Logo Studenta

Por siempre unidos - Taylor Jenkins Reid

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Argentina • Chile • Colombia • España
 Estados Unidos • México • Perú • Uruguay •
Venezuela
Título original: Forever, interrupted
Editor original: Washington Square Press
A Division of Simon & Schuster, Inc., New York
Traducción: Encarna Quijada Vargas
1.ª edición Marzo 2015
Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son producto de la
imaginación de la autora, o son empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con personas
vivas o fallecidas es mera coincidencia.
 
Copyright © 2013 by Taylor Jenkins Reid
All Rights Reserved
© 2015 de la traducción by Encarna Quijada Vargas
© 2015 by Ediciones Urano, S.A.
Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona
www.titania.org
atencion@titania.org
Depósito Legal: B 2540-2015
ISBN EPUB: 978-84-9944-834-3
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los
titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático,
así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público. Todos los derechos
reservados. /span>
http://www.titania.org/
mailto:atencion%40titania.org?subject=
 
 
 
 
 
A Linda Morris
Por leer los relatos de asesinatos de una niña de doce años
 
Y a Alex Reid,
Un hombre del que debería enamorarse el mundo entero.
 
Cada mañana, cuando despierto, durante una fracción de segundo
olvido que te has ido y extiendo el brazo para tocarte. Pero lo único
que encuentro es tu lado frío de la cama. Mis ojos se posan en la
imagen de nosotros en París, sobre la mesita de noche, y me siento
feliz al pensar que, aunque fue breve, yo te amé y tú me amaste.
Craiglist, anuncios clasificados, Chicago, 2009
Contenido
Portadilla 
Créditos 
Dedicatoria 
Cita 
PARTE I 
JUNIO
DICIEMBRE
JUNIO
ENERO
JUNIO
ENERO
JUNIO
ENERO
JUNIO
ENERO
JUNIO
ENERO
JUNIO
ENERO
JUNIO
FEBRERO
JUNIO
FEBRERO
JUNIO
MARZO
JUNIO
PARTE II 
AGOSTO
ABRIL
SEPTIEMBRE
MAYO
SEPTIEMBRE
MAYO
SEPTIEMBRE
MAYO
SEPTIEMBRE
MAYO
OCTUBRE
MAYO
OCTUBRE
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
MAYO
NOVIEMBRE
DICIEMBRE
JUNIO
Agradecimientos 
 
PARTE I
 
JUNIO
¿H as decidido si vas a cambiarte el nombre? —me pregunta Ben.
Está sentado en el otro lado del sofá, masajeándome los pies. Se le ve tan
mono… ¿Cómo he podido acabar con alguien tan condenadamente mono?
—Tengo una idea —bromeo. Pero en realidad es más que una idea. Mi
cara se distiende en una sonrisa—. Creo que voy a hacerlo.
—¿De verdad? —pregunta emocionado.
—¿Te gustaría? —digo yo.
—¿Bromeas? Me refiero a que… no tienes por qué hacerlo. Si consideras
que es ofensivo o… O que es una forma de negar tu identidad. Quiero que
uses el nombre que tú quieras. Pero si resulta que ese nombre es el mío… —
se sonroja levemente—; eso estaría muy bien.
Parece demasiado sexy para ser un marido. Una se imagina a los maridos
como hombres gordos y calvos que sacan la basura. Pero mi marido es sexy.
Es joven, alto y fuerte. Es tan perfecto… Suena de lo más cursi. Pero así es
como tiene que ser, ¿no? Como recién casada se supone que tengo que verlo
a través de este cristal rosa.
—Estaba pensando en decidirme por Elsie Porter Ross —le digo.
Ben deja de masajearme los pies un momento.
—La idea me pone.
Lo miro y me río.
—¿Por qué?
—No sé —contesta, y vuelve a masajearme los pies—. Seguramente es
alguna cosa rara que se remonta a nuestros tiempos de cavernícolas. Me
encanta la idea de que seamos los Ross. El señor y la señora Ross.
—¡Me gusta! El señor y la señora Ross. Me pone.
—¡Lo que yo decía!
—Pues decidido. En cuanto llegue el certificado matrimonial, lo enviaré
al Departamento de Vehículos Motorizados o donde sea que haya que
enviarlo.
—Increíble —comenta apartando las manos de mis pies—. Muy bien,
Elsie Porter Ross, me toca.
Así que me pongo con los pies de Ben. Durante un rato, le masajeo
distraída los dedos de los pies a través de los calcetines, en silencio. Mi
mente divaga, pero al final se detiene en una realidad sorprendente: me
muero de hambre.
—¿No tienes hambre? —le pregunto.
—¿Ahora?
—No sé por qué pero me muero por comer Fruity Pebbles.
—¿No tenemos cereales en casa?
—Sí, sí tenemos. Pero… me apetecen Fruity Pebbles.
Nosotros tenemos cereales para adultos, cajas de bolitas marrones
enriquecidas con fibra.
—Bueno, ¿quieres que vayamos a comprar? Estoy seguro de que CVS aún
está abierto y de que tienen Fruity Pebbles. O puedo ir yo solo si no tienes
ganas de salir.
—¡No! ¡No podría permitirlo! No estaría bien que me aprovechara de ese
modo.
—No, no estaría bien. Pero eres mi mujer y te quiero, y quiero que tengas
lo que quieres.
Hace ademán de levantarse.
—No, de verdad, no tienes por qué ir.
—Venga, que voy.
Ben sale de la habitación y vuelve con su bici y sus zapatos.
—¡Gracias! —digo, al tiempo que me estiro sobre el sofá, ocupando el
espacio que él acaba de dejar libre.
Ben abre la puerta de la calle sonriéndome y sale con la bici. Oigo que
pone el freno y sé que volverá a entrar para decir adiós.
—Te quiero, Elsie Porter Ross —dice, se inclina sobre el sofá y me besa.
Lleva un casco de montar en bici y guantes. Me dedica una sonrisa—. De
verdad, me encanta cómo suena.
Esbozo una amplia sonrisa.
—¡Te quiero! —le digo—. Gracias.
—De nada. ¡Te quiero! Vuelvo enseguida —dice, y cierra la puerta a su
espalda.
Apoyo la cabeza en el sofá y cojo un libro, pero no me puedo concentrar.
Le echo de menos. Pasan veinte minutos y empiezo a esperar, pero la puerta
no se abre. No se oye a nadie en los escalones.
Cuando han pasado treinta minutos, lo llamo al móvil. Nada. Por mi
cabeza empiezan a pasar mil posibilidades. Todas igualmente inverosímiles y
absurdas. Ha conocido a otra. Se ha parado en un club de striptease. Vuelvo
a llamar, mientras mi cabeza empieza a barajar motivos más realistas para
explicar su retraso, motivos razonables y por tanto más aterradores. Cuando
veo que no contesta, me levanto del sofá y salgo a la calle.
No estoy muy segura de lo que espero encontrar, pero miro calle arriba y
calle abajo buscando algún rastro de Ben. ¿Es una tontería pensar que le ha
pasado algo? No soy capaz de decidirme. Trato de mantener la calma y me
digo a mí misma que estará atrapado en algún atasco de tráfico o se habrá
topado con algún viejo amigo. Los minutos pasan cada vez más despacio.
Como si fueran horas. Cada segundo se hace insoportablemente largo.
Sirenas.
Oigo sirenas que avanzan en esta dirección. Veo los destellos de las luces
por encima de los tejados de la calle. Sus sonidos estridentes parece como si
me estuvieran llamando. Puedo oír mi nombre en su lamento repetitivo: El-
sie El-sie.
Echo a correr. Para cuando llego al final de mi calle, puedo sentir el frío
del hormigón contra las plantas de mis pies. Los ligeros pantalones que llevo
no me protegen del viento, pero sigo corriendo hasta que encuentro el
origen del sonido.
Dos ambulancias y un camión de bomberos. Hay algunos coches de
policía que bloquean el acceso a la zona. Me acerco hasta donde puedo y
entonces me detengo. Están colocando a alguien en una camilla. Hay un
gran camión de mudanzas volcado a un lado de la calle. Las ventanillas están
rotas, hay cristales por todas partes. Miro con atención el camión, tratando
de decidir qué ha pasado. Y es entonces cuando veo que no todo son
cristales. La calle está cubierta de pedacitos de otra cosa. Me acerco un poco
más y veo uno a mis pies. Es un cereal de fruta. Y mis ojos recorren la calle
buscando la única cosa que rezo para no ver. Pero la veo. La bicicleta de Ben.
¿Cómo es posible que se me haya pasado?, justo delante de mí, medio
atrapada bajo el camión de mudanzas. Retorcida y rota.
De pronto el mundo entero guarda silencio. Las sirenas se detienen. La
ciudad entera se detiene. El corazón me late tan deprisa que me duele en el
pecho.Puedo sentir la sangre palpitando en mi cerebro. Hace tanto calor
aquí afuera. ¿Cuándo ha empezado a hacer tanto calor? No puedo respirar.
No creo que pueda respirar. No respiro.
Ni siquiera me doy cuenta de que estoy corriendo hasta que llego a la
ambulancia. Y empiezo a golpear las puertas. Salto una y otra vez tratando
de llegar a las ventanillas, pero están demasiado altas para mí. Y mientras
salto, lo único que oigo es el sonido de los cereales de frutas crujiendo bajo
mis pies. Cada vez que salto los aplasto contra el suelo. Los convierto en un
millón de partículas.
La ambulancia se va. ¿Es él quien va ahí? ¿Le mantienen con vida? ¿Está
bien? ¿Está magullado? Quizá está en la ambulancia porque el protocolo
dice que tiene que ser así pero en realidad está bien. Quizá está por aquí en
algún sitio. Quizá la ambulancia se ha llevado al conductor del camión. Ese
tipo tiene que estar muerto, ¿no? Es imposible que haya sobrevivido. Y
entonces Ben estará bien. Ese es el karma de los accidentes: el malo se
muere, el bueno sobrevive.
Me doy la vuelta y miro alrededor, pero no veo a Ben por ningún lado.
Empiezo a gritar su nombre. Sé que está bien. Estoy segura. Pero quiero que
esto se acabe. Solo necesito verlo, con algún pequeño arañazo, que me digan
que está bien y que puede volver a casa. Vamos a casa, Ben. He aprendido la
lección, nunca dejaré que vuelvas a hacerme un favor tan estúpido. Vamos a
casa ya.
—¡Ben! —grito al aire de la noche. Hace tanto frío… ¿Cómo es que ahora
hace tanto frío?—. ¡Ben! —vuelvo a gritar.
Me siento como si estuviera corriendo en círculos, hasta que un policía
me obliga a parar.
—Señora —me dice aferrándome de los brazos. Pero yo sigo gritando.
Ben tiene que oírme. Tiene que saber que estoy aquí. Tiene que saber que es
hora de volver a casa—. Señora —repite el policía.
—¿Qué? —le grito en su cara.
Me suelto con brusquedad y me doy la vuelta. Y trato de pasar a una zona
que está claramente acordonada. Seguro que la persona que ha puesto ese
cordón policial me dejaría pasar. Seguro que entendería que yo lo único que
quiero es encontrar a mi marido.
El policía me alcanza y vuelve a sujetarme por los brazos.
