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Arlette Farge & Michel Foucault (Presentan) El Desorden de las familias Lettres de cachet de los Archivos de la Bastilla París: Gallimard, Julliard, 1982 Traducido por Luis Alfonso Paláu, Medellín, abril – mayo 17 de 2014, especialmente para el micro-seminario conmemorativo de los 30 años de la muerte de Foucault, realizado en la Mediateca Arthur Rimbaud de la Alianza Francesa de San Antonio. 2 Presentación La idea de que la historia está consagrada a la “exactitud del archivo”, y la filosofía a la “arquitectura de las ideas”, nos parece una solemne tontería. Así no trabajamos. Uno de nosotros había estudiado la vida de la calle en el París del siglo XVIII; el otro, los procedimientos de encierro administrativo desde el siglo XVII hasta la Revolución. Los dos, hemos tenido que manipular lo que se llama los Archivos de la Bastilla, depositados en la Biblioteca del Arsenal. De hecho son, en lo esencial, carpetas concernientes a asuntos de policía que, reunidas en la Bastilla, han sido dispersadas en la Revolución, y reunidos muchos después. Leyendo esos Archivos, muchos hechos nos sorprendieron al uno y a la otra. Ante todo, que el mayor número de ellas sean “lettres de cachet”1, y más precisamente súplicas dirigidas ora al lugarteniente de policía, ora directamente a la Casa del rey para obtener del soberano una “orden” que restrinja la libertad del individuo (se puede tratar de una residencia forzada, de un exilio, pero lo más a menudo de un encierro). Nos había llamado la atención también que en muchos casos, esas demandas eran formuladas a propósito de asuntos familiares y completamente privados: conflictos nimios entre padres e hijos, desacuerdos de pareja, mal comportamiento de uno de los esposos, desorden de un muchacho o de una niña. Igualmente nos pareció que en la mayoría de los casos esas peticiones emanaban de medios modestos2, a veces incluso muy pobres, desde el pequeño comerciante y el artesano, hasta el hortelano, el prendero, el doméstico o el buscavidas. Finalmente, hemos podido constatar que, a pesar del carácter lagunar de esos archivos, se encuentra allí aún con frecuencia, en torno a una petición de internamiento, toda una serie de otras piezas: testimonios de los vecinos, de la familia o del entorno, averiguaciones de los comisarios de policía, decisión del rey, solicitudes de liberación de la parte de los que habían sido víctimas de esos internamientos, o de aquellos incluso que los habían solicitado. Por todas estas razones, nos ha parecido que esta documentación podía abrir perspectivas interesantes sobre toda una vida cotidiana de las clases populares de París en la época de la Monarquía absoluta, o al menos 1 La definición de lettre de cachet es muy general: “una carta escrita por orden del Rey, contrafirmada por un secretario de Estado y sellada con el escudo (cachet) del Rey” (Guyot, Repertoire de jurisprudence, 1785, t. X) <en el Antiguo régimen, carta cerrada por medio de la que se disponía el encarcelamiento de una persona sin juicio ninguno>. 2 Lo que contradice la tesis de F. X. Emmanuelli, “Órdenes del Rey y cartas selladas en Provenza a finales del Antiguo Régimen. Contribución a la historia del clima social y político”, Revue Historique, nº 512, oct.-dic. 1974, p. 3. En efecto, la petición de encierro no es un proceso que emplearían solamente las clases favorecidas. El esbozo de análisis socioprofesional que se ha intentado sobre las fuentes da como resultado una proporción que va de la mitad y a las dos terceras partes de gente de baja condición. 3 durante un cierto período del Antiguo Régimen. Se tendría tendencia a buscar en los archivos de las cartas selladas una documentación sobre el absolutismo real, sobre la manera como el monarca golpeaba a sus enemigos, o como ayudaba a una gran familia a deshacerse de un pariente. Ahora bien, la lectura de esos dossieres nos ha puesto tras la huella no tanto del las cóleras del soberano como de las pasiones del pueblo llano, en el centro de las cuales está las relaciones de familia: marido y mujer, padres e hijos. Luego de algunas palabras sobre la historia de las lettres de cachet, su funcionamiento, y las razones que han guiado nuestra escogencia en esta masa documental, daremos en su integralidad, las carpetas que hemos seleccionado; a saber: las concernientes a las demandas de internamiento que emanan de un marido o de una mujer contra su cónyuge, sea de padres contra sus hijos, entre los años 1728 y 1758. En el último capítulo indicaremos algunas perspectivas que nos parecen desprenderse de este conjunto de documentos. Las órdenes del rey Es necesario buscar la historia de la lettre de cachet bajo el espesor de las ideas recibidas, que sólo han conservado de ella el gran placer real que servía para encerrar nobles infieles o grandes vasallos descorteses. Lettre de cachet como acto público que buscaba eliminar, sin otra forma de proceso, el enemigo del poder. La historia la ha inmortalizado haciendo de ella el símbolo de la toma de la Bastilla… De la memoria se han esfumado las innumerables cartas del rey que sirvieron para cualquier otra cosa que para los asuntos de Estado. En París, la creación de la lugartenencia de policía, encargada