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“La alegría del Evangelio” interpreta el Vaticano II CEP - 380 - 2015 “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii © Gregorio Pérez de Guereñu, ofm ISBN: 978-612-4260-04-9 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú: No. 2015-14928 Registro de Proyecto editorial: 31501161500010 Código de barras: 9786124260049 Lima, octubre del 2015 Tiraje: 100 ejemplares 1a. edición, 1a. reimpresión. Diseño de carátula: María Elena Flores Diseño y composición: Centro de Estudios y Publicaciones (CEP) Impreso en Gráfica AVA S.A.C. Pasaje Adán Mejía 180 Lima 11 - Perú Teléfono: 471-1749 Editor titular del proyecto editorial © Centro de Estudios y Publicaciones (CEP) Belisario Flores 681 Lince - Lima 14 Apdo. 11-0107, Lima 11, Perú cep@cep.com.pe / www.cep.com.pe © Instituto Bartolomé de Las Casas Belisario Flores 687, Lince Apdo.3090, Lima 100, Perú bartolo@bcasas.org.pe / www.bcasas.org.pe Octubre 2015 5 ÍNDICE Presentación 7 Evangelii gaudium interpreta el concilio Vaticano II 9 Anotaciones previas 11 Un concilio para el “aggiornamento” 16 El papa Francisco, obispo de Roma 21 La sinodalidad, el modo de ser de la Iglesia 26 Una Iglesia pobre para los pobres 34 La Iglesia, Pueblo de Dios 42 Una Iglesia en éxodo permanente 50 La dimensión social de la fe 57 La celebracion de la fe 65 El diálogo como contribución a la unión de las iglesias, de las religiones y de la sociedad entera 69 Conclusión 73 Gregorio Pérez de Guereñu Sacerdote franciscano, nacido en España (Provincia de Álava). Es- tudió teología dogmática en la Pontificia Universidad Antoniana de Roma; enseñó teología dogmática y patrística en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y en el Instituto de Estudios Su- periores de Lima (ISET) durante más de veinte años. Autor de La Iglesia, nuevo Pueblo de Dios; Ministerios eclesiales y comunidad cristiana en los dos primeros siglos, entre otros, y colaboró en diver- sas revistas de Teología. 7 PRESENTACIÓN El Centro de Estudios y Publicaciones tiene el agrado de pu- blicar esta reflexión en el marco de la conmemoración de los 50 años de la clausura del Concilio Vaticano II, que tuvo lugar entre octubre de 1962 y diciembre de 1965. Sin duda la conmemoración del Concilio ha adquirido una sig- nificación particular a la luz del magisterio del Papa Francis- co, que está aplicando con renovada fuerza y enorme capa- cidad comunicativa las orientaciones del evento eclesial más importante de la Iglesia en los últimos tiempos. El autor de este texto, el P. Gregorio Pérez de Guereñu, re- afirma la importancia de recordar la celebración del concilio Vaticano II para que “anime realmente nuestro presente y nos dé fortaleza para lanzarnos al futuro con confianza, pues, fue- ra de toda duda, significó un cambio decisivo en la Iglesia vista en su realidad interna y en su situación hacia fuera en relación con el mundo.” “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 8 El P. Pérez de Guereñu propone que la Exhortación apostóli- ca La alegría del Evangelio interpreta el Concilio. Considera que la Exhortación es una “hoja de ruta” [que] toca una serie de puntos fundamentales para la marcha de la Iglesia en los próximos años, partiendo de la alegría que produce el Evan- gelio en quien trata de vivirlo con sinceridad, alegría que se renueva y se comunica como por contagio provocado por el encuentro con Jesús, el Cristo.” Con el propósito de alentar la reflexión sobre el concilio Va- ticano II y hacerlo teniendo como referencia la Exhortación Apostólica del papa, creemos que la lectura de este texto será de gran utilidad. 9 El papa Francisco habla con mucha frecuencia de las ‘sorpresas’ que el Señor nos depara a lo largo de la vida, sorpresas que causan una alegría, un gozo y una esperanza que inspiran el mejor de los ánimos. Entre esas sorpresas creo debe- mos contar con la que produ- ce la lectura pausada y con ella la reflexión sobre su Ex- hortación Apostólica Evan- gelii gaudium (= EG). Pero la primera gran sorpresa es la persona misma del papa, su talante de vida, su modo de pensar y de sentir la reali- dad; su fino sentido humano, su profunda alegría, su modo de ver a Dios, a Jesús, al Es- Evangelii gaudium interpreta el concilio Vaticano II “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 10 píritu que anima a la Iglesia, la misma Iglesia, la realidad del “otro”, del hermano y de la creación entera. De san Francisco de Asís decimos que era “evangelio viviente” por su práctica de vida; de alguna manera creo que también el papa Francis- co es “evangelio viviente”; todo su ser y actuar respira Evan- gelio y vida, la misma vida que brota del Evangelio. En las pá- ginas siguientes trataremos de hacer ver lo que esto significa para la Iglesia entera, para el cristiano en el mundo de hoy y para no pocos ajenos a la Iglesia y aun a toda religión. 11 Al cumplirse los 50 años de la celebra- ción del concilio Vaticano II merece la pena hacer un recuerdo del mismo; un re- cuerdo que anime realmente nuestro pre- sente y nos dé fortaleza para lanzarnos al futuro con confianza, pues, fuera de toda duda, significó un cambio decisivo en la Iglesia, un cambio de mentalidad y de ac- titud de la misma Iglesia vista tanto “ad intra” como “ad extra”, es decir, vista en su realidad interna y en su situación hacia fuera en relación para con el mundo. Pero no se trata de repetir lo que dijo el concilio ni de alabar y agradecer al mis- mo por el trabajo realizado y por la men- talidad nueva que introdujo en la Iglesia, mentalidad que ha llevado a poner en práctica una serie de acciones, formas y reformas de vida que han enriquecido la vida de la Iglesia en relación consigo mis- ma, con otras religiones, con el ser hu- mano, sin más, y con la creación entera. Formas y reformas que han comenzado y están en curso, y esperamos que sigan adelante de acuerdo con la realidad que vivimos y con la finalidad de experimentar An ot ac io ne s pr ev ia s “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 12 la fuerza del Evangelio y la sintonía con el mismo asumiendo los mejores valores de la tradición, sobre todo las expecta- tivas y deseos del Vaticano II. Se trata, en la medida de lo posible, de llevar adelante la orientación o las orientaciones fundamentales que permiten ver la tarea que la Iglesia, la teo- logía y la praxis pastoral o misionera tienen por delante. Aquel cambio decisivo nos afecta, nos interpela y nos urge hoy tam- bién en y frente a la realidad actual. El papa Francisco ha diseñado esta tarea en buena medida y ha tocado puntos fundamentales al respecto en la Exhortación Apostólica EG, publicada el 24 de noviembre de 2013, pues ya desde el primer párrafo de la misma señala que quiere “indicar caminos para la marcha de la iglesia en los próximos años” (1). En el presente trabajo tocaremos algunos de los puntos –“caminos”– que juzgamos más importantes en orden a la puesta en práctica de las tareas pendientes insinuadas en el concilio o exigidas por el mismo y, en todo caso, reque- ridas en la actualidad. En este sentido creemos que la EG es ya una interpretación auténtica y autorizada del Vaticano II. No sin antes recordar que entre el concilio, con los primeros (quince, más o menos) años posteriores al mismo, y la actua- lidad se produjo un estancamiento muy llamativo y muy perni- cioso para la Iglesia y su misión en el mundo, estancamiento que ha durado hasta el año 2013, si bien se fue produciendo en forma gradual. Pese a dicho estancamiento, en no pocos ambientes de la Iglesia, de la teología y de la misión hemos avanzado y sin posibilidad de retorno al pasado. Sin embargo –y para una mejor comprensión de la realidad y de la historia– vamos a recordar algunos títulos de trabajos y reflexiones de grandes teólogos de aquellos años que llamaban la atención sobre dicho estancamiento o hasta involución producidos en AnotAciones previAs13 la Iglesia, deteniendo u obstaculizando la marcha hacia ade- lante de la misma. Así, por ejemplo, J. B. Metz hablaba de “La contrarreforma presente” (1969); K. Rahner, “¿En marcha hacia el gueto?” (1972); el mismo Rahner, “Cambio estructural en la Iglesia, una tarea y una oportunidad” (1972); M. Dirks, “No marcha hacia, sino recaída en el gueto” (1973); K. Lehmann, “Siete tesis para el diagnóstico de la sospecha de gueto” (1973); H. Küng, “Para una Iglesia renovada y renovadora” (1980); K. Rahner, “Diálogos sobre la fe en tiempo de invierno” (traduc- ción española de 1986); J. I. González Faus, “Para una re- forma evangélica de la Iglesia” (1986); F. Koenig, “Iglesia, ¿a dónde vas” (1986); M. Kehl, “¿A dónde va la Iglesia? (1997); Ch. Duquoc, “Una decepción programada” (2000); M. Légaut, “El testimonio de un viejo creyente” (1989); J. M. Castillo, “La Iglesia que quiso el concilio” (2001); G. Alberigo, “El proyec- to de futuro del concilio y la oposición inmovilista” (2005); V. Codina, “Sentirse Iglesia en el invierno eclesial” (2006); X. Alegre y otros, “¿Qué pasa en la Iglesia?” (2008); S. Vitalini, “¿Qué queda del concilio?” (2009); J. Sobrino, “Otra Iglesia es necesaria” (2010); W. Seibel, “El centralismo romano ha interpretado el concilio según la imagen preconciliar de la Iglesia” (2008); y tantos otros títulos que podríamos citar para hacernos cargo tanto de la situación precaria de la Iglesia en aquel llamado “invierno eclesial” como del resurgimiento del ánimo en la Iglesia universal, en la teología y en la misión