—¡Señora! —me dice, esta vez con un tono más severo—. No puede estar
aquí.
¿Es que no entiende que es justamente aquí donde tengo que estar en
estos momentos?
—Tengo que encontrar a mi marido —le digo—. Podría estar herido. Esa
es su bicicleta. Tengo que encontrarle.
—Señora, han llevado a su marido al Cedars-Sinai. ¿Tiene forma de llegar
allí?
Mis ojos le miran, pero no entiendo lo que me dice.
—¿Dónde está? —pregunto.
Necesito que repita lo que ha dicho. No le entiendo.
—Señora, su marido va de camino al centro médico Cedars-Sinai. Se lo
han llevado a urgencias. ¿Quiere que la lleve?
¿No está aquí? Pienso ¿Era él quien iba en la ambulancia?
—¿Está bien?
—Señora, yo no puedo…
—¿Está bien?
El policía me mira, se quita la gorra y se la coloca contra el pecho. Ya sé lo
que eso significa. Es lo que hacen a la puerta de las casas de las viudas de
guerra en las películas históricas. Y yo, como si acabaran de darme entrada,
empiezo a respirar entrecortadamente.
—Tengo que verle —exclamo entre lágrimas—. ¡Tengo que verle!
¡Necesito estar con él! —Me dejo caer de rodillas en mitad de la calle,
estrujando más cereales bajo mi peso—. ¿Está bien? Tendría que estar con él.
Solo dígame si aún está vivo.
El oficial de policía me mira con cara de pena y culpabilidad. Nunca
había visto esas dos expresiones juntas, pero es fácil reconocerlas.
—Señora, lo siento. Su marido ha…
El policía no tiene prisa. Él no está acelerado por la adrenalina como yo.
Sabe que no hay motivo para correr. Sabe que el cuerpo sin vida de mi
marido puede esperar.
No dejo que termine la frase. Sé lo que va a decir y no puedo creerlo. No
quiero creerlo. Le grito mientras le golpeo el pecho con los puños. Es un
hombre grande, medirá unos dos metros seguramente, y su mole se cierne
sobre mí. Me siento como una niña. Pero eso no me detiene. Sigo brincando
y pegándole. Me gustaría abofetearle. Darle patadas. Causarle el mismo
dolor que siento yo.
—Ha fallecido en el acto. Lo siento.
Y entonces me desplomo sobre el suelo. Todo me da vueltas. Puedo oír mi
corazón, pero no consigo concentrarme en lo que dice el policía. No
pensaba que esto pudiera pasar. Yo creía que las cosas malas solo le pasan a
la gente que tiene muchos humos. No a la gente como yo, que sabe lo frágil
que es la vida y respeta la autoridad de un poder superior. Pero ha pasado.
Me ha pasado.
Mi cuerpo se tranquiliza. Mis ojos se secan. Mi rostro se queda
petrificado, mis ojos se detienen sobre un andamio y se quedan ahí. Me
siento los brazos entumecidos. No sé si estoy sentada o de pie.
—¿Qué le ha pasado al conductor del camión? —le pregunto al policía,
tranquila y compuesta.
—¿Perdone?
—¿Que qué le ha pasado a la persona que conducía el camión de las
mudanzas?
—Ha fallecido, señora.
—Bien.
Y lo digo como una auténtica psicópata. El policía se limita a asentir con
un gesto de la cabeza, indicando quizás el compromiso tácito de hacer como
que no me ha oído, para que yo pueda fingir que no he deseado que otra
persona se muera. Pero no quiero retirarlo.
El hombre me coge de la mano y me ayuda a subir en la parte delantera
de su coche patrulla. Pone las sirenas para avanzar sin trabas entre el tráfico,
y veo pasar las calles de Los Ángeles a cámara rápida. Nunca me habían
parecido tan feas.
Cuando llegamos al hospital, el oficial me instala en la sala de espera. Mi
cuerpo se sacude con tanta violencia que el asiento se sacude conmigo.
—Tengo que entrar ahí —le digo—. ¡Tengo que entrar! —grito más
fuerte.
Me fijo en el nombre que pone en su tarjeta de identificación. Oficial
Hernández.
—Lo entiendo. Voy a preguntar. Trataré de conseguir tanta información
como sea posible. Creo que le asignarán un psicólogo. Vuelvo enseguida.
Oigo cómo me habla, pero no consigo reaccionar ni responderle. Me
limito a quedarme sentada, mirando a la pared de enfrente. Siento que mi
cabeza se balancea de un lado al otro. Siento que me pongo en pie y camino
hacia la sala de enfermeras, pero el oficial Hernández ya vuelve y me
intercepta a mitad de camino. Ahora está con un hombre bajito de mediana
edad. El hombre viste traje azul y corbata roja. Apuesto a que el muy idiota
la tiene como una especie de amuleto de poder. Apuesto a que está
convencido de que todo le sale bien cuando se pone esa corbata.
—Elsie —dice.
Debo de haberle dicho al oficial Hernández mi nombre. Ni siquiera me
acuerdo. Me tiende la mano como si esperara que yo se la estreche. Pero no
veo necesidad de andarme con formalismos en medio de una tragedia. Dejo
que su mano cuelgue esperando. Antes de esto, nunca habría rechazado un
apretón de manos. Soy una persona educada. A veces hasta soy demasiado
complaciente. Desde luego, no se me puede considerar «difícil» o
«problemática» en ningún sentido.
—¿Es usted la mujer de Ben Ross? ¿Lleva encima el carnet de conducir?
—me pregunta el hombre.
—No, yo… salí corriendo de casa. No…
Me miro los pies. Ni siquiera llevo puestos unos zapatos y este hombre me
pregunta si he traído el carnet de conducir.
El oficial Hernández se va. Le veo marcharse, despacio, con torpeza.
Siente que su trabajo aquí ya ha acabado, estoy segura. Ojalá yo fuera él.
Ojalá pudiera alejarme de todo esto y volver a casa. A una casa con mi
marido y mi cama calentita. Mi marido, una cama confortable, y un maldito
cuenco de Fruity Pebbles.
—Me temo que aún no podemos dejarla entrar, Elsie —me dice el
hombre de la corbata roja.
—¿Por qué?
—Los médicos están trabajando.
—¿Está vivo? —exclamo.
Con qué rapidez puede volver la esperanza.
—No, lo siento. —Menea la cabeza—. Su marido ha fallecido esta tarde.
Pero es donante de órganos.
Me siento como si estuviera dentro de un ascensor que cae a toda
velocidad hacia la planta baja. Le están cortando en pedazos para dárselos a
otra gente. Le están extrayendo los órganos.
Me vuelvo a sentar en la silla,sintiéndome muerta por dentro. Una parte
de mí querría gritarle a este hombre que me deje entrar. Que me deje verle.
Quiero pasar por esas puertas dobles y buscarlo, abrazarlo. ¿Qué le están
haciendo? Pero estoy petrificada. Yo también estoy muerta.
El hombre de la corbata roja se marcha un momento y regresa con un
chocolate caliente y unas zapatillas. Mis ojos están secos y cansados. Apenas
veo a través de ellos. Mis sentidos están embotados. Es como si estuviera
atrapada en mi cuerpo, aislada de todos cuantos me rodean.
—¿Tiene alguien a quien podamos llamar? ¿Sus padres?
Meneo la cabeza.
—Ana —digo—. Tengo que llamar a Ana.
Apoya su mano en mi hombro.
—¿Puede escribirme el número? Yo la llamaré.
Asiento con el gesto y el hombre me da un trozo de papel y un boli. Tardo
un minuto en recordar el número. Antes de escribirlo bien, anoto un
número que no es varias veces, pero cuando le devuelvo el papel estoy
bastante segura de que lo que hay escrito en él es correcto.
—¿Y qué pasa con Ben?
No estoy muy segura de lo que quiero decir con eso. Es solo que… no
puedo rendirme aún. No quiero pasar aún a la fase de llamar a alguien que
me lleve a casa y me vigile. Tenemos que enfrentarnos a esto, ¿no? Tengo
que encontrarle y salvarle. ¿Cómo puedo encontrarle y salvarle?
—Las enfermeras han llamado a su pariente más cercano.
—¿Cómo? Yo soy su pariente más cercano.
—Al parecer en su carnet de conducir figura una dirección en Orange
County. Estamos obligados a notificarlo legalmente a la familia.
—¿A quién han llamado? ¿Quién va a venir?
Pero ya sé quién va a venir.
—Veré si puedo averiguarlo. Y llamaré a Ana. Volveré enseguida, ¿vale?
Yo asiento con la cabeza.
En esta sala oigo y veo a otras familias que esperan. Algunos tienen
aspecto lúgubre, pero la mayoría están bien. Hay una madre con su hija
pequeña. Están leyendo un libro. Un chico joven sujetándose una bolsa de
hielo contra la cara junto a un padre que parece molesto. Una parejita de
adolescentes cogidos de la mano. No sé por qué están aquí, pero a juzgar por
la sonrisa de sus caras y el modo en que tontean, es evidente que no es grave
y a mí… a mí me gustaría gritarles. Me gustaría decirles que las salas de
urgencias son para emergencias. No tendrían que estar aquí si van a estar
tan felices y despreocupados. Me gustaría decirles que se vayan y sean felices
en otro sitio, porque en estos momentos lo que menos falta me hace es tener
que ver eso. Ya no recuerdo cómo es ser ellos. Ni siquiera recuerdo cómo es
ser yo misma antes de que esto pasara. Lo único que tengo es esta
abrumadora sensación de miedo. Eso, y la rabia contra esos dos idiotas que
no apartan su jodida sonrisa de delante de mí.
Les odio, odio a las malditas enfermeras, que siguen con sus cosas como
si este no fuera el peor día de sus vidas. Llaman por teléfono, hacen
fotocopias y beben café. Las odio por ser capaces de beber café en un
momento como este. Odio a toda la gente que hay en este hospital por no
sentirse fatal.
El hombre de la corbata roja vuelve y dice que Ana viene de camino. Se
ofrece a sentarse y esperar conmigo. Yo me encojo de hombros. Que haga lo
que quiera. Su presencia no me consuela, aunque al menos sí evita que me
tire sobre alguien y me ponga a gritarle por estar comiendo una barra de
caramelo en un momento como este. Mi cabeza vuelve de pronto a los Fruity
Pebbles esparcidos por la calle, y sé que estarán ahí cuando vuelva a casa. Sé
que nadie los habrá retirado porque nadie puede saber lo espantoso que será
para mí volver a verlos. Y entonces pienso en lo estúpido que es que Ben
haya muerto por algo así. Ha muerto por unos Fruity Pebbles. Tendría gracia
si no fuera tan… No, no tendría gracia. Nada de todo esto tiene ninguna
gracia. Ni siquiera el hecho de que haya perdido a mi marido porque se me
ha antojado comer unos cereales infantiles inspirados en los Picapiedra. Me
odio a mí misma por esto. Es lo que más odio.
Ana aparece con expresión apocalíptica. No sé qué le habrá dicho el
hombre de la corbata roja, pero se levanta para recibirla cuando ve que se
acerca con gesto apresurado. Veo que hablan, pero no puedo oírles. Hablan
solo un momento, y luego ella corre a mi lado y me abraza. Dejo que sus
brazos me rodeen, pero no tengo energía para devolver el gesto. Esto es el
pez muerto de los abrazos. Ana susurra en mi oído:
—Lo siento.
