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Argentina • Chile • Colombia • España Estados Unidos • México • Perú • Uruguay • Venezuela Título original: Forever, interrupted Editor original: Washington Square Press A Division of Simon & Schuster, Inc., New York Traducción: Encarna Quijada Vargas 1.ª edición Marzo 2015 Todos los nombres, personajes, lugares y acontecimientos de esta novela son producto de la imaginación de la autora, o son empleados como entes de ficción. Cualquier semejanza con personas vivas o fallecidas es mera coincidencia. Copyright © 2013 by Taylor Jenkins Reid All Rights Reserved © 2015 de la traducción by Encarna Quijada Vargas © 2015 by Ediciones Urano, S.A. Aribau, 142, pral. – 08036 Barcelona www.titania.org atencion@titania.org Depósito Legal: B 2540-2015 ISBN EPUB: 978-84-9944-834-3 Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público. Todos los derechos reservados. /span> http://www.titania.org/ mailto:atencion%40titania.org?subject= A Linda Morris Por leer los relatos de asesinatos de una niña de doce años Y a Alex Reid, Un hombre del que debería enamorarse el mundo entero. Cada mañana, cuando despierto, durante una fracción de segundo olvido que te has ido y extiendo el brazo para tocarte. Pero lo único que encuentro es tu lado frío de la cama. Mis ojos se posan en la imagen de nosotros en París, sobre la mesita de noche, y me siento feliz al pensar que, aunque fue breve, yo te amé y tú me amaste. Craiglist, anuncios clasificados, Chicago, 2009 Contenido Portadilla Créditos Dedicatoria Cita PARTE I JUNIO DICIEMBRE JUNIO ENERO JUNIO ENERO JUNIO ENERO JUNIO ENERO JUNIO ENERO JUNIO ENERO JUNIO FEBRERO JUNIO FEBRERO JUNIO MARZO JUNIO PARTE II AGOSTO ABRIL SEPTIEMBRE MAYO SEPTIEMBRE MAYO SEPTIEMBRE MAYO SEPTIEMBRE MAYO OCTUBRE MAYO OCTUBRE NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE MAYO NOVIEMBRE DICIEMBRE JUNIO Agradecimientos PARTE I JUNIO ¿H as decidido si vas a cambiarte el nombre? —me pregunta Ben. Está sentado en el otro lado del sofá, masajeándome los pies. Se le ve tan mono… ¿Cómo he podido acabar con alguien tan condenadamente mono? —Tengo una idea —bromeo. Pero en realidad es más que una idea. Mi cara se distiende en una sonrisa—. Creo que voy a hacerlo. —¿De verdad? —pregunta emocionado. —¿Te gustaría? —digo yo. —¿Bromeas? Me refiero a que… no tienes por qué hacerlo. Si consideras que es ofensivo o… O que es una forma de negar tu identidad. Quiero que uses el nombre que tú quieras. Pero si resulta que ese nombre es el mío… — se sonroja levemente—; eso estaría muy bien. Parece demasiado sexy para ser un marido. Una se imagina a los maridos como hombres gordos y calvos que sacan la basura. Pero mi marido es sexy. Es joven, alto y fuerte. Es tan perfecto… Suena de lo más cursi. Pero así es como tiene que ser, ¿no? Como recién casada se supone que tengo que verlo a través de este cristal rosa. —Estaba pensando en decidirme por Elsie Porter Ross —le digo. Ben deja de masajearme los pies un momento. —La idea me pone. Lo miro y me río. —¿Por qué? —No sé —contesta, y vuelve a masajearme los pies—. Seguramente es alguna cosa rara que se remonta a nuestros tiempos de cavernícolas. Me encanta la idea de que seamos los Ross. El señor y la señora Ross. —¡Me gusta! El señor y la señora Ross. Me pone. —¡Lo que yo decía! —Pues decidido. En cuanto llegue el certificado matrimonial, lo enviaré al Departamento de Vehículos Motorizados o donde sea que haya que enviarlo. —Increíble —comenta apartando las manos de mis pies—. Muy bien, Elsie Porter Ross, me toca. Así que me pongo con los pies de Ben. Durante un rato, le masajeo distraída los dedos de los pies a través de los calcetines, en silencio. Mi mente divaga, pero al final se detiene en una realidad sorprendente: me muero de hambre. —¿No tienes hambre? —le pregunto. —¿Ahora? —No sé por qué pero me muero por comer Fruity Pebbles. —¿No tenemos cereales en casa? —Sí, sí tenemos. Pero… me apetecen Fruity Pebbles. Nosotros tenemos cereales para adultos, cajas de bolitas marrones enriquecidas con fibra. —Bueno, ¿quieres que vayamos a comprar? Estoy seguro de que CVS aún está abierto y de que tienen Fruity Pebbles. O puedo ir yo solo si no tienes ganas de salir. —¡No! ¡No podría permitirlo! No estaría bien que me aprovechara de ese modo. —No, no estaría bien. Pero eres mi mujer y te quiero, y quiero que tengas lo que quieres. Hace ademán de levantarse. —No, de verdad, no tienes por qué ir. —Venga, que voy. Ben sale de la habitación y vuelve con su bici y sus zapatos. —¡Gracias! —digo, al tiempo que me estiro sobre el sofá, ocupando el espacio que él acaba de dejar libre. Ben abre la puerta de la calle sonriéndome y sale con la bici. Oigo que pone el freno y sé que volverá a entrar para decir adiós. —Te quiero, Elsie Porter Ross —dice, se inclina sobre el sofá y me besa. Lleva un casco de montar en bici y guantes. Me dedica una sonrisa—. De verdad, me encanta cómo suena. Esbozo una amplia sonrisa. —¡Te quiero! —le digo—. Gracias. —De nada. ¡Te quiero! Vuelvo enseguida —dice, y cierra la puerta a su espalda. Apoyo la cabeza en el sofá y cojo un libro, pero no me puedo concentrar. Le echo de menos. Pasan veinte minutos y empiezo a esperar, pero la puerta no se abre. No se oye a nadie en los escalones. Cuando han pasado treinta minutos, lo llamo al móvil. Nada. Por mi cabeza empiezan a pasar mil posibilidades. Todas igualmente inverosímiles y absurdas. Ha conocido a otra. Se ha parado en un club de striptease. Vuelvo a llamar, mientras mi cabeza empieza a barajar motivos más realistas para explicar su retraso, motivos razonables y por tanto más aterradores. Cuando veo que no contesta, me levanto del sofá y salgo a la calle. No estoy muy segura de lo que espero encontrar, pero miro calle arriba y calle abajo buscando algún rastro de Ben. ¿Es una tontería pensar que le ha pasado algo? No soy capaz de decidirme. Trato de mantener la calma y me digo a mí misma que estará atrapado en algún atasco de tráfico o se habrá topado con algún viejo amigo. Los minutos pasan cada vez más despacio. Como si fueran horas. Cada segundo se hace insoportablemente largo. Sirenas. Oigo sirenas que avanzan en esta dirección. Veo los destellos de las luces por encima de los tejados de la calle. Sus sonidos estridentes parece como si me estuvieran llamando. Puedo oír mi nombre en su lamento repetitivo: El- sie El-sie. Echo a correr. Para cuando llego al final de mi calle, puedo sentir el frío del hormigón contra las plantas de mis pies. Los ligeros pantalones que llevo no me protegen del viento, pero sigo corriendo hasta que encuentro el origen del sonido. Dos ambulancias y un camión de bomberos. Hay algunos coches de policía que bloquean el acceso a la zona. Me acerco hasta donde puedo y entonces me detengo. Están colocando a alguien en una camilla. Hay un gran camión de mudanzas volcado a un lado de la calle. Las ventanillas están rotas, hay cristales por todas partes. Miro con atención el camión, tratando de decidir qué ha pasado. Y es entonces cuando veo que no todo son cristales. La calle está cubierta de pedacitos de otra cosa. Me acerco un poco más y veo uno a mis pies. Es un cereal de fruta. Y mis ojos recorren la calle buscando la única cosa que rezo para no ver. Pero la veo. La bicicleta de Ben. ¿Cómo es posible que se me haya pasado?, justo delante de mí, medio atrapada bajo el camión de mudanzas. Retorcida y rota. De pronto el mundo entero guarda silencio. Las sirenas se detienen. La ciudad entera se detiene. El corazón me late tan deprisa que me duele en el pecho.Puedo sentir la sangre palpitando en mi cerebro. Hace tanto calor aquí afuera. ¿Cuándo ha empezado a hacer tanto calor? No puedo respirar. No creo que pueda respirar. No respiro. Ni siquiera me doy cuenta de que estoy corriendo hasta que llego a la ambulancia. Y empiezo a golpear las puertas. Salto una y otra vez tratando de llegar a las ventanillas, pero están demasiado altas para mí. Y mientras salto, lo único que oigo es el sonido de los cereales de frutas crujiendo bajo mis pies. Cada vez que salto los aplasto contra el suelo. Los convierto en un millón de partículas. La ambulancia se va. ¿Es él quien va ahí? ¿Le mantienen con vida? ¿Está bien? ¿Está magullado? Quizá está en la ambulancia porque el protocolo dice que tiene que ser así pero en realidad está bien. Quizá está por aquí en algún sitio. Quizá la ambulancia se ha llevado al conductor del camión. Ese tipo tiene que estar muerto, ¿no? Es imposible que haya sobrevivido. Y entonces Ben estará bien. Ese es el karma de los accidentes: el malo se muere, el bueno sobrevive. Me doy la vuelta y miro alrededor, pero no veo a Ben por ningún lado. Empiezo a gritar su nombre. Sé que está bien. Estoy segura. Pero quiero que esto se acabe. Solo necesito verlo, con algún pequeño arañazo, que me digan que está bien y que puede volver a casa. Vamos a casa, Ben. He aprendido la lección, nunca dejaré que vuelvas a hacerme un favor tan estúpido. Vamos a casa ya. —¡Ben! —grito al aire de la noche. Hace tanto frío… ¿Cómo es que ahora hace tanto frío?