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INTRODUCCIÓN A LA TEORÍA DEL TEATRO
MARÍA DEL CARMEN BOBES NAVES
El género dramático, en su modalidad de tragedia, fue 
el primero de los estudiados en la teoría de la literatura. Es 
el objeto central de las reflexiones de Aristóteles en su 
Poética. Posiblemente la comedia mereció también la aten­
ción detenida del filósofo, pero en todo caso se ha perdido 
el texto original y de él solamente se conservan algunas 
ideas en la tradición doxática, es decir, en frases, alusiones, 
afirmaciones, citas... recogidas en enciclopedias, antologías 
o prontuarios (Janko, Aristotle on Comedy, Oxford, 1984).
Probablemente debido a la atención aristótelica, la tra­
gedia fue, junto con la épica, el género más estudiado y dis­
cutido en la teoría literaria de los siglos posteriores. La 
Poética realiza análisis de la obra literaria con una actitud 
de racionalismo literario y con un tono descriptivo, que en los 
comentaristas, a veces, se mantuvo, y a veces evolucionó 
hacia actitudes preceptivas en las poéticas del Renacimiento 
al Neoclasicismo. Aristóteles parte del análisis de obras con­
cretas y busca un modelo ideal de drama siguiendo un pro­
ceso de abstraccción de los elementos de la obra, de sus 
partes cualitativas y cuantitativas y de sus relaciones; expli­
ca el proceso genético de la obra de arte literario por medio 
de la mimesis y mantiene que la finalidad del drama está 
en el efecto catártico que produce en el espectador. Es decir, 
hace una teoría bastante completa sobre las obras de teatro 
de su cultura y de lo que ésta pedía al drama.
En las doctrinas de los siglos poteriores se mantienen 
en general los conceptos dramáticos de la Poética, a los que 
se añadirá una actitud ética, cuyos aparición suele explicar­
se por influjo del cristianismo y del rechazo inicial de los 
Santos Padres respecto de los espectáculos teatrales. La tra­
gedia, además de ser analizada en sus unidades, será valo­
rada desde un canon de conducta humana.
Efectivamente, el tono en que se concreta esa actitud 
ética puede deberse al influjo del cristianismo, pero ya está 
presente, como tal actitud ante el teatro, aunque con otros 
contenidos, en las teorías aristotélicas. La Poética mantiene 
que el valor moral y educativo de la tragedia se justifica por 
su capacidad para producir la catarsis: la bondad o maldad 
de un drama no se medía por su adecuación a un canon 
de moralidad positiva, pero sí por su posibilidad de alcan­
zar la purificación de las pasiones del espectador, y en este 
sentido puede hablarse de una moralidad social de la tra­
gedia, concebida en la Poética no tanto axiológicamente 
como teleológicamente.
Platón achacaba a la tragedia unos efectos sociales nefas­
tos, por lo que debería ser prohibida en la polis, ya que sus­
citaba pasiones o las exacerbaba. Aristóteles, por el con­
trario, cree que la visión de los casos trágicos en escena 
purifica las pasiones de los espectadores y las calma. Esta 
teoría implica una concepción de los sentimientos estéti­
cos como objetivos y desinteresados, que también señalará 
San Agustín y desarrollará Kant, pero la consideración ética 
del teatro se desviará hacia otros ámbitos: tratará de bus­
car una finalidad social a la tragedia y una dignidad artísti­
ca para que el teatro no sea considerado como algo ocioso, 
lúdico e incluso pernicioso, y tratará de que los temas, en 
razón de su desenlace, sirvan de ejemplo para las conduc­
tas del público. El Renacimiento italiano, y luego con más 
intensidad las preceptivas francesas, exigirán a las obras de 
teatro que sean ejemplares y didácticas, y no presenten 
modelos rechazables en una moral positiva. Uno de los 
motivos discutidos en la famosa «Querelle du Cid», que 
movió los ánimos con fuerza, era el mal ejemplo que podía 
derivarse de que Jimena amase al matador de su padre, y se 
pedía que no quedase menoscabado el sentimiento de amor 
filial para lo cual incluso sería conveniente que cambiase 
la historia presentando a Jimena como hija adoptiva del 
conde.
Esta actitud ética ante la obra dramática la advertimos ya 
en las teorías del siglo IV: Evantius (De Fabula), Aelius 
Donatus (De Comedia) y la sección dedicada al drama del 
Ars Grammatica de Diomedes ofrecen una información his­
tórica sobre los orígenes del drama que será la que la época 
medieval manejará sobre el teatro clásico, pero, sobre todo, 
los tratados de Evantius y Donatus, que suelen imprimirse 
con ediciones del teatro del Terencio y se mantendrán como 
textos básicos hasta finales del siglo XVII, ofrecen ya direc­
tamente esta consideración moralista de la tragedia.
