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Testimonios AA DF Wallace editado

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La Broma Infinita. David Foster Wallace (1996).
Selección de Fragmentos: Testimonios de Alcoholismo.
Psicología social II. Edición Daniel Sans. (2024)
Las paredes de la cafetería del Provident, pintadas de un verde indeciso, esta noche están engalanadas con estandartes portátiles de fieltro blasonados con lemas de AA sobre un fondo azul y dorado como de boy scouts. Los lemas y consignas son tan insípidos que no vale la pena ni mencionarlos. Por ejemplo: UN DÍA CADA VEZ. El tipo extravagante vestido de vaquero concluye su exhortación inicial, preside el Momento de Silencio de apertura, lee el Preámbulo de AA, saca al azar de su sombrero de vaquero un papel con un nombre, entorna los ojos para leer y dice que le gustaría llamar al primer orador de la sesión y pregunta si esa noche está presente en la sala su compañero de grupo John L.
John L. sube al estrado y dice: —Esta es una pregunta que yo antes no podía contestar. 
Esto produce unas risas y la postura de todos se vuelve sutilmente más relajada, porque está claro que John L. lleva algún tiempo de sobriedad y no es uno de esos oradores de AA tan abrumados por los nervios que se los transmiten a su empática audiencia. Todos los presentes desean una empatía total con el orador porque de ese modo podrán recibir el mensaje de AA que él está aquí para transmitirles. La empatía se denomina Identificación en los AA de Boston. Entonces John L. da su nombre y dice lo que es y todos le dicen Hola. La Ennet House exige que sus residentes asistan a las reuniones del grupo Bandera Blanca que está en la misma zona. Se te tiene que ver cada noche de la semana en una reunión de AA o Narcóticos Anónimos; de lo contrario, te dan la patada. Un miembro del personal del centro acompaña a los residentes a las reuniones asignadas, y entonces él puede hacer constar que han estado allí oficialmente. Los consejeros de los residentes de la Ennet House les sugieren que se sienten en primera fila, donde pueden verle hasta los poros al orador, y traten de Identificarse en vez de Comparar. Y, repito, Identificación significa Empatía. Aquí no es difícil identificarse, salvo que a uno le dé por comparar, porque si te sientas delante y prestas mucha atención, todas las historias de los conferenciantes sobre el ocaso, la caída y la rendición son básicamente iguales y similares a tu propia historia: primero diversión con la Sustancia; luego, muy gradualmente, menos diversión; luego, significativamente, mucha menos diversión debido, por ejemplo, a bloqueos mentales de los que sales de improviso yendo a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora y rodeado de gente que no conoces, noches en que te despiertas en camas desconocidas al lado de alguien que ni siquiera se parece a una especie de mamífero conocido, apagones de tres días de duración de los que sales y tienes que comprar un diario para saber qué día es y en qué ciudad estás; sí, poco a poco hay menos y menos diversión, pero sí necesidad física de la Sustancia en vez de la anterior diversión voluntaria; luego, de repente y en un momento determinado, no hay casi nada de diversión, pero ese mínimo está combinado con una terrible necesidad cotidiana y con manos temblorosas, luego pavor, ansiedad, fobias irracionales, recuerdos de la diversión como sirenas lejanas, problemas con diversas autoridades, tremebundos dolores de cabeza, ligeros ataques y la letanía de lo que los AA bostonianos denominan Pérdidas.
—Y llegó el día que perdí el trabajo por culpa de la bebida. —John L., de Concord, tiene una gran tripa colgante y nada de culo, de ese modo en que el culo de algunos tipos parece haber sido chupado desde dentro de su cuerpo para reaparecer por delante en forma de barriga. Gately, en su sobriedad, hace flexiones todas las noches por miedo a que le suceda eso de repente, a medida que se acerca a los treinta años de edad. Gately es tan grandullón que nadie se sienta detrás de él en varias filas.