—. ¡Ben! —vuelvo a gritar. Me siento como si estuviera corriendo en círculos, hasta que un policía me obliga a parar. —Señora —me dice aferrándome de los brazos. Pero yo sigo gritando. Ben tiene que oírme. Tiene que saber que estoy aquí. Tiene que saber que es hora de volver a casa—. Señora —repite el policía. —¿Qué? —le grito en su cara. Me suelto con brusquedad y me doy la vuelta. Y trato de pasar a una zona que está claramente acordonada. Seguro que la persona que ha puesto ese cordón policial me dejaría pasar. Seguro que entendería que yo lo único que quiero es encontrar a mi marido. El policía me alcanza y vuelve a sujetarme por los brazos. —¡Señora! —me dice, esta vez con un tono más severo—. No puede estar aquí. ¿Es que no entiende que es justamente aquí donde tengo que estar en estos momentos? —Tengo que encontrar a mi marido —le digo—. Podría estar herido. Esa es su bicicleta. Tengo que encontrarle. —Señora, han llevado a su marido al Cedars-Sinai. ¿Tiene forma de llegar allí? Mis ojos le miran, pero no entiendo lo que me dice. —¿Dónde está? —pregunto. Necesito que repita lo que ha dicho. No le entiendo. —Señora, su marido va de camino al centro médico Cedars-Sinai. Se lo han llevado a urgencias. ¿Quiere que la lleve? ¿No está aquí? Pienso ¿Era él quien iba en la ambulancia? —¿Está bien? —Señora, yo no puedo… —¿Está bien? El policía me mira, se quita la gorra y se la coloca contra el pecho. Ya sé lo que eso significa. Es lo que hacen a la puerta de las casas de las viudas de guerra en las películas históricas. Y yo, como si acabaran de darme entrada, empiezo a respirar entrecortadamente. —Tengo que verle —exclamo entre lágrimas—. ¡Tengo que verle! ¡Necesito estar con él! —Me dejo caer de rodillas en mitad de la calle, estrujando más cereales bajo mi peso—. ¿Está bien? Tendría que estar con él. Solo dígame si aún está vivo. El oficial de policía me mira con cara de pena y culpabilidad. Nunca había visto esas dos expresiones juntas, pero es fácil reconocerlas. —Señora, lo siento. Su marido ha… El policía no tiene prisa. Él no está acelerado por la adrenalina como yo. Sabe que no hay motivo para correr. Sabe que el cuerpo sin vida de mi marido puede esperar. No dejo que termine la frase. Sé lo que va a decir y no puedo creerlo. No quiero creerlo. Le grito mientras le golpeo el pecho con los puños. Es un hombre grande, medirá unos dos metros seguramente, y su mole se cierne sobre mí. Me siento como una niña. Pero eso no me detiene. Sigo brincando y pegándole. Me gustaría abofetearle. Darle patadas. Causarle el mismo dolor que siento yo. —Ha fallecido en el acto. Lo siento. Y entonces me desplomo sobre el suelo. Todo me da vueltas. Puedo oír mi corazón, pero no consigo concentrarme en lo que dice el policía. No pensaba que esto pudiera pasar. Yo creía que las cosas malas solo le pasan a la gente que tiene muchos humos. No a la gente como yo, que sabe lo frágil que es la vida y respeta la autoridad de un poder superior. Pero ha pasado. Me ha pasado. Mi cuerpo se tranquiliza. Mis ojos se secan. Mi rostro se queda petrificado, mis ojos se detienen sobre un andamio y se quedan ahí. Me siento los brazos entumecidos. No sé si estoy sentada o de pie. —¿Qué le ha pasado al conductor del camión? —le pregunto al policía, tranquila y compuesta. —¿Perdone? —¿Que qué le ha pasado a la persona que conducía el camión de las mudanzas? —Ha fallecido, señora. —Bien. Y lo digo como una auténtica psicópata. El policía se limita a asentir con un gesto de la cabeza, indicando quizás el compromiso tácito de hacer como que no me ha oído, para que yo pueda fingir que no he deseado que otra persona se muera. Pero no quiero retirarlo. El hombre me coge de la mano y me ayuda a subir en la parte delantera de su coche patrulla. Pone las sirenas para avanzar sin trabas entre el tráfico, y veo pasar las calles de Los Ángeles a cámara rápida. Nunca me habían parecido tan feas. Cuando llegamos al hospital, el oficial me instala en la sala de espera. Mi cuerpo se sacude con tanta violencia que el asiento se sacude conmigo. —Tengo que entrar ahí —le digo—. ¡Tengo que entrar! —grito más fuerte. Me fijo en el nombre que pone en su tarjeta de identificación. Oficial Hernández. —Lo entiendo. Voy a preguntar. Trataré de conseguir tanta información como sea posible. Creo que le asignarán un psicólogo. Vuelvo enseguida. Oigo cómo me habla, pero no consigo reaccionar ni responderle. Me limito a quedarme sentada, mirando a la pared de enfrente. Siento que mi cabeza se balancea de un lado al otro. Siento que me pongo en pie y camino hacia la sala de enfermeras, pero el oficial Hernández ya vuelve y me intercepta a mitad de camino. Ahora está con un hombre bajito de mediana edad. El hombre viste traje azul y corbata roja. Apuesto a que el muy idiota la tiene como una especie de amuleto de poder. Apuesto a que está convencido de que todo le sale bien cuando se pone esa corbata. —Elsie —dice. Debo de haberle dicho al oficial Hernández mi nombre. Ni siquiera me acuerdo. Me tiende la mano como si esperara que yo se la estreche. Pero no veo necesidad de andarme con formalismos en medio de una tragedia. Dejo que su mano cuelgue esperando. Antes de esto, nunca habría rechazado un apretón de manos. Soy una persona educada. A veces hasta soy demasiado complaciente. Desde luego, no se me puede considerar «difícil» o «problemática» en ningún sentido. —¿Es usted la mujer de Ben Ross? ¿Lleva encima el carnet de conducir? —me pregunta el hombre. —No, yo… salí corriendo de casa. No… Me miro los pies. Ni siquiera llevo puestos unos zapatos y este hombre me pregunta si he traído el carnet de conducir. El oficial Hernández se va. Le veo marcharse, despacio, con torpeza. Siente que su trabajo aquí ya ha acabado, estoy segura. Ojalá yo fuera él. Ojalá pudiera alejarme de todo esto y volver a casa. A una casa con mi marido y mi cama calentita. Mi marido, una cama confortable, y un maldito cuenco de Fruity Pebbles. —Me temo que aún no podemos dejarla entrar, Elsie —me dice el hombre de la corbata roja. —¿Por qué? —Los médicos están trabajando. —¿Está vivo? —exclamo. Con qué rapidez puede volver la esperanza. —No, lo siento. —Menea la cabeza—. Su marido ha fallecido esta tarde. Pero es donante de órganos. Me siento como si estuviera dentro de un ascensor que cae a toda velocidad hacia la planta baja. Le están cortando en pedazos para dárselos a otra gente. Le están extrayendo los órganos. Me vuelvo a sentar en la silla,sintiéndome muerta por dentro. Una parte de mí querría gritarle a este hombre que me deje entrar. Que me deje verle. Quiero pasar por esas puertas dobles y buscarlo, abrazarlo. ¿Qué le están haciendo? Pero estoy petrificada. Yo también estoy muerta. El hombre de la corbata roja se marcha un momento y regresa con un chocolate caliente y unas zapatillas. Mis ojos están secos y cansados. Apenas veo a través de ellos. Mis sentidos están embotados. Es como si estuviera atrapada en mi cuerpo, aislada de todos cuantos me rodean. —¿Tiene alguien a quien podamos llamar? ¿Sus padres? Meneo la cabeza. —Ana —digo—. Tengo que llamar a Ana. Apoya su mano en mi hombro. —¿Puede escribirme el número? Yo la llamaré. Asiento con el gesto y el hombre me da un trozo de papel y un boli. Tardo un minuto en recordar el número. Antes de escribirlo bien, anoto un número que no es varias veces, pero cuando le devuelvo el papel estoy bastante segura de que lo que hay escrito en él es correcto. —¿Y qué pasa con Ben? No estoy muy segura de lo que quiero decir con eso. Es solo que… no puedo rendirme aún. No quiero pasar aún a la fase de llamar a alguien que me lleve a casa y me vigile. Tenemos que enfrentarnos a esto, ¿no? Tengo que encontrarle y salvarle. ¿Cómo puedo encontrarle y salvarle? —Las enfermeras han llamado a su pariente más cercano. —¿Cómo? Yo soy su pariente más cercano. —Al parecer en su carnet de conducir figura una dirección en Orange County. Estamos obligados a notificarlo legalmente a la familia. —¿A quién han llamado? ¿Quién va a venir? Pero ya sé quién va a venir. —Veré si puedo averiguarlo. Y llamaré a Ana. Volveré enseguida, ¿vale? Yo asiento con la cabeza. En esta sala oigo y veo a otras familias que esperan. Algunos tienen aspecto lúgubre, pero la mayoría están bien. Hay una madre con su hija pequeña. Están leyendo un libro. Un chico joven sujetándose una bolsa de hielo contra la cara junto a un padre que parece molesto. Una parejita de adolescentes cogidos de la mano. No sé por qué están aquí, pero a juzgar por la sonrisa de sus caras y el modo en que tontean, es evidente que no es grave y a mí… a mí me gustaría gritarles. Me gustaría decirles que las salas de urgencias son para emergencias. No tendrían que estar aquí si van a estar tan felices y despreocupados. Me gustaría decirles que se vayan y sean felices en otro sitio, porque en estos momentos lo que menos falta me hace es tener que ver eso. Ya no recuerdo cómo es ser ellos. Ni siquiera recuerdo cómo es ser yo misma antes de que esto pasara. Lo único que tengo es esta abrumadora sensación de miedo. Eso, y la rabia contra esos dos idiotas que no apartan su jodida sonrisa de delante de mí. Les odio, odio a las malditas enfermeras, que siguen con sus cosas como si este no fuera el peor día de sus vidas. Llaman por teléfono, hacen fotocopias y beben café. Las odio por ser capaces de beber café en un momento como este. Odio a toda la gente que hay en este hospital por no sentirse fatal. El hombre de la corbata roja vuelve y dice que Ana viene de camino. Se ofrece a sentarse y esperar conmigo. Yo me encojo de hombros. Que haga lo que quiera. Su presencia no me consuela, aunque al menos sí evita que me tire sobre alguien y me ponga a gritarle por estar comiendo una barra de caramelo en un momento como este. Mi cabeza vuelve de pronto a los Fruity Pebbles esparcidos por la calle, y sé que estarán ahí cuando vuelva a casa. Sé que nadie los habrá retirado porque nadie puede saber lo espantoso que será para mí volver a verlos. Y entonces pienso en lo estúpido que es que Ben haya muerto por algo así. Ha muerto por unos Fruity Pebbles. Tendría gracia si no fuera tan… No, no tendría gracia. Nada de todo esto tiene ninguna gracia. Ni siquiera el hecho de que haya perdido a mi marido porque se me ha antojado comer unos cereales infantiles inspirados en los Picapiedra. Me odio a mí misma por esto. Es lo que más odio. Ana aparece con expresión apocalíptica. No sé qué le habrá dicho el hombre de la corbata roja, pero se levanta para recibirla cuando ve que se acerca con gesto apresurado. Veo que hablan, pero no puedo oírles. Hablan solo un momento, y luego ella corre a mi lado y me abraza. Dejo que sus brazos me rodeen, pero no tengo energía para devolver el gesto. Esto es el pez muerto de los abrazos. Ana susurra en mi