Logo Studenta

FOUCAULT_FARGE_el desorden de las familias

¡Este material tiene más páginas!

Vista previa del material en texto

Arlette Farge & 
Michel Foucault 
(Presentan) 
El Desorden de las familias 
Lettres de cachet de los Archivos de la Bastilla 
París: Gallimard, Julliard, 1982 
Traducido por Luis Alfonso Paláu, Medellín, abril – mayo 17 de 2014, especialmente para el 
micro-seminario conmemorativo de los 30 años de la muerte de Foucault, realizado en la 
Mediateca Arthur Rimbaud de la Alianza Francesa de San Antonio. 
 2 
Presentación 
La idea de que la historia está consagrada a la “exactitud del archivo”, 
y la filosofía a la “arquitectura de las ideas”, nos parece una solemne tontería. 
Así no trabajamos. 
Uno de nosotros había estudiado la vida de la calle en el París del 
siglo XVIII; el otro, los procedimientos de encierro administrativo desde el 
siglo XVII hasta la Revolución. Los dos, hemos tenido que manipular lo que 
se llama los Archivos de la Bastilla, depositados en la Biblioteca del Arsenal. 
De hecho son, en lo esencial, carpetas concernientes a asuntos de policía 
que, reunidas en la Bastilla, han sido dispersadas en la Revolución, y 
reunidos muchos después. 
Leyendo esos Archivos, muchos hechos nos sorprendieron al uno y a 
la otra. Ante todo, que el mayor número de ellas sean “lettres de cachet”1, y 
más precisamente súplicas dirigidas ora al lugarteniente de policía, ora 
directamente a la Casa del rey para obtener del soberano una “orden” que 
restrinja la libertad del individuo (se puede tratar de una residencia forzada, 
de un exilio, pero lo más a menudo de un encierro). Nos había llamado la 
atención también que en muchos casos, esas demandas eran formuladas a 
propósito de asuntos familiares y completamente privados: conflictos nimios 
entre padres e hijos, desacuerdos de pareja, mal comportamiento de uno de 
los esposos, desorden de un muchacho o de una niña. Igualmente nos 
pareció que en la mayoría de los casos esas peticiones emanaban de medios 
modestos2, a veces incluso muy pobres, desde el pequeño comerciante y el 
artesano, hasta el hortelano, el prendero, el doméstico o el buscavidas. 
Finalmente, hemos podido constatar que, a pesar del carácter lagunar de 
esos archivos, se encuentra allí aún con frecuencia, en torno a una petición 
de internamiento, toda una serie de otras piezas: testimonios de los vecinos, 
de la familia o del entorno, averiguaciones de los comisarios de policía, 
decisión del rey, solicitudes de liberación de la parte de los que habían sido 
víctimas de esos internamientos, o de aquellos incluso que los habían 
solicitado. 
Por todas estas razones, nos ha parecido que esta documentación 
podía abrir perspectivas interesantes sobre toda una vida cotidiana de las 
clases populares de París en la época de la Monarquía absoluta, o al menos 
 
1
 La definición de lettre de cachet es muy general: “una carta escrita por orden del Rey, 
contrafirmada por un secretario de Estado y sellada con el escudo (cachet) del Rey” (Guyot, 
Repertoire de jurisprudence, 1785, t. X) <en el Antiguo régimen, carta cerrada por medio de 
la que se disponía el encarcelamiento de una persona sin juicio ninguno>. 
2
 Lo que contradice la tesis de F. X. Emmanuelli, “Órdenes del Rey y cartas selladas en 
Provenza a finales del Antiguo Régimen. Contribución a la historia del clima social y político”, 
Revue Historique, nº 512, oct.-dic. 1974, p. 3. En efecto, la petición de encierro no es un 
proceso que emplearían solamente las clases favorecidas. El esbozo de análisis 
socioprofesional que se ha intentado sobre las fuentes da como resultado una proporción 
que va de la mitad y a las dos terceras partes de gente de baja condición. 
 3 
durante un cierto período del Antiguo Régimen. Se tendría tendencia a 
buscar en los archivos de las cartas selladas una documentación sobre el 
absolutismo real, sobre la manera como el monarca golpeaba a sus 
enemigos, o como ayudaba a una gran familia a deshacerse de un pariente. 
Ahora bien, la lectura de esos dossieres nos ha puesto tras la huella 
no tanto del las cóleras del soberano como de las pasiones del pueblo llano, 
en el centro de las cuales está las relaciones de familia: marido y mujer, 
padres e hijos. 
Luego de algunas palabras sobre la historia de las lettres de cachet, su 
funcionamiento, y las razones que han guiado nuestra escogencia en esta 
masa documental, daremos en su integralidad, las carpetas que hemos 
seleccionado; a saber: las concernientes a las demandas de internamiento 
que emanan de un marido o de una mujer contra su cónyuge, sea de padres 
contra sus hijos, entre los años 1728 y 1758. En el último capítulo 
indicaremos algunas perspectivas que nos parecen desprenderse de este 
conjunto de documentos. 
Las órdenes del rey 
Es necesario buscar la historia de la lettre de cachet bajo el espesor de 
las ideas recibidas, que sólo han conservado de ella el gran placer real que 
servía para encerrar nobles infieles o grandes vasallos descorteses. Lettre 
de cachet como acto público que buscaba eliminar, sin otra forma de 
proceso, el enemigo del poder. La historia la ha inmortalizado haciendo de 
ella el símbolo de la toma de la Bastilla… De la memoria se han esfumado 
las innumerables cartas del rey que sirvieron para cualquier otra cosa que 
para los asuntos de Estado. En París, la creación de la lugartenencia de 
policía, encargada simultáneamente de la policía de la ciudad y del cuidado 
de hacer expedir las lettres de cachet, acentúa el fenómeno. Los 
lugartenientes se apresuran a servirse de ese medio flexible, simple, 
expedito, desprovisto de formalidades, para hacer detener y encarcelar la 
gente. Así se asegurarán más prontamente de la persona de los 
sospechosos. La justicia era tan pesada de manejar, que el culpable huía 
frecuentemente antes de que el proceso se hubiera entablado; sólo por 
medio del decreto de orden de captura el juez podía detener, excepto en 
caso de flagrante delito; luego venía la instrucción y no podía escuchar a los 
testigos sino levantaba cargos. No es pues raro que el procurador general 
pida por las buenas el encarcelamiento por medio de lettre de cachet. 
Por este motivo, la lettre de cachet para asuntos de policía es muy 
frecuente en París. El término asunto de policía es suficientemente vago y 
poco preciso como para englobar un gran número de casos bajo dicha 
denominación. 
Un conflicto entre un maestro y un aprendiz puede pronto volverse un 
asunto de policía3; los tropeles son casos reales y las asociaciones de 
obreros siempre han estado prohibidas por innumerables decretos, 
ordenanzas o edictos que puntúan los siglos XVI, XVII y XVIII. Para hacer 
respetar la prohibición de asociación, el rey usa con mucha frecuencia lettres 
 
3
 Germain Martin. Lois, édits, arrêts et règlements sur les associations ouvrières au XVIIIIe 
siècle, 1700-1792, Tesis de doctorado, París, 1900. 
 4 
de cachet; y cuando se trata de un conflicto particular maestro-aprendiz, los 
jueces ordinarios se encargan del asunto. Tienen interés en actuar pronto; el 
miedo ante el desorden del taller es más fuerte que el deseo de un 
procedimiento lioso ordinario. La lettre de cachet es decididamente aún el 
instrumento más simple para encerrar discreta y secretamente al testarudo 
que cada día de paga le pide más al maestro o que no duda para nada el 
rebelarse. Este uso manifiesto de la carta del rey explica en parte los pocos 
conflictos obreros que se trasparentan en los archivos judiciales; y da a 
contrario la intuición (que habría que probar) de una masa de conflictos 
pronto camuflados bajo la hermética chapa de plomo de las lettres de cachet. 
El asunto de policía, era tan cómodo para ello. 
Perturbar el buen orden es otro motivo suficiente de expedición de 
carta; la prostitución por ejemplo es un desorden en la vía pública; las lettres 
de cachet remediarán ese libertinaje llamado escandaloso, y es gracias a 
ellas que podrán hacerse batidasregulares de mujeres conducidas en 
volquetas al hospital de la Salpêtriere bajo la carcajada general de la 
muchedumbre. Los comediantes también van a conocer el rigor de ese 
género de jurisdicción que no es una; las órdenes del Rey por hechos de 
teatro4 encarcelan en la prisión del For-l’Évêque a los que se encuentren 
perturbando con sus payasadas. 
Un documento conservado en los Archivos de la Bastilla permite 
comprender mejor cómo órdenes del rey y decisiones de policía sirven juntos 
para sanear la capital; se trata del registro del inspector Poussot llevado 
regularmente entre 1738 y 17545. Encargado del barrio de los Halles, 
Poussot registra en orden alfabético los arrestos efectuados bajo su 
autoridad, y menciona buen número de reseñas a su respecto (nombre, 
apellido, edad, función, domicilio, fecha del arresto, nombre de la autoridad 
que tomó la decisión, motivo de la detención, nombre de la prisión). 
Sobre las 2.692 personas detenidas y consignadas en tal registro, 
1.468 lo han sido por orden del rey, es decir la mitad. Los otros son 
apresados por decisión de policía. Es pues como agente directo del rey que 
trabaja el inspector Poussot, y esto lo diferencia completamente del 
comisario. No actúa a partir de demandas civiles sino a partir de indicaciones 
reales que permiten perquisiciones y arrestos de personas sospechosas. Las 
listas del inspector dejan ver los temas de inquietud de la monarquía y sus 
rápidas manera de actuar. 
Al dar la vuelta a las páginas del registro, al leer tantos nombres de 
mujeres y de hombres, al establecer sus apodos tan frecuentes en esas hojas 
que dicen a la vez poco y mucho, se dibuja un paisaje de entrada; son más o 
menos 3.000 los que encallaron en aquel libro, jóvenes en su mayoría, 
nacidos lo más a menudo lejos de la capital, ejerciendo más o menos todos 
los oficios salvo los más nobles, inmovilizados ahí luego de haber conocido a 
la vez la itinerancia, la precariedad de los trabajos estacionales, el pesado 
ambiente de los cabarets y de los tráficos, las alianzas rápidas con otros no 
más consentidos por la vida e igualmente tentados por la malicia. La ratería y 
los mercados fraudulentos que se aceptan de prisa como en la falta, las 
bandas de compadres a las que se une en los campos, y las muchachas de 
 