John L. tiene el mayor juego de llaves que jamás haya visto Gately. Es uno de esos llaveros de portero que se puede prender a una presilla del cinturón; y el orador lo mueve con aire ausente, inconsciente, su única señal de nerviosismo ante el público 
—. Perdí mi maldito trabajo —dice—. Y quiero decir que aún sabía dónde estaba y cómo llegar. Fui un día, como de costumbre, y mi puesto ya lo ocupaba otro tipo —dice y consigue más risas—. Y luego más Pérdidas con la Sustancia, como si fuera el único consuelo contra el dolor de seguir sumando Pérdidas y, por supuesto, uno le niega a la Sustancia toda responsabilidad de ser la causante de las Pérdidas de las que te consuelas con la misma Sustancia… 
»… y el alcohol destruye lenta y cabalmente, como me dijo un tipo la primera noche que Entré, allá en Concord, y ese tipo acabó siendo mi patrocinador… »… luego ataques menos suaves, delirium tremens durante los intentos de reducir el consumo demasiado rápido, aparición de insectos y roedores subjetivos, luego una recaída más y más insectos fornicantes; luego eventualmente un terrible reconocimiento de que había traspasado innegablemente algún límite y alzar el puño al cielo exclamando Dios es mi testigo, y jurar y rejurar que dejaba la bebida para siempre, luego quizá unos pocos días de nervios y de éxito inicial, luego una recaída, más juramentos, barrocas autorregulaciones, pendiente del reloj, repetidas recaídas en el consuelo de la Sustancia tras dos días de abstinencia, resacas mortales, sentimientos aplastantes de culpa y de disgusto conmigo mismo, superestructuras de autorregulaciones adicionales (por ejemplo, no antes de las 09.00 h, no en noches de trabajo, solo si la luna está en cuarto creciente, solo en compañía de suecos, etcétera) que también fracasaban… »… cuando estaba ebrio quería estar sobrio y cuando estaba sobrio quería emborracharme —dice John L.—. Viví así durante años, y os digo que eso no es vida; eso es una maldita muerte en vida…»… luego un increíble dolor psíquico, una especie de peritonitis del alma, una tortura psíquica, un miedo a la locura inminente (¿por qué no puedo dejarlo, si quiero dejarlo, a menos que esté loco?), estancias en centros de rehabilitación y desintoxicación, problemas domésticos, desastres financieros, eventuales Pérdidas domésticas…»… y entonces perdí a mi mujer por culpa de la bebida. Quiero decir que aún sabía dónde estaba ella y todo lo demás, pero una noche llegué y allí estaba otro tipo haciéndolo con ella. —Esto no provoca risas sino bastantes asentimientos compungidos; cuando se trata de Pérdidas domésticas, sucede casi siempre lo mismo…
»… luego ultimátums vocacionales, incapacidad de encontrar trabajo, la ruina económica, pancreatitis, culpa abrumadora, vómitos de sangre, neuralgia cirrótica, incontinencia, neuropatía, depresiones tenebrosas, dolor lacerante y la Sustancia que me permitía períodos cada vez más breves de alivio; y, al final, ningún alivio de ningún tipo, y al final así es imposible colocarse lo bastante para congelar lo que sientes, y detestas la Sustancia, la odias, pero aun así eres incapaz de dejarla, al final lo que más deseas en el mundo es dejarla y ya no te divierte para nada y no puedes creer que te haya gustado alguna vez, pero aun así no puedes parar, es como si estuvieras completamente demente, es como si fueras dos personas; y cuando venderías a tu propia madre querida por dejar de beber y aun así no puedes parar, entonces se cae la última capa amistosa de la máscara y de repente ves a la Sustancia cara a cara, a tu vieja amiga, es medianoche y ya han caído todas las máscaras y de repente ves a la Sustancia tal como es en realidad, y por primera vez ves a la Enfermedad tal como es en realidad, y ha estado allí todo el tiempo, y te miras al espejo a medianoche y ves que te posee, en qué te ha convertido… »… una mierda de muerte en vida, les digo que no se parece en nada a vivir, al final no estaba ni muerto ni vivo, y les digo que la idea de morir no es nada comparada con la idea de vivir así otros cinco o diez años y solo entonces morir.
La audiencia asientemoviendo la cabeza como si el viento meciera una pradera; muchacho, ellos sí que se Identifican.