oído: —Lo siento. Y me derrumbo entre sus brazos. No tengo ningún deseo de contenerme, ni de ocultar mi dolor. Y lloro desconsoladamente en la sala de espera. Sollozo y jadeo contra su pecho. En cualquier otro momento de mi vida, hubiera apartado mi cabeza de esa parte de su cuerpo. Me hubiera sentido incómoda teniendo mis ojos y mis labios tan cerca de una zona con un carácter tan marcadamente sexual del cuerpo, pero en estos momentos el sexo parece algo trivial y estúpido. Parece algo que los tontos hacen por aburrimiento. Esos adolescentes felices seguro que lo hacen por deporte. Los brazos de Ana no me reconfortan. Las lágrimas brotan de mis ojos como si las estuviera obligando a salir, pero no lo hago. Salen por sí mismas. Ni siquiera me siento triste. La desolación que siento es tan desproporcionadamente grande que las lágrimas parecen algo insignificante y absurdo. —¿Le has visto, Elsie? Lo siento tanto… No contesto. Nos quedamos sentadas en la sala de espera durante lo que parecen horas. A ratos gimoteo, a ratos no siento nada. La mayor parte del tiempo me limito a permanecer entre los brazos de Ana, no porque lo necesite, sino porque no quiero mirarla. Al final, ella se levanta y me deja apoyada contra la pared. Y entonces va a la sala de enfermeras y se pone a gritar. —¿Cuánto vamos a tener que esperar para poder verle? —le grita a la joven enfermera hispana que está sentada ante un ordenador. —Señora —replica la enfermera, ya de pie, pero Ana se aparta. —No, no me venga con señora. Dígame dónde está. Déjenos pasar. El hombre de la corbata roja se abre paso hasta ella y trata de calmarla. Él y Ana hablan durante unos minutos. Veo que intenta tocarla, consolarla, pero ella aparta el hombro con brusquedad. Él solo está haciendo su trabajo. Aquí todo el mundo se limita a hacer su trabajo. Menudo puñado de idiotas. Una mujer mayor entra en la sala de espera como una exhalación. Tendrá unos sesenta. Cabellos largos y rojizos que rodean su rostro de ondas. El rímel se le ha corrido por las mejillas, lleva un bolso marrón al hombro y un chal marrón oscuro sobre el pecho. Y en las manos sujeta unos pañuelos de papel. Ojalá mi dolor fuera tan comedido como para permitirme usar pañuelos de papel. Yo me he estado limpiando los mocos con la manga y el escote. He estado dejando que las lágrimas cayeran al suelo y se convirtieran en charcos. La recién llegada corre al mostrador principal y luego se resigna a sentarse. Por un momento, su rostro se vuelve hacia mí, y sé sin género de duda quién es. La miro fijamente. No puedo apartar los ojos de ella. Es mi suegra, una desconocida se mire como se mire. He visto su fotografía alguna vez en un álbum de fotos, pero ella a mí no me conoce. Me retiro y voy a los servicios. No sé cómo presentarme. No sé cómo decirle que las dos estamos aquí por el mismo hombre. Que las dos sufrimos por la misma pérdida. Me planto ante el espejo y me miro. Mi rostro está enrojecido. Tengo los ojos rojos. Miro mi cara y pienso que antes había una persona que adoraba esa cara. Y ahora no está. Ya nadie adora mi cara. Salgo de los lavabos y la mujer ya no está. Y cuando me doy la vuelta me encuentro a Ana sujetándome del brazo. —Puedes entrar —dice, y me lleva junto al hombre de la corbata roja, que me conduce al otro lado de las puertas dobles. El hombre de la corbata roja se detiene ante una habitación y me pregunta si quiero que entre conmigo. ¿Por qué iba a querer que entrara conmigo? Acabo de conocerle. No significa nada para mí. El hombre que está dentro de la habitación lo significa todo para mí. Nada no va a evitar que pierda a todo. Abro la puerta y veo que hay otras personas dentro,pero yo solo tengo ojos para el cuerpo de Ben. —¡Disculpe! —dice mi suegra entre lágrimas. Un tono educado pero demoledor. No le hago caso. Sujeto el rostro de Ben entre mis manos y lo noto frío al tacto. Sus párpados están cerrados. No volveré a ver sus ojos. Y se me ocurre que quizá ya no están. No puedo mirar. No quiero saberlo. Tiene el rostro magullado y no estoy muy segura de lo que eso significa. ¿Significa que estaba herido antes de morir? ¿Se murió solo y desvalido en mitad de la calle? Oh, Dios, ¿sufrió? Me siento mareada. Una sábana le cubre el pecho y las piernas. Tengo miedo de apartarla. Tengo miedo de que haya demasiadas cosas a la vista, demasiado que ver. O que haya demasiadas cosas que han desaparecido. —¡Seguridad! —grita la mujer al aire. Un guardia de seguridad aparece por la puerta, mientras yo sigo sujetando la mano de Ben y miro a mi suegra. No tiene por qué saber quién soy. No tiene por qué saber lo que hago aquí, pero a estas alturas ya tendría que haber entendido que quiero a su hijo. Eso tendría que estar bastante claro. —Por favor —le suplico—. Por favor, Susan, no lo haga. Ella me mira con curiosidad, confusa. Solo por el hecho de que conozco su nombre, ha visto que aquí hay algo que se le escapa. Asiente muy levemente y mira al guardia de seguridad. —Lo siento. ¿Puede dejarnos un momento? —El hombre sale de la habitación y Susan mira a la enfermera—. Usted también. Gracias. La enfermera sale de la habitación y cierra la puerta. Susan parece torturada, aterrada, pero compuesta, como si le quedara suficiente control para los próximos cinco segundos y después se fuera a derrumbar. —Lleva un anillo de casado en el dedo —me dice. Yo la miro y trato de seguir respirando. Levanto dócilmente la mano izquierda para que vea el mío. —Nos casamos hace una semana y media —digo entre lágrimas. Noto que las comisuras de mis labios se curvan hacia abajo. Me pesan tanto… —¿Cómo te llamas? —pregunta, ahora temblando visiblemente. —Elsie —le digo. Me aterra esta mujer. Parece furiosa y vulnerable, como un adolescente a la fuga. —¿Elsie qué? Las palabras se le atragantan. —Elsie Ross. Y entonces se viene abajo. Se viene abajo igual que me ha pasado a mí. Y acaba en el suelo. Ya no quedan pañuelos de papel que puedan salvar el linóleo de sus lágrimas. Ana está sentada a mi lado, sujetando mi mano. Yo estoy sentada a un lado de Ben, sollozando. Susan se excusó hace ya un rato. El hombre de la corbata roja entra y dice que tenemos que solucionar algunos asuntos y que tienen que llevarse el cuerpo de Ben. Yo me limito a mirar al frente, ni siquiera pienso en lo que está pasando, hasta que el hombre de la corbata roja me entrega una bolsa con las cosas de Ben. Su móvil está ahí, su cartera, sus llaves. —¿Qué es esto? —pregunto, aunque sé perfectamente lo que es. Antes de que el hombre tenga tiempo de contestar, Susan aparece por la puerta. Su rostro está tenso; los ojos enrojecidos. Parece más vieja que cuando salió hace un rato. Se la ve agotada. ¿Tengo yo ese aspecto también? Apuesto a que sí. —¿Qué está usted haciendo? —le pregunta al hombre. —Estoy… tenemos que dejar libre la habitación. El cuerpo de su hijo será trasladado. —¿Por qué le dan eso a ella? —pregunta directamente. Y lo dice como si yo no estuviera. —¿Perdone? Susan entra en la habitación y coge la bolsa con las cosas de Ben de delante de mí. —Todas las decisiones relacionadas con Ben, todas sus pertenencias, deben dirigirse a mí. —Señora —dice el hombre de la corbata roja. —Todo —insiste ella. Ana se pone en pie y me sujeta del brazo para que vaya con ella. Pretende evitarme esta situación, pero aunque preferiría no estar aquí en estos momentos, no puedo dejar que me lleve. Me suelto y miro a Susan. —¿Le parece que hablemos de los pasos que hay que dar? —le digo a la mujer. —¿Qué tenemos que hablar? Su actitud es fría y controlada. —Lo que quiero decir… En realidad no sé lo que quiero decir. —Señora Ross —dice el hombre de la corbata roja. —¿Sí? Las dos contestamos a la vez, Susan y yo. —Lo siento —digo—. ¿A cuál de las dos se refiere? —La mayor —contesta él mirando a Susan. Estoy segura de que lo ha dicho como una muestra de respeto, pero a ella le habrá sentado como un jarro de agua fría. Susan no quiere ser una de las dos señoras Ross, eso está claro, pero apuesto a que para ella lo peor es tener que ser la mayor. —No pienso dar crédito a esto —nos anuncia a todos los que estamos en la habitación—. No tiene ninguna prueba de que mi hijo siquiera la conociera, y menos aún de que se hayan casado. ¡Nunca he oído hablar de ella! Mi único hijo. Le vi hace un mes. Y no dijo ni una palabra. Así que no, no pienso permitir que envíen las cosas de mi hijo a casa de una desconocida. No pienso tolerarlo. En este punto Ana interviene. —Quizá sería el momento de que todos recapitulemos un poco. Susan vuelve la cabeza, como si reparara en su presencia por primera vez. —¿Y usted quién es? Y lo pregunta como si fuéramos payasos que salen de un Volkswagen. Como si estuviera cansada de ver que no deja de salir gente. —Soy una amiga. Y no creo que ninguna de nosotras esté en posición de actuar de manera racional, así que lo mejor es que respiremos… Susan se vuelve hacia el hombre de la corbata roja, interrumpiendo con su lenguaje corporal a Ana en mitad de la frase. —Usted y yo tenemos que discutir esto en privado —le ladra. —Señora, por favor, tranquilícese. —¿Que me tranquilice? ¡Bromea usted! —Susan… —empiezo a decir yo. No sé muy bien qué pensaba decir, pero a Susan le importa una mierda. —Basta —dice levantando la mano ante mi cara. Es un gesto agresivo e instintivo, como si necesitara proteger su rostro de mis palabras. —Señora, Elsie fue escoltada hasta aquí por la policía. Estaba en el lugar del accidente. No tengo ningún motivo para dudar que ella y su hijo estaban, como dice ella,… —¿Casados? Susan lo dice con tono de incredulidad. —Sí —dice el hombre. —¡Llamen al juzgado! Quiero ver los papeles. —Elsie, ¿tiene usted una copia del certificado de matrimonio que pueda enseñar a la señora Ross? De pronto siento que me encojo, me hago muy pequeña. No quiero encogerme. Quiero sentirme segura, orgullosa. Pero esto es demasiado, y no tengo nada que enseñar. —No, pero, Susan… —digo mientras las lágrimas