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San Agustín
D e la v id a fe liz
Estudio y notas por
Juan José 
Garrido 
Zaragoza
Santillana
FILOSOFÍA
HOV
Otros títulos de la colección:
Platón: El banquete.
Estudio y notas por Salvador Mas Torres.
Tomás Moro: Utopía.
Estudio y notas por Vicente Domingo García Marzá.
David Hume: Resumen del Tratado de la naturaleza humana.
Estudio y notas por Juan Antonio Nicolás Marín.
Immanuel Kant: Fundamentación de la metafísica de las costumbres
Traducción, estudio y notas por Norberto Smilg Vidal.
Jean-Paul Sartre: El existencialismo es un humanismo.
Traducción, estudio y notas por Miguel Corella Losada 
y Francisco Caballero Quemades.
FILOSOFIA
San Agustín
D e la v id a fe liz
Estudio 
y notas por
Juan José 
Garrido Zaragoza
# Santillana
Dirección:
Edición:
Diseño de interior y cubierta:
Dirección de arte:
Composición y ajuste:
Realización:
Dirección de realización:
Título orginal: De beata vita.
Traducción: Ángel Herrera Bienes 
© De esta edición: 1996, Santillana, S. A.
Elfo, 32. 28027 Madrid
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.
Beazley, 3860.1437 Buenos Aires
Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A. de C. V. 
Avda. Universidad, 767, Col. Del Valle 
México, D. F. C. P. 03100
Editorial Santillana, S. A.
Carrera 13, n.° 63-39, piso 12 
Santafé de Bogotá - Colombia
Aguilar Chilena de Ediciones, Ltda.
Avda. Pedro de Valdivia, 942 
Santiago - Chile
Ediciones Santillana, S. A.
Javier de Viana, 2350 
11200 Montevideo - Uruguay
Santillana Publishing Co.
2105 NW. 86th Avenue 
Miami, FL 33122
Sergio Sánchez Cerezo
Alberto Martín Baró
Miryam Añilo, DdA; Aurora Ramos
Juan José Vázquez
Ángeles Bárzano, Francisco Lozano
José Garda
Frandsco Romero
Printed in Spain 
Impreso en España por 
Printing-10, S. A., Móstoles (Madrid) 
ISBN: 84-294-5007-6 
Depósito legal: M-39.143-1996
Todos ios derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida,
ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación
de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímica
electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro,
sin el permiso previo por escrito de la Editorial.
Indice
Introducción 7
De la vida feliz 15
Notas 39
Juicio crítico 45
Glosario 51
Bibliografía 53
Introducción
El autor
Vida y obras de San Agustín
Agustín nació en Tagasta, pequeña ciudad de la provincia 
romana de Numidia, hoy en Argelia, en el año 354. Su padre era 
pagano y sólo se convirtió a la fe cristiana poco antes de su muer­
te. Su madre, Mónica, era una ferviente cristiana que dio a su hijo 
una rudimentaria formación en la fe, pero que no lo bautizó.
Después de los estudios primarios en Tagasta, Agustín 
cursó retórica en Madaura y en Cartago. Después se estableció 
como profesor en Tagasta y luego en Cartago, donde permane­
ció hasta el año 383.
Durante el curso 372-373 leyó un libro de Cicerón, hoy per­
dido, titulado el Hortensio, que consistía en una exhortación a 
la filosofía. Este libro infundió en Agustín un fuerte "amor a la 
sabiduría", hasta el punto de querer consagrar su vida a ella, más 
allá de escuelas y sectas. Sin embargo, casi al mismo tiempo, 
entró en la secta de los maniqueos y permaneció en ella casi diez 
años, hasta su huida a Roma en el 383, aunque su ruptura defi­
nitiva tuvo lugar en Milán algo más tarde. En el período mani- 
queo escribió su primer libro De pulchro et apto, hoy perdido.
En Roma estuvo poco tiempo. En el año 384 marchó a 
Milán. Agustín estaba decepcionado de los maniqueos y ya no 
creía que en su doctrina pudiera encontrar la verdadera sabidu­
ría. Pasó por un periodo de crisis, pues había perdido toda espe­
ranza de encontrar la verdad y alcanzar la sabiduría. Sintonizó 
algún tiempo con el escepticismo de la Nueva Academia, pues 
también él se sentía inclinado a pensar que lo más sensato era 
dudar de todo y sostener que el hombre no puede conocer nada 
con certeza.
Pero en Milán tuvieron lugar acontecimientos que cambia­
ron el rumbo de su vida. El primero, el encuentro con el obispo 
Ambrosio. Agustín frecuentó su predicación, primero por curio­
sidad, pero luego se fue poco a poco interesando por su doctri­
na. La interpretación alegórica o espiritual que hada Ambrosio 
del Antiguo Testamento le llevó a Agustín a pensar que los 
maniqueos no teman razón y que la tesis católica era defendible. 
El segundo, también en Milán, fue el descubrimiento, en el 386, 
de la filosofía neoplatónica. Agustín leyó seguramente algunas 
Enéadas de Plotino en la traducción latina de Mario Victorino y
quedó deslumbrado. Esta filosofía le abrió los ojos al mundo 
espiritual y a la afirmación de la inmortalidad del alma; y en ella 
encontró muchas semejanzas con la doctrina cristiana. Fue 
dejando atrás su escepticismo y, aunque aún no muy convenci­
do, decidió inscribirse como catecúmeno de la Iglesia.
En este momento los acontecimientos se precipitan. La 
noticia de la conversión de Mario Victorino y la de dos jóvenes 
funcionarios tras la lectura de la Vida de Antonio, el anacoreta del 
desierto, escrita por San Atanasio, causaron en él un fuerte 
impacto. Deseaba imitarles, pero aún se encontraba indeciso. 
Casi al mismo tiempo, cuando se encontraba retirado con unos 
amigos en una casa de las afueras de Milán, tuvo la famosa 
experiencia del "tolle et lege": ¡Toma y lee! (Confesiones VIII, 12, 
28-29) y, cogiendo el rollo de la Escritura, leyó el pasaje de la 
Carta de San Pablo a los Romanos (13, 3 y siguientes) donde el 
apóstol exhorta a dejar la vida de frivolidades y a revestirse de 
Cristo. A partir de este momento cesan las dudas, y Agustín 
toma la firme resolución de hacerse cristiano.
Terminado el periodo escolar del año 386 por la llegada de 
las vacaciones de la vendimia, y aquejado de una dolencia en el 
pecho, se retira a Casiciaco, a una finca que le deja un amigo, 
con su madre, su hijo Adeodato y algunos amigos y discípulos, 
para prepararse mejor al bautismo, dedicando su tiempo a la 
oración, al diálogo y a la meditación filosófica. Escribió entonces 
sus primeros diálogos: Contra académicos, De la vida feliz, Del 
orden, De la cantidad del alma. En el invierno de ese año se inscri­
be para el bautismo y en la Vigilia Pascual del 387 fue bautiza­
do, con su hijo y su amigo Alipio, por San Ambrosio. Tenía 33 
años. Durante ese tiempo escribió los Soliloquios y De la inmorta­
lidad del alma.
Dejó su cátedra de Milán y decidió regresar a África. En el 
puerto de Ostia, esperando el barco, murió Mónica. Agustín 
llegó a Tagasta en el 388 y organizó una especie de comunidad 
monástica donde pensaba pasar el resto de sus días. De este 
periodo son las obras Sobre el Génesis contra los maniqueos, Del 
maestro, De la verdadera religión, De la música. Comenzó también 
Del libre albedrío, pero lo terminó más tarde.
La vida de retiro se acabó pronto. En el 391 fue ordenado 
sacerdote para ayudar al obispo de Hipona, ya muy anciano; y 
en el 395 fue consagrado su obispo auxiliar y pronto tuvo que 
sucederle. A partir de entonces la vida de Agustín estuvo por 
entero dedicada a la Iglesia en su ministerio pastoral. Pero el 
cargo no sofocó al intelectual que buscaba comprender la ver­
dad cristiana y que quería defenderla. Agustín continuó escri-
Introdúcele»
hiendo libros de teología, de exégesis bíblica y de controversia, 
pero a un ritmo más lento. Excepto las Confesiones, que escribió 
entre el 384 y el 400, sus libros tendrán una lenta gestación. Así, 
el tratado sobre La Trinidad (400-416), La ciudad de Dios (413-426) 
y La doctrina cristiana (392-426). Ya en sus últimos años, gozan­
do de más tiempo para sí, escribió Las retractaciones (427).
Agustín murió el año 430, a los 76 años, cuando la ciudad 
de Hipona se encontraba sitiada por los vándalos.
A las obras señaladas, que son las que tienen mayor peso 
filosófico, hay que añadir muchas otras, pues la producción de 
Agustín fue extraordinariamente abundante. Así, comentarios a 
la Sagrada Escritura,como al libro del Génesis, o a los Salmos, 
a las cartas de San Pablo -como Gálatas y Romanos-, o el Trata­
do sobre el evangelio de San Juan. Sin olvidar sus más de 500 ser­
mones y sus numerosísimas cartas, algunas de las cuales son 
verdaderos tratados.
El diálogo De la vida feliz
Circunstancias en que fue escrito
Esta obra sobre la vida feliz está escrita en el retiro otoñal 
de Casiciaco. Agustín tiene ya decidido hacerse cristiano, 
renunciar a su cátedra de retórica y consagrarse a la filosofía. 
Una fuerte dolencia de pecho le facilita esta decisión, al tener 
que retirarse de Milán para reponerse y descasar. Este descanso 
casi obligado le ofrece, al mismo tiempo, una situación favora­
ble para prepararse para el bautismo.
Hacerse cristiano y consagrarse a la filosofía es para Agus­
tín una misma cosa. La fe cristiana ofrece al hombre la verdade­
ra visión del mundo, del hombre y de Dios, y señala el camino 
que hay que seguir para alcanzar la vida verdadera; en este sen­
tido, la fe cristiana es para él la verdadera filosofía. Así pensa­
ban muchos padres de la Iglesia anteriores a él. Por eso, el tiem­
po consagrado a meditar sobre la fe recién adquirida es a la vez 
preparación para el bautismo y vida filosófica.
Dos temas fundamentales
Capacidad del hombre de encontrar la verdad
En el retiro de Casiciaco, en compañía de su madre, su hijo 
y unos pocos amigos y alumnos, Agustín no puede menos que 
ocuparse, entre otros, de dos temas fundamentales.
De la vida feliz
En primer lugar, siente la necesidad de mostrar, contra la 
doctrina de los académicos o escépticos, que el hombre es capaz 
de verdad y que, por consiguiente, puede adquirir la sabiduría.
El escepticismo arruina en su misma raíz todo esfuerzo 
humano por vivir en la verdad. El "buscar sin nunca encontrar" 
tiene su atractivo, pero no podrá constituir la verdadera sabidu­
ría. Se busca siempre con la esperanza de encontrar la verdad, y 
sólo cuando ésta es hallada, se puede ser sabio o comenzar a 
serlo. El Contra los académicos es la obra donde Agustín plasmó 
la refutación del escepticismo.
