Descarga la aplicación para disfrutar aún más
Vista previa del material en texto
Cuadernillo Religión 1ª Evaluación 3ºESO Nombre……………………………………………………………… Curso… Dios se revela en la Historia de la Salvación 1.- Dios se revela El Dios de los cristianos es el Dios que se dio a conocer a su pueblo pactando alianza con él. El Dios de la fe cristiana es el Dios de la Alianza. Es ese Dios a quien los hombres buscan «a tientas», pero que solamente él puede revelarles quién es. En efecto, «sólo Dios habla con propiedad de Dios». Podemos profundizar, con todo, en lo que es la Revelación: ¿cómo se lleva a cabo? ¿ qué nos dice de Dios y de sus designios? 2.- Dios se comunica dándose La fe cristiana, que renueva por completo la vida del creyente y su inteligencia, responde a la iniciativa del Dios que sale al encuentro del hombre revelándose a sí mismo. Esta Revelación «se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio» (DV 2) Desde la Creación hasta esa nueva creación incesante que constituye la salvación, se despliega el mismo y único designio de Dios: hacer partícipes a los hombres de su vida, de su alegría. La Revelación tiene lugar, en el sentido propio de la palabra, en el seno de la historia concreta de los hombres. Pues Dios se revela primeramente en la historia de Israel, que conserva un sitio inalienable en la fe cristiana. Esta historia, justamente denominada «santa», no es solamente pedagógica, apropiada para guiar la búsqueda de Dios. Indudablemente la Tradición siempre se ha complacido en reconocer la «pedagogía» del Dios del amor, que educa progresivamente a su pueblo con el fin de conducirlo a la plena inteligencia de sus designios, que serían manifestados en Jesucristo. Pero en esa misma pedagogía se expresa ya todo su amor y todo su ser. En el seno de la historia, Dios mismo obra y habla. Fue él quien eligió a su pueblo para confiarle una misión en medio de las naciones. Dios, que siempre ama el primero (cf. 1 Jn 4, 10), ama también a todos sin reservas. No espera, para amar a los hombres, la respuesta que éstos puedan dar o dejar de dar a ese amor. Al igual que un niño es querido y atendido incluso antes de que él pueda pagar a sus padres con el amor que recibe de ellos, de igual modo, la humanidad entera es amada por Dios desde la eternidad. La elección de un pueblo concreto, destinado a ser, antes que ningún otro, testigo del amor de Dios, pone de manifiesto que ese amor, aunque universal, no es, sin embargo, abstracto. Se abre paso en el corazón de la historia de los hombres y de los pueblos, en su infinita diversidad, con objeto de atender a cada cual según su peculiar temperamento, cultura e historia, dicho de otro modo, según su humanidad concreta. La singular historia de Israel, tejida de gozos y penas a lo largo de más de un milenio, representa, de algún modo, la de la humanidad en sus diferentes situaciones o experiencias: en trashumancia, en esclavitud, en proceso de liberación, en marcha por el desierto, en conquista, en la vida sedentaria, en exilio, en vuelta del exilio... La historia de Israel no se resigna a figurar como mera imagen de la historia de la humanidad. Es anuncio y preparación de lo que, a la postre, va a suceder realmente. La venida de Cristo Jesús, su vida, su muerte y su resurrección marcan, efectivamente, el cumplimiento de la historia de Israel como historia de salvación. Historia que no se cierra en sí misma, sino que desemboca en un más allá que la transciende. En efecto, entre la Pascua de Jesús y su venida definitiva en gloria, se extiende el tiempo de la Iglesia. Es el tiempo de la vida nueva fundamentada en la obra de Cristo, el tiempo de la misión, de llevar la luz y los frutos de esa obra a la humanidad toda. Desde entonces, la verdad de la Revelación se hace patente en la vida del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, en sus inseparables aspectos de plegaria litúrgica, de tradición doctrinal, de impulso misionero y de praxis ética inspirada en el Evangelio. 3.