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San Agustín D e la v id a fe liz Estudio y notas por Juan José Garrido Zaragoza Santillana FILOSOFÍA HOV Otros títulos de la colección: Platón: El banquete. Estudio y notas por Salvador Mas Torres. Tomás Moro: Utopía. Estudio y notas por Vicente Domingo García Marzá. David Hume: Resumen del Tratado de la naturaleza humana. Estudio y notas por Juan Antonio Nicolás Marín. Immanuel Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres Traducción, estudio y notas por Norberto Smilg Vidal. Jean-Paul Sartre: El existencialismo es un humanismo. Traducción, estudio y notas por Miguel Corella Losada y Francisco Caballero Quemades. FILOSOFIA San Agustín D e la v id a fe liz Estudio y notas por Juan José Garrido Zaragoza # Santillana Dirección: Edición: Diseño de interior y cubierta: Dirección de arte: Composición y ajuste: Realización: Dirección de realización: Título orginal: De beata vita. Traducción: Ángel Herrera Bienes © De esta edición: 1996, Santillana, S. A. Elfo, 32. 28027 Madrid Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. Beazley, 3860.1437 Buenos Aires Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. Del Valle México, D. F. C. P. 03100 Editorial Santillana, S. A. Carrera 13, n.° 63-39, piso 12 Santafé de Bogotá - Colombia Aguilar Chilena de Ediciones, Ltda. Avda. Pedro de Valdivia, 942 Santiago - Chile Ediciones Santillana, S. A. Javier de Viana, 2350 11200 Montevideo - Uruguay Santillana Publishing Co. 2105 NW. 86th Avenue Miami, FL 33122 Sergio Sánchez Cerezo Alberto Martín Baró Miryam Añilo, DdA; Aurora Ramos Juan José Vázquez Ángeles Bárzano, Francisco Lozano José Garda Frandsco Romero Printed in Spain Impreso en España por Printing-10, S. A., Móstoles (Madrid) ISBN: 84-294-5007-6 Depósito legal: M-39.143-1996 Todos ios derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímica electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la Editorial. Indice Introducción 7 De la vida feliz 15 Notas 39 Juicio crítico 45 Glosario 51 Bibliografía 53 Introducción El autor Vida y obras de San Agustín Agustín nació en Tagasta, pequeña ciudad de la provincia romana de Numidia, hoy en Argelia, en el año 354. Su padre era pagano y sólo se convirtió a la fe cristiana poco antes de su muer te. Su madre, Mónica, era una ferviente cristiana que dio a su hijo una rudimentaria formación en la fe, pero que no lo bautizó. Después de los estudios primarios en Tagasta, Agustín cursó retórica en Madaura y en Cartago. Después se estableció como profesor en Tagasta y luego en Cartago, donde permane ció hasta el año 383. Durante el curso 372-373 leyó un libro de Cicerón, hoy per dido, titulado el Hortensio, que consistía en una exhortación a la filosofía. Este libro infundió en Agustín un fuerte "amor a la sabiduría", hasta el punto de querer consagrar su vida a ella, más allá de escuelas y sectas. Sin embargo, casi al mismo tiempo, entró en la secta de los maniqueos y permaneció en ella casi diez años, hasta su huida a Roma en el 383, aunque su ruptura defi nitiva tuvo lugar en Milán algo más tarde. En el período mani- queo escribió su primer libro De pulchro et apto, hoy perdido. En Roma estuvo poco tiempo. En el año 384 marchó a Milán. Agustín estaba decepcionado de los maniqueos y ya no creía que en su doctrina pudiera encontrar la verdadera sabidu ría. Pasó por un periodo de crisis, pues había perdido toda espe ranza de encontrar la verdad y alcanzar la sabiduría. Sintonizó algún tiempo con el escepticismo de la Nueva Academia, pues también él se sentía inclinado a pensar que lo más sensato era dudar de todo y sostener que el hombre no puede conocer nada con certeza. Pero en Milán tuvieron lugar acontecimientos que cambia ron el rumbo de su vida. El primero, el encuentro con el obispo Ambrosio. Agustín frecuentó su predicación, primero por curio sidad, pero luego se fue poco a poco interesando por su doctri na. La interpretación alegórica o espiritual que hada Ambrosio del Antiguo Testamento le llevó a Agustín a pensar que los maniqueos no teman razón y que la tesis católica era defendible. El segundo, también en Milán, fue el descubrimiento, en el 386, de la filosofía neoplatónica. Agustín leyó seguramente algunas Enéadas de Plotino en la traducción latina de Mario Victorino y quedó deslumbrado. Esta filosofía le abrió los ojos al mundo espiritual y a la afirmación de la inmortalidad del alma; y en ella encontró muchas semejanzas con la doctrina cristiana. Fue dejando atrás su escepticismo y, aunque aún no muy convenci do, decidió inscribirse como catecúmeno de la Iglesia. En este momento los acontecimientos se precipitan. La noticia de la conversión de Mario Victorino y la de dos jóvenes funcionarios tras la lectura de la Vida de Antonio, el anacoreta del desierto, escrita por San Atanasio, causaron en él un fuerte impacto. Deseaba imitarles, pero aún se encontraba indeciso. Casi al mismo tiempo, cuando se encontraba retirado con unos amigos en una casa de las afueras de Milán, tuvo la famosa experiencia del "tolle et lege": ¡Toma y lee! (Confesiones VIII, 12, 28-29) y, cogiendo el rollo de la Escritura, leyó el pasaje de la Carta de San Pablo a los Romanos (13, 3 y siguientes) donde el apóstol exhorta a dejar la vida de frivolidades y a revestirse de Cristo. A partir de este momento cesan las dudas, y Agustín toma la firme resolución de hacerse cristiano. Terminado el periodo escolar del año 386 por la llegada de las vacaciones de la vendimia, y aquejado de una dolencia en el pecho, se retira a Casiciaco, a una finca que le deja un amigo, con su madre, su hijo Adeodato y algunos amigos y discípulos, para prepararse mejor al bautismo, dedicando su tiempo a la oración, al diálogo y a la meditación filosófica. Escribió entonces sus primeros diálogos: Contra académicos, De la vida feliz, Del orden, De la cantidad del alma. En el invierno de ese año se inscri be para el bautismo y en la Vigilia Pascual del 387 fue bautiza do, con su hijo y su amigo Alipio, por San Ambrosio. Tenía 33 años. Durante ese tiempo escribió los Soliloquios y De la inmorta lidad del alma. Dejó su cátedra de Milán y decidió regresar a África. En el puerto de Ostia, esperando el barco, murió Mónica. Agustín llegó a Tagasta en el 388 y organizó una especie de comunidad monástica donde pensaba pasar el resto de sus días. De este periodo son las obras Sobre el Génesis contra los maniqueos, Del maestro, De la verdadera religión, De la música. Comenzó también Del libre albedrío, pero lo terminó más tarde. La vida de retiro se acabó pronto. En el 391 fue ordenado sacerdote para ayudar al obispo de Hipona, ya muy anciano; y en el 395 fue consagrado su obispo auxiliar y pronto tuvo que sucederle. A partir de entonces la vida de Agustín estuvo por entero dedicada a la Iglesia en su ministerio pastoral. Pero el cargo no sofocó al intelectual que buscaba comprender la ver dad cristiana y que quería defenderla. Agustín continuó escri- Introdúcele» hiendo libros de teología, de exégesis bíblica y de controversia, pero a un ritmo más lento. Excepto las Confesiones, que escribió entre el 384 y el 400, sus libros tendrán una lenta gestación. Así, el tratado sobre La Trinidad (400-416), La ciudad de Dios (413-426) y La doctrina cristiana (392-426). Ya en sus últimos años, gozan do de más tiempo para sí, escribió Las retractaciones (427). Agustín murió el año 430, a los 76 años, cuando la ciudad de Hipona se encontraba sitiada por los vándalos. A las obras señaladas, que son las que tienen mayor peso filosófico, hay que añadir muchas otras, pues la producción de Agustín fue extraordinariamente abundante. Así, comentarios a la Sagrada Escritura,como al libro del Génesis, o a los Salmos, a las cartas de San Pablo -como Gálatas y Romanos-, o el Trata do sobre el evangelio de San Juan. Sin olvidar sus más de 500 ser mones y sus numerosísimas cartas, algunas de las cuales son verdaderos tratados. El diálogo De la vida feliz Circunstancias en que fue escrito Esta obra sobre la vida feliz está escrita en el retiro otoñal de Casiciaco. Agustín tiene ya decidido hacerse cristiano, renunciar a su cátedra de retórica y consagrarse a la filosofía. Una fuerte dolencia de pecho le facilita esta decisión, al tener que retirarse de Milán para reponerse y descasar. Este descanso casi obligado le ofrece, al mismo tiempo, una situación favora ble para prepararse para el bautismo. Hacerse cristiano y consagrarse a la filosofía es para Agus tín una misma cosa. La fe cristiana ofrece al hombre la verdade ra visión del mundo, del hombre y de Dios, y señala el camino que hay que seguir para alcanzar la vida verdadera; en este sen tido, la fe cristiana es para él la verdadera filosofía. Así pensa ban muchos padres de la Iglesia anteriores a él. Por eso, el tiem po consagrado a meditar sobre la fe recién adquirida es a la vez preparación para el bautismo y vida filosófica. Dos temas fundamentales Capacidad del hombre de encontrar la verdad En el retiro de Casiciaco, en compañía de su madre, su hijo y unos pocos amigos y alumnos, Agustín no puede menos que ocuparse, entre otros, de dos temas fundamentales. De la vida feliz En primer lugar, siente la necesidad de mostrar, contra la doctrina de los académicos o escépticos, que el hombre es capaz de verdad y que, por consiguiente, puede adquirir la sabiduría. El escepticismo arruina en su misma raíz todo esfuerzo humano por vivir en la verdad. El "buscar sin nunca encontrar" tiene su atractivo, pero no podrá constituir la verdadera sabidu ría. Se busca siempre con la esperanza de encontrar la verdad, y sólo cuando ésta es hallada, se puede ser sabio o comenzar a serlo. El Contra los académicos es la obra donde Agustín plasmó la refutación del escepticismo. En qué consiste la vida feliz En segundo lugar, se ve forzado a