En qué consiste la vida feliz
En segundo lugar, se ve forzado a meditar sobre la misma 
vida feliz para determinar en qué consiste verdaderamente. No 
podía quedarse con la afirmación de que el hombre es capaz de 
verdad; le era necesario indagar dónde se encuentra esa verdad 
y cómo llegar a ella, pues en su posesión va a consistir la vida 
feliz.
En este momento de su vida Agustín no posee todavía un 
conocimiento profundo de las verdades cristianas. Tiene claro 
que en la fe cristiana se encuentra la verdad y que no debe apar­
tarse nunca más de la autoridad de Cristo. Pero quiere conocer 
esa verdad no sólo por la fe, sino también por la comprensión de 
la inteligencia, es decir, por la razón. Para ello es preciso filoso­
far con la sola razón al estilo de la filosofía pagana, pues sólo así 
se podrá ver con claridad la armonía profunda entre las dos 
fuentes de la verdad: la razón y la fe.
Ello explica que en estos diálogos de Casiciaco la parte más 
importante le corresponda a la razón. El objetivo, sin embargo, 
es claro: la razón, la filosofía misma, lleva a la verdad suprema 
que es Dios; prepara para acoger la revelación cristiana y para 
estimarla como la plenitud de toda verdad. Agustín tiene espe­
cialmente en la mente la filosofía neoplatónica, pues en ella, 
como él mismo repite muchas veces, encontró muchas anticipa­
ciones de la verdad revelada (ver Confesiones VIII, 8, 10; Contra 
los académicos III, 20, 43).
Influencias y antecedentes
10
Todo esto explica que De la inda feliz se inscriba en la línea 
de autores de la tradición clásica que han reflexionado sobre la 
felicidad del hombre, como Cicerón, Séneca o el mismo Plotino.
Introduce!
Cicerón había escrito Definibus bonorum el malorum (De los 
Imites del bien y del mal) y en esta obra ponía de relieve que la 
cuestión de la vida feliz está estrechamente vinculada a la cues­
tión sobre el fin último del hombre, aprovechando lo que las éti­
cas aristotélica, epicúrea y estoica habían dicho sobre el tema.
Séneca, por su lado, en su De la vida feliz, siguiendo la tra­
dición estoica, hacia descansar el soberano bien del hombre en 
la virtud y en el recto pensar, y presentaba al sabio, que sabe ate­
nerse a los bienes que dependen de él y no de la fortuna, y que 
por ello goza de paz y de tranquilidad de ánimo, como modelo 
de la vida dichosa.
Y Plotino, en Enéadas I, 4, desarrolla todo un tratado sobre 
la felicidad, afirmando rotundamente que ésta consiste en la vida 
de la inteligencia (el yo superior del hombre) y que quien se 
entrega a ella no se ve afectado por desgracias, ni por los vaive­
nes de la fortuna, ni corre tras los placeres del cuerpo o de las 
cosas exteriores.
El libro de Agustín hay que colocarlo dentro de este tipo 
de reflexiones. Asume no pocas ideas y planteamientos fácil­
mente encontrables en estos autores, pero, como cabría pensar, 
su orientación es más religiosa. Agustín tiene por evidente que 
la felicidad del hombre consiste en la sabiduría, pero también 
está convencido de que no hay sabiduría ni vida feliz fuera del 
conocimiento perfecto de Dios (Retractaáones I, 2).
No faltaron autores cristianos anteriores a Agustín que se 
ocuparon del tema de la verdadera felicidad del hombre, inser­
tando las verdades cristianas en los esquemas filosóficos clási­
cos. Tal es el caso de Lactancio (260-330) en su Instituciones divi­
nas y de San Ambrosio en su Sobre Jacob o la vida feliz, libro que, 
al parecer, depende bastante de Plotino. San Ambrosio, por 
ejemplo, coloca la felicidad del hombre en la posesión de la ver­
dad y del bien por un alma limpia de todo pecado; y propone a 
Cristo como modelo que hay que imitar ante las adversidades.
Agustín, sin embargo, tuvo poco en cuenta estos antece­
dentes cristianos y, como se puede ver, no considera la figura de 
Cristo desde la misma perspectiva que Ambrosio.
Personajes del diálogo
De la vida feliz se presenta como un "banquete espiritual" 
ofrecido por Agustín con motivo de su 33 aniversario a quienes 
le acompañan en Casiciaco. Se desarrolla a lo largo de tres jor­
nadas, teniendo cada una de ellas una idea dominante. Partid-
Do la vida feliz
pan, además de Agustín, su madre, Mónica; Navigio, su herma­
no; Trigecio y Licencio, paisanos y discípulos suyos; sus sobri­
nos Lastidiano y Rústico, y Adeodato, su hijo.
Agustín es el anfitrión, es decir, el maestro que busca en 
diálogo amistoso la verdad. Él plantea las preguntas, propone 
definiciones, dirige el curso de la conversación y saca las con­
clusiones. Con actitud socrática, administra sabiamente sus 
intervenciones y va llevando a sus interlocutores a la meta 
deseada, es decir, a reconocer que en la posesión de Dios se 
encuentra la verdadera sabiduría y la auténtica felicidad del 
hombre.
Mónica ocupa un lugar importante en esta obra. Ella no es 
letrada, ni posee, como es obvio, conocimientos de filosofía. 
Pero su familiaridad vivida con la verdad le permite intervenir 
con acierto y formular definiciones correctas. Agustín no duda 
en reconocer que ella, aunque sin disponer de palabras técnicas, 
ha conquistado las cumbres de la filosofía, y que, al escuchar sus 
palabras, se creería estar ante un eminente varón y no ante una 
mujer, afirmación ésta que en aquel tiempo era un elogio. Su 
sabiduría no procede del estudio, sino de su vida de fe y de su 
relación personal con la verdad creída.
Navigio interviene poco. Su función se limita a reflejar la 
opinión común de los participantes.
Adeodato es el más joven y, en opinión del propio Agustín, 
está dotado de un muy prometedor ingenio. Él da la respuesta 
acertada a la pregunta sobre quién posee a Dios: "posee a Dios 
aquel que se ve limpio de todo espíritu inmundo". La limpieza 
de su corazón es lo que le lleva a afirmar instintivamente que 
sólo el que está limpio de todo pecado y vicio puede poseer a 
Dios. Respuesta de raíz neoplatónica,pero que en Adeodato, 
como en Mónica, no procede de la erudición, sino de la sintonía 
de su alma con el bien.
Licencio y Trigecio son los interlocutores más directos. Ya 
intervinieron, junto con Alipio, en el diálogo Contra los académi­
cos, que Agustín había ya comenzado antes de iniciar esta obra 
que tratamos. Licencio es defensor de los académicos y, en con­
secuencia, profesa un cierto escepticismo y le cuesta adherirse a 
las conclusiones a las que se va llegando. A veces es objeto de 
cierta ironía por parte del resto de los participantes. Trisegio, 
por el contrario, es adversario de los académicos como por ins­
tinto natural: siempre le han repugnado, aun antes de saber 
cómo refutarlos. A veces es lento en seguir el hilo de la conver­
sación y no siempre logra mantener la atención, aunque con 
suma facilidad acepta las conclusiones de Agustín.
12
Introduce
Estructura y contenidos
Se puede dividir la obra en cuatro capítulos:
• El primero, que es un Prefacio al estilo clásico, contiene la 
dedicatoria a Manlio Teodoro, unas consideraciones genera­
les sobre los caminos posibles por medio de los cuales los 
hombres acceden a la filosofía y, por último, una breve refe­
rencia al camino concreto seguido por el mismo Agustín.
• El segundo narra la conversación del primer día. La idea cen­
tral, lograda a partir de la afirmación de que "todos queremos 
ser felices", es que la felicidad consiste en poseer lo que se 
desea, siempre que lo que se desea sea un bien eterno e inmu­
table; y como el bien eterno e inmutable por excelencia es 
Dios, la verdadera felicidad consistirá en poseer a Dios. Se 
dirá también que quien es feliz es, al mismo tiempo, sabio, 
pues posee un bien que ni la fortuna ni las adversidades le 
pueden arrebatar, por lo que en su ánimo no hay inquietud ni 
temor. De ahí sacará Agustín un argumento contra los acadé­
micos, que ni son dichosos ni sabios.
• El tercero cuenta lo dialogado en el segundo día. Versa todo él 
sobre la cuestión de quién posee a Dios. Se dan tres respues­
tas que, de hecho, se resumen en una sola: posee a Dios el que 
es casto, es decir, fija su atención en él y a él se consagra, pues 
éste vive bien, esto es, rectamente, y cumple su voluntad. 
Agustín precisa que quien busca a Dios, pero aún no lo po­
see, no es dichoso, aunque Dios le es propicio; que quien vive en 
vicios y en pecados, ni Dios le es propicio ni es dichoso; y que 
quien ha encontrado a Dios lo tiene propicio y es di­
choso.
• El cuarto corresponde a la conversación del tercer día. Se cen­
tra en clarificar la relación entre indigencia e infelicidad, ple­
nitud y felicidad. El que es indigente de sabiduría es necio y, 
como tal, no puede ser dichoso, aunque posea todos los bie­
nes del mundo; la necedad o estulticia es miseria del alma. El 
que posee la sabiduría es, sin embargo, dichoso, aunque 
carezca de bienes y se vea sometido a necesidades físicas. Lo 
contrario de la indigencia del alma es la plenitud. Luego la 
sabiduría, que hace al hombre dichoso, es plenitud. Y la ple­
nitud es moderación, o medida, y templanza. Dios es la medi­
da suprema; el Hijo de Dios, engendrado por la medida, es su 
sabiduría y verdad, y es él el que mueve el alma desde den­
tro para que busque y apetezca a Dios.
De la vida feliz
CAPÍTULO I
Prefacio. -Dedica el tratado a Teodoro y le declara la clase de 
tempestades por las que fue empujado hasta el puerto de la cris­
tiana filosofía. -Motivo de la disputa.
1 Si el camino trazado por la razón, y aun la voluntad misma 
-ilustre y magnánimo T eod o ro '-, condujeran al puerto de la 
filosofía, de donde se parte al reino y tierra firme de la vida 
dichosa, no sé si rayara en temerario al afirmar que arribarían a 
él hombres en mucho menor número, aunque ciertamente 
-como sabemos- muy pocos lo alcanzan al presente. Puesto que 
o Dios, o la naturaleza, o la necesidad, o la voluntad propia, o la 
conjunción parcial o total de tales causas (cuestión por demás 
oscura, que tú, no obstante, tratas de esclarecer) nos precipitan, 
al azar y en montón, en este mundo como en proceloso abismo: 
¿quién acertaría adonde debe encaminarse, o por dónde sortear, 
si de improviso una tempestad impensada -que los necios juz­
garían adversa- no empujara a ignorantes y desviados, incluso 
obligándolos y a contravela, hasta la playa apetecida2?