se deslizan por mi rostro. Me siento tan fea ahora mismo, tan pequeña y estúpida… —¡Deja de llamarme así! —me grita—. Ni siquiera me conoces. ¡Deja de llamarme por mi nombre! —Bien —digo. Mis ojos miran al frente, están concentrados en el cuerpo que hay en la habitación. El cuerpo de mi marido—. Quédeselo todo. No me importa. Podemos quedarnos aquí sentadas gritando todo el día y eso no cambiará nada. Así que me importa un bledo a donde vaya a parar la cartera. Pongo un pie delante del otro y salgo de la habitación. Dejo el cuerpo de mi marido allí, con ella. Y en el mismo instante en que mis pies pisan el pasillo, el instante en que Ana cierra la puerta a nuestra espalda, me arrepiento de haber salido. Tendría que haberme quedado con él hasta que la enfermera me echara de una patada. Ana me empuja para que me mueva. Me mete en el coche. Me pone el cinturón de seguridad. Conduce despacio por la ciudad. Aparca. No recuerdo nada de todo esto. Pero de pronto estoy ante la puerta de mi casa. Entro en mi apartamento. No tengo ni idea de la hora que es. No tengo ni idea del tiempo que ha pasado desde que estaba sentada en el sofá, en pijama, como una hembra de King Charles Cavalier, lloriqueando por unos cereales. Este apartamento, que adoro desde que me instalé en él, el apartamento que pasó a ser «nuestro» cuando Ben se mudó, ahora me traiciona. No se ha movido un ápice desde que Ben murió. Es como si no le importara. No ha apartado sus zapatos, que siguen en medio de la habitación. No ha doblado la manta con la que se tapó. Ni siquiera ha tenido la decencia de ocultar su cepillo de dientes a la vista. Este apartamento se comporta como si nada hubiera cambiado. Todo ha cambiado. Les digoa las paredes que se ha ido. —Está muerto. No va a volver. Ana me frota la espalda y dice: —Lo sé, cariño, lo sé. No, no lo sabe. Nunca lo sabrá. Entro distraída en mi habitación y me golpeo el hombro contra el gozne de la puerta pero no siento nada. Me meto en mi lado de la cama, y aún puedo olerle. Él sigue aquí, en las sábanas. Cojo su almohada de su lado de la cama y la huelo, mientras me atraganto con mis propias lágrimas. Voy a la cocina y cuando entro Ana me está poniendo un vaso de agua. Paso de largo con la almohada en la mano, cojo una bolsa de basura y embuto dentro la almohada. La ato con fuerza, y hago nudos y más nudos, hasta que el plástico se rompe entre mis manos y la bolsa se me cae. —¿Qué haces? —me pregunta Ana. —Huele a Ben —contesto yo—. No quiero que el olor se desvanezca, quiero preservarlo. —No sé si eso funcionará —me dice con delicadeza. —Que te jodan —digo yo, y me vuelvo a la cama. Me echo a llorar en el instante en que mi cabeza toca la almohada. Detesto lo que esto me ha hecho. Nunca le había dicho a nadie que se joda, y menos a Ana. Ana ha sido mi mejor amiga desde los diecisiete años. Nos conocimos el primer día de universidad en la cola del comedor. Yo no tenía a nadie con quien sentarme y ella ya estaba tratando de esquivar a un chico. Fue un momento decisivo para las dos. Cuando Ana decidió mudarse a Los Ángeles para hacerse actriz, yo me vine con ella. No porque sintiera ninguna afinidad con Los Ángeles, nunca había estado aquí, sino porque la tenía con ella. «Vamos —me había dicho Ana—. Puedes ser bibliotecaria en cualquier sitio.» Y tenía toda la razón. Y aquí estamos, nueve años después de conocernos, con ella mirándome como si pensara que me voy a cortar las venas. Si estuviera un poco más centrada, diría que esta es la verdadera esencia de la amistad, pero eso no me preocupa ahora. No me importa nada. Ana entra con dos pastillas y un vaso de agua. —He encontrado esto en el botiquín. Miro su mano y las reconozco. Es Vicodin, de cuando Ben tuvo un espasmo muscular en la espalda el mes pasado. No tomó casi ninguna. Creo que pensaba que tomarlas le convertía en un cobarde. Se las cojo de la mano sin preguntar y me las trago. —Gracias —digo. Ella me arropa con la colcha y se instala en el sofá para dormir. Me alegro de que no intente dormir en la cama conmigo. No quiero que se lleve el olor de Ben. Tengo los ojos resecos de llorar, mis brazos y mis piernas están flácidos, pero mi cerebro necesita el Vicodin para dormirse. Me desplazo al lado de Ben medio atontada y me duermo. —Te quiero —digo, y por primera vez no hay nadie para oírlo. Me despierto como borracha. Estiro el brazo para tomar la mano de Ben como hago cada mañana y su lado de la cama está vacío. Por un momento pienso que debe de estar en el lavabo o preparando el desayuno, y entonces me acuerdo. La desolación vuelve, más apagada, pero también más densa, y envuelve mi cuerpo como una manta, me pesa en el corazón como una piedra. Me llevo las manos a la cara y trato de apartar las lágrimas, pero brotan demasiado deprisa para que pueda contenerlas todas. Como en uno de esos juegos donde tienes que ser rápido y darle al topo, que sale por un sitio diferente cada vez. Ana entra secándose las manos con un trapo. —Estás despierta —comenta sorprendida. —Qué observadora. ¿Por qué tengo que ser tan mezquina? Yo no soy una persona mezquina. Yo no soy esta. —Ha llamado Susan. No hace caso de mis arrebatos, y yo lo agradezco. —¿Qué ha dicho? —Me incorporo en la cama y cojo el vaso de agua de la mesita de noche—. ¿Qué puede querer de mí? —No ha dicho nada. Solo que la llames. —Genial. —He dejado el número en la nevera. Por si decides llamarla. —Gracias. Bebo unos sorbos de agua y me levanto. —Tengo que sacar a Bugsy, pero volveré enseguida —dice Ana. Bugsy es su bulldog inglés. Lo babea todo, y en estos momentos me gustaría decirle a Ana que Bugsy no necesita que lo saque porque es un pedazo de vago, pero no lo digo porque de verdad de verdad que quiero dejar de ser tan desagradable. —Vale. —¿Necesitas que traiga algo ya que salgo? —pregunta, y eso me recuerda que le pedí a Ben que me trajera los Fruity Pebbles. Me vuelvo a meter en la cama. —No, no quiero nada. Gracias. —Vale, vuelvo enseguida. —Piensa unos momentos—. ¿Prefieres que me quede por aquí por si decides a llamar a esa mujer? —No, gracias. Puedo yo sola. —Vale, si cambias de opinión… —Gracias. Ana se va y, cuando oigo cerrarse la puerta, me doy cuenta de lo sola que estoy. Estoy sola en esta habitación, sola en este apartamento, pero lo más importante, estoy sola en la vida. Mi cabeza es totalmente incapaz de asimilarlo. Me limito a levantarme y cojo mi móvil. Cojo el número de la puerta de la nevera y veo un imán de Georgie’s Pizza. Y de pronto estoy en el suelo; siento el frío de las baldosas contra la mejilla. Y no puedo levantarme. DICIEMBRE E ra la víspera de Año Nuevo y Ana y yo teníamos un gran plan. La idea era ir a una fiesta a ver a ese tipo con el que había estado ligando en el gimnasio y marcharnos a las once y media. Queríamos ir a la playa, abrir una botella de champán juntas y recibir el nuevo año achispadas y bañadas en espuma de mar. Pero Ana se emborrachó demasiado en la fiesta, empezó a tontear con el del gimnasio y desapareció durante unas horas. Típico de Ana, aunque es algo que había acabado por gustarme, que nada saliera nunca como estaba previsto. Con Ana siempre pasaba algo. Era un alivio a mi personalidad. La personalidad de alguien a quien todo le sucede siempre como está planeado y nunca le pasa nada. Así que cuando me encontré sola en la fiesta esperando a que Ana saliera de donde fuera que se hubiera escondido, no me sentí furiosa ni sorprendida. Ya había asumido que las cosas podían ir así. Y cuando tuve que recibir el nuevo año con un grupo de desconocidos solo me sentí ligeramente molesta. Plantada allí, tan torpe, mientras los amigos se besaban entre ellos, mirando mi vaso de champán. Pero no dejé que eso me arruinara la velada. Esa noche hablé con gente muy maja. Me lo tomé con filosofía. Conocí a un tipo que se llamaba Fabian, que estaba acabando la carrera de medicina pero decía que su verdadera pasión era «el buen vino, la buena comida y las buenas mujeres». Esto último lo dijo guiñándome un ojo y, cuando poco después me excusé educadamente, me pidió mi número de teléfono. Yo se lo di. Pero, aunque era muy mono, no tenía intención de contestar si me llamaba. Fabian parecía la clase de tipo que te lleva a un local caro en tu primera cita, la clase de tipo que mira a otras mientras tú estás en los servicios. La clase de tipo que ve como una victoria acostarse contigo. Para él era un juego, y yo… nunca he sabido cómo jugar bien a ese juego. Por otro lado, Ana sí sabía divertirse. Ella conocía hombres, ligaba con ellos. Tenía lo que sea que hace que los hombres se desvivan por una mujer y pierdan el respeto por sí mismos en el proceso. Ana siempre tenía el control en sus aventuras y, aunque podía entender que viviera de ese modo, desde fuera no parecía que hubiera mucha pasión en el asunto. Todo era demasiado calculado. Yo esperaba a alguien que me hiciera flotar y flotara por mí a partes iguales. Quería a alguien que no se anduviera con jueguecitos, porque eso siempre significa menos tiempo para estar juntos. No estaba muy segura de que esa persona existiera, pero era demasiado joven para renunciar a la idea. Finalmente encontré a Ana dormida en el baño de la habitación principal. La cogí y la metí en un taxi. Para cuando yo llegué a mi apartamento ya eran las dos y estaba cansada. La botella de champán que teníamos reservada para nuestra cita en la playa se quedó sin abrir, y yo me fui derecha a la cama. Esa noche, mientras me dormía, sin haberme quitado de la cara el perfilador de ojos, con el vestido negro de lentejuelas en el suelo, pensé en lo que podía depararme el nuevo año y por mi mente pasaron infinitas posibilidades, a cual más inverosímil. Y sin embargo, entretodas ellas, no se me ocurrió pensar que estaría casada a finales de mayo. El día de Año Nuevo me desperté sola en mi apartamento, como cualquier otro día. Nada hacía presagiar que sería un día especial. Estuve leyendo en la cama un