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El razonamiento en las resoluciones judiciales

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Directores:
Manuel	Atienza
Universidad	de	Alicante
Luis	Prieto
Universidad	de	Castilla	–	La	Mancha
Coordinadores:
Pedro	P.	Grández	Castro
Hugo	Enrique	Ortiz	Pilares
N.º	9
El	razonamiento	en	las
resoluciones	judiciales
Primera	edición,	2009
Queda	prohibida	la	reproducción	total	o	parcial	de	esta	obra	sin	el
consentimiento	expreso	de	su	autor.
©	Copyright	:	Juan	Igartua	Salaverría
©	Copyright	2009	:	Palestra	Editores	S.A.C.
Plaza	de	la	Bandera	125,	Lima	21	-	Perú.
Telefax:	(511)	4261363	–	7197629
palestra@palestraeditores.com
www.palestraeditores.com
:	Editorial	Temis	S.A.
Calle	17,	núm.	68D-46,
Bogotá-Colombia
Correo	electrónico:	temis@col-online.com
Diagramación:	Elizabeth	Ana	Cribillero	Cancho
Hecho	el	depósito	legal	en	la	Biblioteca	Nacional	del	Perú	N°	2008-08395
ISBN:	978-612-325-017-1
http://www.palestraeditores.com
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN	(contextos,	convenciones,	precisiones)
Capítulo	I
LA	MOTIVACIÓN	DE	LAS	SENTENCIAS,	IMPERATIVO
CONSTITUCIONAL
1.	Principales	innovaciones
A.	Una	obligatoriedad	universalizada
B.	Los	destinatarios	de	la	motivación
2.	La	motivación	como	exigencia	de	otros	preceptos	constitucionales
A.	La	jurisdicción	como	aplicación	de	la	ley
B.	La	interdicción	de	la	arbitrariedad
C.	La	presunción	de	inocencia
D.	La	tutela	judicial	efectiva
3.	¿En	que	consiste	la	“motivación”?
A.	Objeciones	contra	la	“motivación”	como	mera	“exteriorización”.
B.	Ventajas	de	la	“motivación”	como	“justificación”
4.	Requisitos	básicos	de	la	“motivación”	como	“justificación”
A.	La	motivación	como	justificación	“interna”
B.	La	motivación	como	justificación	“externa”
5.	Principales	patologías	de	la	motivación
A.	La	motivación	omitida
B.	De	la	motivación	insuficiente
C.	Sobre	la	motivación	contradictoria
6.	¿Que	debe	motivarse	en	una	sentencia?
Capítulo	II
UNA	MOTIVACIÓN	DE	LAS	DECISIONES	INTERPRETATIVAS
1.	Sobre	el	significado	de	“interpretación”
2.	Las	fuentes	de	“dudas”	o	“controversias”
3.	Una	motivación	completa:	respuesta	justificada	a	todas	las	cuestiones
interpretativas
4.	Una	motivación	congruente:	interpretación	y	argumentación
A.	Razonamiento	y	argumentación
B.	Perspectivas	y	dimensiones	de	la	argumentación
C.	Una	argumentación	institucionalizada
5.	Una	motivación	suficiente	de	decisiones	interpretativas
A.	Argumentos	de	“primer	grado”,	de	“segundo	grado”	y	valoraciones
B.	La	fecundidad	de	la	dialéctica	en	la	argumentación	interpretativa
Capítulo	III
INCIDENCIAS	DE	ALGUNOS	PRINCIPIOS	PROCESALES	EN	EL
RAZONAMIENTO	PROBATORIO
1.	La	transversalidad	del	“contradictorio”	en	las	pruebas	declarativas
A.	El	“contradictorio”	como	elemento	constitutivo	de	las	pruebas
B.	Un	escamotage	de	la	legislación	procesal	vigente
C.	Una	“imparcialidad”	deficientemente	entendida
D.	“Contradictorio”	e	imparcialidad
E.	Un	“contradictorio”	irrecuperable
F.	“Contradictorio”	vs.	“verdad”,	un	falso	dilema
G.	“Contradictorio”	y	examen	cruzado.
H.	El	injustificable	eclipse	del	“contradictorio”	en	la	motivación	de	las
sentencias
2.	La	“inmediación”,	un	pretexto	para	no	razonar
A.	Una	estratagema	para	desviar	la	atención
B.	¿Una	motivación	imposible?
C.	Inmediación	y	motivación
3.	Un	ejemplo	de	jurisprudencia
A.	El	caso
B.	El	examen	del	recurso
C.	Legitimidad	del	control	casacional
Capítulo	IV
VALORACIÓN	DE	LA	PRUEBA	Y	MOTIVACIÓN	RACIONAL
1.	Análisis	individualizado	de	las	pruebas
A.	Una	información	fiel	y	completa
B.	Una	valoración	específica
2.	Valoración	de	todas	las	pruebas
A.	¿Por	qué	todas	las	pruebas?
B.	No	sólo	cuestión	de	buenos	modales
3.	Explicitación	del	razonamiento	inferencial
A.	Excurso	sobre	conocimientos	científicos	y	decisión	judicial
B.	Excurso	sobre	las	“máximas	de	la	experiencia”	propiamente	dichas
C.	Razonamiento	inferencial	también	en	las	pruebas	directas
4.	Valoración	conjunta	y	coherencia	narrativa
A.	Una	“verdadera”	y	“buena”	historia
B.	El	momento	de	la	falsación
C.	Pluralidad	de	“historias”
Capítulo	V
PRESUNCIÓN	DE	INOCENCIA	Y	RAZONAMIENTO	PROBATORIO
1.	Estándar	de	prueba	y	ámbito	de	la	presunción
A.	Estándares	de	prueba
B.	¿Qué	abarca	la	presunción	de	inocencia?
2.	El	discutido	encaje	del	in	dubio	pro	reo	en	la	presunción	de	inocencia
A.	La	conexión	del	in	dubio	con	la	valoración
B.	¿Sólo	importa	la	dimensión	normativa	del	in	dubio?
3.	Contra	reduccionismos	psicologistas
A.	“Fuerza”,	“sentido”	y	“actitud	proposicional”
B.	Aplicándonos	en	lo	que	nos	toca
4.	“Duda	razonable”	y	motivación
A.	“Duda	razonable”	y	razonamiento	probatorio
B.	De	cautelas	y	control
5.	Veredicto	del	Jurado	y	presunción	de	inocencia
A.	Un	jurado	de	tipo	anglosajón
B.	El	veredicto	como	expresión	de	la	voluntad
C.	Una	merma	de	la	tutela	judicial
D.	No	es	exigible	lo	mismo	a	profesionales	y	a	legos
E.	¿Más	exigentes	con	los	legos?
F.	A	vueltas	con	la	“inmediación”
6.	Un	erróneo	uso	“a	contrario”	de	la	duda	razonable
A.	El	juez	como	“tercero”
B.	El	derecho	a	la	prueba
C.	Interdicción	de	la	arbitrariedad
D.	El	derecho	a	la	tutela	judicial	efectiva
Capítulo	VI
LA	INDIVIDUALIZACIÓN	DE	LA	CONSECUENCIA	JURÍDICA
1.	De	“facultad	privativa”	a	“facultad	reglada”
2.	Más	sobre	“indeterminación”	y	“discrecionalidad”
A.	Poniendo	las	cosas	en	su	sitio
B.	Varios	supuestos
3.	Individualización	y	motivación
A.	Determinación	de	“conceptos	indeterminados”
B.	El	momento	de	la	“discrecionalidad”
C.	La	dialéctica	procesal	reflejada
EL	AUTOR
JUAN	IGARTUA	SALAVERRÍA,	Catedrático	de	Filosofia	del	Derecho	en
la	Universidad	del	País	Vasco.	Es	Licenciado	y	Doctor	en	Filosofia	y
Licenciado	en	Ciencias	Políticas.
Entre	sus	libros	destacan:	Teoría	analítica	del	Derecho	(La	interpretación	de	la
ley)	(1994),	Valoración	de	las	pruebas,	motivación	y	control	en	el	proceso	penal
(1995),	Discrecionalidad	técnica,	motivación	y	control	jurisdiccional	(1998),	El
caso	Marey:	presunción	de	inocencia	y	votos	particulares	(1999),	La	motivación
de	las	sentencias,	imperativo	constitucional	(2003),	El	Comité	de	Derechos
Humanos,	la	casación	penal	española	y	el	control	del	razonamiento	probatorio
(2004),	La	motivación	en	los	nombramientos	discrecionales	(2007).	Es	además
autor	de	una	sesentena	de	contribuciones	en	obras	colectivas	y	revistas
especializadas.	Ha	impartido	cursos	y	conferencias	en	varias	Universidades	de
Europa	y	América.
INTRODUCCIÓN
(CONTEXTOS,	CONVENCIONES,	PRECISIONES)
Aunque	metidas	de	prisa	y	corriendo,	debo	asentar	la	ristra	de	cuestiones	que
acoge	la	presente	publicación	en	unas	pocas	pero	necesarias	estipulaciones,	a	fin
evitar	un	exceso	de	aturullamiento	aun	sin	prodigarme	en	aparatosos	distinguos.
1.	Para	empezar,	no	es	dable	al	olvido	que,	incluso	en	los	países	de	habla
hispana,	dominan	nomenclaturas	de	diversa	estirpe.	Por	ejemplo,	en	España	se
emplea	el	término	“motivación”	para	designar	indistintamente	tanto	el
razonamiento	judicial	usadero	en	la	resolución	de	la	quaestio	iuris	como	en	la	de
la	quaestio	facti.	No	así	en	México,	donde	la	palabra	“motivación”	se	reserva	al
discurso	judicial	que	afecta	a	la	prueba	de	los	hechos,	mientras	que	con	el
vocablo	“fundamentación”	se	significa	el	despliegue	argumentativo	que	suele
acompañar	a	las	decisiones	interpretativas.	Y	es	posible	que,	en	otros	territorios
nacionales,	estén	vigentes	otras	modas	terminológicas.
No	por	querencia	particular	sino	por	condicionamiento	de	mi	ámbito	de
procedencia	y	residencia	(el	español),	aquí	daré	por	equivalentes	las	palabras
“motivación”,	“fundamentación”	y	hasta	la	expresión	“razonamiento	judicial”
(según	se	acostumbra	en	mi	país).
2.	Atendiendo	a	los	objetivos	que	persiguen,	las	teorías	de	la	“motivación”	(o
“fundamentación”	o	“razonamiento	judicial”)	caben	ser	identificadas	como
empíricas,	analíticas	y	normativas1.	Las	empíricas	describen	de	qué	modo
motivan	los	jueces	sus	sentencias	en	un	lugar	y	periodo	determinados.	Las
analíticas	examinan	la	estructura	de	las	razones	pasibles	de	ser	utilizadas	en	las
motivaciones	judiciales.	Y	las	normativas	prescriben	cómo	deben	motivarse	las
sentencias.
Las	teorías	mássocorridas	tienen	un	carácter	mixto	(englobando	tanto	asertos
descriptivos	sobre	la	práctica	de	los	tribunales	cuanto	recomendaciones	referidas
a	dicho	comportamiento);	y,	de	otro	lado,	es	muy	difícil	que	una	teoría	normativa
de	la	motivación	pueda	(además	de	que	no	debe)	abstraerse	de	cuanto	se	sabe
sobre	las	maneras	de	motivar	existentes	y	sobre	la	estructura	de	las	razones
utilizables	en	la	motivación2.
Resueltamente	optaré	por	un	enfoque	normativo,	si	bien	–por	lo	apuntado	al
final	del	párrafo	anterior–	aquí	habrá	de	lo	uno	(prescripciones	a	mansalva)	y	de
lo	otro	(también	descripciones	y	análisis).
3.	Necesito	agregar	que,	en	consonancia	con	mi	proyecto,	iré	tras	un	concepto	de
“motivación”	muy	comprometido.	Cuando	se	afirma	que	una	sentencia	está
motivada,	se	pueden	asignar	tres	significados	diferentes	a	la	palabra
“motivada”3:	en	un	primer	sentido,	débil	y	descriptivo,	una	sentencia	está
motivada	si	se	aducen	razones	en	su	favor;	en	un	segundo	sentido,	fuerte	y
descriptivo,	una	sentencia	está	motivada	si	en	su	favor	se	aducen	razones	que	de
hecho	han	convencido	a	un	auditorio	determinado;	en	un	tercer	sentido	fuerte	y
valorativo,	una	sentencia	está	motivada	si	en	su	apoyo	se	aducen	buenas	razones.
Es	esta	tercera	acepción	la	que	congenia	con	mi	approach	normativo.
4.	Finalmente,	una	pequeña	guía	de	lectura.	Por	mucho	que	este	discurso
pretenda	ser	uno,	lo	cierto	es	que	irá	troceado	en	capítulos	(I,	II,	III,	etcétera);	los
cuales,	a	su	vez,	contendrán	apartados	numerados	(como	1,	2.	3,	etcétera);	en
cuyo	interior	podrán	distinguirse	sub-apartados	(como	A,	B,	C,	etcétera);	y	cada
uno	de	ellos	alojará,	cuando	proceda,	segmentos	menores	(precedidos	por	los
símbolos	a),	b),	c),	etcétera),	no	descartándose	que	dentro	de	estos	últimos
convenga	distinguir	unidades	mínimas	(identificadas	mediante	las	notaciones	i),
ii),	iii),	etcétera).