meditar sobre la misma vida feliz para determinar en qué consiste verdaderamente. No podía quedarse con la afirmación de que el hombre es capaz de verdad; le era necesario indagar dónde se encuentra esa verdad y cómo llegar a ella, pues en su posesión va a consistir la vida feliz. En este momento de su vida Agustín no posee todavía un conocimiento profundo de las verdades cristianas. Tiene claro que en la fe cristiana se encuentra la verdad y que no debe apar tarse nunca más de la autoridad de Cristo. Pero quiere conocer esa verdad no sólo por la fe, sino también por la comprensión de la inteligencia, es decir, por la razón. Para ello es preciso filoso far con la sola razón al estilo de la filosofía pagana, pues sólo así se podrá ver con claridad la armonía profunda entre las dos fuentes de la verdad: la razón y la fe. Ello explica que en estos diálogos de Casiciaco la parte más importante le corresponda a la razón. El objetivo, sin embargo, es claro: la razón, la filosofía misma, lleva a la verdad suprema que es Dios; prepara para acoger la revelación cristiana y para estimarla como la plenitud de toda verdad. Agustín tiene espe cialmente en la mente la filosofía neoplatónica, pues en ella, como él mismo repite muchas veces, encontró muchas anticipa ciones de la verdad revelada (ver Confesiones VIII, 8, 10; Contra los académicos III, 20, 43). Influencias y antecedentes 10 Todo esto explica que De la inda feliz se inscriba en la línea de autores de la tradición clásica que han reflexionado sobre la felicidad del hombre, como Cicerón, Séneca o el mismo Plotino. Introduce! Cicerón había escrito Definibus bonorum el malorum (De los Imites del bien y del mal) y en esta obra ponía de relieve que la cuestión de la vida feliz está estrechamente vinculada a la cues tión sobre el fin último del hombre, aprovechando lo que las éti cas aristotélica, epicúrea y estoica habían dicho sobre el tema. Séneca, por su lado, en su De la vida feliz, siguiendo la tra dición estoica, hacia descansar el soberano bien del hombre en la virtud y en el recto pensar, y presentaba al sabio, que sabe ate nerse a los bienes que dependen de él y no de la fortuna, y que por ello goza de paz y de tranquilidad de ánimo, como modelo de la vida dichosa. Y Plotino, en Enéadas I, 4, desarrolla todo un tratado sobre la felicidad, afirmando rotundamente que ésta consiste en la vida de la inteligencia (el yo superior del hombre) y que quien se entrega a ella no se ve afectado por desgracias, ni por los vaive nes de la fortuna, ni corre tras los placeres del cuerpo o de las cosas exteriores. El libro de Agustín hay que colocarlo dentro de este tipo de reflexiones. Asume no pocas ideas y planteamientos fácil mente encontrables en estos autores, pero, como cabría pensar, su orientación es más religiosa. Agustín tiene por evidente que la felicidad del hombre consiste en la sabiduría, pero también está convencido de que no hay sabiduría ni vida feliz fuera del conocimiento perfecto de Dios (Retractaáones I, 2). No faltaron autores cristianos anteriores a Agustín que se ocuparon del tema de la verdadera felicidad del hombre, inser tando las verdades cristianas en los esquemas filosóficos clási cos. Tal es el caso de Lactancio (260-330) en su Instituciones divi nas y de San Ambrosio en su Sobre Jacob o la vida feliz, libro que, al parecer, depende bastante de Plotino. San Ambrosio, por ejemplo, coloca la felicidad del hombre en la posesión de la ver dad y del bien por un alma limpia de todo pecado; y propone a Cristo como modelo que hay que imitar ante las adversidades. Agustín, sin embargo, tuvo poco en cuenta estos antece dentes cristianos y, como se puede ver, no considera la figura de Cristo desde la misma perspectiva que Ambrosio. Personajes del diálogo De la vida feliz se presenta como un "banquete espiritual" ofrecido por Agustín con motivo de su 33 aniversario a quienes le acompañan en Casiciaco. Se desarrolla a lo largo de tres jor nadas, teniendo cada una de ellas una idea dominante. Partid- Do la vida feliz pan, además de Agustín, su madre, Mónica; Navigio, su herma no; Trigecio y Licencio, paisanos y discípulos suyos; sus sobri nos Lastidiano y Rústico, y Adeodato, su hijo. Agustín es el anfitrión, es decir, el maestro que busca en diálogo amistoso la verdad. Él plantea las preguntas, propone definiciones, dirige el curso de la conversación y saca las con clusiones. Con actitud socrática, administra sabiamente sus intervenciones y va llevando a sus interlocutores a la meta deseada, es decir, a reconocer que en la posesión de Dios se encuentra la verdadera sabiduría y la auténtica felicidad del hombre. Mónica ocupa un lugar importante en esta obra. Ella no es letrada, ni posee, como es obvio, conocimientos de filosofía. Pero su familiaridad vivida con la verdad le permite intervenir con acierto y formular definiciones correctas. Agustín no duda en reconocer que ella, aunque sin disponer de palabras técnicas, ha conquistado las cumbres de la filosofía, y que, al escuchar sus palabras, se creería estar ante un eminente varón y no ante una mujer, afirmación ésta que en aquel tiempo era un elogio. Su sabiduría no procede del estudio, sino de su vida de fe y de su relación personal con la verdad creída. Navigio interviene poco. Su función se limita a reflejar la opinión común de los participantes. Adeodato es el más joven y, en opinión del propio Agustín, está dotado de un muy prometedor ingenio. Él da la respuesta acertada a la pregunta sobre quién posee a Dios: "posee a Dios aquel que se ve limpio de todo espíritu inmundo". La limpieza de su corazón es lo que le lleva a afirmar instintivamente que sólo el que está limpio de todo pecado y vicio puede poseer a Dios. Respuesta de raíz neoplatónica,pero que en Adeodato, como en Mónica, no procede de la erudición, sino de la sintonía de su alma con el bien. Licencio y Trigecio son los interlocutores más directos. Ya intervinieron, junto con Alipio, en el diálogo Contra los académi cos, que Agustín había ya comenzado antes de iniciar esta obra que tratamos. Licencio es defensor de los académicos y, en con secuencia, profesa un cierto escepticismo y le cuesta adherirse a las conclusiones a las que se va llegando. A veces es objeto de cierta ironía por parte del resto de los participantes. Trisegio, por el contrario, es adversario de los académicos como por ins tinto natural: siempre le han repugnado, aun antes de saber cómo refutarlos. A veces es lento en seguir el hilo de la conver sación y no siempre logra mantener la atención, aunque con suma facilidad acepta las conclusiones de Agustín. 12 Introduce Estructura y contenidos Se puede dividir la obra en cuatro capítulos: • El primero, que es un Prefacio al estilo clásico, contiene la dedicatoria a Manlio Teodoro, unas consideraciones genera les sobre los caminos posibles por medio de los cuales los hombres acceden a la filosofía y, por último, una breve refe rencia al camino concreto seguido por el mismo Agustín. • El segundo narra la conversación del primer día. La idea cen tral, lograda a partir de la afirmación de que "todos queremos ser felices", es que la felicidad consiste en poseer lo que se desea, siempre que lo que se desea sea un bien eterno e inmu table; y como el bien eterno e inmutable por excelencia es Dios, la verdadera felicidad consistirá en poseer a Dios. Se dirá también que quien es feliz es, al mismo tiempo, sabio, pues posee un bien que ni la fortuna ni las adversidades le pueden arrebatar, por lo que en su ánimo no hay inquietud ni temor. De ahí sacará Agustín un argumento contra los acadé micos, que ni son dichosos ni sabios. • El tercero cuenta lo dialogado en el segundo día. Versa todo él sobre la cuestión de quién posee a Dios. Se dan tres respues tas que, de hecho, se resumen en una sola: posee a Dios el que es casto, es decir, fija su atención en él y a él se consagra, pues éste vive bien, esto es, rectamente, y cumple su voluntad. Agustín precisa que quien busca a Dios, pero aún no lo po see, no es dichoso, aunque Dios le es propicio; que quien vive en vicios y en pecados, ni Dios le es propicio ni es dichoso; y que quien ha encontrado a Dios lo tiene propicio y es di choso. • El cuarto corresponde a la conversación del tercer día. Se cen tra en clarificar la relación entre indigencia e infelicidad, ple nitud y felicidad. El que es indigente de sabiduría es necio y, como tal, no puede ser dichoso, aunque posea todos los bie nes del mundo; la necedad o estulticia es miseria del alma. El que posee la sabiduría es, sin embargo, dichoso, aunque carezca de bienes y se vea sometido a necesidades físicas. Lo contrario de la indigencia del alma es la plenitud. Luego la sabiduría, que hace al hombre dichoso, es plenitud. Y la ple nitud es moderación, o medida, y templanza. Dios es la medi da suprema; el Hijo de Dios, engendrado por la medida, es su sabiduría y verdad, y es él el que mueve el alma desde den tro para que busque y apetezca a Dios. De la vida feliz CAPÍTULO I Prefacio. -Dedica el tratado a Teodoro y le declara la clase de tempestades por las que fue empujado hasta el puerto de la cris tiana filosofía. -Motivo de la disputa. 1 Si el camino trazado por la razón, y aun la voluntad misma -ilustre y magnánimo T eod o ro '-, condujeran al puerto de la filosofía, de donde se parte al reino y tierra firme de la vida dichosa, no sé si rayara en temerario al afirmar que arribarían a él hombres en mucho menor número, aunque ciertamente -como sabemos- muy pocos lo alcanzan al presente. Puesto que o Dios, o la naturaleza, o la necesidad, o la voluntad propia, o la conjunción parcial o total de tales causas (cuestión por demás oscura, que tú, no obstante, tratas de esclarecer) nos precipitan, al azar y en montón, en este mundo como en proceloso abismo: ¿quién acertaría adonde debe encaminarse, o por dónde sortear, si de improviso una tempestad impensada -que los necios juz garían adversa- no empujara a ignorantes y desviados, incluso obligándolos y a contravela, hasta la playa apetecida2? 