—… Y entonces tienes un problema serio, un problema muy grave, y finalmente lo sabes, es un problema mortalmente grave porque esa Sustancia que tú creías que era tu única y verdadera amiga, por la que dejaste todo alegremente, la que durante tanto tiempo fue tu alivio del dolor de las Pérdidas que tu amor a ese alivio provocaba, tu madre y amante y dios y compadre, finalmente se ha quitado la máscara de rostro sonriente para revelar unos ojos desorbitados y unas fauces hambrientas y unos caninos largos hasta aquí, es el Rostro en el Suelo, el rostro sonriente y radicalmente blanco de tus peores pesadillas, y ese rostro es tu propio rostro en el espejo, eres tú, la Sustancia te ha devorado o reemplazado y se ha convertido en ti, y la camiseta vomitada, babeada y sucia de Sustancia que has usado durante semanas enteras se desgarra y tú te quedas allí mirando y en tu pecho blanco donde debería latir tu corazón (que se lo entregaste), en medio del pecho desnudo y en los ojos desorbitados, hay un agujero oscuro, más dientes y una mano con garras que te hace señas y te muestra algo irresistible, y entonces te das cuenta de que te ha engañado, estafado, asaltado a mano armada y echado a un lado como un juguete para que te quedes allí tirado para siempre en la postura en que hayas caído. Ahora ves que es tu Enemigo y tu peor pesadilla personal y que el problema en que te ha metido es innegable, pero aún no puedes dejarla. Entregarte ahora a la Sustancia es como asistir a una misa negra, pero todavía no puedes parar. Como se suele decir, estás Acabado. No puedes emborracharte ni estar sobrio; no puedes colocarte ni puedes dejarlo. Estás entre rejas; estás en una jaula y solo puedes ver rejas por todas partes. Estás en una especie de enredo infernal que termina con las vidas o les da la vuelta como a un guante. Estás en una bifurcación de la carretera que los AA de Boston llamamos el Fondo, aunque el término es equívoco porque aquí todo el mundo coincide en que es como un sitio muy elevado y sin apoyos; estás en el borde de algo alto que se inclina hacia delante…
Si se buscan similitudes, las carreras de todos estos oradores de la Sustancia terminan en el mismo borde del mismo precipicio. Ahora estás Acabado como usuario de la Sustancia. Es el lugar del gran salto. Tienes dos opciones. Puedes eliminarte; lo mejor son las cuchillas afiladas, o bien las píldoras o también respirar tranquilamente del tubo de escape de tu coche a punto de ser requisado en el garaje (ahora propiedad del banco) de tu hogar (ahora sin familia). Mejor algo quejumbroso que estrepitoso. Mejor algo limpio y sereno y sin dolor (ya que toda tu carrera ha sido únicamente una larga e inútil huida del dolor). Aunque, de los alcohólicos y drogadictos que componen el setenta por ciento de los suicidios de un año dado, algunos tratan de irse con un último gran gesto escandaloso y estridente al estilo de la Batalla de Balaklava: uno de los miembros más antiguos de Bandera Blanca es una mujer prognata llamada Louise B., que intentó autoeliminarse saltando del viejo edificio Hancock del centro en el año 81, pero la cogió una corriente ascendente de aire caliente a solo seis pisos del tejado y la hizo subir y traspasar la ventana de cristal ahumado del gran despacho de una compañía de arbitrajes en el piso treinta y cuatro y terminó despatarrada boca arriba sobre una muy encerada mesa de conferencias solo con algunas laceraciones, una fractura de clavícula con laceración y una experiencia de autoaniquilación voluntaria e intervención externa que la convirtieron en rabiosamente cristiana —con rabia, como si echase espuma por la boca—, de modo que ahora es comparativamente dejada de lado y evitada, aunque su historia de AA, al ser como la de todos los demás, pero más espectacular, se ha convertido en un mito del Boston metropolitano. Pero entonces, cuando llegas a este sitio trampolín en el Final de tu carrera con la Sustancia, puedes coger la Luger o una navaja y eliminarte de una puñetera vez —esto puede suceder a la edad de sesenta o veintisiete o diecisiete