con la llegada de la “primavera” instaurada por el papa Francisco (marzo de 2013). A su vez, pero a la inversa, podríamos multiplicar sin dificul- tad los títulos que han aparecido en los diversos medios de comunicación desde marzo de 2013 en favor de una reforma de la Iglesia “en la cabeza y en los miembros”, tanto “ad intra” “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 14 como “ad extra” en la misma. Así: “Francisco, un papa que presidirá en la caridad”, “El paradigma eclesial del tercer mi- lenio”, “El papa de la libertad de espíritu y de la razón cordial”, “Francisco renueva la Iglesia”, ”La primavera de Francisco”, “Francisco, la revolución de la bondad”, “Francisco, un her- mano”, “Fin del invierno eclesial”, “El final de una etapa”, “El nuevo papa bajo el gesto de lo provisional”, “El papa de los pobres”, “El papa Francisco está renovando la Iglesia”, “Dos años del milagro”, “El amanecer de una revolución evangéli- ca”… Y centenares de títulos que aplauden la venida del papa Francisco como el mejor regalo del Espíritu Santo a la Iglesia y al mundo. Estas y otras expresiones similares son el reflejo claro de una nueva concepción de la Iglesia y del papado en el mundo católico y con repercusiones en la sociedad mun- dial. Pero la prueba más contundente de la nueva realidad eclesial iniciada por el papa Francisco reside, fuera de duda, en su Exhortación Apostólica EG. Constituye, con el “placet” y la admiración de todos, la “hoja de ruta” del papa para la Iglesia. En líneas generales, en dicho documento está plasmada –por otra parte– la vida del papa antes de llegar a serlo, su sentido de la realidad, su visión de Dios, del hombre y del mundo. Como “hoja de ruta” toca una serie de puntos fundamentales para la marcha de la Iglesia en los próximos años, partiendo de la alegría que produce el Evangelio en quien trata de vivirlo con sinceridad, alegría que se renueva y se comunica como por contagio provocado por el encuentro con Jesús, el Cristo. Al presentar el contraste entre lo que se ha llamado “invier- no eclesial” y la “nueva primavera” instaurada por Francisco, es evidente que no se trata de presentar la realidad como si fuera el blanco y negro de una fotografía, como si se pensara en dos piezas puestas en una balanza y que tienen el mismo AnotAciones previAs 15 peso. Ni la oscuridad reinaba al cien por ciento en el pasado ni el sol brilla en todo su esplendor en la actualidad. Luces y sombras coexisten siempre y por doquier; también en la Iglesia, pero nadie duda de la fuerza de la luz que el día de hoy ilumina superando las no pocas sombras del pasado. La verdad es que “se hace camino al andar”. Nadie duda del ambiente de renovación y de reforma en la Iglesia a partir del papa Francisco. Por otro lado, al hablar de “invierno ecle- sial” hacíamos referencia a un lapso de más de veinte años, mientras que hablando de la “nueva primavera” en la Iglesia nos referimos a los últimos 28 meses. Por lo que se hace ne- cesario recorrer más camino, con más tiempo, para mostrar y verificar los pasos de esta “nueva primavera”. 16 Como es sabido, el papa Juan XXIII in- trodujo en el lenguaje eclesial y teológico este término llamado “aggiornamento”. No deja de ser importante el anotar que prácticamente en todas las lenguas se asuma tal cual, precisamente por la difi- cultad, y casi imposibilidad, de traducir- lo sin traicionarlo de alguna manera. Por ejemplo, en español muchas veces, en las más variadas circunstancias y aplica- do a diversos temas, decimos, “ponerse al día”, como si fuera equivalente a “ag- giornamento”, pero no lo es. El término “aggiornamento”, en la mente, en la vo- luntad y en los escritos de Juan XXIII es mucho más rico y más complejo. Ya desde el año 1953, siendo Patriarca de Venecia, empleaba dicho término, y mu- chas veces, hasta el punto de afirmar, en el sínodo de Venecia, lo siguiente: “¿Oyen que repito tantas veces la palabra aggiornamento? Véanla referida a nues- tra santa Iglesia, que siempre es joven y está dispuesta para seguir las diversas evoluciones de las circunstancias de la vida, a fin de poder adaptar, corregir, me- jorar y enfervorizar su entusiasmo”. Un c on ci lio p ar a el “ ag gi or na m en to ” Un concilio para el “aggiornamento” 17 Esto ya significaba, de por sí, ir más allá de una mera actua- lización de los conocimientos a través de un curso particular o especializado, o simplemente estar al tanto y al corriente de una determinada realidad o situación peculiar que antes se desconocía o a la que no se le daba la importancia que en realidad merecía. El concilio Vaticano II, para el papa Juan XXIII, no habría de celebrarse como “una asamblea para la especulación”, sino como “un organismo viviente que en la luz y en el amor de Cristo ve y abraza al mundo entero” (junio de 1960). A todo esto, en la mente del papa iba unida la recomendación de Je- sús de saber distinguir “los signos de los tiempos”, distancián- dose de “las almas desconfiadas que no ven sino onerosas tinieblas en la faz de la tierra”. “Aggiornamento” significaba para Juan XXIII no contemplar la Iglesia como si se tratara de una realidad inalterable, de un castillo fortificado con murallas impenetrables, ni como un museo que contiene piezas precio- sas pero muertas. Más bien, veía la Iglesia y proponía que se la considerara y tratara como un jardín vivo que debe cultivar- se con esmero. De esta manera, los “signos de los tiempos” le decían a Juan XXIII que la Iglesia no podía ser ajena a las preocupaciones del pueblo, que no podía ser sorda frente a los clamores que surgían por todas partes. “Aggiornamento” no podía confundirse con reforma, tampoco podía tomarse como un modo de paliar o de no usar el tér- mino reforma; como tampoco era correcto asimilarlo con una invitación a la búsqueda de la modernidad. “Un análisis a fondo de la doctrina global de Juan XXIII nos per- mite concluir que por aggiornamento el pontífice entendía una prontitud y disposición para buscar una renovada inculturación del mensaje cristiano en nuevas culturas. De este modo se si- “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 18 tuaba al Concilio en la perspectiva de una respuesta cristiana a los llamamientos en favor de una renovación de la humanidad” (G. Alberigo, “La conclusión del Concilio y la recepción inicial”, en la obra en colabor.dirigida por G. Alberigo, Historia del Conci- lio Vaticano II, vol. V. Un Concilio de transición. El cuarto período y la conclusión del Concilio, Sígueme, Salamanca, 2008, 513; ver pp. 512-515). La pretensión y la ilusión de Juan XXIII era adentrarse en el Evangelio, en la tradición cristiana y en la complejidad del mundo moderno “con el fin de rejuvenecer la vida cristiana y rejuvenecer a la Iglesia”. El aggiornamento exigía, pues, una nueva actitud “que era descrita con claridad cristalina en la alocución Gaudet Mater Ecclesia”. Por eso afirmaba en dicha alocución inaugural del concilio: “Sin embargo, hoy día la Esposa de Cristo prefiere hacer uso de la medicina de la misericordia más que de la severidad. La Igle- sia piensa que atiende mejor a las necesidades del día presen- te mostrando la validez de sus enseñanzas que pronunciando condenaciones” (G. Alberigo, “La conclusión del Concilio”, 514). El papa Juan XXIII era un buen conocedor de la historia y no quería que en el siglo XX se repitieran las mismas actitudes de la Iglesia frente al mundo o frente a otras religiones al esti- lo, por ejemplo, del concilio de Trento. Los tiempos eran otros; y lo que el papa deseaba era presentar o indicar un camino que evitara toda condenación, pero que inculcara los valores de la vida desde el Evangelio y para todo el mundo. No todos entendieron las intenciones del papa al hablar de “aggiornamento”, pero sí hubo quienes, en el concilio, como M.-D. Chenu, y otros fuera del concilio, que entendieron bien el significado más profundo del término “aggiornamento”. No Un concilio para el “aggiornamento” 19 se trataba de realizar meros cambios de lenguaje, sino que dicho término “tiene que ver con la permanente y auténtica sustancia de la fe, una interior invención de conceptos, categorías y símbolos que se hallen en armonía con la mentalidad, la cultura, el lenguaje y la estética de las personas de hoy día” (Chenu, cit. en G. Alberi- go, “La conclusión del Concilio”, 515). De manera que es en este sentido que hay que entender los documentos conciliares desde el momento en que los padres asumían el significado del término en cuestión. Cierto que “los padres conciliares sólo gradualmente se fueron dando cuen- ta de que el aggiornamento no podía quedarse en una simple aspiración, sino que debía ser trasladado a propuestas específi- cas, aunque embrionarias, que mostraran a las iglesias la direc- ción en que debían moverse, pero que no consistieran tanto en ofrecerles un programa detallado. En todo momento el Concilio estuvo de acuerdo en adoptar una actitud de búsqueda y de compromiso propio de sobrepasar las fases espirituales y cul- turales anteriores que ahora habían quedado anticuadas. Y en esto consistía el aggiornamento” (G. Alberigo, “La conclusión del Concilio”, 515). Por todo lo que venimos diciendo aparece con suma clari- dad que Vaticano II no es simplemente un concilio “pasto- ral” –como no pocas veces se afirma o se insinúa– queriendo afirmar con ello que no fue un concilio teológico. Esta menta- lidad debe ser desterrada sosteniendo que Vaticano II fue un concilio netamente teológico