2 Pues bien, en los hombres que logran acogerse a la filoso­
fía se me antoja discernir como tres clases de navegantes: una, 
la de aquellos que, levantados por los años al predominio de la 
razón, con leve esfuerzo y corto golpe de remo se apresuran 
inmediatamente y afincan en aquella serenidad, donde izan la 
bandera de alguna de sus obras para que, incitados los demás 
compatriotas capaces, se esfuercen en imitarlos.
Otra, opuesta a la anterior, es la de aquellos que, alucina­
dos por la engañosa apariencia del mar, se aventuran agua 
adentro, osando navegar lejos de su patria y, con frecuencia, 
dándola al olvido. Estos tales, si por ignorado y oculto modo el 
viento en popa que juzgan próspero los sigue impulsando, con­
cluyen por sumergirse en los más hondos y miserables abismos, 
engreídos y gozosos en tanto la vana serenidad de los deleites y 
honores los halagan por todas partes.
En verdad, ¿qué desear a los tales sino una contraria y, si 
ello no bastara, terrible tempestad y huracanado viento que,
Dedica Agustín 
el tratado a Teodoro
Pocos llegan al puert 
de la filosofía movido: 
sólo por la razón 
y la voluntad
Tres ciases 
de "navegantes" se 
acogen a la filosofía
Los que llegan 
a la filosofía 
con poco esfuerzo
A otros una terrible 
tempestad los dirige 
a la filosofía
De la vida feliz
Otros son arrastrados 
a la filosofía por los 
desastres de Infortuna
Hay que evitar 
el monte 
de la vanagloria
desde aquellos elementos a los que audaces se confiaron, los 
arrastren, incluso a su pesar y mal de su agrado, a los goces 
seguros e incontrastables?
No obstante, muchos de éstos, aún no muy distanciados, 
logran ser reducidos mediante algunos percances de menor 
cuantía. Tales son aquellos varones a quienes los trágicos desas­
tres de sus fortunas, o las sofocantes desazones de sus negocios, 
o el mismo no saber qué hacer, los empujaron hacia los libros de 
los varones ilustres y sabios, donde, como en un puerto, se man­
tienen vigilantes para que de allí no los alejen los deslumbran­
tes celajes de aquel mar de solapada sonrisa.
Existe además una tercera clase: la de aquellos que, o en el 
umbral de su juventud, o tras haber sido azotados reciamente y 
por largo tiempo, desde el seno del mismo oleaje descubren 
ciertos destellos que les recuerdan su dulcísima patria, y a ella 
se dirigen con rumbo siempre seguro y nunca frenado; si bien 
muchas veces, ofuscados entre las nieblas o avizorando los per­
didos astros o presos de impensados sortilegios, desperdician la 
estación propicia a una feliz navegación, errando dilatados días 
y con peligro de perderse.
También éstos en muchas ocasiones son arrastrados a la 
ansiada y serenísima patria por los descalabros y contrastes de 
la fortuna, como por una tempestad aparentemente adversa a 
sus empeños.
Frente a todos estos que, de uno u otro modo, se apresuran 3 
a la región de la vida feliz, se adelanta, ante el mismo puerto, un 
formidable monte que engendra en cuantos arriban graves 
inquietudes y que ha de temerse con vehemencia y evitarse con 
cautela. Porque de tal manera destella y así se reviste de res­
plandor taimado, que no sólo se ofrece a cuantos llegan y aun a 
los ya internados para que lo habiten, brindándoles satisfacer 
sus anhelos de la tierra venturosa, sino que a menudo convida 
en el mismo puerto a los que ya arribaron, sojuzgándolos a 
veces, halagados por su altitud, desde la cual les será dado 
menospreciar a los demás.
Pero estos últimos previenen a cuantos llegan para que no 
embistan contra los embozados escollos ni crean fácil la arriba­
da, y generosamente les muestran por dónde pueden entrar sin 
peligrode los arrecifes. Con ello, señalándoles la arribada segu­
ra, los apartan de la vanagloria. Porque ¿qué otro monte debe 
entender la razón que han de rehuir los que aspiran o se aden­
tran por la filosofía sino el necio afán de la fama? El cual, en su 
seno, es tan vacío e inconsistente que, quebrantada la frágil cor­
teza, sepulta y abisma a los hinchados que por él caminaban,
16
confundiéndolos de golpe en sus negruras y privándolos de 
aquella magnífica morada que casi ya tenían ante los ojos3.
4 Siendo esto así, analiza, Teodoro amigo (pues para lo que 
yo deseo te considero único, y siempre te juzgué capacitado), 
analiza -repito- lo que aquellas tres clases de hombres me ins­
piraron, y que a ti dedico; en qué clase me encuentro, al parecer, 
y el género de favor que, confiado, espero de ti4.
A los 19 años de mi vida, apenas estudié en la academia de 
retórica aquel libro de Cicerón intitulado Hortensius5, me abracé 
con tan podeoso amor a la filosofía, que inmediatamente decidí 
entregarme a ella. Pero no me libré de tinieblas y por largo tiem­
po -lo confieso- avizoré desde los abismos los malhadados 
astros que me indujeran a error. Cierta infantil superstición me 
producía espanto a las disquisiciones; mas, apenas me rehice 
denodado, aquella niebla se disipó, viniendo a convencerme de 
que más vale creer a los que adoctrinan que a los que imponen; 
aunque de aquí vine a dar entre los que defienden que la luz 
percibida por nuestros ojos debe ser venerada entre los entes 
supremos y divinos. No me convencían, pero me imaginaba que 
algo extraordinario ocultarían bajo aquellos velos6. No obstante, 
apenas los descorrí, me liberé de ellos y, apresurándome otra 
vez mar adelante, fueron los académicos7 quienes por largo 
tiempo se apoderaron de mi gobernalle, rebelde a todos los 
vientos en medio de las olas.
Por último, arribé a estas latitudes; aquí descubrí el norte 
al cual confiarme. Con frecuencia escuché de nuestros sacerdo­
tes8, y alguna vez en tus conversaciones, que cuando sobre Dios 
se medita, nada corporal debe ser concebido, como tampoco 
cuando se trata del alma, que entre todos los entes reales es el 
más semejante a Dios. Y para no introducirme arrebatadamente 
por los ámbitos de la filosofía, me frenaba yo mismo -lo confie­
so- con los señuelos de la esposa y los honores, logrados los 
cuales me apresuraría al fin por aquellos mares y en ellos repo­
saría, como los pocos afortunados a quienes esto les fue conce­
dido. Leídos, pues, contadísimos libros de Plotino9 (de quien me 
consta que tú eres lector celosísimo) y contrastando con ellos, en 
cuanto me fue dado, incluso la autoridad de aquellos otros 
libros10 en los que se nos legaron los divinos misterios, así me 
exalté, que ardía por romper todas aquellas anclas, pero me fre­
naba la querencia de ciertos apegos. ¿Qué me faltaba, pues, sino 
que una borrasca (aunque, en mi opinión, adversa) me sacudie­
ra y arrancara de tales cosas superfluas en las que me distraía? 
Y súbitamente tan desmedido dolor desgarró mis entrañas que, 
incapaz de soportar la brega de aquella ruta por la que acaso
De la vida feliz
Agustín ha llegado a 
puerto, pero aún no 
está libre de riesgos
Dudas de Agustín en 
la cuestión del alma
Ofrece su libro 
a Manlio Teodoro
Ocasión y ambiente 
del diálogo
navegaba hada las Sirenas, lo arrojé todo por la borda y condu­
je mi barquilla, aunque rota y maltrecha, a la ansiada tranqui­
lidad.
Ya conoces, pues, la filosofía donde navego como por un 5 
puerto, aunque tan dilatado que su extensión no excluye ente­
ramente el riesgo, si bien menos peligroso. Porque en verdad 
todavía ignoro a qué ribera que sea ciertamente dichosa ponga 
rumbo. Porque ¿qué terreno firme pisa el que aún fluctúa y vaci­
la en la cuestión del alma11? De donde te suplico que, por tu vir­
tud, por tu benignidad, por la íntima comunicación y trato de 
nuestros corazones, vengas en mi ayuda asistiéndome con tu 
estimación, convencido a tu vez de que recíprocamente te 
correspondo y aprecio. Que si esto consigo, arribaré con leve 
empeño y facilidad a esa vida feliz que (según presumo) tú ya 
disfrutas.
Resolví, pues, redactar las primicias de mis disquisicio­
nes con la extrema minuciosidad que me fue dado conseguir­
lo, y ampararlas bajo tu nombre, para que conozcas plena­
mente en qué me ocupo y por qué caminos he reunido en este 
puerto a mis allegados; de todo lo cual deduzcas mi estado de 
espíritu, ya que no acierto con otros medios para dártelo a 
entender.
Y creo haber acertado, porque ambos hemos departido 
largamente sobre la vida feliz, y no encuentro ninguna otra cosa 
que con mayor propiedad pueda llamarse dádiva divina. No me 
acobardó en mi empeño tu elocuencia. Lo que admiro, aunque 
no lo alcance a comprender, no lo temo. Pero mucho menos lo 
cuantioso de tu fortuna que, aunque extremada, es, por tuya, 
propicia, y a cuantos favorece los vuelve generosos. Pero, por 
favor, toma ya mi ofrenda.
El 13 de noviembre fue mi cumpleaños. Tras una comida 6 
frugal para no embotar el ingenio, a todos los que, no sólo en esa 
fecha, sino diariamente asisten a mi mesa los reunía para dialo­
gar en los baños que a tal sazón resultan un lugar muy adecua­
do y apartado. Estaban allí -y no tengo a menos darlos a cono­
cer a tu benevolencia por sus propios nombres-, en primer 
lugar, mi madre, a cuya virtud creo deber cuanto soy; Trigecio 
y Licencio, paisanos y discípulos míos, y no quise que faltaran 
mis sobrinos, Lastidiano y Rústico, aunque todavía no habían 
pasado del liceo del gramático, pero cuyo sentido común juzgué 
imprescindible en los temas que se examinaban. Estaba asimis­
mo con nosotros Adeodato, mi hijo, por la edad el más mozo, 
pero de muy prometedor ingenio, si el amor no me ciega. Y 
escuchado por todos, empecé preguntando.
L8
San Agustín
CAPÍTULO II
Disputa del primer día. -Constamos de alma y cuerpo. -Ali­
mento necesario al cuerpo. -También el alma tiene su alimento. 
- No es feliz el que no tiene lo que desea. -Pero tampoco es feliz 
el que tiene cuanto apetece. -Quién posee a Dios. -El escéptico 
no puede ser feliz ni sabio.
7 -¿Os parece evidente que estamos constituidos de alma y 
cuerpo?
Todos de acuerdo, Navigio respondió que lo ignoraba.
-¿No sabes nada, absolutamente nada? ¿O acaso también 
eso ha de contarse entre las cosas que ignoras?
-No creo ignorarlo todo -concedió.
-¿Y puedes aducir -insistí yo- alguna de las cosas que 
sabes?
-Ciertamente -afirmó.
-Pues, si no te parece mal -rogué-, exponía -y como duda­
ra, añadí-. ¿Sabes, por lo menos, si vives?
