Logo Studenta

la-luz-de-la-inteligencia-en-un-aula-triste-y-oscura-1069756

¡Estudia con miles de materiales!

Vista previa del material en texto

La luz de la inteligencia en un aula triste y oscura
María Luisa Sotelo Vázquez
Universitat de Barcelona
Cuando el profesor Adolfo Sotelo nos propuso a la junta de la Sociedad recor-
dar al profesor Antonio Vilanova, el año que se cumple una década de su falle-
cimiento el 5 de febrero de 2008, estuve pensando cómo sería mejor recordar al 
que había sido mi maestro y también maestro de muchas generaciones de estu-
diantes y profesores de esta universidad. 
Dándole vueltas a una cuestión que no me parecía nada sencilla, porque 
evocar la personalidad de alguien con quien has trabajado muchos años siempre 
obliga a repasar el archivo de la memoria personal, y puede interpretarse como 
un ejerció de vana egolatría, que yo a toda costa quiero evitar. Después pensé 
que recordar la extraordinaria valía intelectual y académica del profesor Anto-
nio Vilanova, su brillante trayectoria y magisterio en la Universidad de Barcelo-
na y durante dos años (1960-1961) profesor visitante en el Department of Spa-
nish and Portuguese de la universidad de Wisconsin, de la que él guardaba muy 
gratos recuerdos, exceptuando el frío glacial de la ciudad, que era un gran incon-
veniente para un hombre muy mediterráneo, al que deprimía la montaña y el in-
vierno, era, como digo, algo que podían hacer los demás profesores invitados a 
participar en esta mesa. Sin embargo, trazar una breve semblanza más personal 
y humana, en definitiva más cercana, porque compartí con él veinte años del día 
a día académico en esta facultad y en el mismo despacho, era algo que quizá no 
solo pudiera hacerlo yo, pues siempre hubo más profesores y becarias en su des-
pacho del primer piso con vistas al jardín, pero creía que valía la pena recordar 
esa faceta menos conocida para muchos de ustedes, pues a veces nos olvidamos 
de que los hombres brillantes, con extraordinario talento son también seres hu-
manos vulnerables. A eso voy.
En este travelling por el pasado, el primer recuerdo que vino a mi memoria 
y no se me ha borrado nunca es el de la primera clase de Literatura Moderna y 
Contemporánea impartida por el profesor Vilanova en el aula 111, en la planta 
baja de este edificio. Es un recuerdo imborrable que enseguida entenderán por 
qué. Los estudiantes de mi generación fuimos itinerantes, ya que, por azares del 
destino organizativo de la Universidad de Barcelona —problemas de espacio, 
derivados de que aquí, en el edificio histórico, estaba todavía la Facultad de Bio-
logía—, nos tocó iniciar la carrera de Filosofía y Letras en la Escuela de Altos 
702
Estudios Mercantiles del campus de Pedralbes. Un desastre, aulas enormes y 
desangeladas a las que llegaban los profesores que impartían los dos años de co-
munes, que no eran por supuesto los grandes maestros, sino los entonces llama-
dos Penenes (profesores no numerarios), en unos microbuses desde esta univer-
sidad, y después de clase nada, ellos regresaban de nuevo aquí y nosotros 
seguíamos allí sin seminarios ni biblioteca. Por fin, en el tercer curso, al iniciar la 
especialidad, vinimos a esta facultad, a este edificio. El cambio nos pareció ex-
traordinario por varios motivos: la belleza del edificio decimonónico, de su mag-
nífico claustro y jardín y, sobre todo, su situación en el centro de la ciudad, era 
por tanto un lugar civilizado. Y, lo más importante, aquí descubrimos el magis-
terio de los grandes maestros José Manuel Blecua, Antonio Vilanova, Martín de 
Riquer y tantos otros. Pues bien, al empezar aquella primera clase, conocimos al 
profesor Vilanova; apareció con aspecto sobrio, una chaqueta que nosotros ca-
lificamos de color indefinido, color ala de mosca, corbata oscura y estrecha, y 
gafas de pasta oscura. Apareció provisto de su carpeta de apuntes de color ver-
doso y también de su cajetilla de tabaco canario, 46 (entonces se podía fumar en 
clase), y él fumaba mientras explicaba a la vez que paseaba continuamente de un 
lado a otro de la tarima sin sentarse nunca. Todos los que fuimos sus alumnos 
recordamos como encendía la cerilla y paseaba con ella encendida hasta casi el 
límite de quemarse las yemas de los dedos antes de encender el cigarrillo. Era un 
ritual que se repetía en el encendido de cada nuevo cigarrillo, mientras nosotros 
seguíamos atentos con la mirada convencidos de que se iba a quemar, cosa que 
no sucedía, pues en el último momento encendía el cigarro y apagaba la cerilla. 