1	Alexy,	R.,	Teoría	de	la	argumentación	jurídica	(trad.cast.),	Madrid,	1989;	pp.
177-178.
2	Gizbert-Studnicki,	T.,	“Il	problema	dell´oggetività	nell´argomentazione
giuridica”,	Analisi	e	diritto,	1992;	pp.	159-160.
3	Guastini,	R.	,	“Due	modelli	di	analisi	della	sentenza”,	Revista	trimestrale	di
diritto	e	procedra	civile,	1988,	N.°	4;	p.	992	nota	3.
Capítulo	I
LA	MOTIVACIÓN	DE	LAS	SENTENCIAS,
IMPERATIVO	CONSTITUCIONAL
La	obligación	de	motivar	las	sentencias	es	un	precepto	recogido	en	muchas
Constituciones,	bien	expresamente	o	bien	implícito	en	la	noción	de	“debido
proceso”.	En	la	Constitución	Española	(CE),	la	que	me	servirá	de	referencia,
aparece	en	su	artículo	120.3	(“Las	sentencias	serán	siempre	motivadas…”);
obligatoriedad	extensible	–según	pacífica	interpretación–	a	los	autos	judiciales.
Durante	cierto	tiempo	algunos	pensaron	que	el	citado	precepto	pertenecía	a	la
clase	de	las	denominadas	normas	reforzadas	(normas	que	por	materia
corresponderían	a	la	regulación	legal	ordinaria,	pero	que	la	Constitución,	al
acogerlas	en	su	seno,	les	confiere	el	vigor	propio	de	las	normas	constitucionales
aun	sin	modificar	su	sustancia	normativa).	Es	preciso	desterrar	esa	idea;	primero
porque	la	norma	constitucional	del	artículo	120.3	está	provista	en	sí	misma	de
alguna	eficacia	innovadora;	y,	segundo,	porque	esa	norma	sirve	de	instrumento
imprescindible	para	dar	vida	a	otros	preceptos	constitucionales.
Veámoslo	con	algún	mínimo	detalle4.
1.	Principales	innovaciones
La	simple	inscripción	de	la	motivación	obligatoria	de	las	sentencias	en	el	recinto
constitucional	comporta	–ya	de	por	sí–	consecuencias	de	calado	nada
despreciable.
A.	Una	obligatoriedad	universalizada
En	efecto,	del	artículo	120.3	CE	desciende	la	generalidad	del	deber	de	motivar;
nunca	puede	faltar	la	“ratio	decidendi”	de	lo	decidido	en	una	sentencia;	también
en	aquel	sector	del	ordenamiento	donde	la	ley	guarde	silencio	al	respeto	o,
incluso,	si	la	ley	excluyera	explícitamente	la	motivación	(como	alguna	vez	ha
sucedido	en	determinados	códigos	penales	militares).
A	ello	se	añade,	como	corolario,	la	indisponibilidad	del	deber	de	motivar.	Queda
vetado	al	legislador	ordinario	dejar	la	motivación	de	las	sentencias	a	merced	de
la	voluntad	de	las	partes.
B.	Los	destinatarios	de	la	motivación
La	obligación	de	motivar	las	sentencias	arranca	con	las	codificaciones	del	XVIII
y	se	generaliza	con	las	codificaciones	procesales	del	XIX.	Las	fines	que	con	ello
se	persiguen	se	incardinan	dentro	de	una	concepción	endoprocesal	de	la
motivación	(convencer	a	las	partes	sobre	la	justicia	de	la	decisión,	enseñarles	el
alcance	de	la	sentencia	y	facilitarles	los	recursos;	y	en	lo	que	respecta	a	los
tribunales	que	hayan	de	examinar	los	eventuales	recursos	presentados	–tanto	en
apelación	como	en	casación–,	la	motivación	de	las	sentencias	les	permite	un
control	más	cómodo).
La	obligatoriedad	de	motivar,	en	tanto	que	precepto	constitucional,	representa	un
principio	jurídico-político	de	controlabilidad;	pero	no	se	trata	sólo	de	un	control
institucional	(apelación	y	casación)	sino	de	un	control	generalizado	y	difuso.	Ni
las	partes,	ni	sus	abogados,	ni	los	jueces	que	examinan	los	recursos	agotan	el
universo	de	los	destinatarios	de	la	motivación;	ésta	va	dirigida	también	al
público.	Cuando	la	soberanía	corresponde	enteramente	al	pueblo,	la	actuación	de
la	“iurisdictio”	se	convierte	en	expresión	de	un	poder	que	el	pueblo	soberano	ha
delegado	en	jueces	y	tribunales.	En	un	régimen	democrático,	la	obligación	de
motivar	es	un	medio	mediante	el	cual	los	sujetos	u	órganos	investidos	de	poder
jurisdiccional	rinden	cuenta	de	sus	decisiones	a	la	fuente	de	la	que	deriva	su
investidura.	Entramos	así	en	un	concepto	extraprocesal	de	la	motivación.
De	ahí	deriva,	como	consecuencia	obvia,	la	publicidad	de	la	motivación.	Pero,
también,	la	de	la	inteligibilidad	de	la	misma,	no	abusando	de	la	jerga	judicial	en
asuntos	que	son	tratables	adecuadamente	sin	salirse	del	lenguaje	común.	A	ello
debe	añadirse,	igualmente,	la	nota	de	la	autosuficiencia	de	la	motivación	(en	el
sentido	que	ésta	se	baste	por	sí	misma)	ya	que	los	ciudadanos	nada	saben	de	la
controversia	más	allá	de	cuanto	se	dice	en	la	sentencia;	para	ellos	la	motivación
no	es	una	de	las	fuentes	de	interpretación	y	valoración	de	la	decisión	judicial,
sino	la	única	fuente	de	conocimiento	y	control	sobre	la	decisión.
2.	La	motivación	como	exigencia	de	otros	preceptos	constitucionales
Aunque	el	artículo	120.3	CE	se	baste	por	sí	solo	para	imponer	la	obligación	de
motivar	las	sentencias,	su	inserción	en	una	constelación	de	preceptos
constitucionales	le	dota	de	una	complementaria	racionalidad	instrumental.
A.	La	jurisdicción	como	aplicación	de	la	ley
Está,	en	primer	término,	la	idea	misma	de	“administración	de	justicia”
caracterizada	por	su	sometimiento	al	“imperio	de	la	ley”	(artículo	117.1	CE);	lo
que	suele	traducirse	por	la	ecuación	de	que	la	jurisdicción	consiste
fundamentalmente	en	la	aplicación	de	la	ley.
Así	las	cosas,	la	motivación	no	es	–como	suele	decirse–	un	instrumento	de
control	sobre	la	aplicación	del	derecho,	sino	elemento	constitutivo	(nada	menos)
de	la	aplicación	del	derecho.	¿Por	qué?	Normalmente,	no	se	estila	decir	que	el
legislador	“aplica”	la	Constitución;	es	suficiente	con	que	la	ley	sea	compatible
con	lo	dispuesto	por	la	Constitución;	y	si	se	produce	una	contradicción	entre
ambas	la	ley	será	declarada	inconstitucional.	Es	decir,	cuando	se	trata	de
comportamientos	(o	decisiones	o	resultados)	sólo	cabe	mirar	si	se	ha
contravenido	o	no	una	norma.	Sin	embargo,	cuando	se	habla	de	“aplicar	una
norma”	nos	estamos	refiriendo	a	un	razonamiento.	“Aplicar	una	norma”
significa	aducir	una	norma	como	fundamento	de	un	comportamiento	(o	decisión
o	resultado)	(p.	ej.	un	creyente	que	se	abstiene	de	matar	porque	en	el	decálogo	se
dice	“no	matarás”,	está	aplicando	el	quinto	mandamiento	de	la	ley	mosaica;	no
así	el	ateo	que	no	infringe	ese	mandamiento	pero	lo	hace	por	otras	razones).	Por
tanto,	la	motivación	de	una	decisión	judicial	es	una	parte	esencial	de	la
sentencia.	Así	se	entiende	por	qué	la	Constitución	francesa	del	5	fructidor	año	III
establecía,	en	su	artículo	208,	que“les	jugements	sont	motivés,	et	on	y	énonce
les	termes	de	la	loi	appliquée”.	Ya	sé	la	ingenuidad	que	supone,	en	nuestro
tiempo,	concebir	la	motivación	como	la	mera	enunciación	de	una	disposición
legal,	pero	esa	es	otra	historia.	Y	el	razonamiento	aplicatorio	quedaría	cojo	si	no
se	verifica,	además,	el	supuesto	de	hecho	cuya	existencia	la	norma	misma
estipula	como	condición	de	su	aplicabilidad	(ése	es	lugar	que	corresponde	a	los
hechos	probados).
B.	La	interdicción	de	la	arbitrariedad
Para	decirlo	en	dos	palabras:	los	jueces	gozan	de	márgenes	para	su
discrecionalidad,	directamente	previstos	por	la	ley	(p.	ej.	cuando	el	legislador
delega	en	el	juez	la	cuantificación	concreta	de	la	pena	entre	un	máximo	y	un
mínimo)	o	indirectamente	consentidos	por	ella	(p.	ej.	por	las	inevitables	holguras
interpretativas	que	presenta	el	lenguaje	legislativo).	Ha	habido	una	propensión	a
concebir	la	discrecionalidad	como	una	facultad	privativa	y	personal,	pero	ya	en
una	sentencia	del	Tribunal	Constitucional	(STC	25	de	febrero	de	1987)	se
precisó	que	la	discrecionalidad	(consistente	en	“el	uso	motivado	de	las
facultades	de	arbitrio”)	no	había	de	confundirse	con	la	arbitrariedad
(caracterizada	por	“la	no	motivación	del	uso	de	las	facultades	discrecionales”).
La	exigencia	de	motivar	camina	en	paralelo	a	la	magnitud	de	la	potestad
discrecional;	a	mayor	discrecionalidad	más	motivación,	puesto	que	la	necesidad
de	motivar	es	proporcional	a	las	posibilidades	de	elegir	(y	de	decidir).	Si	no	hay
márgenes	de	decisión,	la	motivación	está	de	más.
Todo	ello	encuentra	su	aval	constitucional	más	evidente	en	la	clara	letra	del
artículo	9.3	CE	que	consagra	“la	interdicción	de	la	arbitrariedad	de	los	poderes
públicos”;	entre	los	que	se	incluye,	por	derecho	propio,	el	“poder	judicial”
(Título	VI	CE).
C.	La	presunción	de	inocencia
Existe	también	un	lazo	que	anuda	la	“presunción	de	inocencia”	(artículo	24.2
CE)	con	la	motivación	de	las	sentencias	aunque	la	doctrina	descuide	este	tema	o
se	contente	con	subrayar	genéricamente	la	exigencia	de	la	motivación	fáctica
pero	sin	desentrañar	los	requisitos	que	ha	de	satisfacer	la	motivación	en	materia
de	hechos	para	enervar	la	presunción	de	inocencia.
La	presunción,	en	cuanto	“regla	de	juicio”,	sirve	fundamentalmente	(además	de
para	asignar	el	onus	probandi)	para	fijar	el	quantum	de	la	prueba	(la	culpabilidad
ha	de	quedar	probada	más	allá	de	toda	duda	razonable).	Y,	desde	un	prisma
garantista,	la	presencia	o	ausencia	de	“duda	razonable”	trasciende	la	esfera	de	la
convicción	individual	del	juez	para	convertirse	en	asunto	universalizable.	Y	la
única	manera	de	apreciar	la	universalizabilidad	de	la	proclama	“tengo	duda	“	o
“no	tengo	duda”	empieza	por	exponer	las	razones	que	sustentan	la	duda	o	la
ausencia	de	duda.
D.	La	tutela	judicial	efectiva
En	el	artículo	24.1	CE	despunta	nítido	el	derecho	de	todas	las	personas	a
“obtener	la	tutela	efectiva	de	los	jueces	y	tribunales	en	el	ejercicio	de	sus
derechos	e	intereses	legítimos”.	Y	de	ahí,	el	TC	ha	extraido	la	siguiente
conclusión	(no	discutida	por	nadie):	“el	derecho	a	la	tutela	judicial	efectiva	no
connota	el	obtener	una	decisión	judicial	conforme	con	unas	pretensiones	hechas
valer	en	el	proceso,	sino	el	derecho	a	que	se	dicte	una	resolución	jurídicamente
fundada”	(STC	9/1981).	La	resolución	fundada	en	derecho	supone	la	exigencia
constitucional	de	la	motivación,	la	cual	cumpliría	dos	funciones:	presentar	el
fallo	como	acto	de	racionalidad	en	el	ejercicio	del	poder	y,	al	mismo	tiempo,
facilitar	su	control	mediante	los	recursos	que	procedan,	entre	ellos	el	de	amparo
ante	el	TC.
3.	¿En	que	consiste	la	“motivación”?