años— o puedes dirigirte a las primeras páginas de las Páginas Amarillas o al archivo de psicoservicios de Internet y hacer una balbuceante llamada telefónica a las 02.00 h y admitirle a una bondadosa voz de abuelo que tienes problemas, unos problemas muy graves, y la voz tratará de calmarte hasta que pasan dos horas y antes del alba aparecen ante tu puerta dos tipos extrañamente tranquilos y agradablemente atentos con indumentaria clásica que te hablan con calma durante dos horas y te dejan sin que tú te acuerdes de nada de lo hablado salvo de la extraña sensación de que antes habían sido como tú, habían estado como tú, colgados por completo, pero de algún modo ya no son así, ya no están colgados, al menos no tienen aspecto de estarlo, a menos que todo sea algún increíble engaño, esta cuestión de los AA, y entonces, de cualquier modo, te sientas en lo que queda de tus muebles en la madrugada color lavanda y ahora te das cuenta de que literalmente no tienes más opciones que intentar esta cosa de los AA o eliminarte del mapa, de modo que te pasas el día liquidando hasta la última gota de la Sustancia en una amarga y triste farra de despedida y al día siguiente decides continuar hacia delante y tragarte el orgullo y quizá también el sentido común y asistir a las reuniones de ese «programa» que, en el mejor de los casos, probablemente no sea más que esa feliz mierda evangelista y, en el peor, una tapadera de alguna secta pulcra y hermética donde te mantienen sobrio haciéndote pasar veinticuatro horas al día vendiendo conos de celofán llenos de flores artificiales en la mediana de una avenida con mucho tráfico.
Y lo que define este nexo en forma de precipicio entre dos opciones totales, este callejón sin salida que los AA de Boston denominan tu «Fondo», es que en ese momento sientes que acaso vender flores en medio de una avenida no sea tan malo si lo comparas con lo que te está sucediendo a ti como persona en ese instante. Y esto, en el fondo, es lo que une a los AA de Boston: resulta que es la misma desesperación resignada, miserable, de «lávame el cerebro» y de «explótame si hace falta» que han vivido todos los AA cuando se encontraban en el mismo borde del mismo precipicio, y aparece sin duda una vez que decides dejar de entrar y salir disparado de las reuniones y empiezas a caminar con la mano sudorosa extendida y tratas de conocer a otros AA de Boston. Como dice algún viejo o vieja endurecida a quienes siempre has temido pero con quienes te gustaría hablar, aquí nadie Entra porque las cosas le van de maravilla pero quiere mejorar su agenda social de las tardes. No, todos, todos y cada uno sin excepción, Entran con los ojos marchitos, blancos como el papel y con la cara colgando entre las rodillas y, por las dudas, con un catálogo manoseado de venta por correo de armas en algún sitio seguro de la casa, porque cuando fracase este último recurso desesperado de abrazos y tópicos resulta ser nada más que mierda optimista. No eres único, te dicen: esta desesperación inicial los une a todos en esta sala de cafetería. Son como supervivientes de Hinderburg. Al cabo de un tiempo, cada reunión es una re-unión.
II
…Otro orador del grupo Estudios Básicos Avanzados, cuyo nombre Gately no llega a escuchar por el saludo que le dispensan los asistentes, pero cuyo apellido empieza con E, un tipo aún más grandullón que John L., un inmigrante irlandés con una camiseta del Sinn Fein y una barriga como un saco movedizo de carnaza y un culo completamente visible haciendo juego, comparte su experiencia de esperanza enumerando las gratificaciones recibidas tras su decisión de Entrar y ponerle el corcho a la botella y el tapón al botellín de fentermina clorhídrica y dejar de conducir camiones de larga distancia durante noventa y seis horas ininterrumpidas en estado de psicosis química. Las gratificaciones de la abstinencia,recalca, han sido algo más que meramente espirituales. Solo en los AA de Boston se puede escuchar a un inmigrante cincuentón poniéndose lírico cuando habla de su primer movimiento sólido de vientre en toda una vida. 