Y me derrumbo entre sus brazos.
No tengo ningún deseo de contenerme, ni de ocultar mi dolor. Y lloro
desconsoladamente en la sala de espera. Sollozo y jadeo contra su pecho. En
cualquier otro momento de mi vida, hubiera apartado mi cabeza de esa
parte de su cuerpo. Me hubiera sentido incómoda teniendo mis ojos y mis
labios tan cerca de una zona con un carácter tan marcadamente sexual del
cuerpo, pero en estos momentos el sexo parece algo trivial y estúpido. Parece
algo que los tontos hacen por aburrimiento. Esos adolescentes felices seguro
que lo hacen por deporte.
Los brazos de Ana no me reconfortan. Las lágrimas brotan de mis ojos
como si las estuviera obligando a salir, pero no lo hago. Salen por sí mismas.
Ni siquiera me siento triste. La desolación que siento es tan
desproporcionadamente grande que las lágrimas parecen algo insignificante
y absurdo.
—¿Le has visto, Elsie? Lo siento tanto…
No contesto. Nos quedamos sentadas en la sala de espera durante lo que
parecen horas. A ratos gimoteo, a ratos no siento nada. La mayor parte del
tiempo me limito a permanecer entre los brazos de Ana, no porque lo
necesite, sino porque no quiero mirarla. Al final, ella se levanta y me deja
apoyada contra la pared. Y entonces va a la sala de enfermeras y se pone a
gritar.
—¿Cuánto vamos a tener que esperar para poder verle? —le grita a la
joven enfermera hispana que está sentada ante un ordenador.
—Señora —replica la enfermera, ya de pie, pero Ana se aparta.
—No, no me venga con señora. Dígame dónde está. Déjenos pasar.
El hombre de la corbata roja se abre paso hasta ella y trata de calmarla.
Él y Ana hablan durante unos minutos. Veo que intenta tocarla,
consolarla, pero ella aparta el hombro con brusquedad. Él solo está haciendo
su trabajo. Aquí todo el mundo se limita a hacer su trabajo. Menudo puñado
de idiotas.
Una mujer mayor entra en la sala de espera como una exhalación. Tendrá
unos sesenta. Cabellos largos y rojizos que rodean su rostro de ondas. El
rímel se le ha corrido por las mejillas, lleva un bolso marrón al hombro y un
chal marrón oscuro sobre el pecho. Y en las manos sujeta unos pañuelos de
papel. Ojalá mi dolor fuera tan comedido como para permitirme usar
pañuelos de papel. Yo me he estado limpiando los mocos con la manga y el
escote. He estado dejando que las lágrimas cayeran al suelo y se convirtieran
en charcos.
La recién llegada corre al mostrador principal y luego se resigna a
sentarse. Por un momento, su rostro se vuelve hacia mí, y sé sin género de
duda quién es. La miro fijamente. No puedo apartar los ojos de ella. Es mi
suegra, una desconocida se mire como se mire. He visto su fotografía alguna
vez en un álbum de fotos, pero ella a mí no me conoce.
Me retiro y voy a los servicios. No sé cómo presentarme. No sé cómo
decirle que las dos estamos aquí por el mismo hombre. Que las dos sufrimos
por la misma pérdida. Me planto ante el espejo y me miro. Mi rostro está
enrojecido. Tengo los ojos rojos. Miro mi cara y pienso que antes había una
persona que adoraba esa cara. Y ahora no está. Ya nadie adora mi cara.
Salgo de los lavabos y la mujer ya no está. Y cuando me doy la vuelta me
encuentro a Ana sujetándome del brazo.
—Puedes entrar —dice, y me lleva junto al hombre de la corbata roja, que
me conduce al otro lado de las puertas dobles.
El hombre de la corbata roja se detiene ante una habitación y me
pregunta si quiero que entre conmigo. ¿Por qué iba a querer que entrara
conmigo? Acabo de conocerle. No significa nada para mí. El hombre que
está dentro de la habitación lo significa todo para mí. Nada no va a evitar
que pierda a todo. Abro la puerta y veo que hay otras personas dentro,pero
yo solo tengo ojos para el cuerpo de Ben.
—¡Disculpe! —dice mi suegra entre lágrimas.
Un tono educado pero demoledor. No le hago caso.
Sujeto el rostro de Ben entre mis manos y lo noto frío al tacto. Sus
párpados están cerrados. No volveré a ver sus ojos. Y se me ocurre que quizá
ya no están. No puedo mirar. No quiero saberlo. Tiene el rostro magullado y
no estoy muy segura de lo que eso significa. ¿Significa que estaba herido
antes de morir? ¿Se murió solo y desvalido en mitad de la calle? Oh, Dios,
¿sufrió? Me siento mareada. Una sábana le cubre el pecho y las piernas.
Tengo miedo de apartarla. Tengo miedo de que haya demasiadas cosas a la
vista, demasiado que ver. O que haya demasiadas cosas que han
desaparecido.
—¡Seguridad! —grita la mujer al aire.
Un guardia de seguridad aparece por la puerta, mientras yo sigo
sujetando la mano de Ben y miro a mi suegra. No tiene por qué saber quién
soy. No tiene por qué saber lo que hago aquí, pero a estas alturas ya tendría
que haber entendido que quiero a su hijo. Eso tendría que estar bastante
claro.
—Por favor —le suplico—. Por favor, Susan, no lo haga.
Ella me mira con curiosidad, confusa. Solo por el hecho de que conozco
su nombre, ha visto que aquí hay algo que se le escapa. Asiente muy
levemente y mira al guardia de seguridad.
—Lo siento. ¿Puede dejarnos un momento? —El hombre sale de la
habitación y Susan mira a la enfermera—. Usted también. Gracias.
La enfermera sale de la habitación y cierra la puerta.
Susan parece torturada, aterrada, pero compuesta, como si le quedara
suficiente control para los próximos cinco segundos y después se fuera a
derrumbar.
—Lleva un anillo de casado en el dedo —me dice.
Yo la miro y trato de seguir respirando. Levanto dócilmente la mano
izquierda para que vea el mío.
—Nos casamos hace una semana y media —digo entre lágrimas.
Noto que las comisuras de mis labios se curvan hacia abajo. Me pesan
tanto…
—¿Cómo te llamas? —pregunta, ahora temblando visiblemente.
—Elsie —le digo.
Me aterra esta mujer. Parece furiosa y vulnerable, como un adolescente a
la fuga.
—¿Elsie qué?
Las palabras se le atragantan.
—Elsie Ross.
Y entonces se viene abajo. Se viene abajo igual que me ha pasado a mí. Y
acaba en el suelo. Ya no quedan pañuelos de papel que puedan salvar el
linóleo de sus lágrimas.
Ana está sentada a mi lado, sujetando mi mano. Yo estoy sentada a un lado
de Ben, sollozando. Susan se excusó hace ya un rato. El hombre de la corbata
roja entra y dice que tenemos que solucionar algunos asuntos y que tienen
que llevarse el cuerpo de Ben. Yo me limito a mirar al frente, ni siquiera
pienso en lo que está pasando, hasta que el hombre de la corbata roja me
entrega una bolsa con las cosas de Ben. Su móvil está ahí, su cartera, sus
llaves.
—¿Qué es esto? —pregunto, aunque sé perfectamente lo que es.
Antes de que el hombre tenga tiempo de contestar, Susan aparece por la
puerta. Su rostro está tenso; los ojos enrojecidos. Parece más vieja que
cuando salió hace un rato. Se la ve agotada. ¿Tengo yo ese aspecto también?
Apuesto a que sí.
—¿Qué está usted haciendo? —le pregunta al hombre.
—Estoy… tenemos que dejar libre la habitación. El cuerpo de su hijo será
trasladado.
—¿Por qué le dan eso a ella? —pregunta directamente.
Y lo dice como si yo no estuviera.
—¿Perdone?
Susan entra en la habitación y coge la bolsa con las cosas de Ben de
delante de mí.
—Todas las decisiones relacionadas con Ben, todas sus pertenencias,
deben dirigirse a mí.
—Señora —dice el hombre de la corbata roja.
—Todo —insiste ella.
Ana se pone en pie y me sujeta del brazo para que vaya con ella. Pretende
evitarme esta situación, pero aunque preferiría no estar aquí en estos
momentos, no puedo dejar que me lleve. Me suelto y miro a Susan.
—¿Le parece que hablemos de los pasos que hay que dar? —le digo a la
mujer.
—¿Qué tenemos que hablar?
Su actitud es fría y controlada.
—Lo que quiero decir…
En realidad no sé lo que quiero decir.
—Señora Ross —dice el hombre de la corbata roja.
—¿Sí?
Las dos contestamos a la vez, Susan y yo.
—Lo siento —digo—. ¿A cuál de las dos se refiere?
—La mayor —contesta él mirando a Susan.
Estoy segura de que lo ha dicho como una muestra de respeto, pero a ella
le habrá sentado como un jarro de agua fría. Susan no quiere ser una de las
dos señoras Ross, eso está claro, pero apuesto a que para ella lo peor es tener
que ser la mayor.
—No pienso dar crédito a esto —nos anuncia a todos los que estamos en
la habitación—. No tiene ninguna prueba de que mi hijo siquiera la
conociera, y menos aún de que se hayan casado. ¡Nunca he oído hablar de
ella! Mi único hijo. Le vi hace un mes. Y no dijo ni una palabra. Así que no,
no pienso permitir que envíen las cosas de mi hijo a casa de una
desconocida. No pienso tolerarlo.
En este punto Ana interviene.
—Quizá sería el momento de que todos recapitulemos un poco.
Susan vuelve la cabeza, como si reparara en su presencia por primera vez.
—¿Y usted quién es?
Y lo pregunta como si fuéramos payasos que salen de un Volkswagen.
Como si estuviera cansada de ver que no deja de salir gente.
—Soy una amiga. Y no creo que ninguna de nosotras esté en posición de
actuar de manera racional, así que lo mejor es que respiremos…
Susan se vuelve hacia el hombre de la corbata roja, interrumpiendo con
su lenguaje corporal a Ana en mitad de la frase.
—Usted y yo tenemos que discutir esto en privado —le ladra.
—Señora, por favor, tranquilícese.
—¿Que me tranquilice? ¡Bromea usted!
—Susan… —empiezo a decir yo.
No sé muy bien qué pensaba decir, pero a Susan le importa una mierda.
—Basta —dice levantando la mano ante mi cara.
Es un gesto agresivo e instintivo, como si necesitara proteger su rostro de
mis palabras.
—Señora, Elsie fue escoltada hasta aquí por la policía. Estaba en el lugar
del accidente. No tengo ningún motivo para dudar que ella y su hijo estaban,
como dice ella,…
—¿Casados?
Susan lo dice con tono de incredulidad.
—Sí —dice el hombre.
—¡Llamen al juzgado! Quiero ver los papeles.
—Elsie, ¿tiene usted una copia del certificado de matrimonio que pueda
enseñar a la señora Ross?
De pronto siento que me encojo, me hago muy pequeña. No quiero
encogerme. Quiero sentirme segura, orgullosa. Pero esto es demasiado, y no
tengo nada que enseñar.