simultáneamente de la policía de la ciudad y del cuidado de hacer expedir las lettres de cachet, acentúa el fenómeno. Los lugartenientes se apresuran a servirse de ese medio flexible, simple, expedito, desprovisto de formalidades, para hacer detener y encarcelar la gente. Así se asegurarán más prontamente de la persona de los sospechosos. La justicia era tan pesada de manejar, que el culpable huía frecuentemente antes de que el proceso se hubiera entablado; sólo por medio del decreto de orden de captura el juez podía detener, excepto en caso de flagrante delito; luego venía la instrucción y no podía escuchar a los testigos sino levantaba cargos. No es pues raro que el procurador general pida por las buenas el encarcelamiento por medio de lettre de cachet. Por este motivo, la lettre de cachet para asuntos de policía es muy frecuente en París. El término asunto de policía es suficientemente vago y poco preciso como para englobar un gran número de casos bajo dicha denominación. Un conflicto entre un maestro y un aprendiz puede pronto volverse un asunto de policía3; los tropeles son casos reales y las asociaciones de obreros siempre han estado prohibidas por innumerables decretos, ordenanzas o edictos que puntúan los siglos XVI, XVII y XVIII. Para hacer respetar la prohibición de asociación, el rey usa con mucha frecuencia lettres 3 Germain Martin. Lois, édits, arrêts et règlements sur les associations ouvrières au XVIIIIe siècle, 1700-1792, Tesis de doctorado, París, 1900. 4 de cachet; y cuando se trata de un conflicto particular maestro-aprendiz, los jueces ordinarios se encargan del asunto. Tienen interés en actuar pronto; el miedo ante el desorden del taller es más fuerte que el deseo de un procedimiento lioso ordinario. La lettre de cachet es decididamente aún el instrumento más simple para encerrar discreta y secretamente al testarudo que cada día de paga le pide más al maestro o que no duda para nada el rebelarse. Este uso manifiesto de la carta del rey explica en parte los pocos conflictos obreros que se trasparentan en los archivos judiciales; y da a contrario la intuición (que habría que probar) de una masa de conflictos pronto camuflados bajo la hermética chapa de plomo de las lettres de cachet. El asunto de policía, era tan cómodo para ello. Perturbar el buen orden es otro motivo suficiente de expedición de carta; la prostitución por ejemplo es un desorden en la vía pública; las lettres de cachet remediarán ese libertinaje llamado escandaloso, y es gracias a ellas que podrán hacerse batidasregulares de mujeres conducidas en volquetas al hospital de la Salpêtriere bajo la carcajada general de la muchedumbre. Los comediantes también van a conocer el rigor de ese género de jurisdicción que no es una; las órdenes del Rey por hechos de teatro4 encarcelan en la prisión del For-l’Évêque a los que se encuentren perturbando con sus payasadas. Un documento conservado en los Archivos de la Bastilla permite comprender mejor cómo órdenes del rey y decisiones de policía sirven juntos para sanear la capital; se trata del registro del inspector Poussot llevado regularmente entre 1738 y 17545. Encargado del barrio de los Halles, Poussot registra en orden alfabético los arrestos efectuados bajo su autoridad, y menciona buen número de reseñas a su respecto (nombre, apellido, edad, función, domicilio, fecha del arresto, nombre de la autoridad que tomó la decisión, motivo de la detención, nombre de la prisión). Sobre las 2.692 personas detenidas y consignadas en tal registro, 1.468 lo han sido por orden del rey, es decir la mitad. Los otros son apresados por decisión de policía. Es pues como agente directo del rey que trabaja el inspector Poussot, y esto lo diferencia completamente del comisario. No actúa a partir de demandas civiles sino a partir de indicaciones reales que permiten perquisiciones y arrestos de personas sospechosas. Las listas del inspector dejan ver los temas de inquietud de la monarquía y sus rápidas manera de actuar. Al dar la vuelta a las páginas del registro, al leer tantos nombres de mujeres y de hombres, al establecer sus apodos tan frecuentes en esas hojas que dicen a la vez poco y mucho, se dibuja un paisaje de entrada; son más o menos 3.000 los que encallaron en aquel libro, jóvenes en su mayoría, nacidos lo más a menudo lejos de la capital, ejerciendo más o menos todos los oficios salvo los más nobles, inmovilizados ahí luego de haber conocido a la vez la itinerancia, la precariedad de los trabajos estacionales, el pesado ambiente de los cabarets y de los tráficos, las alianzas rápidas con otros no más consentidos por la vida e igualmente tentados por la malicia. La ratería y los mercados fraudulentos que se aceptan de prisa como en la falta, las bandas de compadres a las que se une en los campos, y las muchachas de 4 Biblioteca del Arsenal, Archivos de la Bastilla, ms. 10141. Un trabajo no editado ha sido consagrado a la interpretación de este registro del inspector Poussot. 5 Cfr. Funck Brentano. La Bastille des comédiens, le For-l’Évêque. París, 1903. 