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Hacer memoria Aportes de la neuropsicología al aprendizaje (Karina Solcoff [Solcoff, Karina]) (Z-Library)

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Hacer memoria
Hacer memoria 
Aportes de la neuropsicología al
aprendizaje
Karina Solcoff
Índice de contenido
Portadilla
Legales
Agradecimientos
Introducción
1. La memoria desde una perspectiva neuropsicológica
2. Las clasificaciones de la memoria: de las estructuras a las funciones
3. La memoria permanente: hacer, conocer y recordar
4. Olvidar para aprender
Epílogo
Referencias bibliográficas
Solcoff, Karina
Hacer memoria : aportes de la neuropsicología al aprendizaje / Karina Solcoff. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2016.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online 
ISBN 978-950-12-9394-4
1. Educación. 2. Pedagogía. 3. Perfeccionamiento Docente. I. Título.
CDD 371.1
Diseño de cubierta: Gustavo Macri
Directora de la colección: Rosa Rottemberg
Todos los derechos reservados
© 2016, Karina Solcoff
© 2016, de todas las ediciones:
Editorial Paidós SAICF
Publicado bajo su sello PAIDÓS®
Independencia 1682/1686,
Buenos Aires – Argentina
E-mail: difusion@areapaidos.com.ar
www.paidosargentina.com.ar
Primera edición en formato digital: mayo de 2016
Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-9394-4
A mi madre, Nilda Suárez y a mi hija, María Valdez, maravillosas hacedoras de memorias.
Agradecimientos
La memoria de fuente es una memoria que nos invita a recordar a
quiénes leímos, en dónde y a quiénes escuchamos, con qué personas
conversamos, con quiénes aprendimos…
Viajar a través del tiempo y recuperar esos momentos, esos lugares y
esas personas que nos acompañaron en la escritura de este libro, son a la
vez actos del recuerdo y expresiones de gratitud. Es que al igual que las
memorias, los textos también se construyen con los otros, se escriben en
diálogo con sus voces, sus ideas y sus lecturas. En ese sentido, mi memoria
guarda un profundo agradecimiento a Ángel Rivière y su inolvidable
mirada sobre la mente autobiográfica. Hacer memoria tiene su origen en
muchas de nuestras conversaciones, que viajaron a lo largo de
enriquecedores años de estudio y amistad entre Buenos Aires y Madrid.
En esas coordenadas y en otras, la generosidad intelectual y personal de
Mario Carretero me ha acompañado desde siempre, alentándome en cada
proyecto. Este libro tiene mucho para agradecerle a su apoyo y su
confianza. Siguiendo esas latitudes del recuerdo, quiero expresar mi
agradecimiento a Margarita Diges, directora de mi tesis doctoral en la
Universidad Autónoma de Madrid, por haberme enseñado el lenguaje de la
mente episódica, convirtiendo cada misterio en un maravilloso despliegue
de preguntas y comprensiones. Pero sobre todas las cosas, le agradezco por
enseñarme caminos en donde los sueños se cuidan y se cumplen.
En uno de esos caminos donde aprendizajes, memorias y escrituras se
reúnen bajo la forma de libro, Hacer memoria ha tenido la fortuna de contar
con la lectura aguda y profundamente humana de Rosita Rottemberg,
responsable de su edición. Mi agradecimiento por estar siempre al pie de la
letra, de los significados y sentidos de estas páginas.
Por fin, agradezco especialmente a Daniel Valdez por todo lo que nos
sabemos de memoria. Al “Abu Buby” y a María Valdez, quien ahora,
apurando las teclas junto a mí, dibuja la palabra “fin”, ayudándome con el
último párrafo. Su papá la mira con complicidad y cosquillas y María
estalla de risa. “Tu risa me hace libre, me pone alas”, dice el poeta… y los
tres nos reímos como locos. Mientras nos reímos y el tiempo se detiene en
la risa, pienso en nuestro tiempo y en el tiempo de María, que tal vez
recordará este momento de felicidad.
De eso, de cómo hacemos nuestra memoria, trata este libro.
Buenos Aires, 2016
Introducción
Cartografía de la memoria
Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la
siguiente forma: luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo
envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado
contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: “Excursión a
Quilmes”, o: “Frank Sinatra”. 
Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los
recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el
medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen:
“No vayas a lastimarte”, y también: “Cuidado con los escalones”.
JULIO CORTÁZAR (1962)
La memoria autobiográfica: viajar en el tiempo
La escena comienza una mañana de verano, en el interior de un auto azul
que avanza a través de las calles de la ciudad. Afuera hace calor, y Blanca
viaja sentada en el asiento de atrás, llevando en los brazos a su pequeña
bebé recién nacida. La beba tiene los dedos apretados, los dos puñitos
asomados a las mangas de algodón, los ojos cerrados en quién sabe qué
sueños, los ojos de su papá y la tibieza del regazo de mamá. Acaban de salir
los tres de la maternidad, donde apenas cuarenta y ocho horas atrás Blanca
daba a luz a la pequeña Nina. Pablo, el papá, conduce en silencio el auto
azul, atento al ángulo del espejo retrovisor que le permite verlas, envueltas
en la luz que se filtra por la ventanilla. Blanca devuelve su mirada, los dos
en silencio secreto, mientras un preludio de Bach se cuela arrullando el
sueño de la bebé y el auto huele a todo eso: ropita blanca, sueño y preludio.
La respiración acompasada de la bebé podría mecer el universo entero. Por
la ventanilla, como en cámara lenta, Blanca ve pasar las avenidas, las casas,
las bicicletas y los árboles mojados por el sol de enero. No recuerda haber
sido nunca tan feliz. Mira por la ventanilla y, aunque afuera discurren las
calles y los transeúntes, otras imágenes se deslizan como diapositivas
desordenadas, en una pantalla que solo es visible para ella. La noche de
lluvia cuando supo que estaban esperando un bebé. La primera vez que
Pablo la invitó al cine de la calle Sarmiento. La tarde que aprendió a andar
en bici con la ayuda de su abuelo, en la cuadra más tranquila del barrio. El
día que actuó de dama antigua en la fiesta del colegio, bajo la inmensa
mirada de papá. El abrazo de su mamá en la puerta de la cocina la mañana
de su último examen de la facultad. La abuela Tona abrochándole el anorak
nuevo estrenado el primer domingo de teatro. El esperado llanto de Nina
recién nacida inaugurando la vida entre luces de quirófano, sábanas y
paredes blancas. Ahora Blanca vuelve la mirada hacia su bebita, se deja
inundar por ese sueño, los tres volviendo a casa, el auto azul es una nave
encantada que sobrevuela el asfalto rumbo a su destino en la Tierra. Y
Blanca es la princesa de los cuentos, la novia del cine de la calle Sarmiento,
la niña de la bicicleta, la dama antigua, la graduada de su mamá, la nena del
anorak nuevo de domingo, la mamá para siempre de esta beba que duerme
ahora en sus brazos. Blanca quisiera que ese viaje no terminase nunca,
desearía detener el tiempo en esa felicidad.
Como surgidos de esa ventanilla mágica, los recuerdos se despliegan
ante la conciencia de quien recuerda, y transforman su mundo mental en
escenario privilegiado del tiempo subjetivo. Quien recuerda es capaz de
detener, retroceder, avanzar o proyectar lo vivido siguiendo una cronología
ajena a las sujeciones del tiempo físico. Quien recuerda dispone del poder
de reexperimentar lo vivido y de ser simultáneamente otro y el mismo.
Quien recuerda puede atravesar el tiempo en cualquier dirección.
¿Cuál es el tiempo que la memoria cautiva, ese que hace a los seres
humanos capaces de viajar hacia atrás, retroceder al pasado, sustraer su
conciencia del presente y dominar cualquier calendario? ¿Recordará Blanca
dentro de unos años ese momento de felicidad? ¿Cómo será su recuerdo?
¿Se acordará del preludio de Bach que acompañó ese primer viaje conNina
en sus brazos? ¿Recordará el calor de la ciudad, la entrañable mirada de
Pablo en el retrovisor, la carita dormida de la niña y su respiración como
esponjita de aire? ¿Recordará ese trayecto con la misma emoción con la que
lo ha vivido? ¿Cómo se escribirá este viaje en la memoria de Blanca?
¿Cómo se escribirá en la memoria de Pablo? ¿Y en la de Nina? ¿Recordará
la niña esa mañana de verano?
Los tres viajeros de nuestra escena compartieron ese día la misma
travesía y los mismos cuarenta minutos por la ciudad. ¿Compartían el
mismo tiempo? Esa mañana de enero se desplazaron los tres desde un lugar
a otro en el espacio físico de la ciudad, y el curso del reloj también avanzó,
como el auto, surcando el tiempo hacia delante. Cuarenta minutos. El
tiempo siempre avanza hacia delante, inexorablemente. Pero ¿es así en la
mente de Blanca durante ese viaje? ¿Cuántos años hacia atrás se desplazó
su vida al recordar el domingo con su abuela en el teatro, cuántos días
retrocedió hasta la memoria del primer llanto de Nina, cuánto tiempo se
remontó su corazón hasta la imagen del abrazo de su mamá en la cocina?
¿Y cuánto tiempo permaneció absorta su mente detenida en la escena en
que Pablo la invitaba al cine? ¿“Cuarenta minutos” es una medida justa para
reflejar el tiempo transcurrido en la mente de Blanca durante ese viaje?
¿Cuántas veces recordará ese momento a lo largo de su vida, cuántas veces
lo convocará, cuántas veces deseará recuperarlo, cuántas lo logrará?
¿Cuánto tiempo podrá retenerlo, quedarse con él, revivirlo en cualquier
lugar, llevarlo consigo?
Como recuerdos al portador, partes de nuestra vida viven en nosotros, se
transforman en destinos a los que viajamos sin valijas ni pasajes. Solo los
seres humanos somos capaces de lograr semejante maravilla: viajar
mentalmente en el tiempo. Se trata de una exclusiva travesía cuyo itinerario
responde a coordenadas particulares de espacio y tiempo: el tiempo
subjetivo y el espacio mental.