Aunque no se conocen las fuentes directas del DeFabula, 
parece que Evantius toma sus datos de los textos de las escue­
las latinas y alejandrinas. Su obra, aparte de una historia del 
origen y desarrollo del teatro griego, hace una interesante 
oposición entre el teatro griego y el latino y ofrece algunas 
ideas que modifican o matizan las de la Poética, aunque, a 
veces, se atribuyeron todas a Aristóteles. Así ocurre, por 
ejemplo, con la distinción que hace entre la tragedia y la 
comedia en varios aspectos, y particularmente en su desen­
lace: los personajes de la tragedia son grandes hombres, los 
sucesos intensos y el final desastroso; la comedia se desa­
rrolla con personajes de clase media, con hechos ligeros y 
tiene un desenlace feliz; en la comedia el comienzo es com­
plicado y el final tranquilo; en la tragedia los sucesos siguen 
el orden contrario; el argumento de la comedia es siempre 
ficcional, el de la tragedia suele tener base histórica. Evantius 
no hace ninguna referencia a la representación, porque con­
sidera que el texto tiene como fin el recitado, más que la 
realización escénica; considera que Terencio es el mejor 
cómico entre los romanos por la excelencia de sus caracte­
res y por el decorum que mantiene en sus obras.
La tesis, que luego se convirtió en verdadero rasgo de 
oposición entre tragedia y comedia, según la cual la come­
dia ha de tener un final feliz, frente a la tragedia cuyo final 
ha de ser desgraciado, es propia de Evantius, no de 
Aristóteles, ya que éste consideraba una obra como Ifigenia 
entre los Tauros como ejemplo de tragedia, a pesar de su final 
feliz, pues producía el efecto propio de la tragedia, la catar­
sis.
Un segundo punto de divergencia lo encontramos en 
sus posiciones éticas frente al teatro: Aristóteles es indife­
rente a las lecciones morales de las obras, y sólo se refiere, 
como hemos dicho, a sus efectos purifícadores (catarsis) 
sobre el público; Evantius afirma que la tragedia ha de tener 
un desenlace que sirva de ejemplo para las conductas de 
los espectadores. Estas dos ideas, que tendrán bastante relie­
ve a lo largo de los siglos en la teoría del teatro (la oposición 
tragedia/comedia por el desenlace desgraciado o feliz, y la 
consideración ética de la obra dramática) atribuidas tradi­
cionalmente a Aristóteles, no están formuladas en la Poética, 
sino en De Fabula.
Donatus no supone avances en la teoría del drama, pero 
destacan en su obra algunas observaciones referidas al esce­
nario y a la representación: el traje, los telones, la música; 
reconoce al traje y a los colores un valor caracterizador del 
personaje (los viejos llevarán traje blanco, los jóvenes trajes 
de colores vivos y variados; los esclavos traje corto..., de 
acuerdo con su seriedad, su alegría de vivir o su falta de 
recursos respectivamente) y a la música le reconoce tam­
bién un valor semiótico, pues dice que en el teatro, cuando 
se empieza a oír la música, que se hace con flautas, algu­
nos espectadores ya saben qué tipo de drama se represen­
tará: las flautas de la derecha tocan música grave y anun­
cian una obra de carácter serio, mientras que las flautas de 
la izquierda anuncian con tonos agudos una comedia lige­
ra; si tocan a la vez de uno y otro lado, la obra mezclará 
serio y cómico.
En los siglos posteriores se olvidaron las poéticas teóricas 
y las ideas sobre la tragedia y los teatros fueronarruinándose 
materialmente. Las primeras noticias de la Poética en 
Occidente procederán de fuentes arábigas: los primeros 
comentarios son los realizados por Ibn Rushd (Averroes, 
1126-1198), que fue conocido durante centurias como el 
Comentador (de Aristóteles).
No obstante, Averrores no presta mucha atención a los 
problemas teóricos, prácticos o sociales que planteaba el 
texto dramático, porque, como es sabido, la cultura árabe 
carece de teatro, pero nos interesa destacar algunas ideas de 
sus comentarios porque son precedente de discusiones y 
actitudes críticas posteriores. Averroes estudió la Poética 
como una rama de la lógica, coincidiendo con la tradición 
árabe (al-Farabí y Avicena). Para los primeros comentaris­
tas árabes la poesía era el arte de la alabanza y de la censu­
ra (laudatio / vituperatio), que no eran más que técnicas 
explicadas en el libro I y II de la Retórica del mismo 
Aristóteles y en el capítulo IV de la Poética. Desde esta pers­
pectiva no debe extrañar que Averroes considere la trage­
dia como ars laudandi y la comedia (para él, la sátira) como 
ars vituperandi. La literatura responde en los distintos géne­
ros a una función ética y, aunque esta idea entra en con­
tradicción con la tesis de que es una rama de la lógica, 
Averroes no parece darle importancia, ni siquiera haberlo 
advertido. En cuanto a los conceptos que tanto relieve tie­
nen en la Poética y tan discutidos serán después: la imita­
ción, la fábula, el mito, los caracteres, la verosimilitud, la 
catarsis, etc. son marginados por los comentaristas árabes, 
y son olvidados por Averroes en particular.
La Poética y sus comentarios arábigos fueron traducidos 
al latín en 1265 por Hermannus Alemannus, monje que 
vivió en Toledo; la difusión de esta versión parece haber 
sido considerable, pues se conservan hasta veintitantos 
manuscritos de su traducción, y la obra fue impresa en 1448. 
Sin embargo, no parece que la Edad Media estuviese pre­
parada para asimilarla, pues no suscita grandes entusias­
mos, como ocurrirá a partir del Renacimiento, a pesar de 
que también había sido traducida del griego en 1278 por 
Guillermo de Moerbeke. No será hasta el siglo XVI cuando 
los comentarios de la Poética se difundan y algunos de los 
temas se discutan apasionadamente primero en Italia y luego 
en el resto de Europa y deriven hacia un tono normativo 
que será rechazado en el teatro clásico español y seguido 
por el teatro francés en general.