-Lo sé -respondió.
-Luego sabes que tienes vida, pues nadie puede vivir sin
ella.
-También eso lo sé -concedió.
-¿Y sabes que tienes un cuerpo?
Asintió también.
-Luego ya sabes que constas de cuerpo y vida.
-Lo sé, en efecto, pero dudo si existe algo más.
-Pero no dudas que existen estas dos cosas: cuerpo y alma; 
aunque ignores si existe algo más, destinado al complemento y 
perfección del hombre.
-Así es -confirmó.
-En ocasión más oportuna indagaremos esto último, si nos 
es posible. Y puesto que, por de pronto, todos defendemos ya 
que el hombre no puede existir sin alma y cuerpo, ahora pre­
gunto a todos: ¿por cuál de ellos se procuran los alimentos?
-Por el cuerpo -respondió Licencio.
Sin embargo, los demás dudaban y discutían entre sí con 
opuestos pareceres. ¿Cómo podía ser considerado necesario por 
razón del cuerpo el alimento, siendo éste apetecido para la vida 
y siendo la vida patrimonio exclusivo del alma?...
Entonces intervine preguntando:
-¿Os parece que el alimento es propio de aquella parte que 
crece y se desarrolla en nosotros por el sustento?
El hombre consta 
de cuerpo y alma
El alimento del cuerpo
19
De la vida feliz
El alimento del alma 
es la ciencia
Todos asintieron, menos Trigecio, que argumentó:
-¿Por qué, en ese caso, yo no he crecido en proporción a la 
cuantía de mi voracidad?
-Todos los cuerpos -expuse- tienen su volumen concreta­
do por la naturaleza, no pudiendotraspasar aquella medida. No 
obstante, dicho volumen disminuiría si le escaseara el alimento, 
cosa que advertimos en los animales bien a las claras, pues 
a todos es patente que, reducidos los alimentos, el cuerpo de 
todos ellos disminuye en volumen y corpulencia.
-Adelgazan, pero no decrecen -distinguió Licencio.
-Me basta con lo primero para mi intento -concedí yo-. 
Porque la cuestión sobre la que discutimos es si el alimento per­
tenece al cuerpo. Y en efecto pertenece, pues suprimido aquél, 
éste adelgaza.
Y todos opinaron que así era.
-Y del alma, ¿qué decir? -interrogué-. ¿Acaso no tiene sus 8 
peculiares alimentos? ¿Os parece tal vez que su manjar es la 
ciencia?
-Evidentemente -afirmó la madre-; de ninguna otra cosa 
creo que se alimente el alma, sino del conocimiento y la ciencia 
de las cosas.
Y como Trigecio dudara de tal afirmación, ella repuso:
-¿Acaso tú mismo no nos has enseñado de qué y en dónde
se alimenta el alma? Porque, al rato de estar comiendo, asegu­
raste que no te habías fijado en las copas que usábamos, por 
estar embebido en no sé qué otros pensamientos, sin que 
por ello ni la manto ni la boca cesaran en la comida. ¿Dónde es­
taba tu alma mientras comías, que no se percató de ello? En con­
clusión, convén conmigo en que de tales manjares se alimenta el 
alma, es decir, de sus pensamientos y de sus teorías, siempre 
deseosa de aprehender algo por ellas.
Como los desacuerdos se avivaron en torno a aquella tesis, 
yo repuse:
-¿Convenís tal vez en que las almas de los hombres más 
doctos son en su género más ricas y vastas que las de los igno­
rantes?
Afirmaron ser aquello verdad manifiesta.
-Acertadamente solemos decir que las almas de aquellos 
que nunca fueron adoctrinados en ninguna ciencia, y nada 
bebieron en las artes nobles, andan ayunas y como famélicas.
-A mi parecer -reparó Trigecio- dichas almas están ahítas, 
pero de maldad y de vicios.
-Créeme, Trigecio -le dije-: ello supone cierta esterilidad y 
como hambre en las almas. Porque a la manera que el cuerpo.
90
San Agustín
privado de sustento, se cubre de miseria y numerosas enferme­
dades -vicios que en él descubre el hambre-, del mismo modo 
las almas de aquéllos se muestran plagadas de dolencias que 
delatan su ignorancia.
En verdad, ya los antiguos llamaron a la nequicia (mal­
dad) la madre de todos los vicios, en razón de que no es nin­
guno concreto; así como a la virtud opuesta a ese vicio la lla­
maron frugalidad. Porque, como ésta se deriva defrux (esto es, 
fruto) para significar cierta fecundidad de las almas, así aqué­
lla fue llamada nequitia, esto es, nada, por su esterilidad. Por­
que es nada todo lo que huye, lo que se disuelve, lo que se 
derrite y como desaparece. Por eso también a tales hombres los 
llamamos perdidos. Por el contrario, es algo si permanece firme, 
si siempre es lo que es, como la virtud; y entonces la denomi­
namos templanza y frugalidad. Mas si esto resulta a vuestro 
entender demasiado oscuro (dado que las almas de los 
ignorantes aparecen colmadas), convendréis en que, así como 
para los cuerpos, también para las almas existen dos clases de 
alimentos: uno, saludable y provechoso; otro, dañino y 
mortal12.
9 Sentado esto, y de acuerdo ya todos en que el hombre 
consta de alma y cuerpo, estimé a propósito en el día de mi cum­
pleaños que no sólo debía disponer para vuestros cuerpos una 
comida algo más abundante que de ordinario, sino también 
para las almas. Cuál sea este manjar preparado os lo expondré, 
si lo apetecéis. Porque empeñarme en alimentaros a la fuerza e 
inapetentes resultaría empeño baldío. Y debemos elevar votos a 
fin de que apetezcáis las viandas del espíritu con mayor avidez 
que las del cuerpo. Lo cual acontece cuando las almas están 
sanas; las enfermas -como a los propios cuerpos enfermos les 
ocurre- rechazan y repudian los alimentos.
Con ademanes y palabras se declararon prontos a aceptar 
y comer cuanto les hubiese preparado.
JO Y, volviendo al tema, pegunté de nuevo:
-¿Queremos todos nosotros ser felices13?
Apenas hice tal pregunta, se apresuraron a confirmarlo 
unánimemente.
-¿Consideráis feliz al que no posee cuanto apetece?
Todos negaron.
-Entonces ¿es feliz aquel que posee cuanto apetece?
Y aquí la madre intervino:
-Si apetece y consigue bienes, es feliz; si por el contrario 
ambiciona males, aunque los consiga, es desdichado.
Sonriente y satisfecho, le dije:
Explicación
etimológica
Agustín ofrece a sus 
compañeros una 
"comida espiritual"
Todos queremos 
ser felices
Es feliz quien posee lo 
que apetece, siempre 
que apetezca bienes
21
De la vida feliz
El que no es feliz 
es desgraciado
Para ser feliz hay que 
poseer bienes 
permanentes
-En verdad, querida madre, has conquistado las cumbres 
de la filosofía. Que sin duda únicamente te faltaron las palabras 
para expresarte como el propio Cicerón, quien en su Hortensias 
(donde dedica un libro a la defensa y alabanza de la filosofía) se 
expresa sobre esta cuestión en estos términos: "He aquí que no 
los auténticos filósofos, sino los siempre propicios a la discu­
sión, afirman que son felices todos aquellos que viven como les 
place. ¡Falso, en verdad! Desear lo que no conviene es la suma 
desdicha. No lograr lo que se apetece es menor desgracia que 
conseguir lo que no conviene. La voluntad depravada acarrea 
más males que bienes la fortuna".
Palabras éstas que ella comentó con razones tales que, olvi­
dados por entero de su condición de mujer, creíamos ver senta­
do entre nosotros un eminente varón; en tanto yo reflexionaba 
sobre la divina fuente de la que brotaban sus conceptos.
-A ti te incumbe declarar -me instó Licencio- qué debe 
apetecer y cuáles objetos desear uno para ser dichoso.
-En tu cumpleaños -repliqué- me invitarás si a bien lo tie­
nes, y con sumo gusto aceptaré lo que quieras presentarme. Con 
esta condición te he invitado a comer en mi casa; no exijas lo que 
quizá no se preparó.
Al cual, como le afectase la broma, aunque repetuosa y 
comedida, le seguí diciendo:
-¿Estamos, pues, de acuerdo en esto: que ni puede ser 
dichoso quien no tiene lo que quiere, ni tampoco el que tiene 
cuanto apetece?
Asintieron todos.
-Ahora bien -proseguí-, ¿me concedéis asimismo que el 11 
que no es feliz es desdichado?
Ninguno lo dudó.
-Así pues, todo el que no posee lo que quiere es infeliz.
Todos de acuerdo.
-¿Y qué ha de poseer el hombre para considerarse feliz? 
-repuse-. (En verdad que esto no debía faltar en nuestro convi­
te, a riesgo de defraudar el deseo de Licencio.) Porque a mi jui­
cio debe disfrutar de cuanto, con sólo quererlo, ha conseguido.
Todos afirmaron que eso era evidente. Yo proseguí:
-Luego ello ha de ser una cosa perdurable, a salvo de las 
vicisitudes de la fortuna, no sujeta a ningún azar.
Porque lo que es perecedero y caduco no podemos poseer­
lo cuando queremos ni por el tiempo que queremos.
Todos convinieron en ello, pero Trigecio reparó:
-Existen numerosos afortunados que logran poseer en 
abundancia y por dilatados años aquellas cosas que, aunque
22
San Agustín
deleznables y a merced del acaso, son muy gratas para la vida, 
sin que echen de menos nada de cuanto apetecen.
A lo que yo interrogué:
-¿Tú juzgas feliz al temeroso?
-De ningún modo -respondió.
-Pero ¿puede no temer aquel que ama una cosa y corre 
riesgo de perderla?
-No puede -concedió.
-Las cosas fortuitas a las que te referías pueden perderse; 
por tanto, el que las ama y las posee no puede ser feliz en abso­
luto.
Nada volvió a argüir. En este punto terció la madre:
-Y aun en el caso de que se considere seguro de no perder 
dichos bienes, no podrá saciarse con ellos. Luego también será 
desdichado, porque nunca conseguirá sentirse enteramente 
satisfecho.
En esto pregunté yo:
-¿Qué opinas del que, abundando y nadando en todos 
estos bienes, pone coto a sus apetencias y, satisfecho, usa de 
ellos honrada y gozosamente? ¿No lo estimarás dichoso?
-Ese tal es feliz -repuso ella-, no gracias a aquellos bienes, 
sino por la moderación desu apetito.
-Exacto -confirmé yo-; y ni mi pregunta admitía otra res­
puesta ni tú podrías contestar de otra forma. Así pues, ya no 
dudamos en absoluto de que, si alguno se propone ser dichoso, 
debe procurarse los bienes que permanecen siempre y no pue­
den ser arrebatados por ninguna fortuna adversa.
-Todos convinimos en ello hace rato -comentó Trigecio.
-¿Os parece -seguí yo- que Dios es eterno e inmutable?