2 Pues bien, en los hombres que logran acogerse a la filoso fía se me antoja discernir como tres clases de navegantes: una, la de aquellos que, levantados por los años al predominio de la razón, con leve esfuerzo y corto golpe de remo se apresuran inmediatamente y afincan en aquella serenidad, donde izan la bandera de alguna de sus obras para que, incitados los demás compatriotas capaces, se esfuercen en imitarlos. Otra, opuesta a la anterior, es la de aquellos que, alucina dos por la engañosa apariencia del mar, se aventuran agua adentro, osando navegar lejos de su patria y, con frecuencia, dándola al olvido. Estos tales, si por ignorado y oculto modo el viento en popa que juzgan próspero los sigue impulsando, con cluyen por sumergirse en los más hondos y miserables abismos, engreídos y gozosos en tanto la vana serenidad de los deleites y honores los halagan por todas partes. En verdad, ¿qué desear a los tales sino una contraria y, si ello no bastara, terrible tempestad y huracanado viento que, Dedica Agustín el tratado a Teodoro Pocos llegan al puert de la filosofía movido: sólo por la razón y la voluntad Tres ciases de "navegantes" se acogen a la filosofía Los que llegan a la filosofía con poco esfuerzo A otros una terrible tempestad los dirige a la filosofía De la vida feliz Otros son arrastrados a la filosofía por los desastres de Infortuna Hay que evitar el monte de la vanagloria desde aquellos elementos a los que audaces se confiaron, los arrastren, incluso a su pesar y mal de su agrado, a los goces seguros e incontrastables? No obstante, muchos de éstos, aún no muy distanciados, logran ser reducidos mediante algunos percances de menor cuantía. Tales son aquellos varones a quienes los trágicos desas tres de sus fortunas, o las sofocantes desazones de sus negocios, o el mismo no saber qué hacer, los empujaron hacia los libros de los varones ilustres y sabios, donde, como en un puerto, se man tienen vigilantes para que de allí no los alejen los deslumbran tes celajes de aquel mar de solapada sonrisa. Existe además una tercera clase: la de aquellos que, o en el umbral de su juventud, o tras haber sido azotados reciamente y por largo tiempo, desde el seno del mismo oleaje descubren ciertos destellos que les recuerdan su dulcísima patria, y a ella se dirigen con rumbo siempre seguro y nunca frenado; si bien muchas veces, ofuscados entre las nieblas o avizorando los per didos astros o presos de impensados sortilegios, desperdician la estación propicia a una feliz navegación, errando dilatados días y con peligro de perderse. También éstos en muchas ocasiones son arrastrados a la ansiada y serenísima patria por los descalabros y contrastes de la fortuna, como por una tempestad aparentemente adversa a sus empeños. Frente a todos estos que, de uno u otro modo, se apresuran 3 a la región de la vida feliz, se adelanta, ante el mismo puerto, un formidable monte que engendra en cuantos arriban graves inquietudes y que ha de temerse con vehemencia y evitarse con cautela. Porque de tal manera destella y así se reviste de res plandor taimado, que no sólo se ofrece a cuantos llegan y aun a los ya internados para que lo habiten, brindándoles satisfacer sus anhelos de la tierra venturosa, sino que a menudo convida en el mismo puerto a los que ya arribaron, sojuzgándolos a veces, halagados por su altitud, desde la cual les será dado menospreciar a los demás. Pero estos últimos previenen a cuantos llegan para que no embistan contra los embozados escollos ni crean fácil la arriba da, y generosamente les muestran por dónde pueden entrar sin peligrode los arrecifes. Con ello, señalándoles la arribada segu ra, los apartan de la vanagloria. Porque ¿qué otro monte debe entender la razón que han de rehuir los que aspiran o se aden tran por la filosofía sino el necio afán de la fama? El cual, en su seno, es tan vacío e inconsistente que, quebrantada la frágil cor teza, sepulta y abisma a los hinchados que por él caminaban, 16 confundiéndolos de golpe en sus negruras y privándolos de aquella magnífica morada que casi ya tenían ante los ojos3. 4 Siendo esto así, analiza, Teodoro amigo (pues para lo que yo deseo te considero único, y siempre te juzgué capacitado), analiza -repito- lo que aquellas tres clases de hombres me ins piraron, y que a ti dedico; en qué clase me encuentro, al parecer, y el género de favor que, confiado, espero de ti4. A los 19 años de mi vida, apenas estudié en la academia de retórica aquel libro de Cicerón intitulado Hortensius5, me abracé con tan podeoso amor a la filosofía, que inmediatamente decidí entregarme a ella. Pero no me libré de tinieblas y por largo tiem po -lo confieso- avizoré desde los abismos los malhadados astros que me indujeran a error. Cierta infantil superstición me producía espanto a las disquisiciones; mas, apenas me rehice denodado, aquella niebla se disipó, viniendo a convencerme de que más vale creer a los que adoctrinan que a los que imponen; aunque de aquí vine a dar entre los que defienden que la luz percibida por nuestros ojos debe ser venerada entre los entes supremos y divinos. No me convencían, pero me imaginaba que algo extraordinario ocultarían bajo aquellos velos6. No obstante, apenas los descorrí, me liberé de ellos y, apresurándome otra vez mar adelante, fueron los académicos7 quienes por largo tiempo se apoderaron de mi gobernalle, rebelde a todos los vientos en medio de las olas. Por último, arribé a estas latitudes; aquí descubrí el norte al cual confiarme. Con frecuencia escuché de nuestros sacerdo tes8, y alguna vez en tus conversaciones, que cuando sobre Dios se medita, nada corporal debe ser concebido, como tampoco cuando se trata del alma, que entre todos los entes reales es el más semejante a Dios. Y para no introducirme arrebatadamente por los ámbitos de la filosofía, me frenaba yo mismo -lo confie so- con los señuelos de la esposa y los honores, logrados los cuales me apresuraría al fin por aquellos mares y en ellos repo saría, como los pocos afortunados a quienes esto les fue conce dido. Leídos, pues, contadísimos libros de Plotino9 (de quien me consta que tú eres lector celosísimo) y contrastando con ellos, en cuanto me fue dado, incluso la autoridad de aquellos otros libros10 en los que se nos legaron los divinos misterios, así me exalté, que ardía por romper todas aquellas anclas, pero me fre naba la querencia de ciertos apegos. ¿Qué me faltaba, pues, sino que una borrasca (aunque, en mi opinión, adversa) me sacudie ra y arrancara de tales cosas superfluas en las que me distraía? Y súbitamente tan desmedido dolor desgarró mis entrañas que, incapaz de soportar la brega de aquella ruta por la que acaso De la vida feliz Agustín ha llegado a puerto, pero aún no está libre de riesgos Dudas de Agustín en la cuestión del alma Ofrece su libro a Manlio Teodoro Ocasión y ambiente del diálogo navegaba hada las Sirenas, lo arrojé todo por la borda y condu je mi barquilla, aunque rota y maltrecha, a la ansiada tranqui lidad. Ya conoces, pues, la filosofía donde navego como por un 5 puerto, aunque tan dilatado que su extensión no excluye ente ramente el riesgo, si bien menos peligroso. Porque en verdad todavía ignoro a qué ribera que sea ciertamente dichosa ponga rumbo. Porque ¿qué terreno firme pisa el que aún fluctúa y vaci la en la cuestión del alma11? De donde te suplico que, por tu vir tud, por tu benignidad, por la íntima comunicación y trato de nuestros corazones, vengas en mi ayuda asistiéndome con tu estimación, convencido a tu vez de que recíprocamente te correspondo y aprecio. Que si esto consigo, arribaré con leve empeño y facilidad a esa vida feliz que (según presumo) tú ya disfrutas. Resolví, pues, redactar las primicias de mis disquisicio nes con la extrema minuciosidad que me fue dado conseguir lo, y ampararlas bajo tu nombre, para que conozcas plena mente en qué me ocupo y por qué caminos he reunido en este puerto a mis allegados; de todo lo cual deduzcas mi estado de espíritu, ya que no acierto con otros medios para dártelo a entender. Y creo haber acertado, porque ambos hemos departido largamente sobre la vida feliz, y no encuentro ninguna otra cosa que con mayor propiedad pueda llamarse dádiva divina. No me acobardó en mi empeño tu elocuencia. Lo que admiro, aunque no lo alcance a comprender, no lo temo. Pero mucho menos lo cuantioso de tu fortuna que, aunque extremada, es, por tuya, propicia, y a cuantos favorece los vuelve generosos. Pero, por favor, toma ya mi ofrenda. El 13 de noviembre fue mi cumpleaños. Tras una comida 6 frugal para no embotar el ingenio, a todos los que, no sólo en esa fecha, sino diariamente asisten a mi mesa los reunía para dialo gar en los baños que a tal sazón resultan un lugar muy adecua do y apartado. Estaban allí -y no tengo a menos darlos a cono cer a tu benevolencia por sus propios nombres-, en primer lugar, mi madre, a cuya virtud creo deber cuanto soy; Trigecio y Licencio, paisanos y discípulos míos, y no quise que faltaran mis sobrinos, Lastidiano y Rústico, aunque todavía no habían pasado del liceo del gramático, pero cuyo sentido común juzgué imprescindible en los temas que se examinaban. Estaba asimis mo con nosotros Adeodato, mi hijo, por la edad el más mozo, pero de muy prometedor ingenio, si el amor no me ciega. Y escuchado por todos, empecé preguntando. L8 San Agustín CAPÍTULO II Disputa del primer día. -Constamos de alma y cuerpo. -Ali mento necesario al cuerpo. -También el alma tiene su alimento. - No es feliz el que no tiene lo que desea. -Pero tampoco es feliz el que tiene cuanto apetece. -Quién posee a Dios. -El escéptico no puede ser feliz ni sabio. 