5 mundo que uno asocia a su miseria como a sus ambiciones de mal chico. Timadores, soldadesca, mendigos, aventureras, veteranos ladrones, jefes de bandas y desgraciados; todos están aquí, llenan las columnas de su itinerario rápido, repentinamente trunco por el arresto y el encarcelamiento. Por lo demás no es el final de su periplo; uno se evade de las cárceles, o lo liberan o lo transfieren, recapturado un día o eternamente de juerga, rodando por los campos como se decía en la época. La paradoja del registro tiene que ver con esto: fija repentinamente la vida de las gentes, al mismo tiempo que escapa de él una impresión de movimiento incesante, de circulación constante. No solamente se trata ante todo de migrantes, sino que las informaciones que se obtiene a veces sobre sus antecedentes muestran a qué punto ese mundo es moviente, fugitivo, aquí y allá; las bandas de pillos que tan claramente se entreven aumentan esta impresión de desplazamientos grandes y pequeños, de fugacidad y de inasequibilidad. Bajo los cuadros bien claros de Poussot se descubre la horda de malandrines e infortunados, ola inmensa que estalla y se ramifica, que se infla y que se hunde, o bien que se eterniza para mejor recuperarse y reaparecer de nuevo. Es también la imagen de un París captado en sus noches; las perquisiciones en los inquilinatos, en las piezas de albergue y los reservados mal afamados, abren a la vida nocturna. El inspector puede entrar por todas partes, interrumpir el sueño del personal, suspender los amores y los enlaces, preguntar a todos el por qué de sus actividades. Concienzudamente espera las horas sombrías para caerle a sus presas, seguro de que el tiempo y la oscuridad le darán la razón. Poussot, meticulosamente, reúne bajo nuestros ojos a todos esos seres agarrados en trampa, que ingenuamente se creían protegidos por la noche. Aquí nada de ladrones detenidos por el clamor público, que hacen desaparecer con mañas las gallinas en el mercado, las comidas de los estantes o las piezas de género de los tendederos de las lavanderas; incluso si se deslizan a pesar de todo ladrones de pañuelos en las iglesias, agarrados in fragranti o denunciados por los paseantes. Más bien una muchedumbre de gentes conocidas por la policía, buscados por ella, que han sido soplados por moscas menesterosas o por las autoridades superiores. Sólo hay que recogerlos a la caída del sol en lugares prohibidos como las asambleas de juegos o en los cabarets que todavía no han abierto sus puertas, y en los lugares de sueño como los alojamiento de inquilinato y las posadas. Y ello seguro gracias a los registros que llevan posaderos y hoteleros, estrictamente vigilados por los inspectores, que por lo demás no se molestan para nada en recibir prebendas derivados de esta ocasión. París nocturno encerrando en sus innumerables recovecos de sombras, a la canalla que tanto miedo produce y que fascina al mismo tiempo; esa que siempre parece añadir la desviación a sus malas acciones, esa que se puede llamar verdaderamente criminal y que conoce los mil y un escondites de la capital para ocultar complicidades, botines y proyectos de aventuras, esa de la que los burgueses están persuadidos que se identifica totalmente con el pueblo. Una especie de reverso del decorado que justifica todas las formas de acciones policiales, incluidas las más sórdidas. Acá se encuentra reunida una población cuya actividad criminal es la mayor parte del tiempo una manera de vivir, lo que no se parece en nada verdaderamente al 6 París de las mañanas y de las tardes cuyo eco se encuentra en el comisario de policía. Las 3.000 personas detenidas por los hombres del inspector Poussot desvelan de hecho al París que no quiere el orden dominante. Tras esos arrestos, se lee una voluntad de presencia de la policía en todos los lugares secretos de la capital, una voluntad de intervención real a todos los niveles, en la calle como en la casa; al mismo tiempo se presiente lo irrisorio de una tal empresa cuando por lo demás se puede comprender por trozos cómo funciona la pequeña delincuencia. Furtiva, móvil y ya organizada; asociada siguiendo un tipo familiar (se es a menudo delincuente en familia) o según una cierta ritualización de las relaciones masculinas y femeninas; la delincuencia parece siempre renaciendo de sus cenizas. Las órdenes del rey golpean en esta población inaprensible y la muerte no interrumpe sus actividades. Del mismo modo, las faltas contra la disciplina militar y religiosa van a permitir el encierro rápido de soldados renuentes y de eclesiásticos infieles a las reglas habituales. El número de clérigos arrestados es muy impresionante; un estudio de H. Debord6 permite evaluar en 6.000 el número de las lettres de cachet enviadas contra clérigos por toda Francia de 1741 a 1775 (contra de 17.000 a 18.000 lettres enviadas contra laicos). Incluso si se trata de cifras aproximadas, es importante subrayar su amplitud. Por otra parte es preciso no olvidar que esas cartas reales tienen también otros poderes distintos a los de encerrar. Pueden adosarse a la acción de los tribunales para completar, confirmar o agravar las sentencias dictadas. Con mucha frecuencia finalmente el lugarteniente general de policía busca mantener en prisión, por orden del rey, a presuntos ladrones no condenadospor la justicia ordinaria por falta de pruebas. El sistema del orden real no solamente duplica el habitual procedimiento sino que se insinúa a través de él para modificarlo, de