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HISTORIOGRAFÍA DEL ARTE CHILENO: 
EL ESTANTE, LA ARQUITECTURA Y EL CANON. 
 
José de Nordenflycht Concha 
 
 
1. El Estante. 
 
“Smith era pobre, era, tal vez, un escéntrico, i lo que 
se llama en otras partes un “bohemio”; pero tenía un 
corazón sensible i entusiasta, i una cabeza henchida 
de imájenes i de sueños. Bajo ese punto de vista 
hemos creido habría quienes leyeran con más gusto 
unas cuantas pájinas sobre Smith, que el método 
para hacer quesos de M. Heuzé. 
Escribimos para esos.” 
 
Vicente Grez1 
 
 
En el ex libris del arquitecto chileno Ricardo Larraín Bravo, pegado en la 
contratapa del volumen de 1891 L’Architecture Gothique de Édouard Corroyer2, 
leemos consecutivamente: volumen 1, Estante 11, Tabla III, Orden 13. 
Probablemente nunca sabremos que significan exactamente esas cifras. 
De hecho las especulaciones más verosímiles irán por el lado de la necesidad 
de clasificar un orden donde esas cifras se inserten en una secuencia entre 
otros libros acompañantes de similares características. 
Lo que si sabemos con certeza es que el volumen en cuestión es parte 
de una colección para la enseñanza de las bellas artes publicado con los 
auspicios de la Academia de Bellas Artes de París. 
Lo otro que sabemos con certeza es que de seguro fue un referente 
formal para la práctica profesional de Larraín Bravo3, habida cuenta del 
contexto generalizado de su momento proyectual, en donde el historicismo 
ecléctico se convertía en una práctica que asume el revival como punto de 
origen para la composición del diseño arquitectónico. 
En suma lo que podemos concluir de entrada es, nuevamente4, la 
importancia de la historia del arte para la práctica artística, donde la 
legitimación de la primera es la institucionalidad de la segunda. 
 2 
 Hace varios años venimos insistiendo en la necesidad de indagar sobre 
qué leen y cómo leen los artistas5, a lo que después hemos sumado la 
preocupación derivativa de qué leen y cómo leen los historiadores del arte6. 
Claramente para ambas indagaciones hay que construir un archivo que 
documente un canon posible7, tarea de largo aliento en la cual se inscribe el 
proyecto que da origen al libro que el lector tiene entre manos. 
No es ocioso entonces comenzar tal empresa por revisar un ex libris, 
que más allá de la metáfora de los libros entre los cuales se marca una 
propiedad, nos obliga a que la anhelada revisión sumaria del estado de la 
producción historiográfica del arte en nuestro país se remita a la necesidad de 
reconstruir un canon posible desde sus intersticios. Son esos intersticios los 
que como intervalos que construyen una relación de significado podrían 
explicar porqué este canon -que a primera vista se nos presenta feble y 
precario- es paradojalmente tan resistente como pretendidamente inexistente. 
Reconstruir aquí será más cercano a la invención que a la constatación, 
cuestión que es simétrica al hecho de que para dar cuenta de él tengamos que 
hacer cada vez más espacio en la estantería. 
Pero ¿qué tenemos en la mesa una vez que acercamos esos 
prometedores libros al examen lector?: ¿historiografía? ¿crítica? ¿teorías del 
arte? ¿relatos? ¿novelas?. Preguntas que llevan a otras preguntas anteriores: 
¿cuál es el objeto de estudio de la Historia del Arte en Chile: el arte chileno, la 
historia del arte chileno o su historiografía acaso? 
En el reciente libro de Daniel Preziosi8 se avanza con un título que 
podría ser muy sugerente para la funcionalidad de estas preguntas en nuestro 
sistema de arte local: “el arte de la historia del arte”. Transferir esa promesa a 
nuestro medio no deja de ser un ejercicio pertubardor en la medida que ni una 
Historia del Arte en Chile así como tampoco una Historia del Arte Chileno, se 
han de buscar como el objeto de análisis en estas líneas, reforzando la 
declinación del giro de género como un giro disciplinar, acotando la pregunta a 
¿cuál sería el arte de esa historia del arte chilena? 
Sabemos que un indicador de la inmadurez disciplinar es el que supone 
la preocupación sistemática sobre sus problemas epistemológicos y 
metodológicos. Una preocupación que supera a las declaraciones de 
 3 
principios, sus crisis de crecimiento y conflictos ideológicos. Una preocupación 
que es lo propio de la revisión del canon, pero que no pone en crisis al mismo9. 
Por lo que ante la necesidad de ordenar el estante con estos textos 
cuyos análisis variopintos de las más diversas invocaciones simplemente 
rondan y eluden la cuestión historiográfica –salvo las excepciones de rigor- , 
debemos ser precisos a la hora de sentarnos en la silla, no por medio a caer, 
sino que más bien para poder ver y leer con cierta incomodidad, producto del 
equilibrio precario que nuestra posición puede causarnos. 
Saberse sentado desde una silla –una cátedra, en su versión 
académica- es tomar una posición, la cual remite formal y simbólicamente al 
deseo de institucionalizar una práctica que intentamos explicarnos para seguir 
la andadura de nuestras carencias insatisfechas. 
Dicho lo anterior, nuestra posición dentro del proyecto que alimenta este 
libro ha tenido desde el principio un claro rol funcional en la medida de que 
podemos adscribirnos a lo que podríamos parafrasear como una teoría 
institucional de la historiografía artística10. 
Esta supone poner atención analíticamente a las prácticas de escritura 
generadas desde lo estudios sobre las manifestaciones artísticas 
documentadas en Chile. 
Mismas que se podrían entender desde esta perspectiva sólo como las 
que encontrarían un reconocimiento institucional en la constitución de la 
Academia Chilena de la Historia11, la que se suma -en 1933- a la Sociedad 
Chilena de Historia y Geografía que había sido fundada casi cien años antes, 
en 1839. 
Recordemos que será precisamente ésta última la que ya había 
encargado en 1929 a Jaime Eyzaguirre la organización de una Exposición 
Histórica del Coloniaje en el Museo de Bellas Artes de Santiago12, donde se 
abre la necesaria investigación histórica a partir de las manifestaciones 
artísticas como objeto de estudio. 
Planteado así resultará curioso para muchos que la paternidad 
institucionalizadora de la historia del arte en Chile no esté radicada en 
Amunátegui13, Grez14 o Lira15 -y menos16 en Suárez17-, sino que más bien en 
Álvarez Urquieta18. 
 4 
Por lo que la historiografía artística en Chile abordada desde esta 
perspectiva puede reconocer tres entradas posibles para una explicación 
causal de su origen y circunstancia. 
La primera en referencia a la historia cultural toda vez que su circulación 
y recepción es un elemento constituyente del sistema de las artes. La segunda 
en referencia a sus productos, es decir de acuerdo al campo de problemas que 
instalan la información derivada del establecimiento de una clase particular de 
hechos históricos como son los fenómenos artísticos. Finalmente la tercera en 
relación a la legitimación que los textos historiográficos han podido encontrar a 
partir del reconocimiento de sus diversos contextos metodológicos. 
Respecto de lo primero es claro que los balances recientes a nivel 
internacional sobre el estado de la historiografía del arte en el ámbito 
académico y profesional arrojan visiones complejas y diversas. Desde las más 
conservadoras y ortodoxas, en donde la idea del arte sigue siendo una relativa 
a la construcción o configuración formal, donde incluso la modernidad se 
acepta hasta aquel momento en que su producción comienza a 
desmaterializarse. Aquí es fácil encontrar opiniones sobre la literalidad de la 
plástica, en donde incluso el concepto “artes visuales” o “arte de medios” está 
en una zona inaceptablemente fronteriza. Por cierto esto al hilo de opiniones 
como la del conservador historiador del arte francés Jacques Thuillier19. 
Equidistante de esa posición encontramos lo que hoy es la frontera 
disciplinar conla avanzada de los efectos del trabajo antropológico de la 
imagen en Hans Belting20 y la bildwissenschaft21, que amenaza con convertirse 
en un giro antropológico-visual que revisa y pone en crisis los largos efectos 
del giro lingüístico en los estudios de historiografía artística. A lo que se viene 
sumando un giro espacial, que en las nuevas lecturas de clásicos como 
George Kubler, tiene en la geografía artística a uno de sus baluartes22. Esto 
sólo por mencionar lo que ronda con mayor visibilidad en la montaña mágica 
de papers, ensayos, artículos y demás formatos en que el debate actual sobre 
la historiografía del arte se configura por otros lados. 
Respecto de lo tercero, la puesta en valor de “viejos-nuevos textos”, y su 
re introducción en el debate ha podido nutrir el debate metodológico, un punto 
muy necesario en los últimos años si pensamos, por ejemplo, en el rescate que 
hace la lectura de Georges Didi-Huberman23 sobre Carl Einstein24, podemos 
 5 
dimensionar como esta re-circulación afecta hoy día a las exigencias que 
desde el discurso multiculturalista se hace a la historia del arte en razón de la 
legitimación de montajes curatoriales que –con grandes dificultades- pretenden 
ser anti-hegemónicos como las ya canónicas Magiciens de la Terre25 o Cocido 
y Crudo26, hasta la reciente Altermodernity27. En nuestro contexto no deja de 
ser sintomático que muy probablemente la más importante colección privada 
de arte africano en Chile haya pertenecido al poeta Vicente Huidobro y que hoy 
día parte de ese legado se resguarde en el Museo Nacional de Historia 
Natural28. 
A partir de ello podemos constatar como la historiografía sobre la 
manifestaciones artísticas correspondientes al origen del Estado Nacional 
Moderno no ha superado -hasta tiempos muy recientes- el elenco de la cita y la 
referencia memorialista. De hecho, instalados los referentes de desplazamiento 
frente a esas prácticas ellas siguen indemnes en medio de formatos de 
difusión, con lo que ello supone como efecto de naturalización del canon29. 
Misma que leemos en el texto de Cristián Gazmuri30, donde se manifiesta 
precisamente esa tendencia, que sale a discutir la vigilia permanente de 
Alfredo Jocelyn-Holt31, por lo que un estado del arte de la historia a secas nos 
exige revisar desde las pretensiones de Castedo por “ilustrar” el relato de 
Encina32 -¡como si este ya no fuera lo suficientemente ilustrativo!-, una 
tendencia que, por lo demás, sentará precedente para Jaime Eyzaguirre33 
hasta los manuales escolares, cuyas representaciones iconográficas se suman 
a todas las declinaciones visuales que los denominados símbolos patrios 
puedan dar de si. 
Por lo que frente al mismo descampado que Miguel Luis Amunátegui 
señeramente quiso sistematizar en su día, y parafraseándolo con su mismo 
arbitrario don de síntesis, debemos comenzar por hacernos cargo de lo que 
han sido los textos historiográficos del arte en Chile. 
Al fin y al cabo escribimos para esos. 
 