aunque no se tratara en él de la formulación de doctrinas especiales que llevaran a un dogma o algo similar. “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 20 Creemos que esto es muy importante y decisivo para com- prender la intención y el lenguaje del papa Francisco en la Exhortación Apostólica EG. Si bien observamos las cosas, nos daremos cuenta de que, en un solo golpe de vista, apare- cen similitudes y una formidable sintonía entre el Discurso de Juan XXIII en la inauguración del concilio Vaticano II, Gaudet Mater Ecclesia (= Gócese la santa Madre Iglesia, 11 de octu- bre de 1962) y la Exhortación del papa Francisco EG; aparte de otros discursos de Juan XXIII que podemos relacionar con las homilías, discursos, entrevistas del papa Francisco. La sintonía, pues, entre ambos papas no es sólo de palabras, sino de actitudes, gestos y modos de vida que hablan de un modo muy peculiar e inteligible por todos. Existe una sinto- nía y una similitud entre las dos personas. El buscar y vivir la “sustancia de la fe” en la vida de cada día y en relación de la Iglesia para consigo misma, para con Dios, para con otras religiones y para con todo el mundo implica recorrer un camino realmente teológico, vivo y esperanzador, por encima de mentalidades estrechas y de falsos profetas o profetas de calamidades; como afirmaba Juan XXIII: “Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anun- ciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente”. Nótese que estas palabras son expresamente citadas por el papa Francisco en el n. 84 de la EG exhortándonos a no dejarnos llevar por el pesimismo. 21 A las pocas horas de ser elegido papa, Francisco se dirige al pueblo romano, al Pueblo de Dios y al mundo entero con las sorprendentes sencillas palabras: “Buona sera”. Y, sin más, afirma: “Como saben, el deber de un cónclave es dar un obispo a Roma”. Y continúa: “La co- munidad diocesana de Roma tiene su obispo”. Al mismo papa Benedicto XVI lo llama “nuestro obispo emérito”. “Y ahora comenzamos este camino, obispo y pue- blo. Este camino de la iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad todas las iglesias. Un camino de hermandad, de amor, de confianza entre nosotros”. “Recemos por todo el mundo para que haya una gran hermandad”. “Les pido un favor: antes que el obispo bendiga al pueblo…”. En menos de tres minutos emplea seis veces la palabra “obispo”. No eran palabras aisladas de las que pronunciaría días más tarde en diversos lugares y circunstancias. A los obispos italianos reunidos les de- cía; “Queridos hermanos en el servicio episcopal… Soy obispo, como ustedes”. El p ap a Fr an ci sc o, ob isp o de R om a “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 22 Y en la festividad de san Pedro y san Pablo, el 29 de junio de 2013, antes de dar los palios a los nuevos obispos y arzobis- pos, les exhortaba a “confirmar” en la fe a los hermanos, “por- que la primera tarea del obispo de Roma, como la de todos los obispos, es fortalecerse entre ellos y fortalecer también al pueblo de Dios en la fe, en el amor y en la unidad”. “No solo el Obispo de Roma, también ustedes, los nuevos arzobispos y obispos, tienen la misma tarea…, salir de uno mismo para servir al santo pueblo de Dios”. “Como obispo de Roma”, dice en el n. 32 de la EG, “me corresponde estar abierto a las su- gerencias…” El saberse obispo de Roma y el tenerse como tal ante el con- junto de obispos tiene su sentido ecuménico en cuanto se considera a sí mismo como uno más entre sus hermanos los obispos de todo el mundo. Y en el énfasis con el que se pre- senta como tal, como obispo de Roma, “Francisco aparece, en la resaca de los títulos papales del Medioevo y de la edad moderna, como una roca de oposición. En vez de sostener la exclusividad, subraya lo que tiene en común con los hermanos en el episcopado” (G. Wassilowsky, “Francisco – Obispo de Roma. Actualización del título más antiguo del Papa”, en Se- lecciones de Teología, vol. 54, n. 21, enero-marzo 2014, 30). Esto es un signo claro de sentido histórico, al mismo tiempo que de sencillez, de rechazo de todo exclusivismo y de ale- jamiento de la realidad eclesial y teológica que había venido a menos. Pues “la historia de los títulos papales es en gran parte una historia del perseguido exclusivismo de títulos por parte de papas llenos de celo”. Este sentido histórico tiene un gran valor eclesiológico; de esta manera, Francisco es con- secuente con el método y modo de ver las cosas del Vaticano II en cuyos documentos no hay ningún otro título papal que se emplee tantas veces como el de Obispo de Roma. Puede El papa Francisco obispo dE roma 23 verse la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gen- tium, en la cualel término aparece no menos de 15 veces. Y la idea central es que el papa está estrechamente relacio- nado con el colegio episcopal, al cual pertenece también él. Naturalmente, él es la cabeza; por eso los obispos actúan cum et sub papa. De esta manera queda claro que no hay verdadera colegia- lidad sin el papa (ver especialmente n. 22 de la Lumen Gen- tium, que habla tanto del obispo de Roma como de su comu- nión con todo el Cuerpo episcopal. La expresión sub papa es preciso entenderla bien en el sentido de que el papa es la cabeza del cuerpo episcopal, del Collegium. Por lo tanto, los obispos deben mantener la comunión con él, reconociéndolo como Cabeza, pero, a su vez, el papa debe mantener la co- munión con los obispos; lo que, por una parte, significa que el papa nunca actúa en solitario y, por otra, que los obispos nun- ca sean tratados o considerados o tenerse a sí mismos como “acólitos” del papa. La comunión mutua lleva consigo el que la última palabra, especialmente en cuestiones fundamentales para la Iglesia, la tenga el papa, pero nunca sin los obispos). Todo esto acentúa el sentido de sinodalidad y la fuerza que da a la misma el papa Francisco. Por otro lado, Francisco afirma: “Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el papa reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido percibo la necesidad de avanzar en una saluda- ble ‘descentralización’” (EG 16). Por todo ello, sostiene, “debo pensar en una conversión del papado” (EG 32). Pues “en este sentido hemos avanzado poco”, asumiendo las palabras de la “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 24 Lumen Gentium, 23, al afirmar que las Conferencias episcopales “pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta”. Cabe resaltar aquí también las palabras del papa Francisco en su presentación a la Iglesia y al mundo comenzando un nuevo camino. “Este camino de la Iglesia de Roma, que es la que preside en la caridad todas las iglesias”. Es de capital importancia que en este contexto el papa hable de la Iglesia de Roma como la Iglesia “que preside en la caridad”. Se trata –como se sabe– de la carta de san Ignacio de Antioquía a los romanos, escrita (con todas las demás) entre los años 110- 117 (Ad Rom, Introd.). El texto dice: “A Iglesia (de Roma), que preside en la capital del territorio de los romanos… y puesta a la cabeza de la caridad….” Aunque se sabe que en la igle- sia de Roma por esos años había una presidencia colegial y todavía no se podía hablar de un episcopado monárquico, como sí sucedió a fines del siglo II, sin embargo la expresión denota una relación de caridad para con las demás iglesias, una situación en la cual en la iglesia de Roma (como en las otras iglesias) no existían títulos de poder ni de honores. Pre- side, pues, no con la fuerza del derecho sino, ante todo, con la fuerza de la caridad y de la fraternidad. En este sentido es de recalcar que en el “Anuario Pontificio” de 2013, a diferencia de las anteriores ediciones desde siglo y medio atrás, en la primera página figura solamente la frase escueta: “Francisco, obispo de Roma”. Sólo en la siguiente página se traen a colación los títulos papales. Mientras que hasta el papa Benedicto XVI incluido, se nombraban, en la misma primera página, los títulos que acompañaban al Obis- po de Roma. Así: Vicario de Jesucristo, Sucesor del Prínci- pe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la provincia El papa Francisco obispo dE roma 25 romana, Soberano de los Estados Pontificios y Siervo de los siervos de Dios. El ya citado autor G. Wassilowsky afirma: “Quien quiera que pueda detectar una idea tan original de con- tinuidad y discontinuidad en la estructuración de la primera pá- gina de esta auto-presentación de la jerarquía católica, en todo caso está demostrando una gran empatía con uno de los deseos centrales de Jorge Mario Bergoglio. ¿Por qué?” (“Francisco – Obispo de Roma”, 28; ver también, L. Boff, Francisco de Roma y Francisco de Asís, Madrid 2013, 78). Con este modo de pensar, de hablar y de actuar Francisco está desacralizando el papado, es decir, está quitándole esa especie de aureola sagrada que se le había adosado con los siglos; lo está desmitizando, pues se había convertido en un mito; algunos dicen que lo está “despaganizando”, sobre todo por el uso de algunos títulos asumidos del paganismo; pero la realidad es que lo está restaurando y dándole su verdadero significado y su valor directamente vinculados con Jesús y los primeros siglos de la Iglesia. Y no digamos nada acerca del uso de las insignias, de la indumentaria, del báculo de oro, de los atuendos de armiño y de seda, de la residencia en un pala- cio, de la distancia –casi separación– con los residentes en la ciudad del Vaticano. Por todo ello se entiende que Francisco haya quitado el piso y haya desestabilizado a tantos hombres y mujeres (desde cardenales hasta simples fieles de a pie) habituados a ver y desear las cosas de manera totalmente diferente; pero a la hora de la verdad menos evangélica y más mundana. A su vez, habría que decir que, por todas estas co- sas y otras muchas que estaremos señalando, muchas per- sonas –de toda clase, rango social, cultural y condición– que nada tienen que hacer ni con el papa ni con la Iglesia, ni con el cristianismo, sienten una especie de emoción que, a su mane- ra, también las desestabiliza de su modo de pensar, de ver y actuar hasta el momento presente en su propio mundo. 