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Directores: Manuel Atienza Universidad de Alicante Luis Prieto Universidad de Castilla – La Mancha Coordinadores: Pedro P. Grández Castro Hugo Enrique Ortiz Pilares N.º 9 El razonamiento en las resoluciones judiciales Primera edición, 2009 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de su autor. © Copyright : Juan Igartua Salaverría © Copyright 2009 : Palestra Editores S.A.C. Plaza de la Bandera 125, Lima 21 - Perú. Telefax: (511) 4261363 – 7197629 palestra@palestraeditores.com www.palestraeditores.com : Editorial Temis S.A. Calle 17, núm. 68D-46, Bogotá-Colombia Correo electrónico: temis@col-online.com Diagramación: Elizabeth Ana Cribillero Cancho Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2008-08395 ISBN: 978-612-325-017-1 http://www.palestraeditores.com ÍNDICE INTRODUCCIÓN (contextos, convenciones, precisiones) Capítulo I LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS, IMPERATIVO CONSTITUCIONAL 1. Principales innovaciones A. Una obligatoriedad universalizada B. Los destinatarios de la motivación 2. La motivación como exigencia de otros preceptos constitucionales A. La jurisdicción como aplicación de la ley B. La interdicción de la arbitrariedad C. La presunción de inocencia D. La tutela judicial efectiva 3. ¿En que consiste la “motivación”? A. Objeciones contra la “motivación” como mera “exteriorización”. B. Ventajas de la “motivación” como “justificación” 4. Requisitos básicos de la “motivación” como “justificación” A. La motivación como justificación “interna” B. La motivación como justificación “externa” 5. Principales patologías de la motivación A. La motivación omitida B. De la motivación insuficiente C. Sobre la motivación contradictoria 6. ¿Que debe motivarse en una sentencia? Capítulo II UNA MOTIVACIÓN DE LAS DECISIONES INTERPRETATIVAS 1. Sobre el significado de “interpretación” 2. Las fuentes de “dudas” o “controversias” 3. Una motivación completa: respuesta justificada a todas las cuestiones interpretativas 4. Una motivación congruente: interpretación y argumentación A. Razonamiento y argumentación B. Perspectivas y dimensiones de la argumentación C. Una argumentación institucionalizada 5. Una motivación suficiente de decisiones interpretativas A. Argumentos de “primer grado”, de “segundo grado” y valoraciones B. La fecundidad de la dialéctica en la argumentación interpretativa Capítulo III INCIDENCIAS DE ALGUNOS PRINCIPIOS PROCESALES EN EL RAZONAMIENTO PROBATORIO 1. La transversalidad del “contradictorio” en las pruebas declarativas A. El “contradictorio” como elemento constitutivo de las pruebas B. Un escamotage de la legislación procesal vigente C. Una “imparcialidad” deficientemente entendida D. “Contradictorio” e imparcialidad E. Un “contradictorio” irrecuperable F. “Contradictorio” vs. “verdad”, un falso dilema G. “Contradictorio” y examen cruzado. H. El injustificable eclipse del “contradictorio” en la motivación de las sentencias 2. La “inmediación”, un pretexto para no razonar A. Una estratagema para desviar la atención B. ¿Una motivación imposible? C. Inmediación y motivación 3. Un ejemplo de jurisprudencia A. El caso B. El examen del recurso C. Legitimidad del control casacional Capítulo IV VALORACIÓN DE LA PRUEBA Y MOTIVACIÓN RACIONAL 1. Análisis individualizado de las pruebas A. Una información fiel y completa B. Una valoración específica 2. Valoración de todas las pruebas A. ¿Por qué todas las pruebas? B. No sólo cuestión de buenos modales 3. Explicitación del razonamiento inferencial A. Excurso sobre conocimientos científicos y decisión judicial B. Excurso sobre las “máximas de la experiencia” propiamente dichas C. Razonamiento inferencial también en las pruebas directas 4. Valoración conjunta y coherencia narrativa A. Una “verdadera” y “buena” historia B. El momento de la falsación C. Pluralidad de “historias” Capítulo V PRESUNCIÓN DE INOCENCIA Y RAZONAMIENTO PROBATORIO 1. Estándar de prueba y ámbito de la presunción A. Estándares de prueba B. ¿Qué abarca la presunción de inocencia? 2. El discutido encaje del in dubio pro reo en la presunción de inocencia A. La conexión del in dubio con la valoración B. ¿Sólo importa la dimensión normativa del in dubio? 3. Contra reduccionismos psicologistas A. “Fuerza”, “sentido” y “actitud proposicional” B. Aplicándonos en lo que nos toca 4. “Duda razonable” y motivación A. “Duda razonable” y razonamiento probatorio B. De cautelas y control 5. Veredicto del Jurado y presunción de inocencia A. Un jurado de tipo anglosajón B. El veredicto como expresión de la voluntad C. Una merma de la tutela judicial D. No es exigible lo mismo a profesionales y a legos E. ¿Más exigentes con los legos? F. A vueltas con la “inmediación” 6. Un erróneo uso “a contrario” de la duda razonable A. El juez como “tercero” B. El derecho a la prueba C. Interdicción de la arbitrariedad D. El derecho a la tutela judicial efectiva Capítulo VI LA INDIVIDUALIZACIÓN DE LA CONSECUENCIA JURÍDICA 1. De “facultad privativa” a “facultad reglada” 2. Más sobre “indeterminación” y “discrecionalidad” A. Poniendo las cosas en su sitio B. Varios supuestos 3. Individualización y motivación A. Determinación de “conceptos indeterminados” B. El momento de la “discrecionalidad” C. La dialéctica procesal reflejada EL AUTOR JUAN IGARTUA SALAVERRÍA, Catedrático de Filosofia del Derecho en la Universidad del País Vasco. Es Licenciado y Doctor en Filosofia y Licenciado en Ciencias Políticas. Entre sus libros destacan: Teoría analítica del Derecho (La interpretación de la ley) (1994), Valoración de las pruebas, motivación y control en el proceso penal (1995), Discrecionalidad técnica, motivación y control jurisdiccional (1998), El caso Marey: presunción de inocencia y votos particulares (1999), La motivación de las sentencias, imperativo constitucional (2003), El Comité de Derechos Humanos, la casación penal española y el control del razonamiento probatorio (2004), La motivación en los nombramientos discrecionales (2007). Es además autor de una sesentena de contribuciones en obras colectivas y revistas especializadas. Ha impartido cursos y conferencias en varias Universidades de Europa y América. INTRODUCCIÓN (CONTEXTOS, CONVENCIONES, PRECISIONES) Aunque metidas de prisa y corriendo, debo asentar la ristra de cuestiones que acoge la presente publicación en unas pocas pero necesarias estipulaciones, a fin evitar un exceso de aturullamiento aun sin prodigarme en aparatosos distinguos. 1. Para empezar, no es dable al olvido que, incluso en los países de habla hispana, dominan nomenclaturas de diversa estirpe. Por ejemplo, en España se emplea el término “motivación” para designar indistintamente tanto el razonamiento judicial usadero en la resolución de la quaestio iuris como en la de la quaestio facti. No así en México, donde la palabra “motivación” se reserva al discurso judicial que afecta a la prueba de los hechos, mientras que con el vocablo “fundamentación” se significa el despliegue argumentativo que suele acompañar a las decisiones interpretativas. Y es posible que, en otros territorios nacionales, estén vigentes otras modas terminológicas. No por querencia particular sino por condicionamiento de mi ámbito de procedencia y residencia (el español), aquí daré por equivalentes las palabras “motivación”, “fundamentación” y hasta la expresión “razonamiento judicial” (según se acostumbra en mi país). 2. Atendiendo a los objetivos que persiguen, las teorías de la “motivación” (o “fundamentación” o “razonamiento judicial”) caben ser identificadas como empíricas, analíticas y normativas1. Las empíricas describen de qué modo motivan los jueces sus sentencias en un lugar y periodo determinados. Las analíticas examinan la estructura de las razones pasibles de ser utilizadas en las motivaciones judiciales. Y las normativas prescriben cómo deben motivarse las sentencias. Las teorías mássocorridas tienen un carácter mixto (englobando tanto asertos descriptivos sobre la práctica de los tribunales cuanto recomendaciones referidas a dicho comportamiento); y, de otro lado, es muy difícil que una teoría normativa de la motivación pueda (además de que no debe) abstraerse de cuanto se sabe sobre las maneras de motivar existentes y sobre la estructura de las razones utilizables en la motivación2. Resueltamente optaré por un enfoque normativo, si bien –por lo apuntado al final del párrafo anterior– aquí habrá de lo uno (prescripciones a mansalva) y de lo otro (también descripciones y análisis). 3. Necesito agregar que, en consonancia con mi proyecto, iré tras un concepto de “motivación” muy comprometido. Cuando se afirma que una sentencia está motivada, se pueden asignar tres significados diferentes a la palabra “motivada”3: en un primer sentido, débil y descriptivo, una sentencia está motivada si se aducen razones en su favor; en un segundo sentido, fuerte y descriptivo, una sentencia está motivada si en su favor se aducen razones que de hecho han convencido a un auditorio determinado; en un tercer sentido fuerte y valorativo, una sentencia está motivada si en su apoyo se aducen buenas razones. Es esta tercera acepción la que congenia con mi approach normativo. 4. Finalmente, una pequeña guía de lectura. Por mucho que este discurso pretenda ser uno, lo cierto es que irá troceado en capítulos (I, II, III, etcétera); los cuales, a su vez, contendrán apartados numerados (como 1, 2. 3, etcétera); en cuyo interior podrán distinguirse sub-apartados (como A, B, C, etcétera); y cada uno de ellos alojará, cuando proceda, segmentos menores (precedidos por los símbolos a), b), c), etcétera), no descartándose que dentro de estos últimos convenga distinguir unidades mínimas (identificadas mediante las notaciones i), ii), iii), etcétera). 1 Alexy, R., Teoría de la argumentación jurídica (trad.cast.), Madrid, 1989; pp. 177-178. 2 Gizbert-Studnicki, T., “Il problema dell´oggetività nell´argomentazione giuridica”, Analisi e diritto, 1992; pp. 159-160. 