—No, pero, Susan… —digo mientras las lágrimas se deslizan por mi
rostro. Me siento tan fea ahora mismo, tan pequeña y estúpida…
—¡Deja de llamarme así! —me grita—. Ni siquiera me conoces. ¡Deja de
llamarme por mi nombre!
—Bien —digo. Mis ojos miran al frente, están concentrados en el cuerpo
que hay en la habitación. El cuerpo de mi marido—. Quédeselo todo. No me
importa. Podemos quedarnos aquí sentadas gritando todo el día y eso no
cambiará nada. Así que me importa un bledo a donde vaya a parar la
cartera.
Pongo un pie delante del otro y salgo de la habitación. Dejo el cuerpo de
mi marido allí, con ella. Y en el mismo instante en que mis pies pisan el
pasillo, el instante en que Ana cierra la puerta a nuestra espalda, me
arrepiento de haber salido. Tendría que haberme quedado con él hasta que
la enfermera me echara de una patada.
Ana me empuja para que me mueva.
Me mete en el coche. Me pone el cinturón de seguridad. Conduce
despacio por la ciudad. Aparca. No recuerdo nada de todo esto. Pero de
pronto estoy ante la puerta de mi casa.
Entro en mi apartamento. No tengo ni idea de la hora que es. No tengo ni
idea del tiempo que ha pasado desde que estaba sentada en el sofá, en
pijama, como una hembra de King Charles Cavalier, lloriqueando por unos
cereales. Este apartamento, que adoro desde que me instalé en él, el
apartamento que pasó a ser «nuestro» cuando Ben se mudó, ahora me
traiciona. No se ha movido un ápice desde que Ben murió. Es como si no le
importara.
No ha apartado sus zapatos, que siguen en medio de la habitación. No ha
doblado la manta con la que se tapó. Ni siquiera ha tenido la decencia de
ocultar su cepillo de dientes a la vista. Este apartamento se comporta como
si nada hubiera cambiado. Todo ha cambiado. Les digoa las paredes que se
ha ido.
—Está muerto. No va a volver.
Ana me frota la espalda y dice:
—Lo sé, cariño, lo sé.
No, no lo sabe. Nunca lo sabrá. Entro distraída en mi habitación y me
golpeo el hombro contra el gozne de la puerta pero no siento nada. Me meto
en mi lado de la cama, y aún puedo olerle. Él sigue aquí, en las sábanas. Cojo
su almohada de su lado de la cama y la huelo, mientras me atraganto con
mis propias lágrimas. Voy a la cocina y cuando entro Ana me está poniendo
un vaso de agua. Paso de largo con la almohada en la mano, cojo una bolsa
de basura y embuto dentro la almohada. La ato con fuerza, y hago nudos y
más nudos, hasta que el plástico se rompe entre mis manos y la bolsa se me
cae.
—¿Qué haces? —me pregunta Ana.
—Huele a Ben —contesto yo—. No quiero que el olor se desvanezca,
quiero preservarlo.
—No sé si eso funcionará —me dice con delicadeza.
—Que te jodan —digo yo, y me vuelvo a la cama.
Me echo a llorar en el instante en que mi cabeza toca la almohada.
Detesto lo que esto me ha hecho. Nunca le había dicho a nadie que se joda, y
menos a Ana.
Ana ha sido mi mejor amiga desde los diecisiete años. Nos conocimos el
primer día de universidad en la cola del comedor. Yo no tenía a nadie con
quien sentarme y ella ya estaba tratando de esquivar a un chico. Fue un
momento decisivo para las dos. Cuando Ana decidió mudarse a Los Ángeles
para hacerse actriz, yo me vine con ella. No porque sintiera ninguna
afinidad con Los Ángeles, nunca había estado aquí, sino porque la tenía con
ella. «Vamos —me había dicho Ana—. Puedes ser bibliotecaria en cualquier
sitio.» Y tenía toda la razón.
Y aquí estamos, nueve años después de conocernos, con ella mirándome
como si pensara que me voy a cortar las venas. Si estuviera un poco más
centrada, diría que esta es la verdadera esencia de la amistad, pero eso no me
preocupa ahora. No me importa nada.
Ana entra con dos pastillas y un vaso de agua.
—He encontrado esto en el botiquín.
Miro su mano y las reconozco. Es Vicodin, de cuando Ben tuvo un
espasmo muscular en la espalda el mes pasado. No tomó casi ninguna. Creo
que pensaba que tomarlas le convertía en un cobarde.
Se las cojo de la mano sin preguntar y me las trago.
—Gracias —digo.
Ella me arropa con la colcha y se instala en el sofá para dormir. Me alegro
de que no intente dormir en la cama conmigo. No quiero que se lleve el olor
de Ben. Tengo los ojos resecos de llorar, mis brazos y mis piernas están
flácidos, pero mi cerebro necesita el Vicodin para dormirse. Me desplazo al
lado de Ben medio atontada y me duermo.
—Te quiero —digo, y por primera vez no hay nadie para oírlo.
Me despierto como borracha. Estiro el brazo para tomar la mano de Ben
como hago cada mañana y su lado de la cama está vacío. Por un momento
pienso que debe de estar en el lavabo o preparando el desayuno, y entonces
me acuerdo. La desolación vuelve, más apagada, pero también más densa, y
envuelve mi cuerpo como una manta, me pesa en el corazón como una
piedra.
Me llevo las manos a la cara y trato de apartar las lágrimas, pero brotan
demasiado deprisa para que pueda contenerlas todas. Como en uno de esos
juegos donde tienes que ser rápido y darle al topo, que sale por un sitio
diferente cada vez.
Ana entra secándose las manos con un trapo.
—Estás despierta —comenta sorprendida.
—Qué observadora.
¿Por qué tengo que ser tan mezquina? Yo no soy una persona mezquina.
Yo no soy esta.
—Ha llamado Susan.
No hace caso de mis arrebatos, y yo lo agradezco.
—¿Qué ha dicho? —Me incorporo en la cama y cojo el vaso de agua de la
mesita de noche—. ¿Qué puede querer de mí?
—No ha dicho nada. Solo que la llames.
—Genial.
—He dejado el número en la nevera. Por si decides llamarla.
—Gracias.
Bebo unos sorbos de agua y me levanto.
—Tengo que sacar a Bugsy, pero volveré enseguida —dice Ana.
Bugsy es su bulldog inglés. Lo babea todo, y en estos momentos me
gustaría decirle a Ana que Bugsy no necesita que lo saque porque es un
pedazo de vago, pero no lo digo porque de verdad de verdad que quiero
dejar de ser tan desagradable.
—Vale.
—¿Necesitas que traiga algo ya que salgo? —pregunta, y eso me recuerda
que le pedí a Ben que me trajera los Fruity Pebbles. Me vuelvo a meter en la
cama.
—No, no quiero nada. Gracias.
—Vale, vuelvo enseguida. —Piensa unos momentos—. ¿Prefieres que me
quede por aquí por si decides a llamar a esa mujer?
—No, gracias. Puedo yo sola.
—Vale, si cambias de opinión…
—Gracias.
Ana se va y, cuando oigo cerrarse la puerta, me doy cuenta de lo sola que
estoy. Estoy sola en esta habitación, sola en este apartamento, pero lo más
importante, estoy sola en la vida. Mi cabeza es totalmente incapaz de
asimilarlo. Me limito a levantarme y cojo mi móvil. Cojo el número de la
puerta de la nevera y veo un imán de Georgie’s Pizza. Y de pronto estoy en el
suelo; siento el frío de las baldosas contra la mejilla. Y no puedo levantarme.
DICIEMBRE
E ra la víspera de Año Nuevo y Ana y yo teníamos un gran plan. La idea era
ir a una fiesta a ver a ese tipo con el que había estado ligando en el gimnasio
y marcharnos a las once y media. Queríamos ir a la playa, abrir una botella
de champán juntas y recibir el nuevo año achispadas y bañadas en espuma
de mar.
Pero Ana se emborrachó demasiado en la fiesta, empezó a tontear con el
del gimnasio y desapareció durante unas horas. Típico de Ana, aunque es
algo que había acabado por gustarme, que nada saliera nunca como estaba
previsto. Con Ana siempre pasaba algo. Era un alivio a mi personalidad. La
personalidad de alguien a quien todo le sucede siempre como está planeado
y nunca le pasa nada. Así que cuando me encontré sola en la fiesta
esperando a que Ana saliera de donde fuera que se hubiera escondido, no
me sentí furiosa ni sorprendida. Ya había asumido que las cosas podían ir
así. Y cuando tuve que recibir el nuevo año con un grupo de desconocidos
solo me sentí ligeramente molesta. Plantada allí, tan torpe, mientras los
amigos se besaban entre ellos, mirando mi vaso de champán. Pero no dejé
que eso me arruinara la velada. Esa noche hablé con gente muy maja. Me lo
tomé con filosofía.
Conocí a un tipo que se llamaba Fabian, que estaba acabando la carrera
de medicina pero decía que su verdadera pasión era «el buen vino, la buena
comida y las buenas mujeres». Esto último lo dijo guiñándome un ojo y,
cuando poco después me excusé educadamente, me pidió mi número de
teléfono. Yo se lo di. Pero, aunque era muy mono, no tenía intención de
contestar si me llamaba. Fabian parecía la clase de tipo que te lleva a un local
caro en tu primera cita, la clase de tipo que mira a otras mientras tú estás en
los servicios. La clase de tipo que ve como una victoria acostarse contigo.
Para él era un juego, y yo… nunca he sabido cómo jugar bien a ese juego.
Por otro lado, Ana sí sabía divertirse. Ella conocía hombres, ligaba con
ellos. Tenía lo que sea que hace que los hombres se desvivan por una mujer y
pierdan el respeto por sí mismos en el proceso. Ana siempre tenía el control
en sus aventuras y, aunque podía entender que viviera de ese modo, desde
fuera no parecía que hubiera mucha pasión en el asunto. Todo era
demasiado calculado. Yo esperaba a alguien que me hiciera flotar y flotara
por mí a partes iguales. Quería a alguien que no se anduviera con
jueguecitos, porque eso siempre significa menos tiempo para estar juntos.
No estaba muy segura de que esa persona existiera, pero era demasiado
joven para renunciar a la idea.
Finalmente encontré a Ana dormida en el baño de la habitación principal.
La cogí y la metí en un taxi. Para cuando yo llegué a mi apartamento ya eran
las dos y estaba cansada. La botella de champán que teníamos reservada
para nuestra cita en la playa se quedó sin abrir, y yo me fui derecha a la
cama.
Esa noche, mientras me dormía, sin haberme quitado de la cara el
perfilador de ojos, con el vestido negro de lentejuelas en el suelo, pensé en lo
que podía depararme el nuevo año y por mi mente pasaron infinitas
posibilidades, a cual más inverosímil. Y sin embargo, entretodas ellas, no se
me ocurrió pensar que estaría casada a finales de mayo.
El día de Año Nuevo me desperté sola en mi apartamento, como
cualquier otro día. Nada hacía presagiar que sería un día especial. Estuve
leyendo en la cama un par de horas, me di una ducha, me vestí. Me reuní
con Ana para almorzar.