 
 
 
 
 6 
 
2. La Arquitectura. 
“¿Qué estilo conviene tomar como punto de partida, 
para formar la raíz del estilo moderno? La época y la 
región que tengan más analogía con la nuestra, en 
cuanto a desarrollo de la civilización, a las 
necesidades que hay que satisfacer, a los recursos 
del suelo y a las condiciones del clima.” 
 
Niksur34 
 
 
Un misterioso Niksur -Ruskin al revés35- probablemente sea el 
pseudónimo de Pedro Prado36, por lo menos eso es lo que podríamos sospechar 
comparando escrituras y presumiendo intenciones. 
Sin embargo más allá de la verificación de ello, nos arriesgamos a 
plantearlo pues lo pertinente aquí es que bajo esa firma se difunden breves 
textos que van levantando un discurso anti academicista en donde el canon de 
la producción arquitectónica debe ser adaptado –más que adoptado- para 
poder lograr algún tipo de autonomía cercana a una identidad de “estilo”37. Lo 
curioso es que para ello se apela al origen de la arquitectura en base a una 
sublimación de la metáfora de la “cabaña primitiva.”38, cuyo punto central es 
que la arquitectura es la única de las artes que se copia así misma. De ahí que 
pese a los esfuerzos de nuestro autor, la analogía dependiente sea inevitable: 
a “algo” nos tenemos que parecer. 
El problema es que ese “algo” a lo que nos queremos parecer se nos 
impone hegemónicamente desde la época colonial a través de una 
sobredeterminación de contenidos y formas donde una imagen colonial es una 
imagen de la guerra. De la guerra de las imágenes como sugiere Serge 
Gruzinski39. 
Una guerra que en nuestro caso, historiografía mediante, es toda de 
papel, marcando una curiosa secuencia en donde el sistema de arte transita 
desde el colonial al necolonial, superando un periodo postcolonial. 
Jocelyn Holt –citando una opinión de Eduardo Solar Correa- secunda la 
idea de que la Histórica Relación del Reino de Chile de Alonso de Ovalle es 
“uno de los mayores intentos de historia artística que se haya hecho en el 
país”40, en el entendido de que su relato historiográfico estaría supeditado a la 
 7 
subsidiariedad de la poesía, lo que finalmente le otorgaría una rol fundante en 
tanto constructora de mitos. 
Jocelyn Holt sugiere una mirada sobre la pervivencia del clasicismo que 
–a su juicio- desentramparía una clausura del período consignado por el 
determinismo interpretativo del Barroco como arte de la contrarreforma41, el 
que según este autor sería una impostura analítica de sectores conservadores 
de filiación católica42. Esa es su tesis “estilística” sobre el siglo XVIII en Chile. –
tal cual como la define el propio autor- de una pervivencia del modelo clásico y 
clasicista que oblitera un barroco contrarreformista, encarnada en la 
representación ficcional del relato histórico de Alonso de Ovalle43 
Curiosamente esta tesis no está tan confrontada como el autor pudiera 
esperar, ya que los autores objeto de su crítica ideológica matizan en sus 
textos por lejos esa reducción analítica. Aquí habría que referir necesariamente 
al “utillaje epistémico” del trabajo historiográfico del Padre Gabriel Guarda y de 
Isabel Cruz de Amenábar. 
 En Chile durante el período poscolonial la actividad profesional del 
arquitecto -tan cortesana como siempre- había mutado desde un modelo por la 
figura –y genio- de Toesca, hacia un tipo de profesional más empoderado, que 
concibe la práctica de la arquitectura desde los deslindes de una cultura 
hegemónica, donde la figura de Vivaceta, precursor del mutualismo, amerita un 
interés a partir del rol funcional del arquitecto en tensión con su cooptada 
práctica44. 
Ello no alcanza sin embargo a dejarnos fuera del ámbito de influencia 
del historicismo-ecléctico que animaba los convencimientos de las academias 
europeas, sobre todo la francesa que era el modelo de socialización formal de 
mayor ascendencia en la región y en nuestro espacio nacional. 
Del referente ilustrado nos desplazamos al referente ilustrativo. 
Sabemos que el arquitecto francés contratado por el gobierno chileno 
para hacerse cargo de la Sección de Arquitectura de la Academia de Bellas 
Artes Claude Brunet Debaines es el primero en profesar, pero a diferencia de 
su colega Alessandro Cicarelli, es el primero en escribir –no simplemente 
declamar-. 
Mientras el segundo fantasea con un Santiago convertido en la “Atenas 
de América del sur”45, el primero se propone construirla desde un manual 
 8 
instruccional46 donde da cuenta que el siglo XIX estaba preocupado del estudio 
del mundo antiguo y la primera modernidad para alimentar con insumos una 
discusión proyectual, cuando ese primer historicismo fue puesto en crisis, 
claramente el uso de la historia se orientó a la investigación patrimonial. 
Del poscolonial pasamos al neocolonial, siendo éste último un giro del 
revival historicista que agrega valor formal a las tradiciones locales coloniales 
que se comienzana legitimar por los sectores más conservadores de la 
sociedad. 
Mientras en México y Argentina este debate tuvo una visibilidad 
importante en las figuras de Mariscal, Noel y Guido, la recepción en Chile fue 
escasa, tal vez porque la tensión modernizadora era finalmente mucho más 
concreta, en la cual el desplazamiento de la academia del historicismo 
ecléctico dio paso a la “academia moderna”. En ese intersticio se inscribe el 
trabajo del arquitecto chileno Roberto Dávila Carson47, que tendrá como un 
punto de partida la edición en 1927 de un álbum de grabados de resolución 
formal más bien expresionista, como si fuera un descolgado tardío y 
descontextualizado de la cadena de cristal alemana, la misma a la que había 
pertenecido Gropius, uno de sus interlocutores en su formación alemana. 
Aquí es donde el grupo de Los Diez sería –entonces- el primer gesto de 
transferencia modernizadora, lo que se resume en la estrategia de evidenciar 
que nunca habría vanguardia sin retaguardia. La construcción de esa 
retaguardia será consciente desde una alegoría presente en todas sus 
construcciones formales, cuestión que explica –e implica- el hecho de que 
Pedro Prado se desplace desde la ficción arquitectural a la ficción literaria.48 
Las tesis doctorales de los arquitectos Max Aguirre49 y Pablo Fuentes50 
repasan éste tema, del cual sólo tenemos antes de ello el texto del arquitecto 
Claudio Ferrari incluido en el libro compilado por Aracy Amaral51. Esto debería 
llamar la atención pues probablemente la tectónica que posibilita la explicación 
analógico-dependiente de nuestras prácticas artísticas son remisibles a una 
lógica neocolonial, que como bien ha demostrado para el caso mexicano 
Johanna Lozoya52, funciona a la manera de un dispositivo discursivo muy 
potente como para ser considerado sólo una anécdota formalista en nuestras 
historias del arte locales. 
 9 
La historia seguía vigente. Y en ese contexto la opción hispanista53 de 
Martín Noel es clara cuando infunde su aura de modelo a las generaciones de 
arquitectos a principios de siglo en Argentina y también en Chile. “Su 
arquitectura barroco andaluz, está marcada fuertemente por el medio, lo que le 
da ese color local que hace de este edificio, el arquetipo de nuestra 
arquitectura civil nacional. (…) El proyecto de adaptación del edificio para 
Museo de la Independencia, consulta una arquería alrededor del patio, un 
motivo central en el fondo y dos cuerpos salientes que viene a dar unidad de 
conjunto de composición. (…) La decoración de todos estos locales hecha en el 
estilo colonial y el conjunto de objetos de la época, harán revivir los primeros 
días de la patria.”54 
En los mencionados estudios de observación que realizó Roberto Dávila 
Carson en la década del veinte, y que fueron decisivos para su formación, 
estará la voluntad explícita por descubrir la esencia de los orígenes de la 
arquitectura chilena para desde allí reelaborar una práctica arquitectónica 
contemporánea inserta dentro de una tradición, que define a la arquitectura 