3 Guastini, R. , “Due modelli di analisi della sentenza”, Revista trimestrale di diritto e procedra civile, 1988, N.° 4; p. 992 nota 3. Capítulo I LA MOTIVACIÓN DE LAS SENTENCIAS, IMPERATIVO CONSTITUCIONAL La obligación de motivar las sentencias es un precepto recogido en muchas Constituciones, bien expresamente o bien implícito en la noción de “debido proceso”. En la Constitución Española (CE), la que me servirá de referencia, aparece en su artículo 120.3 (“Las sentencias serán siempre motivadas…”); obligatoriedad extensible –según pacífica interpretación– a los autos judiciales. Durante cierto tiempo algunos pensaron que el citado precepto pertenecía a la clase de las denominadas normas reforzadas (normas que por materia corresponderían a la regulación legal ordinaria, pero que la Constitución, al acogerlas en su seno, les confiere el vigor propio de las normas constitucionales aun sin modificar su sustancia normativa). Es preciso desterrar esa idea; primero porque la norma constitucional del artículo 120.3 está provista en sí misma de alguna eficacia innovadora; y, segundo, porque esa norma sirve de instrumento imprescindible para dar vida a otros preceptos constitucionales. Veámoslo con algún mínimo detalle4. 1. Principales innovaciones La simple inscripción de la motivación obligatoria de las sentencias en el recinto constitucional comporta –ya de por sí– consecuencias de calado nada despreciable. A. Una obligatoriedad universalizada En efecto, del artículo 120.3 CE desciende la generalidad del deber de motivar; nunca puede faltar la “ratio decidendi” de lo decidido en una sentencia; también en aquel sector del ordenamiento donde la ley guarde silencio al respeto o, incluso, si la ley excluyera explícitamente la motivación (como alguna vez ha sucedido en determinados códigos penales militares). A ello se añade, como corolario, la indisponibilidad del deber de motivar. Queda vetado al legislador ordinario dejar la motivación de las sentencias a merced de la voluntad de las partes. B. Los destinatarios de la motivación La obligación de motivar las sentencias arranca con las codificaciones del XVIII y se generaliza con las codificaciones procesales del XIX. Las fines que con ello se persiguen se incardinan dentro de una concepción endoprocesal de la motivación (convencer a las partes sobre la justicia de la decisión, enseñarles el alcance de la sentencia y facilitarles los recursos; y en lo que respecta a los tribunales que hayan de examinar los eventuales recursos presentados –tanto en apelación como en casación–, la motivación de las sentencias les permite un control más cómodo). La obligatoriedad de motivar, en tanto que precepto constitucional, representa un principio jurídico-político de controlabilidad; pero no se trata sólo de un control institucional (apelación y casación) sino de un control generalizado y difuso. Ni las partes, ni sus abogados, ni los jueces que examinan los recursos agotan el universo de los destinatarios de la motivación; ésta va dirigida también al público. Cuando la soberanía corresponde enteramente al pueblo, la actuación de la “iurisdictio” se convierte en expresión de un poder que el pueblo soberano ha delegado en jueces y tribunales. En un régimen democrático, la obligación de motivar es un medio mediante el cual los sujetos u órganos investidos de poder jurisdiccional rinden cuenta de sus decisiones a la fuente de la que deriva su investidura. Entramos así en un concepto extraprocesal de la motivación. De ahí deriva, como consecuencia obvia, la publicidad de la motivación. Pero, también, la de la inteligibilidad de la misma, no abusando de la jerga judicial en asuntos que son tratables adecuadamente sin salirse del lenguaje común. A ello debe añadirse, igualmente, la nota de la autosuficiencia de la motivación (en el sentido que ésta se baste por sí misma) ya que los ciudadanos nada saben de la controversia más allá de cuanto se dice en la sentencia; para ellos la motivación no es una de las fuentes de interpretación y valoración de la decisión judicial, sino la única fuente de conocimiento y control sobre la decisión. 2. La motivación como exigencia de otros preceptos constitucionales Aunque el artículo 120.3 CE se baste por sí solo para imponer la obligación de motivar las sentencias, su inserción en una constelación de preceptos constitucionales le dota de una complementaria racionalidad instrumental. A. La jurisdicción como aplicación de la ley Está, en primer término, la idea misma de “administración de justicia” caracterizada por su sometimiento al “imperio de la ley” (artículo 117.1 CE); lo que suele traducirse por la ecuación de que la jurisdicción consiste fundamentalmente en la aplicación de la ley. Así las cosas, la motivación no es –como suele decirse– un instrumento de control sobre la aplicación del derecho, sino elemento constitutivo (nada menos) de la aplicación del derecho. ¿Por qué? Normalmente, no se estila decir que el legislador “aplica” la Constitución; es suficiente con que la ley sea compatible con lo dispuesto por la Constitución; y si se produce una contradicción entre ambas la ley será declarada inconstitucional. Es decir, cuando se trata de comportamientos (o decisiones o resultados) sólo cabe mirar si se ha contravenido o no una norma. Sin embargo, cuando se habla de “aplicar una norma” nos estamos refiriendo a un razonamiento. “Aplicar una norma” significa aducir una norma como fundamento de un comportamiento (o decisión o resultado) (p. ej. un creyente que se abstiene de matar porque en el decálogo se dice “no matarás”, está aplicando el quinto mandamiento de la ley mosaica; no así el ateo que no infringe ese mandamiento pero lo hace por otras razones). Por tanto, la motivación de una decisión judicial es una parte esencial de la sentencia. Así se entiende por qué la Constitución francesa del 5 fructidor año III establecía, en su artículo 208, que“les jugements sont motivés, et on y énonce les termes de la loi appliquée”. Ya sé la ingenuidad que supone, en nuestro tiempo, concebir la motivación como la mera enunciación de una disposición legal, pero esa es otra historia. Y el razonamiento aplicatorio quedaría cojo si no se verifica, además, el supuesto de hecho cuya existencia la norma misma estipula como condición de su aplicabilidad (ése es lugar que corresponde a los hechos probados). B. La interdicción de la arbitrariedad Para decirlo en dos palabras: los jueces gozan de márgenes para su discrecionalidad, directamente previstos por la ley (p. ej. cuando el legislador delega en el juez la cuantificación concreta de la pena entre un máximo y un mínimo) o indirectamente consentidos por ella (p. ej. por las inevitables holguras interpretativas que presenta el lenguaje legislativo). Ha habido una propensión a concebir la discrecionalidad como una facultad privativa y personal, pero ya en una sentencia del Tribunal Constitucional (STC 25 de febrero de 1987) se precisó que la discrecionalidad (consistente en “el uso motivado de las facultades de arbitrio”) no había de confundirse con la arbitrariedad (caracterizada por “la no motivación del uso de las facultades discrecionales”). La exigencia de motivar camina en paralelo a la magnitud de la potestad discrecional; a mayor discrecionalidad más motivación, puesto que la necesidad de motivar es proporcional a las posibilidades de elegir (y de decidir). Si no hay márgenes de decisión, la motivación está de más. Todo ello encuentra su aval constitucional más evidente en la clara letra del artículo 9.3 CE que consagra “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”; entre los que se incluye, por derecho propio, el “poder judicial” (Título VI CE). C. La presunción de inocencia Existe también un lazo que anuda la “presunción de inocencia” (artículo 24.2 CE) con la motivación de las sentencias aunque la doctrina descuide este tema o se contente con subrayar genéricamente la exigencia de la motivación fáctica pero sin desentrañar los requisitos que ha de satisfacer la motivación en materia de hechos para enervar la presunción de inocencia. La presunción, en cuanto “regla de juicio”, sirve fundamentalmente (además de para asignar el onus probandi) para fijar el quantum de la prueba (la culpabilidad ha de quedar probada más allá de toda duda razonable). Y, desde un prisma garantista, la presencia o ausencia de “duda razonable” trasciende la esfera de la convicción individual del juez para convertirse en asunto universalizable. Y la única manera de apreciar la universalizabilidad de la proclama “tengo duda “ o “no tengo duda” empieza por exponer las razones que sustentan la duda o la ausencia de duda. D. La tutela judicial efectiva En el artículo 24.1 CE despunta nítido el derecho de todas las personas a “obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos”. Y de ahí, el TC ha extraido la siguiente conclusión (no discutida por nadie): “el derecho a la tutela judicial efectiva no connota el obtener una decisión judicial conforme con unas pretensiones hechas valer en el proceso, sino el derecho a que se dicte una resolución jurídicamente fundada” (STC 9/1981). La resolución fundada en derecho supone la exigencia constitucional de la motivación, la cual cumpliría dos funciones: presentar el fallo como acto de racionalidad en el ejercicio del poder y, al mismo tiempo, facilitar su control mediante los recursos que procedan, entre ellos el de amparo ante el TC. 3. ¿En que consiste la “motivación”? De poco sirve ahondar en el fundamento constitucional de una obligación (la de motivar las sentencias) si luego no disponemos de una idea más o menos precisa sobre el acto o la conducta objeto de esa obligación. Y precisamente en tan precaria situación nos abandona el artículo 120.3 CE. Tampoco las normas ordinarias de procedimiento proporcionan indicaciones algo más que genéricas en lo que respecta a la motivación (situación que algo mejora con la Ley del Jurado y la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil). Para