El tiempo subjetivo y el espacio mental
El tiempo físico, lo sabemos, se comporta de forma regular, avanza en
una única dirección: hacia delante. Solo conoce una forma de acción: la
progresión. Su marcha es implacable, nunca se detiene, no se inmuta ante
nada. Imperio de la monotonía: un momento se sucede atrás de otro, de
manera ineludible y fatal. El tiempo físico transcurre de manera predecible,
un continuo en el que cada momento dura lo mismo que el siguiente, regido
por leyes ajenas al arbitrio humano (Tulving, 2005).
En la mitología griega, Cronos, personificación del tiempo, es el dios
que devora a sus hijos. Cronos reinó en el universo hasta que fue vencido
por Zeus, el único hijo que logró sobrevivir y rebelarse contra él. Según la
cosmogonía helénica, luego de vencer a su padre, Zeus libera a sus
hermanos y desposa –entre otras– a una particular titánide: nada menos que
Mnemósine, la memoria. Zeus se convierte así en el dios máximo del
Olimpo. Sin afán de detenernos en los avatares familiares de las deidades,
no es un hecho menor que en los orígenes de nuestra cultura encontremos
un relato tal: el dios más poderoso del universo, soberano de hombres y
dioses, fue aquel que venció al tiempo y se unió a la memoria (Graves,
1984).
¿De qué manera los simples mortales podemos vencer al tiempo? ¿Qué
poder nos es dado si dominamos el tiempo? El mundo antiguo parece
anticipar en su genealogía fantástica algo que la psicología definiría
milenios después como una de las formas superiores del recuerdo humano.
En la voz del psicólogo Endel Tulving late aquel relato fundacional cuando
afirma que “la memoria es un ardid que la evolución inventó para que sus
criaturas puedan comprimir el tiempo físico” (1985: 4).
Solo el poder de la memoria vence al tiempo, solo gracias a la capacidad
humana de viajar mentalmente a nuestro pasado nos transformamos en
pequeños Zeus mortales, todopoderosos dioses humanos atravesando el
tiempo, jugando con él, indiferentes a sus condiciones, sus medidas y sus
determinaciones. Cuando Blanca recuerda su primer paseo en bicicleta,
comprime los veinticinco años transcurridos desde ese acontecimiento, los
reduce a los milisegundos que tarda su mente en llegar a esa vereda
tranquila de su infancia. Cuando su memoria se traslada al cine de la calle
Sarmiento, comprime los doce años transcurridos desde entonces, los
convierte por arte de magia en millonésimas de segundos. La velocidad de
la luz queda opacada ante semejante hazaña cognitiva. Pero nuestro poder
no se detiene allí. No solo podemos comprimir el tiempo físico, también
poseemos la capacidad opuesta: la de dilatar el tiempo según nuestro
capricho. ¿Cuántas veces, al recordar un momento significativo de nuestra
vida, algo que duró un instante apenas –la fugacidad de una mirada, una
palabra en voz baja, un gesto imperceptible, un efímero adiós–, lo
desplegamos en nuestra mente durante minutos, lo ponemos en cámara
lenta, lo sostenemos en pausa, lo prolongamos infinitamente, nos dejamos
invadir por él, soberanos absolutos de nuestra escena mental?
El sentido humano del tiempo implica un tipo particular de conciencia,
que permite a los seres humanos evocar el pasado, reflexionar sobre el
presente e imaginar el futuro. La conciencia del tiempo en que se
desarrollan nuestras vidas hace que nos sea posible viajar mentalmente en el
tiempo, esencia del recuerdo autobiográfico y de la imaginación
prospectiva.
Es importante distinguir que, al igual que todos los eventos físicos y
biológicos, la memoria humana opera en el tiempo físico. Pero el tiempo en
el cual ocurren los eventos recordados es diferente. Se trata del tiempo
subjetivo. El tiempo subjetivo existe solamente en virtud de la interacción
entre el tiempo físico y nuestra memoria. La memoria es un puente de plata
que hace posible la paradoja de que aquello que fue, esté presente en lo que
es (Tulving, 2002).
¿Cómo se construye ese puente desde el punto de vista evolutivo?
¿Cuándo empezamos a ser cognitivamente capaces de atravesarlo? ¿En qué
momento de la infancia conquistamos esa capacidad para evocar los
sucesos pasados? En definitiva, su adquisición marca un hito fundamental
en el desarrollo cognitivo: cuando empezamos a ser pequeños dioses en el
Olimpo de nuestra propia mente. La capacidad de viajar mentalmente en el
tiempo no es una conquista temprana, ni desde el punto de vista filogenético
ni desde el punto de vista ontogenético. Se especula que recién con la
llegada del Homo sapiens el género Homo desarrolla esta capacidad; y en la
vida de un niño aparece una vez que han transcurrido ya sus primeros
cuatro años (Perner, 2001; Solcoff, 2012).
Viajeros en el tiempo, invencibles recordadores, guardianes de tesoros
inasibles: somos nuestra memoria.
Partir del extrañamiento sea tal vez una de las mejores formas para
abordar el estudio de la memoria humana. Los formalistas rusos llamaban
“extrañamiento” (остранение) al recurso poético que consiste en volver
extraño lo conocido. “La automatización devora los objetos” (Shklovski,
[1917] 1970: 74) en la medida en que, cuando vemos o hacemos algo una y
otra vez, se torna automático, y perdemos la capacidad de percibirlo. No
nos parece descabellado reclamar esa condición poética en el punto de
partida de nuestro recorrido por la psicología de la memoria. El
extrañamiento, en nuestro caso, implicaría poder partir de la
desnaturalización del recuerdo, abrirle paso al asombro y la curiosidad. El
acto de recordar nuestro día de ayer, el patio de la escuela o un viaje en un
auto azul constituyen acciones habituales y espontáneas que forman parte
naturalmente de nuestra vida. Pero una mirada extrañada, desautomatizada,
ha de advertir que en cada uno de esos actos los seres humanos ponemos en
juego uno de los logros más altos de nuestra naturaleza humana.
Los procesos psicológicos superiores: el
recuerdo
Cuando Lev Vigotsky presenta el núcleo de su programa psicológico, él
mismo lo define como una psicología de las “cimas”. Vigotsky ([1926]
1991: 125) sostiene en ese momento que,mientras su contemporáneo
Sigmund Freud se ha ocupado de las “profundidades” de la mente humana,
su psicología, en cambio, habría de ocuparse de las “altas cumbres” .
Ahora bien, ¿cuáles son para Vigotsky las cimas de la naturaleza
humana, esas en las que es posible encontrar las manifestaciones más altas
del desarrollo humano? La conciencia autorreflexiva, el lenguaje poético, la
imaginación creadora, el pensamiento, la memoria lógica. Estos procesos
psicológicos, exclusivamente humanos, constituyen para Vigotsky las cimas
superiores de la geografía psicológica. Gracias a ellos el hombre es capaz
de imaginar realidades complejas, modificar su pensamiento, crear
ficciones, resolver problemas lógicos, inventar artefactos, hacer obras
artísticas, recordar su propia vida, pensarse a sí mismo, conmoverse frente a
un hecho estético (Vigotsky, [1931] 1991).
Recordar, planteado en esos términos, constituye una capacidad situada
en las altas cumbres de los procesos cognitivos. Su emergencia en el
desarrollo evolutivo –hacia los 4 años aproximadamente–, como hemos
señalado, transforma dramáticamente la vida mental del niño. A partir de
ese logro el niño será capaz de “revivir” internamente sus experiencias
pasadas (Perner, 2001). Pero la memoria autobiográfica o episódica, que
hace posible el recuerdo de eventos vividos personalmente, no es la misma
memoria que hace posible el razonamiento, el aprendizaje de una habilidad
motora, el conocimiento de los hechos del mundo o la repetición de la tabla
de multiplicar, como veremos en los capítulos 1 y 2.
Cuando nos centramos en el aprendizaje, saber es el verbo que
tradicionalmente identifica la experiencia de conocimiento, vinculada a las
operaciones de la memoria semántica. La memoria semántica nos permite
compartir los significados del mundo: desde los primeros “pa-pá”, “ma-má”
hasta los conceptos científicos y las metáforas más sublimes. Siguiendo a
Bruner (1991), mientras que la memoria episódica introduce al niño en el
mundo interior de su autobiografía, la memoria semántica, estrechamente
ligada al dominio lingüístico, lo introduce en el mundo simbólico de la
cultura.
Recordar y saber: dos verbos que se conjugan siguiendo la particular
gramática de la memoria, constituyendo el núcleo central de sus acciones.
Para dar cuenta de los procesos que subyacen a estas competencias –ya sea
el aprendizaje de datos, la reproducción de una poesía, el recuerdo de un
suceso, la comprensión de conceptos, o la reconstrucción mental de un
acontecimiento–, es importante tener conocimiento de cómo funciona la
memoria humana. En rigor, deberíamos hablar de las memorias humanas,
en plural. Una noción clave que guiará nuestro itinerario en este libro es la
de que nuestra memoria no constituye un bloque unitario sino que
comprende diversos sistemas que, si bien están relacionados, tienen
funciones diferenciadas y procesamientos particulares (Baddeley, Eysenck y
Anderson, 2009).
Conocer el funcionamiento y las características de los diferentes
sistemas de memoria resulta central para comprender las peculiaridades del
recuerdo, el aprendizaje y el desarrollo de competencias específicas que
constituyen aspectos medulares de la cognición, que trataremos en el
capítulo 2.
Si en los primeros apartados aludimos al recuerdo del propio pasado,
referido a las competencias de la memoria autobiográfica o episódica
(recordar), en este nos detendremos en el otro núcleo central de las
funciones de la memoria, referido a la memoria semántica (saber).
Los significados de las palabras, el aprendizaje de hechos históricos, la
formación de categorías, en definitiva, el saber acerca del mundo, los
conceptos, los esquemas cognitivos, se construyen gracias a esta memoria.
La distinción entre memoria episódica (o autobiográfica) y memoria
semántica fue llevada a cabo por el psicólogo Endel Tulving en un clásico
trabajo de 1972. En él presenta esta distinción fundamental entre la
memoria para la experiencia personal, memoria episódica, y la memoria
referida al conocimiento general del mundo, la memoria semántica. En el
capítulo 3 abordaremos esta diferenciación.