De	poco	sirve	ahondar	en	el	fundamento	constitucional	de	una	obligación	(la	de
motivar	las	sentencias)	si	luego	no	disponemos	de	una	idea	más	o	menos	precisa
sobre	el	acto	o	la	conducta	objeto	de	esa	obligación.	Y	precisamente	en	tan
precaria	situación	nos	abandona	el	artículo	120.3	CE.	Tampoco	las	normas
ordinarias	de	procedimiento	proporcionan	indicaciones	algo	más	que	genéricas
en	lo	que	respecta	a	la	motivación	(situación	que	algo	mejora	con	la	Ley	del
Jurado	y	la	nueva	Ley	de	Enjuiciamiento	Civil).
Para	remediar	la	carencia	apuntada	será	bueno	consultar	cuál	es	el	concepto	de
“motivación”	usual	en	la	cultura	jurídica.	Sin	embargo,	el	término	“motivación”
no	tiene,	en	el	uso	de	los	juristas,	una	acepción	única5.	En	opinión	de	unos,	la
motivación	consiste	en	la	exteriorización	del	iter	mental	mediante	el	cual	el	juez
llega	a	formular	la	decisión	(concepción	psicologista).	Según	otros,	la
motivación	no	tiene	por	qué	describir	cómo	se	ha	ido	formando	la	decisión,	sino
ha	de	justificarla	mediante	argumentos	jurídica	y	racionalmente	válidos
(concepción	lógica);	si	bien	esto	no	prejuzga	acerca	de	si	hay	o	no	nexos	entre
los	“motivos”	que	inducen	a	decidir	y	las	“razones”	que	sirven	para	justificar	lo
decidido6.	¿Cuál	de	las	dos	concepciones	se	amolda	mejor	a	las	funciones	que	la
Constitución	atribuye	a	la	motivación?
A.	Objeciones	contra	la	“motivación”	como	mera	“exteriorización”.
De	entrada,	se	trata	de	un	concepto	falto	de	operatividad.	En	efecto,	cuando	una
norma	prescribe	alguna	conducta,	el	cumplimiento	o	incumplimiento	de	la
misma	ha	de	ser	verificable.	Ahora	bien,	ante	preceptos	que	imponen	la
obligación	de	motivar	ciertas	decisiones,	nadie	está	en	condiciones	de	observar
si	el	decisor	ha	plasmado	o	no	sobre	el	papel	el	recorrido	mental	que	realmente
le	ha	conducido	a	la	decisión;	por	tanto,	habrá	de	ser	algún	otro	elemento	el	que
determine	si	el	juez	de	turno	ha	acatado	o	no	el	precepto	de	motivar	su
resolución.
De	otro	lado,	ese	concepto	reduce	la	motivación	a	mera	formalidad.	Si	la
motivación	hubiera	de	describir	el	camino	intelectual	que	desemboca	en	la
decisión,	¿consideraríamos	cumplida	la	obligación	de	motivar	con	una	fidelísima
descripción	de	un	razonamiento	desastroso?	Sólo	si	conferimos	a	la	motivación
obligatoria	un	carácter	meramente	formal,	se	podría	aceptar	que	la	autoridad
normativa	(el	constituyente,	el	legislador,	etcétera)	no	ordena	razonar	bien,	basta
con	que	los	jueces	expongan	las	razones	reales	que	les	han	movido	a	tomar	una
decisión	(aunque	fueren	ilógicas),	cosa	que	nadie	aceptaría.
Por	último,	ese	planteamiento	peca	de	irrealidad	a	la	vista	de	lo	que	ocurre	con	la
motivación	de	las	decisiones	de	los	órganos	judiciales	colegiados.	La	decisión	de
un	órgano	colegiado	está	precedida	por	una	deliberación,	en	la	que	cada	uno	va
exponiendo	(si	lo	desea)	sus	pros	y	sus	contras	acerca	de	cuál	sea	la	resolución
conveniente	para	el	caso	concreto	(o	guarda	silencio	y	se	limita	a	votar).	La
motivación	de	la	sentencia	corre	de	la	cuenta	de	un	ponente,	de	modo	que	la
escritura	de	la	motivación	es	un	acto	individual.	Si	el	ponente	desea	que	los	otros
magistrados	del	tribunal	firmen	la	sentencia,	será	aconsejable	que	se	haga	eco	de
los	argumentos	esgrimidos	durante	la	deliberación;	pero	no	necesariamente	de
todos,	ni	se	excluye	que	el	redactor	de	la	sentencia	reformule	a	su	gusto	razones
enunciadas	por	otros	magistrados	o	las	disponga	según	una	arquitectura
discursiva	personal	o	agregue	razones	de	propia	cosecha	en	orden	a	dotar	de
mayor	persuasividad	a	la	motivación,	etcétera.	Por	ello,	“la	motivación	que
altera	u	omite	argumentos	anticipados	en	la	deliberación	no	es	un	documento
falso;	corresponderá	al	colegio	evaluar	la	oportunidad	de	rectificaciones	o
integraciones	antes	del	depósito	en	vista	a	una	adecuada	justificación	del
decisum,	que	podrá	ser	eventualmente	distinta	de	la	formulada	en	el	curso	de	la
discusión	si	la	mayoría	decide	sustituir	los	motivos	formulados
precedentemente”7.	Y	así,	la	colegialidad	de	la	motivación	se	expresa	en	la
“aprobación	y	‘apropiación’”8	del	texto	redactado	por	el	ponente,
independientemente	de	si	constituye	o	no	una	especie	de	acta	de	la	deliberación
y,	con	mayor	razón,	independientemente	de	si	refleja	o	no	todos	los
individualizados	itinerarios	mentales	(expresados	o	silenciados	durante	la
deliberación)	de	los	miembros	del	colegio.	De	modo	que	quien	firma	una
sentencia(salvo	que	se	desmarque	de	ella	con	un	voto	particular)	hace	suya	la
motivación	confeccionada	por	el	ponente.
B.	Ventajas	de	la	“motivación”	como	“justificación”
En	la	motivación	lo	que	de	verdad	importa	es	lo	expresado,	independientemente
de	su	correspondencia	con	lo	pensado	a	la	hora	de	decidir	(aunque,
normalmente,	alguna	habrá).	Si	no	¿para	qué	se	impuso	la	obligatoriedad	de	la
motivación?9
Como	más	arriba	indiqué,	la	obligación	de	motivar	desempeña	dos	funciones:	la
burocrática	(o	técnico-jurídica,	para	favorecer	el	control	de	instancias	superiores)
y	la	democrática	(o	social,	para	permitir	el	control	de	la	opinión	pública).	Pues
bien,	ambas	funciones	determinan	necesariamente	la	hechura	de	la	motivación.
Malamente	podría	desempeñar	esas	funciones	un	discurso	meramente
informador	de	los	motivos	que	han	impulsado	al	tribunal	a	decidir	esto	o	aquéllo,
porque,	como	se	ha	visto,	la	motivación	fue	concebida	para	otros	menesteres
(controlar	la	justicia	de	las	decisiones,	tutelar	a	los	individuos	frente	al	Estado,
permitir	la	censura	popular	sobre	las	eventuales	arbitrariedades	de	los	poderes
públicos)	en	los	que	importan	sobremanera	las	razones	que	da	el	juez	y	apenas
nada,	o	nada	a	secas,	ni	los	buenos	modales	(la	cortés	“transparencia”	de	lo	que
ha	pasado	por	su	cabeza)	ni	alguna	de	las	virtudes	morales	(como	la
“sinceridad”)10.	Por	tanto,	una	motivación	asimilada	al	reportaje	de	lo	que	ha
pasado	por	la	testa	del	juez,	resulta	inútil	para	cualquier	persona	afectada	por	la
decisión.	Lo	que	importa,	en	suma,	es	el	vigor	o	la	endeblez	de	las	razones	que
esgrime	un	juez.	Sostener	en	esta	tesitura	la	concepción	psicologista	de	la
motivación	conduce	a	piruetas	alucinantes,	como	cuando	nuestro	TC,	ante	un
recurso	de	amparo	por	decision	indebidamente	motivada,	con	toda	la	frescura	del
mundo	dice	que	“en	casos	como	el	presente	se	hace	manifiesto	que	la
explicitación	del	proceso	lógico	y	mental	que	ha	conducido	a	la	decisión	no	ha
alcanzado	un	grado	suficiente	de	expresión”	(STC	55/1987).	¿Y	cómo	les	consta
eso	a	tan	penetrantes	magistrados?
Por	tanto,	el	enfoque	que	propugno	se	engalana	con	consecuencias	teórico-
prácticas	muy	relevantes.
a)	Destacaría,	para	iniciar,	el	carácter	auto-referencial	de	la	motivación	escrita.
Hacer	de	ella	un	mero	duplicado	de	lo	que	ha	pasado	por	la	cabeza	del	juzgador
la	deja	sin	luz	propia.	Así	que,	una	vez	entendida	la	“motivación”	como
“discurso	justificatorio”,	sólo	cuentan	las	razones	valorables	en	sí	mismas	y	no
por	remisión	a	una	instancia	ajena	(la	fidelidad	al	proceso	mental	decisional).
b)	Eso	supone,	en	segundo	lugar,	un	optimismo	racionalista	frente	al	desencanto
que	destila	el	escepticismo.	Sólo	en	un	contexto	de	abierta	desconfianza	hacia	el
razonamiento	judicial,	capaz	de	fundamentar	con	la	misma	solvencia	(ninguna,	a
la	postre)	tanto	una	decisión	como	su	contraria,	se	hace	urgente	e	indispensable
la	“sinceridad”	del	decisor	(que	siquiera	éste	sea	honesto	y	revele	los	móviles
que	le	han	inducido	a	determinarse	por	tal	decisión)	para	compensar	de	algún
modo	la	irreductible	fragilidad	del	razonamiento	judicial.	Aquí,	en	cambio,	se
defiende	la	tesis	de	que	no	todas	las	razones	tienen	el	mismo	peso,	sino	que	unas
son	preferibles	a	otras	en	virtud	de	un	cierto	número	de	criterios	“objetivos”	o	al
menos	“intersubjetivos”.
c)	En	tercer	lugar,	si	no	todas	las	razones	poseen	la	misma	dignidad,	ello	suscita
el	problema	de	la	responsabilidad	judicial.	La	responsabilidad	interviene	en
aquel	espacio	en	el	que	no	todas	las	opciones	valen	por	igual.	Y	sólo	un	clima	de
confianza	en	una	razón	apta	para	discriminar	las	razones	correctas	de	las
incorrectas	(o	menos	correctas)	hace	inteligible	la	responsabilidad	judicial	como
la	capacidad	y	la	obligatoriedad	de	responder	con	las	razones	adecuadas.
d)	De	ahí	se	sigue,	en	cuarto	término,	que	cuando	el	juez	responde	con	razones
no	sólo	justifica	su	decisión	sino	está	justificándose:	primero	ante	los
usufructuarios	inmediatos	de	su	decisión	y,	luego,	ante	la	ciudadanía	en	general
(depositaria	de	la	soberanía).
e)	Y,	por	último,	el	correlato	de	ese	débito	judicial	no	puede	ser	otro	que	el
control	(a	cargo	de	los	tribunales	que	atienden	los	recursos	de	las	partes,	así
como	a	cargo	del	pueblo	en	general).	Sólo	es	controlable	lo	público	o	lo
publicado	(y	ahí	no	se	incluye	la	correspondencia	entre	los	párrafos	de	la
sentencia	y	la	intimidad	del	juzgador).
4.	Requisitos	básicos	de	la	“motivación”	como	“justificación”
Lo	plausible	sería	comenzar	buscando	algún	respaldo	normativo	en	las	normas
(constitucionales	o	procesales)	concernientes	a	la	materia	para	fijar	los	requisitos
básicos	que	ha	de	satisfacer	una	“justificación”	digna	de	ese	nombre.	Pero	las
susodichas	normas	no	contienen	indicaciones	que	nos	presten	auxilio;	por	tanto,
no	queda	otro	remedio	que	empeñarse	en	una	operación	largamente
reconstructiva.
A	este	respecto,	la	piedra	angular	reside	en	la	distinción	(muy	al	uso	en	la
actualidad)	entre	justificación	interna	y	justificación	externa11.	La	justificación
“interna”	de	un	juicio	exige	que	éste	haya	sido	correctamente	inferido	de	las
premisas	que	lo	sustentan;	únicamente	importa,	por	tanto,	la	corrección	de	la
inferencia	sin	plantear	ningún	interrogante	sobre	si	las	premisas	son	o	no
correctas.	En	cambio,	la	justificación	“externa”	de	un	juicio	consistiría	en
justificar	las	premisas	que	lo	fundamentan.
A.	La	motivación	como	justificación	“interna”
Lo	primero	que	ha	de	exigirse	a	la	motivación	es	que	proporcione	un	armazón
argumentativo	racional	a	la	resolución	judicial.	En	la	sentencia,	la	decisión	final
(o	fallo)	va	precedida	de	algunas	decisiones	sectoriales.	Es	decir,	la	decisión
final	es	la	culminación	de	una	cadena	de	opciones	preparatorias	(qué	artículo
legal	aplicar,	cuál	es	el	significado	de	ese	artículo,	qué	valor	otorgar	a	esta	o
aquella	prueba,	qué	criterio	elegir	para	cuantificar	la	consecuencia	jurídica	–p.
ej.	la	pena–	dentro	del	espacio	determinado	por	la	ley,	etcétera).	En	este	marco,
la	buena	andanza	de	la	motivación	pasa,	necesariamente,	por	presentar	la
decisión	final	como	el	“resultado”	de	unas	decisiones	antecedentes	(que
funcionarían	como	premisas).