- El libro de la revelación divina: la Biblia En el corazón de la vida del pueblo de Dios está la Biblia, un libro en el que reconoce la firma de su Dios. La Biblia es «el Libro» en el que se nos transmite la Revelación de Dios y de su proyecto amoroso, desde la creación, a través de la historia de un pueblo elegido por él, Israel, hasta el momento álgido de esa historia, su plenitud: la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, la efusión del Espíritu Santo. De ese don del Espíritu nace la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios, injertado en el antiguo y llamado a encontrar su consumación en la gloria celeste. El Antiguo Testamento narra cómo experimentó Israel el acercamiento de Dios hacia los hombres, conforme a las enseñanzas que recibía de sus profetas. Esta parte de la Biblia (Ley, Profetas y los otros Escritos, según la nomenclatura tradicional judía) es el patrimonio común de judíos y cristianos. El lugar que siempre ha ocupado el Antiguo Testamento en la Biblia cristiana, prueba la importancia que conserva para la fe cristiana la historia de Israel. La verdad contenida en el Antiguo Testamento no se ve disminuida por el cumplimiento de esa historia en Jesucristo y en su Pascua, que desvela todo su sentido (cf. Lc 24, 13-35). Dicho cumplimiento queda reflejado en el Nuevo Testamento, constituido por los cuatro evangelios (de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan), los Hechos de los Apóstoles, las Cartas de Pablo, de Pedro, de Santiago, de Juan y de Judas, la Carta a los Hebreos y el Apocalipsis. Antiguo y Nuevo Testamento, en su diversidad, a la par que en su unidad, constituyen la Sagrada Escritura. Ésta, «puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo», es verdaderamente Palabra de Dios. Si los escritos que componen la Biblia llevan la marca de manos humanas, no dejan de tener a Dios por autor, y enseñan «sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra». Para entender con justeza esta verdad hay que tener en cuenta, sin embargo, los «géneros literarios» de los diferentes escritos, y también saber situar cada escrito en el interior del conjunto de la Biblia, dejarse guiar por la interpretación que de ellos ha hecho la Iglesia en su Tradición, interpretación que continúa dando a conocer cuando predica. No se lee una novela como una crónica histórica, ni un poema como un texto legal. Pues bien, en la Biblia, la Palabra de Dios se sirve de la diversidad de recursos del lenguaje humano. La Biblia contiene la historia de la salvación. Pero «se presenta y se enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos, o en otros géneros literarios». Cada texto ha de ser leído desde la perspectiva desde la que fue escrito. De modo que la concepción cristiana de la Revelación no tiene nada de mítico. La Palabra de Dios no fue «dictada» a hombres como si éstos fueran meros instrumentos inertes de escribanía. Los escritores bíblicos son auténticos autores, con su humanidad propia y estilo particular. Pero, por medio de su mismo genio, quien está obrando es el Espíritu Santo que nos da a conocer el misterio de la voluntad divina. 4.- En el corazón de la Biblia: el Evangelio Dentro del conjunto de las Sagradas Escrituras, dentro del Nuevo Testamento incluso, los evangelios ocupan un lugar privilegiado. Estos cuatro libros, en efecto, mantienen vivas la figura y la palabra de Jesús «plenitud de la revelación». Por este motivo en toda celebración eucarística se hace una lectura del Evangelio. Entre las diversas lecturas previstas por la liturgia, la proclamacióndel evangelio reviste particular solemnidad. La asamblea se pone en pie para escucharla, antes de aclamarla. Los evangelios están inseparablemente unidos a los restantes libros de la Biblia. Desvelan, como Jesús mismo, las Escrituras antiguas, cuyo cumplimiento anuncian. Por otra parte, su contenido viene aclarado por los otros escritos apostólicos. Todo el Nuevo Testamento, en efecto, desde diversos puntos de vista y circunstancias, testimonia el cumplimiento de las promesas contenidas en el Antiguo Testamento y realizadas en Jesucristo. Se puede decir, incluso, que toda la Sagrada Escritura, leída en su unidad en el seno de la Iglesia, se convierte en Evangelio, anuncio de Buena Nueva, Palabra viva de Dios que transforma los corazones. De modo que Evangelio no designa sólo a los cuatro libros que llevan ese título. San Pablo habla a los Tesalonicenses de «su Evangelio», que fue predicado «no sólo con palabras sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Ts 1, 5). El Evangelio, declara en otro lugar, es «una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1, 16). 