7 -¿Os parece evidente que estamos constituidos de alma y cuerpo? Todos de acuerdo, Navigio respondió que lo ignoraba. -¿No sabes nada, absolutamente nada? ¿O acaso también eso ha de contarse entre las cosas que ignoras? -No creo ignorarlo todo -concedió. -¿Y puedes aducir -insistí yo- alguna de las cosas que sabes? -Ciertamente -afirmó. -Pues, si no te parece mal -rogué-, exponía -y como duda ra, añadí-. ¿Sabes, por lo menos, si vives? -Lo sé -respondió. -Luego sabes que tienes vida, pues nadie puede vivir sin ella. -También eso lo sé -concedió. -¿Y sabes que tienes un cuerpo? Asintió también. -Luego ya sabes que constas de cuerpo y vida. -Lo sé, en efecto, pero dudo si existe algo más. -Pero no dudas que existen estas dos cosas: cuerpo y alma; aunque ignores si existe algo más, destinado al complemento y perfección del hombre. -Así es -confirmó. -En ocasión más oportuna indagaremos esto último, si nos es posible. Y puesto que, por de pronto, todos defendemos ya que el hombre no puede existir sin alma y cuerpo, ahora pre gunto a todos: ¿por cuál de ellos se procuran los alimentos? -Por el cuerpo -respondió Licencio. Sin embargo, los demás dudaban y discutían entre sí con opuestos pareceres. ¿Cómo podía ser considerado necesario por razón del cuerpo el alimento, siendo éste apetecido para la vida y siendo la vida patrimonio exclusivo del alma?... Entonces intervine preguntando: -¿Os parece que el alimento es propio de aquella parte que crece y se desarrolla en nosotros por el sustento? El hombre consta de cuerpo y alma El alimento del cuerpo 19 De la vida feliz El alimento del alma es la ciencia Todos asintieron, menos Trigecio, que argumentó: -¿Por qué, en ese caso, yo no he crecido en proporción a la cuantía de mi voracidad? -Todos los cuerpos -expuse- tienen su volumen concreta do por la naturaleza, no pudiendotraspasar aquella medida. No obstante, dicho volumen disminuiría si le escaseara el alimento, cosa que advertimos en los animales bien a las claras, pues a todos es patente que, reducidos los alimentos, el cuerpo de todos ellos disminuye en volumen y corpulencia. -Adelgazan, pero no decrecen -distinguió Licencio. -Me basta con lo primero para mi intento -concedí yo-. Porque la cuestión sobre la que discutimos es si el alimento per tenece al cuerpo. Y en efecto pertenece, pues suprimido aquél, éste adelgaza. Y todos opinaron que así era. -Y del alma, ¿qué decir? -interrogué-. ¿Acaso no tiene sus 8 peculiares alimentos? ¿Os parece tal vez que su manjar es la ciencia? -Evidentemente -afirmó la madre-; de ninguna otra cosa creo que se alimente el alma, sino del conocimiento y la ciencia de las cosas. Y como Trigecio dudara de tal afirmación, ella repuso: -¿Acaso tú mismo no nos has enseñado de qué y en dónde se alimenta el alma? Porque, al rato de estar comiendo, asegu raste que no te habías fijado en las copas que usábamos, por estar embebido en no sé qué otros pensamientos, sin que por ello ni la manto ni la boca cesaran en la comida. ¿Dónde es taba tu alma mientras comías, que no se percató de ello? En con clusión, convén conmigo en que de tales manjares se alimenta el alma, es decir, de sus pensamientos y de sus teorías, siempre deseosa de aprehender algo por ellas. Como los desacuerdos se avivaron en torno a aquella tesis, yo repuse: -¿Convenís tal vez en que las almas de los hombres más doctos son en su género más ricas y vastas que las de los igno rantes? Afirmaron ser aquello verdad manifiesta. -Acertadamente solemos decir que las almas de aquellos que nunca fueron adoctrinados en ninguna ciencia, y nada bebieron en las artes nobles, andan ayunas y como famélicas. -A mi parecer -reparó Trigecio- dichas almas están ahítas, pero de maldad y de vicios. -Créeme, Trigecio -le dije-: ello supone cierta esterilidad y como hambre en las almas. Porque a la manera que el cuerpo. 90 San Agustín privado de sustento, se cubre de miseria y numerosas enferme dades -vicios que en él descubre el hambre-, del mismo modo las almas de aquéllos se muestran plagadas de dolencias que delatan su ignorancia. En verdad, ya los antiguos llamaron a la nequicia (mal dad) la madre de todos los vicios, en razón de que no es nin guno concreto; así como a la virtud opuesta a ese vicio la lla maron frugalidad. Porque, como ésta se deriva defrux (esto es, fruto) para significar cierta fecundidad de las almas, así aqué lla fue llamada nequitia, esto es, nada, por su esterilidad. Por que es nada todo lo que huye, lo que se disuelve, lo que se derrite y como desaparece. Por eso también a tales hombres los llamamos perdidos. Por el contrario, es algo si permanece firme, si siempre es lo que es, como la virtud; y entonces la denomi namos templanza y frugalidad. Mas si esto resulta a vuestro entender demasiado oscuro (dado que las almas de los ignorantes aparecen colmadas), convendréis en que, así como para los cuerpos, también para las almas existen dos clases de alimentos: uno, saludable y provechoso; otro, dañino y mortal12. 9 Sentado esto, y de acuerdo ya todos en que el hombre consta de alma y cuerpo, estimé a propósito en el día de mi cum pleaños que no sólo debía disponer para vuestros cuerpos una comida algo más abundante que de ordinario, sino también para las almas. Cuál sea este manjar preparado os lo expondré, si lo apetecéis. Porque empeñarme en alimentaros a la fuerza e inapetentes resultaría empeño baldío. Y debemos elevar votos a fin de que apetezcáis las viandas del espíritu con mayor avidez que las del cuerpo. Lo cual acontece cuando las almas están sanas; las enfermas -como a los propios cuerpos enfermos les ocurre- rechazan y repudian los alimentos. Con ademanes y palabras se declararon prontos a aceptar y comer cuanto les hubiese preparado. JO Y, volviendo al tema, pegunté de nuevo: -¿Queremos todos nosotros ser felices13? Apenas hice tal pregunta, se apresuraron a confirmarlo unánimemente. -¿Consideráis feliz al que no posee cuanto apetece? Todos negaron. -Entonces ¿es feliz aquel que posee cuanto apetece? Y aquí la madre intervino: -Si apetece y consigue bienes, es feliz; si por el contrario ambiciona males, aunque los consiga, es desdichado. Sonriente y satisfecho, le dije: Explicación etimológica Agustín ofrece a sus compañeros una "comida espiritual" Todos queremos ser felices Es feliz quien posee lo que apetece, siempre que apetezca bienes 21 De la vida feliz El que no es feliz es desgraciado Para ser feliz hay que poseer bienes permanentes -En verdad, querida madre, has conquistado las cumbres de la filosofía. Que sin duda únicamente te faltaron las palabras para expresarte como el propio Cicerón, quien en su Hortensias (donde dedica un libro a la defensa y alabanza de la filosofía) se expresa sobre esta cuestión en estos términos: "He aquí que no los auténticos filósofos, sino los siempre propicios a la discu sión, afirman que son felices todos aquellos que viven como les place. ¡Falso, en verdad! Desear lo que no conviene es la suma desdicha. No lograr lo que se apetece es menor desgracia que conseguir lo que no conviene. La voluntad depravada acarrea más males que bienes la fortuna". Palabras éstas que ella comentó con razones tales que, olvi dados por entero de su condición de mujer, creíamos ver senta do entre nosotros un eminente varón; en tanto yo reflexionaba sobre la divina fuente de la que brotaban sus conceptos. -A ti te incumbe declarar -me instó Licencio- qué debe apetecer y cuáles objetos desear uno para ser dichoso. -En tu cumpleaños -repliqué- me invitarás si a bien lo tie nes, y con sumo gusto aceptaré lo que quieras presentarme. Con esta condición te he invitado a comer en mi casa; no exijas lo que quizá no se preparó. Al cual, como le afectase la broma, aunque repetuosa y comedida, le seguí diciendo: -¿Estamos, pues, de acuerdo en esto: que ni puede ser dichoso quien no tiene lo que quiere, ni tampoco el que tiene cuanto apetece? Asintieron todos. -Ahora bien -proseguí-, ¿me concedéis asimismo que el 11 que no es feliz es desdichado? Ninguno lo dudó. -Así pues, todo el que no posee lo que quiere es infeliz. Todos de acuerdo. -¿Y qué ha de poseer el hombre para considerarse feliz? -repuse-. (En verdad que esto no debía faltar en nuestro convi te, a riesgo de defraudar el deseo de Licencio.) Porque a mi jui cio debe disfrutar de cuanto, con sólo quererlo, ha conseguido. Todos afirmaron que eso era evidente. Yo proseguí: -Luego ello ha de ser una cosa perdurable, a salvo de las vicisitudes de la fortuna, no sujeta a ningún azar. Porque lo que es perecedero y caduco no podemos poseer lo cuando queremos ni por el tiempo que queremos. Todos convinieron en ello, pero Trigecio reparó: -Existen numerosos afortunados que logran poseer en abundancia y por dilatados años aquellas cosas que, aunque 22 San Agustín deleznables y a merced del acaso, son muy gratas para la vida, sin que echen de menos nada de cuanto apetecen. A lo que yo interrogué: -¿Tú juzgas feliz al temeroso? -De ningún modo -respondió. -Pero ¿puede no temer aquel que ama una cosa y corre riesgo de perderla? -No puede -concedió. -Las cosas fortuitas a las que te referías pueden perderse; por tanto, el que las ama y las posee no puede ser feliz en abso luto. Nada volvió a argüir. En este punto terció la madre: -Y aun en el caso de que se considere seguro de no perder dichos bienes, no podrá saciarse con ellos. Luego también será desdichado, porque nunca conseguirá sentirse enteramente satisfecho. En esto pregunté yo: -¿Qué opinas del que, abundando y nadando en todos estos bienes, pone coto a sus apetencias y, satisfecho, usa de ellos honrada y gozosamente? ¿No lo estimarás dichoso? -Ese tal es feliz -repuso ella-, no gracias a aquellos bienes, sino por la moderación desu apetito. -Exacto -confirmé yo-; y ni mi pregunta admitía otra res puesta ni tú podrías contestar de