La relación de la poética con la lógica siguió debatién­
dose hasta el siglo XVI, lo mismo que la teoría de la vitu- 
peratio / laudatia, las tesis averroístas fueron a veces ataca­
das o criticadas (Savonarola, Robortello, Segni, Maggi...) en 
el debate sobre el espacio que la poética debe ocupar en el 
conjunto de las ciencias, aunque casi todos llegan a la con­
clusión de que efectivamente es una rama de la lógica. En 
1575 Piccolomini acude a la autoridad de Averroes para 
refutar a Robortello en el tema del origen de la poesía; T. 
Tasso en 1594, apoyándose en Averroes, se enfrenta a la 
afirmación de Castelvetro de que el poema heroico exclu­
ye la laudatio...
Durante el Humanismo, que fue fundamentalmente pla­
tónico y más bien neoplatónico, no adquieren mucho relie­
ve algunos de los temas que luego se discutirán con apasio­
namiento, pero en la segunda mitad del siglo XVI alcanzan 
un papel central en el pensamiento crítico y estético, y des­
tacan los de una teoría dramática. La primera interpreta­
ción de la Poética en el Renacimiento italiano fue la del pro­
fesor del estudio de Pisa, Francisco Robertelli (1516-1567), 
llamado también Rebertelli y Robortello, cuya obra escrita 
en latín Comentario al libro de Aristóteles sobre el Arte Poética (In 
librum Aristotelis de Arte Poética explicationes') se publica en 
Florencia en 1583, y es un comentario amplio, pasaje a pasa­
je, a la Poética, y anotaciones continuas al texto; sobre las 
afirmaciones de Aristóteles, Robortello deduce las leyes gene­
rales que regulan de hecho las obras dramáticas antiguas y 
a partir de éstas formula las leyes que han de tener en cuen­
ta los poetas modernos. El drama se vale de ficciones y de 
imaginaciones para construir sus fábulas; no tiene una fina­
lidad moral, aunque puede tenerla circunstancialmente: su 
finalidad es el deleite, el placer que causa a los espectadores 
o lectores. La tragedia está basada en la representación vigo­
rosa de las pasiones, las buenas y las malas, con todas sus 
consecuencias; los personajes de toda índole han de ser 
mostrados con su dramatismo radical y ocurre que a veces 
el carácter más inicuo resulta ser dramáticamente el más 
eficaz y artístico. El espectador parece arrastrado a con­
sentir todo lo que ve sin discriminar moralmente las situa­
ciones y conductas, pero el sentimiento moral que surge 
ante la visión de la tragedia vence su adhesión inmediata, de 
carácter sentimental más que discursiva y suele juzgar ade­
cuadamente. Por lo que vemos, Robortello no sigue una 
orientación normativa ni didáctica en el sentido estricto de 
los términos, sino más bien filosófica y hedonística, pero 
sitúa la bases para la discusión que luego dominará en la 
Contrarreforma. El valor ético de la tragedia quedaría así sal­
vaguardado, y la Contrarreforma hará de esta tesis un ver­
dadero valuarte, derivando más tarde hacia un moralismo 
rígido.
Los comentarios y teorías de Robortello suscitaron un 
enorme interés por la Poética. El texto latino fue traducido 
al toscano por Bernardo Segni, que también tradujo al tos- 
cano la Retóricay la Poética (1549) de Aristóteles. Segni con­
sideraba que después del comentario de Robortello, la 
Poética quedaba tan abierta que ya no presentaba ninguna 
oscuridad. Pero en realidad, por lo que luego ocurrió, pode­
mos decir que el tema apenas si había comenzado.
Después de Segni pusieron en lengua vulgar y comen­
taron la Poética muchos autores, entre otros: V. Maggi, A. 
Minturno, J. C. Scaligero, L. Castelvetro...; el mismo 
Robortello amplió el interés teórico hacia la comedia 
(Robortello, De commedia, 1548) y otros autores ampliaron 
asimismo la lista de los géneros literarios, con la incorpo­
ración de la lírica (Castelvetro), que Aristóteles no había 
incluido entre los géneros.
Maggi publicó en Venecia en 1550 las In Aristotelis librum 
de Poética communes explicationes, que constituyen la verda­
dera estética de la Contrarreforma, pues dan una explica­
ción estrictamente católica de la Poética. Particularmente el 
concepto aristotélico de catarsis alcanza con Maggi una for­
mulación moralista rigurosa.
Minturno publica en 1563 su Poética toscana, que luego 
se publicará en Venecia, en 1725, con el título de Arte poé­
tica, y representa el abandono de posiciones humanísticas. 
La obra está divida en cuatro diálogos entre el autor y 
Vespasiano Gonzaga, Angelo Constanzo, Bernardino Rota 
y Ferrante Carafa, en los que se comenta y se discute la obra 
de Petrarca con métodos tomados de Aristóteles, Horacio y 
otras poéticas clásicas. Las conductas de los personajes son 
ejemplos de vicios y virtudes y tienen la posibilidad de delei­
tar aprovechando. La obra de Minturno se convirtió en el 
modelo de un aristotelismo atemperado, aunque sus gus­
tos y sus juicios fueron frecuentemente discutidos.
