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BRUNO FORTE
La transmisión
de la fe
 
SAL TERRAE2
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede
ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro
Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con
CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447
Título original:
La trasmissione della fede
© Editrice Queriniana, 2014
Brescia (Italia/UE)
www.queriniana.it
Traducción:
José Pérez Escobar
© Editorial Sal Terrae, 2015
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
salterrae@salterrae.es / www.salterrae.es
Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
22-06-2015
Diseño de cubierta:
María José Casanova
Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2509-6
3
http://www.conlicencia.com
http://www.queriniana.it
mailto:%20salterrae@salterrae.es
http://www.salterrae.es
 
Dedico este libro a dos testigos
que han gastado su vida anunciando el Evangelio
y nutriendo la fe en Cristo,
a quien ahora contemplan en la belleza eterna de Dios.
Luigi Diligenza, que fue arzobispo de Capua,
y Filippo Strofaldi, que fue obispo de Ischia.
Respectivamente han sido para mí
un padre y un hermano,
que me han acompañado en la tierra
y me acompañan ahora desde el cielo
en el seguimiento de Jesús.
4
ÍNDICE
Portada
Créditos
Introducción
Primera parte: En las fuentes de la fe
1. Al comienzo, la experiencia de un encuentro[2]
2. El Espíritu Santo y la transmisión de la fe[7]
1. La Iglesia como «kénosis» del Espíritu: los modelos históricos de la transmisión de la
fe
2. La transmisión de la fe como «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del sujeto de la
misión
3. La transmisión de la fe, inseparablemente «kénosis» y «esplendor» del Espíritu: la
catolicidad del mensaje y de los destinatarios
Conclusión
3. La Iglesia, sujeto de la transmisión de la fe[16]
1. La Iglesia, Madre de los creyentes
2. ¡Creo la Iglesia!
3. La Iglesia comunión
4. Una comunión necesaria para vivir
5. Una comunidad que educa evangelizando
6. La Iglesia del diálogo y de la misión
7. La Iglesia del amor
Segunda parte: La fe transmitida
4. Educar en la fe activa en la caridad[17]
1. Educar en la fe: posibilidad y fundamento a partir del Evangelio de Marcos
2. Educar en la fe: las etapas de un camino, en la escuela de los Magos
5. ¿Cómo llegar a ser adultos en la fe?[33]
1. La transmisión de la fe (traditio fidei)
2. El asentimiento de la fe (receptio fidei)
3. El anuncio de la fe (redditio fidei)
Tercera parte: La fe profesada
6. Fe y palabra de Dios[46]
1. El Vaticano II y el redescubrimiento de la centralidad de la palabra de Dios para la fe
2. La espera de la palabra de Dios, buena noticia para todas las soledades
3. La autocomunicación divina: Deus dixit – ¡Dios habló y nos habla!
4. La Iglesia, criatura y casa de la Palabra
5. Acoger la Palabra en la obediencia de la fe
7. La verdad de la fe[57]
1. La verdad como Sujeto absoluto: Hegel
5
2. La verdad como libertad: Schelling
3. La verdad como llegada del Otro: la analogía cristológica
8. ¿Por qué un Símbolo de la fe?[85]
Cuarta parte: La fe celebrada
9. Eucaristía y transmisión de la fe[94]
1. De la eucaristía brota el compromiso para la renovación de la sociedad en la
perspectiva de la primacía del Espíritu
2. De la eucaristía brota la renovación social bajo el signo de la comunión y de la
solidaridad
3. De la eucaristía brota una ética del servicio nutrida por el Pan de vida
4. De la eucaristía brota la renovación social bajo el emblema de la reforma permanente
y de la esperanza más grande
10. El Templo: donde se celebra y se transmite la fe[100]
1. El Templo como «memoria» de nuestro origen
2. El Templo, signo de la Presencia divina, lugar de alianza
3. El Templo, signo de la esperanza que no decepciona
Conclusión
Quinta parte: La fe vivida
11. Testigos de la fe, custodios/guardianes de la vida[102]
1. El hombre, custodio de la creación
2. El hombre, custodio del otro
3. El hombre, custodio de Dios, custodiado por él en la Iglesia del amor
12. La familia, ámbito vital de la transmisión de la fe[117]
13. Mujeres de la fe, protagonistas del anuncio[119]
14. Los jóvenes y la fe[125]
1. ¿Hijos de la posmodernidad? Los jóvenes en el tiempo de la «crisis»
2. ¿En busca del sentido perdido? Organizar la esperanza
3. Carta a los jóvenes, protagonistas del mundo que vendrá
Sexta parte: La fe en diálogo
15. La fe y el diálogo con quien no cree[126]
1. El éxodo: la condition humaine
2. El adviento: el Dios que «tiene tiempo» para el hombre
3. El encuentro: donde el hombre tiene tiempo para Dios. La fe y el diálogo con quien no
cree
16. La vía de la belleza para la transmisión de la fe[144]
1. ¿Por qué hablar de fe y belleza?
2. ¿Qué relación hay entre fe y belleza?
3. El giro decisivo
4. ¿Qué significa todo esto para nosotros?
17. ¿Puede la música transmitir la fe?[150]
1. Celebrar y alabar a Dios
2. Dar voz a la nostalgia de la Patria celestial
6
3. Educar en la escucha del silencio
Séptima parte: La fe en camino
18. Fe y vida teologal[157]
1. La fe entre los dos Testamentos
2. Testigos del Dios que vive en nosotros
3. De la fe procede la fuerza
19. La fe que vence a la muerte[159]
1. La herida de la pregunta ineludible
2. El eclipse de la muerte
3. Retornar a la muerte…
4. … a «aquella muerte»
5. Para vivir la «transgresión» suprema en la fe
Octava parte: En el umbral
20. La sonrisa de Dios[168]
1. ¿Puede Dios sonreír?
2. Entre lejanía y proximidad
3. En el espacio de la humildad
Apéndice
Fe y anuncio: De la Lumen fidei a la Evangelium gaudium
1. La luz de la fe
2. Un encuentro que ilumina la vida y su más allá
3. La alegría de la fe
4. Por una conversión pastoral al servicio de la evangelización
5. Fiel a Dios y fiel a la gente: la Iglesia del Evangelio
Notas
7
INTRODUCCIÓN
Transmitir la fe, especialmente a las nuevas generaciones, resulta hoy un desafío
bastante difícil: es como si la alegría y la belleza que el creyente experimenta al dejarse
amar por Dios fueran traicionadas por toda palabra que trate de expresarlas,
especialmente si por parte del interlocutor, a quien el creyente se dirige, no existe el deseo
o al menos la curiosidad de conocerlas. La indiferencia con respecto a las grandes
preguntas, a las que la fe ayuda a responder, es una de las causas de esta dificultad de
transmisión, acrecentada por un contexto cultural donde lo útil y lo inmediato se
muestran más importantes que lo que puede alcanzarse en toda su riqueza solo a precio
de sacrificio y perseverancia. Lo efímero parece predominar en todo el horizonte y lo
eterno palidecer ante el instante que huye. Sin embargo, sería erróneo tener una visión
pesimista de las posibilidades de transmitir a los demás, actualmente, el don del amor de
Dios, conocido y experimentado en la fe: si es verdad que nuestro corazón está hecho
para Aquel que nos creó a su imagen y nos redimió en su Hijo, hecho carne por
nosotros, se puede mantener con el gran Agustín que el colaborador del Altísimo es
precisamente ese corazón inquieto que late en su criatura. La dificultad no se encuentra
tanto en los dos polos tomados en sí mismos –el origen divino y el destinatario humano
del don de la fe–, sino más bien en identificar las modalidades justas para crear la
relación y, por ello, los signos y los lenguajes más adecuados, y en clarificar las
motivaciones de amor gratuito, que solo pueden inspirar una transmisión fecunda de la
fe.
Estimulado por este conjunto de problemas y de esperas, he tenido numerosas
veces la ocasión de reflexionar sobre todo ello en estos años en los que la Iglesia
universal está particularmente comprometida en el gran tema de la evangelización, y la
educación para la vida y para la fe de las nuevas generaciones parece ser una prioridad
ineludible para todos los creyentes. Así es como han nacidolos textos aquí
seleccionados, recogidos para ofrecer una reflexión, lo más orgánica posible,
teológicamente fundamentada y cercana a la vida, sobre los desafíos y las posibilidades
relacionadas con la tarea de transmitir la fe, acogida con el asentimiento libre de la mente
y del corazón. Podríamos decir que el resultado es una especie de «teología militante»,
nacida de la vivencia eclesial para darle a ella al mismo tiempo voz y alimento en el
compromiso de la comunicación de la fe.
Si tuviera que referirme a una imagen capaz de compendiar cuanto desearían
expresar estas páginas, no dudaría en elegir la del profeta Elías, el testigo de Dios en el
tiempo de la aparente derrota de Dios. Su nombre expresa ya el mensaje de su obra: ’Eli,
«Mi Dios», y Yah, evocación del impronunciable Señor, forman la confesión «¡Mi Dios
es Dios!». Elías vive en presencia de Dios y para él, demostrando en todo lo que es y
8
hace que solo a Dios se le debe la confianza y la obediencia. Toda su misión tiene como
finalidad que se comprenda que la verdadera tentación del hombre no es el ateísmo, sino
la idolatría, y que lo que realmente cuenta en el horizonte del Eterno es la fe, vivida y
testimoniada a los demás en el amor. Así es como aparece Elías desde el instante mismo
de su vocación: «Luego el Señor le dirigió la palabra: “Vete de aquí hacia el oriente y
escóndete junto al torrente Carit…”» (1 Re 17,2ss). Se trata de dejar toda seguridad para
ir hacia Dios, oriente luminoso de la vida, y vivir en un abandono total al Señor. Fiel a
esta vocación, en la hora dramática del choque con los falsos profetas, adoradores de los
ídolos y distribuidores de seguridades efímeras, Elías no teme arriesgarlo todo para
proclamar que solo Dios es Dios. En lo que acontece en el monte Carmelo (cf. 1 Re 18)
está en juego la pureza de la fe en el único Dios viviente. Es la hora de la fe probada. La
idolatría tranquiliza, porque el ídolo es manipulable, mientras que el Dios vivo es libre,
imprevisible, subversivo y, precisamente por eso, derrota todas las presunciones
humanas. Sin embargo, la victoria sobre los falsos profetas no es suficiente para detener
la sed idolátrica del pueblo y de los poderosos que lo gobiernan; es más, vuelve a
encender el odio hacia el profeta del Dios único.