26 El papa no puede ejercer su ministerio como si se tratara de un super-obispo al que le están sujetos todos los demás obispos hasta en los más mínimos deta- lles. La sinodalidad a la que apela Fran- cisco pretende proporcionar a la Iglesia un estilo de gobierno más participativo, más pastoral, más solidario, más colegial y menos autoritario, o mejor, no autori- tario sino fraterno. Sabe perfectamente que él no ha recibido ninguna ordenación sagrada como para ocupar un lugar por encima de los demás; ha sido elegido por el grupo de cardenales para servir a la Iglesia como el primero entre los servido- res. Por eso puede afirmar rotundamente y con la mayor sencillez: “Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado” (EG 32). ¡Qué modo de pre- sentarse ante la Iglesia y ante el mundo entero tan diferente del pensar y del ac- tuar de la visión tradicional de los papas a lo largo de la historia! Se trata de un programa de vida y de una hoja de ruta impensable centenares de años y hasta pocas décadas atrás. Cuando uno exa- La s in od al id ad , el m od o de s er d e la Ig le sia La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia 27 mina la historia y ve que, si bien todos los papas se remiten en definitiva a Cristo, no tienen la idea y el talante evangélico de Francisco. Cierto, cada época de la historia tiene sus pro- pias vicisitudes, sus propios problemas, su propia cultura, su propia visión de la realidad y su propio modo de confrontarse con el Evangelio; y esto es válido para todos. Pero… No se trata de juzgar a nadie y menos a quienes han regido los destinos de la Iglesia desde su posición de poder-servi- cio; se trata de ver la historia con el mayor realismo posi- ble y de vivir el Evangelio siendo consecuentes con él y sus exigencias. Podemos pensar en el papa León Magno (440- 461) cuando asumió para el ejercicio de su poder los títulos de Papa y Sumo Pontífice; podemos pensar en Gregorio VII quien, con sus Dictatus papae (1075), como si se tratara de la “dictadura del papa”, asumió para sí los poderes religioso y secular; lo que lleva necesariamente a uncierto absolutismo diametralmente opuesto a toda democracia y a toda acción participativa en la línea del Evangelio y de los primeros siglos de la Iglesia. Podemos pensar en Inocencio III (1198-2016) y en Bonifacio VIII (1294-1303), asumiendo la cima del poder, y podemos también pensar en otros. Y se nos viene a la mente la figura del poverello de Asís y con él la persona del papa Francisco. Frente a estas y otras formas de ejercer el poder en la Iglesia, afirma H. Küng: “De hecho, Francisco de Asís representaba y aún representa la alternativa al sistema romano”… Y también: “Así, pues, las aspi- raciones centrales de Francisco de Asís, hondamente cristianas, han seguido siendo hasta hoy preguntas dirigidas a la Iglesia católica y ahora a un papa que programáticamente se llama Francisco: paupertas (pobreza), humilitas (humildad) y simplici- tas (sencillez). Esto explica probablemente por qué hasta ahora ningún papa se había atrevido a asumir el nombre de Francisco: “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 28 las exigencias se antojaban demasiado elevadas” (Humanidad vivida. Memorias, Madrid 2014, 670-671). El papa Francisco sabe perfectamente que, con su modo de actuar y su ferviente deseo de actuar “colegialmente” y en “sinodalidad”, no sólo se remite al concilio Vaticano II en la constitución dogmática De Ecclesia, sino que conecta con la mejor tradición de la Iglesia a la que justamente apela el mis- mo concilio. Hasta el concilio de Nicea (325) son muy pocas las referencias o alusiones de los papas sobre la colegialidad de los obispos. De hecho, algunas referencias en las cartas del papa Cornelio en su correspondencia con san Cipriano (s. III), obispo de Cartago, se encuentran raros fragmentos en la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea y en las obras de san Atanasio y san Cirilo de Alejandría. Los papas del si- glo IV, de igual manera, son pocas las veces que hablan del episcopado como “Collegium”. Entrados en el siglo V, y como consecuencia de las discusiones, cartas y tratados de y en los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451), va surgiendo y afirmándose la idea de la colegialidad. La palabra “collegium” tiene usos muy variados. En todo caso con ella se designa el conjunto de los obispos en comunión con el papa. De ahí que los papas hablan de collegium “nostrum”, “collegii unione numeramus” y otras. Aquí siempre se resalta la idea de la comunión y cómo este colegio de los obispos sucede al colegio de los Apóstoles. A veces se usa el término en sen- tido más restringido designando a los obispos de una o varias provincias eclesiásticas. Pero también se habla de “collegium” para designar a los obispos separados de la comunión entre sí y con el papa. A veces, incluso, se emplea dicho término para designar al clero de una iglesia local. Con mucha frecuencia a la palabra “collegium” acompaña la palabra “communio”, “con- sortium” y otras. Pero llegados a la Edad Media, la idea de La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia 29 colegialidad episcopal, si bien no es ignorada, tampoco es muy usada y menos perfeccionada. Los autores de la Edad Media apenas hablan del colegio de obispos, y menos del colegio de los apóstoles. Muy expresivas las palabras de Y. Congar: “En la Edad Media se toma la palabra Collegium como proveniente de “lex”, ya sea directamente, ya sea por intermedio del término “lego”; la palabra expresa así la idea de ser o estar unidos por la misma ley y las mismas obligaciones”, pero esto no implica otra cosa que tener la idea de sociedad, de hombres asociados para realizar alguna cosa juntos. Siglos más tarde, manteniendo, por una parte la idea del co- legio episcopal, se introduce en la Iglesia y en la teología la idea de que la existencia de los cardenales es de “derecho divino” (¡¡!!) (“ius divinum”). Mientras tanto en Trento (1545- 1563) y siglos posteriores, al tiempo que se va desarrollando la doctrina del primado y de la infalibilidad del romano pontí- fice, se resalta la idea de la responsabilidad del episcopado en el magisterio y en el gobierno de la Iglesia universal. Pero “esta situación de equilibrio se rompió al prevalecer, en el curso de las décadas posteriores al Vaticano I, la fracción que identifica la ortodoxia con la afirmación exclusiva de las prerrogativas del romano Pontífice, aun al precio de la interrupción y del rechazo de una práctica y de una doctrina absolutamente tradicionales”. De aquí proviene el hecho de que, en la Iglesia, “al policentrismo del primer milenio se le sustituye el monocentrismo que cada vez tenderá más hacia el monolitismo” (Ver, para este tema, La collégialité épiscopale. Histoire et théologíe; obra en colabora- ciòn. y con Introducción de Y. M. Congar, Paris 1965, 42 ss.; 99 ss.; 183ss.). Es sabido como el concilio Vaticano I (1870), al hablar del papa prácticamente se limita a afirmar las prerrogativas pa- “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 30 pales. Por ello, Vaticano II desarrolla toda una teología sobre el episcopado y en especial sobre la colegialidad episcopal; “un concepto que no era nuevo, pero cuyo reconocimiento había sido impedido durante la Edad Media por una consideración ex- cesivamente exclusiva de los apóstoles y de los obispos disper- sos; posteriormente por una cierta ideología del colegio carde- nalicio… El Vaticano II reconoce y afirma una sucesión colegial del Cuerpo u orden episcopal al poder colegial de los apóstoles sobre la Iglesia universal; entendiendo que “colegio” no se toma en el sentido del derecho romano (coetus aequalium = un grupo de iguales), sino en un sentido más amplio de grupo estable que, según el Nuevo Testamento, es un cuerpo estructurado, cuyo jefe es Pedro” (Y. Congar, Eclesiología. Desde san Agustín hasta nuestros días, BAC, Madrid 1976, 298-299). Los nn. 22 y 23 de la Lumen Gentium tratan ampliamente del tema tanto sobre el Colegio de los obispos y su Cabeza como de las relaciones de los obispos dentro del Colegio. Así, el n. 22a afirma: “Así como por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un solo Colegio Apostólico, de modo semejante el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles, se unen entre sí”. En el mismo número 22, a renglón seguido el concilio apela a “la más antigua disciplina, según la cual los obispos estable- cidos por todo el orbe estaban en comunión entre sí y con el obispo de Roma por el vínculo de la unidad, de la caridad y de la paz”. Y “este Colegio expresa la variedad y universalidad del pueblo de Dios en cuanto está agrupado bajo una sola cabeza” (Prescindimos aquí del punto referente a las relacio- nes entre primado y episcopado, tema que sigue