otra forma. Así pues, ya no dudamos en absoluto de que, si alguno se propone ser dichoso, debe procurarse los bienes que permanecen siempre y no pue den ser arrebatados por ninguna fortuna adversa. -Todos convinimos en ello hace rato -comentó Trigecio. -¿Os parece -seguí yo- que Dios es eterno e inmutable? -Tan evidente es eso -sostuvo Licencio-, que la pregunta sobra. Y los demás aplaudieron con calurosa adhesión. -Luego quien posee a Dios es feliz -concluí yo. 12 Y como todos admitieron la conclusión de buen grado, proseguí: -A mi parecer, entiendo que nada queda por averiguar sino esto: ¿qué hombre posee a Dios? Porque, sin duda, ése será dichoso. Por tanto, sobre este extremo reclamo vuestro parecer. -A Dios posee quien bien vive -sentenció Licencio. -Tiene a Dios quien obra conforme a su divina voluntad -opinó Trigecio con la adhesión de Lastidiano. Y el más mozo de todos intervino: -Posee a Dios aquel que se ve limpio de todo espíritu • inmundo. Es feliz quien posee a Dios ¿Quién posee a Dios? Quien vive bien (reciamente) Quien obra conforme a la voluntad de Dios Quien está limpio de todo espíritu inmundo 23 la vida feliz Aplicación a los académicos de la inclusión alcanzada > académicos no son dichosos ni sabios Licencio discute la inclusión contra los académicos La madre celebró todas las sentencias, pero más que nin guna esta última. Navigio callaba y, al preguntársele su opinión, respondió que se adhería a la última respuesta. Me pareció que no debíamos desatender la de Rústico en materia tan relevante, ya que a mi enteder callaba más por prudencia que por delibe ración. Convino con Trigecio. Entonces yo proseguí. -Tengo vuestra conformidad en tan elevada materia, sobre 1 la cual ciertamente ni es preciso inquirir más ni más podría ave riguarse, aunque prosiguiéramos la disquisición con espíritu tan ponderado y diligente como la hemos iniciado. Basta, pues, por hoy, ya que es prolijo; y hasta los espíritus ocultan cierta concupiscencia en sus festines si proceden en ellos desordenada y vorazmente -con lo que en cierto sentido sufren empacho, cosa no menos de temer para la salud del alma que la misma hambre-; si os parece, será mejor que mañana, con renovado apetito, reanudemos el banquete. Aunque, como anfitrión vues tro y de buena gana, deseo ahora regalaros con un manjar que de improviso se me ha ocurrido brindaros. Es, si no me engaño, como los postres que suelen ofrecerse; y está compuesto y ade rezado de dulce miel escolástica. Oyendo lo cual todos se aprestaron como ante un plato especialísimo, instándome a que les declarara en qué consistía. -¿Qué os figuráis que ha de ser -les dije- sino que, por lo dicho, queda cerrada la contienda que iniciamos con los acadé micos? Oído este nombre, los tres que estaban al tanto del caso14 surgieron de súbito, como suele hacerse en los banquetes, exten dieron las manos y ayudaron al anfitrión en su tarea, manifes tando con las más expresivas frases que nada escucharían con mayor complacencia que aquello. Y en seguida expliqué así el asunto: -Si es evidente que no es dichoso el que no posee cuanto 14 quiere -lo que acaba de demostrar la razón-, también lo es que nadie busca lo que no quiere encontrar. Pero ellos buscan cons tantemente la verdad. Luego quieren encontrarla; quieren con seguir el tesoro de la verdad. Es así que no la encuentran; luego se deduce que no poseen lo que apetecen. De donde se conclu ye asimismo que no son dichosos. Pero nadie es sabio si no es dichoso; luego el académico no es sabio15. Entonces, y como rebañando con todo, prorrumpieron en aplausos. No obstante, Licencio, reflexionando más atenta y cautamente, dudó en asentir y objetó: -Desde luego, yo también he aceptado mi parte, como vosotros, puesto que he aplaudido entusiasmado por esa con- dusión. Pero no es mi intención ingerir nada de ella en mi estó mago; la reservo para compartirla con Alipio, el cual o se rela me conmigo o, si no me conviene probarla, me avisará el porqué. -Navigio debería guardarse mucho de los dulces, enfermo como está del bazo -comenté yo. A lo que él replicó riendo: -Precisamente ellos serán mi medicina. Pues no sé de qué manera aquel argumento tan ingenioso y agudo que has sazo nado -como dijo el otro- con miel del Himeto es agridulce, que no empacha el estómago. Por lo cual -pues ya el gusto está avi vado- lo trago todo entero con sumo placer. No veo el camino por donde pueda impugnarse aquella conclusión. -Ciertamente que por ningún camino es posible -confir mó Trigecio-. Por lo cual me contenta el haber sostenido con ellos enemistades desde hacer largos años. Que no sé por qué natural instinto o, mejor diría, divino impulso siempre me repugnaron enérgicamente, aun ignorando cómo debían ser refutados. 15 Aquí intervino Licencio: -Yo no los abandono todavía. -¿Luego disientes de nosotros? -concluyó Trigecio. -¿Acaso vosotros disentís de Alipio? -replicó aquél. -Estoy seguro -intervine yo- de que, si se hallara presente Alipio, se rendiría a este sencillo argumento. Porque no podría opinar tan absurdamente, que tuviera por bienaventurado al que no posee un bien tan excelente del alma y que tan ardiente mente se apetece; o que los académicos no quieran encontrar la verdad; o que es sabio el que no es dichoso. Pues con esos tres condimentos -como con miel, harina cande y almendra- está confeccionado lo que tanto temes gustar. -¿Acaso -insistió- cedería él a esta pequeña golosina de niños, despreciando la abundancia de los académicos, la cual, desbordada, lo arrastraría y anegaría todo en un instante? -Entonces discutamos esto con mayor amplitud -propuse yo-, ante todo contra Alipio. Tal vez él mismo, por su propio estómago, sostendría, y no a humo de pajas, que estos manjares son vigorosos y suculentos. Pero tú, que has preferido escudar te en la autoridad de un ausente, ¿por que no demuestras algu no de estos tres puntos? ¿Es dichoso el que no tiene lo que ape tece? ¿Niegas que quieran encontrar la verdad aquellos que con tanto tesón la buscan? ¿Tienes por desdichado al sabio? -De seguro es dichoso... el que no logra nada de lo que desea -comentó riendo burlonamente. De la vida feliz Quiénes son los académicos Mas, como yo ordenara que se tomara nota, repuso alzan do la voz: -No he dicho tal cosa. Lo que asimismo ordené que se anotara. -Lo he dicho -asintió. Había yo dispuesto desde un principio que no se pronun ciara palabra sin ponerla por escrito. De esta forma mantenía yo al mozo hostigado entre el pundonor y la firmeza. Mientras nosotros bromeábamos con ocasión de dichas 16 frases y lo provocábamos a comer su ración, advertí que los demás nos observaban atentamente y sin reír, ignorantes en todo del caso, pero curiosos por saber de qué tratábamos tan alegremente. Me parecieron semejantes a los que -como es fre cuente-, sentados en un banquete entre ansiosos y voraces comensales, se abstienen de comer por prudencia o se acobar dan por cortedad. Pero aquí yo era el que invitaba; y no pudien- do ceñirme al mero papel de señor principal, ni aun -todo ha de decirse- al de señor auténtico, anfitrión de aquellos convites, me desconcertó la discrepancia y el desconcierto de nuestra mesa. Sonreí a mi madre. Y ella, generosamente y como ordenando servir de su despensa lo que todos echaban de menos, intervino: -Ante todo, explícate y dinos quiénes son y qué pretenden los referidos académicos. Lo expuse y aclaré concisa aunque detalladamente, de manera que ninguno quedara dudoso. Entonces ella concluyó: -Esos individuos son caducarios (vocablo popular con el que designamos a los atacados de epilepsia). Después se levantó para irse. Y poniendo fin a la discu sión, todos nos retiramos, satisfechos y gozosos. 26 San Agustín CAPÍTULO III Quién posee a Dios de tal modo que sea feliz.-Por "espíritu inmundo" entendemos dos cosas. 2 7 Conque al siguiente día, y también después de haber comi do, nos reunimos los mismos y en el mismo lugar, aunque algo más formales que el día anterior. -Llegáis tarde al convite -comencé diciendo-; lo que, supongo, se debe no a indigestión, sino a certeza de que los manjares han de escasear; de donde deduzco que no tenéis prisa en empezar a comer, si sospecháis que el hambre os asaltaría apenas comidos. De un banquete que, aun el mismo día y en tal solemnidad, resultó tan escaso no era de esperar que sobraran abundantes restos. Quizá con razón. Con todo ello yo, como vosotros, ignoro qué se ha preparado. Pero existe alguien14 que, en toda ocasión, con mayor motivo en esta clase de convites, provee a todos sin cesar, aun cuando nosotros renunciamos demasiadas veces a comer o por empacho o por distracción. Ayer -si no me engaño- quedamos firme y cordialmente de acuerdo en quién es el que, perviviendo en los hombres, los hace bienaventurados. Pues bien, demostrado por la razón que es feliz quien posee a Dios -sentencia a la que todos disteis vuestra conformidad-, hoy se trata de averiguar lo siguiente: A vuestro parecer, ¿quién es el que posee a Dios? Tesis sobre la cual, si no me falla la memoria, se propusieron tres afir maciones. Unos opinaron que posee a Dios el que cumple la divina voluntad. Otros sostuvieron que tiene a Dios quien bien vive. Y los demás defendieron que Dios mora en aquellos que están libres del espíritu inmundo. 