Mientras que la memoria episódica consiste en el procesamiento de
experiencias personales con referencia a parámetros espaciales y temporales
(en el ejemplo del inicio de la introducción, cuando Blanca evoca la primera
vez que Pablo la invitó al cine de la calle Sarmiento o cuando rememora el
acto del 25 de Mayo en el colegio y la mirada del papá), la memoria
semántica está referida al lenguaje, los hechos, conceptos e información
general acerca del mundo, divorciada de las dimensiones de espacio y
tiempo. Por ejemplo, conocer el significado de la palabra “cine” o “butaca”,
la ubicación de la calle Sarmiento o la historia de los hermanos Lumière.
Este tipo de conocimiento es impersonal, no involucra ninguna
representación relativa a eventos vividos o ubicación témporo-espacial.
Para responder a la pregunta “¿Qué sucedió el 25 de Mayo de 1810?” no
precisamos recordar el momento exacto de la clase de historia cuando la
profesora nos lo enseñó; para responder a “¿Cuál es la fecha de nacimiento
de tu hija?” no necesitamos revivir los dolores de parto de aquel día. Es
decir, la recuperación de la información es independiente del contexto de
aprendizaje o fuente de esa información. La memoria semántica está
vinculada con la información que llegamos a conocer intelectualmente, pero
que no hemos experimentado. Podemos comprender la nueva información
como concepto, pero no la hemos experimentado perceptivamente con
nuestros sentidos (Tulving, 1972; 1983; 1985).
Tulving (1989) subraya esa diferencia (to remember/to know) y hace
notar que, mientras que en la memoria episódica se pone en juego la
actividad de “recordar” algo, la memoria semántica involucra la actividad
de “conocer” algo. Son experiencias fenoménicas bien diferenciadas. Como
podemos advertir, en la primera la implicación subjetiva es superior en
términos de acceso introspectivo a emociones, motivos, afectos y
sentimientos. Podríamos decir que su evocación comprende el sentido
personal del recuerdo, además de su significado convencional. En la
segunda, la actividad de “saber” está relacionada a la experiencia de
pensamiento o conocimiento, despojada de imágenes mentales, emociones,
aromas, lugares y momentos.
Pero esta no es la única distinción propia de estos procesos de memoria
(Tulving, 2005). También las acciones del olvido forman parte del
procesamiento de representaciones, aprendizajes y experiencias,
convirtiéndose en un instrumento central de control cognitivo y regulación
emocional en las distintas memorias, como veremos en el capítulo 4.
Comprender estas diferencias se hace necesario a la hora de estudiar el
lugar de la memoria entre las “cimas” vigotskianas de las funciones
psicológicas superiores. En principio, esta distinción nos brinda un mapa
general del extenso territorio de la memoria, por donde iremos avanzando a
lo largo de este libro, sin perder de vista las “altas cumbres”.
¿Aprender sin memoria?
Convocando esa mirada extrañada que todo lo inaugura, vamos a
proponer en estos primeros pasos un ejercicio de imaginación. Asumiendo
el desafío de comenzar este ascenso a las cumbres, vamos a situarnos en
una escena hipotética. Supongamos que dentro de cinco minutos empezará
a regir un decreto universal: la abolición de toda forma de memoria sobre la
faz de la Tierra. Dentro de escasos cinco minutos los seres humanos
perderemos nuestra capacidad de memoria para siempre. Todos los
conocimientos y recuerdos adquiridos hasta este momento se borrarán de
nuestra vida dentro de cinco minutos. Nuestra memoria estará acabada, el
género humano será desposeído de esta capacidad y no volverá a
recuperarla nunca más.
El decreto solo incluye la memoria, dejando intactas todas las otras
funciones psicológicas. Es decir, este mandamiento supremo involucra
únicamente las competencias mnemónicas; se trata de una prolija
amputación circunscripta a esta función específica.Las demás funciones
psicológicas (lenguaje, pensamiento, percepción, atención, motivación,
emoción, conciencia) no están alcanzadas por esta ley, que vamos a llamar
“Ley de la Amnesia Universal”.
En estos cinco minutos que nos quedan, imaginemos las primeras
consecuencias de esta ley para cada uno de nosotros y para la especie
humana. Nos animamos a esbozar esa escena, pero invitamos al lector a
hacer el ejercicio de extrañamiento antes de proseguir la lectura. ¿De
acuerdo?
Veamos si lo que ustedes, lectores, han imaginado coincide con nuestro
borrador…
En cinco minutos seremos incapaces de responder preguntas tales como
¿Qué hago aquí, leyendo estas palabras? ¿Qué lugar es este? ¿Y yo? ¿Quién
soy? ¿Quiénes son las personas que me rodean en este lugar? ¿Qué sentido
tienen todas estas cosas, yo mismo? Posiblemente, la desorientación inicial
deje lugar al miedo, al estupor, al no saber qué sucede, al haber perdido la
identidad, al estar en una nube sin idea de nada, sin comprender qué son los
objetos a mi alrededor…libros, sillas, café, enchufes, celulares, puertas,
personas, fotos, ventanas, todo es extraño, nada me es familiar, yo mismo
no lo soy, desde el espejo no reconozco a esa persona que me observa con
desesperación, no entiendo las voces que escucho…Ya no sé qué cosa es el
lenguaje, no comprendo el sonido de ese aire que emana de las bocas de los
otros… Tampoco puedo preguntar nada porque acabo de olvidar cómo se
habla, no tengo lenguaje, todo lo he olvidado, el vacío no es comparable a
nada, no puedo huir… ¿hacia dónde iría? No hay ningún lugar al cual
acudir, cualquier lugar es el mismo lugar, no me espera nadie ni nada en
ningún sitio. Además, ¿cómo escapar si he olvidado cómo se hace para
caminar? No puedo sostenerme sobre mis piernas, todo se ha borrado de mi
memoria, no solo mis recuerdos y todo lo que sabía, también mis
movimientos dejan de seguirme… Desconozco para qué sirven las cosas, no
puedo articular un solo movimiento, un solo pensamiento, la nada se
impone, una nada caótica que me llena de terror, hacia atrás no podré
recuperar nada… ¿Y hacia delante? ¿Hay algo que pueda hacer? ¿Puedo
concebir algún plan, alguna estrategia de acción futura aunque sea para los
próximos minutos que me esperan? Siento que mi mente ha dejado de
funcionar… No tengo recuerdo de haber querido a alguien alguna vez, de
haber tenido algún vínculo humano, desconozco el concepto de “mamá”,
“amigo”, “abuelo”… Tampoco sé lo que significa “yo” o “amor” o
cualquier otro sentimiento que no sea esto que siento en el presente
perpetuo en el que solo hay confusión, tiniebla, impotencia.
Esta primera postal de la amnesia total nos arrastra inevitablemente a
preguntarnos por la integridad de nuestras funciones psicológicas y nuestra
identidad si extirpamos la memoria.
¿Qué hay entonces de todos los procesos psicológicos fuera del alcance
de la imaginaria Ley de la Amnesia Universal? Nuestro decreto,
recordemos, abolía exclusivamente la memoria, pero dejaba intacto el resto
de las otras funciones. Sin embargo, a poco de avanzar en la escena
imaginaria es innegable que ninguna de ellas podría sobrevivir indemne una
vez que la memoria abandona el elenco cognitivo. Sin ningún tipo de
memoria, ¿hay alguna posibilidad de lenguaje, pensamiento, conciencia,
motivación, afectividad, inteligencia, emoción? Como en un feroz y
arrasador efecto dominó, todos los procesos psicológicos van cayendo uno a
uno cuando la memoria deja de articular sus piezas, como si el bastidor se
desarmara dramáticamente.
Devastada nuestra historia, nuestros recuerdos y nuestro pasado, nuestra
identidad y todo lo que hemos aprendido hasta este momento, la situación,
¿podría asemejarse a la de un recién nacido, en el “grado cero” de la vida,
pizarra en blanco donde comenzar a escribir de nuevo nuestra historia? Tal
vez nos contentaríamos con esa idea: estar frente a la posibilidad de
cambiarle algunas páginas desafortunadas a los hechos del pasado. Y desde
el cero de la amnesia total, nos puede ilusionar empezar sin historia,
vincularnos de nuevo con las personas, crear una realidad mejor, dejar atrás
todo lo malo. ¿Cuántas veces hemos soñado con empezar de nuevo, o no
haber hecho o dicho algo, borrar toda huella de infelicidad? Consideremos
esta posibilidad esperanzadora: ¿sería posible para estos seres humanos sin
memoria empezar de cero a partir de esta ley?
La respuesta es negativa. No debemos olvidar la letra de la ley: ella
establece que la memoria desaparece de la faz de la Tierra.
De ser así, ¿cómo podríamos empezar de cero? La propia idea de
“comienzo” abriga la noción de continuidad. En un mundo sin memoria,
cualquier cosa que comencemos a hacer, o a pensar o a planear quedará
disuelta en el siguiente instante de haberla comenzado, pensado o planeado.
Al abolir la memoria, se ha extinguido todo mecanismo por el cual alguna
acción, pensamiento o intención pueda permanecer o guardarse de algún
modo posible. Aun cuando logremos pensar en algo, ese pensamiento se
desvanecería al dejar de pensarlo, como si nunca hubiera existido. Aun
cuando lográramos escribir algo, ya no lo comprenderíamos al levantar el
lápiz de la hoja.
Ninguna permanencia en el tiempo puede ser concebida. Lo único
permanente es el presente. Un mundo sin memoria es un mundo sin tiempo.
En un mundo sin memoria el pasado ha sido borrado y el futuro es una
dimensión vacía, desde el momento en que nada puede proyectarse. No es
posible entonces concebir un plan, o una secuencia de acciones
encadenadas o mantener intenciones de acción: en el acto mismo de
concebir el primer paso, ya lo hemos olvidado. Como en la canción de
María Elena Walsh (1967):
En el país del Nomeacuerdo 
doy tres pasitos y me pierdo. 
Un pasito para atrás 
y no doy ninguno más, 
porque yo ya me olvidé, 
dónde puse el otro pie.