en discusión en la actualidad). La constitución dogmática Lumen gentium, en el n. 23, habla de cómo “las Conferencias episcopales pueden actualmente prestar una extensa y fecunda ayuda a fin de que el afecto colegial desemboque en una aplicación La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia 31 concreta”. Y todos sabemos el papel que ejercen las Confe- rencias episcopales en toda la Iglesia, así como los sínodos mundiales tan repetidos después del Vaticano II. Es aquí precisamente donde conectamos con el papa Fran- cisco y con su doctrina sobre la sinodalidad. Como paso pre- vio a la misma advierte que “percibe la necesidad de avan- zar en una saludable ‘descentralización” (EG 16), desde el momento en que no se debe esperar del magisterio papal una palabra definitiva sobre todos los temas y problemas que afectan a la Iglesia. Lo que significa que en el pasado las cosas han ido por otro camino. Es decir, todo el episcopado, el “collegium”, “in solidum”, debe estar comprometido con la búsqueda de la verdad y con la exposición de la misma. Más adelante, Francisco señala: “Me corresponde, como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fielal sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización” (EG 32). Algo parecido pidió el papa san Juan Pablo II para poder cumplir con el ejercicio del primado; pero Francisco añade de inmediato: “Hemos avanzado poco en este sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan escu- char el llamado a una conversión pastoral. El concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas Iglesias patriarca- les, las Conferencias episcopales pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una apli- cación concreta” (EG 32; hace referencia al n. 23 de la Lumen Gentium). El papa sigue insistiendo en que “una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera” (EG 32). Y poco más adelante: “Lo importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y espe- “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 32 cialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral” (EG 33). Se puede apreciar en este texto que el papa Francisco busca el apoyo no solamente de sus ‘colegas’ obispos, sino también de todos los hermanos. Y en una de las muchas entrevistas que el papa ha concedido u homilías que ha pronunciado: “Debemos caminar juntos: la gente, los obispos y el papa. Hay que vivir la sinodalidad a varios niveles. Quizá es tiempo de cambiar la metodología del sínodo, porque la actual me parece estática. Eso podrá llegar a tener valor ecuménico, especialmen- te con nuestros hermanos ortodoxos. De ellos podemos apren- der mucho sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre la tradición de sinodalidad. El esfuerzo de reflexión común, ob- servando cómo se gobernaba la Iglesia en los primeros siglos, antes de la ruptura entre Oriente y Occidente, acabará dando frutos”. Dicha sinodalidad debe extenderse –de alguna manera– a toda la comunidad cristiana. Por ello afirma el papa estas pa- labras que tienen que dar nuevas pistas para la teología: “Te- nemos que caminar unidos en las diferencias: no existe otro camino para unirnos. El camino de Jesús es ése”. Y, aunque se trate de palabras de un obispo, san Cipriano de Cartago (s. III), y no del papa, vale la pena recordarlo por su interés especial en mantener viva y permanente esta sinoda- lidad dentro de su iglesia local y en relación con otras iglesias locales. San Cipriano está poniendo en práctica lo que dos siglos más tarde dirá san León Magno: “Lo que a todos ata- ñe, debe ser decidido por todos”. De diversas maneras y en diversas cartas afirma san Cipriano: “En cuanto a lo que me han escrito mis hermanos en el sacer- docio…, no he podido responder por mí solo, puesto que desde La sinodaLidad, eL modo de ser de La igLesia 33 el principio de mi episcopado determiné no tomar ninguna reso- lución por mi cuenta sin su consejo y el consentimiento de mi pueblo” (= “nihil sine consilio vestro et sine consensu plebis mea privatim sententia gerere” (J. Campos, Obras de san Cipriano. Tratados. Cartas, BAC Madrid 1964, Carta 14, IV). Y en otro lu- gar: “Hay que consultar a todos los obispos, presbíteros, diáco- nos, confesores y a los mismos legos (“et ipsis stantibus laicis”); (J. Campos, Obras de san Cipriano, Carta 31, VI, 1). Así en otros muchos lugares. Y ya hemos visto páginas atrás cómo el obispo de Roma, el papa Cornelio, apela a la comu- nión (sinodalidad) de todas las Iglesias unidas a la del obispo de Roma. Así, el papa Francisco está haciendo camino siguiendo la ruta de las iglesias particulares unidas a la iglesia de Roma, con su obispo; apela, como vemos, a los primeros siglos de la Iglesia reconociendo que ese era el camino más acertado para el gobierno y marcha de la Iglesia universal. Lo que sig- nifica que enlaza con la mejor tradición de la Iglesia, la asume y la interpreta haciéndola vida de la Iglesia en la actualidad, ciertamente trámite concilio Vaticano II y tomando muy en serio las líneas de acción de las Conferencias Episcopales Latinoamericanas, especialmente Aparecida (2007); pasan- do, por supuesto, por Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). 34 Nos encontramos en este punto con una de las claves hermenéuticas más importantes de la Exhortación. Cuando el papa Francisco afirma con toda de- cisión y convicción: “Quiero una Iglesia pobre para los pobres” (EG 198) no es porque se deje guiar por una especie de sentimiento profundo o se inspire en un mero altruismo que le impulsan a hacer el bien a los más necesitados. La base de esa afirmación es netamente cristo- lógica, no puramente ni primordialmente sociológica; es decir, se fundamenta en la persona misma de Cristo, en su vida, en su trato para con los mismos pobres, en su relación para con Dios Padre y como ungido por el Espíritu; se basa en su predicación, en su muerte y en su re- surrección. Dicha base cristológica la ex- presa de modo muy certero el papa Be- nedicto XVI con las palabras: “La Iglesia hizo una opción por los pobres, entendi- da como una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia”. “Esta opción –enseñaba Be- nedicto XVI en Aparecida (Brasil)– está Un a Ig le sia p ob re p ar a lo s po br es Una IglesIa pobre para los pobres 35 implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (EG 198). Y Francisco apunta seguidamente: “Por eso, quiero una Iglesia pobre para los pobres”. Evangelio y coyuntura huma- na siempre son inseparables. También en este punto, aparte de remitirse al Evangelio y a la tradición cristiana, el papa se remite al concilio Vaticano II, aun cuando éste no haya tratado de modo explícito el tema. Pero sí mostró preocupación e interés por el mismo sobre todo a través de diversos padres conciliares. No cabe duda de que influyó en algunos o muchos de ellos. La constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen Gentium, nos presenta una muy rica doctrina cuando afirma: “Como Cristo…, así la Iglesia. Cristo Jesús se hizo pobre, sien- do rico; así la Iglesia… no está constituida para buscar la gloria terrestre… Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres…; así la Iglesia…, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y sufriente…, y pretende servir en ellos a Cristo” (Lumen Gentium, 8c). La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, se inicia con estas palabras: “Los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias…, principalmente de los pobres y afligidos por cualquier situación, son los gozos y las esperan- zas, las tristezas y las angustias de los discípulos de Cristo” (Gaudium et spes, 1). Y en esta misma constitución pastoral: “El espíritu de pobreza y de caridad son la gloria y el tes- timonio de la Iglesia de Cristo” (n. 88a). Esto simplemente para dar a entender que Vaticano II no fue ajeno a la realidad de los pobres y a la relación de la Iglesia para con ellos. Ya el papa Juan XXIII había hablado sobre la “la Iglesia de los pobres”, expresión que caló en no pocos padres conciliares “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 36 que quedaron marcados por esta realidad y la mostraron a su manera. Así, el cardenal Lercaro y otros; aparte de los padres que redactaron el llamado “Pacto de las catacumbas” pocos días antes de finalizar el concilio e hicieron una especie de profesión de vivir en sus diócesis lo que en dicho Pacto fir- maron; entre ellos figuraba el tan conocido Helder Cámara (arzobispo de Olinda y Recife – Brasil) y alrededor de una veintena de obispos latinoamericanos. (Para tomar nota del tema a la hora del concilio y del inmediato post-concilio, ver J. Dupont, “La Iglesia y la pobreza”, en la obra en colabor. y dirigida por G. Baraúna, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona 1966,vol. I, 401-431). Quien quiera tratar este tema de la Iglesia y los pobres no puede menos de remitirse a los primeros siglos del cristianis- mo y ver la realidad y los escritos de los Padres cuya doctrina al respecto está basada, por supuesto, en el Evangelio o Bi- blia en general. El papa trae a colación muchos textos bíbli- cos –los más conocidos por todos– tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. De aquí que pueda afirmar sin género de duda: “Para la Iglesia la opción por los pobres es una cate- goría teológica antes que cultural, sociológica, política o filo- sófica” (EG 198). De esta manera puede hablar de la opción por los pobres, de opción por los últimos, de