La carpeta permanecía abierta sobre la mesa aunque no utilizaba los apuntes, 
hablaba de memoria. Pero no fue esta la impresión más impactante, sino la voz 
solemne y con una dicción muy clara y precisa en castellano. A título de saludo 
nos dijo nada más empezar: “Lamento que les haya tocado a ustedes un aula si-
niestra, triste y oscura”, era como he dicho el aula 111, entonces muy deteriora-
da de pintura y mobiliario, ruidosa al bajar las sillas para sentarse y mal ilumi-
nada y oscura porque daba a una de las partes más umbrías del jardín. Nos 
miramos perplejos, aquella forma de expresarse era totalmente nueva para no-
sotros, pero estas construcciones de tres adjetivos iban a ser a partir de aquel 
momento una de las características de su oratoria. Con el tiempo descubrí que 
dos de aquellos adjetivos aparecen aplicados en el mismo orden en el Tratado III 
de Lazarillo de Tormes, en el que se describe la casa del escudero de Toledo, tris-
te y oscura. Probablemente él estaba entonces investigando sobre esa obra de la 
que escribió trabajos fundamentales, recogidos posteriormente junto a otros de-
dicados al autor de El Quijote en Erasmo y Cervantes. El profesor Vilanova, co-
mo tantas veces en la conversación ordinaria, estaba proyectando la literatura 
sobre la vida. Al acabar la clase, en el claustro, todos comentábamos entusias-
mados aquella particular manera de explicar en la que destacaba no solo la ri-
queza y precisión de los adjetivos, sino sobre todo un discurso construido a base 
de la sucesión interminable de frases insertas, subordinadas que iba cerrando 
703
una a una de manera perfecta sin ningún anacoluto, era realmente deslumbran-
te. Con el paso de los años, ya como ayudante le acompañé a un congreso dedi-
cado a Miguel Delibes en la Universidad de Málaga, allí pude comprobar el 
efecto de asombro que causaba entre los estudiantes que no le habían oído nun-
ca. También años después, en el homenaje organizado por nuestro departamen-
to a Carmen Laforet, en el que participó estando ya jubilado, sorprendió a los 
alumnos que asistían a su conferencia en esta misma aula, no solo porque había 
conocido y coincidido con la autora de Nada en esta Facultad, sino por su pecu-
liar oratoria, tan barroca, tan rica en adjetivos, tan certera.
Era un profesor exigente sobre todo con los trabajos, las monografías sobre 
las lecturas obligatorias, que él consideraba imprescindibles para aprobar la asig-
natura, pero a la vez yo le había visto también —especialmente en las convoca-
torias de septiembre— ser benévolo con aquella frase que le gustaba repetir, “va-
mos a aprobarle porque a éste ya le suspenderá la vida”.