La Poética (Poetices libri septem), de Giulio Cesare Scaligero, 
publicada en 1561, y reeditada varias veces, supone la sis­
tematización de las teorías literarias, e inicia las polémicas 
entre antiguos y modernos. Son interesantes sus puntos de 
vista en temas controvertidos como el de las relaciones entre 
literatura e historia (el poeta representa las cosas que son y 
también las que no son, como si fuesen; el historiador sólo 
las que son), o como el del fin de la obra (enseñar y delei­
tar, pues el poeta es a la vez imitador y creador, como un 
segundo dios); en el libro séptimo da algunas normas sobre 
la tragedia. La argumentación rígida y de carácter lógico 
que da tono a esta obra pasaráluego a las poéticas neoclá­
sicas que dan soberanía indiscutible a la razón.
Por último (aunque hay otras muchas poéticas que mati­
zan aspectos de la mimesis, de la verosimilitud, de la catar­
sis, etc.) señalamos que Ludovico Castelvetro publica en 
1570 la Poética de Aristóteles vulgarizada y expuesta (Poética 
d 'Avistóte vulgarizzata e sposta) donde, con sutileza, discute 
alguno de los temas más candentes: el de la función que 
corresponde al poeta frente al historiador, que deriva en 
el de la «verdad» frente a «verosimilitud», en el de lo par­
ticular y anecdótico frente a lo general y abstracto, etc. Lo 
más interesante de esta poética respecto a la obra dramáti­
ca es que formula directamente las unidades de tiempo y de 
lugar que, añadidas a la de acción, anunciada por Aristóteles, 
darán lugar a la famosa «ley de las tres unidades», que se 
acepta o se discute con apasionamiento en el resto de 
Europa.
El proceso que explicaría el cambio de un tono de obser­
vación y descriptivo a un tono normativo, parece que puede 
partir de la admiración que producen las obras clásicas; su 
análisis descubre unidades y relaciones que se convierten en 
norma pragmática: si la poesía moderna quiere alcanzar la 
perfección, ha de seguir las fórmulas que dieron la per­
fección a las obras antiguas. Y a esto habría que añadir que 
desde una perspectiva moralista, se introduce en la teoría del 
arte dramático un tono preceptivo también, si es que las 
fábulas han de ser ejemplares en sus conductas y llevar a 
un desenlace moralizante.
Podemos, pues, afirmar que la teoría literaria partió de 
las investigaciones sobre el teatro, concretamente sobre la 
tragedia, y amplió su objeto a lo largo de los siglos siempre 
a la vera de los escritos aristotélicos y de sus comentarios, a 
los que hay que añadir algunas precisiones de Evantius y 
actitudes de tipo ético aportadas por el cristianismo y ampli­
ficadas con la Contrarreforma. No se entendería el énfasis 
y el interés que el Renacimiento y el Barroco proyectan 
sobre determinados temas, si no a través de la confluencia 
de las doctrinas aristotélicas, las de Evantius y el peso social 
del cristianismo, que impone una actitud moralista.
Pero no es sólo el interés por determinados temas y la 
aspiración a descubrir las formas ideales que subyacen en 
las obras clásicas para tomarlas como modelo de la nueva 
literatura, Aristóteles, además del interés teórico por el tea­
tro, y concretamente por la tragedia, también inicia una 
forma de estudio y destaca unos problemas que serán obje­
to de discusión en todas las poéticas; otros temas y otros pro­
blemas permanecerán en el olvido porque no aparecen en 
la Poética-, esto significa que la teoría del teatro se movió 
durante siglos en los límites que Aristóteles le había señala­
do.
En principio destacamos que la Poética y sus comenta­
rios se centraron en el texto escrito y no atendieron ape­
nas a la representación, a pesar del interés que mostrara 
Donatus por el valor semiótico de los signos no verbales del 
escenario. Los temas más discutidos en el Renacimiento y en 
los siglos siguientes serán: el proceso que genera la obra 
literaria (mimesis); la relación entre el poeta y el historia­
dor, o entre la verdad y la verosimilitud en el arte; las formas 
y las partes de la obra (partes cualitativas y cuantitativas en 
la tragedia); su finalidad intrínseca (catarsis); sus valores 
formales y de composición (ley de las tres unidades) y tam­
bién sus valores éticos (finalidad social, didactismo), éstos 
particularmente a partir de la época barroca, aunque con 
precedentes en Evantius. Muchos otros problemas, que son 
el centro de las investigaciones dramáticas actuales, no apa­
recen en la teoría dramática tradicional que inicia 
Aristóteles, ni son tratados por sus comentaristas, a pesar 
de que están y son propios del teatro, en el texto y en la 
representación.
La evolución de la cultura y la mediación de ideas reli­
giosas produce cambios en las actitudes ante el teatro y la 
literatura en general, pero no ampliará los temas teóricos 
sobre el teatro hasta el presente siglo.