remediar la carencia apuntada será bueno consultar cuál es el concepto de “motivación” usual en la cultura jurídica. Sin embargo, el término “motivación” no tiene, en el uso de los juristas, una acepción única5. En opinión de unos, la motivación consiste en la exteriorización del iter mental mediante el cual el juez llega a formular la decisión (concepción psicologista). Según otros, la motivación no tiene por qué describir cómo se ha ido formando la decisión, sino ha de justificarla mediante argumentos jurídica y racionalmente válidos (concepción lógica); si bien esto no prejuzga acerca de si hay o no nexos entre los “motivos” que inducen a decidir y las “razones” que sirven para justificar lo decidido6. ¿Cuál de las dos concepciones se amolda mejor a las funciones que la Constitución atribuye a la motivación? A. Objeciones contra la “motivación” como mera “exteriorización”. De entrada, se trata de un concepto falto de operatividad. En efecto, cuando una norma prescribe alguna conducta, el cumplimiento o incumplimiento de la misma ha de ser verificable. Ahora bien, ante preceptos que imponen la obligación de motivar ciertas decisiones, nadie está en condiciones de observar si el decisor ha plasmado o no sobre el papel el recorrido mental que realmente le ha conducido a la decisión; por tanto, habrá de ser algún otro elemento el que determine si el juez de turno ha acatado o no el precepto de motivar su resolución. De otro lado, ese concepto reduce la motivación a mera formalidad. Si la motivación hubiera de describir el camino intelectual que desemboca en la decisión, ¿consideraríamos cumplida la obligación de motivar con una fidelísima descripción de un razonamiento desastroso? Sólo si conferimos a la motivación obligatoria un carácter meramente formal, se podría aceptar que la autoridad normativa (el constituyente, el legislador, etcétera) no ordena razonar bien, basta con que los jueces expongan las razones reales que les han movido a tomar una decisión (aunque fueren ilógicas), cosa que nadie aceptaría. Por último, ese planteamiento peca de irrealidad a la vista de lo que ocurre con la motivación de las decisiones de los órganos judiciales colegiados. La decisión de un órgano colegiado está precedida por una deliberación, en la que cada uno va exponiendo (si lo desea) sus pros y sus contras acerca de cuál sea la resolución conveniente para el caso concreto (o guarda silencio y se limita a votar). La motivación de la sentencia corre de la cuenta de un ponente, de modo que la escritura de la motivación es un acto individual. Si el ponente desea que los otros magistrados del tribunal firmen la sentencia, será aconsejable que se haga eco de los argumentos esgrimidos durante la deliberación; pero no necesariamente de todos, ni se excluye que el redactor de la sentencia reformule a su gusto razones enunciadas por otros magistrados o las disponga según una arquitectura discursiva personal o agregue razones de propia cosecha en orden a dotar de mayor persuasividad a la motivación, etcétera. Por ello, “la motivación que altera u omite argumentos anticipados en la deliberación no es un documento falso; corresponderá al colegio evaluar la oportunidad de rectificaciones o integraciones antes del depósito en vista a una adecuada justificación del decisum, que podrá ser eventualmente distinta de la formulada en el curso de la discusión si la mayoría decide sustituir los motivos formulados precedentemente”7. Y así, la colegialidad de la motivación se expresa en la “aprobación y ‘apropiación’”8 del texto redactado por el ponente, independientemente de si constituye o no una especie de acta de la deliberación y, con mayor razón, independientemente de si refleja o no todos los individualizados itinerarios mentales (expresados o silenciados durante la deliberación) de los miembros del colegio. De modo que quien firma una sentencia(salvo que se desmarque de ella con un voto particular) hace suya la motivación confeccionada por el ponente. B. Ventajas de la “motivación” como “justificación” En la motivación lo que de verdad importa es lo expresado, independientemente de su correspondencia con lo pensado a la hora de decidir (aunque, normalmente, alguna habrá). Si no ¿para qué se impuso la obligatoriedad de la motivación?9 Como más arriba indiqué, la obligación de motivar desempeña dos funciones: la burocrática (o técnico-jurídica, para favorecer el control de instancias superiores) y la democrática (o social, para permitir el control de la opinión pública). Pues bien, ambas funciones determinan necesariamente la hechura de la motivación. Malamente podría desempeñar esas funciones un discurso meramente informador de los motivos que han impulsado al tribunal a decidir esto o aquéllo, porque, como se ha visto, la motivación fue concebida para otros menesteres (controlar la justicia de las decisiones, tutelar a los individuos frente al Estado, permitir la censura popular sobre las eventuales arbitrariedades de los poderes públicos) en los que importan sobremanera las razones que da el juez y apenas nada, o nada a secas, ni los buenos modales (la cortés “transparencia” de lo que ha pasado por su cabeza) ni alguna de las virtudes morales (como la “sinceridad”)10. Por tanto, una motivación asimilada al reportaje de lo que ha pasado por la testa del juez, resulta inútil para cualquier persona afectada por la decisión. Lo que importa, en suma, es el vigor o la endeblez de las razones que esgrime un juez. Sostener en esta tesitura la concepción psicologista de la motivación conduce a piruetas alucinantes, como cuando nuestro TC, ante un recurso de amparo por decision indebidamente motivada, con toda la frescura del mundo dice que “en casos como el presente se hace manifiesto que la explicitación del proceso lógico y mental que ha conducido a la decisión no ha alcanzado un grado suficiente de expresión” (STC 55/1987). ¿Y cómo les consta eso a tan penetrantes magistrados? Por tanto, el enfoque que propugno se engalana con consecuencias teórico- prácticas muy relevantes. a) Destacaría, para iniciar, el carácter auto-referencial de la motivación escrita. Hacer de ella un mero duplicado de lo que ha pasado por la cabeza del juzgador la deja sin luz propia. Así que, una vez entendida la “motivación” como “discurso justificatorio”, sólo cuentan las razones valorables en sí mismas y no por remisión a una instancia ajena (la fidelidad al proceso mental decisional). b) Eso supone, en segundo lugar, un optimismo racionalista frente al desencanto que destila el escepticismo. Sólo en un contexto de abierta desconfianza hacia el razonamiento judicial, capaz de fundamentar con la misma solvencia (ninguna, a la postre) tanto una decisión como su contraria, se hace urgente e indispensable la “sinceridad” del decisor (que siquiera éste sea honesto y revele los móviles que le han inducido a determinarse por tal decisión) para compensar de algún modo la irreductible fragilidad del razonamiento judicial. Aquí, en cambio, se defiende la tesis de que no todas las razones tienen el mismo peso, sino que unas son preferibles a otras en virtud de un cierto número de criterios “objetivos” o al menos “intersubjetivos”. c) En tercer lugar, si no todas las razones poseen la misma dignidad, ello suscita el problema de la responsabilidad judicial. La responsabilidad interviene en aquel espacio en el que no todas las opciones valen por igual. Y sólo un clima de confianza en una razón apta para discriminar las razones correctas de las incorrectas (o menos correctas) hace inteligible la responsabilidad judicial como la capacidad y la obligatoriedad de responder con las razones adecuadas. d) De ahí se sigue, en cuarto término, que cuando el juez responde con razones no sólo justifica su decisión sino está justificándose: primero ante los usufructuarios inmediatos de su decisión y, luego, ante la ciudadanía en general (depositaria de la soberanía). e) Y, por último, el correlato de ese débito judicial no puede ser otro que el control (a cargo de los tribunales que atienden los recursos de las partes, así como a cargo del pueblo en general). Sólo es controlable lo público o lo publicado (y ahí no se incluye la correspondencia entre los párrafos de la sentencia y la intimidad del juzgador). 4. Requisitos básicos de la “motivación” como “justificación” Lo plausible sería comenzar buscando algún respaldo normativo en las normas (constitucionales o procesales) concernientes a la materia para fijar los requisitos básicos que ha de satisfacer una “justificación” digna de ese nombre. Pero las susodichas normas no contienen indicaciones que nos presten auxilio; por tanto, no queda otro remedio que empeñarse en una operación largamente reconstructiva. A este respecto, la piedra angular reside en la distinción (muy al uso en la actualidad) entre justificación interna y justificación externa11. La justificación “interna” de un juicio exige que éste haya sido correctamente inferido de las premisas que lo sustentan; únicamente importa, por tanto, la corrección de la inferencia sin plantear ningún interrogante sobre si las premisas son o no correctas. En cambio, la justificación “externa” de un juicio consistiría en justificar las premisas que lo fundamentan. A. La motivación como justificación “interna” Lo primero que ha de exigirse a la motivación es que proporcione un armazón argumentativo racional a la resolución judicial. En la sentencia, la decisión final (o fallo) va precedida de algunas decisiones sectoriales. Es decir, la decisión final es la culminación de una cadena de opciones preparatorias (qué artículo legal aplicar, cuál es el significado de ese artículo, qué valor otorgar a esta o aquella prueba, qué criterio elegir para cuantificar la consecuencia jurídica –p. ej. la pena– dentro del espacio determinado por la ley, etcétera). En este marco, la buena andanza de la motivación pasa, necesariamente, por presentar la decisión final como el “resultado” de unas decisiones antecedentes (que funcionarían como premisas). Cuando las premisas son aceptadas por las partes y por el juez, sería suficiente la justificación interna. Pero, por lo común, la gente no se querella para que los jueces decidan, si dada la norma N y probado el hecho H, la conclusión resultante ha de ser la condena o la absolución. Las discrepancias que enfrentan a los ciudadanos casi siempre se refieren a si la norma aplicable es la N1 o la N2 (bien porque disienten sobre el artículo aplicable o sobre su significado), o si el hecho H ha sido probado o no, o si la consecuencia jurídica resultante ha de ser la C1 o la C2. Eso demuestra que, de ordinario, los desacuerdos de los justiciables giran en torno a una o varias de las premisas. Y, por tanto, la motivación ha de cargar con la justificación de las premisas que han conducido a la decisión, es decir con una justificación “externa”. B. La motivación como justificación “externa” Cuando las premisas son opinables, dudosas u objeto de controversia, no hay más remedio que aportar una justificación externa. Y de ahí se siguen nuevos rasgos del discurso motivatorio. a) La motivación ha de ser congruente (y, a fortiori, no contradictoria). Debe emplearse una justificación adecuada a las premisas que hayan de justificarse, pues no se razona de la misma manera una opción a favor de tal o cual interpretación de un artículo legal que la opción a considerar como probado o no tal o cual hecho. Pero si la motivación ha de ser congruente con la decisión que intenta justificar, parece lógico inferir que también habrá de serlo consigo misma; de manera que sean recíprocamente compatibles todos los argumentos que componen la motivación. b) La motivación ha de ser completa. Es decir, han de motivarse todas las opciones que directa/indirectamente y total/parcialmente pueden inclinar el fiel de la balanza de la decisión final hacia un lado o haciael otro. c) La motivación ha de ser suficiente. No es una exigencia redundante de la anterior (la “completitud” responde a un criterio cuantitativo –han de motivarse todas las opciones–, la “suficiencia” a un criterio cualitativo –las opciones han de estar justificadas suficientemente–). No se trata de responder a una serie infinita de porqués. Basta con la suficiencia contextual; p. ej. no sería necesario justificar premisas que se basan en el sentido común, en cánones de razón generalmente aceptados, en una autoridad reconocida, o en elementos tendencialmente reconocidos como válidos en el ambiente cultural en el que se sitúa la decisión o por los destinatarios a los que ésa se dirige; en cambio la justificación se haría necesaria cuando la premisa de una decisión no es obvia, o se separa del sentido común o de las indicaciones de autoridades reconocidas, o de los cánones de razonabilidad o de verosimilitud ( en el bien entendido que son posibles decisiones fundadas en premisas inhabituales, pero en tal caso aquéllas se justifican sólo si está justificada la elección de las premisas sobre las que se fundan tales decisiones)12. 5. Principales patologías de la motivación Establecer un listado de las deficiencias que arruinan las funciones de la motivación es un asunto inevitablemente ligado al control institucional de ésta; lo cual me da pie para efectuar una breve observación. Ésta atañe a la diferente circunstancia según si la patología de la motivación se toma como un síntoma o como la enfermedad misma. Así, cuando un tribunal que examina un recurso puede entrar en el fondo y decidir nuevamente sobre la causa, controla lo fundado de la decisión a través de la motivación; situación distinta es aquélla en la que el control no pasa a través de la motivación para llegar a la decisión sino que versa sólo y precisamente sobre la motivación. En el primer caso, el control de la motivación es un medio para controlar la justicia de la decisión (como ejemplifica el control en apelación); en el segundo, el control sobre la motivación se efectúa como un fin en sí mismo, controlando de ese modo la justificación de la decisión (situación que se retrata p. ej. en el control casacional en materia de hechos probados)13. Dicho esto, parece acertado agrupar los vicios atinentes a la motivación en tres rúbricas: “omisión”, “insuficiencia” y “contradictoriedad”, que convenientemente interpretadas e integradas permiten construir una útil tipología de las plagas que asolan –del todo o en parte– la motivación de las resoluciones judiciales. A. La motivación omitida La omisión recubre fenómenos de diferente naturaleza. Para hacernos cargo de ello, comenzaré distinguiendo la motivación formal y la motivación sustancial. La primera (la formal) está constituida por enunciados colocados topo- gráficamente en la parte que la sentencia dedica a la motivación. La segunda (la sustancial) se compone de enunciados cuyo contenido asume, directa o indirectamente, una función justificatoria de lo que se haya decidido. Es decir, la motivación formal es condición necesaria pero no suficiente para que también haya una motivación sustancial; sin motivación formal no hay motivación sustancial, pero ésta supone un plus respecto de aquélla puesto que la motivación formal puede ser sólo aparente. Por tanto, la existencia de la motivación formal exige la presencia de enunciados (presuntamente justificatorios), en tanto que la existencia de la motivación sustancial se basa en los significados (realmente justificatorios) de los enunciados formulados14. De lo dicho, cómodamente se infiere que son dos los géneros de omisión a destacar: formal y sustancial respectivamente. a) La omisión formal de la motivación se produce cuando la sentencia consta sólo de una parte dispositiva (o fallo), sin que en ella haya rastro de prosa supuestamente motivatoria. Es el vicio más clamoroso y, al mismo tiempo, el de mayor infrecuencia. Por ello, la conjugación de ambos aspectos –descaro y rareza– nos eximen de explayarnos sobre esta flagrante modalidad de omisión. b) De más compleja detección se revelan las situaciones reconducibles a la omisión sustancial. Las versiones de ésta más recurrentes en la jurisprudencia son las tres siguientes: la motivación parcial, la motivación implícita y la motivación per relationem (al menos algunas prácticas de estas dos últimas)15. i) Topamos con una motivación parcial cuando no se satisface el requisito de la “completitud” (esbozada hace poco); es decir cuando no se justifica(n) alguna(s) decisión(es) sectorial(es) que prepara(n) y condiciona(n) la resolución final. Al respecto, distan de ser insólitas las sentencias pródigas en argumentos atinentes a la quaestio iuris y, sin embargo, mudas o expeditivas (merced a fórmulas estereotipadas) en lo tocante a la quaestio facti (o a medulares aspectos de ésta). Hábito parecido suele afectar también a la individualización de consecuencias y seguramente –aunque con frecuencia más espaciada– a otro tipo de decisiones (no obstante su reflejo en el fallo conclusivo). ii) La denominada motivación implícita consiste sintéticamente16 en suponer que, cuando no se enuncian las razones que fundan una decisión, ésas se infieren de alguna otra decisión tomada por el juez. Así, si el órgano judicial otorga credibilidad al testimonio de Pedro (aduciendo que éste no mantiene vinculación, ni para bien ni para mal, con el acusado) pero se la deniega a la declaración de Pablo, consuegro y socio capitalista del imputado (sin adjuntar un triste motivo), las razones de esa desconfianza se deducen –por obra del argumento e contrario– de las razones que militan a favor de lo testificado por Pedro. Y eso se revela tan luminosamente razonable que obliga a bajar cualquier mirada crítica a ese respecto. No obstante, hay un uso muy socorrido de motivación implícita que se embala hacia una omisión pura y simple. Tal acaece cuando el argumento que justifica una opción no faculta derivar e contrario las razones que fundamentarían la exclusión de otra opción alternativa. Imaginemos, por poner algo, que Pedro haya muerto a causa de un único y certero disparo en el entrecejo y que Pablo es acusado del hecho porque un testigo, honesto y desinteresado, asegura haberlo visto. Pero si la defensa arguye, documentadamente, que Pablo sufre de parkinson y es muy improbable que una mano con pulso tembloroso pueda colocar un balazo tan certero, la credibilidad otorgada al testimonio acusatorio deja intacta la necesidad de rebatir expresamente el argumento del abogado defensor, porque las razones esgrimidas para conferir sinceridad al testigo no aniquila per se el valor de los certificados médicos ni de lo que de éstos quepa extraer. Empero, por desgracia, a menudo se adultera la motivación implícita hasta el extremo de un manejo tan basto y saturado de desvergüenza como éste: si el juez acepta los argumentos o pruebas de la acusación, eo ipso debe inferirse que implícitamente está rechazando los argumentos o pruebas tendentes a una resolución absolutoria. iii) Estaríamos ante una motivación per relationem cuando el juez, al tomar una decisión respecto de algún punto controvertido, no elabora una justificación autónoma ad hoc sino remite a las razones contenidas en otra sentencia17. Es cierto que la relatio a veces se presta a algún abuso mareante, como acontece con la motivación “matrioska” (una sentencia remite a la motivación de otra sentencia, la cual reenvía al razonamiento de una tercera sentencia, y así sucesivamente)18; o a alguna trapacería retórica, como cuando el objeto de la relatio no es la verdadera ratio decidendi de la sentencia invocada sino una afirmación que se deja caer por si acaso y no estrictamente pertinente al objeto del juicio19. Con todo, las deficiencias apuntadas (y otras de porte similar) no pasan de ser menudencias en comparación con una forma gruesa de motivación omitida; alarmante no tanto por su despropósito cuanto por la buena conciencia de la que suele acompañarse.Me refiero a esa práctica difundida –mansa y apacible– de remisión escueta al razonamiento