4
 Biblioteca del Arsenal, Archivos de la Bastilla, ms. 10141. Un trabajo no editado ha sido 
consagrado a la interpretación de este registro del inspector Poussot. 
5
 Cfr. Funck Brentano. La Bastille des comédiens, le For-l’Évêque. París, 1903. 
 5 
mundo que uno asocia a su miseria como a sus ambiciones de mal chico. 
Timadores, soldadesca, mendigos, aventureras, veteranos ladrones, jefes de 
bandas y desgraciados; todos están aquí, llenan las columnas de su itinerario 
rápido, repentinamente trunco por el arresto y el encarcelamiento. Por lo 
demás no es el final de su periplo; uno se evade de las cárceles, o lo liberan 
o lo transfieren, recapturado un día o eternamente de juerga, rodando por los 
campos como se decía en la época. La paradoja del registro tiene que ver 
con esto: fija repentinamente la vida de las gentes, al mismo tiempo que 
escapa de él una impresión de movimiento incesante, de circulación 
constante. No solamente se trata ante todo de migrantes, sino que las 
informaciones que se obtiene a veces sobre sus antecedentes muestran a 
qué punto ese mundo es moviente, fugitivo, aquí y allá; las bandas de pillos 
que tan claramente se entreven aumentan esta impresión de 
desplazamientos grandes y pequeños, de fugacidad y de inasequibilidad. 
Bajo los cuadros bien claros de Poussot se descubre la horda de malandrines 
e infortunados, ola inmensa que estalla y se ramifica, que se infla y que se 
hunde, o bien que se eterniza para mejor recuperarse y reaparecer de nuevo. 
Es también la imagen de un París captado en sus noches; las 
perquisiciones en los inquilinatos, en las piezas de albergue y los reservados 
mal afamados, abren a la vida nocturna. El inspector puede entrar por todas 
partes, interrumpir el sueño del personal, suspender los amores y los 
enlaces, preguntar a todos el por qué de sus actividades. Concienzudamente 
espera las horas sombrías para caerle a sus presas, seguro de que el tiempo 
y la oscuridad le darán la razón. Poussot, meticulosamente, reúne bajo 
nuestros ojos a todos esos seres agarrados en trampa, que ingenuamente se 
creían protegidos por la noche. Aquí nada de ladrones detenidos por el 
clamor público, que hacen desaparecer con mañas las gallinas en el 
mercado, las comidas de los estantes o las piezas de género de los 
tendederos de las lavanderas; incluso si se deslizan a pesar de todo ladrones 
de pañuelos en las iglesias, agarrados in fragranti o denunciados por los 
paseantes. Más bien una muchedumbre de gentes conocidas por la policía, 
buscados por ella, que han sido soplados por moscas menesterosas o por las 
autoridades superiores. Sólo hay que recogerlos a la caída del sol en lugares 
prohibidos como las asambleas de juegos o en los cabarets que todavía no 
han abierto sus puertas, y en los lugares de sueño como los alojamiento de 
inquilinato y las posadas. Y ello seguro gracias a los registros que llevan 
posaderos y hoteleros, estrictamente vigilados por los inspectores, que por lo 
demás no se molestan para nada en recibir prebendas derivados de esta 
ocasión. 
París nocturno encerrando en sus innumerables recovecos de 
sombras, a la canalla que tanto miedo produce y que fascina al mismo 
tiempo; esa que siempre parece añadir la desviación a sus malas acciones, 
esa que se puede llamar verdaderamente criminal y que conoce los mil y un 
escondites de la capital para ocultar complicidades, botines y proyectos de 
aventuras, esa de la que los burgueses están persuadidos que se identifica 
totalmente con el pueblo. Una especie de reverso del decorado que justifica 
todas las formas de acciones policiales, incluidas las más sórdidas. Acá se 
encuentra reunida una población cuya actividad criminal es la mayor parte del 
tiempo una manera de vivir, lo que no se parece en nada verdaderamente al 
 6 
París de las mañanas y de las tardes cuyo eco se encuentra en el comisario 
de policía. 
Las 3.000 personas detenidas por los hombres del inspector Poussot 
desvelan de hecho al París que no quiere el orden dominante. Tras esos 
arrestos, se lee una voluntad de presencia de la policía en todos los lugares 
secretos de la capital, una voluntad de intervención real a todos los niveles, 
en la calle como en la casa; al mismo tiempo se presiente lo irrisorio de una 
tal empresa cuando por lo demás se puede comprender por trozos cómo 
funciona la pequeña delincuencia. Furtiva, móvil y ya organizada; asociada 
siguiendo un tipo familiar (se es a menudo delincuente en familia) o según 
una cierta ritualización de las relaciones masculinas y femeninas; la 
delincuencia parece siempre renaciendo de sus cenizas. Las órdenes del rey 
golpean en esta población inaprensible y la muerte no interrumpe sus 
actividades. 
Del mismo modo, las faltas contra la disciplina militar y religiosa van a 
permitir el encierro rápido de soldados renuentes y de eclesiásticos infieles a 
las reglas habituales. El número de clérigos arrestados es muy 
impresionante; un estudio de H. Debord6 permite evaluar en 6.000 el número 
de las lettres de cachet enviadas contra clérigos por toda Francia de 1741 a 
1775 (contra de 17.000 a 18.000 lettres enviadas contra laicos). Incluso si se 
trata de cifras aproximadas, es importante subrayar su amplitud. 
Por otra parte es preciso no olvidar que esas cartas reales tienen 
también otros poderes distintos a los de encerrar. Pueden adosarse a la 
acción de los tribunales para completar, confirmar o agravar las sentencias 
dictadas. Con mucha frecuencia finalmente el lugarteniente general de 
policía busca mantener en prisión, por orden del rey, a presuntos ladrones no 
condenadospor la justicia ordinaria por falta de pruebas. El sistema del 
orden real no solamente duplica el habitual procedimiento sino que se insinúa 
a través de él para modificarlo, de alguna manera pervertirlo desde dentro. 
La petición de las familias 
La lettre de cachet de familia no es una orden del rey diferente de las 
otras; como cualquier otro grupo social, la familia le debe transparencia al 
rey. Vida privada y pública se confunden aquí a través de la necesidad del 
orden; la familia es el lugar privilegiado en el que la tranquilidad privada 
fabrica una cierta forma de orden público. Por esto el rey tiene el derecho de 
mirar su funcionamiento y sus sobresaltos. 
El sistema de represión familiar que ella autoriza dibuja un lugar 
particular de la organización social donde se instaura un curioso duelo, con 
relaciones de fuerza a menudo desiguales, entre representantes de una 
autoridad familiar y uno de sus miembros. Las dos partes no se enfrentan 
solas; ellas drenan consigo su red propia de relaciones sociales que 
testimonian para ellas. La lettre de encierro viene a instalar su castigo en un 
tejido familiar que está fabricado por las relaciones con el otro. Y este es con 
toda certeza el primer aspecto para subrayar: la lettre de cachet de familia, a 
pesar de la importancia dada a su secreto, no le concierne nunca a la sola 
 
6
 Henri Debord, Contribution à l’histoire des ordres du Roi au XVIIIe. siècle d’après les 
registres du secrétariat d’État à la Maison du Roi, 1741-1775. París, 1938. 
 7 
familia, lo que muestra claramente su imbricación necesaria con el mundo 
que la rodea, y su imposible aislamiento incluso si es aquél su deseo. 
En París, las peticiones de encierro de familia siguen un procedimiento 
completamente específico a la capital; las grandes familias envían su queja 
(placet) al propio rey, o al ministro de la Casa del rey. Es en el seno del 
consejo real, en presencia efectiva del rey, que se examina con cuidado el 
placet. 
Las gentes del común proceden de manera completamente distinta; 
hacen llegar su placet al lugar teniente general de la policía que lo examina 
en su oficina, dirige la investigación, y pronuncia el juicio. La averiguación 
pone forzosamente al corriente del asunto al comisario de barrio; él delega su 
poder de información a un inspector de policía. La familia popular 
ampliamente penetrada del vecindario e integrada a una vida urbano intensa, 
no puede excluirse de esta capilaridad social. El tejido urbano, vecinos, 
comisario, cura, mercaderes, locatarios, es un terreno sin el cual ella no 
existe. El lugarteniente de policía luego de informado, redacta para el 
ministro un reporte detallado y espera a que el secretario de Estado envíe la 
orden. Es por lo menos el procedimiento más habitual empleado bajo Luis 
XIV; no tardará en deformarse y tomar un aspecto cada vez más rápido bajo 
Luis XV. Se va a menudo a los lugartenientes generales sólo redactar notas 
muy breves, y ni siquiera esperar la respuesta real, tomando por su cuenta la 
decisión de ejecutar la orden del rey. 
Originalidad parisina será este paso por el lugarteniente general de 
policía, que explica al mismo tiempo los constantes deslizamientos entre el 
juicio ordinario y la orden real, puesto que los dos están casi regidos por la 
misma persona. En la provincia se conocen otra formas de proceder; en 
Languedoc por ejemplo es “la autoridad militar… la que asegura el orden de 
las familias y, en tanto que protectora de los derechos de nobleza, acoge las 
quejas y las recriminaciones de esta clase”7. Acoge al mismo tiempo toda 
queja que venga de otros medios; el encierro de familia no es un atributo de 
la aristocracia. 
Con la lettre de cachet de familia, se ha establecido la legalización de 
la represión privada; el poder real concede la autorización legal para encerrar 
a una persona por petición de su familia, pero no se hace cargo de los gastos 
de detención del prisionero. Si se quiere castigar a uno de sus parientes sin 
pasar por el aparato ordinario y público de la justicia, es necesario por una 
parte suplicárselo al rey y convencerlo de sus infortunios para que él se digne 
enviar la orden oficial; pero por otra parte es menester ayudar al rey 
financieramente, encargándose de los gastos de la detención que no van a 
ser cubiertos por la administración real. La firma de la orden comporta una 
indicación monetaria; el dinero añadido al relato del infortunio es una pieza 
que tiene peso de convicción. 
Para los contemporáneos esta práctica es tradicional; es una de las 
funciones admitidas y solicitadas del gobierno. Lo que explica la amplitud de 
las carpetas para cada asunto, y la enérgica insistencia con la que se 
redactan las acusaciones. Escribirle al lugar teniente general de la policía 
 