Francia en el Neoclasicismo reconocerá en la creación 
artística una total soberanía de la razón, que toma de las 
teorías de Castelvetro, y rechaza como no racional el poder 
creativo de la fantasía, que estaban desarrollando los tea­
tros nacionales de Inglaterra y de España, con una nueva 
concepción del arte dramático, para el cual no resultaba 
pertinente la teoría aristotélica. En este caso no podemos 
hablar de teorías dramáticas que se enfrentan entre sí por 
los principios que siguen, o de matizaciones o ampliacio­
nes de tesis que proceden de ámbitos filosóficos, éticos o 
sociales; en este momento se planteará una tensión entre 
teoría y creación dramática que ocupará el periodo Barroco 
y el Neoclasicismo. En Francia, después de las famosas que­
rellas entre antiguos y modernos, y la querella del Cid, se 
impondrá la Poética de Boileau que presidirá el teatro clásico 
francés. Pero no son planteamientos nuevos en la teoría 
del teatro, sino aceptación rígida de las unidades, de la 
razón, de las formas clásicas.
En España, El arte nuevo de hacer comedias, de Lope, y toda 
la práctica de creación dramática se aparta de la actitud 
normativa y de las imposiciones que la poética intenta pro­
yectar sobre el autor dramático y sus obras, y lo mismo pasa­
rá en Inglaterra con el teatro isabelino, cuya potente ori­
ginalidad desborda cualquier planteamiento normativo.
Este panorama teórico, que reducimos a las líneas más 
generales donde se inserta la doctrina dramática, y que se 
prolongará hasta Boileau en Francia y hasta Luzán en 
España, sitúa al texto dramático en el centro de la investi­
gación y apenas hace alusiones a su representación, y den­
tro del texto, los temas y conceptos que se discuten son los 
mismos, aunque el énfasis se ponga unas veces en unos y 
otras-en otros. Y, además, el texto que en principio es obje­
to de un análisis descriptivo, pasa a serlo de una valoración 
que se establece desde los cánones artísticos que impone 
la ley de las tres unidades, desde la finalidad social de delei­
tar aprovechando, y desde el criterio ontológico de verdad 
y verosimilitud, que delimita los ámbitos de la historia y de 
la literatura. En realidad, en esta época se intenta buscar 
la dignidad del arte dramático para justificar su existencia 
en la sociedad, y de aquí deriva la atención a todos estos 
temas. La dignidad de las formas se alcanzará si el autor se 
atiene a ciertas exigencias, a determinadas normas que lo 
diferencian de las creaciones groseras no presididas por el 
arte y que convertirán su creación en «obra artística», y por 
otra parte el arte quedará justificado, si es capaz de buscar 
y de obtener el fin social de deleitar y además aprovechar.
Las reglas del arte son, pues, el medio de dignificar el tea­
tro, siempre entendido en su ser de texto escrito; el teatro, 
por otra parte, es una actividad artística que cumple una 
finalidad social de establecer cánones de conducta religio­
sa, cívica y cultural. Pero todo esto, insistimos, centrado en 
los temas y formas del texto escrito, pues las noticias que 
tenemos de representaciones, de lugares escénicos, de deco­
rados y de signos del escenario, son siempre escasas, anec­
dóticas, y proceden generalmente de campos ajenos a la 
investigación literaria, por ejemplo, de los tratados de arqui­
tectura.
En resumen, podemos decir que hasta finales del siglo 
XVIII, los estudios que se hacen sobre el teatro, apoyados 
en las teorías aristotélicas, cuando tienen un carácter teórico, 
son parciales porque se refieren sólo al diálogo del texto 
escrito, sin tener en cuenta más signos que los verbales escri­
tos, ya que ni siquiera se ocupan de los verbales realizados, 
es decir, del diálogo en el escenario, y, por lo general, no se 
ocupan nada de otros signos. Y, con frecuencia, no tienen 
carácter teórico, sino que derivan hacia una axiologíasocial 
o religiosa.
El siglo XIX, el del historicismo, va a presentar al teatro 
en otra faceta, como fenómeno histórico, y va a situar su 
dimensión formal y temática dentro de una evolución cro­
nológica. Los estudios sobre el teatro que encontramos en 
las historias de la literatura desde la segunda mitad del siglo 
XIX hasta hoy, y quizá porque siguen centrándose exclusi­
vamente en el texto escrito, lo tratan como un género lite­
rario más: suelen ser una relación de autores y obras, y acaso 
una historia del desarrollo del género, que se ocupa de bus­
car los antecedentes de los temas y de las formas (la crítica 
de fuentes, «crítica hidráulica»), sin tener en cuenta que, 
aun prescindiendo de la representación, el texto dramático 
escrito tiene ya en sí unos rasgos específicos que proceden 
principalmente de su finalidad, la representación escéni­
ca. El texto dramático no admite una equiparación con los 
demás textos literarios, porque, aunque coincide con ellos 
en utilizar como medio expresivo el lenguaje verbal, se dis­
tancia de los otros géneros en que está destinado a la repre­
sentación y, por esta finalidad, utiliza el lenguaje de forma 
particular, por ejemplo, con una gran profusión de deícti­
cos, en forma dialogada, etc.