Entonces comienza para Elías la peregrinación en la noche de la fe hacia la teofanía
del Horeb, la montaña santa (cf. 1 Re 19,1-18), metáfora de la peregrinación de la vida
hacia la experiencia de Dios. El punto de partida es la debilidad del profeta, estremecido
por preguntas profundas: siente dolor por no haber logrado transmitir la fe a un pueblo
que ha conocido a Dios y lo ha abandonado a pesar de haber recibido sus señales de
misericordia y de fuerza. Elías está atemorizado y cansado: su sufrimiento procede de la
constatación de lo que parece la derrota de Dios en el corazón de su pueblo. El profeta
busca al Señor en el desierto (midbar, en hebreo), lugar por excelencia de la palabra
(dabar, en hebreo). Y es en el desierto donde Elías aprende la gramática de la fe en el
Dios que le habla con señales muy humildes: un pan para nutrir las fuerzas en el camino,
un odre de agua para saciar la sed. Es allí donde el profeta aprende a aceptar los tiempos
de Dios, perseverando en el camino hasta llegar a la montaña santa, donde encontrará al
Señor en la escucha de la voz de un silencio sutil. El silencio de Dios purifica la fe del
exceso de palabras, invita a la rendición, hace superar el dominio de la razón absoluta,
para abrir el corazón a la escucha, a la adoración, al confiado testimonio a los demás del
don recibido, para que también ellos lo acojan según los tiempos y los momentos de la
libertad y de la gracia. Justo así, el encuentro con Dios se manifiesta como la verdadera
fuente de la fe y de su transmisión, que no se detiene ante las resistencias, los cierres o
los silencios, sino que ofrece a todos, a tiempo y a destiempo, la belleza del don.
Explicitando la experiencia de la fe[1] y de su transmisión, densamente simbolizada
en la historia de Elías, nuestro libro parte de las fuentes de la fe, es decir, ante todo de
aquella experiencia de la que nació el movimiento cristiano en la historia, a saber, el
encuentro con el Resucitado, el viviente de una vida nueva (capítulo 1), que se actualiza
9
en todo tiempo por la acción del Espíritu Santo, sujeto trascendente de la transmisión de
la fe (capítulo 2). En la concreción de la historia, la fe es transmitida por la Iglesia, en el
conjunto de todos sus componentes (capítulo 3). El tema de la comunicación de la fe (la
fe transmitida) se profundiza, a continuación, mediante el estudio de la educación en la
fe, destinada a la maduración de una caridad activa (capítulo 4), y en la consideración de
lo que significa llegar a ser adulto en la fe (capítulo 5). Es adulto en la fe quien siente la
necesidad de ofrecer a los demás generosamente cuanto ha recibido gratuitamente de
Dios, en la comunión de su pueblo peregrino en el tiempo.
El itinerario del libro prosigue con el análisis de la fe profesada: la relación decisiva
para llegar a creer y a comunicar la fe es la relación con la palabra de Dios (capítulo 6),
que abre al conocimiento de la verdad que ilumina el corazón y la vida, esa verdad que
no es algo, sino Alguien, llegado a nosotros como un don de lo alto, el Cristo de Dios
(capítulo 7). La fe profesada se condensa en el Símbolo, la antiquísima fórmula, breve y
grande, para decirse y reconocerse recíprocamente como discípulos del Hijo Jesús,
verdad que salva (capítulo 8). La profesión de la fe culmina en la celebración que
actualiza en el tiempo toda la obra divina de la salvación: a la fe celebrada se dedican,
respectivamente, el capítulo sobre «Eucaristía y la transmisión de la fe» (capítulo 9) y el
dedicado a la teología del Templo, el lugar donde se celebra y se transmite la fe de modo
peculiar (capítulo 10). De la fe vivida se ocupan, sucesivamente, los capítulos sobre los
testigos de la fe, custodios de la vida (capítulo 11), y los dedicados a la familia, ámbito
vital de la transmisión de la fe (capítulo 12), a las mujeres, protagonistas del anuncio
(capítulo 13), y a los jóvenes, amanecer del mundo que vendrá (capítulo 14).
En un contexto pluralista, como el actual, no podemos preguntarnos sobre la
transmisión de la fe sin reflexionar sobre la fe en diálogo, considerando de modo
especial la relación entre el creyente y el no creyente (capítulo 15). La consideración de
la vía de la belleza (capítulo 16) y la reflexión sobre la música como instrumento singular
para transmitir la fe (capítulo 17) forman parte de una análoga reflexión sobre el carácter
dialógico del anuncio y del don de la fe, mediante las formas y los lenguajes más
diversos, como, por ejemplo, los de la belleza y los del arte musical. Finalmente, una
referencia a la fe en camino, es decir, al carácter siempre itinerante del acto de creer, tal
como se expresa en la vida teologal (capítulo 18) y –en su cumplimiento último– en la
victoria final sobre la muerte para entrar en la luz plena de la visión de Dios (capítulo
19), concluye el recorrido del volumen. A modo de punto de llegada –ciertamente no
exhaustivo, y por eso titulado «En el umbral»– se ofrece una reflexión sobre la sonrisa de
la fe (capítulo 20), cuyo objetivo es subrayar el valor humilde y provisional de todo
conocimiento del Misterio en el tiempo, y el guiño del Eterno, que, sonriendo, nos invita
en su revelación al banquete de la vida y nos hace pregustar algo de la belleza última de
su gloria, saliendo a nuestro encuentro en la economía sacramental de la Iglesia. El
apéndice –titulado «Fe y anuncio»– presenta brevemente dos textos significativos del
10
papa Francisco sobre los temas de los que se ocupan estas páginas: la encíclica Lumen
fidei, del 29 de junio de 2013, y la exhortación apostólica Evangelii gaudium, del 24
de noviembre de 2013.
Si la lectura de estas páginas ayuda a alguien a madurar razones y esperanzas en el
compromiso de la transmisiónde la fe y en el discernimiento de los caminos oportunos
para ello, habrá merecido la pena su propuesta. Que el gran exégeta y consolador de la
fe, el Espíritu del Resucitado, nos haga cada vez más capaces de creer e irradiar de
manera creíble la belleza del don que hemos recibido al creer.
11
PRIMERA PARTE:
En las fuentes de la fe
«Luego el Señor le dirigió la palabra:
“Vete de aquí hacia el oriente”»
(1 Re 17,3)
12
1.
Al comienzo,
la experiencia de un encuentro[2]
La historia cristiana comenzó con la experiencia de un encuentro: Jesús se mostró vivo
a los pávidos fugitivos del Viernes Santo (cf. Hch 1,3). Aquel encuentro fue tan decisivo
que la existencia de quien lo experimentó se vio totalmente transformada: el miedo fue
sustituido por la valentía; el abandono por el envío; los fugitivos se convirtieron en
testigos, para serlo ya hasta el final, en una vida dada sin reservas a aquel a quien habían
traicionado en la «hora de las tinieblas». Por consiguiente, existe un hiato entre el ocaso
del Viernes Santo y el amanecer de la Pascua: un espacio vacío en el que aconteció algo
tan importante que dio origen al desarrollo del cristianismo en la historia. ¿Qué
aconteció? Donde el historiador profano solo puede constatar el inaudito «nuevo inicio»
del movimiento cristiano, renunciando simplemente a explicar sus causas tras el fracaso
de las varias interpretaciones «liberales» del nacimiento de la fe en el Resucitado, que
tienden a hacer de ella una experiencia puramente subjetiva de los discípulos, el anuncio
grabado en los textos del Nuevo Testamento confiesa el encuentro con el Señor viviente
con una vida nueva como experiencia de gracia: a ella nos dan especialmente acceso los
relatos de las apariciones. Los cinco grupos de relatos (la tradición paulina: 1 Cor 15,5-8;
la de Marcos: Mc 16,9-20; la de Mateo: Mt 28,9-10.16-20; la lucana: Lc 24,13-53; y la
joánica: Jn 20,14-29 y 21) no se dejan armonizar entre ellos con respecto a los datos
cronológicos y geográficos; no obstante, están todos elaborados sobre una misma
estructura, que deja transparentar las características fundamentales de las que hablan. En
ellos se encuentra siempre la iniciativa del Resucitado, el proceso de reconocimiento por
parte de los discípulos y la misión, que hace de ellos los testigos de lo que han «oído y
visto con sus ojos y contemplado y tocado con sus manos» (cf. 1 Jn 1,1).
La iniciativa es del Resucitado: es él quien se muestra vivo (cf. Hch 1,3)
«apareciéndose». La forma verbal ṓphthē, usada en 1 Cor 15,5.8 y Lc 23,24, si bien
puede tener tanto un sentido medio («se hizo ver, se apareció») como pasivo («fue
visto»), en el Antiguo Testamento griego se utiliza siempre para describir las teofanías y,
por lo tanto, con el sentido de «se apareció» (cf. Gn 12,7; 17,1; 18,1; 26,2); con ella se
expresa, por consiguiente, que la experiencia de los testigos de los orígenes cristianos no
fue solo fruto de su corazón, sino que tuvo un carácter de «objetividad», que fue algo
que les sucedió, algo que les «aconteció», no algo que «surgió» en ellos. En síntesis, no
fue la conmoción de la fe y del amor la que creó su objeto, sino que fue el Señor
resucitado quien suscitó de un modo nuevo el amor y la fe en él, cambiando el corazón
de los discípulos. Así pues, no puede tener ningún fundamento filológico-exegético una
lectura de la resurrección como la que hizo Ernest Renan refiriéndose a la visita de María
13
Magdalena al sepulcro: «¡Fuerza divina del amor!… ¡Momentos sagrados, en los que la
pasión de una alucinada resucita a un Dios al mundo!»[3].