7
 Nicole Castan. Justice et répression en Languedoc à l’époque des Lumières. París: 
Flammarion, 1980, p. 201. Y también las páginas consagradas a las lettres de cachet por J. 
Cl. Perrot. Genèse d’une ville moderne: Caen au XVIIIe siècle. París-la Haya: Mouton, 1975. 
Ver también C. Quetel. De part le Roy, essai sur les lettres de cachet. París: Privat, 1981. 
 8 
para ponerlo al corriente de los trastornos insoportables que reinan en el 
seno de su familia, es una aventura en el sentido real del término, sobre todo 
si hace parte de las capas populares. Se necesita ante todo buscar un 
escribano público que transmita, con las formas habituales del respeto debido 
a Su Majestad, todos los detalles de una vida cotidiana turbulenta y movidita. 
La lectura de los dossieres sorprende por la acumulación de detalles 
domésticos y por el enorme fárrago de papelotes suscitado por esa desgracia 
privada que tiene que ver de hecho con la intimidad y con la sombra negra de 
las relaciones familiares. Al placet lo suceden los testimonios de los vecinos; 
a veces firman abajo añadiendo su profesión, a veces escriben aparte y 
cuentan a su manera lo que han visto, sabido y escuchado. Miembros 
alejados de la familia, cabareteras de la esquina de la calle, comerciantes en 
especies de los bajos de la escalera, inquilinos que comparten el mismo 
piso… son los principales firmante. Para asegurarle a la denuncia una fuerza 
de convicción mayor es bueno convencer al cura de la parroquia, personaje 
influyente en el barrio, y al principal arrendador, ese garante temido, odiado y 
honrado de los inmuebles parisinos8. 
Si se trata de una demanda de encierro de niño, y que el padre esté 
muerto o ausente, la madre puede hacer la petición. Se rodea entonces de 
sus familiares, y son las opiniones de los parientes los que vienen a aportar 
un peso más cierto a su proceder. La queja es recibida por un secretario del 
lugarteniente general de policía que la remite al comisario y al inspector de 
policía del barrio para verificar los hechos y dar cuenta de ellos. 
Normalmente, ellos deben hacer su investigación separadamente, en realidad 
el uno se encarga del trabajo y constituye un reporte sobre la queja, mientras 
que el otro comenta ese reporte. Los testigos, vecinos y firmantes son 
escuchados por el inspector; luego el comisario hace un reporte dirigido al 
lugarteniente general de policía. Reporte detallado o no, según los casos y 
según los comisarios. Luego al lugarteniente le toca redactar su propio 
informe y enviarlo al secretario del rey. Es a menudo puro formalismo de su 
parte; a veces ni siquiera espera la respuesta para ejecutar la orden de 
encierro. 
1728-1758: un sondeo 
El examen atento de los archivos de la Bastilla, donde figura este tipo 
de documentos, muestran que ellos son lagunares. Por una parte, se 
encuentran bastante pocas demandas de internamiento por razones 
familiares antes de los años 1720. Por otra parte, son muy raras en los 
archivos de la Bastilla para los años posteriores a 1760. 
En realidad, losdos hechos no tienen la misma explicación. A fines 
del siglo XVII, y a comienzos del XVIII, son los asuntos políticos y religiosos 
los que ocupan el lugar principal en las órdenes del rey que se han 
conservado: asuntos de convulsionarios y de jansenistas, enredos con espías 
y agentes extranjeros, y luego todo una morrallita de levantadores de 
horóscopos, de adivinos, de “hacedores de proyectos”, de espíritus agitados. 
Que las lettres de cachet hayan tenido sobre todo ese uso público y que la 
utilización privada para asuntos de familia ha sido bastante raro, y es lo que 
parece confirmar Lenoir, lugarteniente general de policía, si le creemos al 
 
8
 Cfr. Henri Debord, op. cit. 
 9 
testimonio que dejó en sus papeles escritos luego de salir de la lugartenencia 
y que se conservan en la Biblioteca municipal de Orleans: 
El origen de las órdenes del Rey, que se llamaban lettres de cachet de 
familia, se remonta al tiempo de la administración de M. d’Argenson. El uso 
se hizo más conocido durante la administración de M. Berryer, y mucho más 
aún durante la de M. de Sartine, que durante la mía. Entonces, se tenía por 
principio que la deshonra de un individuo repercutía sobre su familia, 
mientras que el gobierno y la política venían en ayuda de los padres que 
tenían legítimos motivos para temer ser deshonrados. Esta medida es 
necesaria en una gran ciudad como París donde la juventud se expone a 
todos los peligros de la corrupción9. 
Se puede pues admitir que los años 1750 han marcado un crecimiento 
real de las peticiones de encierro por razones de familia. 
En desquite, su casi desaparición de los archivos de la Bastilla luego 
de 1760 es más enigmática. Se sabe que Sartine, durante todo el final del 
reinado de Luis XV, e incluso Lenoir, a pesar de la práctica “más restrictiva” 
que él menciona, son reputados por haber utilizado a gran escala este género 
de procedimientos. Acaso él mismo no decía: Pocas familias existen en 
París entre las que no se encuentre nadie que en un espacio de diez o doce 
años no haya tenido que recurrir al magistrado administrativo de la policíaa 
general de esa ciudad, para asuntos que comprometen su honor. Y cuando 
Breteuil en 1784 envíe su famosa circular limitando esta práctica, es bien 
evidente que en ese momento no cayó en desuso. Las quejas de familia no 
han dejado de ser enviadas a partir de los años 1760; y sin embargo sus 
huellas desaparecen entonces de los Archivos de la Bastilla. Hay pues que 
suponer que esas peticiones y las carpetas en la que figuran han sido 
archivadas en el curso de los años en cuestión de otra manera; o las 
destruyeron con el tiempo o las dispersaron. 
Disponemos pues de una documentación rica para el período 1720-
1760 (lo que no quiere decir, evidentemente, que poseamos todas las quejas 
levantadas por las familias de París durante esos cuarenta años). Hemos 
escogido al comienzo y al final de este período dos fechas 1728-1758, 
separadas por los treinta años de una generación. Sin duda el año 1758 
coincide con la corta lugartenencia de policía de Bertin de Bellisle, pero las 
verificaciones sobre los años vecinos (1756 y 1760) muestran que, desde 
este punto de vista, esta administración no presentó un carácter particular. 
Los documentos pertenecientes a esos dos años 1728 y 1758 son bastante 
numerosos, su convergencia es bastante clara y a decir verdad son 
suficientemente repetitivos como para que podamos considerar poseer un 
conjunto significativo (incluso si ellos no permiten evaluación cuantitativa). 
La revisión de los años 1728 y 1758 muestran que se tiene 
respectivamente 168 y 74 demandas de internamiento de familias; los años 
1756 y 1760 dan 67 y 76 expedientes sobre el mismo tipo de negocios; es 
decir más o menos una quinta parte de las demandas de encierro. Incluso 
precarias, poco seguras, sin duda lejos de lo que fue la realidad cuantitativa, 
se puede a partir de ahí perderse en los dossieres y reencontrar affaire tras 
affaire los tensos hilos de una historia de familias que habían decidido 
 
9
 Biblioteca municipal de Orleans, Fondo Lenoir, ms. 1423, fol. 21: Seguridad. Recordemos 
que Marc René d’Argenson fue lugarteniente general de policía de 1697 a 1718; Berryer de 
1747 a 1757; Sartine de 1759 a 1774. 
 10 
exponerse al rey en sus desgarraduras, develando en el mismo gesto una 
intimidad en la que se mezclan a cada instante lo trágico y lo irrisorio. 
 11 
1 
_______________________ 
La discordia de las parejas 
 12 
Para terminar con el infortunio 
Menos numerosas que las peticiones de los padres, puesto que sólo 
representan un tercio de las demandas de familias, las querellas entre 
esposos son sorprendentes y significativos documentos, incluso si a veces se 
vuelven inasequibles. Es fácil comprender que por supuesto estén plagados 
de pesadas trampas que el análisis debe a la vez desmontar, al mismo 
tiempo que servirse de ellas. Si una esposa quiere encerrar a su cónyuge, 
debe convencer al rey del horror de su situación y emplear a la vez 
argumentos necesarios y definitivos. Un marido debe hacer lo mismo si 
decide que su mujer merece orden real. Es escenificando de una cierta 
manera, a la vez a sí mismo y al otro, como se saca a la luz del sol la 
imposibilidad de la vida en común; sobre esta representación se enfrascarán 
el lugarteniente general de policía, los comisarios y los inspectores; teniendo 
en cuenta sus indicaciones se otorgará la firma real. Lo que está en juego es 
importante, y no es por tonterías que se denuncia a su compañero. Las 
palabras que se emplean, las situaciones descritas, las acusaciones 
formuladas, pueden ser manifestaciones de la verdad (por lo demás le 
corresponderá a la investigación hacer las verificaciones necesarias); ellas 
también evocan aquello que es insoportable en una vida de pareja, y en este 
sentido proclaman las normas por fuera de las cuales la vida en común ya no 
es posible; dibujan a contrario a partir de lo real vivido cotidianamente, o de la 
mentira destinada a convencer –poco importa–, cuadros de la vida conyugal 
que son otras tantas imágenes expresivas. 
Tras las palabras, y más allá incluso de la prueba de exactitud de los 
hechos, se oculta una espera colectiva: vecinos, curas, familias, maridos y 
mujeres, modelados a la vez por su estado social y político, y por sus 
relaciones de dependencia, secretan una especie de arquetipo de lo que no 
debe ser la vida familiar. Se crea a partir de allí un consenso, y la demanda 
que se le hace al rey reviste forzosamente los tintes sombríos de la 
decepción, de la amargura. Al casarse conmigo, él hubiera debido…, 
desposándome, ella debía… Nada de esto lo ha hecho él o ella, muy por el 
contrario. 
Ella como él, en todo caso, se sirven de esta posibilidad de lettre de 
cachet; las cifras revelan incluso que ellas son un poquito más numerosas 
que ellos en demandar el encierro de su compañero, sin distinción de años10. 
Incluso si no hay que darle demasiada importancia a ese ligero desajuste, 
dada la laguna de las fuentes y la modestia de las cifras, es necesario 
subrayar de manera clara la reciprocidad de las posibilidad del procedimiento. 
No se crea que no es importante poder mostrar contra todo lo que se espera, 
y a pesar de las ideas recibidas, que en este lugar de posible represión, la 
mujer y el hombre se encuentran en condiciones de igualdad. Igualdad 
también en cuanto a la decisión real11. Lo que espera una mujer de su pareja 
es tan importante como lo que espera un hombre, y la decepción se toma en 
cuenta del mismo modo. Sólo se requerirá interrogarse sobre la 
 