opción preferen- cial por los pobres, de opción preferencial por los más pobres, del lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios, del camino de nuestra redención signado por los pobres, y de que ellos tienen mucho que enseñarnos. Por eso los Padres de la Iglesia decían que “los pobres son nuestros maestros”. Una de las razones para considerarlos nuestros maestros la señala el papa con estas palabras: “(Los pobres), además de participar del sensus fidei en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente” (EG 198). Una IglesIa pobre para los pobres 37 Todo esto obliga a la Iglesia a “escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comuni- carnos a través de ellos” (EG 198). Al mismo tiempo supo- ne “poner la atención en ellos, una “atención amante”, una “preocupación por su persona”, “una cercanía real y cordial”, “valorarlos en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe”. Lo que significa –entre otras cosas– “acompañarlos adecuadamente en su camino de liberación”. Esta atención real y este amor hacia ellos, esta actitud de vida es la que “diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos” (EG 200). Esta visión de la pobreza y de los pobres y este modo de re- lacionarse con ellos implica para el papa todo un modo previo de pensar, toda una teología que, para Francisco, es “teo- logía popular” la cual, a su vez, se relaciona estrechamen- te o conduce a una “piedad popular” que lleva consigo una gran “fuerza evangelizadora” y que implica una “verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de Dios”. El Documento de Aparecida –al que el papa se remite frecuentemente– insiste en que “gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular”, o también de la llamada “espiritualidad popular” o “mística popular” (EG 122- 126). A su vez, esta “piedad popular” –si bien es cierto que debe purificarse constantemente, como es natural a todo tipo de piedad y en todas partes– está relacionada con una teo- logía que, de igual manera, debe afinarse y enriquecerse sin cesar. Toda teología tiene su base en una determinada espiri- tualidad, y ambas se alimentan y perfeccionan recíprocamen- te. Pero para el papa Francisco es claro que “las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 38 prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nue- va evangelización” (EG 126). Como es sabido, el papa Francisco jugó un rol decisivo en el desarrollo y redacción del Documento de Aparecida (2007). Si bien desde años atrás estaba en sintonía con estos modos de pensar y actuar respecto de los pobres, y de una Iglesia pobre y para los pobres. Éste era como su “hábitat” natural en el ejercicio de su ministerio sacerdotal y episcopal. En el modo de ser y de actuar del papa Francisco se percibe, más que el interés por alcanzar resultados concretos e inmedia- tos, la capacidad para generar en la gente, en el Pueblo de Dios, con tiempo y con pausa, procesos o movimientos que le ayuden a vivir su fe con la mayor fortaleza posible. Juan Carlos Scannone, sj, profesor durante años del hoy papa Francisco, frente a la relación entre la teología del Pue- blo y la teología de la liberación, afirma: “Para mí, se puede considerar que lo común a todas las distin- tas ramas o corrientes de la Teología de la Liberación es que se teologiza a partir de la opción preferencial por los pobres. Usa la mediación, para pensar la realidad histórica de los pobres, no sólo de la Filosofía –lo que hace la Teología como ciencia– sino de las Ciencias Sociales y Humanas. Lo que pasa es que hay corrientes que privilegian más un análisis social, socioes- tructural (Sociología, Economía...), mientras que la Teología del Pueblo se vale más de las Ciencias de la Cultura y la Reli- gión. De la Historia, sin negar el aporte del análisis social como mediación. En lugar de usar el análisis social marxista o el libe- ral, la Teología del Pueblo emplea categorías (para pensar la teología...) encontradas en la Historia, en la cultura de América Latina. Y, en particular, de la Argentina”. Una IglesIa pobre para los pobres 39 Por ello, la teología del pueblo propiciada por el papa Fran- cisco está especialmente ligada a la cultura de cada pueblo. E insiste no solamente en el aspecto moral y afectivo como algunos pretenden, sino en la realidad integral del hombre po- niendo el énfasis, según circunstancias y situaciones en las que se encuentra la sociedad en cada época, en los puntos más cruciales. Por ello, a muchos parece inexacto el hablar de una “Iglesia pobre y para los pobres”, y como que sería más pertinente hablar de “Iglesia austera, pero no pobre”; y, por otro lado piensan que hablar de “Iglesia para los pobres” es también inexacto; pues debiera decirse “para todos”, como si en la expresión del papa todo se redujera a la pobreza ma- terial o no tuviera en cuenta suficientemente otros aspectos de la misma que afectan al hombre en su integridad y a todos los hombres. Si el papa Francisco ha tomado el nombre del poverello de Asís es, sin duda, por la característica fundamental del santo: la pobreza. Pero precisamente san Francisco nunca entiende ni vive la pobreza poniendo el acento en el tener o en el no tener, sino, ante todo, en la capacidad para desprenderse de sí mismo, la capacidad para devolver al Señor lo que de Él ha recibido, todo lo que es y lo que tiene, la capacidad para el desasimiento y por tanto para la solidaridad de suerte que lo que busca es vivir una vida sobria, con sencillez y, sobre todo compartida no sólo con sus hermanos los hombres sino con la creación entera. Este es el sentido que el papa Fran- cisco quiere dar a la pobreza y a la expresión “quiero una Iglesia pobre y para los pobres”. Evidentemente se trata de un camino a recorrer a lo largo de la propia existencia. Vivir el Evangelio lleva consigo todo un proyecto, así vivir la pobreza que proclama el Evangelio es un ideal, una utopía, que abar- ca toda la vida. Es preciso ponerse en este camino y andar hacia adelante. Este modo de vivir la pobreza crea fraternidad “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 40 ajena al ansia de producir para acumular y del tener más para gastar más y, por lo mismo, está guiado por una permanente búsqueda de igualdad (“equidad”, como contrapuesta a “in- equidad”, dirá la EG 53, 54, 59, 60) . Bastaría leer con detenimiento la Exhortación EG, o el libro escrito por el cardenal G. Müller y G. Gutiérrez con ese mis- mo título (Una Iglesia pobre y para los pobres), o también leer el capítulo XIII: “Solidaridad y protesta”, del libro de G. Gutiérrez Teología de la liberación. Perspectivas, 7a. edición, mayo 1990, 409-431; aparte de los documentos de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida que abundan en expli- caciones al respecto. En todos estos escritos se va mucho más allá del deseo de superar las necesidades básicas (ma- teriales-económicas) del ser humano. La Biblia y la tradición cristiana nuncahan dejado de ver al hombre en su integridad. No en vano en la teología de la liberación están implicadas las principales ramas del saber: humanidades, historia, so- ciología, economía, cultura, religión, filosofía y, por supuesto, teología. Es natural, por otra parte, que, con el correr del tiem- po y el sucederse de las generaciones, se vayan implicando nuevos aportes de otras ciencias. El solo hecho de que se considere a los pobres no sólo como objetos de su liberación (integral) sino como sujetos que ha- cen y construyen su propia historia porque son capaces de pensar y de actuar por propia cuenta, con sus propias cate- gorías, indica que la vista se dirige más allá de la perspectiva meramente económica. Pero ésta nunca falta y se impone por su propio peso. La Iglesia y la teología quieren insertarse en esta dinámica ayudando a los demás a generar su propio estilo de vida, a ser gestores de su propia historia desde su cultura en cuanto ésta “abarca la totalidad de la vida de un pueblo” (EG 115, asumiendo aportes de Puebla respecto al Una IglesIa pobre para los pobres 41 significado de cultura). Ya el concilio Vaticano II había afir- mado en la Gaudium et spes: “naturaleza y cultura se hallan unidas estrechísimamente” (cit. en EG 115). Aquí también, de forma más o menos expresa o implícita, se advierte la doc- trina del Vaticano II: “Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. El hombre, por consiguiente, todo entero, cuerpo y alma, co- razón y conciencia, entendimiento y voluntad” (Gaudium et spes, 3b). 