alguna manera pervertirlo desde dentro. La petición de las familias La lettre de cachet de familia no es una orden del rey diferente de las otras; como cualquier otro grupo social, la familia le debe transparencia al rey. Vida privada y pública se confunden aquí a través de la necesidad del orden; la familia es el lugar privilegiado en el que la tranquilidad privada fabrica una cierta forma de orden público. Por esto el rey tiene el derecho de mirar su funcionamiento y sus sobresaltos. El sistema de represión familiar que ella autoriza dibuja un lugar particular de la organización social donde se instaura un curioso duelo, con relaciones de fuerza a menudo desiguales, entre representantes de una autoridad familiar y uno de sus miembros. Las dos partes no se enfrentan solas; ellas drenan consigo su red propia de relaciones sociales que testimonian para ellas. La lettre de encierro viene a instalar su castigo en un tejido familiar que está fabricado por las relaciones con el otro. Y este es con toda certeza el primer aspecto para subrayar: la lettre de cachet de familia, a pesar de la importancia dada a su secreto, no le concierne nunca a la sola 6 Henri Debord, Contribution à l’histoire des ordres du Roi au XVIIIe. siècle d’après les registres du secrétariat d’État à la Maison du Roi, 1741-1775. París, 1938. 7 familia, lo que muestra claramente su imbricación necesaria con el mundo que la rodea, y su imposible aislamiento incluso si es aquél su deseo. En París, las peticiones de encierro de familia siguen un procedimiento completamente específico a la capital; las grandes familias envían su queja (placet) al propio rey, o al ministro de la Casa del rey. Es en el seno del consejo real, en presencia efectiva del rey, que se examina con cuidado el placet. Las gentes del común proceden de manera completamente distinta; hacen llegar su placet al lugar teniente general de la policía que lo examina en su oficina, dirige la investigación, y pronuncia el juicio. La averiguación pone forzosamente al corriente del asunto al comisario de barrio; él delega su poder de información a un inspector de policía. La familia popular ampliamente penetrada del vecindario e integrada a una vida urbano intensa, no puede excluirse de esta capilaridad social. El tejido urbano, vecinos, comisario, cura, mercaderes, locatarios, es un terreno sin el cual ella no existe. El lugarteniente de policía luego de informado, redacta para el ministro un reporte detallado y espera a que el secretario de Estado envíe la orden. Es por lo menos el procedimiento más habitual empleado bajo Luis XIV; no tardará en deformarse y tomar un aspecto cada vez más rápido bajo Luis XV. Se va a menudo a los lugartenientes generales sólo redactar notas muy breves, y ni siquiera esperar la respuesta real, tomando por su cuenta la decisión de ejecutar la orden del rey. Originalidad parisina será este paso por el lugarteniente general de policía, que explica al mismo tiempo los constantes deslizamientos entre el juicio ordinario y la orden real, puesto que los dos están casi regidos por la misma persona. En la provincia se conocen otra formas de proceder; en Languedoc por ejemplo es “la autoridad militar… la que asegura el orden de las familias y, en tanto que protectora de los derechos de nobleza, acoge las quejas y las recriminaciones de esta clase”7. Acoge al mismo tiempo toda queja que venga de otros medios; el encierro de familia no es un atributo de la aristocracia. Con la lettre de cachet de familia, se ha establecido la legalización de la represión privada; el poder real concede la autorización legal para encerrar a una persona por petición de su familia, pero no se hace cargo de los gastos de detención del prisionero. Si se quiere castigar a uno de sus parientes sin pasar por el aparato ordinario y público de la justicia, es necesario por una parte suplicárselo al rey y convencerlo de sus infortunios para que él se digne enviar la orden oficial; pero por otra parte es menester ayudar al rey financieramente, encargándose de los gastos de la detención que no van a ser cubiertos por la administración real. La firma de la orden comporta una indicación monetaria; el dinero añadido al relato del infortunio es una pieza que tiene peso de convicción. Para los contemporáneos esta práctica es tradicional; es una de las funciones admitidas y solicitadas del gobierno. Lo que explica la amplitud de las carpetas para cada asunto, y la enérgica insistencia con la que se redactan las acusaciones. Escribirle al lugar teniente general de la policía 7 Nicole Castan. Justice et répression en Languedoc à l’époque des Lumières. París: Flammarion, 1980, p. 201. Y también las páginas consagradas a las lettres de cachet por J. Cl. Perrot. Genèse d’une ville moderne: Caen au XVIIIe siècle. París-la Haya: Mouton, 1975. Ver también C. Quetel. De part le Roy, essai sur les lettres de cachet. París: Privat, 1981. 