10
 El sondeo se hizo, como ya lo hemos dicho, sobre los años 1728, 1756, 1758 y 1760. 
11
 Notemos que en total (entre demandas de encierro de padres, y demandas de encierro de 
esposos) sólo hay un pocomás de hombres que de mujeres encerrados: 195 hombres, 181 
mujeres. 
 13 
diferenciación del contenido de esta espera; ¿existe alguna? y si sí ¿de qué 
naturaleza? 
Sea lo que sea de esta igualdad, es necesario de entrada subrayar la 
gravedad de este proceder. La petición de encierro entre esposos es un acto 
considerable que nunca se hace a la ligera y que sólo sobreviene cuando el 
desespero agobia, y como último recurso luego de numerosas tentativas de 
conciliación, o de diligencias de toda suerte hechas ante los vecinos como 
ante el comisario. No se puede pues nunca inmediatamente después del 
matrimonio estar quejándose ante el rey; siempre es luego de una larga 
duración de vida en común. Podemos hablar de un promedio cercano a los 
doce años de matrimonio, cuando interviene la demanda12; se dirá que en 
momentos en que el barco hace aguas, cuando todas las esperanzas se han 
hundido definitivamente; cuando la vida ya difícil parece definitivamente 
fracasada. Desde entonces, la única esperanza reside en la separación, 
solicitada por siempre o con el deseo de obtener del otro arrepentimiento y 
perdón. La alternativa es la siguiente: no vivir ya más con este cónyuge, 
fuente de todos mis males y desgracias; o esperar del castigo que él imprima 
en su alma el deseo de regresar a otros procederes. 
Puesto que hace tanto tiempo viven juntos, antes de dirigirse al rey 
para terminar con su angustia, por supuesto que tienen mucho que decirse. 
Su vida tejida de tropiezos y de insatisfacción, puntuada de nacimientos, de 
enfermedades, de golpes, de fallas y de infidelidades, está atiborrada de 
acontecimientos, sobrecargada de circunstancias dolorosas, de violencias y 
de pasiones. Tienen tanto que decirle al escribano público, tanto que 
escribirle al lugarteniente general de la policía, que no olvidan ningún detalle, 
pues no fue ayer que nació el infortunio. También sorprende su pudor: los 
textos acumulan las cargas, están repletos de reproches, acusan de villanías, 
denuncian los malos tratos o las estafas; sin embargo conservan una cierta 
retención. La infamia y la intemperancia –claro que todavía nos falta buscar 
definir estos términos– son sacados a la luz, a veces con detalles y pruebas 
al apoyo, pero sin nunca revelar nada de la verdadera intimidad de la pareja, 
por ejemplo de su intimidad sexual. Dominio prohibido, que la acusación, la 
cólera, la ruina, ni siquiera liberan. Por lo demás algunos llegan hasta 
expresar su imposibilidad de hablar más, como si se encontrasen ante un 
secreto de una importancia extrema que no puede llegar hasta el rey. Un 
secreto, o quizás la expresión de un respeto de la institución conyugal que 
prohíbe que uno entregue desnudo a su esposo o a su esposa. 
“La suplicante no puede hablar más de esto porque ella es la esposa 
de tal hombre”, escribe Marie Millet13, mujer de François Dubois, alias Gilbert, 
sastre de hábitos, de sesenta y dos años, “pero ella tiene todos los motivos 
para temer por ella y sus hijos, tanto por el lado del honor como por el de la 
vida”. 
Otra dice: “Podría decir muchas otras cosas, pero él es cuando menos 
mi marido”; mientras que la mujer Masson se excusará de acusar a François 
su marido: “la suplicante habría guardado su silencio sobre todos los 
extravíos de su marido que no hacen mas que perjudicarlo…”14, revelan así la 
 
12
 En 1728: 13 años promedio de duración del matrimonio en el momento de la demanda; en 
1756, 14 años; en 1758, 13 años y en 1760, 11 años. 
13
 Ars. Arch. Bastilla, ms. 11994, fol. 74 (año 1758). 
14
 Ars. Arch. Bastilla, ms. 12083 (año 1760). 
 14 
manera cómo la acusadora está salpicada también ella por sus propias 
denuncias. 
Tampoco los hombres se entregan más a excesivos detalles sobre su 
vida de pareja, pero no sienten la necesidad de evocar la ley del silencio. Es 
entre las mujeres donde se lee esta especie de pudor obligado que no les 
permite revelar la totalidad de los hechos; quizás sea un medio privilegiado 
de significar que al ser esposas desventuradas, además están bajo la 
dominación sexual de sus maridos, que si eso no se diera ellas podrían 
hablar mucho más del asunto. 
Por lo demás ¿no es también este mismo pudor masculino y femenino 
el que ya les impedía a los unos y a las otras el recurrir a la justicia ordinaria? 
La justicia es infamante, mientras que el secreto dicho al rey sigue siendo 
privado, y preserva de la deshonra. No se lleva a su cónyuge ante los 
tribunales, pues ese es un acto escandaloso; es claramente lo que expresa 
Alexandre Bonhomme, tapicero en casa del sieur Delache, cuando se entera 
de la detención de su mujer Marie Pagez en el Gran Châtelet: 
Pero cuál no sería la sorpresa del suplicante cuando el inspector de policía la 
condujo ante el comisario Le Blanc, que la mando al Gran Châtelet, para 
comparecer ante la justicia ordinaria por ese pretendido robo, y así el 
mencionado suplicante delator de su mujer, lo que naturalmente uno no debe 
imaginar que haga un marido15 
A pesar de este rechazo de la justicia ordinaria, y de una eventual 
detención menor luego del proceso, en las prisiones del Pequeño y del Gran 
Châtelet, es imposible marcar una separación continua entre los dos 
dominios: el de la justicia y el de las lettres de cachet. Bastantes memoriales 
confirman la imposibilidad de una disyunción total de los géneros; a menudo 
maridos y mujeres ya han demandado ante su comisario de barrio. No 
siempre son verdaderas quejas en buena y debida forma, pero han venido 
ante el comisario y lo han puesto al corriente de los que pasaba en sus 
casas. El comisario lo anota en su registro, su agenda o su carné (se los 
reencuentra en los Archivos nacionales, en los Archivos de los Comisarios 
del Châtelet); luego, a veces, convoca al cónyuge, lo ha admonestado, le ha 
dicho que no siga actuando así, rugiendo y amenazándolo como un padre. 
Nada ha hecho; más tarde regresa el cónyuge con las mismas 
preocupaciones, sus mismas desgracias, dividido entre las ganas de hacer 
meter al otro a la prisión y las ganas de quedarse con él con la condición de 
que todo mejore. A veces se comete un verdadero delito, un robo, una 
estafa, un hurto, y el tipo se lo llevan esta vez para la cárcel. Luego vuelve, y 
la vida continúa, hasta el día en que el hilo se rompe, ha pasado ya mucho 
tiempo, todo se ha vuelto insoportable, se pasó el límite. Es al rey al que se 
acudirá, única persona capaz de resolver en su globalidad el conjunto del 
problema, puesto que a la vez castiga sin infamia y favor, que concede una 
especie de pesantez social. 
Incluso sin la existencia de estas idas y venidas ante la justicia, el 
comisario de policía16 permanece en el centro del procedimiento de encierro 
por orden del rey puesto que el lugarteniente general de la policía da la orden 
 