No hay segundo paso, no hay proceso de ningún tipo, se esfuma toda
esperanza de continuidad. Por eso la situación no es análoga a la del grado
“cero”, o la pizarra en blanco que espera la escritura. No hay “cero” en la
medida en que no habrá uno, dos, tres. O, más bien, es un cero continuo,
donde siempre es cero. En este mundo sin memoria, el cero es siempre lo
que sigue al cero, un primer cero, nuevo cada vez, ignorante del anterior.
Lejos de la situación del recién nacido, con todas las posibilidades
esperando por él, en un mundo sin memoria nada nos está esperando.
Advertimos cómo la memoria no solo afecta al pasado sino también al
futuro, dador de sentido, guía de nuestras acciones. La imposibilidad de
retener en la mente nuestros pensamientos, intenciones o planes hace que
toda acción futura se desvanezca antes de ver la luz.
Entonces, nada puedo reconstruir de mi pasado y nada puedo construir
de mi futuro. En un mundo imaginario sin memoria, en definitiva, no solo
desaparecen los viejos contenidos de la memoria sino que desaparece algo
más: la maravillosa posibilidad de construir nuevos. En nuestro mundo real,
a eso lo llamamos aprendizaje.
Y a este lugar queríamos llegar, lejos de la pesadilla en que nos envolvió
la kafkiana ley de la amnesia.
Nos habíamos referido en esta introducción a dos verbos, como faros en
nuestro mapa de la memoria: recordar y saber. Un tercer verbo nos ha sido
dado a partir de estas digresiones imaginarias. Ese tercer verbo que alumbra
nuestra cartografía de la memoria, junto con recordar y saber, es aprender.
La falsa antinomia: memoria versus
comprensión
Imaginar un mundo humano sin memoria es un ejercicio que nos revela
la naturaleza fundamental de esta competencia, en el sentido de
“fundamento” del edificio cognitivo: es difícil concebir algún proceso
cognitivo capaz de sobrevivir a su destrucción. Katherine Nelson,
especialista en el estudio de la ontogénesis de la memoria autobiográfica y
del lenguaje, es elocuente al afirmar:
La memoria es la forma primaria de toda representación mental. Las
otras formas tales como conceptos, categorías, esquemas, imaginación,
sueños, intenciones, planes, conjeturas, historias, inclusoel lenguaje,
todas, de algún modo derivan de la memoria (Nelson, 1996: 98).
De acuerdo con la autora, la memoria engendra en cierta forma gran
parte de las producciones superiores de la cognición y la cultura humanas.
En un apartado anterior habíamos dejado al poderoso Zeus uniéndose a
Mnemósine. A la luz de las palabras de Katherine Nelson, nos es necesario
retomar por un momento las consecuencias de aquel apasionado enlace.
Según la mitología griega, después de nueve noches consecutivas de amor,
Zeus y Mnemósine engendraron a las nueve musas. Mnemósine, diosa de la
memoria, es por tanto la madre de todas las musas, a quienes nutre y
protege. Para los antiguos griegos, de la memoria nacen las artes y la
ciencia, representadas justamente por las musas, inspiradoras de la creación
poética, artística e intelectual.
En el mundo de la oralidad griega, aquellos individuos capaces de
recordar y recitar largos pasajes de obras clásicas eran dignos de respeto y
admiración, en la medida en que la posesión de una buena memoria era
sinónimo de perfección moral. En un mundo sin escritura, ellos se
constituían, de alguna manera, en la memoria de esos pueblos, una garantía
de transmisión cultural (Havelock, 1996). Como parte de la retórica, el arte
de la memoria suponía un entrenamiento especial en el recuerdo de sus
relatos, sus historias, obras poéticas y dramas. Más aún, cuando la escritura
comienza a difundirse en el mundo occidental, para muchos esto significaba
un claro atentado contra la memoria, uno de los bienes más nobles y
apreciados del alma humana. Se llegó a augurar su trágico final en manos
de este peligroso instrumento: la escritura. La escritura como arma trazando
la estocada de muerte a la memoria. Sin afán de realizar un análisis
histórico de estos avatares (Ong, 1987), a la hora de abordar su enfoque
psicológico consideramos relevante no perder de vista el lugar que ha
ocupado la memoria desde la Antigüedad hasta el Renacimiento en la
cultura occidental.
Refiere la historiadora Frances Yates (1974) uno de los momentos más
agudos de la historia de la educación occidental: cuando Carlomagno
convoca al teólogo y maestro anglosajón Alcuino (735-804) para proyectar
un nuevo sistema educativo en el imperio carolingio. El emperador pide
entonces consejo al gran maestro:
Carlomagno: ¿Qué has ahora de decirme sobre la memoria, que supongo
es la más noble parte de la retórica? 
Alcuino: […] la memoria es el tesoro de todas las cosas y si no se la
hace custodia de las cosas y palabras ideadas, sabemos que todas las
otras partes del orador, por más distinguidas que sean, se vuelven nada
(Yates, 1974: 72).
Sin embargo, el valor de la memoria no siempre es ponderado en esos
términos en el contexto de la educación escolar de nuestros días. Lejos del
maestro Alcuino, los pedagogos frecuentemente lamentan las desventuras
de “aprender de memoria” frente a las bienaventuranzas de quienes
“comprenden” acabadamente. En estas afirmaciones, que a menudo
adquieren el estatus de verdades reveladas, la memoria es asimilada a la
repetición, mientras que el aprendizaje es asimilado a la comprensión. De
esta forma, el menú de las dicotomías está listo para la degustación: de un
lado, la repetición y la memoria como alimento de la ignorancia y, del otro,
la comprensión y el aprendizaje como alimento del conocimiento.
Nos preguntamos, entonces: ¿es posible “comprender”, “conocer” o
“aprender” sin codificar, guardar y recuperar la información adquirida? ¿Es
posible, en definitiva, adquirir algún tipo de información sin un mecanismo
que permita su registro, almacenamiento y recuperación?
Prescindir de la memoria es prescindir de la posibilidad de construir
categorías semánticas, de relacionar conceptos, de adquirir nuevos términos
lingüísticos, de realizar inferencias, de generar asociaciones, de establecer
vínculos entre distintas nociones. Es, en síntesis, ni más ni menos que
prescindir del mecanismo que abre el camino a la comprensión y el
aprendizaje.
Hemos delineado en este capítulo una hoja de ruta que nos llevará a
través del particular territorio de la memoria. Los tres pilares centrales de
nuestro recorrido se conjugan en los tiempos de tres verbos: recordar, saber
y aprender.
Cómo se llevan a cabo estas funciones superiores de la memoria, cómo
se desarrollan y se constituyen, qué papel juegan junto a los procesos
medulares de la cognición son cuestiones que han de ocuparnos en los
próximos capítulos. Consideramos que un abordaje riguroso de la
psicología de la memoria constituye una pieza insoslayable para la
comprensión de procesos psicológicos centrales en el aprendizaje, la
constitución de la mente episódica y el desarrollo cognitivo.
Si es cierto, como expresa el poeta alemán, que “la memoria es el único
paraíso del que no podemos ser expulsados” (Richter, [1804] 2005), en las
páginas que siguen intentaremos descifrar algunos de sus misterios y
ahondar en la naturaleza de sus prodigios. Y si no es cierto, procuraremos
comprender en qué consiste el olvido, sus trabajos y sus días.
CAPÍTULO 1
La memoria desde una perspectiva
neuropsicológica
Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque solo sea a retazos,
para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye toda nuestra
vida. Una vida sin memoria no sería vida […]. 
Nuestra memoria es nuestra coherencia, nuestra razón, nuestra acción,
nuestro sentimiento. Sin ella no somos nada.
LUIS BUÑUEL (1982)
El caso H. M.: un cambio paradigmático en el
estudio de la memoria
Las principales cuestiones que hemos planteado en la introducción
podrían resumirse en una pregunta: ¿qué significa para el hombre tener
memoria? Si enhebramos, hilanderos de textos, las voces que hemos
convocado en él, desde la mitología griega hasta Vigotsky, desde Tulving
hasta el educador Alcuino, esa es la pregunta que subyace bajo el devenir
de sus diálogos. ¿Qué significa tener memoria? Hoy sabemos que tener
memoria no es poseer un don: es poseer muchos dones. La memoria nos
habla diferentes lenguas y, partiendo de esa madeja de Babel, hemos
desplegado en nuestra introducción un ovillo de preguntas en torno a las
formas humanas del recuerdo, el conocimiento y el aprendizaje, sustantivos
que la memoria transforma en verbos exquisitos, dotándolos de acción y
sentido.
Recordar, saber y aprender constituyen procesos psicológicos de
naturaleza superior y, como señalamos, comprenderlos en profundidad nos
encumbra a las alturas, donde la memoria ejerce su generoso mecenazgo
sobre estos tres actos humanos. Seguramente esa sea una de las razones por
las que, desde la Antigüedad hasta nuestros días, la memoria ha sido objeto
de reflexión, estudio e investigación en los distintos campos del saber y la
cultura. Religión, filosofía, literatura, psicología, educación, neurociencia o
poesía: todas ellas han tratado de traducir y comprender su lenguaje
extraordinario.
En el mundo del conocimiento científico, la historia del estudio de la
memoria está marcada por algunos hitos fundamentales, momentos clave
que han determinado nuestra comprensión actual de los procesos mnémicos
y nuestro conocimiento sobre su funcionamiento, su desarrollo y sus
sustratos neurales.
Uno de esos hitos insoslayables fue el caso H. M., de 1953, un caso
clínico de amnesia cuyo estudio, a cargo de la neuropsicóloga Brenda
Milner provocó un cambio definitivo de paradigma en el estudio de la
memoria. Los hallazgos de Brenda Milner establecieron principios
fundamentales sobre la organización de las funciones de la memoria en el
sistema nervioso. El descubrimiento de que ciertas zonas del cerebro son
necesarias para ciertas formas de memoria fue la primera prueba acerca del
sustrato neural donde se procesan y almacenan los recuerdos. A partir de su
publicación, el caso H. M. (Scoville y Milner, 1957) se convirtió en uno de
los artículos más citados en la historia de la neurociencia hasta nuestros
días, y su protagonista, en el paciente más célebre en el estudio de la
memoria (Squire, 2009). Loque hoy sabemos acerca de la pluralidad de las
memorias, la distinción entre la memoria a corto plazo y la memoria a largo
plazo, sus localizaciones cerebrales, las estructuras del sistema nervioso
involucradas en el procesamiento de la información, la disociación entre
memorias implícitas y explícitas, la naturaleza del recuerdo episódico, en
síntesis, los aspectos medulares que atraviesan nuestras preguntas sobre
recordar, saber y aprender, llegaron al mundo moderno de la mano del caso
H. M. En este capítulo, nuestra mirada ha de dirigirse hacia esa fuente
privilegiada.