42 Pienso que también este tema del Pue- blo de Dios es clave hermenéutica para una lectura lo más correcta posible de la EG. Pareciera que la imagen de Iglesia que más llama la atención al papa Fran- cisco y sobre la que más insiste es la de Pueblo de Dios. En realidad en toda la Exhortación la expresión “pueblo” ocurre 164 veces; y sólo en el capítulo III, más de 40 veces. Y especialmente en este capítulo abunda la expresión “Pueblo de Dios”, “su pueblo” (de Dios), “pueblo fiel de Dios”, simplemente “pueblo”, “pueblo fiel”, “nuestro pueblo”, y ya al final de la Exhortación dice: “Es lindo ser pueblo fiel de Dios” (EG 274). De aquí que, como veíamos más arriba, tenga predilección por la “espiritualidad popular”, “mística popular” o “piedad popular”. Esto significa haber asumido con de- cisión la voluntad del concilio Vaticano II al dedicar el capítulo II de la Lumen gentium al Pueblo de Dios antecediendo este tema al de la jerarquía en la Iglesia (cap. III). Ya a los pocos años de celebra- do el concilio el cardenal L. Suenens dijo, La Ig le sia , P ue bl o de D io s La IgLesIa, PuebLo de dIos 43 con gran conocimiento de causa, que aquí se había dado un “giro copernicano”, pues antes del concilio y al comienzo del mismo parecía imposible tal giro. Quien ha seguido la evolu- ción de este tema desde la publicación de la Lumen Gentium hasta hoy percibe con claridad el significado de esta decisión del papa Francisco. No es algo que simplemente cae de su peso, es algo bien pensado y meditado. El papa Francisco habla de la “primacía de la gracia” (EG 112) como Y. Congar hablaba hace muchos años de la “ontología de la gracia”, de la “realidad de la existencia humana” y de su “prioridad y su primacía respecto a la organización social o a la estructura jurídica”. Vaticano II, en la Lumen gentium, “ha operado un recentramiento vertical sobre Cristo y un descen- tramiento horizontal sobre la comunidad y el Pueblo de Dios” (Eclesiología, 297). El capítulo III dedicado a la jerarquía tiene su sentido último, o primero, en el “servicio”. “El Pueblo de Dios está estructurado por una jerarquía cuyo carácter fun- cional se subraya (sin reducirla a esto) en su naturaleza de servicio”. El concilio vio que dicha expresión indica, ante todo, la “histo- ricidad (y por consiguiente, la imperfección, la reformabilidad) de una Iglesia que ‘entra en la historia de los hombres’”. Esta concepción de la Iglesia le permite “liberarse de la preocupa- ción obsesiva del poder, del prestigio, de una definición ju- rídica de las relaciones más o menos concurrenciales entre poderes; así el Vaticano II ha renovado la manera de abordar la relación entre la Iglesia y el mundo” (297-298). Todos sabe- mos las dificultades que ha tenido que superar la expresión Pueblo de Dios precisamente por el temor que pudiera entra- ñar la palabra “pueblo” como si se tratara de un populismo o de una realidad meramente social. Pero la realidad bíblica y de la mejor tradición de la Iglesia, no han tenido tal temor o “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 44 lo han enfrentado y superado precisamente por aceptar en el origen de todo la “ontología de la gracia”. Totalmente de acuerdo en que la Iglesia es comunión y que ésta debe expresarse y hacerse presente en sus relaciones para con Dios, dentro de la Iglesia y con el mundo entero. Es lo que puso de relieve el sínodo mundial de obispos de 1985 dejando de lado, en buena parte, el concepto de Pueblo de Dios. No tiene por qué darse ninguna oposición; de hecho, no se da. Pero queda claro que si se puede entender y aplicar mal la expresión Pueblo de Dios, puede afirmarse otro tanto de la expresión “comunión”. En el primer caso se puede caer en un populismo y en una visión sociológica de la Iglesia, mientras que en segundo se puede caer en un espiritualismo que no tiene arraigo en la realidad; y no solo eso, sino que la evade. Las dos imágenes deben ser tenidas en cuenta y deben complementarse y enriquecerse mutuamente, pero la realidad Pueblo de Dios ha sido asumida y elegida con pleno conocimiento de causa por el concilio Vaticano II para desig- nar a la Iglesia con la clara intención de hacerla preceder a la doctrina sobre la jerarquía y con prioridad a cualquier otra imagen. El papa Francisco afirma con toda claridad: “La evangeliza- ción es tarea de toda la Iglesia. Pero este sujeto de la evan- gelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios” (EG 111). Esto dicho, el papa advierte que se trata de un misterio que enraíza en la misma Trinidad. “Es ciertamente un miste- rio que hunde sus raíces en la Trinidad” (“Ecclesia de Trinita- te”, como afirma Lumen Gentium: “Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Pa- dre y del Hijo y del Espíritu Santo”, 4b, citando a san Cipriano de Cartago); “pero –añade el papa– tiene su concreción his- La IgLesIa, PuebLo de dIos 45 tórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión institucional” (EG 111). A partir de aquí Francisco se detiene en largas y densas ex- plicaciones sobre las raíces, los valores y la misión del pueblo de Dios. La Iglesia es “un pueblo para todos”; “ser Iglesia es ser Pueblo de Dios”, “lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio”; es el “fer- mento de Dios en medio de la humanidad” (EG 114). Es “un pueblo con muchos rostros”, EG 115); pero pueblo en el que “todos somos discípulos y misioneros” (EG 119). Por ello, con su misión y evangelización puede llegar a todas las culturas sin invadir ninguna y sin reducirse a ninguna. Pues “no podemos pretender que los pueblos de todos los continen- tes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de la expresión de una cultura” (EG 118). En su permanente conexión con el concilio Vaticano II, la Ex- hortación papal no podía menos detenerse en el número 12 de la Lumen Gentium que habla del “sensus fidei” del Pueblo de Dios. Comenta dicho número con las siguientes palabras: “El Pueblo de Dioses santo por esta unción que lo hace infa- lible ‘in credendo’. Esto significa que cuando cree no se equi- voca, aunque no encuentre palabras para expresar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación”. Este es un punto en el que la misma teología aún no ha insistido lo suficiente o no ha calado lo suficiente en muchas mentes. Es lo que los teólogos llaman “infallibilitas in credendo” (= “in- falibilidad en el creer”), que va de la mano con la “infallibilitas in docendo” (= “infalibilidad en el enseñar”), que compete a la “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 46 autoridad en la Iglesia (capítulo III de la LG). Pero ésta nunca se da sin aquella; es más, aquella constituye siempre la base de ésta; por eso la Iglesia es, ante todo, discípula antes de ser maestra. Es preciso citar las palabras del papa: “Como parte de su misterio de amor a la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que les ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios”. Es más: “La presencia del Espíritu otorga a los cris- tianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aun- que no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión” (EG 119). Y esto en virtud del bautismo, por lo que cada miembro del Pueblo de Dios es discípulo misionero y evangelizador. Aquí el papa afirma, teniendo muy en cuen- ta el documento de Aparecida: “Ya no decimos que somos discípulos y misioneros, sino que somos siempre discípulos misioneros” (EG 120). Dentro de este tema del Pueblo de Dios el papa Francisco no podía dejar de mencionar la doctrina de los carismas, siem- pre en relación con el número 12 de la Lumen gentium. Tema tan tratado y que sin duda ha dado buenos frutos para una mejor inteligencia de la Iglesia, pero sobre todo para la vida de la misma enriquecida por la gracia del Espíritu Santo. Dice el papa Francisco: “El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangeli- zadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia. No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integra- dos en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador” (EG 130). La IgLesIa, PuebLo de dIos 47 El papa Francisco se extiende en explicar los beneficios que recibe la Iglesia en su totalidad, como Pueblo de Dios, a tra- vés de los carismas, que son gracias para el mayor bien de los hermanos. Cuando no pocas veces se hace difícil el dis- cernir si se trata de un carisma auténtico o de otra cosa ajena al mismo, el papa advierte al respecto: “Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos” (EG 130). Este integrarse armónicamente no significa en modo alguno que favorezca la uniformidad; en realidad, las diferencias, aunque a veces sean incómodas, sin embargo pueden y muchas veces, de hecho, favorecen el dinamismo misionero. Es el Espíritu San- to, quien suscita esa diversidad, y quien “puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción” (EG 131). Se trata, en todo caso, de un desafío que es preciso enfrentar, “aunque duela”, siempre que favorezca la comunión. El carisma, así entendido y vi- vido, siempre es fructífero. Así visto, el carisma es suscitado por el Espíritu en favor de una sana pluralidad que robustece la comunión. “En cambio –asegura el papa– cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nues- tros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la Iglesia” (EG 131). Por todo ello es preciso sentirse unidos con toda la Iglesia, Pueblo de Dios, y desde esta unión se dará lugar a la investigación que especialmente compete a los teólogos. De manera que “la Iglesia, empeñada en la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por la investigación teo- “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 48 lógica, que promueve el diálogo con el mundo de las culturas y de las ciencias.” De este modo, el papa deposita su confianza en los teólogos esperando de ellos un trabajo que es verdadero servicio a la Iglesia y al mundo. Por ello dice: “Convoco a los teólogos a cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la fidelidad evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio” (EG 132). Y ya antes, al hablar de la interpretación de la pala- bra revelada y de la comprensión de la verdad, afirma que “la tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a ‘madurar el juicio de la Iglesia’” (EG 40, cit. la Const. Dogm. Dei Verbum 12c). La investigación de los exégetas y teólogos ayuda a en- riquecer el pensamiento filosófico, teológico y pastoral, pero solo si ellos “se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el amor”. Y advierte, con la fuerza que da la experiencia: “A quienes sueñan con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices esto puede parecerles una imperfecta dis- persión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio “(EG 40). Esta clara apertura hacia la misión de los teólogos en la Igle- sia y en mundo debe ser valorada por todos, frente a situa- ciones pasadas en las que decenas de ellos fueron tachados de alguna manera y hasta removidos de su “misión canónica” por causas no siempre precisadas y, en algunos casos, sin contar con el conocimiento directo de los mismos; lo que indi- ca que el diálogo del que se ha hablado tanto brillaba por su ausencia. Pareciera que lo que se buscaba era precisamente lo que el papa Francisco rechaza: la uniformidad y la homo- logación. La IgLesIa, PuebLo de dIos 49 No se trata, pues, de ser fieles a determinadas fórmulas, por lo que hay que atender a la permanente novedad del lengua- je; pues “a veces, escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo que no corresponde al verdadero Evangelio de Jesucristo” (EG 41). De aquí que no haya que tener miedo a revisar fórmulas y expresiones por muy tradicionales que parezcan, pues pueden ser muy bellas, pero no tienen, como en otras épocas, la fuerza educativa como cauces de vida (EG 43). Y si no son cauces de vida, son fórmulas ‘muertas’ que pretenden ser presentadas como soluciones y respuestas a preguntas que nadie se hace. Hay que tener valor para respetar y apreciar muchas fórmulas de tiempos pasados, pero sabiendo verlas en su propio lugar en la cadena de la historia, como eslabones, válidos en su mo- mento y que hoy forman parte de una historia que tiene sus propias exigencias y va descubriendo nuevos aspectos de la verdad. 50 Decir que la Iglesia es, es lo mismo que decir que la Iglesia es misionera o evan- gelizadora al estar estrechamente vincu- lada con Jesús, el misionero y evange- lizador por excelencia. Evangelizar sig- nifica estar dispuestos a dar la vida: “La vida se acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De he- cho, los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás” (EG 9; cit. Aparecida, 360). Y esta actitud de vida produce una alegría indecible, pues “con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (EG 1). Es la alegría del Evangelioque ha de extenderse a todo el pueblo, sin excluir a nadie (EG 23). Iglesia en salida, Iglesia que deja de ser autorreferencial, Iglesia comunidad de discípulos que “primerean, que se involu- cran, que fructifican y que festejan” (EG 24). No hay duda de que el papa Fran- cisco habla después de haber obtenido una larga y profunda experiencia respec- Un a Ig le sia e n éx od o pe rm an en te Una IglesIa en éxodo permanente 51 to de la Iglesia como misionera, conociendo los avatares de la misma misión, habiendo recorrido la historia para verificar las trochas que se han ido abriendo poco a poco, contrastando la resistencia de la Iglesia en “éxodo” de sí misma con la idea y la práctica de la autorreferencialidad; reconociendo la historia de los diversos modelos de Iglesia a lo largo de los siglos, las contraposiciones entre sagrado y profano, entre natural y sobrenatural, entre lo escatológico y lo histórico. De la mano del concilio Vaticano II, de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI (1975) y de otros documentos, y de la mano de la propia ex- periencia, lo que logra es no sólo reavivar el sentido de la misión y de la Iglesia esencialmente misionera, sino también logra reactivar la eclesiología. Por ello que puede hablar de una “impostergable renovación eclesial”. Por ello, también puede afirmar: “Sueño con una op- ción misionera capaz de transformarlo todo, para que las cos- tumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evange- lización del mundo actual más que para la autopreservación” (EG 27). Por eso no le asusta el hablar de la reforma de es- tructuras, de la exigencia de una conversión pastoral y de la necesidad de que ambas se vuelvan más misioneras. Pues “hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo evangelizador; igualmente las buenas estruc- turas sirven cuando hay una vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y auténtico espíritu evangélico, sin ‘fidelidad de la Iglesia a la propia vocación’, cualquier estruc- tura nueva se corrompe en poco tiempo” (EG 26). Esto está dicho apoyándose en el Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6. De manera que es una nueva prueba del enlace de la EG con el concilio Vaticano II. Y es precisamente en el capítulo I titu- “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 52 lado La transformación misionera de la Iglesia, que Francisco afirma: “Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como obispo de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso darle y a las necesidades actuales de la evangelización” (EG 32). Y seguidamente reconoce que en la reforma del mismo pa- pado se ha avanzado poco por lo que se refiere al cambio de las estructuras centrales de la Iglesia universal, pues también ellas “necesitan escuchar el llamado a una conversión pas- toral”. Y abierto, como siempre, a nuevas ideas y a nuevas experiencias misioneras sostiene que “una excesiva centra- lización, más que ayudar, complica la vida de la Iglesia y su dinámica misionera” (EG 32). El papa compara a la Iglesia con “una madre de corazón abierto”. De aquí que “la Iglesia ‘en salida’ es una iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rum- bo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino” (EG 46). El reconocido teólogo K. Rah- ner, con su fino sentido del futuro, decía ya el año 1972: “En el futuro hemos de atrevernos a ser no sólo una Iglesia de ‘puertas abiertas’, sino una ‘Iglesia abierta’. No podemos que- darnos en el ghetto ni debemos volver a él… Uno tiene la tenta- ción de ‘purificar’ la Iglesia en un ‘movimiento en pro del papa y de la Iglesia’ o con los medios similares de una pseudortodoxia en último término estéril, de fijar los límites lo más rápidamente Una IglesIa en éxodo permanente 53 posible mediante medidas administrativas, de ‘restaurar’; en re- sumen de iniciar la marcha hacia el ghetto” (Cambio estructural de la Iglesia, Madrid 1974; orig. alemán de 1972). Con razón el papa Francisco repite: “Ya no nos sirve una sim- ple administración”. La Iglesia debe vivir en un “estado per- manente de misión” (siguiendo a Aparecida, 201, 551). La Iglesia está llamada a ser “la casa abierta del Padre”; pero no sólo ni principalmente por la apertura de los templos. Hay otras puertas que tampoco se pueden cerrar por una razón cualquiera, se refiere, sobre todo, a los sacramentos del bau- tismo y eucaristía, la cual “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” (EG 47). El excesivo rigor en estos puntos lleva a que nos compor- temos “como administradores de la gracia y no como facilita- dores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”. Y si a alguien debe privilegiar es “a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que no tienen con qué recompensarte” (EG 47). Uno no puede menos de fijar la atención en una nota referida al comportamiento o a la actitud paternal y evangélica de los santos Ambrosio de Milán y Cirilo de Alejandría (s. IV y V). El primero, tratando sobre la eucaristía, dice: “Tengo que recibir- le siempre, para que siempre persone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio”. Y además: “El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados”. Y san Cirilo: “Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así ha- blan les digo: ¿Y cuándo serán dignos? ¿Cuándo se presentarán entonces ante Cristo? Y si sus pecados los impiden acercarse y “La aLegría deL evangeLio” interpreta eL vaticano ii 54 si nunca van a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el salmo–, ¿se quedarán sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad?” (EG 47, nota 51). Estas palabras reflejan una actitud que la Iglesia no podrá ol- vidar jamás, al tiempo que han de inspirar acciones semejan- tes en la actualidad para con personas en similar situación; es decir, atañe a todos los cristianos, pero especialmente a los ministros de la Iglesia. No se puede dejar de lado el hecho de que en la historia de los sacramentos, el itinerario que éstos han recorrido ha sido muy complejo y no siempre han seguido una línea recta, ni mucho menos; sobre todo el sacramento de la penitencia, que ha sufrido alteraciones muy notables y formas muy variadas en las diversas iglesias de los primeros siglos hasta el VIII, y aún más tarde. ¿Quién podría asegurar que la posición actual y la legislación actual pastoral, ecle- siástica y teológica de la Iglesia es y tiene que ser definitiva? El primer capítulo de la EG se cierra con estas palabras: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades… Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a en- cerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven unos jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘Den- les ustedes de comer’; Mc 6, 37” (EG 49). Nadie puede negar que en el cristianismo y en la Iglesia de hoy, con sus ministros y autoridades, el miedo no sólo está presente, sino que, con frecuenia, hace enmudecer a la per- sona o le impele a repetir lo mismo de siempre; el miedo le paraliza, hasta le anquilosa
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