Cuando	las	premisas	son	aceptadas	por	las	partes	y	por	el	juez,	sería	suficiente	la
justificación	interna.	Pero,	por	lo	común,	la	gente	no	se	querella	para	que	los
jueces	decidan,	si	dada	la	norma	N	y	probado	el	hecho	H,	la	conclusión
resultante	ha	de	ser	la	condena	o	la	absolución.	Las	discrepancias	que	enfrentan
a	los	ciudadanos	casi	siempre	se	refieren	a	si	la	norma	aplicable	es	la	N1	o	la	N2
(bien	porque	disienten	sobre	el	artículo	aplicable	o	sobre	su	significado),	o	si	el
hecho	H	ha	sido	probado	o	no,	o	si	la	consecuencia	jurídica	resultante	ha	de	ser
la	C1	o	la	C2.	Eso	demuestra	que,	de	ordinario,	los	desacuerdos	de	los
justiciables	giran	en	torno	a	una	o	varias	de	las	premisas.	Y,	por	tanto,	la
motivación	ha	de	cargar	con	la	justificación	de	las	premisas	que	han	conducido	a
la	decisión,	es	decir	con	una	justificación	“externa”.
B.	La	motivación	como	justificación	“externa”
Cuando	las	premisas	son	opinables,	dudosas	u	objeto	de	controversia,	no	hay
más	remedio	que	aportar	una	justificación	externa.	Y	de	ahí	se	siguen	nuevos
rasgos	del	discurso	motivatorio.
a)	La	motivación	ha	de	ser	congruente	(y,	a	fortiori,	no	contradictoria).	Debe
emplearse	una	justificación	adecuada	a	las	premisas	que	hayan	de	justificarse,
pues	no	se	razona	de	la	misma	manera	una	opción	a	favor	de	tal	o	cual
interpretación	de	un	artículo	legal	que	la	opción	a	considerar	como	probado	o	no
tal	o	cual	hecho.	Pero	si	la	motivación	ha	de	ser	congruente	con	la	decisión	que
intenta	justificar,	parece	lógico	inferir	que	también	habrá	de	serlo	consigo
misma;	de	manera	que	sean	recíprocamente	compatibles	todos	los	argumentos
que	componen	la	motivación.
b)	La	motivación	ha	de	ser	completa.	Es	decir,	han	de	motivarse	todas	las
opciones	que	directa/indirectamente	y	total/parcialmente	pueden	inclinar	el	fiel
de	la	balanza	de	la	decisión	final	hacia	un	lado	o	haciael	otro.
c)	La	motivación	ha	de	ser	suficiente.	No	es	una	exigencia	redundante	de	la
anterior	(la	“completitud”	responde	a	un	criterio	cuantitativo	–han	de	motivarse
todas	las	opciones–,	la	“suficiencia”	a	un	criterio	cualitativo	–las	opciones	han
de	estar	justificadas	suficientemente–).	No	se	trata	de	responder	a	una	serie
infinita	de	porqués.	Basta	con	la	suficiencia	contextual;	p.	ej.	no	sería	necesario
justificar	premisas	que	se	basan	en	el	sentido	común,	en	cánones	de	razón
generalmente	aceptados,	en	una	autoridad	reconocida,	o	en	elementos
tendencialmente	reconocidos	como	válidos	en	el	ambiente	cultural	en	el	que	se
sitúa	la	decisión	o	por	los	destinatarios	a	los	que	ésa	se	dirige;	en	cambio	la
justificación	se	haría	necesaria	cuando	la	premisa	de	una	decisión	no	es	obvia,	o
se	separa	del	sentido	común	o	de	las	indicaciones	de	autoridades	reconocidas,	o
de	los	cánones	de	razonabilidad	o	de	verosimilitud	(	en	el	bien	entendido	que	son
posibles	decisiones	fundadas	en	premisas	inhabituales,	pero	en	tal	caso	aquéllas
se	justifican	sólo	si	está	justificada	la	elección	de	las	premisas	sobre	las	que	se
fundan	tales	decisiones)12.
5.	Principales	patologías	de	la	motivación
Establecer	un	listado	de	las	deficiencias	que	arruinan	las	funciones	de	la
motivación	es	un	asunto	inevitablemente	ligado	al	control	institucional	de	ésta;
lo	cual	me	da	pie	para	efectuar	una	breve	observación.	Ésta	atañe	a	la	diferente
circunstancia	según	si	la	patología	de	la	motivación	se	toma	como	un	síntoma	o
como	la	enfermedad	misma.	Así,	cuando	un	tribunal	que	examina	un	recurso
puede	entrar	en	el	fondo	y	decidir	nuevamente	sobre	la	causa,	controla	lo
fundado	de	la	decisión	a	través	de	la	motivación;	situación	distinta	es	aquélla	en
la	que	el	control	no	pasa	a	través	de	la	motivación	para	llegar	a	la	decisión	sino
que	versa	sólo	y	precisamente	sobre	la	motivación.	En	el	primer	caso,	el	control
de	la	motivación	es	un	medio	para	controlar	la	justicia	de	la	decisión	(como
ejemplifica	el	control	en	apelación);	en	el	segundo,	el	control	sobre	la
motivación	se	efectúa	como	un	fin	en	sí	mismo,	controlando	de	ese	modo	la
justificación	de	la	decisión	(situación	que	se	retrata	p.	ej.	en	el	control	casacional
en	materia	de	hechos	probados)13.
Dicho	esto,	parece	acertado	agrupar	los	vicios	atinentes	a	la	motivación	en	tres
rúbricas:	“omisión”,	“insuficiencia”	y	“contradictoriedad”,	que
convenientemente	interpretadas	e	integradas	permiten	construir	una	útil	tipología
de	las	plagas	que	asolan	–del	todo	o	en	parte–	la	motivación	de	las	resoluciones
judiciales.
A.	La	motivación	omitida
La	omisión	recubre	fenómenos	de	diferente	naturaleza.	Para	hacernos	cargo	de
ello,	comenzaré	distinguiendo	la	motivación	formal	y	la	motivación	sustancial.
La	primera	(la	formal)	está	constituida	por	enunciados	colocados	topo-
gráficamente	en	la	parte	que	la	sentencia	dedica	a	la	motivación.	La	segunda	(la
sustancial)	se	compone	de	enunciados	cuyo	contenido	asume,	directa	o
indirectamente,	una	función	justificatoria	de	lo	que	se	haya	decidido.	Es	decir,	la
motivación	formal	es	condición	necesaria	pero	no	suficiente	para	que	también
haya	una	motivación	sustancial;	sin	motivación	formal	no	hay	motivación
sustancial,	pero	ésta	supone	un	plus	respecto	de	aquélla	puesto	que	la	motivación
formal	puede	ser	sólo	aparente.	Por	tanto,	la	existencia	de	la	motivación	formal
exige	la	presencia	de	enunciados	(presuntamente	justificatorios),	en	tanto	que	la
existencia	de	la	motivación	sustancial	se	basa	en	los	significados	(realmente
justificatorios)	de	los	enunciados	formulados14.
De	lo	dicho,	cómodamente	se	infiere	que	son	dos	los	géneros	de	omisión	a
destacar:	formal	y	sustancial	respectivamente.
a)	La	omisión	formal	de	la	motivación	se	produce	cuando	la	sentencia	consta
sólo	de	una	parte	dispositiva	(o	fallo),	sin	que	en	ella	haya	rastro	de	prosa
supuestamente	motivatoria.	Es	el	vicio	más	clamoroso	y,	al	mismo	tiempo,	el	de
mayor	infrecuencia.	Por	ello,	la	conjugación	de	ambos	aspectos	–descaro	y
rareza–	nos	eximen	de	explayarnos	sobre	esta	flagrante	modalidad	de	omisión.
b)	De	más	compleja	detección	se	revelan	las	situaciones	reconducibles	a	la
omisión	sustancial.	Las	versiones	de	ésta	más	recurrentes	en	la	jurisprudencia
son	las	tres	siguientes:	la	motivación	parcial,	la	motivación	implícita	y	la
motivación	per	relationem	(al	menos	algunas	prácticas	de	estas	dos	últimas)15.
i)	Topamos	con	una	motivación	parcial	cuando	no	se	satisface	el	requisito	de	la
“completitud”	(esbozada	hace	poco);	es	decir	cuando	no	se	justifica(n)	alguna(s)
decisión(es)	sectorial(es)	que	prepara(n)	y	condiciona(n)	la	resolución	final.	Al
respecto,	distan	de	ser	insólitas	las	sentencias	pródigas	en	argumentos	atinentes	a
la	quaestio	iuris	y,	sin	embargo,	mudas	o	expeditivas	(merced	a	fórmulas
estereotipadas)	en	lo	tocante	a	la	quaestio	facti	(o	a	medulares	aspectos	de	ésta).
Hábito	parecido	suele	afectar	también	a	la	individualización	de	consecuencias	y
seguramente	–aunque	con	frecuencia	más	espaciada–	a	otro	tipo	de	decisiones
(no	obstante	su	reflejo	en	el	fallo	conclusivo).
ii)	La	denominada	motivación	implícita	consiste	sintéticamente16	en	suponer
que,	cuando	no	se	enuncian	las	razones	que	fundan	una	decisión,	ésas	se	infieren
de	alguna	otra	decisión	tomada	por	el	juez.	Así,	si	el	órgano	judicial	otorga
credibilidad	al	testimonio	de	Pedro	(aduciendo	que	éste	no	mantiene
vinculación,	ni	para	bien	ni	para	mal,	con	el	acusado)	pero	se	la	deniega	a	la
declaración	de	Pablo,	consuegro	y	socio	capitalista	del	imputado	(sin	adjuntar	un
triste	motivo),	las	razones	de	esa	desconfianza	se	deducen	–por	obra	del
argumento	e	contrario–	de	las	razones	que	militan	a	favor	de	lo	testificado	por
Pedro.	Y	eso	se	revela	tan	luminosamente	razonable	que	obliga	a	bajar	cualquier
mirada	crítica	a	ese	respecto.
No	obstante,	hay	un	uso	muy	socorrido	de	motivación	implícita	que	se	embala
hacia	una	omisión	pura	y	simple.	Tal	acaece	cuando	el	argumento	que	justifica
una	opción	no	faculta	derivar	e	contrario	las	razones	que	fundamentarían	la
exclusión	de	otra	opción	alternativa.	Imaginemos,	por	poner	algo,	que	Pedro
haya	muerto	a	causa	de	un	único	y	certero	disparo	en	el	entrecejo	y	que	Pablo	es
acusado	del	hecho	porque	un	testigo,	honesto	y	desinteresado,	asegura	haberlo
visto.	Pero	si	la	defensa	arguye,	documentadamente,	que	Pablo	sufre	de
parkinson	y	es	muy	improbable	que	una	mano	con	pulso	tembloroso	pueda
colocar	un	balazo	tan	certero,	la	credibilidad	otorgada	al	testimonio	acusatorio
deja	intacta	la	necesidad	de	rebatir	expresamente	el	argumento	del	abogado
defensor,	porque	las	razones	esgrimidas	para	conferir	sinceridad	al	testigo	no
aniquila	per	se	el	valor	de	los	certificados	médicos	ni	de	lo	que	de	éstos	quepa
extraer.
Empero,	por	desgracia,	a	menudo	se	adultera	la	motivación	implícita	hasta	el
extremo	de	un	manejo	tan	basto	y	saturado	de	desvergüenza	como	éste:	si	el	juez
acepta	los	argumentos	o	pruebas	de	la	acusación,	eo	ipso	debe	inferirse	que
implícitamente	está	rechazando	los	argumentos	o	pruebas	tendentes	a	una
resolución	absolutoria.
iii)	Estaríamos	ante	una	motivación	per	relationem	cuando	el	juez,	al	tomar	una
decisión	respecto	de	algún	punto	controvertido,	no	elabora	una	justificación
autónoma	ad	hoc	sino	remite	a	las	razones	contenidas	en	otra	sentencia17.
Es	cierto	que	la	relatio	a	veces	se	presta	a	algún	abuso	mareante,	como	acontece
con	la	motivación	“matrioska”	(una	sentencia	remite	a	la	motivación	de	otra
sentencia,	la	cual	reenvía	al	razonamiento	de	una	tercera	sentencia,	y	así
sucesivamente)18;	o	a	alguna	trapacería	retórica,	como	cuando	el	objeto	de	la
relatio	no	es	la	verdadera	ratio	decidendi	de	la	sentencia	invocada	sino	una
afirmación	que	se	deja	caer	por	si	acaso	y	no	estrictamente	pertinente	al	objeto
del	juicio19.	Con	todo,	las	deficiencias	apuntadas	(y	otras	de	porte	similar)	no
pasan	de	ser	menudencias	en	comparación	con	una	forma	gruesa	de	motivación
omitida;	alarmante	no	tanto	por	su	despropósito	cuanto	por	la	buena	conciencia
de	la	que	suele	acompañarse.Me	refiero	a	esa	práctica	difundida	–mansa	y	apacible–	de	remisión	escueta	al
razonamiento	de	la	sentencia	cuya	impugnación	constituye	precisamente	el
objeto	del	recurso.	Pues	bien,	a	despecho	de	este	uso	(de	este	abuso	sería	más
propio	decir)	al	que	se	presta	la	motivación	per	relationem,	existe	una
contundente	contraindicación	que	lo	deja	fuera	de	combate.	Una	sentencia
recurrida	no	puede	convertirse	en	la	solución	del	recurso	porque,	al	ser	ella
misma	objeto	del	recurso,	es	el	problema	a	resolver.	Es	decir,	el	recurrente
intenta	provocar	un	novum	iudicium	con	vistas	a	la	reforma	de	la	sentencia
recurrida;	de	modo	que	negar	la	obligatoriedad	de	una	motivación	explícita	ad
hoc	significaría	pervertir	la	lógica	misma	del	recurso;	pues	en	éste	“no	se	trata
sencillamente	de	una	reproducción	de	los	planteamientos	de	la	primera	instancia
sino	de	la	impugnación	de	una	sentencia.	El	recurrente	no	pretende	la
modificación	del	statu	quo	anterior	al	litigio	sino	el	de	la	sentencia	impugnada
que	ha	introducido	por	sí	misma	un	nuevo	statu	quo.	Si	la	sentencia	superior
nada	dice	por	su	parte,	ha	burlado	el	derecho	del	recurrente	a	obtener	una
respuesta	fundada”20.