par de horas, me di una ducha, me vestí. Me reuní con Ana para almorzar. Cuando nos encontramos, yo llevaba levantada unas tres horas y media. Ella no parecía que llevara levantada ni cinco minutos. Ana es alta y delgada, con pelo largo y castaño que le llega más abajo de los hombros y combina a la perfección con sus ojos marrón dorado. Nació en Brasil y vivió allí hasta los trece años, y a veces aún se le nota en alguna palabra, sobre todo en las exclamaciones. Aparte de eso, está totalmente americanizada, asimilada, desprovista de toda identidad cultural. Estoy segura de que su nombre se pronuncia con una a larga, algo así como Aana, pero en algún punto durante la secundaria se cansó de explicar la diferencia y ahora es solo Ana. Sea como sea, a cualquiera le gustaría pronunciarlo. Aquella mañana en particular, Ana vestía unos pantalones grandotes de deporte, que no le hacían parecer gorda porque estaba muy delgada, y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, con una sudadera que le protegía el cuerpo. Casi ni se notaba que no llevaba camiseta debajo, y se me pasó por la cabeza que es así cómo lo hace. Así es como vuelve locos a los hombres. Parece que está desnuda aunque vaya tapada de pies a cabeza. Y ni siquiera puedes decir que lo haga a propósito. —Bonita camiseta —dije al tiempo que me quitaba las gafas de sol y me sentaba frente a ella. A veces me preocupaba que mi cuerpo normal pareciera enorme comparado con el suyo, que mis facciones vulgares, enteramente americanas, solo sirvieran para resaltar lo exótica que era ella. Cuando yo bromeaba sobre el tema, Ana me recordaba que soy una rubia en Estados Unidos. Decía que una rubia siempre está por encima de todo. A mí mi pelo siempre me ha parecido rubio «sucio», casi de ratón, pero entendía lo que quería decir. Y a pesar de lo preciosa que era, nunca la oí expresar satisfacción por su aspecto. Cuando yo decía que no me gustaban mis pechos pequeños, ella me recordaba que tengo unas piernas largas y un culo por los que ella mataría. Siempre hablaba de lo mucho que odiaba sus pestañas cortas y sus rodillas, y decía que tenía pies de trol. Así que quizá es que estamos todas en el mismo barco. Quizá todas las mujeres nos sentimos como una foto del «antes». Ana ya se había instalado en la terraza y había pedido un muffin y un té helado. Hizo el ademán de levantarse cuando yo me senté, pero solo se incorporó lo justo para darme medio abrazo. —¿Piensas matarme por lo de anoche? —¿Qué? —dije mientras cogía el menú. No sé ni por qué me molesté en mirarlo. Los sábados por la mañana siempre pedía huevos Benedict. —Ni siquiera recuerdo lo que pasó, de verdad. Solo recuerdo algún fragmento suelto del viaje en el taxi, y luego que tú me quitabas los zapatos y me tapabas con la colcha. Yo asentí. —Más o menos. Te perdí de vista unas tres horas y al final te encontré en el aseo del piso de arriba, así que no puedo decir si llegaste muy lejos con el tipo del gimnasio, pero diría que… —¡No! ¿Me lo monté con Jim? Dejé el menú sobre la mesa. —¿Jim? Pero ¿no estabas con el tipo del gimnasio? —Pues eso, Jim. —¿Has conocido un tipo que se llama Jim en el gimnasio? — Técnicamente no era culpa suya. La gente que se llama Jim tiene el mismo derecho que los demás a ir al gimnasio, pero de algún modo no podía evitar sentir que aquello le hacía ridículo—. ¿Eso de ahí es un muffin de fibra? Ella asintió y le cogí un poco. —Tú y yo debemos de ser las únicas personas del planeta a las que les gustan los muffins de fibra —me dijo, y quizá tenía razón. Ana y yo con frecuencia descubríamos que coincidíamos en las cosas más insignificantes y sorprendentes. El caso más claro era la comida. No importa si a ti y a otra persona os gusta el tzatziki. No influye en vuestra capacidad de relacionaros, pero de alguna forma en estos gustos que se solapaban, Ana y yo compartíamos una especie de vínculo. Yo sabía que también ella estaba a punto de pedir los huevos Benedict. —Bueno, el caso es que te vi tonteando con Jim del gimnasio, pero no sé qué pasó después. —Oh, bueno, yo diría que no llegamos mucho más lejos porque ya me ha mandado un mensaje esta mañana. —Son las once. —Lo sé. Me ha parecido un poco prematuro. Pero me halaga. —¿Qué os pongo? La camarera que vino a tomar nota no era la de siempre. Era mayor, y estaba más quemada. —Ah, hola. Me parece que no nos conocemos. Yo soy Ana. —Daphne. Esta camarera no estaba tan interesada en ser amable con nosotras como a Ana le hubiera gustado. —¿Qué ha pasado con Kimberly? —preguntó Ana. —No estoy muy segura. Yo solo estoy aquí hoy. —Ah. Vale, bueno, te lo pondremos fácil. Dos huevos Benedict y para mí además un té helado, como ella. —Enseguida. Cuando se fue, Ana y yo seguimos con nuestra conversación. —He estado pensando en tomar una determinación —dijo ella ofreciéndome un poco de su té mientras esperaba el mío. Yo decliné la oferta porque sabía que si bebía de su té, ella se tomaría la libertad de beber del mío cuando me lo trajeran y se me bebería el vaso entero. Ya nos conocíamos hacía suficiente tiempo para saber dónde tenía que marcar los límites y cómo hacerlo para que ella no se diera cuenta. —Vale. ¿Y? —Estoy pensando en algo radical. —¿Radical? Eso suena bien. —El celibato. —¿Celibato? —Celibato. No practicar el sexo. —Ya sé lo que significa. Lo que no entiendo es por qué. —Ah, bueno, se me ha ocurrido esta mañana. Tengo veintiséis años, anoche me emborraché y esta mañana no estoy segura de si me acosté con alguien o no. Es lo más cerca de ser un putarrón que quiero estar. —No eres un putarrón. Aunque no estaba muy segura de que no fuera cierto. —Tienes razón. No soy un putarrón. Todavía. —Podrías dejar de beber. Yo tenía una interesante relación con la bebida: podía dejarla o tomarla cuando quisiera. Me daba lo mismo beber que no beber. En cambio, la mayoría, por lo que yo había visto, se inclinaban excesivamente en un sentido o el otro. Ana lo hacía del lado de los que beben. —¿De qué estás hablando? —Ya lo sabes, deja de emborracharte. —¿Del todo? —Déjalo. No estoy diciendo nada del otro mundo. Hay mucha gente que nunca bebe. —Sí, Elsie, se llaman alcohólicos. Me reí. —Vale, la bebida no es el problema. Es acostarse con unos y con otros. —Exacto. Así que pienso dejar de acostarme con todo el mundo. —¿Y qué pasa si conoces a alguien con quien realmente quieres estar? —Bueno, ya lo pensaré cuando llegue el momento. El año pasado no conocí a nadie que valiera la pena. No puedo decir que espere que este año sea distinto. Daphne apareció con dos raciones de huevos Benedict y mi té helado. Los dejó en la mesa. No me había dado cuenta del hambre que tenía hasta que tuve la comida delante de mis narices. Me tiré de cabeza. Ana asintió mientras masticaba. Cuando más o menos pareció que podía hablar sin escupir la comida, añadió: —Quiero decir que…, si conozco a alguien y me enamoro, sí, por supuesto. Pero mientras eso no pase, nadie va a entrar aquí. Y formó una equis en el aire con los cubiertos. —Me parece bien. —Lo mejor de aquel sitio es que ponían espinacas en los huevos Benedict, una especie de huevos Benedict a la florentina—. Eso no significa que yo no pueda acostarme con quien quiera, ¿verdad? —le dije. —No, tú puedes. No lo harás. Pero puedes. Poco después Ana ya estaba de camino a la otra punta de la ciudad. Vivía en Santa Mónica, en un piso con vistas al Océano Pacífico. Me hubiera sentido lo bastante celosa para odiarla si no me hubiera ofrecido en repetidas ocasiones que me fuera a vivir con ella. Yo siempre decía que no, porque sabía que vivir con ella era la única cosa que podía hacer que dejara de gustarme. Nunca entendí cómo Ana podía vivir como vivía con su sueldo de profesora de yoga a media jornada, pero siempre tenía dinero paralo que quería y necesitaba cuando ella lo quería y necesitaba. Cuando se fue, yo volví a pie a mi apartamento. Sabía exactamente cómo iba a pasar la tarde. Había empezado un nuevo año y para mí un año nuevo no era nuevo si no cambiaba la disposición de los muebles de mi casa. El problema es que había reorganizado tantas veces el apartamento en los dos años que llevaba allí que había agotado todas las posibilidades racionales. Me encantaba, y trabajaba muy duro para tenerlo adecuadamente acondicionado y decorarlo. Así que trasladé el sofá de una pared a otra, y aunque me di cuenta de que quedaba mejor donde estaba al principio, me sentí satisfecha. Cambié la estantería de pared, moví las mesitas auxiliares y decidí que ya había hecho suficientes cambios para celebrar el nuevo año. Me senté en el sofá, encendí la tele y me dormí. Eran las cinco de la tarde cuando desperté y, aunque técnicamente era un sábado por la noche y los sábados por la noche se supone que los solteros salen al bar o la disco a buscar plan, yo decidí quedarme a mirar la tele, leer un libro y pedir una pizza. Quizá ese sería el año en que haría lo que realmente quería, sin preocuparme por las convenciones sociales. Quizá. Cuando empezó a llover, supe que no me había equivocado al quedarme en casa. Ana llamó unas horas más tarde para preguntarme qué hacía. —Quería asegurarme de que no estabas sentada en el sofá mirando la tele. —¿Qué? ¿Y por qué no voy a poder mirar la tele? —Es sábado por la noche, Elsie. ¡Levanta! ¡Sal un rato! Te diría que vinieras conmigo pero he quedado con Jim. —¿Y qué pasa con el celibato? —¿Cómo? No voy a acostarme con él. Solo vamos a cenar. Yo me reí. —Bueno, pues yo me voy a pasar la noche en el sofá. Estoy cansada y amodorrada y… —Cansada y amodorrada, eso es lo mismo. Deja de poner excusas. —Vale. Me siento muy perezosa y a veces me gusta estar sola. —Bueno, al menos lo reconoces. Te llamo mañana. Deséame suerte en mi intento de contenerme. —La vas a necesitar. —¡Eh! —¡Eh! —repetí yo. —Vale, mañana hablamos. —Adiós. Y como ya tenía el teléfono en la mano, aproveché para pedir una pizza. Llamé a Georgie’s Pizza. La mujer que me tomó el pedido dijo