de la sentencia cuya impugnación constituye precisamente el objeto del recurso. Pues bien, a despecho de este uso (de este abuso sería más propio decir) al que se presta la motivación per relationem, existe una contundente contraindicación que lo deja fuera de combate. Una sentencia recurrida no puede convertirse en la solución del recurso porque, al ser ella misma objeto del recurso, es el problema a resolver. Es decir, el recurrente intenta provocar un novum iudicium con vistas a la reforma de la sentencia recurrida; de modo que negar la obligatoriedad de una motivación explícita ad hoc significaría pervertir la lógica misma del recurso; pues en éste “no se trata sencillamente de una reproducción de los planteamientos de la primera instancia sino de la impugnación de una sentencia. El recurrente no pretende la modificación del statu quo anterior al litigio sino el de la sentencia impugnada que ha introducido por sí misma un nuevo statu quo. Si la sentencia superior nada dice por su parte, ha burlado el derecho del recurrente a obtener una respuesta fundada”20. B. De la motivación insuficiente Para hacernos cargo del significado de “motivación insuficiente” (no con- fundiéndola con la motivación incompleta o parcial, censada en el apartado anterior), reiteraré lo dicho antes subrayando que “motivación completa” y “motivación suficiente” no son expresiones redundantes. La primera (motivación completa) es la que justifica todas las decisiones relevantes que predeterminan la decisión final. La segunda (motivación suficiente) es la que aporta las razones (jurídicas y de otra índole) necesarias para ofrecer una justificación apropiada. Por descontado, difícilmente se abarca en pocas líneas el abanico de casos de motivación insuficiente. A título de ejemplo21, el juez incurre en este vicio: cuando no expresa las premisas de sus argumentaciones, cuando no justifica las premisas que no son aceptadas por las partes, cuando no indica los criterios de inferencia (p. ej. máximas de experiencia) que ha manejado, cuando no explicita los criterios de valoración adoptados, cuando al elegir una alternativa en lugar de otra no explica por qué ésta es preferible a aquélla, etcétera. C. Sobre la motivación contradictoria La contradictoriedad de la motivación se manifiesta particularmente en algunas situaciones típicas22. La más paladina, aunque infrecuente, es la contradicción entre el dispositivo (fallo) y la motivación de la sentencia; o incluso si falta conexión entre la decisión y los argumentos aducidos en la motivación (aunque este supuesto bien pudiera considerarse como motivación “omitida”). Más compleja, pero menudea también más, es la situación en la que la motivación misma es contradictoria porque contiene argumentos que chocan entre sí (p. ej. si la afirmación de un testigo unas veces se considera atendible y otras no en idénticas circunstancias relevantes). Tendrían también sitio en esta rúbrica las motivaciones llamadas “ilógicas”; es decir, aquéllas que, aun no manejando argumentaciones incompatibles, sin embargo no respetan la coherencia contextual. Finalmente caben en esta clase de motivaciones contradictorias aquéllas que no respetan las reglas de la lógica, de la ciencia o de la experiencia común. 6. ¿Que debe motivarse en una sentencia? Una sentencia puede compendiar una serie de decisiones, cada una de las cuales requiere su aneja justificación. Ajustándome a un “modelo” o esquema de decisión judicial que goza de amplia difusión23, serían identificables las siguientes decisiones: 1) decisión de validez (relativa a si la disposición aplicable al caso es o no jurídicamente válida); 2) decisión de interpretación (que gira en torno al significado de la disposición que se estima aplicable); 3) decisión de evidencia (que se refiere a los hechos declarados como probados); 4) decisión de subsunción (relativa a si los hechos probados entran o no en el supuesto de hecho que la norma aplicable contempla); y 5) decisión de consecuencias (cuáles han de seguir a los hechos probados y calificados jurídicamente). Procede aclarar que el juez no afronta siempre todas esas decisiones, ni obligatoriamente en ese orden, ni se trata de decisiones necesariamente independientes. Por ejemplo, puede suceder que la disposición aplicable al caso sea de una meridiana claridad (y por tanto, huelga cualquier decisión de interpretación); o que la validez de la norma aplicable dependa de la interpretación que se haga del artículo legal correspondiente (y por tanto, la validez queda a expensas de la interpretación); o que la subsunción esté predeterminada por la interpretación del texto legal y por los hechos declarados como probados (de modo que la subsunción se convierte en una operación mecánica y no decisional). Desde el punto de vista de la motivación, en su vertiente de justificación interna, aquélla ha de encadenar la secuencia de decisiones adoptadas (ejemplificadas en el modelo descrito), de manera que el fallo aparezca como la desembocadura lógica de todas las precedentes. Esto no suele suscitar mayores problemas puesto que, hasta los jueces más recalcitrantes con la motivación obligatoria, acostumbran a cumplir con ese cometido. Sin embargo, las dificultades surgen en la fundamentación de las premisas, es decir en lo que se ha convenido en denominar justificación externa. Cada premisa (o decisión sectorial) exige una motivación particularizada, pero, por razones de economía y oportunidad, me limitaré al razonamiento concerniente a la “decisión de interpretación” (a la que consagraré escaso espacio –justo el capítulo II– porque es la preferida de los más conspicuos tratadistas24 y a ello poco o nada tendría yo que sumar), a la “decisión de evidencia” (a la que daré un trato preferente –al menos en extensión: ocupando los capítulos III, IV y V– porque me resulta más familiar) y, finalmente, a la “decisión de consecuencias” (auténtica cenicienta en los tratados más al uso sobre razonamiento judicial y, por poco que de ella se diga –capítulo VI–, siempre será algo). 4 Me he ocupado de todo ello más pormenorizadamente en mi libro La motivación de las sentencias, imperativo constitucional, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2003; pp. 19-57. Y me remito a las fuentes allí citadas. 5 Cfr. Taruffo, M., “Motivazione della sentenza –dir. proc. civ.”, Enciclopedia Giuridica, Roma, 1990; p. 1 ss. 6 Si quisiéramos establecer si hay correspondencia entre los móviles o razones que han impulsado a un juez a tomar una decisión y las razones motivatorias que se expresan por escrito en la sentencia, seguramente saldría este balance: que la motivación es algo más (porque puede emplear razones no utilizadas durante la decisión), algo menos (porque no contiene todos los elementos que han influido en la decisión) y, de cualquier modo, algo diferente (porque su función fundamental es justificativa y no heurística) (Taruffo, M., Il vertice ambiguo. Saggi sulla cassazione civile, Bolonia, 1991; p.139). 7 Amodio, E., “Motivazione della sentenza penale”, Enciclopedia del diritto, Milán, 1977; p. 201. 8 Andreani, A., “La motivazione della sentenza amministrativa”, en VV.AA., La sentenza in Europa. Metodo tecnica e stile, Padua, 1988; p. 449. 9 Seguiré a Taruffo, M., La motivazione della sentenza civile, Padua, 1975; pp. 370-413. 10 Con estas palabras un tanto destempladas trato de insistir en que la motivación no tiene como finalidad conocer el proceso volitivo del órgano sino primordialmente posibilitar el control y fiscalización del acto mismo (cfr. Tardio Pato, J. A., Control jurisdiccional de concursos de méritos, oposiciones y exámenes académicos , Madrid, 1986; p. 88). 11 Distinción elaborada por el autor polaco Wróblewski, J. y recurrente en muchas de sus obras; por ejemplo en Constitución y teoría general de la interpretación jurídica, Madrid, 1985; p. 5. 12 Taruffo, M., Il vertice ambiguo...,pp. 147-148. 13 Taruffo, M., “Motivazione della sentenza civile (controllo della)”, Enciclopedia del diritto (Aggiornamento III), Milán, 1999; p. 780. 14 Chiassoni, P., La giurisprudenza civile: metodi d´interpretazione e tecniche argomentative, Milán, 1999; pp. 133 y 136-137. 15 Taruffo, M., “La motivazione...”, p. 785. 16 Para más pormenores, Taruffo, M., La motivazione..., pp. 430-437. 17 Para una fenomenología de la relatio, cfr. Taruffo, M., La motivazione…, pp. 422-430. 18 Zaballi, U. – Savoia, R., La motivazione dell´atto amministrativo, Milán, 1999; p. 54. 19 Saitta, A., Logica e retorica nella motivazione delle decisión della Corte costituzionale, Milán, 1996; p. 175. 20 Nieto, A., El arbitrio judicial, Barcelona, 2000; p. 287. 21 Taruffo, M., “Motivazione...”, pp. 785-786. 22 Taruffo, M., “Motivazione...”, p. 786. También Guzmán Fluja, V. C., El recurso de casación civil, Valencia, 1996; pp. 208-211. 23 Wróblewski, J., The Judicial Application of Law, Dordrecht, 1992; pp. 30-35. 24 Por poner una reciente referencia, cfr. Gascón Abellán, M. – García Figueroa, A. J., La argumentación en el derecho, 2.ª ed., Lima, 2005; capítulos III, IV, V, VI, VII y VIII. Para el análisis aplicado a la jurisprudencia de un tribunal concreto, a partir de sólidas bases teóricas, cfr. Ezquiaga Ganuzas, F. J., La argumentación interpretativa en la justicia electoral mexicana, México DF, 2006. Capítulo II UNA MOTIVACIÓN DE LAS DECISIONES INTERPRETATIVAS Como una justificación congruente ha de tener en cuenta la naturaleza de la decisión a justificar, habrá que dilucidar cuál es el razonamiento adecuado para justificar las decisiones interpretativas; lo cual nos proyecta hacia un problema más antecedente: el de definir en qué consiste la “interpretación”. 