Una vez terminada la carrera y después de leer la tesina, empecé a colaborar 
con él como he dicho como ayudante de cátedra. En la primera cuestión que le 
ayudé recuerdo que fue en el traslado y ampliación del reducido seminario de 
Literatura Española que él convirtió en la biblioteca que hoy todos frecuenta-
mos. Fue uno de sus primeros proyectos como director de Departamento. Él que 
era un lector insaciable consideraba que había que dignificar y ampliar el viejo 
seminario que había creado el Dr. Blecua, y se puso manos a la obra. Nunca me-
jor dicho, pues yo le recuerdo transportando libros como uno más, a la vez que 
su curiosidad le llevaba a menudo a detenerse hojeando algún volumen, com-
probando la fecha de edición o cualquier otra cuestión referente al editor, el pro-
loguista, las ilustraciones, la encuadernación… Yo, que entonces era muy joven, 
tenía la sensación de que el profesor Vilanova lo había leído todo, deque cuando 
le comentabas la impresión que te había causado alguna lectura él daba con la 
clave de la obra a menudo con una frase breve y de gran agudeza, rotunda.
Cuando inicié la tesis sobre Las ideas literarias y estéticas de Emilia Pardo 
Bazán, le pareció bien el tema, pero recuerdo que me dijo: de entrada tendrá que 
leer usted a los novelistas franceses y especialmente a Zola; y así fue, leí toda la 
serie de Les Rougon-Macquart. A menudo me veía con cada uno de los volúme-
nes y comentábamos cuestiones de esa espléndida serie de novelas. Un día mien-
tras yo tenía sobre mi mesa una edición decimonónica de La bestia humana, una 
de las novelas más duras de la serie, sobre el instinto criminal, me confesó que 
era la única novela que no tenía de Zola, no la había leído. Fue un pequeño 
triunfo ante el lector total, yo la acababa de leer y como leía muchas de esas no-
velas en ediciones del xIx (la barcelonesa colección Maucci, La Imprenta popu-
lar, la Librería de José Jorro, La España Editorial de Madrid, entre otras) para 
ver quién las traducía, si tenían prólogo y demás datos útiles para mi investiga-
ción, acabé regalándole un ejemplar de la novela zolesca, que conseguí en una 
librería de viejo. Por aquellos mismos días recuerdo sus comentarios entusiastas 
sobre Los miserables de Víctor Hugo, y años más tarde, cuando le dije que a mi 
704
hijo mayor le gustaba mucho Stendhal, me regaló para él una bella edición de El 
rojo y el negro, que él junto a su mujer habían traducido. Era feliz hablando de 
libros, de ahí que considerara siempre muy importante tener al día la biblioteca 
del seminario, a la que dedicaba una buena parte del presupuesto del departa-
mento, que yo también durante años le ayudé a gestionar, pues él siempre me de-
cía: “Hágalo usted porque yo en una suma cuando me llevo once ya no sé qué 
hacer”. Evidentemente, no era cierto, pero nunca le gustaron las cuestiones ad-
ministrativas ni en la vida académica ni en la vida familiar, en la que siempre se 
ocupó de estas cuestiones su mujer, Lolita, hasta tal punto que cuando ella mu-
rió, el último año de su vida él no abría los sobres del banco ni de los gastos de 
la casa. Sobre una mesa se iban amontonando las cartas sin ningún interés por 
su parte de conocer el contenido.
Tampoco le interesó en su momento la informática, más bien la temía. Re-
cuerdo una anécdota divertida, en 1989, con motivo del Congreso de la AIH que 
él presidió en nuestra Universidad. Asistieron unos 500 hispanistas y la comi-
sión organizativa la formábamos los profesores Adolfo Sotelo, Marta Cristina, 
María José Tintoré y yo misma. María José, gran aficionada y experta en infor-
mática, acababa de comprarse un Mackintos e iba introduciendo todos los datos 
de los participantes, comunicaciones, sesiones, etc., en el flamante ordenador y 
él estaba muy preocupado. Aprovechó un momento en que ella no estaba pre-
sente y me dijo: “Guarde usted bien —yo me ocupaba de la tesorería— todos los 
datos, facturas, cartas, presupuestos, pues este aparato infernal se lo traga todo 
y vaya usted a saber si podremos recuperarlo”. Solo se reconcilió con la informá-
tica cuando se fichó su biblioteca.