8 para ponerlo al corriente de los trastornos insoportables que reinan en el seno de su familia, es una aventura en el sentido real del término, sobre todo si hace parte de las capas populares. Se necesita ante todo buscar un escribano público que transmita, con las formas habituales del respeto debido a Su Majestad, todos los detalles de una vida cotidiana turbulenta y movidita. La lectura de los dossieres sorprende por la acumulación de detalles domésticos y por el enorme fárrago de papelotes suscitado por esa desgracia privada que tiene que ver de hecho con la intimidad y con la sombra negra de las relaciones familiares. Al placet lo suceden los testimonios de los vecinos; a veces firman abajo añadiendo su profesión, a veces escriben aparte y cuentan a su manera lo que han visto, sabido y escuchado. Miembros alejados de la familia, cabareteras de la esquina de la calle, comerciantes en especies de los bajos de la escalera, inquilinos que comparten el mismo piso… son los principales firmante. Para asegurarle a la denuncia una fuerza de convicción mayor es bueno convencer al cura de la parroquia, personaje influyente en el barrio, y al principal arrendador, ese garante temido, odiado y honrado de los inmuebles parisinos8. Si se trata de una demanda de encierro de niño, y que el padre esté muerto o ausente, la madre puede hacer la petición. Se rodea entonces de sus familiares, y son las opiniones de los parientes los que vienen a aportar un peso más cierto a su proceder. La queja es recibida por un secretario del lugarteniente general de policía que la remite al comisario y al inspector de policía del barrio para verificar los hechos y dar cuenta de ellos. Normalmente, ellos deben hacer su investigación separadamente, en realidad el uno se encarga del trabajo y constituye un reporte sobre la queja, mientras que el otro comenta ese reporte. Los testigos, vecinos y firmantes son escuchados por el inspector; luego el comisario hace un reporte dirigido al lugarteniente general de policía. Reporte detallado o no, según los casos y según los comisarios. Luego al lugarteniente le toca redactar su propio informe y enviarlo al secretario del rey. Es a menudo puro formalismo de su parte; a veces ni siquiera espera la respuesta para ejecutar la orden de encierro. 1728-1758: un sondeo El examen atento de los archivos de la Bastilla, donde figura este tipo de documentos, muestran que ellos son lagunares. Por una parte, se encuentran bastante pocas demandas de internamiento por razones familiares antes de los años 1720. Por otra parte, son muy raras en los archivos de la Bastilla para los años posteriores a 1760. En realidad, losdos hechos no tienen la misma explicación. A fines del siglo XVII, y a comienzos del XVIII, son los asuntos políticos y religiosos los que ocupan el lugar principal en las órdenes del rey que se han conservado: asuntos de convulsionarios y de jansenistas, enredos con espías y agentes extranjeros, y luego todo una morrallita de levantadores de horóscopos, de adivinos, de “hacedores de proyectos”, de espíritus agitados. Que las lettres de cachet hayan tenido sobre todo ese uso público y que la utilización privada para asuntos de familia ha sido bastante raro, y es lo que parece confirmar Lenoir, lugarteniente general de policía, si le creemos al 8 Cfr. Henri Debord, op. cit. 9 testimonio que dejó en sus papeles escritos luego de salir de la lugartenencia y que se conservan en la Biblioteca municipal de Orleans: El origen de las órdenes del Rey, que se llamaban lettres de cachet de familia, se remonta al tiempo de la administración de M. d’Argenson. El uso se hizo más conocido durante la administración de M. Berryer, y mucho más aún durante la de M. de Sartine, que durante la mía. Entonces, se tenía por principio que la deshonra de un individuo repercutía sobre su familia, mientras que el gobierno y la política venían en ayuda de los padres que tenían legítimos motivos para temer ser deshonrados. Esta medida es necesaria en una gran ciudad como París donde la juventud se expone a todos los peligros de la corrupción9. Se puede pues admitir que los años 1750 han marcado un crecimiento real de las peticiones de encierro por razones de familia. En desquite, su casi desaparición de los archivos de la Bastilla luego de 1760 es más enigmática. Se sabe que Sartine, durante todo el final del reinado de Luis XV, e incluso Lenoir, a pesar de la práctica “más restrictiva” que él menciona, son reputados por haber utilizado a gran escala este género de procedimientos. Acaso él mismo no decía: Pocas familias existen en París entre las que no se encuentre nadie que en un espacio de diez o doce años no haya tenido que recurrir al magistrado administrativo de la policíaa general de esa ciudad, para asuntos que comprometen su honor. Y cuando Breteuil en 1784 envíe su famosa circular limitando esta práctica, es bien evidente que en ese momento no cayó en desuso. Las quejas de familia no han dejado de ser enviadas a partir de los años 1760; y sin embargo sus huellas desaparecen entonces de los Archivos de la Bastilla. Hay pues que suponer que esas peticiones y las carpetas en la que figuran han sido archivadas en el curso de los años en cuestión de otra manera; o las destruyeron con el tiempo o las dispersaron. Disponemos pues de una documentación rica para el período 1720- 1760 (lo que no quiere decir, evidentemente, que poseamos todas las quejas levantadas por las familias de París durante esos cuarenta años). Hemos escogido al comienzo y al final de este período dos fechas 1728-1758, separadas por los treinta años de