que tardarían una hora y media. Cuando pregunté por qué, su única explicación fue «Llueve». Le contesté que estaría allí en media hora. Cuando entré en Georgie’s Pizza, no sentía nada. No había ninguna parte de mi cuerpo o mi cerebro que supiera lo que estaba a punto de pasar. No intuía nada. Llevaba unas botas de agua amarillo chillón y lo que solo puede describirse como unos mega vaqueros. La lluvia me había dejado el pelo apelmazado y pegado a la cara, y yo ya había renunciado a apartármelo. Ni siquiera reparé en la figura de Ben, allí sentado. Estaba demasiado concentrada en las minucias que implica comprar una pizza. Cuando la cajera me dijo que tardaría otros diez minutos, me retiré al pequeño banco que había en la parte delantera de la tienda, y fue entonces cuando me di cuenta de que había otra persona en la misma tesitura que yo. No se me paró el corazón ni nada por el estilo. No tenía ni idea de que era «él». Él era el hombre con el que soñaba de niña, cuando fantaseaba pensando cómo sería mi marido. Y allí estaba, viendo aquella cara sobre la que me había estado preguntando toda la vida y no la reconocí. Lo único que pensé fue que seguramente a él le darían su pizza antes que a mí. Era guapo pero de una forma que sugería que no era consciente de ello. No hacía ningún esfuerzo, no se veía un creído. Alto, delgado, hombros anchos, brazos fuertes. Sus vaqueros eran del tono adecuado de azul; su camiseta destacaba el gris de sus ojos verdes. El contraste con su pelo castaño era brutal. Me senté junto a él y volví a apartarme el pelo de la frente. Cogí el móvil para volver a consultar el correo y distraerme mientras esperaba. —Hola —dijo él. Tardé un momento en confirmar que me estaba hablando a mí. Y así, sin más, despertó mi interés. —Hola —contesté. Yo quería dejarlo ahí, pero no se me daban bien los silencios. Tenía que llenarlo de alguna manera—. Tendría que haber pedido que me lo llevaran a casa. —¿Y perderte todo esto? —comentó él, refiriéndose a la espantosa decoración supuestamente italiana con el gesto de las manos. Yo me reí—. Tienes una risa bonita —dijo. —Oh, venga ya —solté. Lo juro, mi madre me enseñó a aceptar los cumplidos con educación, pero cada vez que me decían uno, yo lo evitaba como si quemara—. Ups, perdón. Gracias. Se supone que eso es lo que hay que decir. Gracias. Me di cuenta de que inconscientemente mi cuerpo se había girado por completo hacia él. Yo había leído montones de artículos sobre lenguaje corporal y cómo las pupilas se dilatan cuando dos personas se sienten atraídas, pero cada vez que me encontraba en una situación en que esa información podía serme útil: ¿Están dilatadas sus pupilas? ¿Le gusto?, me sentía demasiado descentrada para que me sirviera de nada. —No, lo que tienes que hacer es devolverme el cumplido —dijo él sonriendo—. Así sabré el terreno que piso. —Ah. Bueno, tampoco es que te aclare nada si yo te devuelvo el cumplido, ¿no? Sabrás que te elogio porque me has pedido… —Créeme, sí me aclara cosas. —Vale —dije mirándolo de arriba abajo. Y mientras yo lo estudiaba tan descaradamente, él estiró las piernas y el cuello, cuadró los hombros y sacó pecho. Contemplé con admiración la barba incipiente que cubría sus mejillas, tan natural y tan favorecedora. Mis ojos se sintieron atraídos por la longitud de sus brazos. Me hubiera gustado decir: «Tienes unos buenos brazos», pero yo no decía esas cosas. Preferí ir a lo seguro. —¿Y bien? —dijo. —Me gusta tu camiseta —fue lo único que me salió. Era una camiseta gris jaspeada con un pájaro. —Oh. —Y juro por Dios que noté el tono de decepción de su voz—. Ya veo. —¿El qué? —Yo sonreí, a la defensiva—. Es un buen cumplido. El chico se rió. No parecía especialmente interesado ni desesperado. Aunque tampoco era distante o frío, él solo… estaba ahí. No sé si era así con todas las mujeres, si podía hablar con cualquier mujer como si la conociera de toda la vida o solo era conmigo. Pero no importa. Funcionaba. —Oh, está bien —dijo él—. No hace falta que me moleste en pedirte el teléfono. Cuando una chica te elogia los ojos, el pelo, la barba, los brazos, el nombre, significa que está abierta a una cita. ¿Una que te elogia la camiseta? Te va a rechazar seguro. —Espera… eso no es… —empecé a protestar, pero entonces nos interrumpieron. —Ben Ross —exclamó la dependienta, y él se levantó de un salto. Me miró fijamente y dijo—: No te despistes. El chico pagó su pizza, le dio las gracias sinceramente a la dependienta y entonces vino y volvió a sentarse junto a mí en el banco. —Bueno, el caso es que me da la sensación de que si te pido que salgamos me dirás que no. ¿Me dirás que no? No, definitivamente, no le iba a decir que no. Pero ahora me sentía abochornada y me estaba costando horrores no parecer desesperada. Le dediqué una amplia sonrisa, sin poder controlarme, como si me estuvieran haciendo cosquillas con una pluma. —Se te va a enfriar la pizza —le dije. Él me indicó que daba igual con un gesto de la mano. —No me importa la pizza. Sé sincera. ¿Me das tu número? Ahí estaba. El momento de la verdad. ¿Cómo decirlo sin gritarlo con toda la energía y los nervios de mi cuerpo? —Te doy mi número. Es lo justo. —Elsie Porter —gritó la dependienta. Al parecer, ya lo había gritado varias veces, pero Ben y yo estábamos demasiado distraídos para oír nada. —Oh, perdón. Esa soy yo. Um… tú espera aquí. Él se rió y yo fui a pagar mi pizza. Cuando volví, había sacado su móvil. Yo le di mi número y él me dio el suyo. —Te llamaré pronto, si te parece bien. ¿O tengo que esperar los tres días de rigor? ¿Es más de tu estilo? —No, adelante —dije sonriendo—. Cuanto antes mejor. Me tendió la mano y yo la estreché. —Ben. —Elsie —repuse yo, y por primera vez pensé que el nombre de Ben era el más bonito que había oído nunca. Le sonreí. No pude evitarlo.Él me devolvió la sonrisa y dio unos toquecitos a su pizza. —Bueno, hasta pronto. Yo asentí. —Hasta pronto —dije, y regresé a mi coche. Mareada. JUNIO A rranco el imán de Georgie’s Pizza de la puerta de la nevera y trato de hacerlo trizas, pero no sucumbe a mis débiles dedos. Se dobla y se distiende. Comprendo la futilidad de lo que estoy haciendo, como si quitar el imán, destruirlo, pudiera aliviar mi dolor en algún sentido. Lo vuelvo a poner en la puerta de la nevera y llamo a Susan. Contesta al segundo tono. —¿Susan? Hola, soy Elsie. —Hola. ¿Podemos reunirnos esta tarde para los preparativos? —¿Preparativos? No me había parado a pensar de qué podía querer hablar Susan conmigo. No había pensado en los preparativos. Pero ahora, mientras dejo que las palabras calen, me doy cuenta de que hay que ocuparse de muchas cosas, claro. Hay cosas que planificar, formas de duelo cuidadosamente calculadas. Ni siquiera se puede llorar a un muerto tranquilamente. Hay que hacerlo siguiendo las normas y tradiciones americanas. Los próximos días estarán llenos de obituarios y discursos. Féretros y camareros. Me sorprende que se plantee siquiera la posibilidad de que yo forme parte de ello. —Claro. Por supuesto —digo tratando de inyectar una semblanza de decisión en mi voz—. ¿Dónde la recojo? —Me alojo en el Hotel Beverly —contesta ella, y me explica dónde está, como si yo no llevara años viviendo en Los Ángeles. —Oh. No sabía que se había quedado en la ciudad. Vive a dos horas de aquí. ¿Es que ni siquiera puede quedarse en su ciudad? ¿Y dejarme esta a mí? —Hay muchas cosas que resolver, Elsie. Podemos encontrarnos en el bar, en la planta baja. —Su voz es seca, distante, fría. Le digo que nos reunamos a las tres. Es casi la una—. Lo que te resulte más conveniente —dice, y cuelga. Nada de esto me resulta conveniente. Lo que me resultaría conveniente sería dormirme y no volver a despertar. Eso sería conveniente. Lo que me resultaría conveniente sería estar en el trabajo porque todo está bien y saber que Ben estará en casa esta noche para la cena, hacia las siete, y que vamos a comer tacos. Eso sería conveniente. Hablar con la suegra a la que conocí ayer sobre los dispositivos para el funeral de mi marido muerto no es conveniente para mí, sea cual sea la hora de la tarde a la que quedemos. Me vuelvo a la cama, abrumada por todo lo que tengo que hacer antes de reunirme con ella. Tendré que ducharme, vestirme, subir al coche, conducir, aparcar. Es demasiado. Cuando Ana vuelve, lloro de agradecimiento porque sé que ella se hará cargo de todo. Llego al hotel unos minutos tarde. Ana se va a aparcar el coche y me dice que me esperará en el vestíbulo. Y que le mande un mensaje si la necesito. Entro en la zona del bar y busco a Susan con la mirada. En este bar hace frío, aunque fuera la temperatura es agradable. Odio el aire acondicionado. Me instalé aquí por el calor. La sala es nueva, pero está decorada para parecer antigua. Hay un menú de pizarra detrás de la barra que se ve demasiado limpio para pertenecer a la época que el decorador pretende emular. Los taburetes recuerdan a los establecimientos que vendían alcohol ilegalmente en la época de la Ley Seca, pero no están agrietados ni gastados. Se ven prístinos y sin usar. Así son los tiempos que vivimos: sentimos nostalgia por las cosas hechas ayer. La semana pasada me habría encantado este bar, porque entonces me gustaban las cosas con estilo. Ahora lo detesto por ser tan falso y poco auténtico. Finalmente veo a Susan en una mesa alta, al fondo. Está mirando el menú, con la cabeza gacha, cubriéndose la cara con la mano. Levanta la vista y me ve. Por un instante nos miramos; tiene los ojos hinchados y enrojecidos, aunque su expresión me dice que va a ir directa al grano. —Hola —digo, y tomo asiento. Ella no se levanta para saludarme. —Hola —contesta, reacomodándose en su silla—. Anoche me pasé por el apartamento de Ben para… —¿El apartamento de Ben? —Cerca del bulevar Santa Mónica. Hablé con su compañero de piso y me dijo que se había mudado el mes pasado. —Sí —confirmo. —Me dijo que se había ido con una joven llamada Elsie. —Esa soy yo —digo, emocionada ante la perspectiva de que me crea. —Eso ya lo imaginaba —contesta con sequedad. Y entonces coge una carpeta y me la pone delante sobre la mesa—. Me han mandado esto de la funeraria. Es una lista de opciones para el servicio. —Muy bien. —Hay que decidir en relación con las flores, la ceremonia, el obituario, etcétera. —Claro. No estoy muy segura de a qué se refiere ese etcétera. Nunca he estado en una situación como esta. —Creo que es mejor que tú te encargues de estas cuestiones. —¿Yo? —¿Ayer ni siquiera creía que tuviera derecho a estar en el hospital, y ahora quiere que yo planifique el funeral?