El sustrato neuroanatómico de la memoria
Cuando el joven Henry Molaison abrió sus ojos el 23 de agosto de 1953,
no supo que a partir de ese momento su vida no volvería a ser la misma.
Tampoco lo supo cincuenta y cinco años después, al cerrarlos por última
vez.
Ignoró también ese agosto –y lo ignoraría cada uno de los sucesivos
agostos– que su vida iba a cambiar definitivamente la historia de las
neurociencias. Henry Molaison marcó un antes y un después en la
comprensión y el estudio científico de la memoria humana. Extranjero en
esas comarcas del saber, Henry no era un hombre de ciencia, ni un
investigador, ni un catedrático. Su identidad se mantuvo oculta, protegida
bajo las iniciales H. M., hasta el momento de su muerte, la tarde del 2 de
diciembre de 2008.
Entre esas dos fechas, 23 de agosto de 1953 y 2 de diciembre de 2008,
Henry vivió un único día, el mismo y único día, durante cincuenta y cinco
años.
La memoria de Henry Molaison había quedado detenida para siempre en
aquel agosto inmemorial, como consecuencia de una cirugía cerebral. La
intervención quirúrgica había sido realizada con el fin de aliviar los severos
síntomas epilépticos de este joven que, en ese momento, contaba con 27
años. Durante la operación le extirparon la parte inferior y lateral del
cerebro en ambos hemisferios, una región llamada lóbulo temporal. Sus
síntomas epilépticos desaparecieron casi por completo, pero la lobectomía
dejó a Henry atrapado en el presente, de manera trágica y definitiva. Es que
aquella cirugía había extirpado una estructura profunda del lóbulo temporal.
Una estructura muy pequeña, de apenas cuatro centímetros, con forma de
caballito de mar, portadora de uno de los mayores secretos de nuestra
especie, un secreto que a partir de ese momento empezaría a ser develado.
Esa pieza, extraída del cerebro de Henry en agosto de 1953, es la que
gobierna la creación de recuerdos: el hipocampo.
La escisión de menos de cuatro centímetros del hipocampo provocó una
escisión inconmensurable en la vida de Henry, infinitamente más honda:
afectó su futuro de modo irreversible. La vida de Henry transcurriría a partir
de entonces en el presente, ajeno al paso de los minutos, las horas, los días,
los años. El reloj se detuvo… y Henry se convirtió para siempre en H. M.
(Squire, 2009).
Hasta el momento de la crucial intervención, Henry se ganaba la vida en
un taller mecánico. Con su overol gris azulado y su rostro bonachón tiznado
de hollín, parecía un personaje salido de un cuadro de Norman Rockwell.
Hijo de una familia modesta de Hartford, en el estado estadounidense de
Connecticut, Henry padecía intensos ataques epilépticos desde niño. Al
parecer, estos ataques habían comenzado a los 10 años, tiempo después de
ser atropellado por una bicicleta en una calle del pueblo. Este accidente
callejero le había provocado un importante traumatismo craneal que le hizo
perder la conciencia durante cinco minutos. Pero como Henry tenía
antecedentes familiares de epilepsia, nunca se descartó una fuerte
propensión genética como determinante de su mal. De cualquier manera,
más allá de su origen, lo cierto era que la epilepsia de Henry se iba
agravando, bajo la forma de unas frecuentes “tormentas eléctricas” en el
cerebro del pequeño, que crecían en intensidad a medida que crecía el
propio Henry. Las constantes convulsiones y crisis epilépticas malograron
su paso por la escuela, donde era blanco de las burlas de sus compañeros. A
partir de los 16 años la situación empeoró; Henry empezó a tener pérdidas
de conciencia cada pocos minutos y los ataques epilépticos se agudizaron.
Tuvo que abandonar el colegio secundario, aunque finalmente logró
graduarse en una escuela especial, con gran esfuerzo, a los 21 años. Su
cuadro epiléptico, altamente incapacitante, era refractario a los tratamientos
farmacológicos disponibles en esa época. Pérdida de conciencia, rigidez
tónica seguida de movimientos convulsivos en todo el cuerpo, lesiones
provocadas por las repetidas caídas. Prácticamente ya no podía trabajar y su
situación se tornaba desesperante, cada ataque epiléptico ponía en riesgo su
vida (Corkin, 2013).
Bajo estas circunstancias, sus padres recurren al hospital de Hartford,
donde el doctor William Scoville, un prestigioso neurocirujano de entonces,
examina a Henry. El doctor Scoville localiza los focos epilépticos en los dos
lóbulos temporales mediales, izquierdo y derecho. El origen de las
tormentas eléctricas cerebrales de Henry había sido identificado. Scoville
propuso entonces extirpar quirúrgicamente ambas zonas, una medida
extrema frente a una situación límite, agotados los tratamientos conocidos.
La operación efectivamente fue realizada y Henry fue liberado de aquellas
tormentas cerebrales.
Sin embargo, otros temporales le aguardaban, más densos y silenciosos.
La epilepsia había sido conjurada: los ataques se redujeron a apenas uno
o dos al año. Pero la memoria de Henry fue la moneda de cambio. La
pérdida de su capacidad de viajar mentalmente en el tiempo fue el infausto
precio del conjuro. A partir de ese momento, Henry fue incapaz de recordar
absolutamente nada de lo que le sucedía. Nunca más pudo crear nuevos
recuerdos, sumido en una amnesia devastadora e irreversible.
El doctor Scoville quedó muy afectado por el daño causado a Henry,
aunque acaso le había salvado la vida. Públicamente se opuso al tipo de
tratamiento quirúrgico que él había realizado. Unos años después de la
operación, en 1957, el doctor William Scoville y la doctora Brenda Milner
publicaron la primera descripción clínica del paciente H. M., que cambió
para siempre la perspectiva científica de la memoria humana. La operación
no volvió a realizarse nunca más y H. M. fue un caso único de amnesia
inducida artificialmente. Una nueva página comenzaba a escribirse en la
comprensión de la memoria. En esa página ingresaremos a continuación,
convocando la historia de nuestro joven Henry, cuya amnesia profunda
posibilitó que este conocimiento llegara hoy a nuestras bibliotecas.
Figura 1.1
El hipocampo
El hipocampo es una de las estructuras cerebrales responsables de la formación de recuerdos. Forma
parte del sistema límbico y está localizado simétricamente en ambos hemisferios cerebrales, en el
interior del lóbulo temporal, estrechamente vinculado a la corteza cerebral.
La amnesia de H. M. en perspectiva
Describiremos en este capítulo las consecuencias psicológicas que la
cirugía provocó en la memoria de Henry. Paradójicamente, la amnesia será
la brújula que nos guiará hacia el mundo de la memoria, recorriendo un
camino análogo al que siguieron los hallazgos científicos. Partiendo del
perfil de competencias de memoria perdidas de H. M., avanzaremos sobre
la cuestión fundamental que nos plantea el funcionamiento mnésico en esta
primera instancia: ¿cuántas memorias alberga nuestra memoria?
Asidos a los hilos que esos hallazgos nos proveen, como el ovillo de
Ariadna en el laberinto, mostraremos los argumentos que conducen a la
respuesta: nuestra memoria alberga dos memorias, como dos movimientos
de una sinfonía.
Los días y las noches que siguieron a la operación, Henry preguntó una y
cien veces a la enfermera dónde estaba, por qué estaba allí, qué le sucedía.
Conforme la enfermera respondía, Henry volvía a preguntar lo mismo, y
esperaba las respuestas con la misma expectativa cada vez, como si nunca
hubiese oído esas respuestas. Si bien podía identificar que estaba en un
hospital,era incapaz de retener la información que se le brindaba, como
tampoco podía retener su propia experiencia, lo que vivía cada momento.
Por ejemplo, al poco tiempo de terminar de almorzar, con el plato vacío aún
delante de sí, era incapaz de recordar qué había comido, o tan siquiera si ya
lo había hecho. Cuando un doctor salía de su cuarto unos breves minutos, al
volver a ingresar Henry no lo reconocía, como tampoco reconocía a la
enfermera que cuidaba de él cada día (Kandel, 2007).
Alarmado por el estado de cosas, el doctor Scoville se comunicó con el
doctor Wilder Penfield, una eminencia del Instituto de Neurología de
Montreal, pionero en la neurocirugía de la epilepsia. Por aquel entonces,
una joven investigadora inglesa, graduada en la Universidad de Cambridge,
se encontraba trabajando bajo la dirección del prestigioso doctor Penfield
en Montreal. Estaba abocada al estudio de los efectos intelectuales de las
lesiones en los lóbulos temporales en pacientes con lobectomías.
El caso de Henry despertó el interés del doctor Penfield, que decidió
enviar a la joven y brillante doctora a conocer al enigmático paciente. Es
aquí cuando entra en escena uno de los personajes más importantes de esta
historia: la joven doctora a quien Penfield confía la extraordinaria misión.
Se trata de Brenda Milner, quien décadas más tarde afirmará que en aquella
ocasión la fortuna la situó en el lugar indicado en el momento indicado. La
historia demostró que, además, fue la persona indicada (Xia, 2006).
Brenda Milner tomó inmediatamente el tren nocturno desde Montreal a
Hartford, el tren que la llevaría hasta Henry Molaison, ignorando tal vez la
trascendencia de ese viaje. Brenda repitió ese trayecto entre Montreal y
Hartford durante treinta años todos los meses para trabajar con Henry. A lo
largo de esos años, ni una sola vez Henry reconoció a Brenda cuando esta
llegaba y lo saludaba. En cada ocasión debía presentarse y siempre recibía
el mismo saludo de Henry: “Encantado de conocerla”. Pocas veces esta
sencilla fórmula de saludo habrá encerrado tan penosa verdad.