-Tan evidente es eso -sostuvo Licencio-, que la pregunta 
sobra.
Y los demás aplaudieron con calurosa adhesión.
-Luego quien posee a Dios es feliz -concluí yo.
12 Y como todos admitieron la conclusión de buen grado, 
proseguí:
-A mi parecer, entiendo que nada queda por averiguar 
sino esto: ¿qué hombre posee a Dios? Porque, sin duda, ése será 
dichoso. Por tanto, sobre este extremo reclamo vuestro parecer.
-A Dios posee quien bien vive -sentenció Licencio.
-Tiene a Dios quien obra conforme a su divina voluntad 
-opinó Trigecio con la adhesión de Lastidiano.
Y el más mozo de todos intervino:
-Posee a Dios aquel que se ve limpio de todo espíritu 
• inmundo.
Es feliz quien posee 
a Dios
¿Quién posee a Dios?
Quien vive bien 
(reciamente)
Quien obra conforme 
a la voluntad de Dios 
Quien está limpio de 
todo espíritu inmundo
23
la vida feliz
Aplicación a los 
académicos de la 
inclusión alcanzada
> académicos no son 
dichosos ni sabios
Licencio discute la 
inclusión contra los 
académicos
La madre celebró todas las sentencias, pero más que nin­
guna esta última. Navigio callaba y, al preguntársele su opinión, 
respondió que se adhería a la última respuesta. Me pareció que 
no debíamos desatender la de Rústico en materia tan relevante, 
ya que a mi enteder callaba más por prudencia que por delibe­
ración. Convino con Trigecio. Entonces yo proseguí.
-Tengo vuestra conformidad en tan elevada materia, sobre 1 
la cual ciertamente ni es preciso inquirir más ni más podría ave­
riguarse, aunque prosiguiéramos la disquisición con espíritu 
tan ponderado y diligente como la hemos iniciado. Basta, pues, 
por hoy, ya que es prolijo; y hasta los espíritus ocultan cierta 
concupiscencia en sus festines si proceden en ellos desordenada 
y vorazmente -con lo que en cierto sentido sufren empacho, 
cosa no menos de temer para la salud del alma que la misma 
hambre-; si os parece, será mejor que mañana, con renovado 
apetito, reanudemos el banquete. Aunque, como anfitrión vues­
tro y de buena gana, deseo ahora regalaros con un manjar que 
de improviso se me ha ocurrido brindaros. Es, si no me engaño, 
como los postres que suelen ofrecerse; y está compuesto y ade­
rezado de dulce miel escolástica.
Oyendo lo cual todos se aprestaron como ante un plato 
especialísimo, instándome a que les declarara en qué consistía.
-¿Qué os figuráis que ha de ser -les dije- sino que, por lo 
dicho, queda cerrada la contienda que iniciamos con los acadé­
micos?
Oído este nombre, los tres que estaban al tanto del caso14 
surgieron de súbito, como suele hacerse en los banquetes, exten­
dieron las manos y ayudaron al anfitrión en su tarea, manifes­
tando con las más expresivas frases que nada escucharían con 
mayor complacencia que aquello. Y en seguida expliqué así el 
asunto:
-Si es evidente que no es dichoso el que no posee cuanto 14 
quiere -lo que acaba de demostrar la razón-, también lo es que 
nadie busca lo que no quiere encontrar. Pero ellos buscan cons­
tantemente la verdad. Luego quieren encontrarla; quieren con­
seguir el tesoro de la verdad. Es así que no la encuentran; luego 
se deduce que no poseen lo que apetecen. De donde se conclu­
ye asimismo que no son dichosos. Pero nadie es sabio si no es 
dichoso; luego el académico no es sabio15.
Entonces, y como rebañando con todo, prorrumpieron en 
aplausos. No obstante, Licencio, reflexionando más atenta y 
cautamente, dudó en asentir y objetó:
-Desde luego, yo también he aceptado mi parte, como 
vosotros, puesto que he aplaudido entusiasmado por esa con-
dusión. Pero no es mi intención ingerir nada de ella en mi estó­
mago; la reservo para compartirla con Alipio, el cual o se rela­
me conmigo o, si no me conviene probarla, me avisará el 
porqué.
-Navigio debería guardarse mucho de los dulces, enfermo 
como está del bazo -comenté yo.
A lo que él replicó riendo:
-Precisamente ellos serán mi medicina. Pues no sé de qué 
manera aquel argumento tan ingenioso y agudo que has sazo­
nado -como dijo el otro- con miel del Himeto es agridulce, que 
no empacha el estómago. Por lo cual -pues ya el gusto está avi­
vado- lo trago todo entero con sumo placer. No veo el camino 
por donde pueda impugnarse aquella conclusión.
-Ciertamente que por ningún camino es posible -confir­
mó Trigecio-. Por lo cual me contenta el haber sostenido con 
ellos enemistades desde hacer largos años. Que no sé por qué 
natural instinto o, mejor diría, divino impulso siempre me 
repugnaron enérgicamente, aun ignorando cómo debían ser 
refutados.
15 Aquí intervino Licencio:
-Yo no los abandono todavía.
-¿Luego disientes de nosotros? -concluyó Trigecio.
-¿Acaso vosotros disentís de Alipio? -replicó aquél.
-Estoy seguro -intervine yo- de que, si se hallara presente 
Alipio, se rendiría a este sencillo argumento. Porque no podría 
opinar tan absurdamente, que tuviera por bienaventurado al 
que no posee un bien tan excelente del alma y que tan ardiente­
mente se apetece; o que los académicos no quieran encontrar la 
verdad; o que es sabio el que no es dichoso. Pues con esos tres 
condimentos -como con miel, harina cande y almendra- está 
confeccionado lo que tanto temes gustar.
-¿Acaso -insistió- cedería él a esta pequeña golosina de 
niños, despreciando la abundancia de los académicos, la cual, 
desbordada, lo arrastraría y anegaría todo en un instante?
-Entonces discutamos esto con mayor amplitud -propuse 
yo-, ante todo contra Alipio. Tal vez él mismo, por su propio 
estómago, sostendría, y no a humo de pajas, que estos manjares 
son vigorosos y suculentos. Pero tú, que has preferido escudar­
te en la autoridad de un ausente, ¿por que no demuestras algu­
no de estos tres puntos? ¿Es dichoso el que no tiene lo que ape­
tece? ¿Niegas que quieran encontrar la verdad aquellos que con 
tanto tesón la buscan? ¿Tienes por desdichado al sabio?
-De seguro es dichoso... el que no logra nada de lo que 
desea -comentó riendo burlonamente.
De la vida feliz
Quiénes son los 
académicos
Mas, como yo ordenara que se tomara nota, repuso alzan­
do la voz:
-No he dicho tal cosa.
Lo que asimismo ordené que se anotara.
-Lo he dicho -asintió.
Había yo dispuesto desde un principio que no se pronun­
ciara palabra sin ponerla por escrito. De esta forma mantenía yo 
al mozo hostigado entre el pundonor y la firmeza.
Mientras nosotros bromeábamos con ocasión de dichas 16 
frases y lo provocábamos a comer su ración, advertí que los 
demás nos observaban atentamente y sin reír, ignorantes en 
todo del caso, pero curiosos por saber de qué tratábamos tan 
alegremente. Me parecieron semejantes a los que -como es fre­
cuente-, sentados en un banquete entre ansiosos y voraces 
comensales, se abstienen de comer por prudencia o se acobar­
dan por cortedad. Pero aquí yo era el que invitaba; y no pudien- 
do ceñirme al mero papel de señor principal, ni aun -todo ha de 
decirse- al de señor auténtico, anfitrión de aquellos convites, me 
desconcertó la discrepancia y el desconcierto de nuestra mesa. 
Sonreí a mi madre. Y ella, generosamente y como ordenando 
servir de su despensa lo que todos echaban de menos, intervino:
-Ante todo, explícate y dinos quiénes son y qué pretenden 
los referidos académicos.
Lo expuse y aclaré concisa aunque detalladamente, de 
manera que ninguno quedara dudoso. Entonces ella concluyó:
-Esos individuos son caducarios (vocablo popular con el 
que designamos a los atacados de epilepsia).
Después se levantó para irse. Y poniendo fin a la discu­
sión, todos nos retiramos, satisfechos y gozosos.
26
San Agustín
CAPÍTULO III
Quién posee a Dios de tal modo que sea feliz.-Por "espíritu 
inmundo" entendemos dos cosas.
2 7 Conque al siguiente día, y también después de haber comi­
do, nos reunimos los mismos y en el mismo lugar, aunque algo 
más formales que el día anterior.
-Llegáis tarde al convite -comencé diciendo-; lo que, 
supongo, se debe no a indigestión, sino a certeza de que los 
manjares han de escasear; de donde deduzco que no tenéis prisa 
en empezar a comer, si sospecháis que el hambre os asaltaría 
apenas comidos. De un banquete que, aun el mismo día y en tal 
solemnidad, resultó tan escaso no era de esperar que sobraran 
abundantes restos.
Quizá con razón. Con todo ello yo, como vosotros, ignoro 
qué se ha preparado. Pero existe alguien14 que, en toda ocasión, 
con mayor motivo en esta clase de convites, provee a todos sin 
cesar, aun cuando nosotros renunciamos demasiadas veces a 
comer o por empacho o por distracción. Ayer -si no me engaño- 
quedamos firme y cordialmente de acuerdo en quién es el que, 
perviviendo en los hombres, los hace bienaventurados. Pues 
bien, demostrado por la razón que es feliz quien posee a Dios 
-sentencia a la que todos disteis vuestra conformidad-, hoy se 
trata de averiguar lo siguiente:
A vuestro parecer, ¿quién es el que posee a Dios? Tesis 
sobre la cual, si no me falla la memoria, se propusieron tres afir­
maciones. Unos opinaron que posee a Dios el que cumple la 
divina voluntad. Otros sostuvieron que tiene a Dios quien bien 
vive. Y los demás defendieron que Dios mora en aquellos que 
están libres del espíritu inmundo.
18 Tal vez, aunque con distintas palabras, todos afirmasteis 
una y la misma cosa. Porque, si reflexionamos sobre las dos pri­
meras sentencias, todo el que vive bien cumple la voluntad de 
Dios y todo el que cumple la voluntad de Dios vive bien, pues­
to que vivir bien no es otra cosa que obrar lo que a Dios agrada, 
si vosotros no opináis de otro modo.
Todos asintieron.