—Yo era un probado cagón que salpicaba los lavabos durante incontables años. Me prohibieron la entrada en las paradas de camiones de aquí a Norfolk durante años. Usaba todo el papel higiénico. Pero ahora no hay problemas, aunque nunca me olvidaré de lo que me pasaba. Me tenía que ir al trono de mi casa, ¿sabéis? Hubo momentos en que incluso sobrio tenía problemas, pero un día me sorprendí tanto que no me lo pude creer. No reconocía lo que estaba cagando, era sólido. Pensé que se me había caído la cartera en el inodoro, lo juro por Dios. Me agaché y miré dentro del inodoro y lo que vi era fantástico, grande y sólido. Allí había una cagada extraordinaria. Un zurullo como un pan grande y marrón. Increíble. Una cagada de verdad. Y desde entonces se lo agradezco a Dios. Y, amigos míos, ese zurullo mío casi tenía vida propia. Y me hinqué de rodillas y se lo agradecí a Dios y se lo he agradecido desde entonces, por la mañana y por la noche, cada vez que voy a cagar.
La cara como de piel roja del hombre está radiante. Gately y los demás Banderas Blancas se ríen a carcajadas, una cagada que casi tenía vida propia, una oda a una cagada sólida, pero los ojos opacos de algunos novatos de las últimas filas se abren con una íntima Identificación y una posible esperanza que apenas se animan a imaginar… Les ha llegado un cierto Mensaje.
…El papá de Matty se lo empezó a follar por el culo cuando Matty tenía diez años.
Po’l culo. Matty se acordaba perfectamente de todo. A veces había conocido a gente con malas experiencias en la infancia que luego se las borraban de la cabeza y no recordaban nada de nada. Matty Pemulis, no. Recordaba cada pulgada y cada grano de cada vez. Su padre al otro lado de la puerta del pequeño dormitorio donde dormían Matt y Micky, a altas horas de la noche, la fina rasgadura de luz del pasillo, como de ojo de gato, a través de la rendija de la puerta que abría su papá, la puerta que se abría sobre los goznes bien aceitados con la lentitud implacable de la luna creciente. La sombra de papá que se extendía en el suelo y luego el hombre que la seguía cruzando el suelo iluminado por la luna con sus calcetines zurcidos y ese olor que más tarde Matty supo que se trataba de licor de malta, pero que a esa edad él y Micky lo llamaban de otro modo cuando lo olían. Matty se quedaba echado y fingía dormir; no sabía por qué esta noche él simulaba no saber que el hombre estaba allí; tenía miedo.
Incluso la primera vez. Micky solo tenía cinco años. Siempre lo mismo. El papá borracho. Tambaleándose por el suelo del dormitorio. Un cierto sigilo. Arreglándoselas de algún modo para no romperse la crisma con los camioncitos de juguete esparcidos por el suelo y dejados allí esa primera vez por accidente. Sentándose en el borde de la cama de modo que su peso cambiaba la inclinación de la cama. Un hombretón que olía a tabaco y a algo más. Su respiración siempre audible cuando estaba borracho. Sentado en el borde de la cama. Despertando a Matty a base de sacudidas hasta el punto de que Matty debía simular que se despertaba. Preguntando si dormía. Demostraciones de ternura, caricias que de algún modo rebasaban un afecto paterno étnico-irlandés, la generosidad emocional de un hombre sin permiso de residencia que cada día se mataba trabajando para alimentar a su familia. Caricias que de un modo indefinido traspasaban la raya de todo eso y de la generosidad emocional con algo más, ebrio, cuando se cancelaban todas las reglas anímicas y nunca sabías si de un momento a otro ibas a ser besado o golpeado, imposible decir o siquiera saber cómo se traspasaba esa raya. Pero lo hacían, las caricias. La ternura, las caricias, un mal aliento demasiado dulzón y caliente, disculpas en voz baja por alguna salvajada o algún disgusto del día. Aquel modo de coger las mejillas calientes por la almohada y el mentón con la palma de la mano, el inmenso dedo índice dibujando la línea entre la garganta y el mentón. Matty se encogía: ¿Eres tímido, hijo? ¿De qué tienes miedo? Matty se encogía incluso después de saber que encogerse de miedo era lo que lo provocaba, lo que enfurecía a su papá: ¿De quién tienes miedo? ¿Cómo