Cuando nos encontramos, yo llevaba levantada unas tres horas y media.
Ella no parecía que llevara levantada ni cinco minutos. Ana es alta y delgada,
con pelo largo y castaño que le llega más abajo de los hombros y combina a
la perfección con sus ojos marrón dorado. Nació en Brasil y vivió allí hasta
los trece años, y a veces aún se le nota en alguna palabra, sobre todo en las
exclamaciones. Aparte de eso, está totalmente americanizada, asimilada,
desprovista de toda identidad cultural. Estoy segura de que su nombre se
pronuncia con una a larga, algo así como Aana, pero en algún punto durante
la secundaria se cansó de explicar la diferencia y ahora es solo Ana. Sea
como sea, a cualquiera le gustaría pronunciarlo.
Aquella mañana en particular, Ana vestía unos pantalones grandotes de
deporte, que no le hacían parecer gorda porque estaba muy delgada, y
llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, con una sudadera que le
protegía el cuerpo. Casi ni se notaba que no llevaba camiseta debajo, y se me
pasó por la cabeza que es así cómo lo hace. Así es como vuelve locos a los
hombres. Parece que está desnuda aunque vaya tapada de pies a cabeza. Y ni
siquiera puedes decir que lo haga a propósito.
—Bonita camiseta —dije al tiempo que me quitaba las gafas de sol y me
sentaba frente a ella.
A veces me preocupaba que mi cuerpo normal pareciera enorme
comparado con el suyo, que mis facciones vulgares, enteramente
americanas, solo sirvieran para resaltar lo exótica que era ella. Cuando yo
bromeaba sobre el tema, Ana me recordaba que soy una rubia en Estados
Unidos. Decía que una rubia siempre está por encima de todo. A mí mi pelo
siempre me ha parecido rubio «sucio», casi de ratón, pero entendía lo que
quería decir.
Y a pesar de lo preciosa que era, nunca la oí expresar satisfacción por su
aspecto. Cuando yo decía que no me gustaban mis pechos pequeños, ella me
recordaba que tengo unas piernas largas y un culo por los que ella mataría.
Siempre hablaba de lo mucho que odiaba sus pestañas cortas y sus rodillas, y
decía que tenía pies de trol. Así que quizá es que estamos todas en el mismo
barco. Quizá todas las mujeres nos sentimos como una foto del «antes».
Ana ya se había instalado en la terraza y había pedido un muffin y un té
helado. Hizo el ademán de levantarse cuando yo me senté, pero solo se
incorporó lo justo para darme medio abrazo.
—¿Piensas matarme por lo de anoche?
—¿Qué? —dije mientras cogía el menú.
No sé ni por qué me molesté en mirarlo. Los sábados por la mañana
siempre pedía huevos Benedict.
—Ni siquiera recuerdo lo que pasó, de verdad. Solo recuerdo algún
fragmento suelto del viaje en el taxi, y luego que tú me quitabas los zapatos y
me tapabas con la colcha.
Yo asentí.
—Más o menos. Te perdí de vista unas tres horas y al final te encontré en
el aseo del piso de arriba, así que no puedo decir si llegaste muy lejos con el
tipo del gimnasio, pero diría que…
—¡No! ¿Me lo monté con Jim?
Dejé el menú sobre la mesa.
—¿Jim? Pero ¿no estabas con el tipo del gimnasio?
—Pues eso, Jim.
—¿Has conocido un tipo que se llama Jim en el gimnasio? —
Técnicamente no era culpa suya. La gente que se llama Jim tiene el mismo
derecho que los demás a ir al gimnasio, pero de algún modo no podía evitar
sentir que aquello le hacía ridículo—. ¿Eso de ahí es un muffin de fibra?
Ella asintió y le cogí un poco.
—Tú y yo debemos de ser las únicas personas del planeta a las que les
gustan los muffins de fibra —me dijo, y quizá tenía razón.
Ana y yo con frecuencia descubríamos que coincidíamos en las cosas más
insignificantes y sorprendentes. El caso más claro era la comida. No importa
si a ti y a otra persona os gusta el tzatziki. No influye en vuestra capacidad de
relacionaros, pero de alguna forma en estos gustos que se solapaban, Ana y
yo compartíamos una especie de vínculo. Yo sabía que también ella estaba a
punto de pedir los huevos Benedict.
—Bueno, el caso es que te vi tonteando con Jim del gimnasio, pero no sé
qué pasó después.
—Oh, bueno, yo diría que no llegamos mucho más lejos porque ya me ha
mandado un mensaje esta mañana.
—Son las once.
—Lo sé. Me ha parecido un poco prematuro. Pero me halaga.
—¿Qué os pongo?
La camarera que vino a tomar nota no era la de siempre. Era mayor, y
estaba más quemada.
—Ah, hola. Me parece que no nos conocemos. Yo soy Ana.
—Daphne.
Esta camarera no estaba tan interesada en ser amable con nosotras como
a Ana le hubiera gustado.
—¿Qué ha pasado con Kimberly? —preguntó Ana.
—No estoy muy segura. Yo solo estoy aquí hoy.
—Ah. Vale, bueno, te lo pondremos fácil. Dos huevos Benedict y para mí
además un té helado, como ella.
—Enseguida.
Cuando se fue, Ana y yo seguimos con nuestra conversación.
—He estado pensando en tomar una determinación —dijo ella
ofreciéndome un poco de su té mientras esperaba el mío.
Yo decliné la oferta porque sabía que si bebía de su té, ella se tomaría la
libertad de beber del mío cuando me lo trajeran y se me bebería el vaso
entero. Ya nos conocíamos hacía suficiente tiempo para saber dónde tenía
que marcar los límites y cómo hacerlo para que ella no se diera cuenta.
—Vale. ¿Y?
—Estoy pensando en algo radical.
—¿Radical? Eso suena bien.
—El celibato.
—¿Celibato?
—Celibato. No practicar el sexo.
—Ya sé lo que significa. Lo que no entiendo es por qué.
—Ah, bueno, se me ha ocurrido esta mañana. Tengo veintiséis años,
anoche me emborraché y esta mañana no estoy segura de si me acosté con
alguien o no. Es lo más cerca de ser un putarrón que quiero estar.
—No eres un putarrón.
Aunque no estaba muy segura de que no fuera cierto.
—Tienes razón. No soy un putarrón. Todavía.
—Podrías dejar de beber.
Yo tenía una interesante relación con la bebida: podía dejarla o tomarla
cuando quisiera. Me daba lo mismo beber que no beber. En cambio, la
mayoría, por lo que yo había visto, se inclinaban excesivamente en un
sentido o el otro. Ana lo hacía del lado de los que beben.
—¿De qué estás hablando?
—Ya lo sabes, deja de emborracharte.
—¿Del todo?
—Déjalo. No estoy diciendo nada del otro mundo. Hay mucha gente que
nunca bebe.
—Sí, Elsie, se llaman alcohólicos.
Me reí.
—Vale, la bebida no es el problema. Es acostarse con unos y con otros.
—Exacto. Así que pienso dejar de acostarme con todo el mundo.
—¿Y qué pasa si conoces a alguien con quien realmente quieres estar?
—Bueno, ya lo pensaré cuando llegue el momento. El año pasado no
conocí a nadie que valiera la pena. No puedo decir que espere que este año
sea distinto.
Daphne apareció con dos raciones de huevos Benedict y mi té helado. Los
dejó en la mesa. No me había dado cuenta del hambre que tenía hasta que
tuve la comida delante de mis narices. Me tiré de cabeza.
Ana asintió mientras masticaba. Cuando más o menos pareció que podía
hablar sin escupir la comida, añadió:
—Quiero decir que…, si conozco a alguien y me enamoro, sí, por
supuesto. Pero mientras eso no pase, nadie va a entrar aquí.
Y formó una equis en el aire con los cubiertos.
—Me parece bien. —Lo mejor de aquel sitio es que ponían espinacas en
los huevos Benedict, una especie de huevos Benedict a la florentina—. Eso
no significa que yo no pueda acostarme con quien quiera, ¿verdad? —le dije.
—No, tú puedes. No lo harás. Pero puedes.
Poco después Ana ya estaba de camino a la otra punta de la ciudad. Vivía
en Santa Mónica, en un piso con vistas al Océano Pacífico. Me hubiera
sentido lo bastante celosa para odiarla si no me hubiera ofrecido en
repetidas ocasiones que me fuera a vivir con ella. Yo siempre decía que no,
porque sabía que vivir con ella era la única cosa que podía hacer que dejara
de gustarme. Nunca entendí cómo Ana podía vivir como vivía con su sueldo
de profesora de yoga a media jornada, pero siempre tenía dinero paralo que
quería y necesitaba cuando ella lo quería y necesitaba.
Cuando se fue, yo volví a pie a mi apartamento. Sabía exactamente cómo
iba a pasar la tarde. Había empezado un nuevo año y para mí un año nuevo
no era nuevo si no cambiaba la disposición de los muebles de mi casa. El
problema es que había reorganizado tantas veces el apartamento en los dos
años que llevaba allí que había agotado todas las posibilidades racionales.
Me encantaba, y trabajaba muy duro para tenerlo adecuadamente
acondicionado y decorarlo. Así que trasladé el sofá de una pared a otra, y
aunque me di cuenta de que quedaba mejor donde estaba al principio, me
sentí satisfecha. Cambié la estantería de pared, moví las mesitas auxiliares y
decidí que ya había hecho suficientes cambios para celebrar el nuevo año.
Me senté en el sofá, encendí la tele y me dormí.
Eran las cinco de la tarde cuando desperté y, aunque técnicamente era un
sábado por la noche y los sábados por la noche se supone que los solteros
salen al bar o la disco a buscar plan, yo decidí quedarme a mirar la tele, leer
un libro y pedir una pizza. Quizá ese sería el año en que haría lo que
realmente quería, sin preocuparme por las convenciones sociales. Quizá.
Cuando empezó a llover, supe que no me había equivocado al quedarme
en casa. Ana llamó unas horas más tarde para preguntarme qué hacía.
—Quería asegurarme de que no estabas sentada en el sofá mirando la
tele.
—¿Qué? ¿Y por qué no voy a poder mirar la tele?
—Es sábado por la noche, Elsie. ¡Levanta! ¡Sal un rato! Te diría que
vinieras conmigo pero he quedado con Jim.
—¿Y qué pasa con el celibato?
—¿Cómo? No voy a acostarme con él. Solo vamos a cenar.
Yo me reí.
—Bueno, pues yo me voy a pasar la noche en el sofá. Estoy cansada y
amodorrada y…
—Cansada y amodorrada, eso es lo mismo. Deja de poner excusas.
—Vale. Me siento muy perezosa y a veces me gusta estar sola.
—Bueno, al menos lo reconoces. Te llamo mañana. Deséame suerte en mi
intento de contenerme.
—La vas a necesitar.
—¡Eh!
—¡Eh! —repetí yo.
—Vale, mañana hablamos.
—Adiós.
Y como ya tenía el teléfono en la mano, aproveché para pedir una pizza.
Llamé a Georgie’s Pizza. La mujer que me tomó el pedido dijo que tardarían
una hora y media. Cuando pregunté por qué, su única explicación fue
«Llueve». Le contesté que estaría allí en media hora.
