual pastoral, ecle-
siástica y teológica de la Iglesia es y tiene que ser definitiva?
El primer capítulo de la EG se cierra con estas palabras:
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir 
a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la 
comodidad de aferrarse a las propias seguridades… Más que 
el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a en-
cerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, 
en las normas que nos vuelven unos jueces implacables, en las 
costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay 
una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘Den-
les ustedes de comer’; Mc 6, 37” (EG 49).
Nadie puede negar que en el cristianismo y en la Iglesia de 
hoy, con sus ministros y autoridades, el miedo no sólo está 
presente, sino que, con frecuenia, hace enmudecer a la per-
sona o le impele a repetir lo mismo de siempre; el miedo le 
paraliza, hasta le anquilosa

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