15
 Ars. Arch. Bastilla, ms. 11988, fol. 274 (año 1758). 
16
 Esto sólo se aplica en París, como lo hemos subrayado antes. 
 15 
de organizar una investigación; estas son las aclaraciones, algunas de las 
cuales se incluyen en la carpeta17. 
Si se le pide el favor al rey, él también se paga, o más bien: se 
negocia. Las solicitudes, frecuentemente enviadas por personas del común, 
o incluso cercanas a la miseria, discuten el precio invocando piedad y el 
esfuerzo considerable que han decidido hacer. Con gusto sólo consienten en 
pagar de cien a ciento cincuenta libras por año, lo que es muy poco, aunque 
su cónyuge tenga todas las posibilidades de conocer las atroces condiciones 
del Hospital Bicêtre y de la Salpêtrière, antes que las comodidades de 
algunas casas religiosas. Encierro de gracia, pero sobre todo al menor 
precio; esta es la petición escrita, las palabras dichas, el procedimiento 
cumplido. 
El pacto roto 
Aun es necesario en la actualidad comprender con qué está fabricada 
esta insoportable vida conyugal, y qué es una parejaque se rehúsa a existir 
durante más tiempo puesto que uno de sus participantes es malo. ¿A quién 
se parece cuando es malo, y a qué expectativas no respondido el compañero 
indigno? Es la lectura del memorando el que da las dimensiones de lo 
insoportable; lectura minuciosa, múltiple, atenta a las mínimas palabras, a los 
menores detalles, a la narración de las situaciones y a su correlación. De 
qué hablan pues los esposos cuando quieren encerrar al otro: de su 
comprensión, de la conducta del cónyuge, de su relación con los suyos, con 
su trabajo, con sus vecinos, y de las consecuencias de todo esto sobre la 
vida económica de la pareja. Se llega así a descubrir sistemas de valores 
imbricados los unos con los otros, así como su orden de importancia. La 
superficie de la pareja se pone lentamente en el lugar; el dibujo, borroso en la 
primera lectura, se precisa poco a poco; la imagen se aclara, se colorea. Si 
subsisten dudas, si persisten obscuridades e interrogaciones, en desquite 
hay algunas afirmaciones que se pueden expresar claramente. 
De este modo se revela como evidente una esperanza general, 
compartida igualmente por los hombres y por las mujeres, según la cual una 
pareja debe lograr un equilibrio económico seguro, del que cada uno de los 
cónyuges es igualmente responsable. Las dos terceras partes de las 
solicitudes se quejan tanto de la conducta personal de uno de los esposos, 
de su ebriedad y de su descarrío, como de su conducta económica, 
vinculando a menudo la una con la otra. Denuncian al mismo tiempo, y en un 
mismo impulso, la ruina de la pareja y las calaveradas del cónyuge; invocan 
simultáneamente disipación de los bienes y relaciones adulterinas. Es 
seguro que de la vida en común se espera un estatuto económico estable 
que no deba soportar ni la dilapidación del patrimonio, ni la obligación de 
descender en la jerarquía social. Es frecuente que se acuse al otro se haber 
sido puesto en la necesidad de volverse doméstica o ganapán, mientras que 
se era mercader orfebre o sastre. Vender la manada de reses de la pareja, 
destruir el comercio son acusaciones graves que deben ser escuchadas por 
las autoridades. Es necesario incluso añadir que la esperanza de la pareja 
va más allá de la estabilidad económica; muchos memoriales consignan que 
 
17
 Registros de aclaraciones se conservan en los Archivos de la Prefectura de Policía (AB 
405 por ejemplo) y en la Biblioteca del Arsenal (como el del inspector de policía Sarraire). 
 16 
no ha habido fructificación de los bienes, y que esto es intolerable. Del 
matrimonio se está en el derecho de esperar, en el curso de los años, un 
cierto progreso económico. Hay falta si no se logra. 
Solamente un tercio de los alegatos cuestiona únicamente la mala 
conducta personal del otro, sin decir una sola palabra de la situación 
económica. Para la gran mayoría, quizás sea posible soportar un compañero 
borrachín si esto no impide que se mantengan económicamente. A menos, 
por supuesto que, la ebriedad no se vuelve escándalo, lo que ya es otro 
problema. Ciertamente, en la mayor parte de los casos, la relación de causa 
a efecto está indicada entre pasos reiterados por el cabaret y venta de las 
reses. Por esto se solicita el encierro; para que cesa la ineluctable rodada 
hacia la miseria o la mendicidad. Hay que encerrar al responsable de todo 
esto, y que le impide al otro conducir bien sus asuntos. Es preciso no olvidar 
que se trata de gente poco afortunada, muy vulnerable económicamente y a 
la que el menor sobresalto negativo en el patrimonio la puede hundir en el 
infortunio completo. Se requiere poca cosa para desbarajustar este orden 
económica inestable, y esos memoriales a menudo dan la impresión de 
describir frágiles nadadores amenazados por la próxima ola. 
Esta correlación tan frecuente entre elementos que conciernen la vida 
económica, y otros que conciernen la actitud personal, muestra hasta qué 
punto el vínculo conyugal es también un lugar. Es tanto el lugar del 
establecimiento socio-económico como el del entendimiento sexual y 
afectivo. El lugar del cuerpo, del corazón y el de la función social no se 
separan tan fácilmente; la pareja es una reunión de esos espacios, la 
expectativa de una armonía entre ellos y la certidumbre de que ellos están 
estrechamente dependientes los unos de los otros. En los múltiples consejos 
para casarse bien, y las instrucciones para el matrimonio llevadas por la 
literatura de buhonería que invade ciudades y campos del siglo XVIII, este 
tema regresa de manera muy particular18. El acuerdo entre el esposo y la 
esposa exige un ajuste económico entre las partes; no está mal que el 
hombre sea un poco más acomodado que la mujer, y los dos deben 
entenderse para hacer fructificar los bienes comunes. Que la pareja sea 
también un espacio económico, incluso entre los más pobres, no significa 
evidentemente que amor y atracción se excluyan allí. Muy frecuentemente 
ellos se instalan en ese lugar, y se fabrican cotidianamente en el corazón 
articulaciones intensas y sensibles, frágiles y tensas que se anudan entre la 
apariencia, los bienes gananciales, el respeto, el honor y el entendimiento. El 
matrimonio se habla en términos de esperanza; felicidad y bienestar se 
confunden para crear la buena alianza. Cuando se rompe el pacto 
económico entre maridos y mujeres, se desata la desgarradura. 
El entendimiento y la honestidad fabrican la mayor parte del tiempo 
una estabilidad económica que satisface incluso si a menudo está 
amenazada. Pero que al menos lo sea para uno de los miembros de la 
pareja, y en las peticiones hay detalles que no engañan. Algunos umbrales 
de tolerancia parecen insuperables: comerse la dote de su mujer, ir a buscar 
el dinero del otro antes que él para gastárselo, vender los efectos del otro sin 
que él lo sepa, para beber o divertirse. En medio de todo este desorden, una 
escena se revela aún más intolerable que las otras, y su simple descripción 
 
18
 A. Farge. Le miroir de femmes. París: Montalba, 1982, p. 70. 
 17 
parece ella sola suficiente para provocar el orden real: la de robarse la cama 
(Vendió hasta su lecho; vendió hasta la cama de los hijos; se llevó incluso mi 
cama). Mueble esencial19 y singular; cuando no se tiene nada, se posee al 
menos una cama cuya función simbólica no puede ser olvidada; su venta 
clandestina es la negación misma de la cohabitación o una miserable 
impostura con respecto a los niños. Al vender la cama se comete lo 
irreparable y la falta debe ser castigada. Y cómo no subrayar que la pérdida 
del lecho es una carencia económica al mismo tiempo que la privación del 
lugar sexual… 
Ultrajes, excesos, descarríos, mala conducta, esos términos ritman los 
textos sin dar lugar a muchas precisiones. Como si ellos pudiesen siempre 
ser empleados los unos por los otros, como si no fueran suficientes por ellos 
mismos para hacer saber oficialmente la infamia del otro. Sin embargo, esas 
palabras hacen referencia a situaciones bien particulares, gracias a las que 
se puede esbozar una cierta figura del descarrío o de la mala conducta. En 
suma: se comporta mal aquel o aquella que se entrega a otros referentes 
distintos de su trabajo, su casa o la fructificación de su patrimonio. Él o ella 
corre al cabaret; sólo aparece por su casa a intervalos; ella se va con 
soldados; comete estafas o abandona el trabajo muy a menudo; ella se echa 
a perder con mujeres de mala vida. Estos son toda suerte de excesos que 
tienen como punto en común cometerse por fuera de la geografía tradicional 
de los espacios de labor y de la familia. En una vida ya marcada por la 
enrancia, la búsqueda del trabajo y del alojamiento, escandida por la 
inestabilidad y por los largos desplazamientos a pie, tanto de día como de 
noche, en la capital, la mala conducta sería una errancia suplementaria de la 
yaobligatoria; añadiría ausencias de mala calidad a las ausencias habituales, 
y reforzaría aún esta especie de desparramamiento de los habitantes, 
haciendo estallar de manera espectacular el diseño ya embrollado de sus 
trayectos habituales. La mala conducta está forzosamente ligada a una 
utilización aún diferente de los espacios; ella rompe las precarias 
coherencias. 
El descarrío: espacios masculinos, espacios femeninos 
A primera vista no aparece una diferenciación muy clara entre los 
malos comportamientos femeninos y masculinos; los memoriales parecen 
presentar más o menos los mismos criterios para los dos sexos. La 
borrachez, la disipación de los bienes, la echada a perderse, son cosas que 
les pasa tanto a los hombres como a las mujeres. No se nota ni siquiera una 
insistencia más particular de la esposa sobre la ociosidad de su marido, como 
si el trabajo masculino y el trabajo femenino tuvieran los dos igual 
importancia, y que el hombre no estuviera más definido por su profesión que 
la mujer. La ociosidad es un vicio que comparten los dos sexos, lo que es 
normal puesto que la pareja es también una asociación entre dos personas 
en el trabajo. La ebriedad para nada es un defecto específicamente 
masculino; maridos y mujeres se acusan de ella mutuamente. Compañeros 
de miseria, el vino y el aguardiente vienen a agravar las relaciones 
 