5.- La Escritura en la Tradición La Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento, no es mero relato de ideas y discursos. Es portadora, asimismo, de hechos: las obras grandes de Dios realizadas en favor de su pueblo y el cumplimiento que dichas obras alcanzan en Cristo, el Verbo hecho carne, «mediador y plenitud de toda la revelación». La Sagrada Escritura remite, pues, a una realidad que ella misma no abarca: la propia historia de Dios y de su obra. El libro de los evangelios da fe de la Nueva Alianza, pero no es más que una de sus expresiones. Pues dicha Alianza no ha sido solamente declarada. Está fundada en la totalidad de la vida y de la obra de Cristo. Descansa sobre el Testamento que él dio a sus Apóstoles. Alianza sellada con su cuerpo entregado y con su sangre derramada (cf. 1 Co 11,25). Alianza que los Apóstoles quedaron encargados de transmitir, con la Buena Nueva que desvela su sentido pleno, a todas las naciones hasta el fin de los tiempos. La Escritura no se comprende realmente si no va unida a toda la realidad histórica y viva de la Iglesia, en cuyo seno encuentra y despliega todo su sentido. Con otras palabras, es inseparable de la Tradición apostólica de la que es como su cristalización. «y suponiendo que los apóstoles no nos hubiesen dejado las Escrituras, no sería necesario seguir el orden de la Tradición que han transmitido a los que ellos confiaban estas Iglesias» (San Irineo, II siglo, Contra las herejías, III, 4,1). 6.- El Canon de las Escrituras dentro de la Tradición La existencia de un «Canon», es decir, de una lista oficial de escritos del Antiguo y del Nuevo Testamento, es el signo del lugar privilegiado que la Iglesia reserva a las Sagradas Escrituras. «Canon» viene de la palabra griega que significa «regla». Los escritos canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, por su autoridad intrínseca como portadores del testimonio auténtico de los apóstoles, se impusieron en cierta medida a la Iglesia; y ésta los reconoció como obra del mismo Espíritu que la vivifica. El canon de las Escrituras actúa a modo de «cerca» para impedir que se identifiquen las Sagradas Escrituras con cualquier otro escrito. Poco tiempo después de la era apostólica se divulgaron escritos que con frecuencia reclamaban para sí la autoridad de alguno de los apóstoles, pero en los que se transmitían especulaciones o todo un mundo imaginario muy lejano al espíritu y a la simplicidad de los evangelios o de otros escritos del Nuevo Testamento. Esos escritos, que a veces llevan el título de evangelios, reciben el nombre de «apócrifos». En la actualidad atraen la curiosidad de mucha gente, ávida de sensacionalismos. Conocidos, en su mayoría, desde antaño, pero caídos en desuso dado su mediocre interés, son lanzados, con frecuencia, al gran público como si de increíbles descubrimientos se tratara. El Canon de las Escrituras se alza, en el seno de la propia Iglesia, como el testimonio del origen divino de las mismas. La Iglesia debe verificar incesantemente la rectitud de su fe en referencia continua a la Sagrada Escritura. De este modo, la Escritura es siempre fuente de eterna juventud. La Iglesia «ha considerado siempre como suprema norma de su fe la Escritura unida a la Tradición». «Esta Tradición, con la Escritura de ambos Testamentos, son el espejo en que la Iglesia peregrina contempla a Dios... hasta el día en que llegue a vedo cara a cara, como Él es». 7.