colonial chilena como: “toda manifestación arquitectónica de tiempos de la 
dominación hispana en Chile, amoldada al sentir a la idiosincrasia criolla, al 
clima de cada región y a los materiales por ellas proporcionadas.”55 La 
publicación de su libro La Portada, tiene un objetivo que lo plantea claramente 
cuando dice: “.. no es otro que la esperanza de encontrar en la lógica 
continuación y necesaria evolución de aquellas viejas formas y expresiones, 
una fuente de inspiración para la moderna arquitectura nacional que le dé “el 
sello de legitima paternidad”, de cosa castiza, genuina y propia. Ella, la vieja 
arquitectura, puede y debe brindar las más sabias lecciones y ser la eterna 
inspiradora de nuestra moderna arquitectura.”56 
El neocolonial como práctica proyectual también se recoge en algunas 
restauraciones que tienen diversas motivaciones, como la actualmente llamada 
Posada del Corregidor que adquiere presencia urbana a partir de 1926 cuando 
la adquiere Darío Zañartu que “rehabilita la plazuela, que recibe el nombre del 
corregidor Zañartu, como un homenaje a su antepasado Luis Manuel de 
Zañartu y emprende importantes modificaciones en la casa”57, encargadas al 
arquitecto Alberto Cruz Montt y en cuya terminación participa Roberto Dávila. 
 10 
También está el caso de la “Casa de los Velasco” que en 1927 es 
intervenida por el arquitecto Victor Heal “se trata de obras que agregan una 
serie de elementos, algunos auténticos y otros de factura contemporánea 
siguiendo diseños antiguos, con la intención de acentuar el carácter que 
emana de su solución de planta, única manifestación que permanece 
materialmente desde sus orígenes y que se aprecia todavía en su cercenado 
primer patio.”58 
Este neocolonial se ve legitimado finalmente por el plan masivo de 
intervención en la ciudad de La Serena. Con anterioridad al Plan Serena ya se 
había introducido la continuidad de los elementos formales de la arquitectura 
colonial, sobre todo en los elementos ornamentales, (Banco del Estado, Sede 
del Arzobispado). Con la aplicación del Plan Serena se generan unas 
tipologías muy características del edificio público, sobre todo en el caso de los 
establecimientos educacionales (Liceo de Hombres, Liceo de Niñas) donde se 
atenúan los elementos ornamentales de la etapa anterior. El interés del Plan 
no deriva solamente de sus peculiaridades individuales o calidades 
arquitectónicas de una “revalorización del pastiche” como señalan Eliash y 
Moreno59, sino también como testimonio de una de las operaciones 
urbanísticas mas importantes realizadas en Chile durante este siglo, en donde 
es explícita una puesta en práctica de algunos criterios de lo que hoy llamamos 
imagen urbana, “... La Serena es tal vez la única ciudad de Chile en que se ha 
mantenido el estilo colonial o “serenense” propiamente tal, a través de una 
serie de edificios públicos e iglesias que le dan el carácter especial. En el 
programa oficial del gobierno en aquellos años estaba explícito que "La futura 
presentación estética de la ciudad la he fundado en el mantenimiento y pureza 
de este estilo colonial...”60 
La ejecución del Plan Serena va a demandar un esfuerzo institucional 
gubernamental inédito en Chile desde el punto de vista de la gestión y el 
objetivo formal planteado, en el cual -como relata Ferrari- “Se unifica la acción 
de los organismos públicos tales como la Sociedad Constructora de 
Establecimientos Educacionales, Dirección de Arquitectura del MOP, 
Corporación de Reconstrucción y Auxilio y Cajas de Previsión, los que a través 
de arquitectos funcionarios realizan una vasta labor unitaria, en especial en la 
zona periférica.” que se sumarían a la introducción del referente formal 
 11 
neocolonial presente desde los años cuarenta con -agrega Ferrari- “ Las 
primeras iniciativas surgen espontáneamente y es así como los edificios de la 
Municipalidad y Tribunales, banco Central, Estación Ferroviaria y Palacio 
Arzobispal se realizan siguiendo formas emparentadas con el “renacimiento 
colonial”.61 
 En suma se produce desde la carencia donde el neocolonial daba a la 
arquitectura lo que el texto de su historiografía necesitaba. 
En ese contexto, y como arquitecto proyectista que tendrá a su haber 
algunos diseños neocoloniales, surge la figura de Alfredo Benavides 
Rodríguez62, quien fuera académico de la Universidad de Chile, activando a 
través de la docencia e investigación de campo un trabajo que será 
fundacional, no sólo en referencia a la historiografía nacional, sino que también 
en referencia al aporte que desde Chile se hace al canon de la historiografía 
regional, al que sumará sólo siete años más tarde el trabajo del historiador del 
arte norteamericano Harold Wethey63. En ambos autores el recorrido de la 
condición virreinal a la condición colonial no pondrá en duda susfiliaciones 
formalistas. 
Institucionalmente el trabajo académico de Benavides se refrenda con la 
aprobación del nuevo plan de estudios en 1929, donde se consolida el curso 
de Arquitectura la Historia de la Arquitectura y el Urbanismo, y en segundo 
lugar con la política de extensión y perfeccionamiento, tanto del profesorado 
como de los alumnos, incorporando del viaje como parte del proceso de 
enseñanza, a partir de la organización de una travesía con alumnos de 
Arquitectura para estudiar las preexistencias arquitectónicas del sur andino 
peruano, mismo contexto en que como profesor titular de Historia de la 
Arquitectura y Secretario de la Facultad de Arquitectura es autorizado en 1932 
para perfeccionar sus estudios en Europa por seis meses.64 
De ahí que la metodología de su trabajo reconoce a las obras como 
fuentes monumentales, por lo que debió salir a terreno, investigar las obras in 
situ, dibujando y fotografiando para sus levantamientos, donde su punto de 
partida común está dado por el surgimiento de una particular conciencia 
histórica que lleva a considerar al monumento como un vestigio del pasado, 
independiente de su connotación ideológica o nacionalista. 
 12 
La comparecencia del monumento frente al documento, convierte a la 
obra de arquitectura en un “hecho histórico”, en tanto el origen de la 
arquitectura aparece cuando: “un hombre comparó varias de esas 
construcciones y comprendió que la una era superior a la otra; que podía 
haber en la forma y en el aspecto sea de la casa, sea de la tumba, algo más 
que solidez, que el diseño de su silueta y la forma de su techo y las 
dimensiones de sus muros y vanos, hablaban un lenguaje que no era la 
ciencia de construir… ” 65 
 Por lo anterior el monumento se entiende como útil señal para el 
conocimiento de este pasado; y no sólo para su veneración simbólica; el 
criterio fundado aquí será el reconocimiento de valores que residen en obras 
concretas. Pero de aquí la diferencia estará dada por el “qué” hacer con ese 
patrimonio edilicio, y el “cómo” se le presenta a la sociedad para su 
conocimiento. Cuestiones que son tanto más complejas cuando nos 
concentramos en las filiaciones de quienes construyen los relatos de la 
historiografía de la arquitectura. 
En primer lugar porque es un tópico que ha sido desarrollado 
mayoritariamente por “emigrantes historiográficos”: es decir arquitectos, los que 
con mucha voluntad han incursionado en la memorabilia, la bibliofilia y la 
producción textual, dejando a los “nativos historiográficos”: es decir los 
historiadores, rezagados como informantes de gabinete cada vez que la 
contextualización de los documentos así lo ameritaban. En medio del cual se 
abre una tipología de posibilidades que van desde el emigrante epistémico66 
hasta el emigrante metodológico67. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 13 
3. El Canon. 
“La sutil distinción que hacen los alemanes entre 
Teoría del Arte, Ciencia del Arte e Historia del Arte, 
acaso parezca prematura en un país como el nuestro, 
donde sólo ahora los problemas de la cultura artística 
penetran a la enseñanza primaria y media.” 
 