Lo que acabamos de exponer no excluye, lógicamente, el proceso espiritual que
necesitaron los primeros testigos para «creer a sus ojos», es decir, para abrirse
interiormente, con libertad de conciencia, a cuanto había acontecido en Jesús el Señor: es
cuanto nos dice el itinerario progresivo del reconocimiento del Resucitado por parte de
los discípulos, subrayado meticulosamente por los textos del Nuevo Testamento contra
posibles tentaciones «entusiastas». Es el proceso que lleva del asombro y de la duda al
reconocimiento del Resucitado: «Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (Lc
24,31). Este proceso expresa la dimensión subjetiva y espiritual de la experiencia fontal
de la fe cristiana, y garantiza el espacio de la libertad y de la gratuidad del asentimiento
en el encuentro con el Señor Jesús. No se cree eliminando la duda, sino venciéndola
mediante un acto de confianza que –aun sin ser solo racional– no excluye nunca el
discernimiento también racional de las señales que se nos dan. Se realiza así la
experiencia del encuentro: en una relación de conocimiento directo y arriesgado, el
Viviente se ofrece a los suyos y les hace vivir una vida nueva, testigos de aquel encuentro
con él que marcó para siempre su existencia: «Id al mundo entero y predicad el evangelio
a toda criatura» (Mc 16,15). «Dios lo ha resucitado de la muerte y nosotros somos
testigos de ello» (Hch 3,15; cf. 5,31s, como también 1,22; 2,32; 10,40s).
La experiencia pascual –objetiva y subjetiva inseparablemente– del encuentro entre
el Viviente y los suyos se presenta, en fin, como una experiencia transformadora: de
ella surge la misión, de ella toma el impulso el movimiento que se extenderá hasta los
confines extremos de la tierra. Como en el caso del apóstol Pablo y de todos los testigos
de la fe en Cristo, no se anuncia sino a aquel a quien se ha encontrado, de quien se tuvo
y se tiene una experiencia viva y transformadora. Se trata de la experiencia –hoy como
entonces– de una triple «identidad en la contradicción»: entre el Cristo resucitado y el
humillado en la cruz; entre los desertores del Viernes Santo y los testigos de la Pascua;
entre los testigos del Resucitado y aquellos a quienes anuncian la palabra de la vida para
que ya no sean los mismos gracias al encuentro que cambia la vida. En el Resucitado se
reconoce al Crucificado: este reconocimiento, que vincula la suprema exaltación a la
suprema vergüenza, consigue, efectivamente, que el miedo de los discípulos se
transforme en valentía y ellos se conviertan en hombres nuevos, capaces de amar la
dignidad de la vida recibida como don más que la vida misma, y, por eso, dispuestos al
martirio. Su anuncio –fruto de una incontenible sobreabundancia del corazón– alcanza y
transforma la vida de quien al recibirlo cree y al creer se abre a la vida nueva ofrecida en
Jesús, Señor y Cristo.
De aquí que el anuncio fontal, el kḗrygma de la buena noticia, se condense en la
fórmula breve y densa «Jesús el Cristo», «Jesús el Señor», en la que no se trata de la
simple atribución de un título a un sujeto, sino del relato de una historia, la historia de la
14
autocomunicación de Dios a los hombres y, por ello, de nuestra salvación, llevada a cabo
a través de la humillación y la exaltación del Hijo eterno venido a nosotros. Al referir al
Humillado de la cruz la cualidad de «Cristo-Mesías» y reconocer en él al «Kýrios-
Adonay», con el que la fe bíblica invoca al Dios de la alianza, la fórmula pascual narra la
historia de su exaltación gloriosa, el paso por el cual él, el Abandonado del Viernes Santo,
es reconocido en el mismo plano del ser divino, Señor con el mismo señorío que Dios,
ungido por el Espíritu del Eterno y, por ello, redentor de su pueblo y salvador de la
humanidad. El horizonte que la confesión pascual revela es el de un triple éxodo de
Jesús, Hijo del hombre e Hijo de Dios: el éxodo desde el Padre (exitus a Deo), el éxodo
de sí mismo (exitus a se usque ad mortem, mortem autem Crucis) y el éxodo hacia
el Padre (reditus ad Deum).
En primer lugar, el Señor Jesús, que se presenta vivo, se ofrece como el Hijo que
aceptó vivir el éxodo desde el Padre por amor a nosotros: él es la Palabra salida del
Silencio, el Santuario viviente y santo, en el que la relación del Hijo –que se hizo
solidario con nosotros– con el Padre nos hace partícipes de la vida de la Trinidad divina.
En la tradición teológica de la época moderna se ha oscurecido esteaspecto decisivo: la
dialéctica de la revelación, hecha de apertura y ocultamiento, de palabra y de silencio,
expresada en el término re-velatio (re-velare significa «quitar el velo» y al mismo
tiempo «velar de nuevo», análogamente a cuanto expresa el término griego
apokálypsis), ha sido cada vez más olvidada en favor de la idea de revelación como
apertura total (como expresa la palabra alemana Offenbarung, de offen, «abrir», y del
medieval bären, «llevar en el seno»: offenbaren, por tanto, significa «generar al raso»).
Así se allanó el camino al triunfo de la ideología, es decir, a la presunción de comprender
todo –¡también el misterio de Dios!–, que engendró la visión totalitaria del mundo, matriz
de toda posible violencia sobre el otro. En esta perspectiva se entienden las fuertes
afirmaciones de Hegel: «La religión cristiana es la religión de la revelación. En ella se
manifiesta lo que Dios es para que sea conocido como es»[4]. Sin embargo, el Dios de
Jesucristo es todo lo contrario al Dios de la manifestación total e indiscreta: es el Dios
que opone resistencia a los soberbios y no puede ser reducido en modo alguno a
fórmulas ideales que tiendan a explicarlo todo.
A la revelación, cumplida plenamente en la Pascua, no se responde, por tanto, con
la arrogancia ideológica, sino con la actitud que el Nuevo Testamento denomina
«obediencia de la fe» (hypakoḕ tês písteōs). También aquí ilumina y clarifica la
etimología: ob-audire, hypò-akúein, quiere decir «escuchar lo que está debajo, detrás,
escondido». A la revelación se responde adhiriéndose a la Palabra, como discípulos del
Verbo de Dios encarnado: pero la Palabra es puerta que nos introduce en los abismos del
Silencio divino. Por eso, el encuentro con el Resucitado, vivido en la obediencia de la fe,
es invitación a trascender la Palabra hacia los abismos en los que ella nos introduce y, por
tanto, es el rechazo radical de toda reducción ideológica del cristianismo. Si el
15
cristianismo es la religión de la revelatio y de la obediencia de la fe, no podrá
confundirse nunca con fórmulas totalizadoras, ideológicas o políticas, ni deberá nunca
malvenderse como el apoyo de una de las fuerzas en juego en la historia. La fe en la
revelación acontecida en Jesús resucitado alimenta, por consiguiente, una vigilancia
crítica permanente, una constante «reserva escatológica» al servicio de la verdad de Dios
y del hombre. Se obedece a la Palabra escuchando el Silencio: «Una palabra habló el
Padre, que fue su Hijo, y esta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser
oída del alma»[5]. Se acoge a Cristo dejándose regenerar desde lo alto, en el silencio de la
escucha contemplativa y en la invocación humilde y fiel.
En Jesús resucitado se manifiesta también el cumplimiento supremo del éxodo de
sí, vivido por él hasta el abandono en la cruz, que es el camino de su libertad. Aceptando
existir para el Padre y para los hombres, Jesús fue libre de sí mismo de un modo
incondicional. La experiencia de la apertura a la alteridad se hizo en él libertad para amar:
la existencia del Hijo en la carne es una existencia totalmente acogida por Dios y
totalmente donada en la libertad para la libertad. Su vida pública se abre y se cierra con
dos grandes agonías de la libertad: la agonía de la tentación y la de Getsemaní. ¿Qué son
estas agonías sino hallarse frente a la alternativa radical y ejercer la elección de la libertad
del éxodo de sí sin restitución, por amor al Padre y a los hombres? Cristo es aquel que
hizo la elección radical por Dios, libre de sí, libre para existir para los demás:
precisamente así derrumbó el muro de la enemistad (cf. Ef 2,14). En la hora de la cruz,
en la cima de su camino de libertad, Jesús se ofrece como el Abandonado, libre de sí
por amor al Padre y a nosotros hasta aceptar la renuncia absoluta. Él pide a sus
discípulos esta misma libertad para que entren en el don de la vida divina y para que lo
lleven al mundo: la Iglesia del Crucificado Resucitado se perfila, por eso, ante todo como
una comunidad libre de intereses mundanos, determinada a no servirse de los hombres,
sino a servirlos por la causa de Dios y del Evangelio, una comunidad que vive de la fe en
el Abandonado, vencedor de la muerte, dispuesta a dejarse reconocer en el don de sí sin
restitución, aun cuando en categorías humanas esto tuviera que resultar improductivo o
alienante.
Finalmente, Jesús es el Cristo, el Señor de la vida, que vive el éxodo desde este
mundo al Padre, el reditus a la gloria de la que vino. En su resurrección se ofrece
como el testigo de la alteridad de Dios con respecto a este mundo, de lo Último con
respecto a lo penúltimo. Él es el dador del Espíritu Santo, la fuente del agua viva que
viene a actualizar en el tiempo el don de Dios y a conducir a los hombres a su gloria,
todo en todos. Este tercer éxodo del Hijo del hombre nos recuerda que el cristianismo no
es la religión del triunfo de lo negativo, sino la religión de la esperanza, y que, por
consiguiente, los cristianos, también en un mundo que ha perdido el gusto de plantearse
la pregunta por el sentido, están llamados a ser aquellos que sienten profundamente lo
Eterno y, por eso, siguen proponiendo la pasión de la Verdad salvífica como sentido de la
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vida y de la historia de todos. Dar testimonio del horizonte más grande entreabierto por la
promesa liberadora de Dios es anunciar el evangelio del Resucitado, del que la inquietud
sin sentido del nihilismo posmoderno tiene más necesidad que nunca. Sin este horizonte
de esperanza en la imposible posibilidad de Dios, ningún anuncio y compromiso de
caridad y de justicia podrá ser llevado adelante hasta el final: la paz es obra de la justicia
que llega siempre y solo en las alas de la esperanza más fuerte que todo cálculo humano.