puede ser que un hijo tenga miedo de su papá? Como si este papá que se rompe la espalda trabajando cada día no fuera más que un… ¿Acaso no puede un padre demostrar algo de cariño por su hijo? Como si Matty pudiera quedarse allí bajo las sábanas que él había pagado y creer que su padre no era mejor que un… ¿De qué tienes miedo, de un polvo? ¿Piensas que cuando papá viene a hablar con su hijo y lo abraza lo único que quiere es un polvo? ¿Como si el hijo solo fuera una puta de cuarenta dólares de los muelles? ¿Es eso lo que piensas de mí? ¿Eso es lo que te parezco? Matty se encogía sobre una almohada que su padre había pagado, los muelles de la cama cantaban con su miedo; él temblaba. ¿Por qué, entonces, no puedo darte lo que te temes? Mírame. Matty sabía de algún modo y desde el principio que su miedo exacerbaba la cosa, hacía que su papá quisiera hacerlo. Lo intentó e intentó, se maldecía por cobarde y por merecerlo, pero no pudo llamarle lo que tenía que llamarle. Pasaron años antes de que se diera cuenta de que su padre se lo habría follado por el culo de cualquier modo. Que el asunto estaba cantado antes de que se abriera la primera rendija de luz de la puerta y que lo que hiciese o sintiese Matty carecía de importancia. Una ventaja para no bloquear el recuerdo es que luego, con una mayor perspectiva, te puedes dar cuenta de las cosas; puedes ver claramente que ningún hijo del planeta pide que le hagan eso en ninguna circunstancia. A cierta edad posterior empezó a seguir echado cuando el padre lo sacudía y simulaba seguir durmiendo incluso cuando las sacudidas eran tan fuertes que le hacían castañetear los dientes dentro de una boca que lucía la ligera sonrisa que Matty había decidido que siempre tenían las caras de los auténticos dormidos.
Cuanto más lo sacudía su padre, más cerraba Matty los ojos y más fijaba la sonrisa y más fuertes eran los ronquidos de dibujos animados que alternaba con resoplidos. Micky, en el camastro bajo la ventana, siempre más silencioso que una tumba, yacía echado de lado, la cara contra la pared. Jamás intercambiaron una palabra sobre algo más que las probabilidades de ser besados o golpeados. Finalmente, el papá lo cogía por los hombros y le daba la vuelta con una expresión de disgusto y frustración. Matty pensaba que el mero olor a miedo era suficiente para merecerlo, hasta que (más tarde) vio las cosas desde una perspectiva más madura. Recordó el sonido oval de la tapa del recipiente de vaselina, ese plop especial como de piedra cayendo en un estanque de la tapa de vaselina (no a Prueba de Niños, ni siquiera en una época de tapas a Prueba de Niños), oyendo cómo murmuraba su papá cuando se la aplicaba, sintiendo el dedo horrible y frío como el hielo mientras su papá le embadurnaba el ano, la negra estrella de Matty. Solo una perspectiva más madura de años y experiencias le permitió a Matty descubrir algo que agradecer a su padre, y fue el hecho de que al menos su papá usaba un lubricante. Ni siquiera una perspectiva adulta, ahora, a los veintitrés años, le podía explicar a Matty los orígenes de la familiaridad de aquel hombre con ese producto y con su uso nocturno.
Uno oye hablar, por ejemplo, de cirrosis y pancreatitis y piensa en alguien que se agarra la barriga como los actores de las viejas películas que acaban de recibir un disparo y cae poco a poco hacia su descanso eterno con los párpados cerrados y la cara tranquila. El papá de Matty murió ahogado en sangre aspirada; parecía un surtidor de la sangre más oscura posible, y Matty la vio derramarse como pintura mientras él lo cogía por las muñecas amarillentas y la mamá se lanzaba al patio a buscar una ambulancia. Las partículaseran aspiradas tan finamente que parecían atomizadas y flotaban en el aire como el mismo aire sobre la cama mientras el hombre expiraba, los ojos abiertos y amarillentos como de gato y el rostro contraído y con el rictus de dolor más horrible posible y sus pensamientos (si los hubo), desconocidos. Todavía ahora, Matty celebra la memoria final de aquel hombre con su primera copa, siempre que se la permite.

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