—. ¿Usted no quiere participar? —pregunto vacilante. —No. Yo no te acompañaré. Creo que es mejor que te ocupes tú de esto. Querías ser su pariente más cercana… Deja la frase a medias, pero sé muy bien cómo acaba. Lo que quería decir es: «Querías ser su pariente más cercana, pues ya lo eres». Intento no hacer caso de su actitud y mantener la imagen de Ben, mi Ben, su Ben, en la cabeza. —Pero… su familia debería participar. —Soy la única familia que Ben tiene, Elsie. Tenía. Yo soy todo lo que tenía. —Lo sé. Lo que quería decir es que… usted tendría que participar en esto. Tendríamos que hacerlo juntas. La mujer me dedica una sonrisa escueta y resentida. Baja los ojos a los cubiertos de la mesa. Juguetea con las servilletas y el salero. —Es evidente que Ben no quería que participara en su vida. No veo por qué voy a participar en su muerte. —¿Por qué dice eso? —Te lo acabo de decir. Está claro que no me quería lo suficiente para decirme que se iba a casar o se iba a vivir contigo o lo que sea que hacíais juntos. Y yo… —Se limpia una lágrima con un pañuelo de papel, con delicadeza y decisión. Sacude la cabeza para controlarse—. Elsie, no quiero hablar de esto contigo. Tienes una lista con lo que hay que hacer. Lo único que pido es que me informes de cuándo se hará el servicio y me digas qué piensas hacer con sus cenizas. —Ben quería que lo enterraran. Me dijo que quería que lo enterraran con camiseta y pantalones de deporte para estar más cómodo. Cuando Ben me dijo esto, me pareció un detalle muy dulce. No se me ocurrió pensar que no estaría senil cuando se muriera, que solo sería unos meses después de nuestra conversación. El rostro de la mujer se crispa en torno a sus ojos y su boca, sé que está muy enfadada. Las arrugas que rodean su boca se acentúan y por primera vez veo indicios claros de que es una mujer mayor. ¿Tiene mi madre esas arrugas? Hace tanto que no la veo que no lo sé. Quizá Susan no se da cuenta de lo que está haciendo. Quizá piensa que es lo bastante fuerte para venir aquí y castigarme, para encargarme los preparativos del funeral como venganza, pero no lo es. Y se empieza a notar que está molesta. —En nuestra familia todos han sido incinerados, Elsie. Jamás oí a Ben decir que quisiera otra cosa. Solo dime qué vas a hacer con las cenizas. — Baja la vista a la mesa y suspira, expulsando aire contra su regazo—. Tengo que irme. Se levanta y se va, sin mirar atrás, sin reconocer que existo. Yo cojo la carpeta y me dirijo al vestíbulo, donde Ana me espera pacientemente. Me lleva a casa, y subo los escalones hasta mi puerta. Cuando me doy cuenta de que me he dejado las llaves dentro me doy la vuelta y me echo a llorar. Ana me tranquiliza y saca la llave de repuesto de su llavero y me la da. Me la da como si con eso todo fuera a ir bien, como si la única razón por la que lloro fuera que no puedo entrar en el apartamento. ENERO L a mañana después de conocer a Ben me desperté con un mensaje suyo de texto. «Arriba, Elsie Porter. ¿Puedo invitarte a comer?» Me levanté de la cama de un salto, chillando como una idiota, y estuve dando saltitos compulsivamente al menos diez segundos. Tenía tanta energía en mi cuerpo que no encontré otro modo de liberarla. «Claro. ¿Adónde vamos?»,le contesté yo en otro mensaje. Y me quedé mirando el móvil hasta que volvió a iluminarse. «Pasaré a recogerte. A las doce y media. ¿Cuál es tu dirección?» Le mandé mi dirección y corrí a la ducha como si fuera una emergencia. Pero no lo era, claro. A las once cuarenta y cinco ya estaba lista, y me sentí totalmente patética. Me recogí el pelo en una cola alta y me vestí con mis vaqueros favoritos y mi camiseta más favorecedora. La idea de pasarme cuarenta y cinco minutos sentada en casa, lista para salir, me hacía sentirme como una idiota, así que decidí salir a dar un paseo. Y en mi júbilo y entusiasmo, me dejé las llaves dentro. Mi corazón empezó a latir tan deprisa que no podía pensar con claridad. Me lo había dejado todo en casa, el móvil, el monedero. Ana tenía una llave de repuesto, pero eso no me iba a servir de gran cosa si no podía llamarla. Recorrí la calle buscando monedas por el suelo para poder llamarla desde una cabina, pero resulta que a la gente no se le caen monedas de un cuarto al suelo. Cualquiera hubiera pensado que sí, porque los cuartos son pequeños y totalmente inservibles, pero cuando de verdad los necesitas, te das cuenta de que no son tan ubicuos. Y entonces decidí buscar una cabina porque a lo mejor podía manipularla y llamar gratis o encontraría una moneda en el cajetín de devolución. Recorrí todo el vecindario y no encontré ninguna. Lo que no me dejaba más opciones que colarme en mi propio apartamento. Y es lo que intenté hacer. Mi apartamento estaba en la planta de arriba de un dúplex, pero más o menos se podía pasar al balcón desde los escalones de la entrada. Así que subí los escalones, me encaramé a la barandilla y traté de aferrarme a la de mi balcón. Si conseguía apoyar la mano y pasar una pierna por encima, confiaba en que podría saltar dentro sin caerme y matarme. Después, ya solo tenía que entrar a gatas por la pequeña gatera que los anteriores inquilinos habían instalado. Hasta ese momento, cuando estaba convencida de que era mi salvación, siempre había detestado la dichosa gatera. Mientras persistía en mis intentos de agarrarme a la barandilla del balcón, me di cuenta de que quizá el plan era más bien absurdo y seguramente acabaría haciéndome daño. Si ya estaba costándome tanto aferrarme a ella, ¿cómo demonios iba a pasar la pierna por encima? Hice un último y valiente intento y entonces tuve la idea peregrina de intentar pasar primero la pierna y después agarrarme. Y estaba con la pierna en alto cuando Ben me encontró. —¿Elsie? —¡Ah! —Casi me caigo, pero me las ingenié para volver a apoyar la pierna en los escalones y todo quedó en un casi. Conseguí controlarme—. Hola, Ben. Bajé las escaleras corriendo y le di un abrazo. Se estaba riendo. —¿Qué hacías ahí? Estaba algo abochornada, pero de alguna manera, no me sentía amenazada. —Estaba intentando colarme en mi casa. Me he dejado las llaves dentro y no llevo ni móvil ni monedero, nada. —¿No tienes una llave de repuesto? Meneé la cabeza. —No. La había tenido, pero me pareció más inteligente dársela a mi amiga Ana, para que me la pudiera dar en caso de emergencia. Volvió a reírse. No me sentía como si se estuviera riendo de mí. Aunque técnicamente es lo que estaba haciendo. —Vale. Bueno, ¿y qué quieres hacer? Puedes llamarla desde mi móvil si quieres. O podemos ir a desayunar y la llamas cuando volvamos. Yo empecé a hablar, pero él me interrumpió: —O… estaré encantado de colarme en tu casa por ti. Si es que no has renunciado ya a la idea. —¿Crees que podrás llegar a la barandilla del balcón desde las escaleras y pasar la pierna por encima? Yo lo dije en broma, pero al parecer él no estaba bromeando. —Por supuesto. —No, espera. Era broma. Podemos ir a desayunar. Ben empezó a quitarse la chaqueta. —No, insisto. Déjame hacerlo. Pareceré muy valiente. Y me considerarás un héroe. Se acercó a la barandilla y evaluó la distancia. —Está bastante lejos. ¿Y estabas dispuesta a probarlo? Asentí. —No suelo preocuparme por mi seguridad —dije—. Y tengo muy poco ojo para las distancias. Ben indicó que sí con la cabeza. —Vale. Voy a saltar. Pero tienes que prometerme una cosa. —Sí, lo que quieras. —Si me caigo y me hago daño, no dejes que llamen a mi contacto de emergencia. Me reí. —¿Y eso por qué? —Porque es mi madre, y la he dejado plantada para poder venir a verte. —¿Has plantado a tu madre por mí? —¿Lo ves? Tampoco dice mucho de ti que me dejes hacer esto. ¿Qué? ¿Estamos de acuerdo? Yo asentí con firmeza. —Lo estamos. —Le tendí la mano y él la estrechó mirándome a los ojos con gesto dramático, mientras la sonrisa volvía a su rostro. —¡Vamos allá! —dijo, y saltó la barandilla como si tal cosa. Se impulsó sobre la de la escalera, se aferró a la del balcón y pasó la pierna por encima. —Vale. ¿Ahora qué? Me mortificaba tener que contarle la siguiente parte del plan. No me había parado a pensar cómo se tomaría lo de la puerta gatera. —Oh, bueno. Um… Yo pensaba… pensaba colarme por la puerta gatera —dije. Él miró a su espalda, abajo. Y al verlo a través de sus ojos, me di cuenta de que en realidad la gatera era más pequeña de lo que yo pensaba. —¿Esta puerta gatera? Asentí. —Sí. ¡Lo siento! Quizá tendría que haberlo mencionado al principio. —No creo que pueda pasar por ahí. —Bueno, pero podrías intentar ayudarme a subir al balcón. —Bien. O podría volver a bajar y llamamos a tu amiga Ana. —¡Oh, claro! Es verdad. Ya me había olvidado. —Pero ya que estoy aquí al menos puedo intentarlo. Espera. Se agachó y echó un rápido vistazo. La cabeza le pasaba bien, y estuvo tratando de embutirse por el hueco. La camiseta se le enganchó y se le subió hasta el pecho. Podía verle el estómago y la cinturilla de los calzoncillos. Y de pronto fui consciente de lo mucho que me atraía físicamente, de lo masculino que era. Se le veía tan fuerte y sólido… Espalda bronceada y definida. Los brazos, que en ese momento estaban flexionados mientras se impulsaba hacia adentro, tenían un aspecto fuerte y… capaz. Nunca antes me había sentido atraída ante la idea de que alguien me protegiera, pero el cuerpo de Ben parecía totalmente capaz de