-Respecto de la tercera sentencia merece un estudio más 
atento, teniendo en cuenta que, en el ritual de los sacratísimos 
misterios, "espíritu inmundo" designa, a mi entender, dos suje­
tos diferentes. Uno, aquel que extrínsecamente invade el alma y 
perturba los sentidos, engendrando cierto frenesí en el hombre;
Es dichoso quien posee 
a Dios
Quién posee a Dios: 
tres respuestas
Las tres respuestas se 
resumen en una
27
De la vida feliz
Estar libre de espíritu 
inmundo es ser casto
Dios quiere que el 
hombre lo busque
Quien busca a Dios es 
que no lo posee
Luego no todo el que 
vive bien, cumple 
la voluntad divina 
o es casto tiene a Dios 
ni es dichoso
para expulsar dicho espíritu, los sacerdotes imponen las manos, 
o exorcizan, esto es, lo ahuyentan conjurándolo en nombre de 
Dios. El otro "espíritu inmundo" designa a toda alma impura, 
es decir, la que está infectada de vicios y de errores. Según esto, 
respóndeme tú, joven, que quizá proferiste aquella afirmación 
con ánimo un tanto candoroso y sencillo. ¿Quién crees que está 
libre de espíritu inmundo? ¿Por ventura el que está libre del 
demonio que suele volver energúmenos a los hombres, o el que 
conserva el alma limpia de todo vicio y pecado?
.¿K m i parecer, está libre del espíritu inmundo el que vive 
castamente -respondió.
-Pero, ¿a quién llamas tú casto -repuse-: al que evita todo 
pecado, o al que únicamente evita el trato camal ilícito?
-¿Cómo puede estimarse casto el que, absteniéndose del 
comercio camal, no huye de corromperse con los demás vicios?
Es casto aquel que fija su atención en Dios y a Él sólo vive con­
sagrado.
Con agrado anoté las palabras del joven, tal cual las había 
expresado. En seguida proseguí:
-Luego el casto necesariamente vive bien, y quien vive 
bien necesariamente es casto; a menos que quieras significar 
cosa distinta.
Asintió con todos los demás.
-Las tres sentencias, pues -concluí-, se reducen a una. Mas 19 
deseo todavía haceros una pequeña pregunta: ¿quiere Dios que 
lo busque el hombre?
Afirmaron que sí.
-Pregunto aún: ¿y acaso sería lógico sostener que quien 
busca a Dios vive mal?
-De ningún modo -replicaron.
-Respondedme a una tercera pregunta: ¿es posible que el 
espíritu inmundo busque a Dios?
Todos lo negaron; Navigio dudó un momento, pero con­
cluyó por ceder a las razones de los demás.
-Pues si el que busca a Dios cumple con la voluntad divi­
na, pero de hecho todavía no posee a Dios, se deduce que no 
debe admitirse necesariamente y en seguida que está en pose­
sión de Dios el que vive bien, o el que obra lo que Dios ordena, 
o el que se ve libre de espíritu inmundo.
En esto, y como todos se vieran sorprendidos por sus pro­
pias concesiones, intervino mi madre, la cual había permaneci­
do largo rato como distraída, y me rogó aclarara y resolviera lo 
que encerraba aquella conclusión que lógicamente yo había 
deducido.
28
San Agustín
Así lo hice, y ella prosiguió:
-Nadie puede llegar a Dios sin buscarlo.
-En efecto -asentí yo-. Sin embargo, el que lo busca aún no 
lo tiene, aunque viva bien. Porque no todo el que vive bien tiene 
a Dios.
-En mi entender -replicó- todos tienen a Dios, pero el que 
vive bien lo tiene propicio, y el que vive mal lo tiene, pero ene­
mistado.
-Luego ayer -concluí yo- erróneamente sostuvimos que 
era bienaventurado el que tiene a Dios, puesto que todo hombre 
tiene a Dios y, sin embargo, no todos los hombres son biena­
venturados.
-Añade -insistió ella- "propicio".
20 -Entonces, ¿convenimos, al menos -rectifiqué yo-, en que 
es feliz quien tiene a Dios propicio?
-Quisiera asentir -advirtió Navigio-, pero me lo impide 
aquello de "quien todavía busca a Dios..."; y sobre todo, para 
evitar que concluyas que es bienaventurado el académico, al 
que en la charla de ayer, con un bárbaro aunque frecuente voca­
blo apodamos "caducario". No puedo sostener que Dios sea 
enemigo del hombre que lo busca; pero, si afirmarlo no es justo, 
hemos de concluir que le es propicio; y quien tiene a Dios pro­
picio es dichoso. Bienaventurado es, pues, aquel que busca; todo 
el que busca, aún no posee lo buscado. Luego es dichoso el hom­
bre que no tiene lo que apetece; lo que ayer nos parecía a todos 
absurdo. ¡Y juzgábamos disipadas las elucubraciones de los aca­
démicos! Por lo cual triunfó sobre nosotros Licencio, quien, 
como ilustre médico, ha de reconvenirme con que aquellas golo­
sinas que, a pesar de mi indisposición, comí imprudentemente 
exigen de mí este castigo.
21 Hasta mi madre celebró semejante ocurrencia, y Trigecio 
intervino:
-Yo no convengo tan rápidamente en que Dios es adverso 
al que no le es propicio; pienso que debe existir algún término 
medio.
-Suponiendo ese hombre intermedio al que Dios no es 
propicio ni adverso -inquirí yo-, ¿concederías que posee a Dios 
de algún modo?
Como vacilara dudoso, intervino mi madre:
-Una cosa es poseer a Dios y otra rfo estar sin Dios.
-¿Y qué es mejor -pregunté-: tener a Dios o no estar 
sin Él?
-En cuanto alcanzo -afirmó ella-, ésta es mi opinión: el 
que vive bien tiene a Dios propicio; el que vive mal lo tiene, pero
Según Ménica, quien 
busca a Dios lo tiene 
propicio
¿Es feliz quien tiene a 
Dios propicio?
. ¿Todo el que tiene a 
Dios propicio, porque 
lo busca, es dichoso?
29
De la vida feliz
Se anuncia el tema de 
discusión del tercer día
adverso. El que aún lo buéca y todavía no lo ha encontrado, ni 
propicio ni adverso, pero no está sin Dios.
-¿Es quizá -pregunté a los demás- ésta vuestra opinión?
-Esta es -contestaron.
-Decidme, por favor -les rogué-: ¿convenís en que Dios es 
propicio al hombre a quien favorece?
-Ciertamente -confesaron.
-¿Y no favorece Dios al que le busca? -insistí.
-Así es -respondieron.
-Luego a Dios tiene propicio -concluí- el que a Dios busca; 
y todo el que tiene a Dios propicio es feliz; luego es bienaventu­
rado el que a Dios busca. Pero quien busca, aún no posee lo que 
quiere; luego es dichoso el que no posee lo que quiere.
-A mí no me parece feliz de ningún modo el que no tiene 
cuanto apetece -objetó la madre.
-Luego no todo el que tiene a Dios propicioes feliz. 22
-Si la razón lo impone -comentó- no lo puedo negar.
-La gradación, acaso, será ésta -puntualicé yo-: todo el 
que encontró a Dios y lo tiene propicio es dichoso; todo el que 
busca a Dios tiene a Dios propicio, pero aún no es dichoso; por 
último, el que con vicios y pecados se enajena de Dios no sólo 
no es dichoso, sino que ni a Dios tiene propicio.
Y todos conformes, proseguí:
-Está bien; mas me temo que todavía os venza aquello 
en que habíamos convenido al comienzo: es desdichado todo el 
que no es dichoso; de donde se deduce que, aun siendo Dios 
propicio al hombre que lo busca, éste no puede ser dichoso por 
no poseerlo aún, conforme afirmamos antes. Pero, como dijo 
Tulio: "¿Por ventura, llamando ricos a los señores de tesoros 
terrenales, llamaremos pobres a los dueños de todas las virtu­
des?". Y advertid esto: así como es cierto que todo indigente es 
desgraciado, también lo es que todo desgraciado es indigente. 
De donde resultará que la indigencia y la penuria son una y la 
misma cosa; afirmación que ya me oísteis sostener, aunque de 
pasada. Hoy sería demasiado prolijo desarrollarla, por lo que os 
ruego que mañana no os venza el fastidio y os apresuréis a acu­
dir a este convite.
Y prometiendo todos acudir gustosamente, nos retiramos.
30
San Agustín
CAPÍTULO IV
Discusión del tercer día. -Se discute la cuestión planteada 
en el día anterior. -Es miserable todo necesitado. -Miseria del 
alma. -Riqueza del alma. -Quién es verdaderamente feliz.
23 El día tercero de nuestra discusión se disiparon las nubes 
que nos habían obligado a refugiamos en los baños, y apareció 
el cielo despejado después del mediodía. Preferimos, pues, lle­
garnos a una pradera cercana y, acomodándonos todos, cada 
cual donde fue más de su agrado, se inició la conversación de 
esta manera:
-Guardo y conservo en mi memoria todas las respuestas 
que os pedí a mis preguntas. Por lo cual y á mi entender, o nada 
esencial o bien poco quedará por responder esta tarde, con lo 
cual no será preciso que dilatemos el presente convite por 
demasiados días. Afirmaba mi madre que indigencia y miseria 
son una misma cosa, y con unánime acuerdo sostuvimos que 
todos, los indigentes son desdichados. Pero ayer no nos fue 
dado desarrollar cierta cuestión, a saber: ¿todos los no dichosos 
padecen necesidad? Si la razón alcanzara a demostrar que ello 
es así, habríamos demostrado hasta la evidencia que el hombre 
dichoso es aquel que no padece necesidades. Todo aquel que 
no padece necesidades es feliz; luego será feliz el que no sufra 
penuria, si demostramos que la penuria consiste en la miseria 
misma.
24 -Pues siendo cosa manifiesta -repuso Trigecio- que todo 
indigente es desgraciado, ¿no puede ya deducirse de lo expues­
to que quien no padece necesidad es dichoso? No olvidemos 
que convinimos en que no se da término medio entre miseria y 
felicidad.
-¿Existe a tu parecer -intervine yo- término medio entre la 
muerte y la vida? ¿Acaso no es todo hombre o vivo o muerto?
-Convengo -respondió- en que tampoco ahí se da término 
medio. Pero ¿a qué viene esa pregunta?
-Y asimismo confesarás esto -insistí yo-: todo el que fue 
sepultado hace un año está muerto. (No lo negó.) Y dime ahora: 
¿vive el que no fue sepultado hace un año?
-No se sigue -contestó.
-De la misma manera -proseguí yo-, de que sea desgra­
ciado todo el que sufre necesidad no se sigue que el que no la 
sufra sea dichoso, aunque entre aquél y éste, como entre el vivo 
y el muerto, no pueda encontrarse término medio.
¿Ser indigente y ser 
desgraciado es una 
misma cosa?