En una oportunidad, la doctora Milner le preguntó a Henry cómo se
sentía. Él describió su estado de esta manera: “Es como despertar de un
sueño. Cada día es un único día” (Milner y otros, 1968: 217). Como
despertar de un sueño sin recordar lo soñado, cada día exiliado del continuo
suspendido de su vida. Un solo día perpetuo, sin vinculación alguna con el
día anterior ni con el día siguiente. Despertar de una noche sin recuerdos
para vivir un día desierto, igual de oscuro y vacío que la larga noche
olvidada.
Brenda Milner recogió sistemáticamente, a lo largo de los años,
mediante originales pruebas neuropsicológicas y extremo rigor
experimental, cada uno de los signos que la memoria de Henry le brindó.
Sus hallazgos configuran hoy un parámetro hasta tal punto que el caso H.
M. constituye un patrón de medida, la referencia ineludible en este campo.
La memoria mutilada de Henry encontró en Brenda Milner una lectora
privilegiada. A partir de los déficits, ella reconstruyó una cartografía de las
capacidades mnésicas que Henry había perdido, las que había conservado, y
las regiones del cerebro vinculadas con ambas. La trascendencia del caso H.
M. no reside –o por lo menos no reside solamente– en el conocimiento que
ha permitido desarrollar sobre los cuadros amnésicos. La descripción de
Milner ha ido más allá: constituyó para la psicología de los procesos
superiores el primer escáner psicológico de la memoria (Kandel, 2007).
En la actualidad, la amnesia de Henry Molaison es conocida también
como síndrome de Milner. Posiblemente debería llamarse el síndrome de
Molaison y Milner. Como observa Oliver Sacks (1995), es llamativo que en
medicina los síndromes llevan el nombre de quienes los describen, y no de
quienes los padecen. En cualquier caso, consideramos que la lectura del
caso de Henry Molaison y Brenda Milner nos permite aproximarnos a la –
habitualmente aséptica– clasificación de la memoria desde una dimensión
humana, perspectiva desde la cual adoptan un sentido auténticamente
psicológico los aspectos teóricos y técnicos que expondremos acerca de
ella.
Con estas premisas, veamos en qué consiste la primera gran clasificación
de la memoria y por qué la descripción antológica de Brenda Milner es
fundamental para conocer el funcionamiento de la memoria y comprender
las diversas formas de aprendizaje y recuerdo humanos.
Primeros pasos hacia una clasificación de la
memoria
Las pruebas de inteligencia de Henry Molaison arrojaron un cociente
intelectual (CI) de 112 después de su operación, que muestra un nivel
superior a la media (CI = 100). Por otra parte, Henry no presentaba déficits
perceptivos ni atencionales. En cuanto a sus capacidades lingüísticas,
mantenía intacta su comprensión del lenguaje y no tenía dificultades de
expresión verbal compleja. Tampoco tenía síntomas psiquiátricos. No
presentaba rasgos de ansiedad ni de depresión. ¿Qué era lo que le sucedía a
Henry? Evaluadas acabadamente sus competencias cognitivas, estas no
revelaron deficiencias intelectuales, perceptivas, atencionales, lingüísticas,
emocionales ni anímicas. El problema de Henry era que Henry no podía
recordar. Su cuadro era claramente amnésico. Era lo que se considera
“puro”: un amnésico puro (Corkin y otros, 1997). Por primera vez podía
estudiarse de esta manera una alteración pura de la memoria, no atribuible a
ninguna otra alteración de funciones intelectuales ni emocionales.
Antes de H. M., debido sobre todo a la influencia de Karl Lashley (1890-
1958), se pensaba que las funciones de la memoria estaban distribuidas por
igual en toda la corteza cerebral, integradas con los demás procesos
intelectuales y perceptivos. Los hallazgos de Brenda Milner dieron por
tierra con esa extendida concepción, conocida como ley de la acción de
masa, que sostenía que la importancia de las lesiones cerebrales radicaba
más en la longitud de la lesión que en su localización. El estudio del caso H.
M. logró establecer el principio fundamental de que la memoria es una
función cerebral diferenciada. Y que la localización de las lesiones
cerebrales es determinante en el compromiso de las funciones psicológicas
afectadas por estas. Esto modificó radicalmente el eje y la dirección de las
investigaciones de las funciones cerebrales, al identificar el lóbulo temporal
medial como una estructura específica de la memoria. La amnesia de H. M.
mostraba por primera vez que en el sistema nervioso se hallan separadas las
funciones perceptivas e intelectuales de la capacidad para retener en la
memoria los registros que normalmente se derivan de estas (Kandel, 2007).
La extensa y variada evidencia experimental fue concluyente: Henry
Molaison presentaba un cuadro de amnesia anterógrada global, severa y
permanente junto a una amnesia retrógrada parcial.
La amnesia anterógrada afecta la adquisición de nuevos conocimientos
episódicos (acontecimientos de la vida, hechos experimentados
personalmente) y semánticos (conocimiento general del mundo, el
significado de las palabras nuevas, conceptos nuevos). Esto se traducía en la
imposibilidad de Henry de crear nuevos recuerdos. Después de la
extirpación de las estructuras del lóbulo temporal medial –específicamente,
del hipocampo–, Henry no pudo incorporar recuerdos a su vida. Era incapaz
de transformar sus recuerdos nuevos en recuerdos permanentes.
Respecto a la amnesia retrógrada, esta no afecta a la creación de
recuerdos, sino a la evocación de recuerdos ya formados, los que ya se han
constituido como memoria y forman parte del caudal de la autobiografía
(Baddeley, Wilson y Kopelman, 2002). En el caso de Henry, se trataba de
una amnesia retrógrada parcial, no total, ya que él era capaz de recordar
algunas memorias formadas con anterioridad a la lobectomía: los primeros
dieciséis años de su vida. Los otros once años (de los 16 a los 27, edad que
tenía cuando lo operaron), estaban inmersos en una densa nebulosa y nunca
pudo recordarlos nítidamente. Por ejemplo,en relación con la imagen de sí
mismo, Henry no se reconocía en el espejo ni en fotografías recientes; sin
embargo, se recordaba tal como era antes de la operación.
En síntesis, no toda la memoria de Henry estaba dañada, aun cuando el
daño era tan extremo. El daño selectivo revelaba algo fundamental para la
psicología: que la memoria, lejos de constituir una función unitaria, un
bloque compacto, se asemeja más a un racimo de funciones que no son
reductibles a una única expresión o habilidad mnésica. Pueden perderse
unas y conservarse otras.
¿Qué sugieren entonces estas primeras aproximaciones en relación con
la formación y la recuperación de los recuerdos y conocimientos? ¿Las
memorias más antiguas se preservan en localizaciones cerebrales diferentes
de las memorias más recientes? ¿Qué implicaciones psicológicas tendría
esta diferenciación neuroanatómica a la hora de evocar recuerdos de la
niñez o acordarnos de lo que debemos hacer mañana, en el futuro?
¿Podemos evocar con mayor vividez una experiencia de nuestra infancia
que una comida familiar de antes de ayer? ¿Es posible que olvidemos el
número de teléfono que nos acaban de repetir y sin embargo no olvidemos
el número de teléfono de cuando éramos pequeños? ¿Por qué Henry podía
recordar su infancia y no podía recordar lo que acababa de hacer minutos
antes? ¿Cómo era capaz de recordar su lenguaje y no podía aprender una
nueva palabra en ese mismo idioma? ¿Existe una memoria relativa a los
recuerdos remotos y otra memoria que tramita lo inmediato, que trabaja con
el presente, que lo transforma en pasado antes de que desaparezca? ¿La
capacidad de crear nuevas memorias es diferente de la capacidad de
recordar las ya formadas? Las evidencias parecen indicar que así es.
Recordemos el inicio de nuestro capítulo, cuando anticipamos que nuestra
memoria alberga dos memorias.
Una primera memoria, la memoria a corto plazo –que trataremos en el
próximo capítulo–, sumamente expeditiva y veloz, responsable del
procesamiento inmediato del presente, urgida a retenerlo, a evitar que se
esfume. Si fuera el movimiento de una sinfonía, sería el primero, un
allegro, rápido y ágil.
Inmediatamente, una segunda memoria, la memoria a largo plazo –a la
que dedicaremos el capítulo 3–, espaciosa y paciente, espera recibir de la
primera ese pasado aún fresco con el fin de terminar de moldearlo y
atesorarlo en el tiempo. Una memoria consagrada a construir mansamente
el pasado y la historia. Como segundo movimiento de una sinfonía, esta
memoria sería un andante, calmo y artesanal.
Tendido entre ambas memorias, un puente de plata hace posible el paso
de una a otra. Atravesar ese puente es convertir el presente escurridizo en
pasado memorable. Si ese puente se rompe, ambas memorias quedan a la
deriva, como islas perdidas, desconectadas de modo irreversible. Cada una
hará lo que sabe hacer, pero sería inútil: una memoria trabajará, ardua, para
retener el presente y lo perderá indefectiblemente al dejarlo a los pies del
puente destrozado. Mientras, en el extremo final de ese puente la otra
memoria esperará en vano lo que nunca llegará. Es ese el puente
derrumbado entre las dos memorias de Henry Molaison. El puente de plata
tiene forma de caballo de mar: sí, es el hipocampo.
En la mitología griega, el hipocampo era un fabuloso caballo marino que
conducía velozmente el carro de Poseidón sobre la superficie de los mares.
En nuestro sistema nervioso, el hipocampo conduce los recuerdos
destinados a constituir la memoria permanente, profundo mar de nuestra
identidad.
Después de la cirugía, Henry no pudo llevar una vida autónoma, vivió
con sus padres hasta que ellos fallecieron. Su vida giraba en torno a tareas
sencillas, como acompañar a su madre a hacer las compras, cortar el césped,
rastrillar las hojas, mirar televisión. Su madre debía indicarle cada día
dónde se guardaba la cortadora, el rastrillo, la pala, aunque el lugar era
siempre el mismo. Su pasatiempo favorito eran los crucigramas, que lo
entretenían gran parte del día. Aunque, en el caso de Henry, sospechamos
que la palabra “pasatiempo” tal vez no sea la más adecuada. Su madre
notaba que leía la misma revista una y otra vez sorprendiéndose siempre de
las mismas noticias. Todos los días armaba el mismo rompecabezas. Su
personalidad tranquila y afable no se había modificado tras la cirugía. Le
gustaba conversar, solo que en una conversación de quince minutos Henry
podía contar tres veces la misma historia a su interlocutor, en el mismo tono
de voz y con el mismo vocabulario, sin tener la menor idea de haberla
narrado antes.