B.	De	la	motivación	insuficiente
Para	hacernos	cargo	del	significado	de	“motivación	insuficiente”	(no	con-
fundiéndola	con	la	motivación	incompleta	o	parcial,	censada	en	el	apartado
anterior),	reiteraré	lo	dicho	antes	subrayando	que	“motivación	completa”	y
“motivación	suficiente”	no	son	expresiones	redundantes.	La	primera	(motivación
completa)	es	la	que	justifica	todas	las	decisiones	relevantes	que	predeterminan	la
decisión	final.	La	segunda	(motivación	suficiente)	es	la	que	aporta	las	razones
(jurídicas	y	de	otra	índole)	necesarias	para	ofrecer	una	justificación	apropiada.
Por	descontado,	difícilmente	se	abarca	en	pocas	líneas	el	abanico	de	casos	de
motivación	insuficiente.	A	título	de	ejemplo21,	el	juez	incurre	en	este	vicio:
cuando	no	expresa	las	premisas	de	sus	argumentaciones,	cuando	no	justifica	las
premisas	que	no	son	aceptadas	por	las	partes,	cuando	no	indica	los	criterios	de
inferencia	(p.	ej.	máximas	de	experiencia)	que	ha	manejado,	cuando	no	explicita
los	criterios	de	valoración	adoptados,	cuando	al	elegir	una	alternativa	en	lugar	de
otra	no	explica	por	qué	ésta	es	preferible	a	aquélla,	etcétera.
C.	Sobre	la	motivación	contradictoria
La	contradictoriedad	de	la	motivación	se	manifiesta	particularmente	en	algunas
situaciones	típicas22.
La	más	paladina,	aunque	infrecuente,	es	la	contradicción	entre	el	dispositivo
(fallo)	y	la	motivación	de	la	sentencia;	o	incluso	si	falta	conexión	entre	la
decisión	y	los	argumentos	aducidos	en	la	motivación	(aunque	este	supuesto	bien
pudiera	considerarse	como	motivación	“omitida”).
Más	compleja,	pero	menudea	también	más,	es	la	situación	en	la	que	la
motivación	misma	es	contradictoria	porque	contiene	argumentos	que	chocan
entre	sí	(p.	ej.	si	la	afirmación	de	un	testigo	unas	veces	se	considera	atendible	y
otras	no	en	idénticas	circunstancias	relevantes).
Tendrían	también	sitio	en	esta	rúbrica	las	motivaciones	llamadas	“ilógicas”;	es
decir,	aquéllas	que,	aun	no	manejando	argumentaciones	incompatibles,	sin
embargo	no	respetan	la	coherencia	contextual.
Finalmente	caben	en	esta	clase	de	motivaciones	contradictorias	aquéllas	que	no
respetan	las	reglas	de	la	lógica,	de	la	ciencia	o	de	la	experiencia	común.
6.	¿Que	debe	motivarse	en	una	sentencia?
Una	sentencia	puede	compendiar	una	serie	de	decisiones,	cada	una	de	las	cuales
requiere	su	aneja	justificación.	Ajustándome	a	un	“modelo”	o	esquema	de
decisión	judicial	que	goza	de	amplia	difusión23,	serían	identificables	las
siguientes	decisiones:	1)	decisión	de	validez	(relativa	a	si	la	disposición
aplicable	al	caso	es	o	no	jurídicamente	válida);	2)	decisión	de	interpretación	(que
gira	en	torno	al	significado	de	la	disposición	que	se	estima	aplicable);	3)
decisión	de	evidencia	(que	se	refiere	a	los	hechos	declarados	como	probados);	4)
decisión	de	subsunción	(relativa	a	si	los	hechos	probados	entran	o	no	en	el
supuesto	de	hecho	que	la	norma	aplicable	contempla);	y	5)	decisión	de
consecuencias	(cuáles	han	de	seguir	a	los	hechos	probados	y	calificados
jurídicamente).
Procede	aclarar	que	el	juez	no	afronta	siempre	todas	esas	decisiones,	ni
obligatoriamente	en	ese	orden,	ni	se	trata	de	decisiones	necesariamente
independientes.	Por	ejemplo,	puede	suceder	que	la	disposición	aplicable	al	caso
sea	de	una	meridiana	claridad	(y	por	tanto,	huelga	cualquier	decisión	de
interpretación);	o	que	la	validez	de	la	norma	aplicable	dependa	de	la
interpretación	que	se	haga	del	artículo	legal	correspondiente	(y	por	tanto,	la
validez	queda	a	expensas	de	la	interpretación);	o	que	la	subsunción	esté
predeterminada	por	la	interpretación	del	texto	legal	y	por	los	hechos	declarados
como	probados	(de	modo	que	la	subsunción	se	convierte	en	una	operación
mecánica	y	no	decisional).
Desde	el	punto	de	vista	de	la	motivación,	en	su	vertiente	de	justificación	interna,
aquélla	ha	de	encadenar	la	secuencia	de	decisiones	adoptadas	(ejemplificadas	en
el	modelo	descrito),	de	manera	que	el	fallo	aparezca	como	la	desembocadura
lógica	de	todas	las	precedentes.	Esto	no	suele	suscitar	mayores	problemas	puesto
que,	hasta	los	jueces	más	recalcitrantes	con	la	motivación	obligatoria,
acostumbran	a	cumplir	con	ese	cometido.	Sin	embargo,	las	dificultades	surgen
en	la	fundamentación	de	las	premisas,	es	decir	en	lo	que	se	ha	convenido	en
denominar	justificación	externa.	Cada	premisa	(o	decisión	sectorial)	exige	una
motivación	particularizada,	pero,	por	razones	de	economía	y	oportunidad,	me
limitaré	al	razonamiento	concerniente	a	la	“decisión	de	interpretación”	(a	la	que
consagraré	escaso	espacio	–justo	el	capítulo	II–	porque	es	la	preferida	de	los	más
conspicuos	tratadistas24	y	a	ello	poco	o	nada	tendría	yo	que	sumar),	a	la
“decisión	de	evidencia”	(a	la	que	daré	un	trato	preferente	–al	menos	en
extensión:	ocupando	los	capítulos	III,	IV	y	V–	porque	me	resulta	más	familiar)	y,
finalmente,	a	la	“decisión	de	consecuencias”	(auténtica	cenicienta	en	los	tratados
más	al	uso	sobre	razonamiento	judicial	y,	por	poco	que	de	ella	se	diga	–capítulo
VI–,	siempre	será	algo).
4	Me	he	ocupado	de	todo	ello	más	pormenorizadamente	en	mi	libro	La
motivación	de	las	sentencias,	imperativo	constitucional,	Centro	de	Estudios
Políticos	y	Constitucionales,	Madrid,	2003;	pp.	19-57.	Y	me	remito	a	las	fuentes
allí	citadas.
5	Cfr.	Taruffo,	M.,	“Motivazione	della	sentenza	–dir.	proc.	civ.”,	Enciclopedia
Giuridica,	Roma,	1990;	p.	1	ss.
6	Si	quisiéramos	establecer	si	hay	correspondencia	entre	los	móviles	o	razones
que	han	impulsado	a	un	juez	a	tomar	una	decisión	y	las	razones	motivatorias	que
se	expresan	por	escrito	en	la	sentencia,	seguramente	saldría	este	balance:	que	la
motivación	es	algo	más	(porque	puede	emplear	razones	no	utilizadas	durante	la
decisión),	algo	menos	(porque	no	contiene	todos	los	elementos	que	han	influido
en	la	decisión)	y,	de	cualquier	modo,	algo	diferente	(porque	su	función
fundamental	es	justificativa	y	no	heurística)	(Taruffo,	M.,	Il	vertice	ambiguo.
Saggi	sulla	cassazione	civile,	Bolonia,	1991;	p.139).
7	Amodio,	E.,	“Motivazione	della	sentenza	penale”,	Enciclopedia	del	diritto,
Milán,	1977;	p.	201.
8	Andreani,	A.,	“La	motivazione	della	sentenza	amministrativa”,	en	VV.AA.,	La
sentenza	in	Europa.	Metodo	tecnica	e	stile,	Padua,	1988;	p.	449.
9	Seguiré	a	Taruffo,	M.,	La	motivazione	della	sentenza	civile,	Padua,	1975;	pp.
370-413.
10	Con	estas	palabras	un	tanto	destempladas	trato	de	insistir	en	que	la
motivación	no	tiene	como	finalidad	conocer	el	proceso	volitivo	del	órgano	sino
primordialmente	posibilitar	el	control	y	fiscalización	del	acto	mismo	(cfr.	Tardio
Pato,	J.	A.,	Control	jurisdiccional	de	concursos	de	méritos,	oposiciones	y
exámenes	académicos	,	Madrid,	1986;	p.	88).
11	Distinción	elaborada	por	el	autor	polaco	Wróblewski,	J.	y	recurrente	en
muchas	de	sus	obras;	por	ejemplo	en	Constitución	y	teoría	general	de	la
interpretación	jurídica,	Madrid,	1985;	p.	5.
12	Taruffo,	M.,	Il	vertice	ambiguo...,pp.	147-148.
13	Taruffo,	M.,	“Motivazione	della	sentenza	civile	(controllo	della)”,
Enciclopedia	del	diritto	(Aggiornamento	III),	Milán,	1999;	p.	780.
14	Chiassoni,	P.,	La	giurisprudenza	civile:	metodi	d´interpretazione	e	tecniche
argomentative,	Milán,	1999;	pp.	133	y	136-137.
15	Taruffo,	M.,	“La	motivazione...”,	p.	785.
16	Para	más	pormenores,	Taruffo,	M.,	La	motivazione...,	pp.	430-437.
17	Para	una	fenomenología	de	la	relatio,	cfr.	Taruffo,	M.,	La	motivazione…,	pp.
422-430.
18	Zaballi,	U.	–	Savoia,	R.,	La	motivazione	dell´atto	amministrativo,	Milán,
1999;	p.	54.
19	Saitta,	A.,	Logica	e	retorica	nella	motivazione	delle	decisión	della	Corte
costituzionale,	Milán,	1996;	p.	175.
20	Nieto,	A.,	El	arbitrio	judicial,	Barcelona,	2000;	p.	287.
21	Taruffo,	M.,	“Motivazione...”,	pp.	785-786.
22	Taruffo,	M.,	“Motivazione...”,	p.	786.	También	Guzmán	Fluja,	V.	C.,	El
recurso	de	casación	civil,	Valencia,	1996;	pp.	208-211.
23	Wróblewski,	J.,	The	Judicial	Application	of	Law,	Dordrecht,	1992;	pp.	30-35.
24	Por	poner	una	reciente	referencia,	cfr.	Gascón	Abellán,	M.	–	García	Figueroa,
A.	J.,	La	argumentación	en	el	derecho,	2.ª	ed.,	Lima,	2005;	capítulos	III,	IV,	V,
VI,	VII	y	VIII.	Para	el	análisis	aplicado	a	la	jurisprudencia	de	un	tribunal
concreto,	a	partir	de	sólidas	bases	teóricas,	cfr.	Ezquiaga	Ganuzas,	F.	J.,	La
argumentación	interpretativa	en	la	justicia	electoral	mexicana,	México	DF,	2006.
Capítulo	II
UNA	MOTIVACIÓN	DE	LAS	DECISIONES
INTERPRETATIVAS
Como	una	justificación	congruente	ha	de	tener	en	cuenta	la	naturaleza	de	la
decisión	a	justificar,	habrá	que	dilucidar	cuál	es	el	razonamiento	adecuado	para
justificar	las	decisiones	interpretativas;	lo	cual	nos	proyecta	hacia	un	problema
más	antecedente:	el	de	definir	en	qué	consiste	la	“interpretación”.
1.	Sobre	el	significado	de	“interpretación”
En	lo	que	respecta	a	la	palabra	“interpretación”	hay,	en	la	actualidad,	dos
concepciones	fundamentales	en	liza	(una	tradicional	y	otra	heterodoxa)	y	éstas
son	sus	respectivas	caracterizaciones25.	Para	la	tradicional,	sólo	ha	lugar	a	la
interpretación	cuando	la	formulación	lingüística	de	un	texto	normativo	no	es
suficientemente	clara;	para	la	heterodoxa,	siempre	hay	interpretación,
independientemente	de	la	presunta	claridad	en	la	formulación	lingüística	de	un
texto	normativo.