Tanto la dilatada tradición aristotélica, como la más 
reciente tradición histórica, se ocuparon del texto dramático 
escrito como si estuviese destinado directamente a la lec­
tura, al igual que el poema o el relato. Estas formas de estu­
dio pasaron por alto los rasgos específicos del género dra­
mático, presentes, sin embargo, ya en el texto escrito, es 
decir, aquellas indicaciones que se encuentran en el diálo­
go, el diálogo mismo como «lenguaje en situación» que 
exige una realización espectacular con los signos paraver­
bales, y directamente las acotaciones, que completan el sen­
tido del diálogo y están incardinadas en él, además de tener 
una finalidad directamente escénica y, en resumen, todos los 
signos del texto que permiten ponerlo en escena, y cuyo 
conjunto constituye la «teatralidad» del texto. Estos rasgos 
están, como subrayará una y otra la semiología del teatro, 
presentes ya en el texto escrito, no son algo que se añade en 
la representación. Por esta razón consideramos que los estu­
dios tradicionales del teatro, tanto los que se remontan a 
las poéticas, como los que se realizan desde las coordenadas 
teóricas del historicismo decimonónico, son parciales, en 
cuanto que lo ven como un género literario en línea con la 
épica y la lírica, pero no tienen en cuenta ese otro aspecto 
del texto dramático, su finalidad intrínseca en la represen­
tación, que lo condiciona en su génesis, en sus formas y 
hasta en sus temas.
Sin embargo, está claro que el diálogo, considerado uná­
nimemente «literario», frente a las acotaciones, considera­
das unánimemente «no literarias», no consigue la unidad y 
coherencia del texto, es decir, por sí solo no constituye un 
texto único y cerrado, pues ofrece «blancos» e incoheren­
cias que sólo pueden llenarse con las acotaciones, y éstas 
están destinadas a realizar en el escenario signos no lin­
güísticos y crear una situación que sirva de marco referen- 
cial donde adquieran sentido único y coherente los signos 
lingüísticos que, insistimos, si están solos, no consiguen. Es 
extraño que la teoría tradicional, al atender al texto escri­
to, no haya visto su especificidad dramática en su virtual 
representación donde se suman los diálogos y las acotacio­
nes, o mejor dicho, el texto literario y el texto espectacu­
lar, que están ambos en el texto escrito para dar forma en 
unidad a la obra artística dramática.
El diálogo, considerado siempre como el «texto princi­
pal», «texto literario» frente a las acotaciones, «texto secun­
dario», «texto funcional», o «no literario», no alcanza, en 
la mayor parte de las obras, la unidad y la autonomía sufi­
ciente de un texto literario, y tiene que apoyarse para com­
pletar su sentido en el resto del texto considerado no lite­
rario, es decir, en las acotaciones dirigidas a la representación, 
de la misma manera que el diálogo, que también se dirige 
a la representación, pues es diálogo directo, es decir, «len­
guaje en situación».
Aún en el caso de que el texto carezca de acotaciones, o , . ... i , .las tenga en un numero escaso, insistimos en que el mismo 
diálogo, por ser lenguaje directo, «lenguaje en situación», 
implica una puesta en escena, donde alcanzará su sentido 
pleno, realizado con el conjunto de signos no verbales del 
escenario y rodeado de los objetos y los símbolos a los que 
él mismo alude y señala (de ahí, por ejemplo, el alto por­
centaje de términos indéxicos en el texto dramático) y que 
completan su valor semiótico.
El texto literario, expresado exclusivamente por medios 
lingüísticos en el texto, adquiere sentido pleno al formar 
conjunto semiótico con los signos no verbales del escenario, 
tanto si éstos provienen de lo que piden las acotaciones, 
como si son exigencia implícita o explícita del mismo diá­
logo (didascalias).
Solamente con la aparición de la orientación semiótica 
en la investigación de las Humanidades, y concretamente 
con la semiología del teatro, empiezan a tenerse en cuenta 
los sistemas de signos no verbales y considerar el teatro en 
sus completas dimensiones.
Pero esto no sucede en la forma simple en que, a veces, 
se ha presentado, y que consiste en que a los análisis del 
texto escrito (drama, o texto dramático) se añaden los aná­
lisis de los signos no verbales de la representación, es decir, 
que al análisis del texto, que hacía la crítica tradicional, 
habría que añadir el análisis de los signos de la represen­
tación que aparecen en el escenario, lo cual significaría que 
el análisis textual anterior era una parte del análisis total, y 
esto no es así sencillamente porque no se corresponden 
texto con literatura y representación con signos no lin­
güísticos, ya que el mismo texto escrito es específicamente 
dramático porque contiene una teatralidad virtual.
Para empezar, podemos decir que el texto dramático dia­
logado pasa íntegramente a la escena, por tanto es escénico, 
lo mismo que las referencias de las acotaciones: todo está 
en el texto escrito y todo está en la representación, pero de 
distinta manera. El texto dialogado, con el complemento 
de las acotaciones, crea un mundo ficcional en el que las 
referencias adquieren formas propias en la imaginación del 
lector, según su interpretación; el mismo texto dialogado, 
realizado en la escena y habiendo convertido en tono, tim­
bre, intensidad (elementos paraverbales necesarios en cual­
quier realización del diálogo y, por tanto, implícitos en él, y 
a veces explicitados en las acotaciones) y haciéndose len­
guaje directo en una situación representada materialmen­
te (en una estética realista, simbolista, expresionista, o cual­
quiera que sea), crea un mundo ficcional que se inicia en la 
lectura del director de escena y se realiza mediante la pro­
puesta espectacular en el escenario, contando con todos los 
elementos que están ya en el texto escrito y que el director 
materializa a partir de su lectura.