18 Tal vez, aunque con distintas palabras, todos afirmasteis una y la misma cosa. Porque, si reflexionamos sobre las dos pri meras sentencias, todo el que vive bien cumple la voluntad de Dios y todo el que cumple la voluntad de Dios vive bien, pues to que vivir bien no es otra cosa que obrar lo que a Dios agrada, si vosotros no opináis de otro modo. Todos asintieron. -Respecto de la tercera sentencia merece un estudio más atento, teniendo en cuenta que, en el ritual de los sacratísimos misterios, "espíritu inmundo" designa, a mi entender, dos suje tos diferentes. Uno, aquel que extrínsecamente invade el alma y perturba los sentidos, engendrando cierto frenesí en el hombre; Es dichoso quien posee a Dios Quién posee a Dios: tres respuestas Las tres respuestas se resumen en una 27 De la vida feliz Estar libre de espíritu inmundo es ser casto Dios quiere que el hombre lo busque Quien busca a Dios es que no lo posee Luego no todo el que vive bien, cumple la voluntad divina o es casto tiene a Dios ni es dichoso para expulsar dicho espíritu, los sacerdotes imponen las manos, o exorcizan, esto es, lo ahuyentan conjurándolo en nombre de Dios. El otro "espíritu inmundo" designa a toda alma impura, es decir, la que está infectada de vicios y de errores. Según esto, respóndeme tú, joven, que quizá proferiste aquella afirmación con ánimo un tanto candoroso y sencillo. ¿Quién crees que está libre de espíritu inmundo? ¿Por ventura el que está libre del demonio que suele volver energúmenos a los hombres, o el que conserva el alma limpia de todo vicio y pecado? .¿K m i parecer, está libre del espíritu inmundo el que vive castamente -respondió. -Pero, ¿a quién llamas tú casto -repuse-: al que evita todo pecado, o al que únicamente evita el trato camal ilícito? -¿Cómo puede estimarse casto el que, absteniéndose del comercio camal, no huye de corromperse con los demás vicios? Es casto aquel que fija su atención en Dios y a Él sólo vive con sagrado. Con agrado anoté las palabras del joven, tal cual las había expresado. En seguida proseguí: -Luego el casto necesariamente vive bien, y quien vive bien necesariamente es casto; a menos que quieras significar cosa distinta. Asintió con todos los demás. -Las tres sentencias, pues -concluí-, se reducen a una. Mas 19 deseo todavía haceros una pequeña pregunta: ¿quiere Dios que lo busque el hombre? Afirmaron que sí. -Pregunto aún: ¿y acaso sería lógico sostener que quien busca a Dios vive mal? -De ningún modo -replicaron. -Respondedme a una tercera pregunta: ¿es posible que el espíritu inmundo busque a Dios? Todos lo negaron; Navigio dudó un momento, pero con cluyó por ceder a las razones de los demás. -Pues si el que busca a Dios cumple con la voluntad divi na, pero de hecho todavía no posee a Dios, se deduce que no debe admitirse necesariamente y en seguida que está en pose sión de Dios el que vive bien, o el que obra lo que Dios ordena, o el que se ve libre de espíritu inmundo. En esto, y como todos se vieran sorprendidos por sus pro pias concesiones, intervino mi madre, la cual había permaneci do largo rato como distraída, y me rogó aclarara y resolviera lo que encerraba aquella conclusión que lógicamente yo había deducido. 28 San Agustín Así lo hice, y ella prosiguió: -Nadie puede llegar a Dios sin buscarlo. -En efecto -asentí yo-. Sin embargo, el que lo busca aún no lo tiene, aunque viva bien. Porque no todo el que vive bien tiene a Dios. -En mi entender -replicó- todos tienen a Dios, pero el que vive bien lo tiene propicio, y el que vive mal lo tiene, pero ene mistado. -Luego ayer -concluí yo- erróneamente sostuvimos que era bienaventurado el que tiene a Dios, puesto que todo hombre tiene a Dios y, sin embargo, no todos los hombres son biena venturados. -Añade -insistió ella- "propicio". 20 -Entonces, ¿convenimos, al menos -rectifiqué yo-, en que es feliz quien tiene a Dios propicio? -Quisiera asentir -advirtió Navigio-, pero me lo impide aquello de "quien todavía busca a Dios..."; y sobre todo, para evitar que concluyas que es bienaventurado el académico, al que en la charla de ayer, con un bárbaro aunque frecuente voca blo apodamos "caducario". No puedo sostener que Dios sea enemigo del hombre que lo busca; pero, si afirmarlo no es justo, hemos de concluir que le es propicio; y quien tiene a Dios pro picio es dichoso. Bienaventurado es, pues, aquel que busca; todo el que busca, aún no posee lo buscado. Luego es dichoso el hom bre que no tiene lo que apetece; lo que ayer nos parecía a todos absurdo. ¡Y juzgábamos disipadas las elucubraciones de los aca démicos! Por lo cual triunfó sobre nosotros Licencio, quien, como ilustre médico, ha de reconvenirme con que aquellas golo sinas que, a pesar de mi indisposición, comí imprudentemente exigen de mí este castigo. 21 Hasta mi madre celebró semejante ocurrencia, y Trigecio intervino: -Yo no convengo tan rápidamente en que Dios es adverso al que no le es propicio; pienso que debe existir algún término medio. -Suponiendo ese hombre intermedio al que Dios no es propicio ni adverso -inquirí yo-, ¿concederías que posee a Dios de algún modo? Como vacilara dudoso, intervino mi madre: -Una cosa es poseer a Dios y otra rfo estar sin Dios. -¿Y qué es mejor -pregunté-: tener a Dios o no estar sin Él? -En cuanto alcanzo -afirmó ella-, ésta es mi opinión: el que vive bien tiene a Dios propicio; el que vive mal lo tiene, pero Según Ménica, quien busca a Dios lo tiene propicio ¿Es feliz quien tiene a Dios propicio? . ¿Todo el que tiene a Dios propicio, porque lo busca, es dichoso? 29 De la vida feliz Se anuncia el tema de discusión del tercer día adverso. El que aún lo buéca y todavía no lo ha encontrado, ni propicio ni adverso, pero no está sin Dios. -¿Es quizá -pregunté a los demás- ésta vuestra opinión? -Esta es -contestaron. -Decidme, por favor -les rogué-: ¿convenís en que Dios es propicio al hombre a quien favorece? -Ciertamente -confesaron. -¿Y no favorece Dios al que le busca? -insistí. -Así es -respondieron. -Luego a Dios tiene propicio -concluí- el que a Dios busca; y todo el que tiene a Dios propicio es feliz; luego es bienaventu rado el que a Dios busca. Pero quien busca, aún no posee lo que quiere; luego es dichoso el que no posee lo que quiere. -A mí no me parece feliz de ningún modo el que no tiene cuanto apetece -objetó la madre. -Luego no todo el que tiene a Dios propicioes feliz. 22 -Si la razón lo impone -comentó- no lo puedo negar. -La gradación, acaso, será ésta -puntualicé yo-: todo el que encontró a Dios y lo tiene propicio es dichoso; todo el que busca a Dios tiene a Dios propicio, pero aún no es dichoso; por último, el que con vicios y pecados se enajena de Dios no sólo no es dichoso, sino que ni a Dios tiene propicio. Y todos conformes, proseguí: -Está bien; mas me temo que todavía os venza aquello en que habíamos convenido al comienzo: es desdichado todo el que no es dichoso; de donde se deduce que, aun siendo Dios propicio al hombre que lo busca, éste no puede ser dichoso por no poseerlo aún, conforme afirmamos antes. Pero, como dijo Tulio: "¿Por ventura, llamando ricos a los señores de tesoros terrenales, llamaremos pobres a los dueños de todas las virtu des?". Y advertid esto: así como es cierto que todo indigente es desgraciado, también lo es que todo desgraciado es indigente. De donde resultará que la indigencia y la penuria son una y la misma cosa; afirmación que ya me oísteis sostener, aunque de pasada. Hoy sería demasiado prolijo desarrollarla, por lo que os ruego que mañana no os venza el fastidio y os apresuréis a acu dir a este convite. Y prometiendo todos acudir gustosamente, nos retiramos. 30 San Agustín CAPÍTULO IV Discusión del tercer día. -Se discute la cuestión planteada en el día anterior. -Es miserable todo necesitado. -Miseria del alma. -Riqueza del alma. -Quién es verdaderamente feliz. 23 El día tercero de nuestra discusión se disiparon las nubes que nos habían obligado a refugiamos en los baños, y apareció el cielo despejado después del mediodía. Preferimos, pues, lle garnos a una pradera cercana y, acomodándonos todos, cada cual donde fue más de su agrado, se inició la conversación de esta manera: -Guardo y conservo en mi memoria todas las respuestas que os pedí a mis preguntas. Por lo cual y á mi entender, o nada esencial o bien poco quedará por responder esta tarde, con lo cual no será preciso que dilatemos el presente convite por demasiados días. Afirmaba mi madre que indigencia y miseria son una misma cosa, y con unánime acuerdo sostuvimos que todos, los indigentes son desdichados. Pero ayer no nos fue dado desarrollar cierta cuestión, a saber: ¿todos los no dichosos padecen necesidad? Si la razón alcanzara a demostrar que ello es así, habríamos demostrado hasta la evidencia que el hombre dichoso es aquel que no padece necesidades. Todo aquel que no padece necesidades es feliz; luego será feliz el que no sufra penuria, si demostramos que la penuria consiste en la miseria misma. 