Ambas	concepciones	tienen	sus	correspondientes	implicaciones	epistemológicas.
Para	la	tradicional,	el	proceso	interpretativo	es	de	carácter	cognoscitivo-
declarativo,	mientras	que	para	la	heterodoxa	es	de	tipo	decisorio-constitutivo.
Las	susodichas	implicaciones	epistemológicas	se	fundan,	a	su	vez,	en	dos	tesis
lingüísticas	contrarias:	1)	que	las	palabras	tienen	un	significado	propio	y
manifiesto	(salvo	excepciones),	en	el	caso	de	la	concepción	tradicional;	y	2)	que
el	significado	de	cualquier	expresión	es	siempre	el	resultado	de	un	proceso
interpretativo	en	el	que	intervienen	factores	lingüísticos	y	no-lingüísticos,	en
opinión	de	la	postura	heterodoxa.	Aquí	no	sufragaré	ninguna	de	ambas
concepciones	(tradicional	y	heterodoxa)	sino	una	tercera.
A	estas	alturas,	nadie	apuesta	por	el	realismo	verbal	(la	tesis	de	que	tal
significado	es	propiedad	de	tal	palabra).	Pacíficamente	se	admite	que	el	nexo
entre	palabras	y	significados	es	por	entero	convencional	(p.	ej.	los	italianos
llaman	“burro”	a	lo	que	nosotros	llamamos	“mantequilla”)	y	que	las
convenciones	que	determinan	el	significado	de	las	palabras	son	no	sólo	de	índole
lingüística	sino	también	contextual	(p.	ej.,	el	significado	de	“York”	no	es	el
mismo	en	una	agencia	de	turismo	–cuando	se	encarga	un	viaje–	que	en	una
charcutería	–cuando	se	pide	un	determinado	tipo	de	jamón–).	En	eso	lleva	razón
la	postura	heterodoxa.
Pero	a	veces	se	pasa	por	alto	que	esas	convenciones	son	expresión	de	estructuras
normativas	impersonales	y	abstractas26.	Y	en	ese	sentido	(sólo	en	ése)	cabría
hablar	de	“significado	propio	de	las	palabras”,	entendiendo	por	tal	el	significado
que	les	atribuye	espontáneamente	un	uso	de	las	mismas	gobernado	por	reglas	o
convenciones	lingüísticas27.	Ahora	bien,	esas	reglas	o	convenciones	pueden
dejar	o	no	–según	los	casos–	márgenes	de	decisión	a	los	usuarios	de	una	lengua.
Hagamos	p.	ej.	la	prueba	de	pedir,	en	cualquier	charcutería	española,	“un	cuarto
de	york”;	si	el	dependiente	no	nos	sirve	250	gramos	de	jamón	cocido	tendremos
derecho	a	pensar	que	es	extranjero	o	novato	o	lerdo;	y	si	nos	los	sirve	¿acaso
será	porque	ha	decidido	atribuir	a	nuestras	palabras	ese	significado	en	lugar	de
otro?	No,	simplemente	porque	no	le	cabe	otra	opción	a	quien	está	al	corriente	de
las	convenciones.
Por	tanto,	si	se	persistiera	en	definir	la	actividad	interpretativa	(al	gusto	de	los
heterodoxos)	como	un	proceso	decisorio,	habrá	de	reconocerse	que	eso	sólo
acontece	en	aquéllas	situaciones	en	las	que	las	convenciones	lingüístico-
contextuales	no	eliminan	(al	menos	de	primeras)	la	indeterminación	y,	con	ello,
algún	margen	para	la	decisión.	Es	decir,	sólo	se	interpreta	ante	situaciones	de
“duda”	u	“oscuridad”	(aunque	sería	preferible	utilizar	la	palabra	“desacuerdo”,
porque	las	partes	que	comparecen	ante	el	juez	rara	vez	confiesan	dudas	u
oscuridades;	las	más	de	las	veces	expresan	–como	si	fueran	contundentes	y
clarísimas–	propuestas	interpretativas	distintas).
Por	tanto,	trayendo	lo	dicho	a	nuestro	terreno,	los	artículos	de	la	ley	no	son	en	sí
claros	o	dudosos	sino	en	relación	con	algo	o	con	alguien28.	El	manejo	judicial
de	los	textos	legales	está	orientado	a	la	solución	de	un	caso	singularizado,	no	a
disertar	sobre	los	artículos	de	la	ley;	después,	los	juicios	se	celebran	en	tal	lugar
y	en	tal	fecha	(bien	determinados);	por	último,	en	el	juicio	intervienen	personas
concretas	(juez,	fiscal,	abogados,	etcétera)	con	nombres	y	trayectorias
singulares.	Nada	tiene	de	extraño,	pues,	que	una	misma	disposición,	ante	la
resolución	de	casos	distintos,	pueda	parecer	unas	veces	clara	y	otras	oscura.	Lo
mismo	pasa	con	el	lugar:	una	misma	disposición	legal	puede	ser	vista,	en	lugares
diferentes,	clara	en	algunos	sitios	y	dudosa	en	otros.	Idéntica	consideración	vale
para	el	tiempo:	una	misma	disposición	legal	leída	en	épocas	diversas	es
susceptible	de	ser	calificada	de	clara	en	un	tiempo	y	de	dudosa	en	otro.	También
es	pertinente	la	identidad	de	las	personas	que	intervienen	en	el	proceso,	de
manera	que	una	misma	disposición	examinada	por	personas	distintas	quizás	a
unas	les	parezca	clara	y	a	otras	dudosa.
2.	Las	fuentes	de	“dudas”	o	“controversias”
Si	la	actividad	interpretativa	está	orientada	a	tomar	decisiones	racionales	en
orden	a	resolver	“dudas”	o	“controversias”	que	suscitan	los	textos	legales,	habrá
que	identificar	ante	todo	cuáles	son	los	factores	que	propician	la	aparición	de
tales	oscuridades	y	desacuerdos.
Es	pertinente	destacar	la	triple	dimensión	convencional	de	los	textos	legales,	a
saber:	la	lingüística,	la	sistémica	y	la	funcional29.
En	lo	que	respecta	a	la	primera	(la	lingüística),	nadie	negará	que	las
disposiciones	legales	son	entidades	lingüísticas.	Y	una	mirada	atenta	revela	que
el	lenguaje	legislativo	está	plagado	de	ambigüedades	(semánticas,	sintácticas,
pragmáticas)	y	vaguedades	por	doquier30.	A	nadie	le	maravillará,	por	tanto,	que
de	ahí	surjan	disensiones	sobre	el	significado	de	los	enunciados	legislativos.
En	lo	que	hace	a	la	segunda	(la	sistemática),	será	ocioso	señalar	que	ni	la
jurisprudencia	ni	la	doctrina	aceptan	que	el	conjunto	de	las	normas	jurídicas	se
reduce	a	un	montón	de	disposiciones	sueltas;	al	contrario,	consideran	que	las
disposiciones	se	encuadran	en	conjuntos	más	amplios,	cada	vez	más
comprehensivos	hasta	llegar,	en	última	instancia,	al	sistema	jurídico	en	su
totalidad.	Eso	implica	p.	ej.	que	ante	dos	disposiciones,	incluso	lingüísticamente
impecables,	si	sus	respectivos	significados	literales	son	incompatibles	entre	sí
(por	contradicción	o	incoherencia),	se	abre	un	nuevo	frente	para	la
interpretación31.
En	lo	referente	a	la	tercera	(la	funcional),	salta	a	la	vista	que	p.	ej.	cuando	se
promulga	una	ley,	el	legislador	persigue	lograr	algúnefecto	social;	e
independientemente	de	lo	que	haya	pasado	por	la	cabeza	del	legislador,	el	texto
mismo	lleva	ínsito	el	diseño	de	los	fines	que	deben	conseguirse.	Pues	bien,	en
ocasiones	sucede	que	una	disposición	cuyo	significado	literal	no	ofrece	dudas,
sin	embargo	provoca	cierta	perplejidad	ante	la	resolución	de	un	caso	específico,
bien	porque	éste	es	excepcional,	o	porque	el	legislador	ni	había	soñado	con	que
eso	pudiera	producirse,	o	porque	contrasta	con	los	valores	dominantes	en	la
sociedad,	etcétera32.	En	tal	circunstancia,	no	habrá	otro	remedio	que	retocar	el
significado	inicialmente	claro	de	la	disposición;	es	decir,	habrá	que	interpretarla.
3.	Una	motivación	completa:	respuesta	justificada	a	todas	las	cuestiones
interpretativas
A	veces,	los	desacuerdos	en	torno	a	un	texto	legal	son	sólo	de	naturaleza
lingüística,	o	sólo	de	índole	sistémica,	o	sólo	de	factura	funcional.	Otras,	en
cambio,	el	mismo	texto	puede	generar	simultáneamente	controversias	de	dos	o
de	las	tres	clases	señaladas.	Pongamos	un	ejemplo:	si	una	de	las	partes	alega	que
la	interpretación	x	se	ajusta	mejor	que	la	interpretación	y	al	sentido	literal	de	una
determinada	disposición	legislativa,	mientras	la	otra	parte	contesta	que	la
interpretación	y	además	de	ser	lingüísticamente	compatible	con	esa	disposición,
evita	una	antinomia	con	el	significado	de	otra	disposición,	así	como	maximiza	la
finalidad	que	perseguía	el	legislador	histórico,	entonces	el	juez	si	opta	por	la
interpretación	x	deberá	justificar	no	sólo	que	ésta	es	lingüísticamente	preferible	a
la	interpretación	y,	sino	además	que	no	entra	en	contradicción	con	otra
disposición	ni	es	menos	eficaz	en	orden	a	conseguir	el	objetivo	al	que	apuntaba
el	legislador;	si,	por	el	contrario,	el	juez	se	decanta	por	la	interpretación	y,	tendrá
que	argumentar	que	ésta	no	distorsiona	el	significado	de	las	palabras	y	evita
ciertamente	una	antinomia	o	realmente	se	amolda	mejor	a	la	finalidad	pretendida
por	el	legislador.	Es	decir,	es	preciso	resolver	argumentadamente	todas	las
cuestiones	planteadas;	en	el	bien	entendido	que	esto	vale	en	principio.
En	efecto,	suele	aceptarse	–y	con	razón–	que	no	toda	cuestión	formulada	por	los
contendientes	postula	una	respuesta	puntual	de	los	tribunales.	Ahora	bien,
entonces	será	necesario	fijar	algunos	criterios	para	distinguir	qué	alegaciones
requieren	un	tratamiento	expreso	y	cuáles	no.	Por	ejemplo,	si	varias	cuestiones
planteadas	penden	de	una	más	básica	y	el	juez	resuelve	negativamente	esta
matriz	común,	ya	no	le	hará	falta	confutar	individualmente	las	otras	cuestiones.
Del	mismo	modo,	si	un	supuesto	de	hecho	normativo,	invocado	por	uno	de	los
contendientes,	requiere	la	existencia	conjunta	de	tres	elementos	(x+y+z),	al	juez
le	basta	combatir	las	argumentaciones	relativas	a	sólo	uno	de	ellos.	En	cambio,
ante	un	supuesto	de	hecho	definido	por	elementos	relacionados	alternativamente
(x	o	y	o	z),	no	bastará	con	que	el	juez	desguace	los	argumentos	relativos	a	sólo
uno	de	ellos,	sino	tendrá	que	examinar	los	argumentos	referentes	a	todos	ellos.
4.	Una	motivación	congruente:	interpretación	y	argumentación
Según	he	defendido,	“interpretar”	no	consiste	en	conocer	un	significado	pre-
existente	en	los	textos	jurídicos;	por	tanto,	no	habría	en	rigor	una	interpretación
“verdadera”	frente	a	otra	(u	otras)	interpretación(es)	“falsa(s)”.	En	efecto,
conocida	es	la	vieja	idea	(mito,	más	bien)	positivista	de	la	ley	“simple	y	clara”
cuyo	significado	es	una	realidad	dada,	cristalizada	y	formalmente	definida;	de
manera	que	el	juez	se	convierte	en	“boca”	de	aquélla	limitándose	a	leerla	(o	a
descubrirla,	mediante	una	interpretación	meramente	recognitiva,	si	la
formulación	lingüística	fuera	eventualmente	imperfecta).