Cuando entré en Georgie’s Pizza, no sentía nada. No había ninguna parte
de mi cuerpo o mi cerebro que supiera lo que estaba a punto de pasar. No
intuía nada. Llevaba unas botas de agua amarillo chillón y lo que solo puede
describirse como unos mega vaqueros. La lluvia me había dejado el pelo
apelmazado y pegado a la cara, y yo ya había renunciado a apartármelo.
Ni siquiera reparé en la figura de Ben, allí sentado. Estaba demasiado
concentrada en las minucias que implica comprar una pizza. Cuando la
cajera me dijo que tardaría otros diez minutos, me retiré al pequeño banco
que había en la parte delantera de la tienda, y fue entonces cuando me di
cuenta de que había otra persona en la misma tesitura que yo.
No se me paró el corazón ni nada por el estilo. No tenía ni idea de que era
«él». Él era el hombre con el que soñaba de niña, cuando fantaseaba
pensando cómo sería mi marido. Y allí estaba, viendo aquella cara sobre la
que me había estado preguntando toda la vida y no la reconocí. Lo único
que pensé fue que seguramente a él le darían su pizza antes que a mí.
Era guapo pero de una forma que sugería que no era consciente de ello.
No hacía ningún esfuerzo, no se veía un creído. Alto, delgado, hombros
anchos, brazos fuertes. Sus vaqueros eran del tono adecuado de azul; su
camiseta destacaba el gris de sus ojos verdes. El contraste con su pelo
castaño era brutal. Me senté junto a él y volví a apartarme el pelo de la
frente. Cogí el móvil para volver a consultar el correo y distraerme mientras
esperaba.
—Hola —dijo él.
Tardé un momento en confirmar que me estaba hablando a mí. Y así, sin
más, despertó mi interés.
—Hola —contesté. Yo quería dejarlo ahí, pero no se me daban bien los
silencios. Tenía que llenarlo de alguna manera—. Tendría que haber pedido
que me lo llevaran a casa.
—¿Y perderte todo esto? —comentó él, refiriéndose a la espantosa
decoración supuestamente italiana con el gesto de las manos. Yo me reí—.
Tienes una risa bonita —dijo.
—Oh, venga ya —solté. Lo juro, mi madre me enseñó a aceptar los
cumplidos con educación, pero cada vez que me decían uno, yo lo evitaba
como si quemara—. Ups, perdón. Gracias. Se supone que eso es lo que hay
que decir. Gracias.
Me di cuenta de que inconscientemente mi cuerpo se había girado por
completo hacia él. Yo había leído montones de artículos sobre lenguaje
corporal y cómo las pupilas se dilatan cuando dos personas se sienten
atraídas, pero cada vez que me encontraba en una situación en que esa
información podía serme útil: ¿Están dilatadas sus pupilas? ¿Le gusto?, me
sentía demasiado descentrada para que me sirviera de nada.
—No, lo que tienes que hacer es devolverme el cumplido —dijo él
sonriendo—. Así sabré el terreno que piso.
—Ah. Bueno, tampoco es que te aclare nada si yo te devuelvo el
cumplido, ¿no? Sabrás que te elogio porque me has pedido…
—Créeme, sí me aclara cosas.
—Vale —dije mirándolo de arriba abajo.
Y mientras yo lo estudiaba tan descaradamente, él estiró las piernas y el
cuello, cuadró los hombros y sacó pecho. Contemplé con admiración la
barba incipiente que cubría sus mejillas, tan natural y tan favorecedora. Mis
ojos se sintieron atraídos por la longitud de sus brazos. Me hubiera gustado
decir: «Tienes unos buenos brazos», pero yo no decía esas cosas. Preferí ir a
lo seguro.
—¿Y bien? —dijo.
—Me gusta tu camiseta —fue lo único que me salió.
Era una camiseta gris jaspeada con un pájaro.
—Oh. —Y juro por Dios que noté el tono de decepción de su voz—. Ya
veo.
—¿El qué? —Yo sonreí, a la defensiva—. Es un buen cumplido.
El chico se rió. No parecía especialmente interesado ni desesperado.
Aunque tampoco era distante o frío, él solo… estaba ahí. No sé si era así con
todas las mujeres, si podía hablar con cualquier mujer como si la conociera
de toda la vida o solo era conmigo. Pero no importa. Funcionaba.
—Oh, está bien —dijo él—. No hace falta que me moleste en pedirte el
teléfono. Cuando una chica te elogia los ojos, el pelo, la barba, los brazos, el
nombre, significa que está abierta a una cita. ¿Una que te elogia la camiseta?
Te va a rechazar seguro.
—Espera… eso no es… —empecé a protestar, pero entonces nos
interrumpieron.
—Ben Ross —exclamó la dependienta, y él se levantó de un salto. Me
miró fijamente y dijo—: No te despistes.
El chico pagó su pizza, le dio las gracias sinceramente a la dependienta y
entonces vino y volvió a sentarse junto a mí en el banco.
—Bueno, el caso es que me da la sensación de que si te pido que salgamos
me dirás que no. ¿Me dirás que no?
No, definitivamente, no le iba a decir que no. Pero ahora me sentía
abochornada y me estaba costando horrores no parecer desesperada. Le
dediqué una amplia sonrisa, sin poder controlarme, como si me estuvieran
haciendo cosquillas con una pluma.
—Se te va a enfriar la pizza —le dije.
Él me indicó que daba igual con un gesto de la mano.
—No me importa la pizza. Sé sincera. ¿Me das tu número?
Ahí estaba. El momento de la verdad. ¿Cómo decirlo sin gritarlo con toda
la energía y los nervios de mi cuerpo?
—Te doy mi número. Es lo justo.
—Elsie Porter —gritó la dependienta.
Al parecer, ya lo había gritado varias veces, pero Ben y yo estábamos
demasiado distraídos para oír nada.
—Oh, perdón. Esa soy yo. Um… tú espera aquí.
Él se rió y yo fui a pagar mi pizza. Cuando volví, había sacado su móvil.
Yo le di mi número y él me dio el suyo.
—Te llamaré pronto, si te parece bien. ¿O tengo que esperar los tres días
de rigor? ¿Es más de tu estilo?
—No, adelante —dije sonriendo—. Cuanto antes mejor.
Me tendió la mano y yo la estreché.
—Ben.
—Elsie —repuse yo, y por primera vez pensé que el nombre de Ben era el
más bonito que había oído nunca. Le sonreí. No pude evitarlo.Él me
devolvió la sonrisa y dio unos toquecitos a su pizza.
—Bueno, hasta pronto.
Yo asentí.
—Hasta pronto —dije, y regresé a mi coche. Mareada.
JUNIO
A rranco el imán de Georgie’s Pizza de la puerta de la nevera y trato de
hacerlo trizas, pero no sucumbe a mis débiles dedos. Se dobla y se distiende.
Comprendo la futilidad de lo que estoy haciendo, como si quitar el imán,
destruirlo, pudiera aliviar mi dolor en algún sentido. Lo vuelvo a poner en la
puerta de la nevera y llamo a Susan.
Contesta al segundo tono.
—¿Susan? Hola, soy Elsie.
—Hola. ¿Podemos reunirnos esta tarde para los preparativos?
—¿Preparativos?
No me había parado a pensar de qué podía querer hablar Susan conmigo.
No había pensado en los preparativos. Pero ahora, mientras dejo que las
palabras calen, me doy cuenta de que hay que ocuparse de muchas cosas,
claro. Hay cosas que planificar, formas de duelo cuidadosamente calculadas.
Ni siquiera se puede llorar a un muerto tranquilamente. Hay que hacerlo
siguiendo las normas y tradiciones americanas. Los próximos días estarán
llenos de obituarios y discursos. Féretros y camareros. Me sorprende que se
plantee siquiera la posibilidad de que yo forme parte de ello.
—Claro. Por supuesto —digo tratando de inyectar una semblanza de
decisión en mi voz—. ¿Dónde la recojo?
—Me alojo en el Hotel Beverly —contesta ella, y me explica dónde está,
como si yo no llevara años viviendo en Los Ángeles.
—Oh. No sabía que se había quedado en la ciudad.
Vive a dos horas de aquí. ¿Es que ni siquiera puede quedarse en su
ciudad? ¿Y dejarme esta a mí?
—Hay muchas cosas que resolver, Elsie. Podemos encontrarnos en el bar,
en la planta baja. —Su voz es seca, distante, fría. Le digo que nos reunamos a
las tres. Es casi la una—. Lo que te resulte más conveniente —dice, y cuelga.
Nada de esto me resulta conveniente. Lo que me resultaría conveniente
sería dormirme y no volver a despertar. Eso sería conveniente. Lo que me
resultaría conveniente sería estar en el trabajo porque todo está bien y saber
que Ben estará en casa esta noche para la cena, hacia las siete, y que vamos a
comer tacos. Eso sería conveniente. Hablar con la suegra a la que conocí
ayer sobre los dispositivos para el funeral de mi marido muerto no es
conveniente para mí, sea cual sea la hora de la tarde a la que quedemos.
Me vuelvo a la cama, abrumada por todo lo que tengo que hacer antes de
reunirme con ella. Tendré que ducharme, vestirme, subir al coche, conducir,
aparcar. Es demasiado. Cuando Ana vuelve, lloro de agradecimiento porque
sé que ella se hará cargo de todo.
Llego al hotel unos minutos tarde. Ana se va a aparcar el coche y me dice
que me esperará en el vestíbulo. Y que le mande un mensaje si la necesito.
Entro en la zona del bar y busco a Susan con la mirada. En este bar hace frío,
aunque fuera la temperatura es agradable. Odio el aire acondicionado. Me
instalé aquí por el calor. La sala es nueva, pero está decorada para parecer
antigua. Hay un menú de pizarra detrás de la barra que se ve demasiado
limpio para pertenecer a la época que el decorador pretende emular. Los
taburetes recuerdan a los establecimientos que vendían alcohol ilegalmente
en la época de la Ley Seca, pero no están agrietados ni gastados. Se ven
prístinos y sin usar. Así son los tiempos que vivimos: sentimos nostalgia por
las cosas hechas ayer. La semana pasada me habría encantado este bar,
porque entonces me gustaban las cosas con estilo. Ahora lo detesto por ser
tan falso y poco auténtico.
Finalmente veo a Susan en una mesa alta, al fondo. Está mirando el
menú, con la cabeza gacha, cubriéndose la cara con la mano. Levanta la vista
y me ve. Por un instante nos miramos; tiene los ojos hinchados y
enrojecidos, aunque su expresión me dice que va a ir directa al grano.
—Hola —digo, y tomo asiento.
Ella no se levanta para saludarme.
—Hola —contesta, reacomodándose en su silla—. Anoche me pasé por el
apartamento de Ben para…
—¿El apartamento de Ben?
—Cerca del bulevar Santa Mónica. Hablé con su compañero de piso y me
dijo que se había mudado el mes pasado.
—Sí —confirmo.
—Me dijo que se había ido con una joven llamada Elsie.
—Esa soy yo —digo, emocionada ante la perspectiva de que me crea.
—Eso ya lo imaginaba —contesta con sequedad. Y entonces coge una
carpeta y me la pone delante sobre la mesa—. Me han mandado esto de la
funeraria. Es una lista de opciones para el servicio.