Mariano Picón Salas68 
 
 
A casi ochenta años de ésta opinión del intelectual venezolano radicado 
en Chile no deja de ser sintomático sobre el momento actual en que somos 
testigos del consenso generalizado sobre la condición ficcional de la 
historiografía69, en cuanto a que ésta es una manifestación del régimen de los 
relatos, lo que en rigor para la historiografía artística podemos remontar a la 
ekphrasis de la antigüedad70, hasta ahí nada nuevo. 
Lo que si intenta ser novedad, sería la manera en cómo este 
reconocimiento ficcionalizado opera como pie forzado en muchas de las 
articulaciones de pretensión hegemónica al interior del sistema de arte 
chileno71, donde declamar la necesidad de volver a las fuentes es un índice 
perentorio de ello. Es decir la necesidad de llegar en las mejores condiciones a 
las exigencias sobre producción de relatos de las que tenemos que hacernos 
cargo en nuestro trabajo cotidiano como historiadores del arte, donde los 
documentos y los monumentos se nos acumulan con una rapidez que nunca es 
mayor a la velocidad de su desaparición. 
Aquí los papeles perdidos, los archivos quemados y los documentos 
destruidos son una expresión tangible de esa obsolescencia patrimonial que no 
sólo es un privilegio –bastante dudoso- de la arquitectura, sino que de todas las 
prácticas artísticas, por lo que en cualquier caso no basta con ser depositarios 
convencidos de ese legado sino que hay que ser intérpretes del mismo. 
De ahí que nuestros objetos de estudios estén en continua construcción 
de sus significados a partir de las posibles apropiaciones de un relato del cual 
intentamos dar cuenta en nuestra práctica historiográfica, siendo éstos de 
diversa naturaleza y origen, así como ubicación relativa dentro del sistema de 
arte, toda vez que la preocupación por los resultados de algunas prácticas 
específicas –léase obras de arte- pierden su exclusividad temática y 
 14 
pertinencia referencial, aumentando la credibilidad y representatividad del 
trabajo de historia en relación con la producción artística.72 
Y producir arte es reproducir su enseñanza, eso lo tenían muy claro 
aquellos políticos que cautelaban la formación del Estado Moderno73. De hecho 
hay un interesante trabajo reciente que intenta situar el origen de la 
modernidad en los procesos de enseñanza, lo que con todo resulta bastante 
verosímil como hipótesis de trabajo, a juzgar por sus resultados74, lo que sitúa 
la pregunta de si ¿existe un arte chileno?75 en la dimensión metodológica de 
esa pregunta, donde tal vez haya que preguntarse ¿cuándo ciertas prácticas y 
sus efectos operan como índice de una representatividad impuesta por 
condicionantes contextuales? 
La historiografía del arte en nuestra región latinoamericana ha tenido en 
los últimos años una intensa reflexión en torno a prácticas subsidiarias y 
consumidoras de sus productos, generándose el efecto confuso e inexacto de 
terminar justificando proyectos curatoriales cuyo objetivo sería la “producción 
de infraestructura”, metáfora ésta última que supone obviar -para seguir con la 
misma metáfora- la “superestructura del metarrelato historiográfico”, al arbitrio 
de la pulsión textual del discurso ficcional, lo que en general sobredimensiona 
mediáticamente una supuesta ausencia de producción historiográfica76. 
Lo inexacto de ello es que el problema no sería la falta de trabajo 
historiográfico regional, sino que el lugar ocupado por la producción artística de 
la región latinoamericana en la historiografía general del arte occidental, lo que 
si es mezquino, pero nunca por falta de empeño. 
Si el sobreentendido analítico -difundido desde las ciencias políticas- de 
que las sociedades postcoloniales son aquellas que corresponden 
históricamente al proceso de descolonización subalterna frente a la hegemonía 
de un estado nacional que se retrotrae, dejando paso a la estrategia de 
penetración del mercado global, la analogía de este proceso en el campo 
cultural, y específicamente en el campo de las prácticas de las artes visuales 
en nuestro país, deja como saldo la problemática que se ha intentado resolver 
desde la manida cuestión de la identidad. 
Un lugar común donde la “adolescencia de los pueblos”, se intenta 
resolver por parte de la cultura visual desde la mirada de artistas extranjeros –
el otro- construyendo alteridad. Sobre esto se ha insistido en proyectos 
 15 
curatoriales y lecturas críticas recientes77, sin embargo a la hora del balance 
historiográfico nunca es demasiada la insistencia, ya que si sumamos a la 
cuestión identitaria una operación formal de recuperación acrítica del pasado, 
donde las prácticas artísticas se sirven del revival78 como una operación que 
supone una diferencia sobre la mera producciónde nostalgia controlada como 
recurso al orden de la tradición. 
Así Instalar la idea del “arte chileno” primero correrá por cuenta de los 
intereses gremiales de los artistas que de un modo adánico y amnésico 
desplazan su pasado, la memoria de su contexto79. Prueba de ello es el 
denodado interés por los sectores más conservadores de nuestra historiografía 
por recomponer y mantener la legitimación del orden de las familias a partir de 
sus objetos, sus casas, sus ciudades y sus territorios, lo que se junta con el 
interés equidistante de ello en el momento en que las herramientas 
conceptuales les permiten mantener y afinar ese interés. 
La consecuencia de ello es que la historiografía artística en Chile surge 
desde un llamado al reconocimiento de lo colonial80, cuyo estudio de caso 
sintomático es el de la pintura y sus espacios expositivos.81 
Lo otro es un mañoso uso del síndrome del complejo de inferioridad, 
abundando los comentarios concluyentes en orden a la valoración comparativa 
de las prácticas artísticas desarrolladas en los lugares que se corresponden 
con la actual herencia territorial del estado nacional moderno. Expresado en en 
consideraciones minusvalidantes respecto de la subjetividades locales y 
regionales, así como de todos sus grupos subalternos por alguna condición 
social, de género o de etnia82. En definitiva el hecho de que nuestros pueblos 
originarios no fueran un aporte sustancial en el “mestizaje” artístico, no solo da 
un triunfador, sino que niega la posibilidad del interés por su estudio. 
La conocida polémica interpretativa entre Pereira Salas y Benavides, 
respecto de la filiación de las pinturas que componen en conjunto sobre la vida 
de San Francisco, es una muestra de ello.83 
No debería extrañar entonces que la construcción de la nación asociada 
a la producción de su identidad utilice insumos patrimoniales de todo tipo, 
escamoteando y excluyendo los elementos que componen la autenticidad e 
integridad de sus prácticas, desde los juegos84 -manida metáfora de la guerra- 
hasta el relato histórico del conflicto de sus poderes. 
 16 
Las lógicas de una sociedad en tránsito desde sus modos coloniales a 
sus modas postcoloniales ha sido desarrollado por varios estudios que insisten 
e la redención a través del funcionamiento simbólico de la imagen, extendiendo 
el culto activo a variadas prácticas de socialización85, las que mediadas por la 
imagen podrían ser algo así como la introducción inconsciente de una idea de 
cultura visual, donde cada valor de la imagen se apropia de un contexto que va 