- Un magisterio vivo La Escritura, y la Tradición misma en los documentos en los que ha sido depositada, han de ser continuamente interpretadas. La historia nos enseña el mal uso que puede hacerse de la Escritura cuando queda desvinculada de la comunidad de fe a la que contribuye a engendrar y alimentar. A partir Y en nombre de esta Escritura no han cesado de multiplicarse movimientos fanáticos, «iluminados», anárquicos. Por cuanto a la Tradición, ¿quién podría discernir por sí solo las expresiones fieles de las que no lo fueran? La Iglesia, que lee y reconoce su fe en la Escritura y en la Tradición, no es una comunidad amorfa. La Escritura, en primer lugar, presenta a la Iglesia primitiva bajo la guía de los apóstoles. Una de las funciones de sus sucesores, el papa y los obispos, es velar (y se habla entonces de Magisterio) por la recta interpretación de la Palabra de Dios depositada en la Sagrada Escritura y en la Tradición. En efecto, «el oficio de interpretar auténticamente (es decir, de modo oficial, con la autoridad de Cristo) la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (DV 10). 8.- En nombre de Jesucristo 8.1.- En comunión con toda la Iglesia Si bien el Magisterio es el único que puede proponer una interpretación «auténtica», es decir, con autoridad para los creyentes, nunca está solo, sin embargo, en su labor de discernir el sentido de las Escrituras y de la Tradición. El propio Magisterio cumple con tal deber en el seno de la Iglesia, atendiendo no sólo al parecer de exegetas y teólogos, sino también a lo que el sentir creyente de los fieles percibe en esa Palabra de Dios que ha sido transmitida. El eco de la Palabra de Dios en la fe del conjunto de los fieles es lo que tradicionalmente se llama el «sentido de la fe» o el «sentido de los fieles», que también puede ser llamado «sentido católico». Es un punto de referencia inestimable de cara a la interpretación de la Revelación transmitida en la Escritura y en la Tradición. En efecto, «la totalidad de los fieles (...) no puede equivocarse cuando cree (...) cuando desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos prestan su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres». El Magisterio del papa y de los obispos, testimonio genuino de la inteligencia que la propia Iglesia tiene de la Revelación, «no está por encima de la palabra de Dios sino a su servicio» (cf. DV 10). Cuenta con la asistencia del Espíritu Santo para enseñar puramente lo transmitido, precisando, cuando cree oportuno, lo que ha sido efectivamente revelado por Dios. Escritura, Tradición y Magisterio no se disputan, por tanto, la autoridad cuando se trata de transmitir a los hombres la verdad revelada. Lejos de estorbarse, se prestan mutuo apoyo «bajo la acción del único Espíritu Santo». «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita: por tanto para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la escritura, la Tradición viva de toda la Iglesia, la analogía de la fe. A los exegetas toca aplicar estas normas en su trabajo para ir penetrando y exponiendoel sentido de la Sagrada Escritura, de modo que con dicho estudio pueda madurar el juicio de la Iglesia. Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura, queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios». 8.2.- El don de la infalibilidad Es el Espíritu Santo dado a la Iglesia quien le asegura la infalibilidad cuando está en juego el reconocer a su Señor y lo que éste quiere de ella. Esa infalibilidad, que es un don otorgado por Dios a la Iglesia como tal, debe hallar una expresión concreta. Se halla dicha expresión en el Magisterio que Cristo instituyó de modo perenne en su Iglesia, cuando dijo a sus apóstoles: «Id pues y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20). «Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad». Y garantiza que la Iglesia descansa firme en la fe apostólica, gracias a la asistencia del Espíritu prometida a sus pastores. La infalibilidad ha sido conferida a las declaraciones solemnes de un concilio ecuménico cuando éste define cualquier cuestión de la doctrina de fe o de moral. Pero también ha sido asegurada al sucesor de Pedro, el papa, «cuando