Educado a la antigua usanza como un señor de Barcelona, no se sacaba nun-
ca la americana en el despacho aunque hiciese calor, pero recuerdo que el año 
que preparamos el mencionado Congreso de la Asociación Internacional de His-
panistas que se celebró en agosto, el calor en aquellos meses de verano en Barcelo-
na se hizo insoportable —calor africano lo llamaba él—, y, a falta de aire acondi-
cionado, hubo que comprar un pingüino y, aun así en algunos momento se vio 
obligado a prescindir de su chaqueta siempre pidiendo permiso previamente: 
“¿Le importa que me saque la chaqueta?”, me preguntaba. A mí aquello me pa-
recía divertido, porque nos estábamos derritiendo todos en aquel despacho y 
ninguno de nosotros le daba importancia a ese gesto.
Al final de las vacaciones de verano, que él siempre pasaba en Calella de Pa-
lafrugell, le gustaba invitarnos a pasar un día allí. Solía ser el 11 de septiembre, la 
diada de Cataluña, que para él era el final de las vacaciones, antes de regresar a 
Barcelona. En nuestras visitas a Calella, en las que nos acompañó en dos ocasio-
nes la Dra. Rosa Navarro, entonces directora del Departamento, se seguía tam-
bién un ritual. Todo estaba previsto, sin posibilidad ninguna de improvisación. 
Llegábamos allí hacia media mañana, él no era madrugador, y pasábamos un 
buen rato en el pequeño jardín de su casa, cuyo porche estaba decorado con su 
colección de gallos. Tomábamos un aperitivo y las primeras veces comíamos con 
705
ellos allí mismo, en su casa, donde Lolita exhibía sus conocimientos culinarios, 
pues cocinaba muy bien. Se trataba de tomar un plato típico de la zona “pollas-
tre amb escamarlans” (pollo con cigalas, mar y montaña), recuerdo que comi-
mos la primera vez. Las últimas veces, sin embargo, Lolita ya estaba muy mayor 
y no cocinaba, salíamos hacia un restaurante para comer y después había plani-
ficado un paseo por algún lugar, como la ermita-faro de San Sebastià, desde la 
que se divisa el bello paisaje de l’Empordà. Y una vez allí, volvía a la literatura, 
evocaba a su admirado Josep Pla, con aquella frase lapidaria que tanto le gusta-
ba repetir. Desde aquí, contemplando este paisaje, Pla siempre decía: “Ni un to-
ro de lidia, ni una hipoteca”, para referirse a las características no solo del pai-
saje sino, sobre todo, del carácter ampurdanés.
Los encuentros de todos los profesores del departamento al final de curso en 
su casa —antes de empezar las vacaciones— eran también para él un momento 
feliz. Le gustaba reunir a los profesores y ofrecernos un cóctel mientras se co-
mentaban incidencias del curso, novedades literarias o cuestiones relacionadas 
con la vida cotidiana. Era el momento en que él exhibía su formidable bibliote-
ca, que cubría prácticamente todas las paredes de la casa y Lolita presumía de 
sus hallazgos recientes en materia culinaria. 
Precisamente la biblioteca fue el motivo fundamental de preocupación los 
últimos años de su vida. La había heredado en parte de su padre y de su tío abue-
lo, el escritor costumbrista barcelonés Emili Vilanova, y él la había ampliado no-
tablemente y había incorporado gran cantidad de libros de literatura europea. 
Le preocupaba el destino que fueran a correr sus libros cuando él muriera, pues 
al no tener descendencia veía con preocupación que el legado de varias genera-
ciones se acababa en él. No fue fácil que la Universidad de Barcelona aceptara 
el legado de sus libros. De este asunto, más bien penoso, conoce los entresijos el 
profesor Sotelo, que le acompañó en varias ocasiones a entrevistarse con el en-
tonces rector de nuestra universidad, el Dr. Tugores, catedrático de Ciencias 
Económicas. Finalmente aceptaron la donación y se produjo un sencillo acto 
protocolario en el Rectorado, en el que recuerdo que, con cierta tristeza y ante 
un reducido número de profesores que le acompañábamos, el profesor Vilanova 
le dijo al rector: “Nunca había imaginado que fuera tan difícil hacer un regalo”.