mucho más allá de su funcionamiento como arte86. 
 La anhelada escuela chilena, a la que Osandón se remite con un 
entusiasmo desbordado por su objeto de escritura refiriéndose al retrato de 
Juan Mochi realizado por Alfredo Valenzuela Puelma como “… el trozo de tela 
mejor pintado de la escuela chilena”,87 necesitaba de una construcción 
articuladora de su legitmimación e institucionalización, donde Pedro Lira será el 
protagonista absoluto del relato, donde leemos que: “Es probable que, sin el 
tesonero esfuerzo de Lira, el arte chileno no se hubiera impuesto como se 
impuso; los pintores, sin estímulo ni remuneración, se hubieran dedicado a 
otras actividades; y la época que tan vigorosamente preparó el infatigable y 
honrado maestro, la época actual que coloca a Chile entre los primeros 
productores artísticos de América del Sur, no habría llegado aún, o estaría en 
gestación.”88 
Así los efectos del Centenario para la constitución del sistema de arte 
chileno tienen un eco que transita varias décadas, en donde los sectores 
hegemónicos no cejan en validar sus efectos, como leemos en 1913: “La 
exposición internacional de Bellas Artes celebrada en nuestra capital, el año 
1910, marcará sin duda una nueva época en la historia del arte nacional. 
Muchas vocaciones dormidas, muchos entusiasmos latentes, no sugieren ante 
la contemplación de tantas obras maestras, venidas de todos los climas a 
nuestro olvidado rincón. Entre los frutos más positivos, de aquella inolvidable 
exhibición, debe contarse, sin duda, la formación en Santiago, de la Galería de 
obras maestras, sabiamente escogidas por el señor don Alberto Riesco. ”89 Se 
remata el comentario de la galería de Riesco con el siguiente comentario: “No 
podemos sin embargo dejar de apuntar un rasgo general, que caracteriza las 
elecciones del señor Riesco. Sin caer en la plenitud ni en la banalidad, ha 
huído con exquisito tacto de cuanto en la pintura moderna suele de haber de 
afectado y estravagante, de todo cuanto el afán enfermiso de novedades suele 
 17 
producir, para dar satisfacción al snobismo de tantos que no creen ser artistas, 
mientras no aprecian o afectan apreciar lo que a fuerza de ser estrambótico y 
falso, se aparta de las leyes eternas de la armonía y de la belleza. El gusto 
artístico del señor Riesco es el gusto artístico de un gran señor, de un 
verdadero patricio de esta tierra tradicionalista y sensata.”90 
 Es por eso que no debería extrañarnos que termine siendo “El señor 
don Luis Álvarez Urquieta es el historiador del arte de la pintura en Chile.”91, así 
de taxativo es el pintor Onofre Jarpa al prologar la monografía de éste autor 
sobre José Gil de Castro. Mismo que unos años antes había prologado de la 
misma manera la fundacional publicación de la Historia de la Pintura en Chile92, 
desde la colección del mismo autor. Debemos reparar entonces que sea un 
pintor el que habilite al historiador, es decir el productor del objeto de estudio 
seguía cautelando el discurso de la posteridad de su obra, en un giro que no 
hace otra cosa que fortalecer el modelo vasariano de Pedro Lira93, es decir un 
arista construyendo el relato de la historia, entendida esta siempre como un 
insumo legitimador de la práctica. 
En 1934 el redescubrimiento de El Mulato impactará hondamente a éste 
sector hegemónico, luego de que los pintores de la Generación del 13 ya 
habían instalado a las clases subalternas como sujeto pictórico. Pero claro, eso 
le podría resultar molesto e inconveniente a un paisajista aristocratizante como 
Jarpa, por lo que su ignorancia no es ingenua, más bien es una operación de 
exclusión. 
De hecho para el momento del Centenario El Mulato era una anomalía del 
pretendido canon nacional de la escuela chilena: “Apuntamos el nombre de 
este pintor nada más que como una curiosidad, pues su obra de retratista 
enteco y amanerado no ha ejercido, evidentemente, influencia alguna en 
nuestro arte.”94 Como se ha descrito aparece como una especie de eslabón 
perdido del darwinismo social imperante que perneaba la teoría del arte del 
momento, a no olvidar que el mismísimo Pedro Lira será el traductor de una 
temprana edición en español del libro de Hipolito Taine,95 dónde el autor 
francés expone su “teoría del medio”, donde el determinismo contextual será la 
explicación última de todas. 
En esa línea argumental no quedaba más que excluir a El Mulato, 
exclusión que luego se convertirá en inclusión nacionalista en la medida de que 
 18 
la investigación de Álvarez Urquieta lo vincule con O`Higgins y la clase 
ascendente que en la apariencias de su imagen debieron construir un cambio 
en la medida que asumen el control total de sus privilegios.96 
Las monografías sobre los artistas más visibles hacia el cambio de siglo 
XIX al XX son los que manifiestan un índice que inscribe sus nombres en la 
historiografía posterior y en referencia al desplazamiento que introduce la, de 
hecho en menos de dos años se publican las primeras monografías completas 
sobre Juan Francisco González97, Alfredo Valenzuela Puelma98, Alberto 
Valenzuela Llanos99 y Pedro Lira100. Creemos que esa densidad editorial no es 
casual y tendrá su efecto en el trabajo de Eugenio Pereira Salas, quien 
formado en la más convencional de la tradiciones metodológicas de la 
historiografía pondrá todasu confianza en los documentos para la 
reconstrucción narrativa del pasado, siendo un documentalista que tuvo la 
particular visión de integrar aspectos que hasta ese momento no eran 
considerados por sus colegas en Chile, dentro de una tradición de puesta en 
valor de la historia de cultura con filiaciones que nos retrotraen a Jacob 
Burkchardt, donde casi todas las manifestaciones artísticas desde la danza y el 
teatro hasta la fotografía y la arquitectura fueron de su interés, además del 
folklore, los juegos populares y la gastronomía. 
El canon entonces no sólo dependerá de la legitimación que alcance el 
autor y la circunstancia de origen de la puesta en circulación de su texto, sino 
que también de la posteridad de él. Posteridad en la que opera una suerte de 
coeficiente de roce, donde debe demostrar su sustentabilidad, lo que obliga a 
pensar en que las relecturas efectivamente transforman y modelan ese canon, 
situándolo en contextos más bien específicos y coyunturales. 
El problema con el canon entonces no sería el nominalismo que se 
desprende de la indagación sobre el “origen de”. Sino más bien el destino que 
tienen esas nominaciones, de cara a su uso por quienes son los lectores 
objetivos de él: los que vendrán a discutirlo, problematizarlo y eventualmente 
superarlo. 
Será en los últimos años en donde se instale un trabajo mucho más 
sistemático de revisión y puesta en crisis del canon de la historiografía sobre el 
arte en nuestro contexto regional latinoamericano, nos referimos 
substancialmente a los desarrollados en México101 y en Argentina102, así como 
 19 
de una manera más parcial en Perú103 y Ecuador104. Por cierto que estos 
trabajos se asientan en una tradición bastante más larga y abundante que en 
esos países aportan a la discusión regional por lo menos desde la 
consideración del famoso Simposio del XX Congreso Internacional de Historia 
del Arte celebrado en Nueva York en 1961 convocado por George Kubler105, 