—Muy bien.
—Hay que decidir en relación con las flores, la ceremonia, el obituario,
etcétera.
—Claro.
No estoy muy segura de a qué se refiere ese etcétera. Nunca he estado en
una situación como esta.
—Creo que es mejor que tú te encargues de estas cuestiones.
—¿Yo? —¿Ayer ni siquiera creía que tuviera derecho a estar en el hospital,
y ahora quiere que yo planifique el funeral?—. ¿Usted no quiere participar?
—pregunto vacilante.
—No. Yo no te acompañaré. Creo que es mejor que te ocupes tú de esto.
Querías ser su pariente más cercana…
Deja la frase a medias, pero sé muy bien cómo acaba. Lo que quería decir
es: «Querías ser su pariente más cercana, pues ya lo eres». Intento no hacer
caso de su actitud y mantener la imagen de Ben, mi Ben, su Ben, en la
cabeza.
—Pero… su familia debería participar.
—Soy la única familia que Ben tiene, Elsie. Tenía. Yo soy todo lo que
tenía.
—Lo sé. Lo que quería decir es que… usted tendría que participar en esto.
Tendríamos que hacerlo juntas.
La mujer me dedica una sonrisa escueta y resentida. Baja los ojos a los
cubiertos de la mesa. Juguetea con las servilletas y el salero.
—Es evidente que Ben no quería que participara en su vida. No veo por
qué voy a participar en su muerte.
—¿Por qué dice eso?
—Te lo acabo de decir. Está claro que no me quería lo suficiente para
decirme que se iba a casar o se iba a vivir contigo o lo que sea que hacíais
juntos. Y yo… —Se limpia una lágrima con un pañuelo de papel, con
delicadeza y decisión. Sacude la cabeza para controlarse—. Elsie, no quiero
hablar de esto contigo. Tienes una lista con lo que hay que hacer. Lo único
que pido es que me informes de cuándo se hará el servicio y me digas qué
piensas hacer con sus cenizas.
—Ben quería que lo enterraran. Me dijo que quería que lo enterraran con
camiseta y pantalones de deporte para estar más cómodo.
Cuando Ben me dijo esto, me pareció un detalle muy dulce. No se me
ocurrió pensar que no estaría senil cuando se muriera, que solo sería unos
meses después de nuestra conversación.
El rostro de la mujer se crispa en torno a sus ojos y su boca, sé que está
muy enfadada. Las arrugas que rodean su boca se acentúan y por primera
vez veo indicios claros de que es una mujer mayor. ¿Tiene mi madre esas
arrugas? Hace tanto que no la veo que no lo sé.
Quizá Susan no se da cuenta de lo que está haciendo. Quizá piensa que es
lo bastante fuerte para venir aquí y castigarme, para encargarme los
preparativos del funeral como venganza, pero no lo es. Y se empieza a notar
que está molesta.
—En nuestra familia todos han sido incinerados, Elsie. Jamás oí a Ben
decir que quisiera otra cosa. Solo dime qué vas a hacer con las cenizas. —
Baja la vista a la mesa y suspira, expulsando aire contra su regazo—. Tengo
que irme.
Se levanta y se va, sin mirar atrás, sin reconocer que existo.
Yo cojo la carpeta y me dirijo al vestíbulo, donde Ana me espera
pacientemente. Me lleva a casa, y subo los escalones hasta mi puerta.
Cuando me doy cuenta de que me he dejado las llaves dentro me doy la
vuelta y me echo a llorar. Ana me tranquiliza y saca la llave de repuesto de su
llavero y me la da. Me la da como si con eso todo fuera a ir bien, como si la
única razón por la que lloro fuera que no puedo entrar en el apartamento.
ENERO
L a mañana después de conocer a Ben me desperté con un mensaje suyo de
texto.
«Arriba, Elsie Porter. ¿Puedo invitarte a comer?»
Me levanté de la cama de un salto, chillando como una idiota, y estuve
dando saltitos compulsivamente al menos diez segundos. Tenía tanta energía
en mi cuerpo que no encontré otro modo de liberarla.
«Claro. ¿Adónde vamos?»,le contesté yo en otro mensaje.
Y me quedé mirando el móvil hasta que volvió a iluminarse.
«Pasaré a recogerte. A las doce y media. ¿Cuál es tu dirección?»
Le mandé mi dirección y corrí a la ducha como si fuera una emergencia.
Pero no lo era, claro. A las once cuarenta y cinco ya estaba lista, y me sentí
totalmente patética. Me recogí el pelo en una cola alta y me vestí con mis
vaqueros favoritos y mi camiseta más favorecedora. La idea de pasarme
cuarenta y cinco minutos sentada en casa, lista para salir, me hacía sentirme
como una idiota, así que decidí salir a dar un paseo. Y en mi júbilo y
entusiasmo, me dejé las llaves dentro.
Mi corazón empezó a latir tan deprisa que no podía pensar con claridad.
Me lo había dejado todo en casa, el móvil, el monedero. Ana tenía una llave
de repuesto, pero eso no me iba a servir de gran cosa si no podía llamarla.
Recorrí la calle buscando monedas por el suelo para poder llamarla desde
una cabina, pero resulta que a la gente no se le caen monedas de un cuarto al
suelo. Cualquiera hubiera pensado que sí, porque los cuartos son pequeños y
totalmente inservibles, pero cuando de verdad los necesitas, te das cuenta de
que no son tan ubicuos. Y entonces decidí buscar una cabina porque a lo
mejor podía manipularla y llamar gratis o encontraría una moneda en el
cajetín de devolución. Recorrí todo el vecindario y no encontré ninguna. Lo
que no me dejaba más opciones que colarme en mi propio apartamento.
Y es lo que intenté hacer.
Mi apartamento estaba en la planta de arriba de un dúplex, pero más o
menos se podía pasar al balcón desde los escalones de la entrada. Así que
subí los escalones, me encaramé a la barandilla y traté de aferrarme a la de
mi balcón. Si conseguía apoyar la mano y pasar una pierna por encima,
confiaba en que podría saltar dentro sin caerme y matarme. Después, ya solo
tenía que entrar a gatas por la pequeña gatera que los anteriores inquilinos
habían instalado. Hasta ese momento, cuando estaba convencida de que era
mi salvación, siempre había detestado la dichosa gatera.
Mientras persistía en mis intentos de agarrarme a la barandilla del balcón,
me di cuenta de que quizá el plan era más bien absurdo y seguramente
acabaría haciéndome daño. Si ya estaba costándome tanto aferrarme a ella,
¿cómo demonios iba a pasar la pierna por encima?
Hice un último y valiente intento y entonces tuve la idea peregrina de
intentar pasar primero la pierna y después agarrarme. Y estaba con la pierna
en alto cuando Ben me encontró.
—¿Elsie?
—¡Ah! —Casi me caigo, pero me las ingenié para volver a apoyar la
pierna en los escalones y todo quedó en un casi. Conseguí controlarme—.
Hola, Ben.
Bajé las escaleras corriendo y le di un abrazo. Se estaba riendo.
—¿Qué hacías ahí?
Estaba algo abochornada, pero de alguna manera, no me sentía
amenazada.
—Estaba intentando colarme en mi casa. Me he dejado las llaves dentro y
no llevo ni móvil ni monedero, nada.
—¿No tienes una llave de repuesto?
Meneé la cabeza.
—No. La había tenido, pero me pareció más inteligente dársela a mi
amiga Ana, para que me la pudiera dar en caso de emergencia.
Volvió a reírse. No me sentía como si se estuviera riendo de mí. Aunque
técnicamente es lo que estaba haciendo.
—Vale. Bueno, ¿y qué quieres hacer? Puedes llamarla desde mi móvil si
quieres. O podemos ir a desayunar y la llamas cuando volvamos.
Yo empecé a hablar, pero él me interrumpió:
—O… estaré encantado de colarme en tu casa por ti. Si es que no has
renunciado ya a la idea.
—¿Crees que podrás llegar a la barandilla del balcón desde las escaleras y
pasar la pierna por encima?
Yo lo dije en broma, pero al parecer él no estaba bromeando.
—Por supuesto.
—No, espera. Era broma. Podemos ir a desayunar.
Ben empezó a quitarse la chaqueta.
—No, insisto. Déjame hacerlo. Pareceré muy valiente. Y me considerarás
un héroe.
Se acercó a la barandilla y evaluó la distancia.
—Está bastante lejos. ¿Y estabas dispuesta a probarlo?
Asentí.
—No suelo preocuparme por mi seguridad —dije—. Y tengo muy poco
ojo para las distancias.
Ben indicó que sí con la cabeza.
—Vale. Voy a saltar. Pero tienes que prometerme una cosa.
—Sí, lo que quieras.
—Si me caigo y me hago daño, no dejes que llamen a mi contacto de
emergencia.
Me reí.
—¿Y eso por qué?
—Porque es mi madre, y la he dejado plantada para poder venir a verte.
—¿Has plantado a tu madre por mí?
—¿Lo ves? Tampoco dice mucho de ti que me dejes hacer esto. ¿Qué?
¿Estamos de acuerdo?
Yo asentí con firmeza.
—Lo estamos. —Le tendí la mano y él la estrechó mirándome a los ojos
con gesto dramático, mientras la sonrisa volvía a su rostro.
—¡Vamos allá! —dijo, y saltó la barandilla como si tal cosa. Se impulsó
sobre la de la escalera, se aferró a la del balcón y pasó la pierna por encima.
—Vale. ¿Ahora qué?
Me mortificaba tener que contarle la siguiente parte del plan. No me
había parado a pensar cómo se tomaría lo de la puerta gatera.
—Oh, bueno. Um… Yo pensaba… pensaba colarme por la puerta gatera
—dije.
Él miró a su espalda, abajo. Y al verlo a través de sus ojos, me di cuenta de
que en realidad la gatera era más pequeña de lo que yo pensaba.
—¿Esta puerta gatera?
Asentí.
—Sí. ¡Lo siento! Quizá tendría que haberlo mencionado al principio.
—No creo que pueda pasar por ahí.
—Bueno, pero podrías intentar ayudarme a subir al balcón.
—Bien. O podría volver a bajar y llamamos a tu amiga Ana.
—¡Oh, claro! Es verdad. Ya me había olvidado.
—Pero ya que estoy aquí al menos puedo intentarlo. Espera.
Se agachó y echó un rápido vistazo. La cabeza le pasaba bien, y estuvo
tratando de embutirse por el hueco. La camiseta se le enganchó y se le subió
hasta el pecho. Podía verle el estómago y la cinturilla de los calzoncillos. Y
de pronto fui consciente de lo mucho que me atraía físicamente, de lo
masculino que era. Se le veía tan fuerte y sólido… Espalda bronceada y
definida. Los brazos, que en ese momento estaban flexionados mientras se
impulsaba hacia adentro, tenían un aspecto fuerte y… capaz. Nunca antes
me había sentido atraída ante la idea de que alguien me protegiera, pero el
cuerpo de Ben parecía totalmente capaz de hacerlo y me sorprendió la
reacción que eso provocó en mí. ¿Cómo había podido pasar aquello? Apenas
conocía a ese hombre y lo estaba mirando como un objeto mientras él se
colaba en mi apartamento. Finalmente consiguió pasar los dos hombros por
el hueco y oí con voz amortiguada un «Creo… que puedo hacerlo» y un
«¡Au!» Su trasero desapareció y las piernas lo siguieron. Subí hasta la puerta
y él abrió con una sonrisa radiante, y con los brazos abiertos. Me sentí
tradicional, convencional, la típica damisela en apuros salvada por el fornido
caballero. Siempre había pensado que las mujeres que se sienten atraídas por
ese tipo de cosas son estúpidas, pero, al menos por un momento, yo también
sentí que Ben era mi héroe.