1. Sobre el significado de “interpretación” En lo que respecta a la palabra “interpretación” hay, en la actualidad, dos concepciones fundamentales en liza (una tradicional y otra heterodoxa) y éstas son sus respectivas caracterizaciones25. Para la tradicional, sólo ha lugar a la interpretación cuando la formulación lingüística de un texto normativo no es suficientemente clara; para la heterodoxa, siempre hay interpretación, independientemente de la presunta claridad en la formulación lingüística de un texto normativo. Ambas concepciones tienen sus correspondientes implicaciones epistemológicas. Para la tradicional, el proceso interpretativo es de carácter cognoscitivo- declarativo, mientras que para la heterodoxa es de tipo decisorio-constitutivo. Las susodichas implicaciones epistemológicas se fundan, a su vez, en dos tesis lingüísticas contrarias: 1) que las palabras tienen un significado propio y manifiesto (salvo excepciones), en el caso de la concepción tradicional; y 2) que el significado de cualquier expresión es siempre el resultado de un proceso interpretativo en el que intervienen factores lingüísticos y no-lingüísticos, en opinión de la postura heterodoxa. Aquí no sufragaré ninguna de ambas concepciones (tradicional y heterodoxa) sino una tercera. A estas alturas, nadie apuesta por el realismo verbal (la tesis de que tal significado es propiedad de tal palabra). Pacíficamente se admite que el nexo entre palabras y significados es por entero convencional (p. ej. los italianos llaman “burro” a lo que nosotros llamamos “mantequilla”) y que las convenciones que determinan el significado de las palabras son no sólo de índole lingüística sino también contextual (p. ej., el significado de “York” no es el mismo en una agencia de turismo –cuando se encarga un viaje– que en una charcutería –cuando se pide un determinado tipo de jamón–). En eso lleva razón la postura heterodoxa. Pero a veces se pasa por alto que esas convenciones son expresión de estructuras normativas impersonales y abstractas26. Y en ese sentido (sólo en ése) cabría hablar de “significado propio de las palabras”, entendiendo por tal el significado que les atribuye espontáneamente un uso de las mismas gobernado por reglas o convenciones lingüísticas27. Ahora bien, esas reglas o convenciones pueden dejar o no –según los casos– márgenes de decisión a los usuarios de una lengua. Hagamos p. ej. la prueba de pedir, en cualquier charcutería española, “un cuarto de york”; si el dependiente no nos sirve 250 gramos de jamón cocido tendremos derecho a pensar que es extranjero o novato o lerdo; y si nos los sirve ¿acaso será porque ha decidido atribuir a nuestras palabras ese significado en lugar de otro? No, simplemente porque no le cabe otra opción a quien está al corriente de las convenciones. Por tanto, si se persistiera en definir la actividad interpretativa (al gusto de los heterodoxos) como un proceso decisorio, habrá de reconocerse que eso sólo acontece en aquéllas situaciones en las que las convenciones lingüístico- contextuales no eliminan (al menos de primeras) la indeterminación y, con ello, algún margen para la decisión. Es decir, sólo se interpreta ante situaciones de “duda” u “oscuridad” (aunque sería preferible utilizar la palabra “desacuerdo”, porque las partes que comparecen ante el juez rara vez confiesan dudas u oscuridades; las más de las veces expresan –como si fueran contundentes y clarísimas– propuestas interpretativas distintas). Por tanto, trayendo lo dicho a nuestro terreno, los artículos de la ley no son en sí claros o dudosos sino en relación con algo o con alguien28. El manejo judicial de los textos legales está orientado a la solución de un caso singularizado, no a disertar sobre los artículos de la ley; después, los juicios se celebran en tal lugar y en tal fecha (bien determinados); por último, en el juicio intervienen personas concretas (juez, fiscal, abogados, etcétera) con nombres y trayectorias singulares. Nada tiene de extraño, pues, que una misma disposición, ante la resolución de casos distintos, pueda parecer unas veces clara y otras oscura. Lo mismo pasa con el lugar: una misma disposición legal puede ser vista, en lugares diferentes, clara en algunos sitios y dudosa en otros. Idéntica consideración vale para el tiempo: una misma disposición legal leída en épocas diversas es susceptible de ser calificada de clara en un tiempo y de dudosa en otro. También es pertinente la identidad de las personas que intervienen en el proceso, de manera que una misma disposición examinada por personas distintas quizás a unas les parezca clara y a otras dudosa. 2. Las fuentes de “dudas” o “controversias” Si la actividad interpretativa está orientada a tomar decisiones racionales en orden a resolver “dudas” o “controversias” que suscitan los textos legales, habrá que identificar ante todo cuáles son los factores que propician la aparición de tales oscuridades y desacuerdos. Es pertinente destacar la triple dimensión convencional de los textos legales, a saber: la lingüística, la sistémica y la funcional29. En lo que respecta a la primera (la lingüística), nadie negará que las disposiciones legales son entidades lingüísticas. Y una mirada atenta revela que el lenguaje legislativo está plagado de ambigüedades (semánticas, sintácticas, pragmáticas) y vaguedades por doquier30. A nadie le maravillará, por tanto, que de ahí surjan disensiones sobre el significado de los enunciados legislativos. En lo que hace a la segunda (la sistemática), será ocioso señalar que ni la jurisprudencia ni la doctrina aceptan que el conjunto de las normas jurídicas se reduce a un montón de disposiciones sueltas; al contrario, consideran que las disposiciones se encuadran en conjuntos más amplios, cada vez más comprehensivos hasta llegar, en última instancia, al sistema jurídico en su totalidad. Eso implica p. ej. que ante dos disposiciones, incluso lingüísticamente impecables, si sus respectivos significados literales son incompatibles entre sí (por contradicción o incoherencia), se abre un nuevo frente para la interpretación31. En lo referente a la tercera (la funcional), salta a la vista que p. ej. cuando se promulga una ley, el legislador persigue lograr algúnefecto social; e independientemente de lo que haya pasado por la cabeza del legislador, el texto mismo lleva ínsito el diseño de los fines que deben conseguirse. Pues bien, en ocasiones sucede que una disposición cuyo significado literal no ofrece dudas, sin embargo provoca cierta perplejidad ante la resolución de un caso específico, bien porque éste es excepcional, o porque el legislador ni había soñado con que eso pudiera producirse, o porque contrasta con los valores dominantes en la sociedad, etcétera32. En tal circunstancia, no habrá otro remedio que retocar el significado inicialmente claro de la disposición; es decir, habrá que interpretarla. 3. Una motivación completa: respuesta justificada a todas las cuestiones interpretativas A veces, los desacuerdos en torno a un texto legal son sólo de naturaleza lingüística, o sólo de índole sistémica, o sólo de factura funcional. Otras, en cambio, el mismo texto puede generar simultáneamente controversias de dos o de las tres clases señaladas. Pongamos un ejemplo: si una de las partes alega que la interpretación x se ajusta mejor que la interpretación y al sentido literal de una determinada disposición legislativa, mientras la otra parte contesta que la interpretación y además de ser lingüísticamente compatible con esa disposición, evita una antinomia con el significado de otra disposición, así como maximiza la finalidad que perseguía el legislador histórico, entonces el juez si opta por la interpretación x deberá justificar no sólo que ésta es lingüísticamente preferible a la interpretación y, sino además que no entra en contradicción con otra disposición ni es menos eficaz en orden a conseguir el objetivo al que apuntaba el legislador; si, por el contrario, el juez se decanta por la interpretación y, tendrá que argumentar que ésta no distorsiona el significado de las palabras y evita ciertamente una antinomia o realmente se amolda mejor a la finalidad pretendida por el legislador. Es decir, es preciso resolver argumentadamente todas las cuestiones planteadas; en el bien entendido que esto vale en principio. En efecto, suele aceptarse –y con razón– que no toda cuestión formulada por los contendientes postula una respuesta puntual de los tribunales. Ahora bien, entonces será necesario fijar algunos criterios para distinguir qué alegaciones requieren un tratamiento expreso y cuáles no. Por ejemplo, si varias cuestiones planteadas penden de una más básica y el juez resuelve negativamente esta matriz común, ya no le hará falta confutar individualmente las otras cuestiones. Del mismo modo, si un supuesto de hecho normativo, invocado por uno de los contendientes, requiere la existencia conjunta de tres elementos (x+y+z), al juez le basta combatir las argumentaciones relativas a sólo uno de ellos. En cambio, ante un supuesto de hecho definido por elementos relacionados alternativamente (x o y o z), no bastará con que el juez desguace los argumentos relativos a sólo uno de ellos, sino tendrá que examinar los argumentos referentes a todos ellos. 