Será en ese evento la primera vez que se le reconoce formalmente un 
espacio autónomo a la producción historiográfica sobre el arte y la arquitectura 
de la región latinoamericana, en el cual envía una ponencia -pero no asiste- 
nuestro trasterrado Leopoldo Castedo. 
Sólo con ese precedente es que se posibilita la “invención” del arte 
latinoamericano en el sentido de Stanton Catlin106 a partir de su proyecto 
curatorial Art of Latin American since Independence107. 
¿De qué modernidades estamos hablando? ¿De cuantas modernidades 
podemos dar cuenta? Claramente no las modernidades que nos supone el 
canon de la historiografía del arte moderno, donde moderno sería sinónimo de 
actual. Así que por lo menos de algo no hay duda, la inactualidad de esta 
modernidad, su descalce que paradojalmente le permite potenciar su 
progresión autónoma. 
Como es sabido Alfred Barr108 y luego Meyer Shapiro109 se propusieron 
de establecer una modernidad como actualidad que tuvo gran rentabilidad en la 
institucionalización de las prácticas que se inscriben por medio de la circulación 
generada por el coleccionismo emergente del eje noratlántico. 
Estos “operadores” del tráfico noratlántico y de lo que ello significaba 
como modernidad, terminaron por canonizar apresuradamente a sus objetos de 
transferencia, al modo de los especulativos movimientos financieros que 
supondrán la validación de sus activos frente al riesgo de la pérdida. 
Y esto último no es una simple metáfora analógica, si consideramos que 
el jueves 24 de octubre de 1929 cae la Bolsa de Nueva York y que apenas dos 
semanas después de ello, el jueves 7 de noviembre, se inaugura el MoMA, 
sólo a unas calles de distancia en la misma ciudad. 
Esa modernidad acrítica es la que en nuestra región latinoamericana fue 
muy compleja y problemática, aún pese a las supuestas redenciones 
subalternas de las cuales el modelo de la dependencia nos ha pregonado 
desde la historiografía económica. 
 20 
De hecho desde la historiografía del arte se han editado de manera 
bastante crítica una serie de textos que testimonian esa manera alterna de 
apropiación de la idea de lo moderno, en donde los protagonismos incluso 
anteceden el canon anglosajón110. 
Eso se suma a una serie de lecturas y relecturas que deberíamos hacer 
para poner en perspectiva este canon anglosajón, sobre todo en los tempranos 
esfuerzos de mexicanos y peruanos, como por ejemplo el texto de Felipe 
Cossío del Pomar111 y los actuales esfuerzos en torno a una ampliación del 
concepto de bellas artes, haciéndose cargo de las artes útiles o aplicadas. 
En nuestro país una marca de modernidad puede distinguirse en el 
lapso que suponen los esfuerzos por hacer circular esa noción de arte moderno 
entre dos proyectos curatoriales. 
Primero –y como ya ha sido destacado en otros textos- la fecha de corte 
inicial se documenta en el esfuerzo del gobierno francés que incluye a Santiago 
de Chile como uno de los puntos de itinerancia de la “Exposición de Pintura 
Francesa Contemporánea. De Manet hasta nuestros días”112, organizada por 
un comité liderado por Jean Cassou –Conservador en jefe del Museo Nacional 
de Arte Moderno de Paris- cuyo catálogo tiene textos de Gaston Diehl –en 
calidad de comisario general- y de Rene Huyghe –a la sazón Conservador en 
Jefe de Pintura y Dibujo del Museo de Louvre. Todos ellos conspicuos nombres 
que representarán el interés por contrarrestar el “robo de la idea del arte 
moderno”, por parte del polo de Nueva York, al decir de la conocida tesis de 
Serge Gibault113. 
En esos momentos no había una masa crítica local que pudiera levantar 
una textualidad que contextualizara y se apropiara de las obras francesas 
expuestas en los salones del Museo Nacional de Bellas Artes. De hecho su 
recepción se desliza con mucha timidez a juzgar por la revista Pro Arte, la 
Revista de Arte y Atenea. 
A más de tres lustros de eso, en 1967, se organiza la exposición De 
Cézanne a Miró, por parte del Consejo Internacional del MOMA y la Empresa 
“El Mercurio”, es sabido que la familia Edwards, dueña de la segunda, era parte 
de la primera. Eso último no es menos sabido, pero si escamoteado por la 
producción historiográfica posterior. 
 21 
Será Víctor Carvacho quien explique a los chilenos que hay entre 
Cezanne y Miró114 a partir de un glosario que comienza en la entrada 
Impresionismo y termina en Balthus, entremedio de lo cual se ciñe a enumerar 
todo el canon de Barr. 
En esos 17 años la cuestión de modernidad había cambiado, hay un 
texto de referencia que preparaba su tercera edición –obviamente nos 
referimos a Romera- y un debate medianamente documentado entre 
abstracción y figuración, cuestión a despejar que era clave para entrar en la 
transacción de la modernidad. Sintomático de ello resulta que el Carvacho que 
explica la exposición del MOMA haga digresiones respecto de autores como 
Kurt Schwitters diciendo “Es un no figurativo, aun cuando el dadaísmo puede 
recorrer la escala completa, con todas las gradaciones intermedias que lo 
llevan de la no figuración a la figuración pura.”115 Un par de años más tarde 
volvería el MOMA con el Arte del Dadá y el Surrealismo, cuyo impacto estuvo 
en otro lado116. 
Entre medio de lo cual surgen textualidades que de un modo 
aparentemente simplista intentaban dar cuenta de la reducción del canon 
moderno, estas operaciones que caen en el didactismo escolar y la difusión 
masiva, suponen bajo ese primer y aparente halo facilista, una compleja tarea 
de traducción que por un lado necesitan el conocimiento de los principios 
teóricos y de los efectos de sus prácticas sobre obras concretas, y por otro la 
necesaria ingenuidad en la construcción didascálica de sus taxonomías. 
Destaca por lejos en ese esfuerzo el texto de Francisco Otta117, así 
como el de Víctor Carvacho –quien como hemos dicho es el autor del folleto 
MoMA. Además está el esfuerzo documental de Miguel Rojas-Mix,el que en su 
función de Secretario de Redacción de los Anales de la Universidad de Chile, 
va a dedicar páginas importantes de esa publicación para recoger el testimonio 
de artistas “modernos” chilenos. Esfuerzo paralelo al trabajo de crítica analítica 
de sus crónicas de arte desarrollado por Antonio Romera118 en la Revista 
Atenea de la Universidad de Concepción. 
El canon no sólo era importante para los estados nacionales sino que 
también para insertar lo Americano en el curso de la historia occidental, lo que 
equivaldría a defender una posición respecto de la posibilidad de generar un 
 22 
conocimiento autónomo, constituirse como corpus y proyectar desde una 
tradición. 
Es ahí donde el canon historiográfico somete el horizonte de sus 
resultados a la producción patrimonial, entendida esta como la articulación 
concertada de un proceso de puesta en valor que se active en el imaginario de 
las generaciones futuras. 
A partir de esas dimensiones se entiende el poder del canon, ya que 
mientras la historiografía se construye, como acto de escritura intersubjetiva, 
paralelamente va construyendo la Historia, en tanto crisol de prácticas. 
Por lo que no hay canon posible sin estante, ni estante sin arquitectura. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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 32 
 