Y de la misma manera que el texto dramático, por ser 
literario, puede admitir diversas lecturas, la puesta en esce­
na, por ser texto artístico, también puede leerse e inter­
pretarse de modos diversos; podemos decir que la realiza­
ción escénica es respecto al texto espectacular como la 
lectura respecto al texto literario. El Texto Literario y el 
Texto Espectacular están en el texto escrito y en el texto 
representado: la mayoría de las escenificaciones mantienen 
el diálogo -más o menos adaptado- del texto escrito, es 
decir, conservan el mismo lenguaje e interpretan, a discre­
ción del director de escena, el texto espectacular que esta­
ba implícito -aunque no en una forma terminada, o per­
fecta- en el texto escrito.
El pretendido enfrentamiento entre texto escrito y repre­
sentación es artificial y procede de una reacción ante laatención exclusiva que la teoría literaria y la historia litera­
ria centraban en la escritura, olvidando la puesta en escena 
y sus signos, que estaban no sólo virtualmente, sino a veces 
expresados directamente en el mismo texto escrito.
Hacia el año 30 del presente siglo la teoría literaria de 
orientación semiológica empieza a ocuparse de los signos 
dramáticos no verbales, quizá por el interés que los siste­
mas sémicos no lingüísticos estaban adquiriendo en otros 
ámbitos de la investigación, como el del folklore, o debido 
también al desarrollo que los elementos arquitectónicos, 
los objetos, la iluminación, etc. tienen en el escenario con 
escenógrafos como E. G. Craig, o A. Appia, y, por otra parte, 
se generalizan los ataques al «teatro de palabras» que domi­
naba la escena europea con la comedia de salón, la «obra 
bien hecha» y la comedia burguesa.
Las primeras investigaciones sobre los signos escénicos no 
verbales suelen estar situadas en una dimensión enfrentada 
con las investigaciones dramáticas anteriores, particular­
mente con las de carácter preceptivo; en la polémica entre 
texto y representación se consideran equivalentes los sig­
nos lingüísticos y literatura frente a los signos no lingüísti­
cos y representación, lo que lleva a una polaridad artificial 
«texto / representación» como consecuencia del enfrenta­
miento básico: el tema de las relaciones del texto escrito 
con la presentación escénica se hace central y sus extremos 
se consideran inconciliables. Será necesario precisar las fun­
ciones del lenguaje en el teatro; la naturaleza de los signos 
dramáticos, las posibilidades de una semiología del teatro, 
frente a las posiciones que, o bien siguen sobrevalorando la 
palabra y el texto escrito, o bien, en la posición contraria, 
niegan teatralidad a la palabra y pretende eliminar de la 
escena los signos verbales.
Las acotaciones, como para-texto o parte del texto espec­
tacular añadidas a las exigencia escénicas del diálogo y a 
las didascalias o conjunto de indicaciones escénicas que 
proporciona el mismo diálogo, serán objeto de estudio tex­
tual, pero desde el presupuesto de que constituyen el texto 
espectacular, es decir, con la tesis de que su destino es la 
escenificación. El signo lingüístico en su realización escénica 
dialogada se convierte en signo escénico y las acotaciones y 
didascalias reproducen escénicamente una situación, un 
lugar, donde se dicen las palabras del diálogo, con unos 
elementos paraverbales, de naturaleza indudablemente escé­
nica también.
La naturaleza del signo dramático, de carácter mucho 
más complejo semióticamente que el signo narrativo o líri­
co, y la posibilidad del análisis de los sistemas sémicos no- 
verbales, dan a las investigaciones dramáticas un nuevo hori­
zonte y, a partir del año setenta, más o menos, se advierte la 
aparición de estudios que enfocan los problemas de los sig­
nos dramáticos sin presuponer un enfrentamiento entre 
texto y representación, entre signos verbales y no verbales, 
que más bien se consideran complementarios, y se desta­
can las posibilidades de una expresión simultánea, que da 
al teatro una expresión específica, frente a los demás géne­
ros literarios, de expresión necesariamente lineal.
Se advierte también en este sentido que el teatro con­
vierte en signo no solamente los gestos, distancias y obje­
tos del escenario, sino incluso también el espacio donde se 
representa y los ámbitos escénicos donde se reúne escena­
rio y sala con dos mundos, el de la ficción creado por la 
obra dramática y el de la realidad de la sala donde vive el 
público, relacionados de forma envolvente, enfrentada o 
divergente. El análisis de los espacios escénicos adquiere 
un gran relieve dentro de la orientación semiológica, por­
que se ha podido comprobar que el espacio es uno de los 
signos dramáticos más efectivos.
Los estudios que incluimos en esta antología pretenden 
ser una visión panorámica del cambio que se produce en el 
estudio del teatro, como texto y como representación, y 
también pretenden destacar aquellos temas que fueron más 
discutidos y los ángulos (estructuralista, semiológico) desde 
los que fueron analizados. Estos artículos nos permitirán 
comprobar que los temas tratados en las poéticas han deja­
do de suscitar el interés inmediato de la teoría literaria, que 
ahora se polariza hacia otros problemas.
Las primeras atenciones a los signos no verbales supu­
sieron, a veces, un rechazo total del texto, y casi siempre 
un desprecio de la palabra frente a lo que se consideró espe­
cífico del teatro, la representación escénica y los signos no 
verbales.