La revelación acontecida en la resurrección del Señor Jesús, «nuestra esperanza» y
«nuestra paz», llama, por consiguiente, a los discípulos a dar razón de la esperanza que
está en ellos con dulzura y respeto a todos (cf. 1 Pe 3,15), haciéndose lugar de la
irrupción del Otro, que se nos ofreció en el triple éxodo del Hijo del hombre. A su éxodo
debe corresponder el nuestro: en el plano personal y eclesial nos exige ser discípulos del
Único, siervos por amor y testigos del sentido. Los discípulos del Resucitado están
llamados en primer lugar a poner al Dios de Jesucristo en el centro de su vida y de su
anuncio, presentándose como discípulos del Único, siervos de la Verdad que libera y
salva. «Ven y sígueme» es la llamada que el Viviente hace resonar siempre de nuevo para
cuantos creen en él, para que ellos digan con su vida que hay razones verdaderas para
vivir y para vivir juntos, y que estas razones no están dentro de nosotros, sino fuera, en
el Otro, que viene a nosotros en aquel horizonte que la fe nos hace reconocer revelado y
donado en él, en Jesucristo. En la escuela del Resucitado debemos volver a descubrir la
primacía de Dios en la fe y, por eso, la primacía de la dimensión contemplativa de la
vida, entendida como unión fiel a Cristo en Dios, teniendo el corazón atento al horizonte
último que se nos ha entreabierto y ofrecido en él. Necesitamos cristianos adultos,
convencidos de su fe, expertos de la vida según el Espíritu, dispuestos a dar razón de su
esperanza, que rechacen con todas sus fuerzas la lógica de las únicas posibilidades de
este mundo y que den testimonio del don –imposible para los hombres, pero posible para
Dios– que viene de lo alto. Se nos pide, en suma, vivir escondidos con Cristo en Dios,
capacitados por ello para vivificar desde dentro con su amor todo comportamiento y toda
relación histórica: como san Francisco, de quien en la Vita Seconda de Tomás de
Celano se dice que «no era tanto un hombre que ora, sino que más bien él mismo estaba
totalmente transformado en oración viviente»[6].
En segundo lugar, los discípulos del Resucitado están llamados a seguir a Jesús en el
éxodo de sí sin restitución, haciéndose siervos por amor según el modelo del
Abandonado, construyendo el senderode la paz en la justicia y en la caridad, solidarios
especialmente con los más débiles y los más pobres de sus compañeros de camino. Si el
Resucitado está en el centro de nuestra vida y de la vida de la Iglesia entera, si es aquel
en quien debemos estar suspendidos, ceñidos a su cruz, iluminados por su resurrección,
entonces no podemos lavarnos las manos de la historia de sufrimiento y de lágrimas a la
que él vino y en la que dejó que se clavara su cruz para propagar en ella la fuerza de su
victoria pascual. Los discípulos de la Verdad que salva están donde está su Maestro, con
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él en el servicio al prójimo. No se realiza la tarea que nos encargó el Resucitado, no se
construye el mañana de Dios en el presente de los hombres mediante las huidas de las
responsabilidades del servicio: el mundo salido del naufragio de los totalitarismos
ideológicos tiene, como nunca, necesidad de esta caridad concreta, discreta y solidaria,
que sabe hacerse compañera de la vida y sabe construir el camino de la paz en comunión
con todos, irradiando a Cristo Salvador. Esto les exige a los creyentes ofrecer modelos
concretos de una caridad coral, en la que uno pueda sentirse acogido y amado, para que
la Iglesia sea toda ella rostro del Dios compasivo y resucitado a la vida plena y nueva. Se
trata de poner en primer lugar en nuestro corazón la causa del reino de Dios; se trata de
jugarnos la vida sin ahorrar nada, comprometiéndola con el testimonio, llevando la cruz si
es necesario, buscando siempre el camino en comunión. Como nos recuerda el concilio
Vaticano II:
«“Mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor” (2 Cor 5,6), y aunque
poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior (cf. Rom 8,23) y ansiamos estar con Cristo
(cf. Flp 1,23). Ese mismo amor nos apremia a vivir más y más para Aquel que murió y resucitó por
nosotros (cf. 2 Cor 5,15). Por eso procuramos agradar en todo al Señor (cf. 2 Cor 5,9) y nos revestimos de
la armadura de Dios para permanecer firmes contra las asechanzas del demonio y resistir en el día malo (cf.
Ef 6,11-13)» (LG 48).
Finalmente, los discípulos del Padre en la imitatio Christi, los creyentes en el
Resucitado, están llamados a ser los testigos del sentido más grande de la vida y de la
historia, precisamente en la fe en Aquel que cumplió su éxodo hacia el Padre y nos abrió
las puertas del Reino. Esto nos exige que estemos dispuestos a amar la verdad revelada
por Jesús por encima de todo, dispuestos a pagar el precio por ella en el esfuerzo diario
que nos relaciona con lo que es penúltimo: solo así podremos ser testigos suyos para los
demás. Hay que volver a encontrar la fuerza de la pasión por la verdad, en la que se
fundamenta del modo más verdadero la dimensión misionera de la vida eclesial. Amar la
verdad significa tener la mirada dirigida al cumplimiento de las promesas de Dios en
Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Estar dispuesto a pagar el precio por la verdad
en todo comportamiento es la fidelidad exigida para la credibilidad del testigo de la
esperanza que no decepciona: se trata de hacer madurar conciencias adultas, deseosas de
agradar a Dios en todo, y dispuestas a indicar con la palabra y el gesto elocuente la
relevancia del sentido más grande de la vida y de la historia en toda elección, para que
todo esté al servicio del Reino que debe venir y de su paz, fundada sobre la justicia y
sobre el perdón. El encuentro con el Resucitado nos interpela, por lo tanto, en lo
profundo del corazón, llamándonos a vivir siempre de nuevo la paradójica «identidad en
la contradicción», que surge del encuentro con él, abriéndonos al don, que brota de él
para toda criatura y que es su Espíritu, que vence a la muerte y enciende y alimenta en
quien la acoge la llama viva de la fe.
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19
2.
El Espíritu Santo
y la transmisión de la fe[7]
El envío del Espíritu Santo por parte del Resucitado puede ser considerado el inicio
mismo de la Iglesia: «La era de la Iglesia –afirma Juan Pablo II en la encíclica
Dominum et vivificantem– empezó con la “venida”, es decir, con la bajada del
Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María,
la Madre del Señor»[8]. Este origen en la Trinidad, mediante las misiones del Hijo y del
Espíritu, muestra cómo la Iglesia es constitutivamente «kénosis» y «esplendor»,
ocultamiento e irradiación, del amor trinitario en la historia (cf. AG 2.3.4). Como en la
Trinidad así –mediante una analogía no insignificante– en la Iglesia, la transmisión de la
vida nueva en la fe es la expresión del dinamismo más profundo de la comunión, la
irradiación de la sobreabundancia del amor, que en ella es infundido por el Espíritu
Santo. Este dinamismo originario se ha vivido y pensado de diversos modos en el
desarrollo histórico del pueblo de Dios: en la variedad de los modelos que se han
sucedido en el tiempo se realiza, en un cierto sentido, la «kénosis» de la acción del
Espíritu en la historia; en la única plenitud de la Catholica y de su donación al mundo se
expresa el «esplendor» del ser eclesial.
1. La Iglesia como «kénosis» del Espíritu: los modelos históricos de la
transmisión de la fe
La Ecclesia de Trinitate existe en la historia ante todo como «kénosis» de la gloria
divina: la Trinidad pone sus tiendas en el tiempo mediante la Iglesia, con todos los límites
que proceden de la dimensión histórica y mundana. El Espíritu es el artífice principal de
esta «kénosis»: «El Espíritu Santo –escribe el teólogo ortodoxo Vladimir Lossky– se
comunica a las personas, marcando a todo miembro de la Iglesia con el sello de una
relación personal y única con la Trinidad, haciéndose presente en cada persona. ¿Cómo?
Es un misterio: el misterio de la exinanición, de la «kénosis» del Espíritu Santo al venir al
mundo. Si en la «kénosis» del Hijo la persona apareció mientras que la divinidad
permanecía escondida bajo «los rasgos del siervo», el Espíritu Santo, en su venida,
manifiesta la naturaleza común de la Trinidad, pero deja que su persona quede
disimulada bajo la divinidad. Se mantiene como no revelado, escondido, por así decirlo,
por el don, para que el don que él comunica sea plenamente nuestro, hecho propio por
nuestras personas»[9]. El Espíritu es la dimensión histórica del misterio y es él el que
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concede a la Iglesia ser el rostro –históricamente determinado y sujeto a cambio– de la
vida divina que viene de lo alto y es derramada para todos.
Bajo la acción del Espíritu, la tensión misionera constitutiva del ser eclesial ha
asumido en el tiempo formas diversas, desarrolladas en relación con las diversas
situaciones históricas del cristianismo[10]: es posible identificar –de manera general–
algunos modelos fundamentales de esta «kénosis» del Espíritu en la historia de la Iglesia.