Pues	bien,	hoy	nos	movemos	en	otras	coordenadas	(culturales	y
epistemológicas).	Curados	ya	de	la	ingenuidad	que	profesaba	el	pensamiento
ilustrado	en	lo	tocante	a	la	ley	como	objeto	de	lectura	pasiva,	la	actualidad
enfrenta	al	juez	con	inéditos	problemas	de	jerarquía	entre	fuentes,	con	la
fragmentación	de	textos	legislativos,	con	la	sobreabundancia	y	la	mala	técnica	en
la	redacción	de	las	leyes,	con	leyes	que	no	son	fruto	de	una	sociedad	homogénea
y	por	tanto	traspasan	a	los	órganos	judiciales	incertidumbres	no	resueltas	en	sede
parlamentaria,	con	leyes	que	por	incongruencia	con	la	Constitución	demandan	su
adecuación	a	ésta,	etcétera33.	Y	nada	remedia	la	imagen	del	juez	como	“boca	de
la	Constitución”	(no	ya	“boca	de	la	ley”,	como	antaño)	pues	el	texto
constitucional,	en	cuanto	resultado	de	un	pacto,	aparece	plagado	de	tensiones	y
claroscuros	en	los	que	el	intérprete	se	ve	constreñido	a	penetrar	de	una	forma
que,	lejos	de	ser	contemplativa,	entraña	una	actividad	de	balance,	de	sutil
sopesamiento	de	los	valores	en	juego	que	la	misma	Constitución	pluralistamente
expresa34.	En	situación	tal,	se	hace	insostenible	(dudo	que	alguien	la	defienda
conscientemente)	la	clásica	teoría	de	la	interpretación	–el	formalismo
interpretativo–	porque	ya	no	nos	hallamos	(la	verdad	es	que	antes	tampoco)	ante
un	significado	preformado,	“objetivo”,	de	la	ley	que	al	juez	corresponde
“declarar”	nada	más.	La	interpretación	ostenta	inevitables	perfiles	valorativos
por	ser	una	“elección”	entre	opciones	posibles	(en	atención	al	texto,	al	sistema
en	el	que	la	norma	se	inserta	y	al	contexto	social	en	el	que	funciona);	y	elegir
supone	“privilegiar”	unos	u	otros	elementos	de	valoración.	Y	esto,	lejos	de
acontecer	sólo	en	la	determinación	de	conceptos	genéricos	o	mudables,	“es	una
constante	de	toda	actividad	interpretativa,	como	demuestra	el	modificarse	de	las
orientaciones	de	la	misma	Casación,	en	teoría	garante	de	la	nomofilaxis.	Inútil
decir	que	el	fenómeno	adquiere	dimensiones	particularmente	agudas	en	un
ordenamiento	caracterizado	por	una	producción	legislativa	aluvional	y
contradictoria”35.	Entonces,	carece	de	sentido	decir	que	la	interpretación
determina	el	significado	“verdadero”	de	la	ley;	como	mucho,	puede	determinar
un	significado	en	base	a	criterios	aceptables	pero	de	ningún	modo	absolutos
(porque	éstos	no	existen).
De	ahí	que	surja	la	cuestión	sobre	cuál	sea	el	tipo	de	razonamiento	adecuado
para	justificar	racionalmente	las	decisiones	que	se	toman	en	ese	ámbito.
A.	Razonamiento	y	argumentación
A	veces	se	consideran	como	intercambiables	los	términos	“razonamiento”	y
“argumentación”.	Pero	no	todo	se	razona	de	la	misma	manera.	En	efecto,	para
razonar	la	corrección	de	un	cálculo	matemático	(p.	ej.	27:3=9)	bastará	una
sencilla	operación	(3x9=27),	demostrándose	así	que	se	estaba	en	lo	cierto.	Un
razonamiento	diverso	se	emplea	en	las	disciplinas	empíricas,	donde	se	verifica	p.
ej.	la	ley	de	la	caida	de	los	cuerpos.	En	ninguno	de	ambos	dominios	(el	lógico-
matemático	y	el	experimental)	se	estila	usar	el	verbo	“argumentar”,	pues	parece
que	las	connotaciones	de	éste	no	compaginan	bien	con	las	verdades
incontestables	(o	tenidas	por	tales)	de	matemáticos	y	científicos.	Suele	decirse
que	lo	opinable	(cuyas	ejemplificaciones	más	ostentosas	son	la	moral,	la	política
y	el	derecho)	constituye	el	campo	apto	para	argumentar,	es	decir	para	“proponer
una	opinión	a	los	otros	dándoles	buenas	razones	para	adherirse	a	ella”36	(esto	no
obsta,	por	supuesto,	a	que	en	la	argumentación	se	incluya	–de	vez	en	cuando	o	a
menudo–,	a	modo	de	argumento,	una	verdad	matemática	ya	demostrada	o	un
conocimiento	científico	ya	verificado).
Confinándonos	incluso	en	el	mundo	del	derecho,	supondría	un	abuso	referirse	al
“razonamiento	judicial”	como	si	se	tratara	de	una	pieza	homogénea	de	arriba
abajo,	pues	de	inmediato	se	aprecia	la	diferente	manera	de	justificar	una	decisión
interpretativa	(p.	ej.,	que	por	“buena	fe”	haya	de	entenderse	x)	un	hecho	probado
(p.	ej.,	que	Oswald	hirió	mortalmente	a	Kennedy).	En	resumidas	cuentas,	estimo
recomendable	reservar	la	palabra	“argumentación”	a	un	uso	específico	y	parcial
de	“razonamiento”.
Y	las	piezas	esenciales	del	discurso	argumentativo	son:	las	premisas	que
funcionan	como	el	punto	de	partida	de	la	argumentación,	la	conclusión	o	su
punto	final	y	la	relación	entrelas	premisas	y	la	conclusión37.
B.	Perspectivas	y	dimensiones	de	la	argumentación
Así	las	cosas,	la	argumentación	se	presta	a	ser	analizada	desde	dos	perspectivas:
desde	el	punto	de	vista	de	su	estructura	(examinando	la	relación	entre	premisas	y
conclusión)	y	desde	el	punto	de	vista	de	su	fuerza	(ponderando	en	qué	medida
las	premisas	constituyen	“buenas	razones”	para	fundamentar	la	conclusión,	pues
no	todas	las	razones	suelen	ser	“buenas	razones”)38.	Y	con	ello	se	destapan	las
tres	dimensiones	de	la	argumentación:	la	formal,	la	material	y	la	dialéctica	39.
a)	Sin	esfuerzo	se	percibe	el	parentesco	de	la	dimensión	“formal”	con	el	punto
de	vista	sobre	la	“estructura”	del	razonamiento	argumentativo.	Lo	que	aquí	se
destaca,	dado	que	la	argumentación	consiste	en	una	cadena	de	proposiciones,	es
saber	si	la	conclusión	se	ha	inferido	correctamente	de	las	premisas	dadas	para,	de
ese	modo,	asegurarse	que	el	razonamiento	argumentativo	es	correcto.
b)	También	salta	a	la	vista	el	nexo	entre	la	dimensión	“material”	y	el	punto	de
vista	sobre	la	“fuerza”	de	la	argumentación.	No	basta	con	una	conclusión
obtenida	correctamente	si	luego	ésta	se	revela	débil.	Ya	se	sabe	que	la	fortaleza
de	la	conclusión	radica	en	las	premisas	(de	premisas	ciertas	pueden	extraerse
conclusiones	ciertas,	de	premisas	probables	como	mucho	conclusiones
probables,	etcétera).	Por	eso,	para	construir	una	argumentación	fuerte,	es	capital
que	las	premisas	también	lo	sean	(o,	dicho	de	otro	modo,	que	consistan	en
“buenas	razones”).
c)	¿Y	con	quién	se	da	la	mano	la	dimensión	“dialéctica”?	Creo	que	ésta	es	un
corolario	de	la	dimensión	anterior	(la	“material”),	en	cuanto	que	eso	de	“buenas
razones”	es	un	asunto	relativo.	Veámoslo.	Cuando	un	orador	argumenta,	el
destinatario	(o	auditorio)	del	discurso	puede	escucharlo	pasivamente,	en	cuyo
caso	la	argumentación	se	convierte	en	un	monólogo.	O	puede	suceder	a	la
inversa,	que	el	destinatario	entre	en	diálogo	con	el	orador	confrontando	sus
argumentos	con	los	de	éste.	En	este	segundo	supuesto	de	cruce	de	argumentos	y
contra-argumentos,	si	las	que	inicialmente	se	presumían	“buenas	razones”	topan
con	otras	de	signo	contrario	y	mejores,	automáticamente	pierden	su	condición	de
“buenas”.	Por	tanto	es	la	dialéctica,	el	toma	y	daca,	la	que	finalmente	ayuda	a
ponderar	la	“fuerza”	de	la	argumentación.	Y	es	evidente	la	relación	directamente
proporcional	entre	la	“fuerza”	de	una	argumentación	y	su	persuasividad,	al
menos	en	circunstancias	normales	(no	excluyo,	pues,	que	la	persuasión	pueda	a
veces	ganarse	con	las	falacias	de	una	retórica	filistea).
C.	Una	argumentación	institucionalizada
Pero	el	genus	“argumentación”	permite	una	ulterior	distinción40.	Podríamos
llamar	“argumentación	pura”	a	la	que	se	realiza	por	libre,	fuera	de	todo	cuadro
institucional	particular.	En	esta	actividad	sólo	cuentan	las	razones	sustanciales,
es	decir	aquéllas	cuyo	peso	está	en	función	de	su	valor	intrínseco,	independiente
de	cualquier	autoridad.	Designaremos	con	el	nombre	“argumentación
institucional”	a	la	que	se	desarrolla	dentro	de	un	marco	institucional	determinado
(p.	ej.,	la	jurisdicción).	En	éste	cuentan	sobremanera	las	razones	de	autoridad;	lo
que	no	implica	que	sean	las	únicas	pues	también	intervienen	las	sustanciales	y,
en	última	instancia,	aquéllas	(las	razones	de	autoridad)	mantienen	algún	nexo
con	éstas	(las	razones	sustanciales).
En	suma,	¿de	qué	tipo	de	argumentos	interpretativos	le	es	dado	auxiliarse	al
juez?	¿	de	los	que	le	vengan	en	gana?	No,	de	ningún	modo.	Cuando	ya	quienes
pertenecen	a	un	gremio	profesional	discuten	de	algo,	sus	posibilidades	de
argumentar	están	circunscritas	(con	rigor	variable)	por	unas	reglas	de	juego
discursivas.	Al	juez,	ya	por	el	mero	hecho	de	ser	jurista,	le	sucede	lo	mismo.
Pero	también	algo	más.	Su	actividad	se	desarrolla	encima	en	un	cuadro
institucional,	lo	cual	le	condiciona	adicionalmente	todavía	más;	de	manera	que
los	argumentos	fundados	en	la	autoridad	correspondiente	(sobre	todo	en	la
legislación)	ocuparán	un	lugar	preeminente	en	su	argumentación41.
De	ese	carácter	institucionalizado	de	la	argumentación	judicial	deriva	el	que	sea
desigual	el	peso	de	los	diferentes	argumentos	utilizables.	En	tosca	clasificación:
unos	serían	insoslayables,	otros	aconsejables	y	unos	terceros	simplemente
aceptables.	Entre	los	primeros,	para	un	servidor	de	la	ley	que	se	precie	(y	el	juez
está	obligado	a	serlo),	se	encontrarían	los	de	procedencia	legislativa	(como	son
las	“definiciones	legislativas”,	las	“leyes	interpretativas”,	las	“disposiciones
generales”	ubicadas	en	el	título	preliminar	del	código	civil,	las	“disposiciones
sectoriales”	limitadas	a	una	rama	del	derecho,	etcétera)	aunque	no	son	los
únicos.	Entre	los	segundos	entraría	quizás	–eso	depende	de	cada	ordenamiento
jurídico–	la	doctrina	jurisprudencial	consolidada	proveniente	de	órganos
judiciales	cabeceros	(p.	ej.	el	Tribunal	Supremo).	En	los	terceros	tendrían	cabida
los	argumentos	elaborados	por	la	doctrina	académica	y	la	cultura	jurídica	en
general.	Todo	ello	no	obsta,	claro	es,	a	que	las	argumentaciones	doctrinales
repercutan	sobre	las	jurisprudenciales	logrando	incluso	cambiarlas,	o	a	que
atendiendo	al	requerimiento	de	la	jurisprudencia	el	legislador	introduzca
modificaciones	en	los	argumentos	que	han	de	servir	de	referencia.	En	fin,	el
ranking	esbozado	no	deja	de	ser	aproximativo	(y	flexible).
5.	Una	motivación	suficiente	de	decisiones	interpretativas
El	requisito	de	la	“suficiencia”	es,	sin	duda,	el	más	peliagudo	de	todos	y,	por
tanto,	el	más	desatendido.	Por	lo	general,	la	insuficiencia	de	la	motivación	es
sobre	todo	el	producto	del	celo	que	ponen	los	tribunales	en	ocultar	las	opciones
efectuadas	y	las	valoraciones	subyacentes.	Para	proporcionar	el	debido	encuadre
a	la	“suficiencia”,	habrá	que	empezar	retomando	algún	aspecto	apuntado	hace
poco	(al	final	del	apartado	anterior).