19
 Los inventarios luego del deceso, así como los contratos de matrimonio de las pobres 
gentes, muestran claramente su importancia. Cfr. la tesis de maestría de B. Oriol, “Las 
costureras de ropa blanca y los mercaderes de confecciones de París en el siglo XVIII”, 
Universidad de París VII, 1980. 
 18 
conyugales, destruir el entendimiento, impedir la confianza, arrastrando toda 
suerte de desórdenes económicos. Es un flagelo que rompe claramente 
todos los esfuerzos emprendidos para una eventual estabilidad económica. 
En este esbozo de tipología común de la mala conducta, que podría no 
darle la razón a ninguna de las partes, ni al hombre ni a la mujer al 
indiferenciarlos, se alojan sin embargo desemejanzas y discordancias 
significativas. Son ellas las que van a hacer resaltar más claramente los 
roles masculinos y femeninos, y ayudar a precisar mejor lo que cada uno de 
los compañeros espera de la conducta del otro. 
Son las mujeres las que se quejan de los golpes, de las heridas y de 
los malos tratos. Son ellas las que evocan la crueldad de los cuchillos, de las 
reglas, de los compases, de los badiles, de los calderos y de los morrillos que 
sirven para saciar la cólera de su marido. Ellas aguantan esto desde hace 
mucho tiempo, frecuentemente desde comienzos de su matrimonio ya lejano, 
y se angustian cuando llega el día que sienten su vida verdaderamente 
amenazada. La suplicante no quiere perecer en la flor de su vida; tiene 
cuarenta años y está casada desde hace trece con un sastre20 que no deja 
de perseguirla, y del que acaba de librarse de morir a causa de las 
cuchilladas que le propinó. También se defiende ella al indicarle al 
lugarteniente general de la policía el mal calibre de ese marido cruel. 
Tres cuartas partes de las demandas de encierro de maridos tienen 
que ver con acusaciones de violencias y sevicias (sólo ocho maridos de 
setenta quieren evocar algún maltrato de parte de sus esposas). Los golpes 
son el arma masculina por excelencia, la que puede denunciarse como 
intolerable sobre todo cuando la brutalidad tiene colores de inhumanidad. 
Por lo demás los textos no acallan la atrocidad de algunos gestos: Maltrata 
horriblemente a su mujer y a su hija; Le mató tres niños en su vientre uno tras 
otros; La muele a golpes y luego la echa por la escalera; Mató una primera 
mujer y maltrata a su mujer que está encinta; Practica con ella sevicias llenas 
de horror; Le sacó un ojo con la tenaza de la chimenea… 
Esta violencia descrita es tan espectacular porque quienes la 
testimonian están ya al final de un largo camino de contusiones y de 
humillaciones. Ya no tienen nada que perder si presentan así lo que fueron 
sus días y sus noches de triste cohabitación, de pasiones marcadas por el 
socaire de la violencia. Por el contrario nunca se tardan sobre eventuales 
violencias en las prácticas sexuales. Es este pudor del que ya hemos 
hablado el que parece frenarlas, y es sólo a través de algunas frases 
enredadas, deformes, vagas, y de todas formas poco frecuentes, que se cree 
apercibir su rechazo a ciertas formas de sexualidad. Utiliza malos 
procederes con ella; Se entrega sobre ella a excesos vergonzosos que su 
mujer por pudor no puede contar; Fuerza a su mujer cuchillo en mano; Es 
indecente; Abusa de su persona; nada preciso en todo esto, las palabras 
trazan límites sin describir lo que están circunscribiendo, de esa manera 
indican que ha existido exceso y abuso, pero nada vendrá realmente a 
revelar en qué han consistido. ¿Será sólo una coincidencia que estas pocas 
frases que hemos podido extraer en medio de tantas otras sólo aparezcan en 
nuestro dossier a fines de los años 1750, como si antes nada de este género 
autorizara a transpirarlo? Es una simple pregunta. Por el contrario, hombres 
 
20
 J. T. Desessarts. Ms. 11006, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 
 19 
y mujeres anotan de manera igual la enfermedad venérea que ha contraído 
su cónyuge, con certificado expedido por el maestro barbero o del personal 
del dispensario del hospital. Enfermedad que en sí misma es ya prueba 
suficiente de las rutinas del otro y de sus descarríos. 
Descarrío, esta es la palabra más empleada, la que más a menudo 
viene bajo la pluma de los escribanos públicos; palabra clave; palabra 
imprecisa sin embargo y que parece resumir en sí toda las faltas del mundo 
sin nunca detenerse a dar el sentido exacto, el verdadero contenido. Sin 
embargo, si se leen bien los textos uno se da cuenta que si el marido como la 
mujer son designados ante el rey como descarriados, ese calificativo recubre 
realidades y situaciones muy diferentes. Cuando el marido se queja del 
desviamiento de su mujer, traza casi siempre el mismo retrato de ella: una 
mujer mal entretenida, depravada, de muy mala conducta, con malas 
costumbres, muy gastosa, y complacida en compañía de hombres. 
Frecuentemente añade su predilección por la bebida y su mala 
administración de la casa. Pero si se leen atentamente las quejas maritales, 
uno se da cuenta que ese retrato un poco estereotipado de la mujer de mala 
vida recubre dos tipos de comportamientos bastante distintos. Por supuesto 
que se encuentran mujeres libertinas y violentas que roban y beben, venden 
los muebles del menaje e injurian a sus maridos; pero existen otras que 
parecen que sólo estaban buscando irse para vivir con otro hombre del que si 
están enamoradas. 
En este caso la situación es relativamente simple puesto que se trata 
de una separación; sin embargo el marido goza empañando el retrato de su 
mujer. Le añade detalles sobre detalles destinados a acercar su imagen de 
la de la prostituta, como si tuviera miedo de no convencer suficientemente, y 
de no obtener la orden del rey, como si se inquietase de que la averiguación 
del comisario o del inspector terminara por no encontrar tan peligrosa la 
relación con su mujer. Quizás no se equivoque, y otras investigaciones en 
los archivos judiciales pueden dar testimonio de ello. 
Es seguro que la vagabundería sexual perturba el orden público; 
mientras que la mujer que se va con otro hombre es un evento más privado y 
menos grave, al que se asiste cotidianamente. ¿Habrá que abrirles las 
prisiones del rey si no hay escándalo público, si no se pone en riesgo la 
tranquilidad del barrio? El marido sabe todo esto; si quiere realmente hacer 
castigar a su mujer es preciso que demuestre que ella se ha vuelto una mujer 
“pública”, y que por consiguiente ya no se trata solamente del orden privado. 
Ángel o prostituta;no hay situación intermedia hasta que el divorcio no 
se instituya; y las peticiones de los maridos reflejan bastante bien esta 
alternativa obligada; recubrir el rostro de su mujer con la peligrosa máscara 
de la prostituta es ante todo parar su posible culpabilidad personal frente a 
una separación; además obligar a la autoridad a que castigue. 
El extravío descrito por su cónyuge es el de aquel que vive todos los 
días sin obligaciones, que abandona su trabajo, pasando la noche fuera de 
casa, regresando sólo a intervalos irregulares a la casa; es aquel que va con 
mujeres, sinvergüencea con ellas, goza en el cabaret, luego regresa como el 
gato, fatigado de sus sabbats nocturnos. Las mujeres acusan poco a sus 
hombres de mantener un lazo durable y continuo con otra; trazan más bien 
un retrato más estallado de su marido, lo señalan como un ser errático, cuya 
perdición está compuesta de nomadismos de todo tipo: está dedicado al ocio, 
 20 
al vino, al aguardiente y al sexo femenino afirma por ejemplo la mujer de 
Claude Rousseau en 172821. 
Es seguro que estos textos de esposas dan la nueva e interesante 
impresión de que ellas esperan de su marido una especie de presencia 
verdadera junto a ellas, hecha de trabajo, entendimiento y honestidad, pero 
hecha también de tiempo pasado a su lado, ocupándose también de los 
asuntos de casa. De repente, la vida de la pareja se aclara con una luz 
singular; la imagen de tacón gastado de la mujer metida en la casa se rompe 
un poco para dejar existir cerca de ella otra imagen complementaria, la de 
una mujer que aspira a la presencia de su marido en su hogar, y que 
encuentra anormales sus repetidas ausencias. Y si esta expectativa 
femenina –este deseo– se le representa al rey ¿no será a pesar de todo que 
para él es admisible? 
Lo que se puede leer en los memoriales de las relaciones con los hijos 
confirmarían esta anotación. Trastocando sin duda previsiones sospechosas 
de estar invadidas por los estereotipos, se muestra evidente que el calificativo 
de mala madre no hace parte de los argumentos empleados de manera 
masiva por los maridos contra sus esposas. Por el contrario, es sorprendente 
subrayar que las mujeres de quejan con bastante insistencia del poco 
cuidado que sus maridos le prodigan a los hijos; y una cosa si está clara: 
ellas no toleran que los maltraten, como tampoco que los abandonen, o 
incluso como dice una de ellas que él no se encarte suficiente, descuide 
cuidarlos, o también les dice discursos impúdicos. Mantener a sus hijos hace 
parte del deber económico y civil del marido; la madre tiene necesidad de que 
esta responsabilidad sea asumida, y darla a conocer cuando él la olvida, 
vehiculando al mismo tiempo, a través de sus acusaciones, una imagen de 
cuidado y de educación que era necesario subrayar. La atención prestada a 
sus hijos sin duda que es experimentada por ella de forma muy carnal y, 
simultáneamente, es esta sensibilidad la que ella va a remarcar. Ella y sus 
hijos forman un grupo afectivo y económico; si el marido no se ocupa de 
estos últimos, ella es traicionada económica en tanto que está siendo 
afectada en su cuerpo. Una vez más aquí se ve cómo se confunden las 
necesidades económicas con los deberes morales, y esto no es nada simple. 
Proporcionalmente, el marido parece reivindicar más de su mujer una 
actitud positiva a su respecto, más bien que los buenos cuidados de los 
niños. Quizás por otra parte tenga más certidumbre sobre su afección 
materna que sobre su afección conyugal; en todo caso es ciertamente 
refiriéndose a sus deberes con respecto a él que está más inclinado a 
juzgarla. 
Dos motivos suplementarios de encierro, la locura y la irreligión, son 
adelantados por las mujeres únicamente. Locura del hombre considerada 
por lo demás como la consecuencia ineluctable de su mala conducta y de su 
perdición vagamunda. 
Jeanne Catry le presenta muy humildemente a Vuestra Grandeza, que 
habiendo desposado al llamado Antoine Chevalier compañero albañil hace 
cerca de cuarenta y seis años, él siempre ha dado algunas muestras de 
locura que han aumentado año tras año y que se atribuyen solamente a sus 
desvaríos y a su mala conducta, porque él nunca se comportó como un 
 