El primer modelo se afirma en el tiempo de la Iglesia de los mártires, marcado por la
fuerte tensión escatológica y por el impulso de ofrecer al mundo la vida nueva en Cristo
hasta el testimonio supremo del martirio. Predomina la urgencia de llevar a todas partes
el Evangelio, y la actividad misionera de la Iglesia se entiende sobre todo como misión
en acto, como animación, es decir, que se realiza por todos lados gracias a la fuerza
expansiva de la presencia de los cristianos vivificados por el Espíritu. Este
comportamiento se inspira en el principio joánico de estar en el mundo pero sin ser del
mundo (cf. Jn 17,11.14) y se describe con expresividad en la Carta a Diogneto (siglo
II):
«Lo que es el alma en el cuerpo son los cristianos en el mundo. El alma está difundida por todos los
miembros del cuerpo, y los cristianos, por las ciudades del mundo. El alma vive en el cuerpo pero no tiene
su origen en el cuerpo; los cristianos viven en el mundo pero no tienen su origen en el mundo. El alma,
aunque invisible, está encarcelada en un cuerpo visible. La existencia de los cristianos en el mundo es
conocida, aunque su religión permanece invisible…»[11].
La transmisión de la fe brota, por consiguiente, de la sobreabundanciade la
existencia transformada por el Espíritu, vivida en los lugares y en los ambientes más
diversos por una especie de irradiación del don de Dios, que llega a impregnar la sociedad
en que se está inmerso.
Al perfilarse la situación de cristiandad, caracterizada por la ósmosis entre la Iglesia
y el Imperio, el impulso misionero tiende a debilitarse y el modelo de la misión en acto
cede cada vez más el lugar al de la misión cumplida: la tensión se desplaza del exterior
al interior de la comunidad, porque parece que la buena noticia ha llegado ya a todo el
espacio del cosmos conocido y debe, por ello, ser proclamada y celebrada sobre todo a
favor de la vida espiritual y litúrgica de los cristianos. De este modo, la actividad
misionera específica de la comunidad pasa del centro al margen de la autoconciencia
eclesial:
«El compromiso de la evangelización… se considera como un compromiso contingente, que depende de las
peculiares condiciones históricas… A su vez, la concepción de la Iglesia no está en absoluto determinada por
su dinamismo misionero. Su actividad principal normal no es la misión ni la evangelización, sino aquella que
se denomina la actividad pastoral, que, presuponiendo la fe ya predicada y acogida, conlleva compromisos y
acciones que tienden a la maduración de la fe de los creyentes, a su santificación mediante los sacramentos,
a la defensa de su fidelidad y a la promoción de su coherencia con la fe profesada»[12].
21
La missio ad intra se convierte en la forma ordinaria de la vida eclesial, y la
missio ad extra se hace extraordinaria y excepcional. La transmisión de la fe se
identifica con la celebración del culto y el mantenimiento de la vida ordinaria de los
creyentes. La atención a la Tercera Persona divina se va debilitando a favor de una
concepción de la Iglesia vinculada casi exclusivamente a la encarnación del Hijo
(«cristomonismo»).
Con el ocaso de la Edad Media, el descubrimiento de nuevos mundos que deben ser
evangelizados y la inminencia de la confrontación dialéctica entre la Iglesia y la
modernidad provocan un cambio profundo en los modelos en los que se inspira la
transmisión de la fe: emergen dos actitudes opuestas. Por una parte, se perfila la
concepción de la misión oculta, que valoriza el protagonismo interior de la subjetividad
en el servicio para la salvación del mundo y se corresponde con el redescubrimiento
general del sujeto típico de la Edad Moderna: la transmisión de la fe es compromiso que
se desarrolla entre el alma y Dios. Por otra parte, y de forma cada vez más vigorosa, se
encuentra la idea de la misión «ad gentes» que va imponiéndose: los nuevos mundos
que deben ser evangelizados constituyen una llamada demasiado fuerte a la conciencia
creyente para ser esquivada. Se perfila el maravilloso florecimiento misionero que llevará
a la Iglesia no solo a expandirse en las tierras del nuevo mundo, sino también a
experimentar en sí misma una fuerte reactivación del anhelo de misión. Vivida con una
prodigiosa riqueza de movilización de hombres y medios, y con una no menos
extraordinaria fecundidad de frutos, a pesar de los límites y las contaminaciones con la
obra colonizadora de las potencias imperialistas, la misión ad gentes implica una fuerte
conciencia de la Iglesia para la salvación y, aún más radicalmente, presupone una
afirmación precisa del carácter absoluto del cristianismo, es decir, de la singularidad
totalmente única e irrepetible del Salvador del mundo, Jesucristo, que se hace presente en
la Iglesia y actúa gracias a su Espíritu.
El gran mérito del modelo de la misión ad gentes es la explicitación en toda su
riqueza del valor de la apostolicidad de la Iglesia: convocada por la fe de los apóstoles y
conservada en ella, gracias a la comunión del Espíritu Santo en el tiempo y en el espacio,
la comunidad cristiana se reconoce enviada a dar testimonio de esta fe hasta los confines
extremos de la tierra y a suscitar por todas partes presencias de la Iglesia que hagan
posible el recurso a los medios de la gracia y a la experiencia salvífica de la vida nueva
donada en Jesucristo. La plantatio Ecclesiae reconoce así su modelo originario y
normativo en la misma obra misionera de los apóstoles, que predicaron el Evangelio,
fundando la Iglesia por donde iban y preocupándose de asegurar su supervivencia en
particular mediante la constitución del ministerio apostólico. Sin embargo, precisamente
por eso, el modelo es válido mientras haya Iglesia que implantar: en este sentido, la
concepción de base de la missio ad gentes no excluye totalmente el riesgo de recaer en
la ideología de la misión cumplida[13].
22
Surge así la necesidad de integrar el modelo de la missio ad gentes con un modelo
más conscientemente pneumatológico, que fundamente la urgencia misionera de la
transmisión de la fe como elemento constitucional del ser eclesial en su plenitud,
prescindiendo de las condiciones contingentes que acentúen un aspecto u otro de la
acción apostólica: este modelo podría definirse como la catolicidad de la misión. Este
conecta la nota de la apostolicidad, inspiradora de la missio ad gentes, con la de la
plenitud católica del pueblo de Dios, según una inhabitación mutua de las propiedades
esenciales de la Iglesia: la Una Sancta es también e inseparablemente Catholica et
Apostolica. Esto significa que la recolección escatológica, que vino a cumplir el Señor
Jesús, no solo reúne la comunión de los santos en la unidad a imagen de la comunión
trinitaria, sino que exige también que esta convocación llegue con la fuerza del Espíritu a
todos los tiempos y los lugares mediante la continuidad de la tradición apostólica y de la
sucesión del ministerio en ella y la presencia del don de la reconciliación en todo tiempo y
lugar. Dicho de otro modo, la catolicidad de la Iglesia es inseparablemente un don y una
tarea: la Iglesia universal ya existe como Israel final, pueblo de la reunión escatológica de
los pueblos, Catholica presente en la historia gracias a la misión del Hijo y del Espíritu;
sin embargo, esta exige ser realizada aún en su plenitud tanto donde no existe como
donde, estando presente, la plenitud católica tiene todavía que expresar toda la riqueza de
sus potencialidades carismáticas y ministeriales. En este sentido, dondequiera que exista
la Catholica hay misión, como realidad en acto o como exigencia imprescindible: la
transmisión de la fe se presenta como el aspecto dinámico de la catolicidad, su realización
efectiva en la historia de la salvación, bajo la acción del Espíritu Santo.
El desafío de la concepción pneumatológica de la Iglesia, inspirada en la doctrina del
Vaticano II y retomada por la encíclica Dominum et vivificantem, no es, por
consiguiente, el de sustituir un modelo por otro, hasta vaciar el sentido de la missio ad
gentes, sino, más bien, el de mantener también en la eclesiología el principio trinitario de
la perichṓrēsis. La catolicidad no debe ser separada de la apostolicidad, como atestigua
la tradición de la Iglesia indivisa, para la cual una no puede existir sin la otra: la plantatio
Ecclesiae seguirá siendo una urgencia apostólica no eliminable de la actividad misionera;
de igual modo, la acción misionera ad intra será siempre necesaria en el pueblo de Dios,
para renovarse incesantemente en la fidelidad a la fe apostólica y en la apertura a las
sorpresas del Espíritu. Esta renovada percepción de la inseparabilidad de las dos
urgencias de la misión, ad intra y ad extra, corresponde a aquella que, particularmente
desde Juan Pablo II, se denomina «nueva evangelización». También esta debe
comprenderse a la luz de la primacía de la acción del Espíritu: el adjetivo «nueva»,
colocado delante del término «evangelización», no significa una simple novedad
cronológica, como si todo lo realizado anteriormente hubiera sido erróneo o parcial, sino
que quiere resaltar la necesidad de una novedad cualitativa. Recurriendo a la terminología
del griego neotestamentario, lo que está en juego es la novedad expresada por el adjetivo
kainós, novedad cualitativay escatológica, no la comunicada con el término neós, que
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es la novedad meramente cronológica del antes y del después. Precisamente Jesús llama
kainḗ a su mandamiento nuevo (entolḕ kainḗ: 1 Jn 2,7s) para indicar que solo los
hombres nuevos, hechos tales por el Espíritu del Hijo, pueden vivir la novedad del amor
pedido por él y dar el testimonio creíble correspondiente.
El Espíritu Santo es, en suma, el agente principal de la «nueva evangelización», a
quien abrirse para realizar la plena catolicidad de la transmisión de la fe frente a los
desafíos de los tiempos nuevos en la «aldea global», que es actualmente el planeta. A la
luz de este dinamismo, hecho posible por el Espíritu, habrá que hablar de una triple
catolicidad de la misión: la catolicidad del sujeto de la misión; la vinculada al contenido
del anuncio, que es la custodiada en la tradición apostólica, y, finalmente, no menos
relevante, la del destinatario de la misión, que es todo el hombre, en cada hombre. La
profundización en estos tres aspectos permitirá clarificar en qué consiste el «esplendor»
del Paráclito realizado en la transmisión de la fe y cómo se conjuga con la «kénosis», de
la que hemos hablado hasta ahora.