Notas 
 
1 GREZ, Vicente Antonio Smith (Historia del Paisaje en Chile), Establecimiento Tipográfico de 
La Época, Santiago de Chile, 1882. Pág. 7. 
 
2 CORROYER, Éduoard L’Architecture Gothique, Librairies-Imprimeries reúnes, Paris, 1891. 
 
3 Sobre la obra de este emblemático arquitecto disponemos de una reciente monografía, ver 
VIZCAÍNO, Marcelo Ricardo Larraín Bravo (1879-1945): Obra Arquitectónica, Ediciones 
Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2010. 
 
4 Cuestión en la que venimos insistiendo desde hace varios textos a esta parte, ver 
NORDENFLYCHT, José “Melancólicas máquinas historiográficas.” en AA.VV. III Encuentro de 
Historia del Arte en Chile. Historiografía del arte y su problemática contemporánea, Colección 
Cuadernos de Historia del Arte, Departamento de Teoría de las Artes, Facultad de Artes, 
Universidad de Chile, Santiago, 2006. 
 
5 Para el caso del artista Juan Luis Martínez propusimos una intuitiva semiótica de lomos de 
libros, a la manera de una calicata de arqueología de campo, siguiendo su orden en el estante 
como un estricta sintaxis que en su elocuencia generaba claves de legibilidad para sostener 
nuestras hipótesis sobre su modelo de trabajo. Cfr. NORDENFLYCHT, José El gran solipsismo. 
Juan Luis Martínez Obra Visual, Editorial Puntángeles, Valparaíso, 2001. Este interés por 
estudiar las bibliotecas de los artistas en Chile lo hemos visto recientemente aplicado en la 
monumental monografía que Isabel Cruz le dedica a Rebeca Matte, ver. CRUZ, Isabel Manos 
de Mujer. Rebeca Matte y su época 1875-1929, Origo Ediciones, Santiago de Chile, 2008. 
 
6 NORDENFLYCHT, José de “Prácticas historiográficas: del objeto al proyecto.”, en AA. VV. 
Balances, perspectivas y renovaciones disciplinares de la historia del Arte, V Congreso 
Internacional de Teoría e Historia de las Artes, XIII Jornadas CAIA, Centro Argentino de 
Investigadores de Arte, Buenos Aires, 2009. 
 
7 NORDENFLYCHT, José de “Más allá de los cuatro segundos. Documento, archivo e 
historiografía en el arte chileno contemporáneo”, en catálogo exposición Gabinete de Lectura, 
Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago de Chile, 2005. 
 
8 PREZIOSI, Donald The Art of Art History, Oxford University Press, New York, 2009. 
 
9 Lo que representan las recensiones y antologías que recién comienzan a aparecer, útiles sin 
duda pero que sin embargo no se despegan de la constatación y el registro bibliográfico, Cfr. 
SOLANICH, Enrique Documentos de la Historia del Arte en Chile, Ediciones AICA Chile, 
Santiago, 2009. 
 
10 DICKIE, George El círculo del arte. Una teoría del arte, Paidós, Buenos Aires, 2005. 
Traducción de la edición original en inglés de Sixto Castro The Art Circle. A Theory of Art, 
Chicago Spectrum Press, Evanston, 1997. 
 
11 “Los primeros estatutos de la Academia, que se contienen en el acta de la sesión del 15 de 
septiembre de 1933, se referían en su capítulo IV a las publicaciones, dejándose expresa 
constancia en su artículo 29 de que le correspondía editar, entre otras obras, un boletín. Muy 
en serio tomó ese mandato la corporación, y ese mismo año salieron de las prensas los 
gruesos volúmenes, de 314 y 281 páginas, de los dos primeros números de la revista. 
Colaboraron allí, entre otros, Agustín Edwards, primer presidente de la entidad, Jaime 
Eyzaguirre, José María Cifuentes, Guillermo de la Cuadra Gormaz, Eduardo Solar Correa, Luis 
Álvarez Urquieta, Fernando Márquez de la Plata Echenique, Alberto Cruchaga Ossa, Ricardo 
Montaner, Alfonso Bulnes, Juan Luis Espejo, Ernesto Greve y Carlos Peña Otaegui. Continuó 
el Boletín con dos entregas anuales, salvo en 1936, aunque asignándole un número a cada 
una de ellas, hasta 1940. Entre ese año y 1944 aparecieron cuatro entregas anuales.” 
 33 
 
Discurso leído por el señor Presidente de la Academia Chilena de la Historia, don Fernando 
Silva Vargas, en la presentación pública del Boletín de la Academia Chilena de la Historia, N° 
116, Vol. I y II el día jueves 29 de noviembre de 2007. 
 
12 EYZAGUIRRE, Jaime, Luis Roa URZÚA y Fernando MÁRQUEZ DE LA PLATACatálogo de 
la Exposición Colonial, Sociedad Chilena de Historia y Geografía, Imprenta Cervantes, 
Santiago, 1929, ver además el libro asociado a este proyecto de exposición ROA URZÚA, Luis 
El arte en la época colonial de Chile, Imprenta Cervantes, Santiago de Chile, 1929. 
 
13 AMUNÁTEGUI, Miguel Luis “Lo que han sido las Bellas Artes en Chile”, Revista de Santiago, 
1849. 
 
14 GREZ, Vicente Les Beaux-Arts au Chili, A. Roger et F. Chernoviz Editeurs, Imprimerie De 
Lagny, Paris, 1889. 
 
15 LIRA, Pedro Diccionario Biográfico de Pintores, Imprenta y Litografía Esmeralda, 1902. 
 
16 Recientemente Ernesto Muñoz (MUÑOZ, Ernesto La Modernidad Extraviada, Ediciones AICA 
Chile, Santiago de Chile, s/a c. 2008) redescubrió a José Bernardo Suárez, pero sin mencionar 
las citas de Suárez que se han hecho desde hace más de veinte años en la contextualización 
historiográfica que le hace Ramón Gutiérrez (GUTIÉRREZ, Ramón Arquitectura 
latinoamericana. Textos para la Reflexión y la Polémica, Epígrafe Editores, Lima, 1997), y 
menos la recensión, comentario y reproducción de fragmentos del mismo texto hecha por Mario 
J. Buschiazzo hace más de cuarenta años. “Suárez nació en Santiago de Chile, en 1822, y 
falleció después de 1896, año en que sabemos que se jubiló. Fue alumno de Sarmiento en la 
Escuela Normal de Santiago de Chile. Dedicado fundamentalmente a la enseñanza, ejerció 
numerosos e importantes cargos como inspector de Liceos, director de Escuelas, catedrático, 
senador por la provincia de Santiago, etc. Fundó escuelas nocturnas para obreros, el Colegio 
Mercantil, el Instituto Pedagógico y la Escuela de Sordo-mudos.” BUSCHIAZZO, Mario José 
“Relaciones documentales”, en Anales del Instituto de Arte Americano e Investigaciones 
Estéticas, nº 22, Buenos Aires, 1969. Pág. 115. 
 