A.	Argumentos	de	“primer	grado”,	de	“segundo	grado”	y	valoraciones
Como	he	indicado,	el	juez	se	encuentra	provisto,	pues,	de	una	ubérrima	flora	de
argumentos	interpretativos	y	de	distinto	rango.	Pero,	para	su	incordio,	suele
suceder:	primero,	que	los	susodichos	argumentos	toleran	ser	manejados	de
distintas	maneras	(p.	ej.,	es	fácil	que	el	argumento	de	la	“realidad	social”	–que
menciona	nuestro	tit.prel.c.civ.–	se	preste	para	justificar	opciones	interpretativas
incluso	contrarias,	pues	todo	depende	de	qué	aspectos	de	la	realidad	social	se
valoren	como	relevantes42);	y	segundo,	que	no	todos	los	argumentos	(incluso
los	situados	en	el	mismo	nivel	jerárquico)	reman	en	la	misma	dirección	(p.	ej.,	es
posible	que,	con	el	mismo	tit.prel.c.civ.	en	la	mano,	el	“sentido	propio	de	las
palabras”	sirva	para	avalar	una	decisión	interpretativa,	mientras	que	la	“finalidad
de	la	norma”	sirva	para	respaldar	una	decisión	interpretativa	contraria).	Eso
contribuye	inevitablemente	a	que	la	argumentación	interpretativa	del	juez	deba
hacerse	más	compleja.
Ya	no	basta	con	tener	argumentos	para	justificar	una	decisión	interpretativa	(a
los	que	vamos	a	llamar	–enseguida	se	comprenderá	por	qué–	argumentos	de
“primer	grado”);	son	necesarios	además	unos	argumentos	de	“segundo	grado”
(de	“procedimiento”	o	de	“preferencia”),	cuya	función	consiste	–
respectivamente–	en	justificar	por	qué	se	usan	de	determinada	forma	(en	lugar	de
otra)	los	argumentos	interpretativos	(es	decir,	los	de	primer	“grado”)	o	por	qué	se
prefieren	unos	argumentos	interpretativos	(de	“primer	grado”)	en	detrimento	de
otros.	Y	no	se	excluye	que,	si	los	argumentos	de	“segundo	grado”	(tanto	los	de
“procedimiento”	como	los	de	“preferencia”)	son	a	su	vez	objeto	de	disputa,	sea
preciso	recurrir	a	argumentos	de	carácter	desnudamente	valorativo	(que	se
incardinan	en	distintas	ideologías	–atinentes	a	la	función	jurisdiccional	o	en
otras43–	y	propicias	a	un	irreductible	margen	de	subjetividad	del	juez).	En	este
sentido,	sería	conveniente	sufragar	la	cierta,	rigurosa	y	rotunda	afirmación	de
que	“el	juez,	que	no	forma	parte	de	una	comunidad	lingüística	perfecta	y
homogénea	(…),	cuando	adscribe	un	significado	ejecutaun	acto	lingüístico	no
asertivo,	sino	directivo,	que	no	puede	ser	justificado	por	referencia	a	hechos,
sino	a	valores”44,	cuya	referencia	–añado	de	mi	cuenta–	debe	plasmarse	en	la
motivación.
Ahora	bien,	¿no	se	revela	muy	cándida,	por	cuanto	fácil	de	burlar,	esta
exigencia?	Al	juez	le	basta	con	ocultar	que	había	varias	maneras	de	manejar	un
mismo	argumento	o	que	había	varios	argumentos	alternativos	y	todos	aptos	para
justificar	opciones	interpretativas	distintas,	de	modo	que	con	los	argumentos	de
“primer	grado”	tiene	de	sobra.	Por	desgracia,	esta	actitud	abunda	más	de	la
cuenta.	Contadas	veces	emergen	en	las	argumentaciones	judiciales	los
argumentos	de	“segundo	grado”	y	no	digamos	las	“valoraciones”;	y,	sin
embargo,	no	se	los	suele	echar	de	menos.	¿Por	qué?	Porque	previamente	el	juez
se	ha	tomado	buen	cuidado	de	escamotear	en	el	texto	de	la	sentencia	todos	los
momentos	en	los	que	se	ha	visto	obligado	a	elegir.	Y	sin	embargo	no	hay	que
resignarse	pues	existe	un	remedio	eficacísimo	contra	ese	ocultamiento:	nada
menos	que	la	relación	dialéctica	entre	las	alegaciones	de	las	partes	y	el	discurso
argumentativo	del	juez.	Si	éste	entra	en	diálogo	público	con	las	alegaciones	de
las	partes,	cuyos	argumentos	acepta	o	rechaza	(según	los	casos),	inevitablemente
aflorará	la	ristra	de	decisiones	interpretativas	tomadas	y,	por	ende,	los	puntos
menesterosos	de	argumentación.
B.	La	fecundidad	de	la	dialéctica	en	la	argumentación	interpretativa
Pertenece	a	la	colección	de	lugares	comunes	decir	que	la	“dialéctica”	es	una	de
las	notas	definitorias	de	la	estructura	del	proceso;	y	recuérdese	que	el	juez
argumenta	en	el	marco	del	proceso.
La	estructura	del	proceso	es	dialéctica	porque	se	funda	en	la	contraposición	entre
dos	(o,	eventualmente,	más	de	dos)	posiciones.	A	esta	dimensión	dialéctica	del
proceso	se	la	conoce	por	el	término	“contradictorio”.	Y	esa	estructura	dialéctica
o	dialógica	del	proceso	no	deja	de	afectar	a	la	argumentación	judicial,	pues	la
elección	que	hace	el	juez	entre	las	opciones	interpretativas	que	han	ido	surgiendo
durante	el	proceso	está	influenciada	por	el	hecho	de	que	la	decisión
interpretativa	judicial	tendrá	efectos	“entre	las	partes”.
A	lo	dicho,	sin	embargo,	suele	oponérsele	alguna	pega.	En	el	proceso	funcionan
estos	dos	principios:	el	iuxta	alligata	et	probata	(concerniente	a	los	hechos)	y	el
iura	novit	curia	(referente	al	derecho),	los	cuales	dejan	traslucir	la	diferente
situación	–dependencia/independencia–	del	juez	respecto	de	lo	actuado	por	las
partes.	Del	iuxta	alligata	et	probata	se	desprende	que	el	juez	teje	el	relato	fáctico
obligatoriamente	con	los	mimbres	aportados	por	las	partes.	Pero,	por	contra,	la
consecuencia	más	decisiva	del	aforismo	iura	novit	curia	(que	afecta	a	la
interpretación)	es	que	el	juez	no	está	vinculado	a	las	argumentaciones	jurídicas
de	las	partes	pues	se	presume	que	él	conoce	el	derecho	y	de	primera	mano;	de
ahí	que	el	juez	no	esté	vinculado	a	las	propuestas	interpretativas	que	hagan	las
partes.	Eso	es	correcto.	Ahora	bien,	eso	no	quita	que,	cuando	el	juez	ejerce	los
poderes	que	le	confiere	el	iura	novit	curia	y	se	aparta	de	las	propuestas
interpretativas	de	una	o	de	ambas	partes,	continúe	vigente	el	contradictorio,	el
cual	impone	al	juez	la	obligación	de	argumentar	el	rechazo	de	la	interpretación
normativa	realizada	por	una	o	por	ambas	partes45.
¿Obedece	eso	a	que	el	juez	ha	de	tener	algún	miramiento	con	las	partes	para
mostrarse	convincente	y	conseguir	su	conformidad	con	la	decisión	adoptada?
También,	pero	no	sólo	ni	en	primer	lugar.	El	meollo	estriba	en	la	naturaleza	de	la
interpretación.	Si	“interpretar”	consistiera	en	conocer	un	significado	objetivo,
pre-existente	e	incorporado	a	los	textos	legales,	el	juez	no	tendría	por	qué	entrar
obligatoriamente	en	diálogo	con	las	partes	(por	lo	mismo	que	nosotros	estamos
excusados	de	atender	o	hacernos	eco	de	las	alegaciones	de	nadie	en	torno	a	cosas
directamente	verificables	por	nosotros:	p.	ej.	que	el	agua	moja	o	que	Madrid	es
mayor	que	Cuenca).	Pero	si	asumimos	que	“interpretar”	es	atribuir	un
significado	en	función	de	las	convenciones	imperantes	en	el	ámbito	concernido,
y	resulta	que	esas	convenciones	permiten	prima	facie	justificar	diferentes
atribuciones	de	significado	(es	decir,	diferentes	decisiones	interpretativas),	al
juez	no	le	será	suficiente	mostrar	que	hay	argumentos	interpretativos	que
sostienen	su	decisión	interpretativa	sino	habrá	de	mostrar	también	que	sus
argumentos	son	mejores	que	los	argumentos	que	apoyan	otra(s)	decisión(es)
interpretativa(s)	rivales.	El	juez	actuaría	arbitrariamente	si	toma	una	decisión
interpretativa	argumentada	en	detrimento	de	otra	decisión	mejor	argumentada.
Por	eso,	el	juez	está	obligado	a	presentar	su	opción	como	la	mejor	de	las
presentes46,	y	eso	le	obliga	a	comparar	lealmente	sus	argumentos	con	los
argumentos	esgrimidos	por	las	partes;	es	decir,	a	dialogar	con	éstas.
Dicho	lo	cual,	la	fórmula	canónica	de	la	justificación	suficiente	de	una	decisión
interpretativa	podría	ser	la	siguiente:	la	disposición	legislativa	DL	tiene	el
significado	S	de	acuerdo	con	los	argumentos	de	primer	grado	(los	que	fueren
pertinentes)	A1,	A2,	A3…	An,	que	han	sido	manejados	conforme	a	los
argumentos	de	segundo	grado	de	procedimiento	a’1,	a’2,	a’3…	a’n	y
jerarquizados	de	acuerdo	con	los	argumentos	de	segundo	grado	de	preferencia
a”1,	a”2,	a”3…	a”n;	argumentos	de	segundo	grado	fundamentados
respectivamente	en	las	valoraciones	V’1,	V’2,	V’3…	V’n	y	en	las	valoraciones
V”1,	V”2,	V”3…V”n.47.
25	Mazzarese,	T.,	“Interpretación	literal:	juristas	y	lingüistas	frente	a	frente”,
Doxa,	2000,	N.°	23;	pp.	618-620.	No	obstante,	es	más	usual	distinguir	tres
teorías	(cognoscitivista,	escéptica	e	intermedia	–cfr.	Prieto	Sanchís,	L.,	Apuntes
de	teoría	del	Derecho,	Madrid,	2005;	pp.	239-248–)	y,	como	enseguida	se	verá,
acabaré	desembocando	en	algo	similar.
26	Luzzati,	C.,	La	vaghezza	delle	norme,	Milán,	1990;	pp.	41-43.
27	Barberis,	M.,	“Seguire	norme	giuridiche,	ovvero:	cos’	avrà	mai	a	che	fare
Wittgenstein	con	la	teoria	dell´interpretazione	giuridica”,	Materiali	per	una	storia
della	cultura	giuridica,	2002,	N.°	1;	p.	249.
28	Prieto	Sanchís,	L.,	Apuntes…,	p.	229.
29	Wróblewski,	J.,	Constitución	y	teoría	general…,	pp.	49-58.
30	Para	un	panorama	resumido	de	las	oscuridades	que	afectan	al	lenguaje
jurídico,	me	tomo	la	libertad	de	remitir	a	mi	Teoría	analítica	del	derecho	(la
interpretación	de	la	ley),	Oñati,	1994;	pp.	58-67.
31	La	“incompatibilidad”	(con	sus	dos	variantes,	la	“inconsistencia”	y	la
“incoherencia”)	no	es	la	única	plaga	que	erosiona	el	sistema	jurídica,	aunque	sí
la	más	importante.	De	ello	me	he	ocupado	en	mi	Teoría	analítica	del	derecho...,
pp.	67-75.	También	lo	hace	Prieto	Sanchís,	L.,	Apuntes…,	pp.	258-261.
32	Hay	ejemplos	jurisprudenciales	muy	didácticos	en	Perelman,	Ch.,	La	lógica
jurídica	y	la	nueva	retórica,	Madrid,	1979;	capítulos	2	y	3.
33	Borrè,	G.,	“La	Corte	di	cassazione	oggi”,	en	Besone,	M.	(coord.),	Diritto
giurisprudenziale,	Turín,	1996;	pp.	161-162.
34	Borrè,	G.,	“Md	e	Questione	giustizia.	I	compiti	che	ci	aspettano”,	en	Pepino,
L.,	L´eresia	di	Magistratura	democratica.	Viaggio	negli	scritti	di	Giuseppe	Borrè,
Milán,	2001;	p.	262.
35	Pepino,	L.,	“L’	attualità	di	un’eresia.	Contributi	per	una	storia	de	Magistratura
democratica”,	en	L’eresia	...;	pp.	30-31.
36	Mathieu-Izorche,	M.	L.,	Le	rasionnement	juridique,	París,	2001;	pp.	352-353.
37	Atienza,	M.,	“Estado	de	Derecho,	argumentación	e	interpretación”,	Anuario
de	Filosofía	del	Derecho,	t.	XIV,	1997;	pp.	475-476.
38	Iturralde	Sesma,	V.,	Aplicación	del	derecho	y	justificación	de	la	decisión
judicial,	Valencia,	2003;	p.	222.
39	Atienza,	M.,	“Estado	de	Derecho…”,	pp.	475-476.
40	Cfr.	MacCormick,	N.,	“Argumentation	et	interprétation	en	droit”,	en	P.
Amselek	(dir.),	Interprétation	en	droit,	Bruselas,	1995;	pp.	214-216.
41	MacCormick,	N.,	“Argumentation	et	interprétation…”,	p.	216.
42	Y	lo	mismo	vale	del	resto	de	argumentos	enumerados	en	el	citado	artículo
(cfr.	Prieto	Sanchís,	L.,	Apuntes…,	pp.	270-274.

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