4. Una motivación congruente: interpretación y argumentación Según he defendido, “interpretar” no consiste en conocer un significado pre- existente en los textos jurídicos; por tanto, no habría en rigor una interpretación “verdadera” frente a otra (u otras) interpretación(es) “falsa(s)”. En efecto, conocida es la vieja idea (mito, más bien) positivista de la ley “simple y clara” cuyo significado es una realidad dada, cristalizada y formalmente definida; de manera que el juez se convierte en “boca” de aquélla limitándose a leerla (o a descubrirla, mediante una interpretación meramente recognitiva, si la formulación lingüística fuera eventualmente imperfecta). Pues bien, hoy nos movemos en otras coordenadas (culturales y epistemológicas). Curados ya de la ingenuidad que profesaba el pensamiento ilustrado en lo tocante a la ley como objeto de lectura pasiva, la actualidad enfrenta al juez con inéditos problemas de jerarquía entre fuentes, con la fragmentación de textos legislativos, con la sobreabundancia y la mala técnica en la redacción de las leyes, con leyes que no son fruto de una sociedad homogénea y por tanto traspasan a los órganos judiciales incertidumbres no resueltas en sede parlamentaria, con leyes que por incongruencia con la Constitución demandan su adecuación a ésta, etcétera33. Y nada remedia la imagen del juez como “boca de la Constitución” (no ya “boca de la ley”, como antaño) pues el texto constitucional, en cuanto resultado de un pacto, aparece plagado de tensiones y claroscuros en los que el intérprete se ve constreñido a penetrar de una forma que, lejos de ser contemplativa, entraña una actividad de balance, de sutil sopesamiento de los valores en juego que la misma Constitución pluralistamente expresa34. En situación tal, se hace insostenible (dudo que alguien la defienda conscientemente) la clásica teoría de la interpretación –el formalismo interpretativo– porque ya no nos hallamos (la verdad es que antes tampoco) ante un significado preformado, “objetivo”, de la ley que al juez corresponde “declarar” nada más. La interpretación ostenta inevitables perfiles valorativos por ser una “elección” entre opciones posibles (en atención al texto, al sistema en el que la norma se inserta y al contexto social en el que funciona); y elegir supone “privilegiar” unos u otros elementos de valoración. Y esto, lejos de acontecer sólo en la determinación de conceptos genéricos o mudables, “es una constante de toda actividad interpretativa, como demuestra el modificarse de las orientaciones de la misma Casación, en teoría garante de la nomofilaxis. Inútil decir que el fenómeno adquiere dimensiones particularmente agudas en un ordenamiento caracterizado por una producción legislativa aluvional y contradictoria”35. Entonces, carece de sentido decir que la interpretación determina el significado “verdadero” de la ley; como mucho, puede determinar un significado en base a criterios aceptables pero de ningún modo absolutos (porque éstos no existen). De ahí que surja la cuestión sobre cuál sea el tipo de razonamiento adecuado para justificar racionalmente las decisiones que se toman en ese ámbito. A. Razonamiento y argumentación A veces se consideran como intercambiables los términos “razonamiento” y “argumentación”. Pero no todo se razona de la misma manera. En efecto, para razonar la corrección de un cálculo matemático (p. ej. 27:3=9) bastará una sencilla operación (3x9=27), demostrándose así que se estaba en lo cierto. Un razonamiento diverso se emplea en las disciplinas empíricas, donde se verifica p. ej. la ley de la caida de los cuerpos. En ninguno de ambos dominios (el lógico- matemático y el experimental) se estila usar el verbo “argumentar”, pues parece que las connotaciones de éste no compaginan bien con las verdades incontestables (o tenidas por tales) de matemáticos y científicos. Suele decirse que lo opinable (cuyas ejemplificaciones más ostentosas son la moral, la política y el derecho) constituye el campo apto para argumentar, es decir para “proponer una opinión a los otros dándoles buenas razones para adherirse a ella”36 (esto no obsta, por supuesto, a que en la argumentación se incluya –de vez en cuando o a menudo–, a modo de argumento, una verdad matemática ya demostrada o un conocimiento científico ya verificado). Confinándonos incluso en el mundo del derecho, supondría un abuso referirse al “razonamiento judicial” como si se tratara de una pieza homogénea de arriba abajo, pues de inmediato se aprecia la diferente manera de justificar una decisión interpretativa (p. ej., que por “buena fe” haya de entenderse x) un hecho probado (p. ej., que Oswald hirió mortalmente a Kennedy). En resumidas cuentas, estimo recomendable reservar la palabra “argumentación” a un uso específico y parcial de “razonamiento”. Y las piezas esenciales del discurso argumentativo son: las premisas que funcionan como el punto de partida de la argumentación, la conclusión o su punto final y la relación entrelas premisas y la conclusión37. B. Perspectivas y dimensiones de la argumentación Así las cosas, la argumentación se presta a ser analizada desde dos perspectivas: desde el punto de vista de su estructura (examinando la relación entre premisas y conclusión) y desde el punto de vista de su fuerza (ponderando en qué medida las premisas constituyen “buenas razones” para fundamentar la conclusión, pues no todas las razones suelen ser “buenas razones”)38. Y con ello se destapan las tres dimensiones de la argumentación: la formal, la material y la dialéctica 39. a) Sin esfuerzo se percibe el parentesco de la dimensión “formal” con el punto de vista sobre la “estructura” del razonamiento argumentativo. Lo que aquí se destaca, dado que la argumentación consiste en una cadena de proposiciones, es saber si la conclusión se ha inferido correctamente de las premisas dadas para, de ese modo, asegurarse que el razonamiento argumentativo es correcto. b) También salta a la vista el nexo entre la dimensión “material” y el punto de vista sobre la “fuerza” de la argumentación. No basta con una conclusión obtenida correctamente si luego ésta se revela débil. Ya se sabe que la fortaleza de la conclusión radica en las premisas (de premisas ciertas pueden extraerse conclusiones ciertas, de premisas probables como mucho conclusiones probables, etcétera). Por eso, para construir una argumentación fuerte, es capital que las premisas también lo sean (o, dicho de otro modo, que consistan en “buenas razones”). c) ¿Y con quién se da la mano la dimensión “dialéctica”? Creo que ésta es un corolario de la dimensión anterior (la “material”), en cuanto que eso de “buenas razones” es un asunto relativo. Veámoslo. Cuando un orador argumenta, el destinatario (o auditorio) del discurso puede escucharlo pasivamente, en cuyo caso la argumentación se convierte en un monólogo. O puede suceder a la inversa, que el destinatario entre en diálogo con el orador confrontando sus argumentos con los de éste. En este segundo supuesto de cruce de argumentos y contra-argumentos, si las que inicialmente se presumían “buenas razones” topan con otras de signo contrario y mejores, automáticamente pierden su condición de “buenas”. Por tanto es la dialéctica, el toma y daca, la que finalmente ayuda a ponderar la “fuerza” de la argumentación. Y es evidente la relación directamente proporcional entre la “fuerza” de una argumentación y su persuasividad, al menos en circunstancias normales (no excluyo, pues, que la persuasión pueda a veces ganarse con las falacias de una retórica filistea). C. Una argumentación institucionalizada Pero el genus “argumentación” permite una ulterior distinción40. Podríamos llamar “argumentación pura” a la que se realiza por libre, fuera de todo cuadro institucional particular. En esta actividad sólo cuentan las razones sustanciales, es decir aquéllas cuyo peso está en función de su valor intrínseco, independiente de cualquier autoridad. Designaremos con el nombre “argumentación institucional” a la que se desarrolla dentro de un marco institucional determinado (p. ej., la jurisdicción). En éste cuentan sobremanera las razones de autoridad; lo que no implica que sean las únicas pues también intervienen las sustanciales y, en última instancia, aquéllas (las razones de autoridad) mantienen algún nexo con éstas (las razones sustanciales). En suma, ¿de qué tipo de argumentos interpretativos le es dado auxiliarse al juez? ¿ de los que le vengan en gana? No, de ningún modo. Cuando ya quienes pertenecen a un gremio profesional discuten de algo, sus posibilidades de argumentar están circunscritas (con rigor variable) por unas reglas de juego discursivas. Al juez, ya por el mero hecho de ser jurista, le sucede lo mismo. Pero también algo más. Su actividad se desarrolla encima en un cuadro institucional, lo cual le condiciona adicionalmente todavía más; de manera que los argumentos fundados en la autoridad correspondiente (sobre todo en la legislación) ocuparán un lugar preeminente en su argumentación41. De ese carácter institucionalizado de la argumentación judicial deriva el que sea desigual el peso de los diferentes argumentos utilizables. En tosca clasificación: unos serían insoslayables, otros aconsejables y unos terceros simplemente aceptables. Entre los primeros, para un servidor de la ley que se precie (y el juez está obligado a serlo), se encontrarían los de procedencia legislativa (como son las “definiciones legislativas”, las “leyes interpretativas”, las “disposiciones generales” ubicadas en el título preliminar del código civil, las “disposiciones sectoriales” limitadas a una rama del derecho, etcétera) aunque no son los únicos. Entre los segundos entraría quizás –eso depende de cada ordenamiento jurídico– la doctrina jurisprudencial consolidada proveniente de órganos judiciales cabeceros (p. ej. el Tribunal Supremo). En los terceros tendrían cabida los argumentos elaborados por la doctrina académica y la cultura jurídica en general. Todo ello no obsta, claro es, a que las argumentaciones doctrinales repercutan sobre las jurisprudenciales logrando incluso cambiarlas, o a que atendiendo al requerimiento de la jurisprudencia el legislador introduzca modificaciones en los argumentos que han de servir de referencia. En fin, el ranking esbozado no deja de ser aproximativo (y flexible). 5. Una motivación suficiente de decisiones interpretativas El requisito de la “suficiencia” es, sin duda, el más peliagudo de todos y, por tanto, el más desatendido. Por lo general, la insuficiencia de la motivación es sobre todo el producto del celo que ponen los tribunales en ocultar las opciones efectuadas y las valoraciones subyacentes. Para proporcionar el debido encuadre a la “suficiencia”, habrá que empezar retomando algún aspecto apuntado hace poco (al final del apartado anterior). A. Argumentos de “primer grado”, de “segundo grado” y valoraciones Como he indicado, el juez se encuentra provisto, pues, de una ubérrima flora de argumentos interpretativos y de distinto rango. Pero, para su incordio, suele suceder: primero, que los susodichos argumentos toleran ser manejados de distintas maneras (p. ej., es fácil que el argumento de la “realidad social” –que menciona nuestro tit.prel.c.civ.