24 -Pues siendo cosa manifiesta -repuso Trigecio- que todo indigente es desgraciado, ¿no puede ya deducirse de lo expues to que quien no padece necesidad es dichoso? No olvidemos que convinimos en que no se da término medio entre miseria y felicidad. -¿Existe a tu parecer -intervine yo- término medio entre la muerte y la vida? ¿Acaso no es todo hombre o vivo o muerto? -Convengo -respondió- en que tampoco ahí se da término medio. Pero ¿a qué viene esa pregunta? -Y asimismo confesarás esto -insistí yo-: todo el que fue sepultado hace un año está muerto. (No lo negó.) Y dime ahora: ¿vive el que no fue sepultado hace un año? -No se sigue -contestó. -De la misma manera -proseguí yo-, de que sea desgra ciado todo el que sufre necesidad no se sigue que el que no la sufra sea dichoso, aunque entre aquél y éste, como entre el vivo y el muerto, no pueda encontrarse término medio. ¿Ser indigente y ser desgraciado es una misma cosa? Miseria y felicidad 31 le ln vida feliz Sabiduría y felicidad Ejemplo de Sergio Orata Como algunos de los presentes lo entendieran con dificul-25 tad, proseguí explicándome y aclarándolo con términos acomo dados en lo posible a sus inteligencias: -Nadie duda que todo necesitado es infeliz; y no debilita rán este convencimiento ni siquiera las mismas necesidades cor porales de los sabios, puesto que el alma, sujeto de la felicidad, está libre de ellas. El alma es perfecta; el ser perfecto de nada carece e incluso lo que estima necesario para el cuerpo lo toma, si está a su alcance; pero, si le falta, la ausencia de tales objetos no le causa quebranto alguno. De otra parte: todo sabio es fuer te; ningún fuerte teme a nada. El verdadero sabio no teme ni a la muerte corporal, ni a los dolores, para cuyo remedio, supre sión o aplazamiento son precisas todas aquellas cosas cuya pér dida le puede sobrevenir. Con todo, nunca hará mal uso de ellas, si las posee, conforme a la verdad de aquel proverbio: "Cuando se puede evitar un daño, necedad es admitirlo". Evi tará, pues, el dolor cuando convenga y esté en su mano hacerlo; y, si no lo evita, no será desdichado porque tales daños le sobre vengan, sino porque, pudiendo evitarlos, no quiso; lo cual es signo evidente de necedad. Al no evitarlo, será, pues, infeliz por su estulticia, no por padecerlos. Sin embargo, si, aun cuando lo intentó con diligencia y empeño, no consiguió evitarlos, tales daños, por inevitables, tampoco lo harán desdichado; que no es menos exacta la sentencia del mismo dramaturgo: "Pues no es posible lo que quieres, quiere lo que puedes17". Puesta tiene el sabio su voluntad en objetos tan firmísimos, que nadie será capaz de arrebatárselos; y cuanto emprende, lo hace únicamen te como por divino mandato y ley de sabiduría18. Analicemos, pues, ahora lo siguiente: 26 ¿Es cierto también que todo desgraciado padece necesi dad? A la opinión afirmativa se opone el hecho siguiente: exis ten hombres que poseen tantos bienes de fortuna, y a los que todo Ies es tan asequible, que a la más leve indicación logran satisfacer cuanto desean. No es frecuente semejante vida. Pero imaginemos un hombre como aquel Orata que pinta Cicerón. ¿Quién afirmará, ni aun a la ligera, que sufría necesidades Orata, hombre riquísimo, encantador, dichoso, que nada echó de menos en materia de gustos, de arrogancia, ni de bienes de fortuna? Poseyó tierras de cuantiosas rentas, tuvo todos los ami gos y los más agradables que pudo desear, y de todo ello usó discretamente para su salud corporal; en una palabra, triunfó en cuantas empresas y afanes se propuso. Pero quizá afirme algu no de vosotros: "Con todo, aún ambicionaría más de lo que poseía". No lo sabemos. Mas, a nuestro propósito, considére lo Snn Agustín mos que nunca apeteció más de lo que tuvo. ¿Lo juzgáis un hombre necesitado? -Aun concediendo -respondió Licencio- que nada apete cía, cosa incomprensible en el que se tiene por sabio, sin duda temería -por ser varón de no escaso ingenio, según se afirma- que toda su prosperidad le fuese arrebatada por algún contrario suceso. No le sería difícil comprender que todos aquellos bienes, por cuantiosos que fuesen, estaban a merced de los vaivenes de la suerte. -Ahí tienes, Licencio -comenté sonriendo-, un hombre afortunadísimo, privado de la felicidad por su excelente inge nio. Cuanto más agudo era, más claro veía la posibilidad de per derlo todo; miedo éste que lo trastornaba, confirmando el pro verbio vulgar: "Al receloso, su mismo mal lo hace cuerdo". 27 Rieron todos en este punto, y yo proseguí: -Sin embargo, estudiémoslo más atentamente: aunque temía, no sufría necesidad; por tanto, la cuestión subsiste. La necesidad consiste en no tener, no en el miedo a perder lo que se tiene. Luego no todo desgraciado es indigente. Todos lo aprobaron, hasta aquella cuya opinión yo defen día; aunque, un tanto indecisa, reparó: -Con todo, no sé todavía ni entiendo muy bien cómo puede establécese separación entre la miseria y la indigencia, o entre ésta y aquélla. Porque, incluso ese mismo Orata, rico y acaudalado y que, como decís, nada más apetecía, estaba nece sitado de sabiduría. Si le hubiera faltado dinero o caudales, lo habríamos considerado indigente; ¿y no lo tendremos por tal faltándole sabiduría? Admirados, todos prorrumpieron en aclamaciones; yo también aplaudícon extremado gozo y entusiasmo al escuchar de labios de mi madre aquella verdad que, espigada en los tra tados de los filósofos, la reservaba yo como una extraordinaria sorpresa para agasajo final. -¿Veis aquí -realcé yo- cómo estudiar en numerosas y diversas escuelas es una cosa y otra muy distinta un alma embe bida en Dios por entero? Porque ¿de dónde sino de aquella divina fuente fluyen estas respuestas que admiramos? Aquí Licencio ponderó entusiasmado: -Ciertamente no es posible decir nada más evidene ni más inspirado. Porque no existe indigencia mayor ni más deplorable que carecer de sabiduría; y quien posee sabiduría de nada care cerá en absoluto. 28 -Luego la miseria del alma -proseguí yo- no es otra cosa que la estulticia. Ésta es lo opuesto a la sabiduría, tanto como la El temor a perder los bienes priva de felicidad La falta de sabiduría es indigencia 33 la vida feliz A la sabiduría se ne la estulticia, que uligencia y miseria del alma Todo desgraciado es necio, y todo necio lesgraciado o infeliz muerte a la vida, y como la vida feliz a la infeliz, es decir, sin tér mino medio. Así como todo hombre no feliz es infeliz, y todo hombre no muerto vive, de la misma manera y evidentemente todo hombre no necio es sabio. De lo cual podemos colegir que Ser gio Orata era desdichado no sólo por temor a perder los bienes de fortuna, sino también por ser necio. De donde resulta que sería más miserable si, aun colmado de tan fugaces y perecede ras cosas, que él estimaba bienes, nada hubiera temido; en tal caso, su seguridad se fundaría no en la defensa de su poderío, sino en su torpeza mental, y así sería desgraciado por estar sumergido en tan profunda estulticia. Por tanto, si todo el que carece de sabiduría padece indigencia suma, y todo el que la posee es dueño de suma riqueza, se sigue de ahí que la necedad es la propia indigencia. Y que, como todo necio es desgraciado, todo desgraciado es necio. Lo que confirma que toda necesidad es miseria, y toda miseria es necesidad. Como Trigecio declarase que no veía del todo clara esta 29 conclusión, le pregunté: -¿En qué están de acuerdo nuestros razonamientos? -En que quien no posee sabiduría es un indigente. -¿Y qué es ser indigente? -Carecer de sabiduría. -¿Y qué es carecer de sabiduría? Él no respondió a esto, por lo que yo proseguí: -¿No es tal vez vivir en la estulticia? -Eso es -concedió. -Luego vivir en necesidad es tanto como vivir en estulticia; de aquí que sea preciso buscar otro nombre a la necesidad cuan do tratamos de la estulticia. Aunque no comprendo cómo deci mos: tiene necesidad, o tiene estulticia. Es como si de un cuarto sin luz dijéramos que tiene tinieblas, que no es otra cosa que no tener luz; pues las tinieblas ni vienen ni se van, sino que carecer de luz es lo mismo que ser tenebroso, como carecer de vestido es estar desnudo; y, al ponerse un vestido, la desnudez no huye como una cosa móvil. Afirmamos, pues, que alguien tiene nece sidad como si dijéramos que tiene desnudez. La palabra necesidad significa no tener. Por tanto, y para aclarar mi concepto en lo posible, se dice tiene necesidad como si dijéramos tiene no tener. Así pues, si queda demostrado que la estulticia es la verdadera y auténtica indigencia, analiza si la cuestión que nos propusimos está resuelta. Se discutía entre nosotros si cuando decíamos miseria no significábamos otra cosa que la necesidad. Y demostramos lógicamente que la estulticia equivale a la indigencia. Luego, así como todo necio es infeliz, y todo infeliz necio, debemos admitir no sólo que todo indigente es infeliz, sino que también todo infeliz es indigente. Y si de ser todo necio un infeliz y todo infeliz un necio se sigue que la necedad es miseria, ¿por qué no concluir ya que infelicidad e indigencia se identifican, pues todo indigente es infeliz y todo infeliz es indigente? 30 Y mostrándose todos conformes, proseguí: -Veamos a continuación quién no es indigente; porque ése será el sabio y el bienaventurado. Estulticia significa y es indi gencia; lleva consigo cierta esterilidad y desolación. Y conside rad ahora más atentamente con qué acierto los antiguos impu sieron nombres a todas las cosas, o las que les eran conocidas, pero sobre todo a las cosas aquellas que nos son necesarias en extremo. Estáis de acuerdo en que todo necio es un indigente, y todo indigente un necio. Espero asimismo que me concederéis que el necio es vicioso, y que bajo el nombre de estulticia se com prenden todos los vicios del alma. Ya en el primer día de esta discusión afirmamos que la palabra nequicia, maldad, se deriva de necquidquam, lo que no es nada; y su contraria frugalidad, de fruto. En estas dos cosas contrarias, nequicia y frugalidad, resal tan a la vista estos dos conceptos: el ser y el no ser. La cuestión, pues, es ésta: ¿qué afirmamos que es lo contrario de indi gencia19? Y tras reflexionar un momento, intervino Trigecio: -Yo diría que la riqueza; pero la pobreza es su contraria. -Ciertamente es un concepto aproximado -dije yo-, pues pobreza e indigencia suelen considerarse la misma cosa. Con todo, ha de encontrarse otro nombre, para que a la parte más excelente no le falte su vocablo, y presentando la peor parte dos -pobreza e indigencia-, de la otra parte sólo se le oponga uno: riqueza. Nada más absurdo que existiera pobreza de vocablos cuando se trata de expresar lo opuesto a la pobreza. -A mi parecer, y si no es inexacto el vocablo -afirmó Licen cio-, la palabra plenitud se opone exactamente a indigencia. 