17 SUÁREZ, José Bernardo Tesoro de Bellas Artes, Imprenta Chilena, Santiago de Chile, 1872. 
 
18 Luis Álvarez Urquieta y Fernando Márquez de la Plata, académicos de numero quienes 
integran la Academia como una institución que desde el primer momento acoge el trabajo de la 
Historia del Arte, entendida en el sentido más arqueológico y positivista. Cfr. ÁLVAREZ 
URQUIETA, Luis “La Pintura en Chile durante el Período Colonial.” en Boletín de la Academia 
Chilena de la Historia, nº 6, 1935, págs. 193-260 y MÁRQUEZ DE LA PLATA, Fernando 
Arqueología del Antiguo Reino de Chile, Editorial MAYE, Santiago de Chile, 2009. Resulta 
bastante obvio que sobre el trabajo de Álvarez Urquieta se organiza las periodificaciones 
canónicas de Antonio Romera y Milán Ivelic, sobre éste último ver IVELIC, Milan y Gaspar 
GALAZ La pintura en Chile (desde José Gil de Castro hasta Juan Francisco González), 
Ediciones Extensión Universitaria, Universidad de Chile, Santiago, 1975 e IVELIC, Milan y 
Gaspar GALAZ La Pintura en Chile. Desde la Colonia hasta 1981, Ediciones Universitarias de 
Valparaíso, Valparaíso, 2009 (segunda edición). 
 
19 THUILLIER, Jacques Teoría General de la Historia del Arte, Fondo de Cultura Económica, 
México D.F., 2006. Traducción de Rodrigo garcía de la Sienra de la edición original en francés 
Théorie générale de l’historie de l’art, Odile Jacob, Paris, 2003. 
 
20 BELTING, Hans Antropología de la Imagen, Katz Editores, Buenos Aires, 2007. Traducción 
de la edición original en alemán de Gonzalo María Vélez Espinosa Bild-Anthropologie, 
Paderbon, 2002. 
 
21 Neologismo alemán que se puede traducir como “ciencia de la imagen” y que se ha instalado 
desde hace algunos años junto al inefable kunstvollen y tantos otros neologismos disciplinares 
anteriores. Cfr. LUMBRERAS, María “Cómo rehabilitar la historia del arte: el análisis formal en 
la Bildwissenschaft”, en AA.VV. Balances, perspectivas y renovaciones disciplinares de la 
 34 
 
historia del Arte, Actas del V Congreso Internacional de Teoría e Historia de las Artes, XIII 
Jornadas CAIA, Buenos Aires, 2009. 
 
22 Pensamos en el trabajo de Thomas Da Costa, el que pudimos conocer primero en su 
artículo DA COSTA, Thomas “La geografía artística en América: el legado de Kubler y sus 
límites.”, AIE, primavera 1999, vol. XXI, nº 74-75, UNAM, México, y luego en su libro DA 
COSTA, Thomas Toward a Geography of Art, The University of Chicago Press, London, 2004. 
 
23 DIDI-HUBERMAN, Georges Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, 
Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2006. Traducción de la edición original en francés de 
Óscar Antonio Oviedo Funes Devant le temps. Histoire de l’art et anachronisme des images, 
Les Éditions de Minuit, París, 2000. 
 
24 EINSTEIN, Carl La escultura negra y otros escritos, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2002. 
Traducción de la edición original en alemán de Liliana Meffre Negerpalstik, Verlag der Weissen 
Bücher, Leipzig, 1915. 
 
25 Nos referimos a la exposición realizada bajo la curatoría de Jean Hubert Martin. Cfr. 
MARTIN, Jean Hubert et al Magiciens de la terre, Centre Georges Pompidou, Paris, 1989. 
 
26 Nos referimos a la exposición realizada bajo la curatoría de Dan Cameron. Cfr. CAMERON, 
Dan et al. Cocido y crudo, Museo Nacional Centro de arte Reina Sofía, Madrid, 1995. 
 
27 La Trienal de la Tate Modern desarrollada entre el 3 de febrero y el 23 de abril de 2009 fue 
titulada Altermodernity por su curador Nicolás Bourriaud, cuyo partido teórico puede revisarse 
en BOURRIAUD, Nicolas Radicante, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2009. Traducción 
del original en francés de Michèle Guillemont Radicant. 
 
28 MONTOYA-AGUILAR, C. Colección de esculturas africanas: Vicente Huidobro, Museo 
Nacional de Bellas Artes y Museo Nacional de Historia Natural, Santiago de Chile, 2006. 
 
29 Aquí resulta muy sintomático la alianza entre la Editorial Origo y la empresa El Mercurio S.A. 
para movilizar la masiva circulación de una colección de 14 textos monográficos de difusión 
titulada “Pintura Chilena del Siglo XIX” durante el año 2008, con textos redactados por Ana 
Francisca Allamand, Teresa Huneeus, Pedro Zamorano y la asesoría historiográfica y editorial 
de Isabel Cruz. 
 
30 GAZMURI, Cristián La Historiografía Chilena (1842-1970). Tomo II (1920-1970), Taurus 
Ediciones, Santiago de Chile, 2009. 
 
31 JOCELYN-HOLT, Alfredo Historia General de Chile. 3. Amos, señores y patricios, Editorial 
Sudamericana, Santiago de Chile, 2004. A no olvidar que este autor tiene una formación inicial 
como historiador del arte, de lo que deja testimonio en JOCELYN-HOLT, Alfredo “J. Burckhardt 
y la transformación metodológica de la historia del arte.” En Revista Universitaria, Pontificia 
Universidad Católica de Chile, nº 7, mayo 1982. 
 
32 Por cierto nos referimos a la popular edición del resumen de la extensa obra de Encina, con 
redacción, iconografía y apéndices de Leopoldo Castedo ver ENCINA, Francisco Antonio 
Resumen de la Historia de Chile, Editorial Zig-Zag, Santiago de Chile, 1954. No contento con 
ello Castedo hizo de la “ilustración” de la historia un tópico textual, como se recoge en uno de 
sus últimos libros, CASTEDO, Leopoldo El Reino de Chile, Editorial Los Andes, Santiago de 
Chile, 1991. 
 
33 En su portada reproduce la imagen del Gobernador Alonso de Sotomayor representada por 
Fray Diego de Ocaña, y en su prólogo agradece a Gabriel Guarda y Juan Benavides por la 
ayuda prestada en la selección de imágenes, EYZAGUIRRE, Jaime Historia de Chile, Editorial 
Zig-Zag, Santiago de Chile, 1965. 
 
 35 
 
34 NIKSUR, “El estilo de la Arquitectura ”, en revista Selecta, Año III, Número 6, Santiago de 
Chile , Septiembre de 1911, págs. 179-180. 
 
35 NIKSUR es el nombre que reciben las primeras colonias americanas inspiradas en los 
principios del autor británico John Ruskin, quien como se sabe es el promotor de la doctrina de 
mínima intervención en la preexistencia a partir del anatema: “no tocarás”, promoviendo el 
culto a las ruinas como sublime expresión del más esencial estado de la arquitectura como 
arte.

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