La clasificación del legado de la biblioteca de 22 000 volúmenes no hubiera 
sido posible sin la colaboración constante y entusiasta durante varios cursos de 
un grupo de becarias, cuyos nombres quiero recordar aquí, Diana Sanz, Noemí 
Carrasco, Blanca Ripoll y Sofía Cantalapiedra, que ficharon y digitalizaron to-
dos los libros y revistas, a la vez que colocaban en ellos un exlibris, que contenía 
la reproducción de la firma del profesor Antonio Vilanova. Hoy es posible con-
sultar muchos de esos libros y, recientemente, yo tuve la oportunidad de com-
probar al solicitar en la biblioteca universitaria La originalidad novelística de De-
libes, libro derivado de la tesis del profesor de la Universidad de Santiago de 
Compostela Alfonso Rey, que era el ejemplar de la Biblioteca Vilanova, y cómo 
al final del mismo, en lápiz y de su puño y letrael profesor Vilanova había ano-
706
tado una serie de páginas correspondientes al capítulo Ix, concretamente las re-
feridas al personaje de Carmen en Cinco horas con Mario. Tenemos pues no solo 
sus queridos libros, sino también muchas veces sus pistas de lectura. 
Y no querría terminar esta evocación de la personalidad compleja del pro-
fesor Antonio Vilanova sin señalar que no fue un hombre de trato fácil, a veces 
he pensado que él era su peor enemigo, pero su carácter se fue dulcificando en 
los años finales. A ello contribuyeron varias cuestiones cotidianas: se vio obli-
gado a estar muy pendiente de su mujer, ello le impedía venir a la universidad 
alguna mañana como hacía al principio de su jubilación —que él llevó mal, 
pues le obligaron a jubilarse a los sesenta y cinco años en plenitud de faculta-
des—. Y, sobre todo, la muerte de ella le convirtió en un ser vulnerable, se sumió 
en una depresión y profunda soledad, que solo fuimos capaces de aliviar sus más 
estrechos colaboradores —recuerdo las últimas navidades que pasó junto a nues-
tra larga familia. Estaba contento, nunca había estado entre tanta gente joven y 
no tan joven—, y en el día a día fue decisiva la compañía de las becarias, que cada 
tarde fichaban en su casa los libros, y con ellas entraba la vida, la juventud y la 
alegría en aquella casa de muebles de anticuario y abarrotada de libros. Incluso 
en aquellas tardes seguían también un ritual y tomaban a media tarde el té con 
él. Yo les había acompañado en algunas ocasiones y para el profesor Vilanova, 
que no había tenido hijos, las becarias eran como sus nietas, estaba encantado. 
Se terminó de fichar la biblioteca y se acabó casi en paralelo la vida del maestro, 
que durante aquel año sin su mujer había tenido varios percances serios de salud 
de los que fue saliendo cada vez más debilitado.
He hablado de su jubilación intempestiva, que repito, aceptó muy mal, y 
quiero terminar evocando su última lección para la que por sorpresa reservamos 
esta aula Magna de manera que pudieran asistir no solo sus alumnos del curso, 
sino todos aquellos alumnos, exalumnos y colegas que quisieran hacerlo. En su 
última clase, que en su caso siempre eran magistrales, habló de la poesía de Una-
muno. Con el paso del tiempo, siempre he pensado que fue una lástima no ha-
berla grabado, por lo tanto tienen que fiarse de mi memoria, recuerdo el impac-
to de la lectura de los versos de Unamuno por él hábilmente seleccionados, que 
le permitían analizar los sentimientos e ideas del rector de la Universidad de Sa-
lamanca, pero en el fondo también hablar de sí mismo.