– se preste para justificar opciones interpretativas incluso contrarias, pues todo depende de qué aspectos de la realidad social se valoren como relevantes42); y segundo, que no todos los argumentos (incluso los situados en el mismo nivel jerárquico) reman en la misma dirección (p. ej., es posible que, con el mismo tit.prel.c.civ. en la mano, el “sentido propio de las palabras” sirva para avalar una decisión interpretativa, mientras que la “finalidad de la norma” sirva para respaldar una decisión interpretativa contraria). Eso contribuye inevitablemente a que la argumentación interpretativa del juez deba hacerse más compleja. Ya no basta con tener argumentos para justificar una decisión interpretativa (a los que vamos a llamar –enseguida se comprenderá por qué– argumentos de “primer grado”); son necesarios además unos argumentos de “segundo grado” (de “procedimiento” o de “preferencia”), cuya función consiste – respectivamente– en justificar por qué se usan de determinada forma (en lugar de otra) los argumentos interpretativos (es decir, los de primer “grado”) o por qué se prefieren unos argumentos interpretativos (de “primer grado”) en detrimento de otros. Y no se excluye que, si los argumentos de “segundo grado” (tanto los de “procedimiento” como los de “preferencia”) son a su vez objeto de disputa, sea preciso recurrir a argumentos de carácter desnudamente valorativo (que se incardinan en distintas ideologías –atinentes a la función jurisdiccional o en otras43– y propicias a un irreductible margen de subjetividad del juez). En este sentido, sería conveniente sufragar la cierta, rigurosa y rotunda afirmación de que “el juez, que no forma parte de una comunidad lingüística perfecta y homogénea (…), cuando adscribe un significado ejecutaun acto lingüístico no asertivo, sino directivo, que no puede ser justificado por referencia a hechos, sino a valores”44, cuya referencia –añado de mi cuenta– debe plasmarse en la motivación. Ahora bien, ¿no se revela muy cándida, por cuanto fácil de burlar, esta exigencia? Al juez le basta con ocultar que había varias maneras de manejar un mismo argumento o que había varios argumentos alternativos y todos aptos para justificar opciones interpretativas distintas, de modo que con los argumentos de “primer grado” tiene de sobra. Por desgracia, esta actitud abunda más de la cuenta. Contadas veces emergen en las argumentaciones judiciales los argumentos de “segundo grado” y no digamos las “valoraciones”; y, sin embargo, no se los suele echar de menos. ¿Por qué? Porque previamente el juez se ha tomado buen cuidado de escamotear en el texto de la sentencia todos los momentos en los que se ha visto obligado a elegir. Y sin embargo no hay que resignarse pues existe un remedio eficacísimo contra ese ocultamiento: nada menos que la relación dialéctica entre las alegaciones de las partes y el discurso argumentativo del juez. Si éste entra en diálogo público con las alegaciones de las partes, cuyos argumentos acepta o rechaza (según los casos), inevitablemente aflorará la ristra de decisiones interpretativas tomadas y, por ende, los puntos menesterosos de argumentación. B. La fecundidad de la dialéctica en la argumentación interpretativa Pertenece a la colección de lugares comunes decir que la “dialéctica” es una de las notas definitorias de la estructura del proceso; y recuérdese que el juez argumenta en el marco del proceso. La estructura del proceso es dialéctica porque se funda en la contraposición entre dos (o, eventualmente, más de dos) posiciones. A esta dimensión dialéctica del proceso se la conoce por el término “contradictorio”. Y esa estructura dialéctica o dialógica del proceso no deja de afectar a la argumentación judicial, pues la elección que hace el juez entre las opciones interpretativas que han ido surgiendo durante el proceso está influenciada por el hecho de que la decisión interpretativa judicial tendrá efectos “entre las partes”. A lo dicho, sin embargo, suele oponérsele alguna pega. En el proceso funcionan estos dos principios: el iuxta alligata et probata (concerniente a los hechos) y el iura novit curia (referente al derecho), los cuales dejan traslucir la diferente situación –dependencia/independencia– del juez respecto de lo actuado por las partes. Del iuxta alligata et probata se desprende que el juez teje el relato fáctico obligatoriamente con los mimbres aportados por las partes. Pero, por contra, la consecuencia más decisiva del aforismo iura novit curia (que afecta a la interpretación) es que el juez no está vinculado a las argumentaciones jurídicas de las partes pues se presume que él conoce el derecho y de primera mano; de ahí que el juez no esté vinculado a las propuestas interpretativas que hagan las partes. Eso es correcto. Ahora bien, eso no quita que, cuando el juez ejerce los poderes que le confiere el iura novit curia y se aparta de las propuestas interpretativas de una o de ambas partes, continúe vigente el contradictorio, el cual impone al juez la obligación de argumentar el rechazo de la interpretación normativa realizada por una o por ambas partes45. ¿Obedece eso a que el juez ha de tener algún miramiento con las partes para mostrarse convincente y conseguir su conformidad con la decisión adoptada? También, pero no sólo ni en primer lugar. El meollo estriba en la naturaleza de la interpretación. Si “interpretar” consistiera en conocer un significado objetivo, pre-existente e incorporado a los textos legales, el juez no tendría por qué entrar obligatoriamente en diálogo con las partes (por lo mismo que nosotros estamos excusados de atender o hacernos eco de las alegaciones de nadie en torno a cosas directamente verificables por nosotros: p. ej. que el agua moja o que Madrid es mayor que Cuenca). Pero si asumimos que “interpretar” es atribuir un significado en función de las convenciones imperantes en el ámbito concernido, y resulta que esas convenciones permiten prima facie justificar diferentes atribuciones de significado (es decir, diferentes decisiones interpretativas), al juez no le será suficiente mostrar que hay argumentos interpretativos que sostienen su decisión interpretativa sino habrá de mostrar también que sus argumentos son mejores que los argumentos que apoyan otra(s) decisión(es) interpretativa(s) rivales. El juez actuaría arbitrariamente si toma una decisión interpretativa argumentada en detrimento de otra decisión mejor argumentada. Por eso, el juez está obligado a presentar su opción como la mejor de las presentes46, y eso le obliga a comparar lealmente sus argumentos con los argumentos esgrimidos por las partes; es decir, a dialogar con éstas. Dicho lo cual, la fórmula canónica de la justificación suficiente de una decisión interpretativa podría ser la siguiente: la disposición legislativa DL tiene el significado S de acuerdo con los argumentos de primer grado (los que fueren pertinentes) A1, A2, A3… An, que han sido manejados conforme a los argumentos de segundo grado de procedimiento a’1, a’2, a’3… a’n y jerarquizados de acuerdo con los argumentos de segundo grado de preferencia a”1, a”2, a”3… a”n; argumentos de segundo grado fundamentados respectivamente en las valoraciones V’1, V’2, V’3… V’n y en las valoraciones V”1, V”2, V”3…V”n.47. 25 Mazzarese, T., “Interpretación literal: juristas y lingüistas frente a frente”, Doxa, 2000, N.° 23; pp. 618-620. No obstante, es más usual distinguir tres teorías (cognoscitivista, escéptica e intermedia –cfr. Prieto Sanchís, L., Apuntes de teoría del Derecho, Madrid, 2005; pp. 239-248–) y, como enseguida se verá, acabaré desembocando en algo similar. 26 Luzzati, C., La vaghezza delle norme, Milán, 1990; pp. 41-43. 27 Barberis, M., “Seguire norme giuridiche, ovvero: cos’ avrà mai a che fare Wittgenstein con la teoria dell´interpretazione giuridica”, Materiali per una storia della cultura giuridica, 2002, N.° 1; p. 249. 28 Prieto Sanchís, L., Apuntes…, p. 229. 29 Wróblewski, J., Constitución y teoría general…, pp. 49-58. 30 Para un panorama resumido de las oscuridades que afectan al lenguaje jurídico, me tomo la libertad de remitir a mi Teoría analítica del derecho (la interpretación de la ley), Oñati, 1994; pp. 58-67. 31 La “incompatibilidad” (con sus dos variantes, la “inconsistencia” y la “incoherencia”) no es la única plaga que erosiona el sistema jurídica, aunque sí la más importante. De ello me he ocupado en mi Teoría analítica del derecho..., pp. 67-75. También lo hace Prieto Sanchís, L., Apuntes…, pp. 258-261. 32 Hay ejemplos jurisprudenciales muy didácticos en Perelman, Ch., La lógica jurídica y la nueva retórica, Madrid, 1979; capítulos 2 y 3. 33 Borrè, G., “La Corte di cassazione oggi”, en Besone, M. (coord.), Diritto giurisprudenziale, Turín, 1996; pp. 161-162. 34 Borrè, G., “Md e Questione giustizia. I compiti che ci aspettano”, en Pepino, L., L´eresia di Magistratura democratica. Viaggio negli scritti di Giuseppe Borrè, Milán, 2001; p. 262. 35 Pepino, L., “L’ attualità di un’eresia. Contributi per una storia de Magistratura democratica”, en L’eresia ...; pp. 30-31. 36 Mathieu-Izorche, M. L., Le rasionnement juridique, París, 2001; pp. 352-353. 37 Atienza, M., “Estado de Derecho, argumentación e interpretación”, Anuario de Filosofía del Derecho, t. XIV, 1997; pp. 475-476. 38 Iturralde Sesma, V., Aplicación del derecho y justificación de la decisión judicial, Valencia, 2003; p. 222. 39 Atienza, M., “Estado de Derecho…”, pp. 475-476. 40 Cfr. MacCormick, N., “Argumentation et interprétation en droit”, en P. Amselek (dir.), Interprétation en droit, Bruselas, 1995; pp. 214-216. 41 MacCormick, N., “Argumentation et interprétation…”, p. 216. 42 Y lo mismo vale del resto de argumentos enumerados en el citado artículo (cfr. Prieto Sanchís, L., Apuntes…, pp. 270-274.
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