21
 Ms. 11027, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 
 21 
hombre ordenado, habiendo siempre gastado en el cabaret todo lo que 
ganaba sin preocuparse para nada de la familia, y habiendo siempre vendido 
la ropa de uso diario de su mujer, e incluso las suyas, para ir a beber en la 
cantina22… 
La falta de religión no es menos soportable que las muestras de 
locura: No le teme ni a Dios ni al diablo; No va a misa, mendiga para 
supuestas peregrinaciones; Vende hasta mis cirios benditos. Otras tantas 
actitudes que añadidas a las otras permiten mostrar claramente la infamia del 
marido. Actitudes nunca presentadas, en los textos, por los esposas contra 
sus mujeres. 
La mirada de los otros 
Echarse a perder, la violencia, la mala conducta, la locura, la irreligión, 
la ebriedad, el putanismo, son otras tantas maneras de encontrarse por fuera 
de los espacio razonables de la honestidad, de la armonía y del honor. Al 
multiplicar las acusaciones, los maridos y las mujeres muestran claramente 
todo lo que se hace por fuera de ellos, y es este “en otra parte” el que 
produce el escándalo. Pues la pareja no vive solo con sus hijos; la pareja 
vive observada, llevada, acompañada por los vecinos, ya sean habitantes de 
la casa o mercaderes de la calle, comisarios de barrio o cura de la parroquia. 
Y esto no es todo: la pareja vive igualmente rodeada de su familia, padres, 
cuñados y nueras les remiten sin cesar una imagen en la que ella quiere leer 
la del honor y la de la dignidad. La mirada de los otros nutre la intensidad del 
drama que se juega entre los participantes, amplifica su tragedia y su 
insostenibilidad, traza sobre la pareja la marca indeleble del odio y del 
menosprecio, o de la confianza o de la afección. La demanda de encierro se 
vuelve entonces un acto que también se emprende por los otros, para ser 
capaz de leer sin vergüenza su rostro en dicho espejo. Para ello, es 
necesario que cese finalmente el escándalo del que son testigos los vecinos, 
y del que los padres son más o menos parte interesada. No existe escándalo 
sin la mirada del otro, y las peticiones están en su casi totalidad de los casos 
firmadas por algunos vecinos, inquilinos o curas. Habiéndose escandalizado 
el vecindario por este exceso, se aconsejó poner la demanda. Ella se 
convirtió en el escándalo público de todos sus vecinos. El honor de quien 
depende su pan. Todas estas fórmulas significan la importancia capital del 
entorno. 
Siempre presente, actor importante del drama que se crea ante sus 
ojos, el vecindario es una componente esencial de la demanda. Se lo toma 
como testigo para hacer castigar, o bien es él el que se insurge para defender 
al acusado y restablecer el orden de las cosas, a veces atropellado por las 
mentiras y los azarosos rumores. Es en su nombre que algunos esposos 
pretenden al mismo tiempo hacer encerrar a las concubinas o concubinos de 
sus cónyuges, anunciando a voz en cuello que ese notorio concubinato 
escandaliza al barrio, y que es necesario de cualquier forma encerrar a los 
dos culpables. Sacado por allí, reivindicado por allá, actuando por sí mismo, 
pronto a emocionarse, es una figura necesaria al juego entablado, un peón 
indispensable en el tablero del ajedrez real. 
 
22
 Ms. 11004, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 
 22 
Los momentos en que el vecindario parece más activo y más inclinado 
a solidarizarse, a tomar partido, a conmoverse finalmente, son sin ninguna 
duda aquellos en los que él asegura la protección de la mujer maltratada por 
su marido. En esos casos precisos, vecinos y mercaderes no dudan en 
firmar la demanda de la mujer, en denunciar al marido como siendoun ser 
salvaje, sediento de sangre, e incluso a prestarle socorro si por azar les toca 
ver los golpes y las heridas. La mujer golpeada por su marido pone al barrio 
en alarma. Todo el barrio ha venido a requerirme que lo detenga en el acto –
escribe el comisario de policía– habiéndola matado por los golpes violentos 
que le dio. 
En desquite, es interesante anotar que el que quiere hacer encerrar a 
su mujer está más inclinado a acompañar su petición por las firmas de su 
familia que de las de sus vecinos. Es a ella a la que pide razones más bien 
que a ellos, como si desconfiara más de ellos, como si tuviera miedo de que 
ellos tomaran partido más fácilmente por ella. Una mujer cargada de hijos no 
se la encierra tan fácilmente; por naturaleza una mujer inspira más fácilmente 
piedad que el hombre, y su apresamiento puede también ser un escándalo. 
Encierro obtenido o el comienzo de una historia 
Así se presenta el memorial ante el lugar teniente general de la policía, 
en el que todo ha sido escrito para conmoverlo, y hacer que venga el encierro 
por favor real. De esta manera, la denuncia está formulada, el secreto por fin 
divulgado: las palabras que se le han dictado al oído al escribano están llenas 
de cólera y de miedo, cargadas de odio, a veces de esperanza y de ternura, 
siempre henchidas de pasión y llevadas por la vivacidad de los sentimientos. 
El teatro de la vida para nada se detiene acá; la petición enviada al rey abre a 
una larga historia que es la de la investigación, la detención, los 
desistimientos y de las peticiones de libertad. La vida continúa, y los cuadros 
se suceden; será preciso también contarlos. 
Cada dossier nos descubre una historia singular, la de un conflicto en 
el que los unos se baten para mantener a su cónyuge el mayor tiempo 
posible en prisión o en la casa religiosa, y donde los otros luchan por su 
libertad. Cada conflicto tiene su desenvolvimiento propio, su rostro único y 
una intensidad dramática particular. Imposible desde entonces hacer 
apresuradas generalizaciones; es necesario dejarse llevar por la lectura de 
esas múltiples hojas en las que aparecen, y luego desaparecen, numerosos 
personajes, todos afanados en esclarecer el acontecimiento y por 
encontrarse lo más cerca posible de justas soluciones. Se lee todo y su 
contrario, porque los que toman partido sacan de su memoria innumerables 
pequeños hechos susceptibles de torcer las decisiones ulteriores. Lo grueso 
de los cartapacios muestra claramente que el encierro no deja a nadie 
indiferente, y que a partir de él se despliega una intensa actividad en la que 
comisarios de policía, inspectores, parientes, amigos, camaradas del trabajo, 
patrones y vecinos se apresuran a devanar la madeja misteriosa de los hilos 
de la vida privada. Entregada como pastura, ella se deja ver, visitar, 
esculcar, y sin embargo nunca ofrece su verdadera cara. Avanza 
enmascarada, enjalbegada de cantidad de colores por los que la defienden y 
por los que la atacan. No se desenmascarará ante nuestras inteligencias 
demasiado curiosas y a menudo deformadas. Al final de la historia, nunca 
sabremos quienes son verdaderamente esas gentes que dan alaridos de 
 23 
pena y que demandan amor. Y tal vez sea lo mejor; si se esculca 
demasiado, se simplifica siempre. Y esas vidas ante nuestros ojos 
desenvuelven sus apariencias sin nunca desprenderse completamente del 
secreto que las ha urdido, luego apesadumbrado. 
Nos queda lo visible, las palabras escritas, las investigaciones 
emprendidas, las cartas enviadas. Ellas no aclaran todo pero dan la medida 
de la singularidad de los acontecimientos. 
Oscuras “aclaraciones de policía” 
Y hay con qué sorprenderse completamente cuando se leen los 
reportes de los comisarios sobre las peticiones, llamados sin la menor ironía 
“aclaraciones”. Hechos para arrojar luz sobre el “cuerpo del delito”, son tan 
poco claros, tan llenos de poco más o menos y de nociones breves, que uno 
se pone a soñar con ese trabajo de la policía, a la vez tentacular y apenas 
esbozado. Sin embargo, los comisarios se hacen ayudar; tienen tanto trabajo 
por otras partes –siempre reprendidos por el lugar teniente general de policía 
para que vigilen tanto la iluminación como las localizaciones de los 
comercios, de las limpieza de las calles a las riñas entre soldados– que 
envían a inspectores al vecindario de la pareja para darse mejor cuenta de la 
situación. El más o menos reina por todas partes, los reportes indican que a 
veces se hacen ordenes de comparecencia, a veces no; que se interrogó 
más o menos al ventero de la esquina de la calle o que se escuchó a un 
hermano y a una cuñada. Nada sistemático en todo esto; una especie de 
desorden tranquilo, donde se recogen mezclados los testimonios, las 
intuiciones, los rumores, sin que nada sea verdaderamente clasificado. Acá y 
allí algunas promesas de que no va a volver a ocurrir, amonestaciones 
paternales, algunas recomendaciones. En otros lugares, órdenes de 
encierro, luego de haber escuchado al uno y al otro. En los registros se 
inscriben a menudo muchos reportes por día; la tarea es verdaderamente 
pesada, ¿cómo se podría efectuar minuciosamente y con rigor? 
10 de septiembre de 1779 
J. Cavour contra su marido por mala conducta y mal trato. 
Llamados a comparecer: el marido ha aceptado haberla maltratado por 
quitarle un niño de seis años que él quería tener, por medio de lo que ella lo 
abandonó; prometió en mi presencia dejarla. 
17 de septiembre de 1779 
B. Coutin contra su mujer 
él, comerciante tapicero prendero 
… de que por celos ella no deja de atormentarlo y de invectivar a la 
llamada Bertrand con la que ella lo supone vivir, y a al llamado Leconte y su 
mujer que son los que la alojan. 
Vi a la mujer que se queja y sus afirmaciones me parecieron 
desprovistas de toda verosimilitud; esta mujer me parece que la aconsejan 
mal; se ha valido de todos los artilugios contra su marido, los conoce el 
comisario Mutel, parece incluso que el padre se presta a la sustracción que 
ella hace de las mercancías del almacen de su marido; hice todo lo posible 
para hacerla entrar en razón pero no se pudo. En cuanto al marido, él me 
certificó la exposición verdadera y me dijo que había intentado hacer todo lo 
 24 
posible para vivir en buen entendimiento con su mujer; se lo reconoce como 
un hombre honesto y a su mujer como muy mala. 
22 de octubre de 1779 
La mujer Denis contra su marido. 
No pude escuchar a las partes contradictoras; el marido de la 
querellante no se hizo presente a la convocatoria; no pude terminar este 
asunto. 
25 de octubre de 1779 
La mujer de François Jacob Pinson, calle de los Petits-Carreaux 
expone que los desarreglos del espíritu de su marido aumentan cada vez 
más; temiendo por sus días ella pide el encierro en la casa del señor 
Esquirol, con oferta de pensión. 
Vi a la mujer de Pinson que confirma los hechos y tiene testigos. El 
asunto se puede cerrar23. 
Es verdad, esos comisarios no tienen tiempo para demorarse en esas 
querellas de parejas, esos merodeos y disputas entre esposos; por lo demás 
lo dirán más tarde y se quejarán de haber sido invadidos por menudos 
infortunios conyugales. Pero esta no es la única razón. La policía del siglo 
XVIII trabaja en la imprecisión, golpe a golpe, sin nunca dominar las apuestas 
exactas de la situación. Su objetivo es estar omnipresente; lo que no es 
sinónimo de eficacia; y la época de entonces no es todavía la de las 
clasificaciones, de las medidas, de las estrategias. Por el momento responde 
al desorden tomando lugar por todas partes donde puede hacerlo; lo que no 
quiere decir que responda allí por el orden; las aclaraciones de la policía son 
el reflejo de su trabajo. 
A las investigaciones de policía se añaden, de cuando en vez, los 
certificados de los curas de parroquia, a veces solicitados en este género de 
asuntos. Se contentan simplemente con firmar la demanda, pero en algunos 
casos intervienendirectamente. En octubre de 1728, por ejemplo, el cura de 
Saint-Gervais se apresura a escribirle al lugarteniente general de policía para 
cargar contra Jean Terrassin des Essarts al que su mujer quiere hacer 
encerrar: 
El firmante, sacerdote, doctor en teología, cura de Saint-Gervais en 
París, certifica que el llamado Jean Terrassin des Essarts, maestro sastre de 
hábitos de mi parroquia es un gran desordenado de espíritu y tiene una 
malísima conducta, que escandaliza a todo el barrio con sus malos tratos a 
su mujer y a los vecinos cuando ellos quieren prestarle socorro cuando él la 
maltrata. 
Hecho en París este 3 de octubre de 1728. 
Cura de Saint-Gervais24 
El mismo año, el cura de Saint-Paul apoya una demanda inversa, la de 
un marido contra su mujer: 
El firmante cura de Saint-Paul certifica que la llamada Geneviève 
Alloché, mujer de André Maie, metro cartero de París, es una mujer 
 