2. La transmisión de la fe como «esplendor» del Espíritu: la catolicidad del
sujeto de la misión
En la catolicidad de la misión se manifiesta la riqueza de la acción del Espíritu Santo en la
Iglesia, el «esplendor» de su presencia. Esta consciencia se ha expresado en nuestro
tiempo de manera muy profunda en el Concilio Vaticano II:
«La enseñanza de este concilio –afirma la Dominum et vivificantem– es esencialmente
“pneumatológica”, impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir
que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo que el Espíritu dice a las
Iglesias en la fase presente de la historia de la salvación. Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando
testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo
Paráclito» (DeV 26).
Esta presencia es acogida en varios niveles: el primer sujeto de la misión es la Iglesia
universal, la Iglesia Catholica unida y vivificada por el Espíritu en la comunión del
espacio, expresada por la comunión de las Iglesias locales en torno a la Iglesia de Roma,
que preside en el amor, cum et sub Petro, y en la comunión del tiempo, manifestada por
la continuidad ininterrumpida de la tradición apostólica. La responsabilidad de llevar el
Evangelio hasta los confines de la tierra y de implantar por todas partes la Iglesia es de
toda la Iglesia y de todos en la Iglesia.
Todos han recibido el Espíritu, todos deben darlo: «La responsabilidad de diseminar
la fe incumbe a todo discípulo de Cristo en su parte» (LG 17). De modo particular, esta
responsabilidad misionera compete al ministerio de la comunión: el obispo de Roma, ante
todo, en cuanto ministro de la unidad de la Iglesia universal, está encargado de la
24
sollicitudo omnium ecclesiarum, que se expresa particularmente en el anhelo
misionero de hacer crecer por todas partes la dimensión Catholica, tanto en la integridad
de la fe y de la vida apostólica como en su dilatación entre todas las gentes. En el
solemne testimonio de la fe, mediante su ministerio profético, litúrgico y pastoral, en la
promoción y en el apoyo de la vitalidad misionera de la Iglesia, dondequiera que esté
difundida, en el ejercicio de su ministerio universal de unidad, el papa se hace misionero
del Evangelio para el mundo entero, así como para la Iglesia y en la Iglesia, toda en
misión. El obispo de Roma comparte esta responsabilidad universal con el colegio
episcopal, al que le compete, en no menor medida, la solicitud por todas las Iglesias, y,
por eso, el compromiso con vistas a la actividad misionera intrínseca a la dimensión
Catholica, presente en ellas (cf. LG 23). Así, mediante sus obispos en comunión con el
obispo de Roma, todas las Iglesias participan en la solicitud de la evangelización y de la
misión universales, y están llamadas a contribuir a la transmisión de la fe según los dones
que el Espíritu les haya dado a cada una, en la fecundidad de la cooperación y del
intercambio recíproco de los dones recibidos.
Sujeto pleno del envío misionero es también la Iglesia local o particular, en la que la
dimensión Catholica se realiza en la concreción de un espacio y de un tiempo
determinados: el pueblo de Dios, reunido por la Palabra y por el Pan eucarístico, en el
que Cristo se hace presente en el Espíritu para la salvación de todos, es enviado a
extender la fuerza de la reconciliación pascual a todas las situaciones en las que vive y
actúa. Toda la Iglesia local es enviada a anunciar todo el Evangelio a todo el hombre, a
cada hombre: a la catolicidad, propia de la Iglesia local en el plano de la communio,
debe corresponder la catolicidad en el plano de la misión. Que toda la Iglesia local sea
enviada quiere decir que, en virtud del don del Espíritu recibido en el bautismo y en la
eucaristía, no hay nadie en la comunidad eclesial que pueda considerarse exento de la
tarea misionera. Al ministerio de unidad le compete discernir y coordinar los carismas en
función de la acción misionera, y a todo bautizado la tarea de poner los dones recibidos
al servicio de la misión eclesial. A nadie le es lícita la indiferencia al respecto, como
tampoco lo es la separación de los demás. Todos, en la corresponsabilidad y en la
comunión, están llamados a participar activamente en la misión de la Iglesia: si esto
implica por una parte la exigencia de reconocer y valorar el carisma de cada uno, exige
por otra el esfuerzo de crecer en comunión con todos, de modo que la misma comunión
sea la forma primera de la misión. La transmisión de la fe no es obra de navegadores
solitarios, sino que se debe vivir en la barca de Pedro, que es la dimensión Catholica en
todas sus expresiones, en comunión de vida y de acción con todos los bautizados, cada
uno según el don recibido del Espíritu. «Todos los creyentes en Cristo –afirma la
encíclica Dominum et vivificantem–, a ejemplo de los apóstoles, deberán poner todo
su empeño en conformar su pensamiento y acción a la voluntad del Espíritu Santo,
principio de unidad de la Iglesia» (DeV 62), sujeto trascendente, vivo y presente de su
misión.
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3. La transmisión de la fe, inseparablemente «kénosis» y «esplendor» del
Espíritu: la catolicidad del mensaje y de los destinatarios
La catolicidad de la misión no implica solo al sujeto de ella, sino también a su objeto y a
sus destinatarios, en la fuerza del Espíritu de Cristo:
«La plenitud de la realidad salvífica, que es Cristo en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder
del Espíritu Paráclito. De este modo, el Espíritu Santo es el otro Paráclito o nuevo consolador, porque,
mediante su acción, la Buena Nueva toma cuerpo en las conciencias y en los corazones humanos y se
difunde en la historia. En todo está el Espíritu Santo que da la vida» (DeV 64).
La catolicidad del mensaje, el «esplendor» de la verdad salvífica, exige que la
Iglesia, toda ella comprometida en el anuncio, se haga portadora del Evangelio en su
totalidad: ¡toda la Iglesia anuncia todo el Evangelio! La buena noticia que debe ser
anunciada no es una simple doctrina, sino una persona, Cristo: es él, viviente en el
Espíritu, el objeto de la fe y el contenido del anuncio y, a la vez, él es el sujeto que actúa
en el Espíritu en quien evangeliza. El Cristo evangelizado es al mismo tiempo el Cristo
que evangeliza en sus testigos. Por eso, la Iglesia solo puede pertenecerle a él, ser su
memoria viva, dejándose siempre nuevamente evangelizar por él, para ser siempre de
nuevo regenerada por su Palabra (Ecclesia creatura Verbi). La transmisión de la fe
exige el testimonio íntegro de Cristo, que abarca la comunión de la fe en el tiempo y en el
espacio, y es voz de la comunión del Espíritu, que, a través de la tradición apostólica,
hace que la Iglesia sea idéntica a sí misma en su principiosiempre presente, Cristo. La
catolicidad del mensaje implica también inseparablemente la catolicidad del destinatario
de la misión: la buena noticia resonó para todos y exige llegar a todos. «Id a hacer
discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al
Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir cuanto os he mandado» (Mt 28,19-20). Por
medio del ministerio eclesial, en la fuerza del Espíritu, es Cristo quien «predica la palabra
de Dios a todas las gentes y continuamente administra a los creyentes los sacramentos de
la fe» (LG 21). El objetivo de la misión no es otro sino llevar al encuentro con Cristo: se
dirige directamente a la verdad profunda de todo ser humano, necesitado de encontrarse
con el Resucitado y de experimentarlo siempre de forma nueva. La frontera de la
evangelización no es la línea de demarcación exteriormente reconocible entre espacio
sagrado y espacio profano, sino, ante todo, el lugar de la decisión salvífica, el corazón
humano, allí donde la totalidad de una existencia alcanzada por el Espíritu Santo se
decide por Cristo. En esta decisión, posible solo en el encuentro de la libertad de la
persona con la Palabra de la fe y el Espíritu que da vida, el tiempo cuantificado se
convierte en tiempo cualificado, hora de gracia, hoy de salvación: de chrónos, sucesión
según el antes y el después, se transforma en kairós, tiempo de la gracia y de la vida
nueva (cf., por ejemplo, Mt 8,29; 26,18; Mc 1,15; Lc 19,44; 21,8; Jn 7,6-8; Hch 1,7; 1
Tes 5,1ss.; Ef 5,16; Col 4,5, etc.). Por consiguiente, la frontera de la misión pasa ante
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todo por las elecciones fundamentales que cualifican la vida, y, por eso, también por la
comunidad eclesial que, evangelizando, tiene siempre nuevamente necesidad de ser
evangelizada y de decidirse por su Señor en la realidad de las situaciones siempre nuevas
de la historia. La Iglesia evangeliza si continuamente se evangeliza, dejándose purificar y
renovar por el juicio de la palabra de Dios y por el fuego del Espíritu: así está sub Verbo
Dei, y puede celebrar confiadamente los divinos misterios, actuando al servicio de la
transmisión de la fe para la salvación del mundo.
La constante apertura a la catolicidad del mensaje no está, sin embargo, todavía
plenamente realizada si no se lleva a cabo la contemporánea apertura a la amplitud de las
necesidades humanas y del destino del evangelio a todas las gentes: aquí es donde se
plantea la exigencia imprescindible para todo bautizado, como para toda la Iglesia, de
comprometerse para que el anuncio llegue verdaderamente a toda persona humana. La
Palabra de la salvación exige libertad y generosidad audaz para ser gritada desde los
terrados hasta los últimos confines de la tierra. La «kénosis» de la Palabra y del Espíritu
se dirige a alcanzar a toda criatura en todo su ser. Esto exige el compromiso en un
proceso análogo al dinamismo de la encarnación:
«La Iglesia, para poder ofrecer a todos el misterio de la salvación y la vida traída por Dios, debe insertarse en
todos estos grupos con el mismo afecto con que Cristo se unió por su encarnación a determinadas
condiciones sociales y culturales de los hombres con quienes convivió» (AG 10).
La catolicidad del sujeto, del mensaje y del destino de la misión llegan así a unirse
en la única catolicidad de la Iglesia: el Señor no pedirá cuentas a sus discípulos de los
salvados, porque la salvación es un misterio de gracia y de libertad del que nadie puede
disponer desde fuera, pero sí les pedirá cuentas de los evangelizados. En este sentido,
una Iglesia sin urgencia y pasión misionera traiciona su catolicidad, opone resistencia al
Espíritu, que sin embargo quiere animarla, y se transforma en un campo de muertos,
contradiciendo su naturaleza de comunidad de resucitados en el Resucitado,
comprometida a vivir, celebrar y transmitir la fe en él.