Tampoco recordaba a nadie que hubiera conocido después de la
operación, ni sus caras ni sus nombres. Henry no tenía idea del año en que
vivía. Desde el punto de vista emocional, era capaz de tener reacciones
intensas pero efímeras, que se agotaban inmediatamente, al desaparecer de
su mente la información que las había provocado. Por ejemplo, cuando le
dieron la triste noticia del fallecimiento de su tío muy querido, quien nunca
había dejado de visitarlo, Henry se sintió profundamente abatido, aunque
enseguida pareció olvidar la cuestión. Idéntica reacción, idéntica intensidad
e idéntica brevedad se ponían en escena cada vez que le comunicaban la
muerte de su tío. Con frecuencia, Henry volvía a preguntar si el tío vendría
a visitarlo, evidenciando que la noticia de su muerte se había evaporado, y
que era incapaz de retener ninguna información nueva en su memoria por
mucho tiempo. ¿Cuánto tiempo? La información duraba unos segundos o, a
lo sumo, minutos en su mente, el tiempo que lograba sujetarla, aferrándose
a ella a fuerza de repetición ininterrumpida y constante. Pero de inmediato,
resbaladiza, al cambiar el foco de atención, cuando esa información era
desplazada por otra cualquiera, se desvanecía definitivamente en la nada.
Su mente era el reino de la fugacidad. Como huérfanas, sin abrigo de
ninguna estructura adonde ir a parar, las palabras, las vivencias, las
emociones se esfumaban sin dejar rastro alguno en su memoria.
H. M. podía seguir el hilo de una breve conversación siempre que no
versara sobre muchos temas diferentes, de modo que el hilo pudiera sujetar
un punto, sin digresiones. También podía retener un número de tres dígitos
durante unos quince minutos en el ensayo continuo, es decir, mientras
repitiera el número continuamente. Por ejemplo, en una ocasión una
colaboradora le tomó una pequeña prueba: “Quiero ver cuán capaz es de
mantener la noción del tiempo. Voy a salir de esta habitación, y cuando
vuelva a entrar, voy a preguntarle cuánto tiempo ha pasado”. De este modo,
ella salió de la habitación a las 2:05 y regresó a las 2:17. Entonces le
preguntó: “Henry, ¿cuánto tiempo pasó desde que salí de la habitación?”. Y
él le contestó correctamente: “Doce minutos”. ¿Cómo había llegado Henry
a esa respuesta? ¿Por su conciencia del transcurrir del tiempo? ¿Una
sensación interna acaso? No, su respuesta correcta se basó en un
mecanismo diferente. Cuando recibió la consigna, fijó su vista en el reloj de
la pared de la habitación, que marcaba las 2:05. Repitió para sí de modo
constante, como una letanía: “2:05, 2:05, 2:05”, sin detenerse, hasta que la
puerta se abrió. Henry miró el reloj, que ahora marcaba 2:17. Entonces
realizó la resta 2:17 menos 2:05 y logró responder adecuadamente. Ha
debido mantener en su mente “2:05” durante todos esos minutos, ocupando
la totalidad de su capacidad atencional y sus recursos cognitivos para poder
retener la información inicial. Si dejaba de repetirlo, el “2:05” dejaba de
existir. De hecho, esta misma situación de la prueba desapareció en el
mismo instante en que terminó de pronunciar la respuesta: “Doce minutos”.
Abajo el telón.
En otros términos, mediante un trabajo de repetición, Henry podía
concentrarse en una información específica para retenerla en su memoria a
corto plazo, algo que habitualmente efectuamos cuando recibimos
información nueva (un número de teléfono, una dirección, una clave). Esto
significa que esta primera memoria no estabadañada en Henry, pero que
ese trabajo era en vano porque el producto de ese esfuerzo no podía
transferirse a la segunda memoria. Esta experiencia es un ejemplo que
ilustra de manera elocuente las limitaciones y las propiedades de uno de los
procesos fundamentales de la memoria: cómo mantenemos una información
en nuestra memoria para no perderla, y cómo la protegemos del olvido al
“bajar el telón” de nuestro escenario cognitivo. Como hemos mencionado,
ese proceso inicial por el cual recibimos la información nueva y debemos
asirla de algún modo para retenerla ha recibido el nombre de memoria a
corto plazo, o memoria de trabajo, cuyas características profundizaremos en
el próximo capítulo. Recordemos que si la memoria fuera una obra musical,
este sería el primer movimiento de nuestra sinfonía.
Aprender sin recordar: evidencias
neuropsicológicas del caso H. M.
Henry no podía ejecutar el segundo movimiento de la sinfonía, ya que
las notas del primero se perdían inexorablemente, sordas al llamado de la
continuidad. Dicho en otras palabras, como consecuencia de la cirugía
Henry carecía de las estructuras neuroanatómicas responsables de retener
los nuevos recuerdos y los nuevos conocimientos para hacerlos perdurables.
No podían cruzar el puente, transferirse de la memoria a corto plazo a la
denominada memoria a largo plazo o memoria permanente. (1)
En la memoria permanente sí se mantenían a resguardo los viejos
recuerdos y aprendizajes de Henry, pero no llegaban nunca los nuevos. O
por lo menos, eso se pensaba, hasta que sucedió algo inesperado.
Brenda Milner (1962) llegó a descubrir, mediante una original prueba de
dibujo en espejo, que había un tipo de conocimiento nuevo que Henry sí
podía adquirir, transferir a la memoria permanente y conservar. No se
trataba de nuevos episodios de su vida ni de nuevos conocimientos
semánticos, sino de otra clase de adquisiciones: el aprendizaje de
habilidades visomotoras. Henry aprendió en tres días a trazar una figura –
una estrella– que solo podía ver a través de un espejo, ejercicio que
conlleva dificultades de ejecución para todas las personas, aun aquellas sin
lesiones cerebrales.
Figura 1.2
Tarea de dibujo en espejo
Esta prueba produjo una importante evidencia neuropsicológica a favor de la existencia de sustratos
neuroanatómicos diferenciados en procesos de memoria y aprendizaje.
Fuente: Adaptación de Milner (1962).
El primer día Henry cometió numerosos errores al dibujar la figura, pero
estos fueron decreciendo significativamente con cada ensayo. Esto causó
asombro en Brenda Milner y sus colaboradores, que durante años habían
sido testigos de la imposibilidad de Henry para adquirir nuevos
aprendizajes. En este caso, si la práctica del ejercicio original provocaba
una mejora en su ejecución, esto significaba nada menos que la existencia
de una capacidad de aprendizaje intacta en Henry. Habían descubierto una
facultad de memoria que no había sufrido daños. Una memoria de acciones
motrices, cuyo dominio no parecía depender del hipocampo ni de las
estructuras temporales. Gracias a esta competencia mnémica, Henry podía
aprender, transferir y conservar el aprendizaje de nuevas habilidades
motrices, hábitos y destrezas perceptivas. Las únicas de las que su memoria
lograba apropiarse.
Figura 1.3
Aprendizaje de nuevas destrezas
Mediante la tarea de dibujo en espejo, Milner descubrió que la memoria de aprendizajes perceptivo-
motores estaba preservada en H. M. Estos hallazgos derivaron en una nueva distinción entre
memorias implícitas y explícitas.
Cuando se tomó la misma prueba a personas sin lesiones cerebrales, los
resultados fueron idénticos al de Henry: los errores decrecían notablemente
entre el primero y el último ensayo de la tarea. Observando los dibujos, no
era posible distinguir cuál pertenecía a Henry y cuál pertenecía a una
persona sin lesiones. Solo había una diferencia que no estaba en el dibujo
sino en la historia del dibujo: mientras que las personas sin lesiones
recordaban que lo habían ensayado tres veces, Henry no tenía ningún
registro de los intentos previos. Una de las cuestiones llamativas era
entonces que, aunque su recuerdo consciente del aprendizaje era nulo, su
aprendizaje era óptimo. Adquirió ese conocimiento sin saber que estaba
aprendiendo, un aprendizaje implícito. ¿Quiere decir que su cerebro igual
aprendía, aun cuando Henry ignorara conscientemente las circunstancias del
aprendizaje? Efectivamente. Se trataba de un aprendizaje independiente del
abrigo de la conciencia. Una memoria inconsciente, una memoria que la
lobectomía no había comprometido.
La relevancia de este hallazgo consistió en revelar que la memoria para
las acciones, la memoria de hábitos, destrezas perceptivas y motoras, era
una competencia mnémica diferenciada, independiente de la conciencia
episódica, del recuerdo consciente y explícito. A diferencia de la memoria
de sucesos o de significados, la memoria de procedimientos no estaba en
absoluto afectada en Henry. La razón es que desde el punto de vista
neuroanatómico, las estructuras responsables del aprendizaje de destrezas
motoras son los ganglios basales, (2) no el hipocampo. Los pacientes
amnésicos con daño selectivo en el hipocampo no tienen dificultades para
caminar, hablar, dibujar o aprender a nadar, por ejemplo, debido a que los
ganglios basales están intactos. Las lesiones hipocampales no afectan el
aprendizaje de habilidades motoras sino el de hechos (Milner, 1962).
Figura 1.4
Memoria implícita y ganglios basales
Localización de las estructuras cerebrales diferenciadas para los dos sistemas de memoria. Los
ganglios basales, base neuroanatómica de la memoria implícita, y el hipocampo, base
neuroanatómica de la memoria explícita.
Y algo fundamental: nuevamente, la amnesia de H. M. brindó a los
investigadores –y también a nosotros, en este recorrido– un indicio
elocuente respecto de la memoria como un conjunto complejo de funciones
y no como una función unívoca. No siempre el aprendizaje se acompaña de
conciencia, no siempre el conocimiento implica recuerdo. Para la psicología
de la memoria, era un paso muy importante; posteriormente se llamó
memoria implícita (3) a este tipo de memoria, una memoria sin recuerdo
(Graf y Schacter, 1985).