una generación. Sin duda el año 1758 coincide con la corta lugartenencia de policía de Bertin de Bellisle, pero las verificaciones sobre los años vecinos (1756 y 1760) muestran que, desde este punto de vista, esta administración no presentó un carácter particular. Los documentos pertenecientes a esos dos años 1728 y 1758 son bastante numerosos, su convergencia es bastante clara y a decir verdad son suficientemente repetitivos como para que podamos considerar poseer un conjunto significativo (incluso si ellos no permiten evaluación cuantitativa). La revisión de los años 1728 y 1758 muestran que se tiene respectivamente 168 y 74 demandas de internamiento de familias; los años 1756 y 1760 dan 67 y 76 expedientes sobre el mismo tipo de negocios; es decir más o menos una quinta parte de las demandas de encierro. Incluso precarias, poco seguras, sin duda lejos de lo que fue la realidad cuantitativa, se puede a partir de ahí perderse en los dossieres y reencontrar affaire tras affaire los tensos hilos de una historia de familias que habían decidido 9 Biblioteca municipal de Orleans, Fondo Lenoir, ms. 1423, fol. 21: Seguridad. Recordemos que Marc René d’Argenson fue lugarteniente general de policía de 1697 a 1718; Berryer de 1747 a 1757; Sartine de 1759 a 1774. 10 exponerse al rey en sus desgarraduras, develando en el mismo gesto una intimidad en la que se mezclan a cada instante lo trágico y lo irrisorio. 11 1 _______________________ La discordia de las parejas 12 Para terminar con el infortunio Menos numerosas que las peticiones de los padres, puesto que sólo representan un tercio de las demandas de familias, las querellas entre esposos son sorprendentes y significativos documentos, incluso si a veces se vuelven inasequibles. Es fácil comprender que por supuesto estén plagados de pesadas trampas que el análisis debe a la vez desmontar, al mismo tiempo que servirse de ellas. Si una esposa quiere encerrar a su cónyuge, debe convencer al rey del horror de su situación y emplear a la vez argumentos necesarios y definitivos. Un marido debe hacer lo mismo si decide que su mujer merece orden real. Es escenificando de una cierta manera, a la vez a sí mismo y al otro, como se saca a la luz del sol la imposibilidad de la vida en común; sobre esta representación se enfrascarán el lugarteniente general de policía, los comisarios y los inspectores; teniendo en cuenta sus indicaciones se otorgará la firma real. Lo que está en juego es importante, y no es por tonterías que se denuncia a su compañero. Las palabras que se emplean, las situaciones descritas, las acusaciones formuladas, pueden ser manifestaciones de la verdad (por lo demás le corresponderá a la investigación hacer las verificaciones necesarias); ellas también evocan aquello que es insoportable en una vida de pareja, y en este sentido proclaman las normas por fuera de las cuales la vida en común ya no es posible; dibujan a contrario a partir de lo real vivido cotidianamente, o de la mentira destinada a convencer –poco importa–, cuadros de la vida conyugal que son otras tantas imágenes expresivas. Tras las palabras, y más allá incluso de la prueba de exactitud de los hechos, se oculta una espera colectiva: vecinos, curas, familias, maridos y mujeres, modelados a la vez por su estado social y político, y por sus relaciones de dependencia, secretan una especie de arquetipo de lo que no debe ser la vida familiar. Se crea a partir de allí un consenso, y la demanda que se le hace al rey reviste forzosamente los tintes sombríos de la decepción, de la amargura. Al casarse conmigo, él hubiera debido…, desposándome, ella debía… Nada de esto lo ha hecho él o ella, muy por el contrario. Ella como él, en todo caso, se sirven de esta posibilidad de lettre de cachet; las cifras revelan incluso que ellas son un poquito más numerosas que ellos en demandar el encierro de su compañero, sin distinción de años10. Incluso si no hay que darle demasiada importancia a ese ligero desajuste, dada la laguna de las fuentes y la modestia de las cifras, es necesario subrayar de manera clara la reciprocidad de las posibilidad del procedimiento. No se crea que no es importante poder mostrar contra todo lo que se espera, y a pesar de las ideas recibidas, que en este lugar de posible represión, la mujer y el hombre se encuentran en condiciones de igualdad. Igualdad también en cuanto a la decisión real11. Lo que espera una mujer de su pareja es tan importante como lo que espera un hombre, y la decepción se toma en cuenta del mismo modo. Sólo se requerirá interrogarse sobre la 10 El sondeo se hizo, como ya lo hemos dicho, sobre los años 1728, 1756, 1758 y 1760. 11 Notemos que en total (entre demandas de encierro de padres, y demandas de encierro de esposos) sólo hay un pocomás de hombres que de mujeres encerrados: 195 hombres, 181 mujeres. 