Resuelto en el sentido que cada uno considera más acep­
table el enfrentamiento texto-representación, uno de los 
problemas centrales del discurso dramático es la unidad 
sémica de sus signos verbales y no verbales. El problema se 
plantea ya en el texto escrito, puesto que el discurso tiene 
forma de un diálogo en el que se dejan oir las voces de dis­
tintos personajes, y si cada uno de ellos representa una posi­
ción diferenciada, tiene un modo de pensar, una forma de 
verbalizar y una contextualización propia, ¿cómo es posi­
ble alcanzar la unidad textual con posiciones, voces y con­
textos diferentes? En la novela, aunque haya también con­
currencia de voces y se dejen oír en diálogo distintos 
personajes, todo converge y se vertebra en la palabra del 
narrador y todo se ordena a un sentido único. Veltrusky 
propone que se considere para el teatro una figura parale­
la a la del narrador, aunque lógicamente no se textualiza, el 
que llama «sujeto central», que polarizaría la unidad de la 
acción y de pensamiento y establecería un contexto general 
y único en el que se integraría los contextos parciales de 
los personajes y sus voces. Sería la figura del autor en cuan­
to autor concreto de una obra determinada.
En esta antología de estudios, y después del marco gene­
ral en que se sitúa la polémica del texto y la representación 
y sus respectivos signos, incluimos fundamentalmente aque­
llos artículos que tienen como objeto la naturaleza especí­
fica del teatro en sus diversas fases y posibilidades y los que, 
como Kowzan (1968) hacen una enumeración y análisis del 
conjunto de signos verbales y no verbales, o los que como 
Ingarden (1958), plantean la cuestión de las funciones espe­
cíficas del lenguaje en el teatro.
Polonia y Checoslovaquia son los países donde surge la 
semiología del teatro como continuación, o como método 
paralelo al estructuralismo, probablemente porque allí con­
vergen las dos corrientes del formalismo ruso y de la feno­
menología de Husserl, que proyectan una atención inme­
diata al texto y a la obra literaria como producto objetivado, 
frente a lo que hacía la preceptiva que intentaba someter la 
obra a unas normas, o la más reciente actitud histórica que 
se limita a dar testimonio de autores y obras. La poética y la 
estética se desarrollan amplia y originalmente en estos dos 
países entre las guerras mundiales de 1914 y de 1939, y puede 
decirse que la semiología dramática nace allí, aunque no 
perdamos de vista los precedentes de la semiología gene­
ral con F. de Saussure en Francia y Ch. S. Peirce en Estados 
Unidos.
En Checoslovaquia tiene más fuerza la influencia de los 
métodos lingüísticos (Círculo Lingüístico de Praga), mien­
tras que en Polonia se desarrolla con más relevancia la lógi­
ca. Ingarden (1893-1970), uno de los grandes autores pola­
cos del XX, discípulo de Husserl y profesor en la Universidad 
de Lwow, y luego en la de Cracovia, publica en 1931 su obra 
Das literarische Kunstwerk, seguida (a partir de la tercera edi­
ción) de un artículo sobre «Las funciones del lenguaje en 
el teatro», donde desarrolla algunas de las tesis esbozadas en 
la obra anterior y plantea las coordenadas sobre las que se 
va a asentar la nueva disciplina de semiología de la obra 
dramática.
La reacciones a favor y en contra del lenguaje dramáti­
co podemos verlas en los estudios de Veltrusky, paraquien 
el texto dramático (opone drama / teatro) condiciona total­
mente la realización escénica que está ya figurada en el 
texto; la posición de J. Veltrusky, manifiesta en su libro 
Drama as Literature (1942) y en el artículo que incluimos 
aquí, se decanta claramente a favor del texto lingüístico 
como uno de los componentes del teatro, cuando en los 
ambientes teatrales se negaba la teatralidad de la palabra.
Procházka, en su artículo «La naturaleza del texto dra­
mático» (1984) confronta desde una perspectiva actual algu­
nas tesis de la obra de O. Zich (Esthétique de l’art dramatique. 
Dramaturgie théorique, Praga, 1931) y del estudio de I. 
Veltrusky, aquí incluido. Esto nos permite ver cómo se pre­
sentaron y cómo se han ido incorporando a la teoría dra­
mática general algunas ideas que en principio fueron muy 
discutidas.
Por último incluimos una síntesis histórica de la semio­
logía del teatro, en la que Kowzan muestra que siempre sus­
citó interés el signo y siempre estuvo de algún modo pre­
sente en los estudios sobre la lengua el signo no lingüístico,
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por lo que se puede hablar con buena voluntad de hasta 
veintitrés siglos de semiología dramática, aunque de un 
modo estricto no le otorgue más que veintitantos años, a 
partir de su análisis de los signos dramáticos (1968)
En España se han leído tesis doctorales, se han publica­
do libros, se han traducido otros, y los temas del teatro, de 
la especificidad de sus textos, de los signos verbales y no 
verbales, interesan a un público cada vez más amplio. El 
estudio del profesor García Barrientos da una ajustada visión 
panorámica de los problemas planteados hasta ahora, y el 
de C. Bobes en 1981 analiza las posibilidades teóricas que 
ofrece una visión semiótica del hecho teatral en sus dos 
fases de texto escrito y texto representado y en su única 
forma de Texto Dramático que incluye un Texto 
Espectacular y un Texto Literario.
MARÍA DEL CARMEN BOBES NAVES
Universidad de Oviedo
Nota: Las traducciones de los artículos han sido realiza­
das por los autores que se especifican en cada caso.