31 -Después -repuse yo- trataremos más a propósito sobre el nombre, lo que en la investigación de la verdad no es de mayor importancia. Y aunque Salustio20, ponderadísimo seleccionador de vocablos, opuso a la pobreza la opulencia, con todo acepto la palabra plenitud. No son de temer aquí los gramáticos, ni nos acobardará el miedo a ser censurados por los que pusieron a nuestra disposición su léxico, si lo usamos con poco esmero. Rieron todos, y yo proseguí: Indigencia e infelicidad se identifican La estulticia o indigencia de sabiduría es nequicia (no ser) La sabiduría es frugalidad o fructuosidad (ser) Lo contrario de la indigencia de sabiduría es plenitud 35 De la vida feliz Plenitud e indigencia se relacionan como ser y no ser La frugalidad incluye moderación y templanza Moderación (medida) y templanza La sabiduría, medida y plenitud del alma -Resuelto a no menospreciar vuestro parecer, ya que cuando os absorbéis en Dios para mí sois como unos oráculos, veamos lo que significa este nombre, pues no hallo otro más adecuado a la verdad que nos ocupa. Plenitud y pobreza son términos contrarios; y aquí, lo mismo que en la nequicia y la fru galidad, se contraponen aquellos dos conceptos: el ser y el no ser. Si, pues, la indigencia es la estulticia, la sabiduría será la ple nitud. Con razón muchos llamaron a la frugalidad madre de todas las virtudes. Y de acuerdo con ellos, Tulio en un discurso muy conocido afirmó: "Cada cual defienda lo que quiera; pero yo sostengo que la frugalidad, esto es, la moderación y la tem planza, es la virtud más excelente21". Y, en verdad, acertadísima y prudentísimamente puso la mira en el fruto, esto es, en lo que llamamos ser, a lo que se opone el no ser. Pero como el modo vulgar de expresarse ha limitado la frugalidad a la sobriedad o parsimonia, añadió dos nombres más para esclarecer su pensamiento: la moderación y la templanza. Consideremos más atentamente estos dos nombres. Moderación se deriva de modo, y templanza de temperie. 32 Donde hay moderación y templanza nada sobra ni falta. Luego poner plenitud como contraria a pobreza es mucho más ade cuado que si pusiéramos abundancia. En la abundancia se insi núa cierta afluencia y excesivo desbordamiento de una cosa. Y cuando ocurre una sobreabundancia, se precisa una medida, porque las cosas excesivas la necesitan. Luego ni aun la misma pobreza está libre decierta redun dancia: lo mucho y lo poco carecen de modo y medida. La opu lencia misma, si bien se considera, entraña el modo, pues se deri va de opus, ayuda. ¿Y cómo lo excesivo puede servir de ayuda, si muchas veces es más molesto que lo escaso? Tanto lo poco como lo mucho, pues carecen de medida, están sujetos a indi gencia. La sabiduría es, pues, la medida del alma por ser con traria a la estulticia; la estulticia es pobreza, y la plenitud es contraria a la pobreza. Luego la sabiduría es la plenitud. En la plenitud hay medida. Luego la medida del alma está en la sabi duría. De donde con mucha razón se afirma y es dicho célebre que lo principal y más últil en la vida es: Nada con exceso22. En el exordio de nuestra discusión de hoy convinimos en 33 que, si demostrábamos que la miseria y la indigencia eran una misma cosa, estimaríamos dichoso al no indigente. Está demos trado: así pues, ser dichoso es lo mismo que no ser indigente, esto es, ser sabio. Si aún me preguntáis qué es la sabiduría -cosa ya escudri ñada y averiguada por la razón en cuanto le fue dado hacerlo-, 36 San Agustín os diré que es la moderación del ánimo, moderación por la cual éste se equilibra para no derramarse con exceso ni coartarse apocado más allá del justo nivel que la plenitud requiere. Y se derrama por la lujuria, la ambición, la soberbia, y tantas otras pasiones del mismo metal, con las cuales los ánimos de los intemperantes desventurados sueñan agenciarse deleites y poderíos. Y se coarta con la avaricia, el temor, la tristeza, la codi cia y otras pasiones, sean cuales fueren, por las que los hombres se vuelven miserables y como tales se reconocen. Pero cuando el alma encuentra la sabiduría y de ella dis fruta; cuando -para usar las palabras de este muchacho- a ella se consagra y, sorda a la seducción de las vanidades, no atien de a falsos simulacros cuyo peso suele arrancarla del abrazo de su Dios y sumergirla en los abismos, ya no teme caer en intem perancia y, por tanto, no teme la indigencia ni la desdicha. El hombre dichoso, pues, posee su medida, es decir su sabi duría. 34 Y ¿cuál merece ser tenida por sabiduría sino la Sabiduría de Dios? Por divina autoridad sabemos que el Hijo de Dios es la misma Sabiduría de Dios. Y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. Posee, por tanto, a Dios el que es feliz; conforme todos convini mos al principio cuando iniciamos este banquete. Pero ¿qué creéis que es la sabiduría sino la verdad? Pues también esto fue afirmado: "Yo soy la Verdad23". Verdad que, en cuanto tal, es engendrada por la suprema Medida, de la que procede y a la que retorna perfecta. A esa suma Medida ninguna otra medida precede; pues, si la Medida suma se mide por una suma Me dida, es medida por sí misma. Pero la suma Medida exige ser verdadera medida. Y así como la verdad es engendrada por la medida, así ésta se conoce por la verdad. Porque ni la verdad existió jamás sin la medida, ni ésta sin aquélla. ¿Quién es el Hijo de Dios? Fue dicho: "La Verdad". ¿Quién es el que no tiene padre sino la suma Medida? Así pues, todo el que por la verdad llegó a la suprema Medida es bienaventurado. En esto consiste poseer a Dios el alma, es decir, gozar de Dios. Las demás cosas, aunque estén en las manos de Dios, no poseen a Dios24. 35 Pues cierto aviso que interiormente nos incita a buscar a Dios, a apetecerlo, desechada toda tibieza, fluye a nosotros de la fuente misma de la Verdad. Aquel secreto Sol aviva este deste llo en nuestras estrellas interiores. De Él procede toda verdad que proferimos, incluso cuando tememos volvemos a Él resuel tamente o mirarlo cara a cara, por debilidad de la vista, o des lumbrados al abrir los ojos repentinamente. La sabiduría es moderación del dnima La sabiduría por excelencia es la Sabiduría de Dios, es decir, el Hijo de Dios Sabiduría, Verdad 1/ suma Medida Quien posee a Dios es feliz La Verdad nos mueve interiormente a buscar a Dios 37 la vida feliz En tanto que vamos a Dios, aún no somos sabios ni felices Acción de gracias a Dios y a los participantes en el diálogo Es el mismo Dios el que se nos muestra perfecto cuando no nos lo estorba alguna imperfección. Pues en esa visión todo absolutamente es perfecto y, por tanto, es el mismo Dios omni potente. Con todo, mientras lo buscamos, y en tanto no nos saciamos en su fuente o, para decirlo con el vocablo antes admi tido, en su plenitud, no pregonemos haber alcanzado nuestra medida; por lo cual, aunque ya asistidos de Dios, aún no somos sabios y felices. En conclusión, esta plena saciedad de las almas, esta vida dichosa consiste en conocer por quién eres guiado a la Verdad, de qué Verdad disfrutas, y por qué vínculo te unes al Sumo Bien. Las cuales tres cosas muestran un Dios y una sola sustancia, excluyendo las ficciones de la superstición capri chosa25. En este momento, la madre, rememorando las palabras que guardaba impresas en su memoria y como reavivada en su fe, prorrumpió gozosa en aquel canto de nuestro sacerdote26: "Acoge, ¡oh divina Trinidad!, a los que te imploran". Y prosi guió: -Ésta es, nadie lo duda, la vida dichosa, la vida perfecta, a la cual debemos creer que hemos de ser guiados, apresurándo nos nosotros con una fe firme, gozosa esperanza y ardiente ca ridad. -Y porque la misma moderación -intervine yo- nos acón-36 seja interrumpir nuestro convite por algunos días, con cuantas fuerzas puedo doy gracias a Dios, sumo y verdadero Padre, Señor libertador de las almas; y después a vosotros que, invita dos por mí, unánimemente me habéis correspondido con gene rosos regalos, ya que habéis colaborado en mis discursos en tanta parte que no podré negar haber sido saciado por mis pro pios comensales. Todos alabamos a Dios gozosos. Y Trigecio deseó: -¡Ojalá nos regalaras de este modo a diario! -En todo y dondequiera -repuse- debemos tener y estimar la moderación, si deseamos de corazón nuestra vuelta a Dios. Dicho esto, y habiendo puesto fin a la discusión, nos reti ramos. Notas 1 Maní ¡o Teodoro fue un hombre de Estado y persona muy cultivada. En el año 383, a causa de haber caído en desgracia, abando nó la carrera política y, en Milán, se consa gró a la meditación filosófica. Escribió varios libros, pero de ellos no nos ha llegado nada. Agustín lo conoció en Milán. Más tarde, en el año 397, regresó a la vida políti ca al ser nombrado cónsul. Teodoro, al igual que el sacerdote Simpliciano y el obispo Ambrosio, pertenece al grupo de personas que en Milán sentían un gran aprecio por el pensamiento neoplatónico. Es lo que se ha llamado el "Círculo de Milán". En él se pasaba con facilidad del Evangelio de San Juan y de las Cartas de San Pablo a las Enea- das de Plotino. En ese círculo conoce Agus tín el pensamiento neoplatónico y la concor dancia de ese pensamiento con la verdad cristiana (ver Confesiones VII, 9, 13-14). Agustín no duda en afirmar que Manlio Teodoro es un modelo a imitar por su virtud y sabiduría y que, por ello, es muy apto para recibir el libro De la vida feliz, ya que sobre este tema han discutido los dos ampliamen te con anterioridad; y también porque este diálogo contiene las disertaciones más reli giosas y dignas de su nombre. Sin embargo, ya al final de su vida, cuando Agustín pone en orden toda su obra, se recrimina por haber alabado a Teodoro más de lo debido (Retractaciones I, 2). 2 Estas oposiciones: Dios o la naturaleza, la necesidad o la voluntad, tienen origen en los escritos de Cicerón (ver De la naturaleza de los dioses, 3, 9,24; De los deberes 3,1,3). En Agus tín se trata más bien de una elegancia litera ria, pues tiene claro quién dirige el curso de la historia humana: no puede ser otro que Dios, que en su acción no violenta nuestro libre albedrío. Afirma, con todo, que se trata de una cuestión oscura que Manlio Teodoro trata de esclarecer. Pero más tarde en Retrac taciones, refiriéndose al De la vida feliz, escri be: "Me desagrada
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