Conclusión
La Iglesia, comprometida en la historia en la transmisión del don de la fe recibida,
aparece, por consiguiente, como la «kénosis» y el «esplendor» del Espíritu Santo:
«La Iglesia, fundamentada mediante su propio misterio en la economía trinitaria de la salvación, con razón se
ve a sí misma como sacramento de la unidad de todo el género humano. Sabe que lo es por el poder del
Espíritu Santo, de cuyo poder es signo e instrumento en la actuación del plan salvífico de Dios. De este
modo, se realiza la condescendencia del infinito amor trinitario: el acercamiento de Dios, Espíritu invisible, al
mundo visible. Dios uno y trino se comunica al hombre por el Espíritu Santo desde el principio mediante su
imagen y semejanza. Bajo la acción del mismo Espíritu el hombre y, por medio de él, el mundo creado
redimido por Cristo, se acercan a su destino definitivo en Dios» (DeV 64).
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De lo anterior se concluye que la vida según el Espíritu es inseparable de la
comunión eclesial y esta de aquella. Afirma Agustín: «Tanto se tiene el Espíritu Santo,
cuanto se ama a la Iglesia de Cristo»[14]. El testigo sabe, por eso, de dónde sacar el
Espíritu del que necesita para vivir la propia misión, participación en las misiones divinas:
«¡No te separes de la Iglesia! Ninguna potencia tiene su fuerza. Tu esperanza es la
Iglesia. Tu salvación es la Iglesia. Tu refugio es la Iglesia. Ella es más alta que el cielo y
más grande que la tierra. No envejece nunca: su juventud es eterna»[15].
¡Actuando en la comunidad eclesial, el Espíritu la hace eternamente joven y bella!
Impulsada por esta convicción, la encíclica de Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo
concluye así:
«El camino de la Iglesia pasa a través del corazón del hombre porque está aquí el lugar recóndito del
encuentro salvífico con el Espíritu Santo, con el Dios oculto y, precisamente aquí el Espíritu Santo se
convierte en “fuente de agua que brota para vida eterna”. Él llega aquí como Espíritu de la verdad y como
Paráclito, del mismo modo que había sido prometido por Cristo. Desde aquí él actúa como consolador,
intercesor y abogado… El Espíritu Santo no deja de ser el custodio de la esperanza en el corazón del hombre:
la esperanza de todas las criaturas humanas y, especialmente, de aquellas que poseen las primicias del
Espíritu y esperan la redención de su cuerpo. El Espíritu Santo, en su misterioso vínculo de comunión divina
con el Redentor del hombre, continúa su obra; recibe de Cristo y lo transmite a todos, entrando
incesantemente en la historia del mundo a través del corazón del hombre» (DeV 67).
Así pues, el Espíritu es la fuente siempre viva de la transmisión de la fe en el
corazón de la Iglesia y de todo creyente, y, en cuanto tal, lo es de la juventud y de la
esperanza que solo la fe da verdaderamente al mundo.
28
3.
La Iglesia,
sujeto de la transmisión de la fe[16]
1. La Iglesia, Madre de los creyentes
En la Lumen fidei escribe el papa Francisco:
«La transmisión de la fe… pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación.
Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo,
tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios
llega a nosotros el rostro de Jesús… El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar
en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto
único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe» (n.
38).
No recibimos ni vivimos la fe como navegadores solitarios, sino en la barca de
Pedro, en la comunidad que anuncia la Palabra de la salvación, celebra los sacramentos y
actúa en la historia como signo e instrumento de la caridad divina. En la educación en la
fe tiene, por eso, un papel central la Iglesia, madre que engendra hijos para Dios en el
agua del bautismo y les ayuda a crecer en la vida según el Espíritu. De ahí la importancia
de comprender qué es la Iglesia y cómo puede educarnos en creer en Dios y en vivir en
la alianza con él. Escribo estas reflexionessobre la Iglesia con el deseo de que sea
conocida y amada y, por consiguiente, no como un espectador indiferente, sino como
testigo que ha recibido de ella el don más grande, la fe. Hablo de la Iglesia como un hijo
habla de su madre, que le ha dado la vida y le ha hecho amarla. Sí, en efecto, ¡amo a la
Iglesia! La amo con amor filial, la encuentro bella y digna de amor, también cuando
alguna arruga cubre su rostro. Si pienso en el don que la Iglesia me ha hecho
engendrándome a la vida divina con el bautismo, o en la ayuda que me ha dado para
crecer en la fe en la escuela de la palabra de Dios, si reflexiono en cómo me ha nutrido y
me nutre con el Pan de vida, o recuerdo todas las veces que ha perdonado mis pecados
con el sacramento de la reconciliación, siento el corazón rebosante de gratitud. La Iglesia
ha sido y es para mí el seno materno, y es así como quiero presentárosla a todos.
¡Quisiera que pudiera ser para todos una madre amorosa! ¡Quisiera que cuantos han
podido conocerla y amarla dieran testimonio de forma creíble de su rostro acogedor! Por
eso deseo preguntarte a ti que me lees: ¿Has tenido experiencia de esta Iglesia,
«madre» en la fe? ¿Querrías tenerla? ¿Estás dispuesto a vivir tu fe no como
navegador solitario, sino como quien sabe que tiene que compartirla con otros?
29
2. ¡Creo la Iglesia!
Estoy profundamente convencido de que la Iglesia es madre no porque surja de intereses
humanos o del impulso de un corazón generoso, sino porque es un don de lo alto, fruto
de la iniciativa divina. Es Dios Trinidad quien nos la ha dado y es la Iglesia la que nos
hace encontrarnos con Dios que es amor. Con los ojos de la fe, contemplo a este pueblo
de Dios como querido desde siempre en el plan del Padre, lo reconozco preparado a
través de la alianza con el pueblo elegido, Israel, para que, al cumplirse los tiempos, fuera
dado a los hombres como la casa y la escuela de la comunión, gracias a la misión del
Hijo y a la efusión del Espíritu Santo. Puedo decir así con confianza, como enseña el
Símbolo de la fe, ¡creo la Iglesia! Creo que es obra de Dios y no del hombre,
inaccesible en su naturaleza más profunda a una mirada puramente humana. Creo que la
Iglesia es «misterio», tienda de Dios entre los hombres, fragmento de carne y de tiempo
en el que el Espíritu del Eterno ha establecido su morada. Y por eso sé que la Iglesia no
se inventa ni se produce, sino que se recibe: es don que debe ser acogido con la
invocación y la acción de gracias, con un estilo de vida contemplativo y eucarístico. A la
mirada de la fe, la Iglesia se ofrece como «icono de la Trinidad», imagen viviente de la
comunión del Dios que es amor, pueblo engendrado por la unidad del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo. Por eso, oro por la Iglesia y pido a Dios que nos haga amarla como su
don valioso, rostro de su ternura y abrazo de su amor que acoge y regenera. ¿Y tú?
¿Reconoces en la Iglesia el Misterio de la presencia de Dios o la ves como una
simple red de amistades o de intereses humanos?
3. La Iglesia comunión
Con los ojos de la fe reconozco en la variedad de los dones y de los servicios, presentes
en la Iglesia, no una invención humana, ni el fruto de juegos de poder o de ambiciones
terrenas, sino una obra de Dios. Todo don en la Iglesia viene de lo alto, toda vocación es
llamada, dirigida por Dios a cada uno para el bien de todos. Precisamente por eso, la
variedad de los carismas y de los ministerios eclesiales no compromete, sino que expresa
la unidad profunda del pueblo de Dios. En esta perspectiva, reconozco como signos e
instrumentos del don divino de la unidad a los pastores, desde el papa, obispo de la
Iglesia de Roma que preside en el amor, hasta los obispos en comunión con él, los
sacerdotes que son enviados a cada comunidad por el obispo y los diáconos,
colaboradores del obispo. Amando al papa y al obispo, siendo dóciles a su guía, los que
han acogido los dones de lo alto pueden entrar en diálogo entre ellos y crecer en la
comunión. Es la comunión de un pueblo de creyentes adultos y responsables, capaces de
pronunciar con la vida tres grandes «noes» y tres grandes «síes». En primer lugar, el
«no» a la indiferencia, a la que nadie tiene derecho, porque los dones de Dios deben
30
vivirse en el servicio a los demás: a este «no» debe corresponder el «sí» a la
corresponsabilidad, por la que cada uno se hace cargo de su parte del bien común que
realiza según el plan de Dios. En segundo lugar, el «no» a la división, a la que nadie
puede sentirse autorizado, porque los carismas proceden del único Señor y están
orientados a la construcción del único Cuerpo, que es la Iglesia: el «sí» que se sigue es el
del diálogo fraterno, respetuoso de la diversidad y dirigido a la constante búsqueda de la
voluntad divina para cada uno y para todos. Y, en tercer lugar, el «no» al estancamiento
y a la nostalgia del pasado, a los que nadie debe ceder, porque el Espíritu está siempre
vivo y activo en la historia: a este le corresponde el «sí» a la reforma continua, para que
cada uno pueda realizar cada vez más fielmente la llamada de Dios y la Iglesia entera
pueda celebrar su gloria. Mediante este triple «no» y este triple «sí», la Iglesia se
construye como icono de la Trinidad, comunión de hombres y mujeres, adultos y
responsables en su diversidad, unidos entre sí en el amor y testigos del don de Dios a
todo el hombre, a cada hombre. Te pido, pues, que examines tu vida a la luz del triple
«sí» y del triple «no», intentado entender cuál de los tres es más urgente para ti.