—Venga, entra —dijo.
Aquella manera de comenzar nuestra cita era tan absolutamente
surrealista que me sentí un tanto eufórica. No tenía ni idea de lo que podía
pasar.
Entré en casa, y Ben empezó a observar el apartamento.
—Es un apartamento realmente bonito. ¿A qué te dedicas?
—Esas dos frases juntas solo pueden significar «¿cuánto dinero ganas?»
—contesté yo.
No lo dije con mala intención, o al menos no lo sentí así. Solo le estaba
tomando el pelo, y él me lo estaba tomando a mí cuando contestó: —Bueno,
es que me resulta difícil creer que una mujer pueda pagarse un sitio como
este por sí misma.
Le dediqué una falsa mirada de indignación y él hizo otro tanto.
—Soy bibliotecaria.
—Entiendo. Así que te va bien. Eso es bueno, precisamente yo estaba
buscando una baby mama.
—¿Una baby mama?
—Perdona. No es esa la palabra. ¿Cómo se dice cuando una mujer paga
todo lo de su hombre?
—¿Te refieres a sugar mama?
Ben se veía algo abochornado, y me pareció de lo más encantador. Hasta
ese momento lo había tenido todo controlado, pero el hecho de ver que era
un poquito vulnerable me resultaba… embriagador.
—Eso, sugar mama. ¿Qué es una baby mama?
—Eso es cuando no estás casado conla mujer que tiene tus hijos.
—Oh, no, no estoy buscando una de esas.
—No sé si hay nadie que lo busque expresamente.
—Cierto. Las cosas salen así y ya está. Pero sí que hay hombres que
buscan mujeres que les mantengan. Así que ándate con ojo.
—Estaré atenta.
—¿Nos vamos?
—Claro. Espera que cojo mis…
—Llaves.
—Iba a decir monedero. Pero sí. Las llaves también. ¿Te imaginas que me
las vuelvo a olvidar?
Las cogí de encima de la mesita del recibidor y él me las quitó con
delicadeza de las manos.
—Yo me ocuparé de las llaves —dijo.
Yo asentí.
—Si crees que es lo mejor.
JUNIO
D espierto a este mundo feo y desagradable una y otra vez, y cada vez cierro
los ojos con fuerza porque recuerdo quién soy. Finalmente, me levanto,
hacia mediodía, no porque esté preparada para enfrentarme al día sino
porque ya no puedo seguir enfrentándome a la noche.
Entro en la sala de estar.
—Buenos días —dice Ana cuando me ve. Está sentada en el sofá, y me
toma de la mano—. ¿Qué puedo hacer?
La miro a los ojos y le digo la verdad.
—No puedes hacer nada. Nada de lo que hagas hará que esto me resulte
más fácil.
—Lo sé —contesta—. Pero puedo hacer algo aunque sea para…
Los ojos se le llenan de lágrimas. Meneo la cabeza. No sé qué decir. No
quiero que nadie me haga sentirme mejor. Ni siquiera soy capaz de pensar
más allá del momento presente. No puedo pensar en esta noche. No sé cómo
voy a conseguir aguantar los siguientes minutos, mucho menos las próximas
horas. Y, sin embargo, no se me ocurre nada que pueda hacer esto más
llevadero. No importa cómo se comporte Ana, si me limpia la casa a
conciencia, si es amable conmigo, no importa si me doy una ducha, o salgo
desnuda a la calle, si me bebo hasta la última gota de alcohol que hay en la
casa, Ben sigue sin estar conmigo. Ben nunca volverá a estar conmigo. De
pronto, siento que no seré capaz de superar este día y, si Ana no se queda
aquí para vigilarme, no sé de lo que sería capaz.
Me siento a su lado.
—Puedes quedarte aquí. Cerca de mí. No me hará las cosas más fáciles,
pero creo que al menos me permitirá creer un poco más en mí misma.
Quédate conmigo.
Me siento demasiado emocionada para llorar. Mi cuerpo y mi rostro
están tan consumidos por la pena que ya no hay sitio para nada más.
—Ya está. Estoy aquí. Estoy aquí y no me iré. —Me sujeta, me pasa el
brazo alrededor de los hombros y aprieta—. Tendrías que comer.
—No, no tengo hambre —digo.
Nunca volveré a tener hambre. ¿Cómo es el hambre? ¿Quién se acuerda
de eso?
—Ya sé que no tienes hambre, pero tienes que comer. Si pudieras pedir
cualquier cosa, ¿qué te apetecería comer? Y no pienses en la salud o el
dinero. Piensa si pudieras comer cualquier cosa.
Normalmente, si alguien me hubiera preguntado eso, yo habría dicho que
quería un Big Mac. Yo siempre quiero un Big Mac, la ración más grande de
patatas que tengan y un montón de galletas de mantequilla de cacahuete. Mi
paladar no está hecho para apreciar las comidas más finas. Nunca me
apetece sushi o un buen chardonnay. A mí me van las patatas fritas y la coca
cola. Pero no ahora. En estos momentos, para mí un Big Mac no sería muy
distinto de una grapadora. Y la probabilidad de que me lo comiera serían las
mismas.
—No, nada. No creo que pudiera tragar nada.
—¿Sopa?
—No, nada.
—Tendrás que comer en algún momento del día. Prométeme que
comerás.
—Claro —digo.
Pero no lo haré. Estoy mintiendo. No tengo intención de cumplir esa
promesa. De todos modos ¿para qué sirven las promesas? ¿Cómo podemos
esperar que la gente cumpla su palabra sobre nada cuando el mundo que nos
rodea es tan arbitrario, absurdo y poco de fiar?
—Hoy tienes que ir a la funeraria. ¿Quieres que les llame ahora?
Oigo sus palabras y asiento. Es todo lo que puedo hacer. Y es lo que hago.
Ana coge su móvil y llama a la funeraria. Al parecer, tenía que haber
llamado ayer. Oigo que la recepcionista dice algo de «ir con retraso». Ana no
se atreve a pasarme esa información, pero por su voz sé que le están echando
la bulla. Que se atrevan conmigo. Sí, que se atrevan. No me importará
ponerme a gritar a un puñado de gente que se aprovecha de la tragedia.
Ana me lleva a la oficina y aparca delante, en la calle. Hay un
aparcamiento subterráneo en el edificio, pero cuesta dos dólares con
cincuenta céntimos cada quince minutos, y es una tontería. Me niego a
ayudar a estos memos sacacuartos utilizando sus servicios. Por cierto, esto
no tiene nada que ver con mi pérdida. Siempre he odiado a la gente que saca
dinero a los demás. En el cartel dice que es gratis si te validan el tique los de
la funeraria Wright & Sons, pero eso sería de muy mal gusto por ambas
partes.
«Sí, nos gustaría que lo embalsamaran. Por cierto, ¿podría validarme el
tique del aparcamiento?»
Ana encuentra sitio en la calle enseguida. Yo compruebo el espejo del
asiento del acompañante y veo que mis ojos están enrojecidos. Tengo las
mejillas salpicadas de manchitas rosas. Mis pestañas están pegadas y
brillantes. Ana me entrega sus gafas de sol grandes y oscuras. Me las pongo y
me apeo del coche. Por un momento vuelvo a verme en el espejo, vestida
para una reunión con gafas de sol, y me siento como Jackie Kennedy. Quizá
en toda mujer hay una parte que querría ser Jackie Kennedy, pero la Jackie
Kennedy primera dama, o la Jackie Kennedy Onassis. Nadie quiere
parecerse a ella en esto.
Ana corre al parquímetro y se dispone a poner unas monedas de
veinticinco céntimos, pero se da cuenta de que no tiene.
—¡Mierda! No tengo monedas de veinticinco céntimos. Entra tú, yo
arreglo esto enseguida —dice al tiempo que vuelve a entrar en el coche.
—No —contesto yo echando mano de mi monedero—. Yo sí tengo. —
Pongo el cambio en el parquímetro—. Además, no creo que pueda hacer
esto sin ti.
Y me echo a llorar otra vez, barboteando, mientras las lágrimas caen por
mi rostro, aunque no se ven hasta que no han rebasado la barrera de las
enormes lentes.
ENERO
Cuando subimos al coche de Ben, me preguntó si tenía ganas de aventura y
yo le dije que sí.
—Te estoy hablando de una aventura de verdad.
—¡Estoy lista!
—¿Y qué pasa si la aventura nos lleva a un restaurante que está a más de
una hora de aquí?
—Mientras conduzcas tú, me parece bien. Aunque no sé qué puede ser
tan importante como para conducir una hora.
—Oh, tú déjame eso a mí —dijo, y arrancó el coche.
—Estás siendo muy críptico —comenté.
Pero no me hizo caso. Estiró el brazo y encendió la radio.
—Te dejo a cargo de la música y la navegación si hace falta.
—Bien —dije, y al momento cambié la emisora a la NPR. Mientras las
voces bajas y monótonas llenaban el aire, Ben meneó la cabeza—. ¿Te gusta
esto? —preguntó sonriendo.
—Me gusta esto —dije yo reconociéndolo abiertamente y sin
disculparme.
—Tendría que haberlo imaginado. Una chica guapa tenía que tener algún
defecto.
—¿No te gustan las emisoras donde hablan?
—Me gustan, supongo. Quiero decir que me gustan como me puede
gustar una cita con el médico. Sirven a un propósito pero no son nada
divertidas.
Me reí, y él me miró. Me miró durante un instante demasiado largo para
que fuera seguro.
—¡Eh! Los ojos en la carretera, casanova —dije.
¿Casanova? ¿Quién era yo? ¿Mi padre?
Ben se volvió enseguida y se concentró en lo que teníamos delante.
—¡Lo siento! ¡La seguridad es lo primero! —admitió.
Para cuando nos incorporamos a la autovía, Ben ya había apagado la
radio.
—Ya he oído suficientes partes de tráfico —dijo—. Tendremos que
distraernos a la antigua.
—¿A la antigua?
—Conversación.
—Ah, claro. Conversación.
—Empecemos por lo básico: ¿cuánto hace que vives en Los Ángeles?
—Cinco años. Me mudé después de acabar la universidad. ¿Y tú?
—Nueve años. Me instalé aquí para ir a la universidad. Por lo visto nos
graduamos el mismo año. ¿A qué escuela fuiste?
—Oh, Ithaca. Mis padres estudiaron en Cornell y me hicieron visitarla,
pero cuando llegué aquí, Ithaca me pareció más adecuada. En realidad hice
el pregrado de medicina, pero a los dos meses ya tenía muy claro que no
quería ser médico.
—¿Y antes por qué querías ser médico?
A esas alturas,

Continuar navegando

Contenido elegido para ti

Otros materiales