hacerlo y me sorprendió la reacción que eso provocó en mí. ¿Cómo había podido pasar aquello? Apenas conocía a ese hombre y lo estaba mirando como un objeto mientras él se colaba en mi apartamento. Finalmente consiguió pasar los dos hombros por el hueco y oí con voz amortiguada un «Creo… que puedo hacerlo» y un «¡Au!» Su trasero desapareció y las piernas lo siguieron. Subí hasta la puerta y él abrió con una sonrisa radiante, y con los brazos abiertos. Me sentí tradicional, convencional, la típica damisela en apuros salvada por el fornido caballero. Siempre había pensado que las mujeres que se sienten atraídas por ese tipo de cosas son estúpidas, pero, al menos por un momento, yo también sentí que Ben era mi héroe. —Venga, entra —dijo. Aquella manera de comenzar nuestra cita era tan absolutamente surrealista que me sentí un tanto eufórica. No tenía ni idea de lo que podía pasar. Entré en casa, y Ben empezó a observar el apartamento. —Es un apartamento realmente bonito. ¿A qué te dedicas? —Esas dos frases juntas solo pueden significar «¿cuánto dinero ganas?» —contesté yo. No lo dije con mala intención, o al menos no lo sentí así. Solo le estaba tomando el pelo, y él me lo estaba tomando a mí cuando contestó: —Bueno, es que me resulta difícil creer que una mujer pueda pagarse un sitio como este por sí misma. Le dediqué una falsa mirada de indignación y él hizo otro tanto. —Soy bibliotecaria. —Entiendo. Así que te va bien. Eso es bueno, precisamente yo estaba buscando una baby mama. —¿Una baby mama? —Perdona. No es esa la palabra. ¿Cómo se dice cuando una mujer paga todo lo de su hombre? —¿Te refieres a sugar mama? Ben se veía algo abochornado, y me pareció de lo más encantador. Hasta ese momento lo había tenido todo controlado, pero el hecho de ver que era un poquito vulnerable me resultaba… embriagador. —Eso, sugar mama. ¿Qué es una baby mama? —Eso es cuando no estás casado conla mujer que tiene tus hijos. —Oh, no, no estoy buscando una de esas. —No sé si hay nadie que lo busque expresamente. —Cierto. Las cosas salen así y ya está. Pero sí que hay hombres que buscan mujeres que les mantengan. Así que ándate con ojo. —Estaré atenta. —¿Nos vamos? —Claro. Espera que cojo mis… —Llaves. —Iba a decir monedero. Pero sí. Las llaves también. ¿Te imaginas que me las vuelvo a olvidar? Las cogí de encima de la mesita del recibidor y él me las quitó con delicadeza de las manos. —Yo me ocuparé de las llaves —dijo. Yo asentí. —Si crees que es lo mejor. JUNIO D espierto a este mundo feo y desagradable una y otra vez, y cada vez cierro los ojos con fuerza porque recuerdo quién soy. Finalmente, me levanto, hacia mediodía, no porque esté preparada para enfrentarme al día sino porque ya no puedo seguir enfrentándome a la noche. Entro en la sala de estar. —Buenos días —dice Ana cuando me ve. Está sentada en el sofá, y me toma de la mano—. ¿Qué puedo hacer? La miro a los ojos y le digo la verdad. —No puedes hacer nada. Nada de lo que hagas hará que esto me resulte más fácil. —Lo sé —contesta—. Pero puedo hacer algo aunque sea para… Los ojos se le llenan de lágrimas. Meneo la cabeza. No sé qué decir. No quiero que nadie me haga sentirme mejor. Ni siquiera soy capaz de pensar más allá del momento presente. No puedo pensar en esta noche. No sé cómo voy a conseguir aguantar los siguientes minutos, mucho menos las próximas horas. Y, sin embargo, no se me ocurre nada que pueda hacer esto más llevadero. No importa cómo se comporte Ana, si me limpia la casa a conciencia, si es amable conmigo, no importa si me doy una ducha, o salgo desnuda a la calle, si me bebo hasta la última gota de alcohol que hay en la casa, Ben sigue sin estar conmigo. Ben nunca volverá a estar conmigo. De pronto, siento que no seré capaz de superar este día y, si Ana no se queda aquí para vigilarme, no sé de lo que sería capaz. Me siento a su lado. —Puedes quedarte aquí. Cerca de mí. No me hará las cosas más fáciles, pero creo que al menos me permitirá creer un poco más en mí misma. Quédate conmigo. Me siento demasiado emocionada para llorar. Mi cuerpo y mi rostro están tan consumidos por la pena que ya no hay sitio para nada más. —Ya está. Estoy aquí. Estoy aquí y no me iré. —Me sujeta, me pasa el brazo alrededor de los hombros y aprieta—. Tendrías que comer. —No, no tengo hambre —digo. Nunca volveré a tener hambre. ¿Cómo es el hambre? ¿Quién se acuerda de eso? —Ya sé que no tienes hambre, pero tienes que comer. Si pudieras pedir cualquier cosa, ¿qué te apetecería comer? Y no pienses en la salud o el dinero. Piensa si pudieras comer cualquier cosa. Normalmente, si alguien me hubiera preguntado eso, yo habría dicho que quería un Big Mac. Yo siempre quiero un Big Mac, la ración más grande de patatas que tengan y un montón de galletas de mantequilla de cacahuete. Mi paladar no está hecho para apreciar las comidas más finas. Nunca me apetece sushi o un buen chardonnay. A mí me van las patatas fritas y la coca cola. Pero no ahora. En estos momentos, para mí un Big Mac no sería muy distinto de una grapadora. Y la probabilidad de que me lo comiera serían las mismas. —No, nada. No creo que pudiera tragar nada. —¿Sopa? —No, nada. —Tendrás que comer en algún momento del día. Prométeme que comerás. —Claro —digo. Pero no lo haré. Estoy mintiendo. No tengo intención de cumplir esa promesa. De todos modos ¿para qué sirven las promesas? ¿Cómo podemos esperar que la gente cumpla su palabra sobre nada cuando el mundo que nos rodea es tan arbitrario, absurdo y poco de fiar? —Hoy tienes que ir a la funeraria. ¿Quieres que les llame ahora? Oigo sus palabras y asiento. Es todo lo que puedo hacer. Y es lo que hago. Ana coge su móvil y llama a la funeraria. Al parecer, tenía que haber llamado ayer. Oigo que la recepcionista dice algo de «ir con retraso». Ana no se atreve a pasarme esa información, pero por su voz sé que le están echando la bulla. Que se atrevan conmigo. Sí, que se atrevan. No me importará ponerme a gritar a un puñado de gente que se aprovecha de la tragedia. Ana me lleva a la oficina y aparca delante, en la calle. Hay un aparcamiento subterráneo en el edificio, pero cuesta dos dólares con cincuenta céntimos cada quince minutos, y es una tontería. Me niego a ayudar a estos memos sacacuartos utilizando sus servicios. Por cierto, esto no tiene nada que ver con mi pérdida. Siempre he odiado a la gente que saca dinero a los demás. En el cartel dice que es gratis si te validan el tique los de la funeraria Wright & Sons, pero eso sería de muy mal gusto por ambas partes. «Sí, nos gustaría que lo embalsamaran. Por cierto, ¿podría validarme el tique del aparcamiento?» Ana encuentra sitio en la calle enseguida. Yo compruebo el espejo del asiento del acompañante y veo que mis ojos están enrojecidos. Tengo las mejillas salpicadas de manchitas rosas. Mis pestañas están pegadas y brillantes. Ana me entrega sus gafas de sol grandes y oscuras. Me las pongo y me apeo del coche. Por un momento vuelvo a verme en el espejo, vestida para una reunión con gafas de sol, y me siento como Jackie Kennedy. Quizá en toda mujer hay una parte que querría ser Jackie Kennedy, pero la Jackie Kennedy primera dama, o la Jackie Kennedy Onassis. Nadie quiere parecerse a ella en esto. Ana corre al parquímetro y se dispone a poner unas monedas de veinticinco céntimos, pero se da cuenta de que no tiene. —¡Mierda! No tengo monedas de veinticinco céntimos. Entra tú, yo arreglo esto enseguida —dice al tiempo que vuelve a entrar en el coche. —No —contesto yo echando mano de mi monedero—. Yo sí tengo. — Pongo el cambio en el parquímetro—. Además, no creo que pueda hacer esto sin ti. Y me echo a llorar otra vez, barboteando, mientras las lágrimas caen por mi rostro, aunque no se ven hasta que no han rebasado la barrera de las enormes lentes. ENERO Cuando subimos al coche de Ben, me preguntó si tenía ganas de aventura y yo le dije que sí. —Te estoy hablando de una aventura de verdad. —¡Estoy lista! —¿Y qué pasa si la aventura nos lleva a un restaurante que está a más de una hora de aquí? —Mientras conduzcas tú, me parece bien. Aunque no sé qué puede ser tan importante como para conducir una hora. —Oh, tú déjame eso a mí —dijo, y arrancó el coche. —Estás siendo muy críptico —comenté. Pero no me hizo caso. Estiró el brazo y encendió la radio. —Te dejo a cargo de la música y la navegación si hace falta. —Bien —dije, y al momento cambié la emisora a la NPR. Mientras las voces bajas y monótonas llenaban el aire, Ben meneó la cabeza—. ¿Te gusta esto? —preguntó sonriendo. —Me gusta esto —dije yo reconociéndolo abiertamente y sin disculparme. —Tendría que haberlo imaginado. Una chica guapa tenía que tener algún defecto. —¿No te gustan las emisoras donde hablan? —Me gustan, supongo. Quiero decir que me gustan como me puede gustar una cita con el médico. Sirven a un propósito pero no son nada divertidas. Me reí, y él me miró. Me miró durante un instante demasiado largo para que fuera seguro. —¡Eh! Los ojos en la carretera, casanova —dije. ¿Casanova? ¿Quién era yo? ¿Mi padre? Ben se volvió enseguida y se concentró en lo que teníamos delante. —¡Lo siento! ¡La seguridad es lo primero! —admitió. Para cuando nos incorporamos a la autovía, Ben ya había apagado la radio. —Ya he oído suficientes partes de tráfico —dijo—. Tendremos que distraernos a la antigua. —¿A la antigua? —Conversación. —Ah, claro. Conversación. —Empecemos por lo básico: ¿cuánto hace que vives en Los Ángeles? —Cinco años. Me mudé después de acabar la universidad. ¿Y tú? —Nueve años. Me instalé aquí para ir a la universidad. Por lo visto nos graduamos el mismo año. ¿A qué escuela fuiste? —Oh, Ithaca. Mis padres estudiaron en Cornell y me hicieron visitarla, pero cuando llegué aquí, Ithaca me pareció más adecuada. En realidad hice el pregrado de medicina, pero a los dos meses ya tenía muy claro que no quería ser médico. —¿Y antes por qué querías ser médico? A esas alturas,
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