4. Una comunión necesaria para vivir
¡Cuánto necesitamos esta comunión! Frente al archipiélago, que es a menudo la sociedad
en la que vivimos, la comunión de la Iglesia representa una buena noticia contra la
soledad. Quisiera que nuestra Iglesia se ofreciera a todos así, suscitando y cultivando
relaciones de respeto y de amor, que sean una imagen elocuente de la comunión trinitaria
y enciendan en quien está lejos el deseo de Dios y de la experiencia de su amor, ofrecida
en la Iglesia. Estas relaciones deben vivirse sobre todo en la vida cotidiana, comenzando
con la que se vive en la familia, «pequeña Iglesia», lugar fundamental y originario de la
educación en la fe. Los padres están llamados a ser para los hijos los primeros testigos de
la fe. En esto consiste, por otra parte, la misión confiada a cada bautizado: ser luz de las
gentes, atraer a los hombres a Dios con vínculos de amor, mostrando a todos la belleza
del encuentro con Jesús, vivido en la Iglesia. Que el Señor nos ayude a ser una Iglesia
acogedora y cada uno de nosotros se comprometa en el ejercicio de la caridad que todo
lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. En esta perspectiva, hago mías
las reflexiones que muchos (comenzando por la Acción Católica diocesana) me han
enviado, en respuesta a mi petición de describir la Iglesia que queremos. Veamos los
rasgos fundamentales. La Iglesia que queremos debe ser una comunidad que sepa
gastarse por los demás, anunciando y viviendo la palabra de Jesús: una Iglesia
viva no es nunca autorreferencial, porque la fe adulta se da sin medida. Quien se sabe
amado por el Señor no duda en actuar entre los tormentos de la historia, para mediar con
generosidad entre las expectativas de los hombres y la luz del Evangelio. Se capta aquí la
gran responsabilidad de los laicos, llamados en primera persona a hacer presente al Dios
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viviente entre los hombres, ayudando a cada uno a entregarse en lo que le confía el
Señor. La Iglesia que queremos debe ser una comunidad que promueve la justicia,
viviendo la alianza con Dios: si queremos anunciar con credibilidad la venida del
Reino, tenemos que comprometernos en hacer resucitar las existencias laceradas, las
proximidades destrozadas, las fragilidades que degradan, con la fuerza del amor que
viene de lo alto. De este modo, la comunidad eclesial se ofrece como testigo humilde y
elocuente de la misericordia de Dios con todas las miserias humanas. La Iglesia que
queremos debe ser una comunidad capaz de plantearsepreguntas verdaderas
para leer la realidad a la que se dirige y ofrecer respuestas creíbles: ¿cómo vivimos
el diálogo con el mundo que nos rodea, presupuesto y vía maestra para toda
evangelización? Para responder a estos interrogantes es necesario conjugar el
compromiso en la fe con el impulso generoso hacia las fronteras de la vida profesional,
del debate cultural, de la promoción del bien común y de la responsabilidad civil.
Situándose así, la Iglesia que queremos debe ser una comunidad profética, que, en
la escuela de la palabra de Dios, escuchada y proclamada, sepa renovar las
modalidades de su anuncio y de la formación en la fe, buscando una relación siempre
nueva con la gente, para ser instrumento de un cristianismo creíble y eficaz en la historia.
Las comunidades parroquiales no deben replegarse en la sola gestión de lo que ya existe,
sino que tienen que estar dispuestas a llegar a todos: los lejanos, los indiferentes, aquellos
que están fuera de «circulación» o en los márgenes de la sociedad, aquellos que viven en
situaciones de degradación social y ambiental sin ver vías de salida, cuantos han
abandonado la fe por las más diversas motivaciones o no tienen ya razones para seguir
viviendo y esperando. ¿Quieres contribuir tú también a construir una Iglesia que
sea comunidad profética mediante la escucha atenta de la palabra de Dios y de
las necesidades de los demás, gastándote por la justicia, anunciando con
confianza el Evangelio, buscando llegar con simpatía a los lejanos?
5. Una comunidad que educa evangelizando
De cuanto acabamos de decir se entiende que la acción educativa de la Iglesia constituye
una unidad con su servicio al Evangelio y no puede prescindir del ambiente y del
momento histórico en el que se lleva a cabo. Mundo y Evangelio, humanidad y salvación
en Jesucristo, son las referencias de la acción educativa de la comunidad eclesial,
comprendida como compromiso primario e irrenunciable. Anunciar a Cristo, verdadero
Dios y verdadero hombre, significa llevar a la plenitud a la humanidad, uniendo la
fidelidad a la historia y la fidelidad al Eterno. La educación es la identidad misma de la
Iglesia, que Cristo quiso con el objetivo específico de prolongar su acción salvífica,
dando concreción en el tiempo a la tarea encargada por él: «Id a hacer discípulos entre
todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (Mt
32
28,19). La misión que nos espera es la de favorecer el encuentro del hombre de hoy con
el Dios que es Amor, en una relación fecunda entre fe y razón, de modo que los
creyentes puedan mostrar a todos cómo la propuesta cristiana es una vía de
humanización verdadera y responde perfectamente al anhelo de verdad, de libertad, de
justicia y de paz, presente en el corazón del hombre. La responsabilidad educativa
implica, por consiguiente, de forma directa a la comunidad cristiana, llamada a repensar
siempre de nuevo su estilo de evangelización para que la fe en Cristo se encarne en la
actualidad y se convierta en fuerza de esperanza para todos. En este compromiso
convencido de educar para vivir de la belleza de Dios, la Iglesia tendrá que dar testimonio
de que es una comunidad feliz, llena de la alegría que nace de la fe. Feliz porque
experimenta y anuncia la ternura del Señor, y vive la esperanza, que no conoce
resignación, indiferencia ni división. Feliz porque vive del mandamiento del amor y del
programa de vida del Evangelio, que reconoce en las bienaventuranzas el manifiesto de la
relación verdadera y vivificante con los demás, para saborear en profundidad la
existencia humana y gustar la intimidad con Jesús. Reflexionemos, por tanto, sobre el
estilo de nuestras comunidades cristianas: ¿Saben transmitir la alegría y la belleza de
Cristo, o viven de una rutina cansada y repetitiva en mayor o menor medida?
¿Cómo renovarlas según el Evangelio?
6. La Iglesia del diálogo y de la misión
La Iglesia que quiero es la siguiente: cada vez más misionera, no con un espíritu de
conquista, que sepa a poder humano, sino con una pasión de amor, con un impulso de
servicio y de donación que diga a todos lo bello que es ser discípulos de Jesús.
Ciertamente, la Iglesia es y continúa siendo un pueblo en camino, peregrino hacia la
patria del cielo. Toda presunción de haber llegado debe considerarse una tentación: no
debemos olvidar nuestros pecados, nuestras fragilidades y miedos. Confiados en la
ternura de Dios, no renunciamos, sin embargo, a soñar en la Iglesia comprometida en su
continua purificación y reforma, insatisfecha de cualquier conquista humana, solidaria
con el pobre y el oprimido, pobre y sobria en su estilo de vida, amiga de los hombres y
acogedora de todos, vigilante y crítica con todas las miopes realizaciones mundanas. Bien
entendido, esto no debe significar desinterés o anuncio rebajado: la vigilancia que se nos
pide es cara y exigente. Se trata de asumir las esperanzas humanas y de verificarlas en la
criba de la resurrección de Cristo, que, por una parte, sostiene todo compromiso
auténtico de liberación del hombre y, por otra, pone en tela de juicio toda absolutización
de metas terrenales. La patria, que nos hace extranjeros y peregrinos en este mundo, no
es sueño que aliene de lo real, sino estímulo para el compromiso por la justicia y por la
paz en el hoy del mundo. Sueño que la Iglesia –alimentada con el pan eucarístico– sea
cada vez más testigo de la alegría y de la esperanza que no decepciona, libre y generosa
33
en su servicio a la justicia, promotora del diálogo y de la paz entre los hombres. Sueño
que esta Iglesia del amor, una, santa, católica y apostólica, esté, no obstante, abierta al
reconocimiento de todo el patrimonio de gracia y de santidad que el Espíritu hace
presente en las tradiciones cristianas, que no están en plena comunión con ella y con las
que debe dialogar, ofreciéndoles los dones de los que es portadora y recibiendo de ellas el
testimonio del bien, que el Señor realiza en ellas, con vistas al anuncio común del
Evangelio a los hombres. Sueño que esta Iglesia, fiel a su origen, sienta la exigencia del
diálogo con Israel, con quien sabe que tiene una relación privilegiada y exclusiva, porque
la fe del pueblo elegido es la «raíz santa», en la que se injertó el olivo del cristianismo
(cf. Rom 11,16-24), y el pueblo de la primera alianza sigue envuelto por la gracia de la
elección divina. Sueño una Iglesia activa en el diálogo, que tiende a realizar el proyecto
divino de unidad y de paz para todos. Si compartes el sueño de esta Iglesia del amor,
pregúntate conmigo qué elecciones y acciones concretas podríamos hacer para
que este sueño se haga realidad.
7. La Iglesia del amor
Finalmente, en la época de la «aldea global», sueño un nuevo encuentro entre los
creyentes de las diversas religiones, con las que la Iglesia se reconoce llamada al servicio
común al hombre en favor de la justicia y de la paz y del testimonio de lo divino en la
historia. Las grandes religiones están unidas por una especie de deber de la escucha, que
implica la apertura radical del corazón al Eterno, en la disponibilidad a dejarse gestionar
la vida por él. El cristiano no renunciará nunca a anunciar con dulzura y respeto que Dios
se ha involucrado en la historia con la encarnación del Verbo y la misión del Espíritu: es
un anuncio de amor, que tendrá que conjugar la proclamación del Evangelio, al que todos
tienen derecho, con la autenticidad del diálogo, para hacer avanzar a la familia humana
hacia la plenitud del tiempo en el que «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28) y el
mundo entero será su patria. Esta Iglesia del diálogo y de la misión no podrá excluir
nunca a quien no cree y a quien esté buscando el rostro de Dios, es más, hacia ellos
tendrá una actitud de atención y respeto, mostrando también así que es la Iglesia por la
que oró Jesús: «Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, estén también ellos en nosotros,
para que el mundo crea que tú me enviaste» (Jn 17,21). Es la Iglesia del amor, de la que
estamos llamados a ser signo

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