13 diferenciación del contenido de esta espera; ¿existe alguna? y si sí ¿de qué naturaleza? Sea lo que sea de esta igualdad, es necesario de entrada subrayar la gravedad de este proceder. La petición de encierro entre esposos es un acto considerable que nunca se hace a la ligera y que sólo sobreviene cuando el desespero agobia, y como último recurso luego de numerosas tentativas de conciliación, o de diligencias de toda suerte hechas ante los vecinos como ante el comisario. No se puede pues nunca inmediatamente después del matrimonio estar quejándose ante el rey; siempre es luego de una larga duración de vida en común. Podemos hablar de un promedio cercano a los doce años de matrimonio, cuando interviene la demanda12; se dirá que en momentos en que el barco hace aguas, cuando todas las esperanzas se han hundido definitivamente; cuando la vida ya difícil parece definitivamente fracasada. Desde entonces, la única esperanza reside en la separación, solicitada por siempre o con el deseo de obtener del otro arrepentimiento y perdón. La alternativa es la siguiente: no vivir ya más con este cónyuge, fuente de todos mis males y desgracias; o esperar del castigo que él imprima en su alma el deseo de regresar a otros procederes. Puesto que hace tanto tiempo viven juntos, antes de dirigirse al rey para terminar con su angustia, por supuesto que tienen mucho que decirse. Su vida tejida de tropiezos y de insatisfacción, puntuada de nacimientos, de enfermedades, de golpes, de fallas y de infidelidades, está atiborrada de acontecimientos, sobrecargada de circunstancias dolorosas, de violencias y de pasiones. Tienen tanto que decirle al escribano público, tanto que escribirle al lugarteniente general de la policía, que no olvidan ningún detalle, pues no fue ayer que nació el infortunio. También sorprende su pudor: los textos acumulan las cargas, están repletos de reproches, acusan de villanías, denuncian los malos tratos o las estafas; sin embargo conservan una cierta retención. La infamia y la intemperancia –claro que todavía nos falta buscar definir estos términos– son sacados a la luz, a veces con detalles y pruebas al apoyo, pero sin nunca revelar nada de la verdadera intimidad de la pareja, por ejemplo de su intimidad sexual. Dominio prohibido, que la acusación, la cólera, la ruina, ni siquiera liberan. Por lo demás algunos llegan hasta expresar su imposibilidad de hablar más, como si se encontrasen ante un secreto de una importancia extrema que no puede llegar hasta el rey. Un secreto, o quizás la expresión de un respeto de la institución conyugal que prohíbe que uno entregue desnudo a su esposo o a su esposa. “La suplicante no puede hablar más de esto porque ella es la esposa de tal hombre”, escribe Marie Millet13, mujer de François Dubois, alias Gilbert, sastre de hábitos, de sesenta y dos años, “pero ella tiene todos los motivos para temer por ella y sus hijos, tanto por el lado del honor como por el de la vida”. Otra dice: “Podría decir muchas otras cosas, pero él es cuando menos mi marido”; mientras que la mujer Masson se excusará de acusar a François su marido: “la suplicante habría guardado su silencio sobre todos los extravíos de su marido que no hacen mas que perjudicarlo…”14, revelan así la 12 En 1728: 13 años promedio de duración del matrimonio en el momento de la demanda; en 1756, 14 años; en 1758, 13 años y en 1760, 11 años. 13 Ars. Arch. Bastilla, ms. 11994, fol. 74 (año 1758). 14 Ars. Arch. Bastilla, ms. 12083 (año 1760). 14 manera cómo la acusadora está salpicada también ella por sus propias denuncias. Tampoco los hombres se entregan más a excesivos detalles sobre su vida de pareja, pero no sienten la necesidad de evocar la ley del silencio. Es entre las mujeres donde se lee esta especie de pudor obligado que no les permite revelar la totalidad de los hechos; quizás sea un medio privilegiado de significar que al ser esposas desventuradas, además están bajo la dominación sexual de sus maridos, que si eso no se diera ellas podrían hablar mucho más del asunto. Por lo demás ¿no es también este mismo pudor masculino y femenino el que ya les impedía a los unos y a las otras el recurrir a la justicia ordinaria? La justicia es infamante, mientras que el secreto dicho al rey sigue siendo privado, y preserva de la deshonra. No se lleva a su cónyuge ante los tribunales, pues ese es un acto escandaloso; es claramente lo que expresa Alexandre Bonhomme, tapicero en casa del sieur Delache, cuando se entera de la detención de su mujer Marie Pagez en el Gran Châtelet: Pero cuál no sería la sorpresa del suplicante cuando el inspector de policía la condujo ante el comisario Le Blanc, que la mando al Gran Châtelet, para comparecer ante la justicia ordinaria por ese pretendido robo, y así el mencionado suplicante delator de su mujer, lo que naturalmente uno no debe imaginar que haga un marido15 A pesar de este rechazo de la justicia ordinaria, y de una eventual detención menor luego del proceso, en las prisiones del Pequeño y del Gran Châtelet, es imposible marcar una separación continua entre los dos dominios: el de la justicia y el de las lettres de cachet. Bastantes memoriales confirman la imposibilidad de una disyunción total de los géneros; a menudo maridos y mujeres ya han demandado ante su comisario de barrio. No siempre son verdaderas quejas en buena y debida forma, pero han venido ante el comisario y lo han puesto al corriente de los que pasaba en sus casas. El comisario lo anota en su registro, su agenda o su carné (se los reencuentra en los Archivos nacionales, en los Archivos de los Comisarios del Châtelet); luego, a veces, convoca al cónyuge, lo ha admonestado, le ha dicho que no siga actuando así, rugiendo