Miseria y felicidad
31
le ln vida feliz
Sabiduría y felicidad
Ejemplo 
de Sergio Orata
Como algunos de los presentes lo entendieran con dificul-25 
tad, proseguí explicándome y aclarándolo con términos acomo­
dados en lo posible a sus inteligencias:
-Nadie duda que todo necesitado es infeliz; y no debilita­
rán este convencimiento ni siquiera las mismas necesidades cor­
porales de los sabios, puesto que el alma, sujeto de la felicidad, 
está libre de ellas. El alma es perfecta; el ser perfecto de nada 
carece e incluso lo que estima necesario para el cuerpo lo toma, 
si está a su alcance; pero, si le falta, la ausencia de tales objetos 
no le causa quebranto alguno. De otra parte: todo sabio es fuer­
te; ningún fuerte teme a nada. El verdadero sabio no teme ni a 
la muerte corporal, ni a los dolores, para cuyo remedio, supre­
sión o aplazamiento son precisas todas aquellas cosas cuya pér­
dida le puede sobrevenir. Con todo, nunca hará mal uso de 
ellas, si las posee, conforme a la verdad de aquel proverbio: 
"Cuando se puede evitar un daño, necedad es admitirlo". Evi­
tará, pues, el dolor cuando convenga y esté en su mano hacerlo; 
y, si no lo evita, no será desdichado porque tales daños le sobre­
vengan, sino porque, pudiendo evitarlos, no quiso; lo cual es 
signo evidente de necedad. Al no evitarlo, será, pues, infeliz por 
su estulticia, no por padecerlos. Sin embargo, si, aun cuando lo 
intentó con diligencia y empeño, no consiguió evitarlos, tales 
daños, por inevitables, tampoco lo harán desdichado; que no es 
menos exacta la sentencia del mismo dramaturgo: "Pues no 
es posible lo que quieres, quiere lo que puedes17". Puesta tiene 
el sabio su voluntad en objetos tan firmísimos, que nadie será 
capaz de arrebatárselos; y cuanto emprende, lo hace únicamen­
te como por divino mandato y ley de sabiduría18.
Analicemos, pues, ahora lo siguiente: 26
¿Es cierto también que todo desgraciado padece necesi­
dad? A la opinión afirmativa se opone el hecho siguiente: exis­
ten hombres que poseen tantos bienes de fortuna, y a los que 
todo Ies es tan asequible, que a la más leve indicación logran 
satisfacer cuanto desean. No es frecuente semejante vida. Pero 
imaginemos un hombre como aquel Orata que pinta Cicerón. 
¿Quién afirmará, ni aun a la ligera, que sufría necesidades 
Orata, hombre riquísimo, encantador, dichoso, que nada echó 
de menos en materia de gustos, de arrogancia, ni de bienes de 
fortuna? Poseyó tierras de cuantiosas rentas, tuvo todos los ami­
gos y los más agradables que pudo desear, y de todo ello usó 
discretamente para su salud corporal; en una palabra, triunfó en 
cuantas empresas y afanes se propuso. Pero quizá afirme algu­
no de vosotros: "Con todo, aún ambicionaría más de lo que 
poseía". No lo sabemos. Mas, a nuestro propósito, considére­
lo
Snn Agustín
mos que nunca apeteció más de lo que tuvo. ¿Lo juzgáis un 
hombre necesitado?
-Aun concediendo -respondió Licencio- que nada apete­
cía, cosa incomprensible en el que se tiene por sabio, sin duda 
temería -por ser varón de no escaso ingenio, según se afirma- 
que toda su prosperidad le fuese arrebatada por algún contrario 
suceso. No le sería difícil comprender que todos aquellos bienes, 
por cuantiosos que fuesen, estaban a merced de los vaivenes de 
la suerte.
-Ahí tienes, Licencio -comenté sonriendo-, un hombre 
afortunadísimo, privado de la felicidad por su excelente inge­
nio. Cuanto más agudo era, más claro veía la posibilidad de per­
derlo todo; miedo éste que lo trastornaba, confirmando el pro­
verbio vulgar: "Al receloso, su mismo mal lo hace cuerdo".
27 Rieron todos en este punto, y yo proseguí:
-Sin embargo, estudiémoslo más atentamente: aunque 
temía, no sufría necesidad; por tanto, la cuestión subsiste. La 
necesidad consiste en no tener, no en el miedo a perder lo que 
se tiene. Luego no todo desgraciado es indigente.
Todos lo aprobaron, hasta aquella cuya opinión yo defen­
día; aunque, un tanto indecisa, reparó:
-Con todo, no sé todavía ni entiendo muy bien cómo 
puede establécese separación entre la miseria y la indigencia, o 
entre ésta y aquélla. Porque, incluso ese mismo Orata, rico y 
acaudalado y que, como decís, nada más apetecía, estaba nece­
sitado de sabiduría. Si le hubiera faltado dinero o caudales, lo 
habríamos considerado indigente; ¿y no lo tendremos por tal 
faltándole sabiduría?
Admirados, todos prorrumpieron en aclamaciones; yo 
también aplaudícon extremado gozo y entusiasmo al escuchar 
de labios de mi madre aquella verdad que, espigada en los tra­
tados de los filósofos, la reservaba yo como una extraordinaria 
sorpresa para agasajo final.
-¿Veis aquí -realcé yo- cómo estudiar en numerosas y 
diversas escuelas es una cosa y otra muy distinta un alma embe­
bida en Dios por entero? Porque ¿de dónde sino de aquella 
divina fuente fluyen estas respuestas que admiramos?
Aquí Licencio ponderó entusiasmado:
-Ciertamente no es posible decir nada más evidene ni más 
inspirado. Porque no existe indigencia mayor ni más deplorable 
que carecer de sabiduría; y quien posee sabiduría de nada care­
cerá en absoluto.
28 -Luego la miseria del alma -proseguí yo- no es otra cosa 
que la estulticia. Ésta es lo opuesto a la sabiduría, tanto como la
El temor a perder los 
bienes priva de 
felicidad
La falta de sabiduría es 
indigencia
33
la vida feliz
A la sabiduría se 
ne la estulticia, que 
uligencia y miseria 
del alma
Todo desgraciado es 
necio, y todo necio 
lesgraciado o infeliz
muerte a la vida, y como la vida feliz a la infeliz, es decir, sin tér­
mino medio.
Así como todo hombre no feliz es infeliz, y todo hombre 
no muerto vive, de la misma manera y evidentemente todo 
hombre no necio es sabio. De lo cual podemos colegir que Ser­
gio Orata era desdichado no sólo por temor a perder los bienes 
de fortuna, sino también por ser necio. De donde resulta que 
sería más miserable si, aun colmado de tan fugaces y perecede­
ras cosas, que él estimaba bienes, nada hubiera temido; en tal 
caso, su seguridad se fundaría no en la defensa de su poderío, 
sino en su torpeza mental, y así sería desgraciado por estar 
sumergido en tan profunda estulticia. Por tanto, si todo el que 
carece de sabiduría padece indigencia suma, y todo el que la 
posee es dueño de suma riqueza, se sigue de ahí que la necedad 
es la propia indigencia. Y que, como todo necio es desgraciado, 
todo desgraciado es necio. Lo que confirma que toda necesidad 
es miseria, y toda miseria es necesidad.
Como Trigecio declarase que no veía del todo clara esta 29 
conclusión, le pregunté:
-¿En qué están de acuerdo nuestros razonamientos?
-En que quien no posee sabiduría es un indigente.
-¿Y qué es ser indigente?
-Carecer de sabiduría.
-¿Y qué es carecer de sabiduría?
Él no respondió a esto, por lo que yo proseguí:
-¿No es tal vez vivir en la estulticia?
-Eso es -concedió.
-Luego vivir en necesidad es tanto como vivir en estulticia; 
de aquí que sea preciso buscar otro nombre a la necesidad cuan­
do tratamos de la estulticia. Aunque no comprendo cómo deci­
mos: tiene necesidad, o tiene estulticia. Es como si de un cuarto sin 
luz dijéramos que tiene tinieblas, que no es otra cosa que no 
tener luz; pues las tinieblas ni vienen ni se van, sino que carecer 
de luz es lo mismo que ser tenebroso, como carecer de vestido 
es estar desnudo; y, al ponerse un vestido, la desnudez no huye 
como una cosa móvil. Afirmamos, pues, que alguien tiene nece­
sidad como si dijéramos que tiene desnudez.
La palabra necesidad significa no tener. Por tanto, y para 
aclarar mi concepto en lo posible, se dice tiene necesidad como si 
dijéramos tiene no tener. Así pues, si queda demostrado que la 
estulticia es la verdadera y auténtica indigencia, analiza si la 
cuestión que nos propusimos está resuelta. Se discutía entre 
nosotros si cuando decíamos miseria no significábamos otra cosa 
que la necesidad. Y demostramos lógicamente que la estulticia
equivale a la indigencia. Luego, así como todo necio es infeliz, y 
todo infeliz necio, debemos admitir no sólo que todo indigente 
es infeliz, sino que también todo infeliz es indigente. Y si de ser 
todo necio un infeliz y todo infeliz un necio se sigue que la 
necedad es miseria, ¿por qué no concluir ya que infelicidad e 
indigencia se identifican, pues todo indigente es infeliz y todo 
infeliz es indigente?
30 Y mostrándose todos conformes, proseguí:
-Veamos a continuación quién no es indigente; porque ése 
será el sabio y el bienaventurado. Estulticia significa y es indi­
gencia; lleva consigo cierta esterilidad y desolación. Y conside­
rad ahora más atentamente con qué acierto los antiguos impu­
sieron nombres a todas las cosas, o las que les eran conocidas, 
pero sobre todo a las cosas aquellas que nos son necesarias en 
extremo. Estáis de acuerdo en que todo necio es un indigente, y 
todo indigente un necio. Espero asimismo que me concederéis 
que el necio es vicioso, y que bajo el nombre de estulticia se com­
prenden todos los vicios del alma. Ya en el primer día de esta 
discusión afirmamos que la palabra nequicia, maldad, se deriva 
de necquidquam, lo que no es nada; y su contraria frugalidad, de 
fruto.
En estas dos cosas contrarias, nequicia y frugalidad, resal­
tan a la vista estos dos conceptos: el ser y el no ser. La cuestión, 
pues, es ésta: ¿qué afirmamos que es lo contrario de indi­
gencia19?
Y tras reflexionar un momento, intervino Trigecio:
-Yo diría que la riqueza; pero la pobreza es su contraria.
-Ciertamente es un concepto aproximado -dije yo-, pues 
pobreza e indigencia suelen considerarse la misma cosa. Con 
todo, ha de encontrarse otro nombre, para que a la parte más 
excelente no le falte su vocablo, y presentando la peor parte dos 
-pobreza e indigencia-, de la otra parte sólo se le oponga uno: 
riqueza. Nada más absurdo que existiera pobreza de vocablos 
cuando se trata de expresar lo opuesto a la pobreza.
-A mi parecer, y si no es inexacto el vocablo -afirmó Licen­
cio-, la palabra plenitud se opone exactamente a indigencia.
31 -Después -repuse yo- trataremos más a propósito sobre el
nombre, lo que en la investigación de la verdad no es de mayor 
importancia. Y aunque Salustio20, ponderadísimo seleccionador 
de vocablos, opuso a la pobreza la opulencia, con todo acepto la 
palabra plenitud. No son de temer aquí los gramáticos, ni nos 
acobardará el miedo a ser censurados por los que pusieron a 
nuestra disposición su léxico, si lo usamos con poco esmero.