habla ex cathedra, esto es, cuando cumpliendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos, define por suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal». Su infalibilidad personal no es otra que «la que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia». No hace entonces más que ratificar lo que ha constituido siempre la fe de esta Iglesia. Las declaraciones solemnes del concilio o del papa, definiendo de manera infalible un punto de doctrina en materia de fe o de moral, constituyen el ejercicio «extraordinario» de dicho Magisterio. Pero existe también un ejercicio «ordinario y universal» por el que se enseña la fe católica. A la enseñanza corriente, en materia de fe y de costumbres, que dan el papa y los obispos unidos a él, los fieles deben «adherirse con religioso respeto». A otro nivel de responsabilidad, todos los pastores, y también doctores (teólogos), catequistas, etc., tienen a su cargo la enseñanza de la Iglesia. Por otra parte, los documentos del Magisterio, en especial del Magisterio papal, no tienen todos la misma categoría. Hay «Constituciones apostólicas», «Bulas», «Encíclicas», «Exhortaciones apostólicas»; cada una de ellas posee diverso grado de autoridad; pero merecen un no menor respeto y atención. No hay que olvidar, por último, que los discípulos de Jesús no tienen sino un solo Maestro, Cristo (cf. Mt 23, 8). Todo el encargo de enseñar en la Iglesia, sea de los pastores o de aquellos en quienes lo delegan, se fundamenta totalmente en una misión recibida de Jesús (cf. Mt 16, 18-19; Mc 16, 15-16). 9.- El Misterio desvelado Para hablar de la comunicación que Dios hace de sí mismo y de sus designios en la revelación, la Biblia recurre al término «misterio». En el lenguaje bíblico y en el de la Iglesia, existe una diferencia radical entre misterio y enigma. Enigma evoca un problema con el que topa el entendimiento antes de, eventualmente, poder resolverlo. El misterio, por su parte, es objeto de revelación. Se ofrece a la fe. No es un enigma indescifrable, sino una realidad que nunca se acaba de comprender, una fuente inagotable de luz. La Revelación tiene por objeto una realidad que el ser humano es incapaz de descubrir sin la luz de Dios. Esa realidad y su significado no podemos alcanzados si no nos son dados. Y son, efectivamente, comunicados mediante una Palabra pronunciada para iluminar nuestra inteligencia y capaz de transformarnos. Por eso es por lo que el misterio es capaz de designar la realidad del mismo Dios, y por lo que, igualmente, dicha realidad se nos hace accesible como don. Se nos propone, entonces, penetrar en ella, o, más bien, dejamos penetrar, iluminar y guiar por ella. La epístola a los Colosenses habla, en esta línea, de alcanzar «en toda su riqueza la plena inteligencia y perfecto conocimiento del misterio de Dios» (Col 2, 2): un misterio «escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos» (Col 1, 26). Ese misterio es Cristo, «en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia» (Col 2,3). Misterio que la epístola a los Efesios define como un misterio de alianza. Tras evocar la unión de los esposos, tal cual fue instituida por el Creador, el apóstol la propone como imagen de la unión que Cristo ha sellado entre él y la Iglesia: «Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,32). Tal es el misterio en el que la fe se adentra: la unión entre Dios y una nueva humanidad, unión que es el objetivo de la Revelación que él tuvo a bien hacer desde su ser de amor, por medio de la obra de su Hijo y del don de su Espíritu. Pero dirá alguno: si EL MISTERIO DE DIOS es incomprensible, ¿qué es lo que sobre ello vas a decir? CUESTIONARIO 1.- ¿Qué representa la Historia de Israel? 2.- ¿Qué se nos transmite a través de la Biblia? 3.- ¿De cuantas partes consta La Biblia? 4.- ¿Qué narra el Antiguo Testamento? 5.- ¿Cuántos Evangelios hay en La Biblia? 6.- ¿Qué es el Canon de La Biblia? 7.- ¿Qué es la infalibilidad? 8.- ¿Qué es un Concilio? 9.- ¿Qué objeto tiene la Revelación? 10.- ¿Cuántas Cartas (o Epístolas) escribió San Pablo?
Compartir