Veamos ahora sus competencias respecto a la memoria con recuerdo, la
llamada memoria explícita, (4) qué conocimientos y evocaciones podía
traer Henry de forma consciente a su mente. Hemos señalado que su
memoria era capaz de acceder a aquellos recuerdos y aprendizajes cuyo
procesamiento había sido consumado antes de la operación, cuando las
estructuras temporales aún no habían sido extirpadas. Hemos señalado,
asimismo, que su cerebro ya no podía cumplir con la función de transformar
el pasado reciente en memoria permanente. Pero su cerebro sí podía evocar
hechos y aprendizajes generales preservados en su memoria permanente
antes de la pérdida del hipocampo. Estaban prácticamente a salvo. Henry
mantenía en su memoria su historia, sus aprendizajes, su mundo conceptual
y su mundo autobiográfico; en suma, la vida conquistada hasta el momento
de la operación.
Por esta razón Henry sabía quién era, conocía a sus padres y a su tío, no
había olvidado su lenguaje ni su conocimiento general del mundo. Podía
comentar hechos históricos, como la Segunda Guerra Mundial, eventos
públicos y de gran impacto social, como la caída de la bolsa en 1929.
También podía responder preguntas relativas a aprendizajes escolares, por
ejemplo, acerca de las batallas históricas o la geografía del país. Es decir,
conservaba sus conocimientos semánticos adquiridos en la edad del colegio
primario y durante la secundaria.
En cuanto a sus recuerdos autobiográficos, los hechos de su vida
personal, el panorama era algo diferente. Henry recordaba con mayor
nitidez sus primeros dieciséis años, mientras que sus recuerdos posteriores,
entre los 16 y los 27, como ya hemos señalado, eran brumosos, más
inestables e inconexos. Como si la trama narrativa de su vida desde los 16
hasta el presentede la operación se hubiera deshilvanado de su memoria.
Los sucesos, fragmentarios, desenhebrados del tejido biográfico, habían
soltado sus amarras de la historia principal, la habían arrastrado consigo. Al
igual que cuentas desprendidas de un collar, anárquicas, los acontecimientos
de la última década previa a la operación –y como consecuencia de esta–
carecían de articulación, desprovistos de la textura fenoménica y de la
consistencia de los primeros tiempos. Las acciones de la amnesia, como
polillas voraces, habían horadado el entramado de esos últimos años,
dejando lagunas y huecos donde antes había recuerdos.
Memorias inolvidables: había una vez un niño y
un aeroplano
¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: “amé esto”? Amé unos
blues, una imagen en la calle, un pobre río seco del norte. Dar testimonio,
luchar contra la nada que nos barrerá. Así quedan todavía en el aire del
alma esas pequeñas cosas, un gorrioncito que fue de Lesbia, unos blues que
ocupan en el recuerdo el sitio menudo de los perfumes, las estampas y los
pisapapeles.
JULIO CORTÁZAR (1963)
Ahora bien, si nos acercamos con un zoom a aquellos recuerdos
preservados, los que sí conservaba Henry, podremos advertir de manera más
nítida la fotografía de esa memoria permanente, la memoria que
caracterizamos como el movimiento andante de una sinfonía, espacioso y
lento. ¿Por qué es necesario un análisis más agudo de las cualidades, de la
textura de esos recuerdos preservados en la memoria permanente de este
grave caso de amnesia? Porque sus falencias nos señalan nuestros dones.
Entre otras cosas, comprender el funcionamiento de la memoria supone no
solo comprender qué somos capaces de recordar o cuándo están fechados
nuestros recuerdos sino cómo los recordamos. El caso H. M. también ha
iluminado ese aspecto central, eminentemente cualitativo de la memoria: el
cómo del recuerdo.
H. M. podía recordar acontecimientos generales de su infancia, por
ejemplo, las actividades que le gustaban cuando era pequeño, como patinar
sobre ruedas con los amigos, ir al bosque a hacer prácticas de tiro en
compañía de su tío, o sus clases de banyo, instrumento que aprendió a tocar
de niño. Podía hablar de sus compañeros de clase, de sus maestras y de las
escuelas a las que había ido. También podía describir las rutinas de su vida
familiar y escolar. Es decir, Henry era capaz de mostrar un conocimiento
autobiográfico general de su historia. Sin embargo, era incapaz de evocar
episodios concretos, específicos, de su biografía.
Por ejemplo, Henry podía relatar sus cumpleaños de pequeño: en esas
fechas especiales venían los tíos y los primos, jugaban juntos, comían la
torta hecha por su madre y recibía lindos regalos. Esa descripción, si bien
era adecuada y se correspondía con la realidad, en rigor podía ser aplicable
a cualquier cumpleaños. O sea, todos los cumpleaños de Henry, tanto el de
3 como el de 7 o el de 10 años, podían responder apropiadamente a ese
boceto. La descripción era general, contenía el núcleo del suceso, su
esencia, su arquitectura vacía: festejo, familia, visitas, torta, regalos, juegos.
Lo que Henry recordaba era el esquema general bajo la etiqueta
“cumpleaños de Henry”. Su memoria era capaz de recuperar en qué se
parecían todos sus cumpleaños, pero no en qué se diferenciaban. No podía
recordar detalles, ingredientes, aspectos distintivos dentro de un
cumpleaños particular o un día determinado, esas pequeñas pinceladas que
individualizan los acontecimientos memorables. Era impensable esperar de
él un recuerdo específico como “Cuando cumplí 7 años, mi padre me regaló
una colección de autitos, y ese día falté al colegio” o “En las vacaciones de
ese año, una tarde lluviosa fuimos a pescar, me resbalé del bote y me caí de
lleno, vestido, en el lago helado”. No podía recordar de esa manera un día,
un momento específico de su vida; en síntesis, una situación concreta donde
le ocurriera algo definido en un tiempo y un lugar determinados. Todo era
general en la memoria autobiográfica de Henry. Recordaba, es cierto, que
en las vacaciones iban a pescar o que su papá le traía regalos en sus
cumpleaños. Pero esas memorias preservadas carecían de detalles
perceptivos, imágenes sensoriales, visuales; no contenían voces, aromas,
sentimientos, cualidades fenoménicas propias de un revivir auténtico, de
quien regresa en su mente a un momento de su vida. No era una memoria
vacía, sino una memoria empobrecida. Como esas fotografías de las
ciudades después de un bombardeo, donde se conservan los esqueletos de
los edificios y las paredes más resistentes, pero dentro de las casas y los
cuartos desnudos todo está desarmado, hecho jirones, sin decorado, ni
muebles ni adornos de ningún tipo. Así eran esos recuerdos.
Durante los cincuenta años que siguieron a la operación –primero en el
Hospital Hartford con William Scoville y Brenda Milner, luego en el
Instituto Neurológico de Montreal y, desde 1964, en el MIT y MGH
(Hospital General de Massachusetts)–, más de cien científicos entrevistaron
y evaluaron a H. M. con todos los medios disponibles, cada vez más
sofisticados (Corkin, 2013). Y nunca lograron que Henry evocara un
episodio concreto de su vida, un episodio de esos que pueden comenzar con
la fórmula “Había una vez…”, entrañable promesa de un relato. En el
mundo de Henry, no había una vez, los sucesos recordados de su vida
pasada eran un tamizado de veces. Un tamiz por cuyas rendijas se habían
perdido las pequeñas cosas, inasibles, de cada acontecimiento.
Con una única excepción. Había un suceso que Henry recordaba
vívidamente, en el pleno sentido de la palabra. Cuando recordaba ese
acontecimiento único de su vida, su mente volaba al pasado, su presente
estático cobraba otra dimensión: Henry viajaba mentalmente en el tiempo.
Desde los 27 años hasta su muerte, a los 82, Henry tuvo este único recuerdo
genuinamente episódico de su vida. Un recuerdo sobreviviente al cual él
podía remontarse, y a la vez remontarlo en el aire, un recuerdo como un
cometa relumbrante en el opaco cielo de la generalidad.
Podemos asomarnos a ese recuerdo a través de la mirilla de su memoria
y verlo brillar…
Corría el año 1939, Henry tenía 13 años y había terminado la escuela
primaria. Un logro conmovedor para toda la familia, preocupada por sus
crecientes problemas de salud. Su padre le tenía preparada una sorpresa, un
regalo de graduación. A unas pocas millas al este de la ciudad de Hartford,
donde ellos vivían, estaba la sede de la fábrica de motores de aviación Pratt
y Whitney, famosa por haber construido los primeros motores de la
aviación estadounidense (Corkin, 2013). En uno de esos aeroplanos
monomotor el famoso piloto Charles Lindbergh hizo el primer vuelo sobre
el océano Atlántico en 1927, con apenas los suministros más elementales
para sostenerse en el aire. Una odisea que los niños del pueblo recreaban en
sus juegos infantiles, a bordo de ásperos troncos de madera, piloteando
aeroplanos de utilería. Uno de los entretenimientos más preciados para los
niños de Hartford era ir a observar desde una colina el vuelo de los
aeroplanos que se probaban en las pistas de la fábrica y sentir el ruido
increíble de aquellos motores, la emoción de la aviación. Los ojos de los
niños mirando el cielo reflejaban el sueño monomotor de una infancia
terrestre. Sus bracitos estirados saludaban el vuelo de los aeroplanos, bien
altos, como si pudieran alcanzarlos…
Aquel día de la graduación, sus padres lo llevaron hacia la pista de
pruebas de la fábrica Pratt y Whitney. Allí el papá le compró al niño un
“paseo por el cielo” por 2,50 dólares, con un piloto, en un aeroplano
monomotor similar al célebre Espíritu de St. Louis de Charles Lindbergh.
Un aeroplano con cubierta de aluminio color plateado y en cuyo interior los
asientos de la cabina de cuero verde coloreaban íntegramente de verde las
pupilas abiertas de Henry. Iba a volar. Iba a pilotar un avión sobre el cielo
de su casa, de su escuela, de su plaza, de su colina, de su iglesia.
El niño se acomodó en el asiento

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