Rieron todos, y yo proseguí:
Indigencia e 
infelicidad se 
identifican
La estulticia 
o indigencia de 
sabiduría es nequicia 
(no ser)
La sabiduría es 
frugalidad o 
fructuosidad (ser)
Lo contrario 
de la indigencia de 
sabiduría es plenitud
35
De la vida feliz
Plenitud e indigencia 
se relacionan como 
ser y no ser
La frugalidad incluye 
moderación 
y templanza
Moderación (medida) 
y templanza
La sabiduría, medida 
y plenitud del alma
-Resuelto a no menospreciar vuestro parecer, ya que 
cuando os absorbéis en Dios para mí sois como unos oráculos, 
veamos lo que significa este nombre, pues no hallo otro más 
adecuado a la verdad que nos ocupa. Plenitud y pobreza son 
términos contrarios; y aquí, lo mismo que en la nequicia y la fru­
galidad, se contraponen aquellos dos conceptos: el ser y el no 
ser. Si, pues, la indigencia es la estulticia, la sabiduría será la ple­
nitud. Con razón muchos llamaron a la frugalidad madre de 
todas las virtudes. Y de acuerdo con ellos, Tulio en un discurso 
muy conocido afirmó: "Cada cual defienda lo que quiera; pero 
yo sostengo que la frugalidad, esto es, la moderación y la tem­
planza, es la virtud más excelente21".
Y, en verdad, acertadísima y prudentísimamente puso la 
mira en el fruto, esto es, en lo que llamamos ser, a lo que se 
opone el no ser. Pero como el modo vulgar de expresarse ha 
limitado la frugalidad a la sobriedad o parsimonia, añadió dos 
nombres más para esclarecer su pensamiento: la moderación y la 
templanza. Consideremos más atentamente estos dos nombres.
Moderación se deriva de modo, y templanza de temperie. 32 
Donde hay moderación y templanza nada sobra ni falta. Luego 
poner plenitud como contraria a pobreza es mucho más ade­
cuado que si pusiéramos abundancia. En la abundancia se insi­
núa cierta afluencia y excesivo desbordamiento de una cosa. Y 
cuando ocurre una sobreabundancia, se precisa una medida, 
porque las cosas excesivas la necesitan.
Luego ni aun la misma pobreza está libre decierta redun­
dancia: lo mucho y lo poco carecen de modo y medida. La opu­
lencia misma, si bien se considera, entraña el modo, pues se deri­
va de opus, ayuda. ¿Y cómo lo excesivo puede servir de ayuda, 
si muchas veces es más molesto que lo escaso? Tanto lo poco 
como lo mucho, pues carecen de medida, están sujetos a indi­
gencia. La sabiduría es, pues, la medida del alma por ser con­
traria a la estulticia; la estulticia es pobreza, y la plenitud es 
contraria a la pobreza. Luego la sabiduría es la plenitud. En la 
plenitud hay medida. Luego la medida del alma está en la sabi­
duría. De donde con mucha razón se afirma y es dicho célebre 
que lo principal y más últil en la vida es: Nada con exceso22.
En el exordio de nuestra discusión de hoy convinimos en 33 
que, si demostrábamos que la miseria y la indigencia eran una 
misma cosa, estimaríamos dichoso al no indigente. Está demos­
trado: así pues, ser dichoso es lo mismo que no ser indigente, 
esto es, ser sabio.
Si aún me preguntáis qué es la sabiduría -cosa ya escudri­
ñada y averiguada por la razón en cuanto le fue dado hacerlo-,
36
San Agustín
os diré que es la moderación del ánimo, moderación por la cual 
éste se equilibra para no derramarse con exceso ni coartarse 
apocado más allá del justo nivel que la plenitud requiere. Y se 
derrama por la lujuria, la ambición, la soberbia, y tantas otras 
pasiones del mismo metal, con las cuales los ánimos de los 
intemperantes desventurados sueñan agenciarse deleites y 
poderíos. Y se coarta con la avaricia, el temor, la tristeza, la codi­
cia y otras pasiones, sean cuales fueren, por las que los hombres 
se vuelven miserables y como tales se reconocen.
Pero cuando el alma encuentra la sabiduría y de ella dis­
fruta; cuando -para usar las palabras de este muchacho- a ella 
se consagra y, sorda a la seducción de las vanidades, no atien­
de a falsos simulacros cuyo peso suele arrancarla del abrazo de 
su Dios y sumergirla en los abismos, ya no teme caer en intem­
perancia y, por tanto, no teme la indigencia ni la desdicha. 
El hombre dichoso, pues, posee su medida, es decir su sabi­
duría.
34 Y ¿cuál merece ser tenida por sabiduría sino la Sabiduría 
de Dios?
Por divina autoridad sabemos que el Hijo de Dios es la 
misma Sabiduría de Dios. Y el Hijo de Dios es ciertamente Dios. 
Posee, por tanto, a Dios el que es feliz; conforme todos convini­
mos al principio cuando iniciamos este banquete. Pero ¿qué 
creéis que es la sabiduría sino la verdad? Pues también esto fue 
afirmado: "Yo soy la Verdad23". Verdad que, en cuanto tal, es 
engendrada por la suprema Medida, de la que procede y a la 
que retorna perfecta. A esa suma Medida ninguna otra medida 
precede; pues, si la Medida suma se mide por una suma Me­
dida, es medida por sí misma. Pero la suma Medida exige ser 
verdadera medida. Y así como la verdad es engendrada por la 
medida, así ésta se conoce por la verdad. Porque ni la verdad 
existió jamás sin la medida, ni ésta sin aquélla. ¿Quién es el Hijo 
de Dios? Fue dicho: "La Verdad". ¿Quién es el que no tiene 
padre sino la suma Medida? Así pues, todo el que por la verdad 
llegó a la suprema Medida es bienaventurado. En esto consiste 
poseer a Dios el alma, es decir, gozar de Dios. Las demás cosas, 
aunque estén en las manos de Dios, no poseen a Dios24.
35 Pues cierto aviso que interiormente nos incita a buscar a 
Dios, a apetecerlo, desechada toda tibieza, fluye a nosotros de la 
fuente misma de la Verdad. Aquel secreto Sol aviva este deste­
llo en nuestras estrellas interiores. De Él procede toda verdad 
que proferimos, incluso cuando tememos volvemos a Él resuel­
tamente o mirarlo cara a cara, por debilidad de la vista, o des­
lumbrados al abrir los ojos repentinamente.
La sabiduría es 
moderación del dnima
La sabiduría por 
excelencia es la 
Sabiduría de Dios, es 
decir, el Hijo de Dios
Sabiduría, Verdad 
1/ suma Medida
Quien posee a Dios 
es feliz
La Verdad nos mueve 
interiormente a buscar 
a Dios
37
la vida feliz
En tanto que 
vamos a Dios, aún 
no somos sabios 
ni felices
Acción de gracias 
a Dios y a los 
participantes 
en el diálogo
Es el mismo Dios el que se nos muestra perfecto cuando no 
nos lo estorba alguna imperfección. Pues en esa visión todo 
absolutamente es perfecto y, por tanto, es el mismo Dios omni­
potente. Con todo, mientras lo buscamos, y en tanto no nos 
saciamos en su fuente o, para decirlo con el vocablo antes admi­
tido, en su plenitud, no pregonemos haber alcanzado nuestra 
medida; por lo cual, aunque ya asistidos de Dios, aún no somos 
sabios y felices. En conclusión, esta plena saciedad de las almas, 
esta vida dichosa consiste en conocer por quién eres guiado a la 
Verdad, de qué Verdad disfrutas, y por qué vínculo te unes al 
Sumo Bien. Las cuales tres cosas muestran un Dios y una sola 
sustancia, excluyendo las ficciones de la superstición capri­
chosa25.
En este momento, la madre, rememorando las palabras 
que guardaba impresas en su memoria y como reavivada en su 
fe, prorrumpió gozosa en aquel canto de nuestro sacerdote26: 
"Acoge, ¡oh divina Trinidad!, a los que te imploran". Y prosi­
guió:
-Ésta es, nadie lo duda, la vida dichosa, la vida perfecta, a 
la cual debemos creer que hemos de ser guiados, apresurándo­
nos nosotros con una fe firme, gozosa esperanza y ardiente ca­
ridad.
-Y porque la misma moderación -intervine yo- nos acón-36 
seja interrumpir nuestro convite por algunos días, con cuantas 
fuerzas puedo doy gracias a Dios, sumo y verdadero Padre, 
Señor libertador de las almas; y después a vosotros que, invita­
dos por mí, unánimemente me habéis correspondido con gene­
rosos regalos, ya que habéis colaborado en mis discursos en 
tanta parte que no podré negar haber sido saciado por mis pro­
pios comensales.
Todos alabamos a Dios gozosos. Y Trigecio deseó:
-¡Ojalá nos regalaras de este modo a diario!
-En todo y dondequiera -repuse- debemos tener y estimar 
la moderación, si deseamos de corazón nuestra vuelta a Dios.
Dicho esto, y habiendo puesto fin a la discusión, nos reti­
ramos.
Notas
1 Maní ¡o Teodoro fue un hombre de Estado y 
persona muy cultivada. En el año 383, a 
causa de haber caído en desgracia, abando­
nó la carrera política y, en Milán, se consa­
gró a la meditación filosófica. Escribió 
varios libros, pero de ellos no nos ha llegado 
nada. Agustín lo conoció en Milán. Más 
tarde, en el año 397, regresó a la vida políti­
ca al ser nombrado cónsul. Teodoro, al igual 
que el sacerdote Simpliciano y el obispo 
Ambrosio, pertenece al grupo de personas 
que en Milán sentían un gran aprecio por el 
pensamiento neoplatónico. Es lo que se ha 
llamado el "Círculo de Milán". En él se 
pasaba con facilidad del Evangelio de San 
Juan y de las Cartas de San Pablo a las Enea- 
das de Plotino. En ese círculo conoce Agus­
tín el pensamiento neoplatónico y la concor­
dancia de ese pensamiento con la verdad 
cristiana (ver Confesiones VII, 9, 13-14). 
Agustín no duda en afirmar que Manlio 
Teodoro es un modelo a imitar por su virtud 
y sabiduría y que, por ello, es muy apto para 
recibir el libro De la vida feliz, ya que sobre 
este tema han discutido los dos ampliamen­
te con anterioridad; y también porque este 
diálogo contiene las disertaciones más reli­
giosas y dignas de su nombre. Sin embargo, 
ya al final de su vida, cuando Agustín pone 
en orden toda su obra, se recrimina por 
haber alabado a Teodoro más de lo debido 
(Retractaciones I, 2).
2 Estas oposiciones: Dios o la naturaleza, la 
necesidad o la voluntad, tienen origen en los 
escritos de Cicerón (ver De la naturaleza de los 
dioses, 3, 9,24; De los deberes 3,1,3). En Agus­
tín se trata más bien de una elegancia litera­
ria, pues tiene claro quién dirige el curso de 
la historia humana: no puede ser otro que 
Dios, que en su acción no violenta nuestro 
libre albedrío. Afirma, con todo, que se trata 
de una cuestión oscura que Manlio Teodoro 
trata de esclarecer. Pero más tarde en Retrac­
taciones, refiriéndose al De la vida feliz, escri­
be: "Me desagrada

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