23
 Archivos de la Prefectura de Policía, AB 405. Barrio Saint-Denis. Reportes sobre las 
peticiones del 23 de julio de 1779 al 19 de abril de 1786. 
24
 Ms. 11006, Ars. Arch. Bastilla, folio 267. 
 25 
descarriada en sus costumbres y de una conducta tan escandalosa que yo 
ruego, de acuerdo con su marido y los vecinos, Monseñor lugarteniente 
general de policía que la haga encerrar en el hospital general por siempre. 
En París este 22 de octubre de 1728 
El cura de Saint-Paul 25 
Verdaderamente estos no son casos frecuentes, y desgraciadamente 
es imposible –dada las lagunas de las fuentes– de correlacionar estas 
intervenciones y su resultado. ¿Tiene el cura de la parroquia 
verdaderamente una influencia? Nada en los archivos permite responder en 
un sentido o en el otro26. Una sola anotación interesante: los certificados de 
los sacerdotes y curas son más numerosos antes de 1750 que después; pero 
habría que hacer un trabajo sistemático para confirmar este hecho. 
El vecindario apoya por supuesto las demandas, o al contrario se 
indigna con ellas. Vecinos y comerciantes firman abajo del memorial, o 
escriben aparte si el escándalo los ha realmente afectado al punto de 
reagruparse para enviar una carta al lugarteniente general. Las comunidades 
de oficio intervienen también para defender a uno de los suyos. 
Monseñor, 
Los jurados encargados de la Comunidad de maestros y de mercaderes 
fruteros de naranja de París, suplican muy humildemente a Vuestra 
Grandeza, que esté de acuerdo en ordenar la liberación del llamado 
Alexandre Bruno, uno de los maestros de su comunidad y que actualmente 
está detenido en el castillo de Bicêtre. No pararán de rogar por la salud y la 
prosperidad de Vuestra Grandeza 27. 
Quizás solidaridad de clase, pero ocurre también que el maestro 
protege a su doméstico o que el empleador se toma el trabajo de defender a 
su asalariado. 
Houdard, alquilador de carrosas, representa muy humildemente a 
Vuestra Grandeza que el llamado Houdé, uno de sus cocheros, fue detenido 
el sábado 28 de febrero de 1738 en su casa de la calle de las Boucheries, a 
partir de falsas demandas puestas por su mujer, que para sustraerse a la 
presencia de su marido ha puesto todo su empeño para sorprender la religión 
de Vuestra Grandeza. El mencionado suplicantes se atreve a esperar que 
Vuestra Grandeza le pedirá que rinda informaciones de la vida y de las 
costumbres del llamado Houdé y de su mujer, para saber cuál de los dos se 
equivoca y castigarlo28… 
La policía siempre es muy sensible al clima del barrio, a su manera de 
recibir los acontecimientos, de circular los rumores, de ponerse en 
removimiento; los inspectores pasean por los cabarets y las calles, para 
tomarle el pulso a ese extraño personaje que es el barrio. Lo que han visto y 
escuchado es tan importante como los hechos mismos, de los que de hecho 
nunca pueden tener la prueba formal. Ocurre incluso que el comisario juzga 
 
25
 Ms. 11021, Ars. Arch. Bastilla, folio 13. 
26
 Precisemos por otra parte para todos los cartapacios del Arsenal en las que hemos 
trabajado en carpetas de encierro, la demanda siempre ha sido seguida de una lettre de 
cachet. 
27
 Arsenal, ms. 11989, fol. 249 (año 1758). 
28
 Arsenal, ms. 11013, fol. 127 (año 1728). 
 26 
que un encierro sea necesario para intimidar al barrio cuando está muy 
presto al desorden. En ese caso, no son las reacciones del barrio las que 
son la fuente de la detención, sino el barrio mismo tomado como objetivo a 
través de la puesta a la sombra de uno de los suyos. Es el caso de Catherine 
Louis, bordadora, encinta de tres meses, encerrada en 1756 a petición de su 
familia; a propósito de ella, el comisario escribe: Todo el mundo dice que esta 
muchacha siempre se ha comportado bien… Pero el barrio mismo exige un 
ejemplo; está repleto de un populacho que sólo puede ser refrenado por el 
temor. Cuánto sujetos útiles no pierde el Estado por el libertinaje en el que 
caen la mayor parte de las muchachas del bajo pueblo29. Se ve pues lo 
arbitrario, un día el conjunto de la nación ya no querrá ni soportarlo ni seguir 
siendo su cómplice. 
El singular estatuto del arrepentimiento 
Mientras tanto lo esencial de la historia luego de la orden de encierro 
reside a pesar de todo en las relaciones que van a continuar manteniendo los 
esposos a todo lo largo de la detención. El uno o la otra aunque estén 
alejados en Sainte-Pélagie, o la Salpêtrière o Bicêtre, siguen existiendo, y 
hacen todo para que no se los olvide. Las mujeres encerradas escriben 
cartas emocionadas a su marido; los unos no dejan de negociar un precio de 
pensión juzgado demasiado caro, y utilizan toda suerte de argumentos para 
demostrar que la suma pagada es suficiente a un infame de ese tipo; los 
otros piden muy pronto la libertad de su cónyuge, asegurándole a las 
autoridades el arrepentimiento del detenido. Otros parecen enloquecidos por 
la suerte reservada a los que ellos han hecho alejar con tanto ardor; se 
subraya el horror de los calabozos, la humedad de las celdas de Bicêtre; se 
suplica para que los dejen hacer una visita. También se presenta lo 
contrario: maridos y mujeres encuentran anormal que sus cónyuges reciban 
tan fácilmente visitas de malos consejos y piden que cesen esas idas y 
venidas que le impiden al prisionero de “entrar en sí mismo”. Pero hay más: 
si aparece el rumor de que se aproxima una amnistía real por el nacimiento o 
el matrimonio del delfín, o que amigos poderosos buscan obtener la 
liberación del infortunado, puede ocurrir que su cónyuge vuelva a escribir un 
memorial que reconfirme su petición de detención, teniendo miedo y 
rechazando que vuelva a ver regresando a la casa al que fue fuente de todos 
los males, y más aún, de la deshonra. 
En suma, una vida intensa y febril continúa marcando a esas parejas, 
hecha de sobresaltos o de esperanzas, de pesares y de violencias últimas, 
de miedos y de piedades. De maldades también; algunas y algunos se han 
hecho acusar falsamente por razones de interés y no tienen nada de 
reprochable en sus conductas. Necesitan dedicarse a hacerlo saber. 
Y cada vez que la vida se mueve, una carta suplementaria viene a 
engrosar el expediente. Todos esos archivos son otros tantos gritos 
sorprendentes y contradictorios. A través de ellos se perciben algunos 
rasgos más claros que otros; es seguro, por ejemplo, que las mujeres buscan 
más hacer liberar a sus esposos que los maridos sus mujeres30. Por lo 
 
29
 Arsenal, ms. 11939. 
30
 Sin especificaciones de años, la mitad de las mujeres que ha solicitado el encierro de su 
marido solicitan luego su liberación; solamente un tercio de los maridos realiza la misma 
petición. 
 27 
demás, ellas no ocultan las razones económicas; imposibilidad de aliviar las 
necesidades de sus hijos mientras paga la pensión; fallecimiento de la familia 
cuya ausencia del marido bloquea la sucesión. La herencia las

Continuar navegando