y amenazándolo como un padre. Nada ha hecho; más tarde regresa el cónyuge con las mismas preocupaciones, sus mismas desgracias, dividido entre las ganas de hacer meter al otro a la prisión y las ganas de quedarse con él con la condición de que todo mejore. A veces se comete un verdadero delito, un robo, una estafa, un hurto, y el tipo se lo llevan esta vez para la cárcel. Luego vuelve, y la vida continúa, hasta el día en que el hilo se rompe, ha pasado ya mucho tiempo, todo se ha vuelto insoportable, se pasó el límite. Es al rey al que se acudirá, única persona capaz de resolver en su globalidad el conjunto del problema, puesto que a la vez castiga sin infamia y favor, que concede una especie de pesantez social. Incluso sin la existencia de estas idas y venidas ante la justicia, el comisario de policía16 permanece en el centro del procedimiento de encierro por orden del rey puesto que el lugarteniente general de la policía da la orden 15 Ars. Arch. Bastilla, ms. 11988, fol. 274 (año 1758). 16 Esto sólo se aplica en París, como lo hemos subrayado antes. 15 de organizar una investigación; estas son las aclaraciones, algunas de las cuales se incluyen en la carpeta17. Si se le pide el favor al rey, él también se paga, o más bien: se negocia. Las solicitudes, frecuentemente enviadas por personas del común, o incluso cercanas a la miseria, discuten el precio invocando piedad y el esfuerzo considerable que han decidido hacer. Con gusto sólo consienten en pagar de cien a ciento cincuenta libras por año, lo que es muy poco, aunque su cónyuge tenga todas las posibilidades de conocer las atroces condiciones del Hospital Bicêtre y de la Salpêtrière, antes que las comodidades de algunas casas religiosas. Encierro de gracia, pero sobre todo al menor precio; esta es la petición escrita, las palabras dichas, el procedimiento cumplido. El pacto roto Aun es necesario en la actualidad comprender con qué está fabricada esta insoportable vida conyugal, y qué es una parejaque se rehúsa a existir durante más tiempo puesto que uno de sus participantes es malo. ¿A quién se parece cuando es malo, y a qué expectativas no respondido el compañero indigno? Es la lectura del memorando el que da las dimensiones de lo insoportable; lectura minuciosa, múltiple, atenta a las mínimas palabras, a los menores detalles, a la narración de las situaciones y a su correlación. De qué hablan pues los esposos cuando quieren encerrar al otro: de su comprensión, de la conducta del cónyuge, de su relación con los suyos, con su trabajo, con sus vecinos, y de las consecuencias de todo esto sobre la vida económica de la pareja. Se llega así a descubrir sistemas de valores imbricados los unos con los otros, así como su orden de importancia. La superficie de la pareja se pone lentamente en el lugar; el dibujo, borroso en la primera lectura, se precisa poco a poco; la imagen se aclara, se colorea. Si subsisten dudas, si persisten obscuridades e interrogaciones, en desquite hay algunas afirmaciones que se pueden expresar claramente. De este modo se revela como evidente una esperanza general, compartida igualmente por los hombres y por las mujeres, según la cual una pareja debe lograr un equilibrio económico seguro, del que cada uno de los cónyuges es igualmente responsable. Las dos terceras partes de las solicitudes se quejan tanto de la conducta personal de uno de los esposos, de su ebriedad y de su descarrío, como de su conducta económica, vinculando a menudo la una con la otra. Denuncian al mismo tiempo, y en un mismo impulso, la ruina de la pareja y las calaveradas del cónyuge; invocan simultáneamente disipación de los bienes y relaciones adulterinas. Es seguro que de la vida en común se espera un estatuto económico estable que no deba soportar ni la dilapidación del patrimonio, ni la obligación de descender en la jerarquía social. Es frecuente que se acuse al otro se haber sido puesto en la necesidad de volverse doméstica o ganapán, mientras que se era mercader orfebre o sastre. Vender la manada de reses de la pareja, destruir el comercio son acusaciones graves que deben ser escuchadas por las autoridades. Es necesario incluso añadir que la esperanza de la pareja va más allá de la estabilidad económica; muchos memoriales consignan que 17 Registros de aclaraciones se conservan en los Archivos de la Prefectura de Policía (AB 405 por ejemplo) y en la Biblioteca del Arsenal (como el del inspector de policía Sarraire). 16 no ha habido fructificación de los bienes, y que esto es intolerable. Del matrimonio se está en el derecho de esperar, en el curso de los años, un cierto progreso económico. Hay falta si no se logra. Solamente un tercio de los alegatos cuestiona únicamente la mala conducta personal del otro, sin decir una sola palabra de la situación económica. Para la gran mayoría, quizás sea posible soportar un compañero borrachín si esto no impide que se mantengan económicamente. A menos, por supuesto que, la ebriedad no se vuelve escándalo, lo que ya es otro problema. Ciertamente, en la mayor parte de los casos, la relación de causa a efecto está indicada entre pasos reiterados por el cabaret y venta de las reses. Por esto se solicita el encierro; para que cesa la ineluctable rodada hacia la miseria o la mendicidad. Hay que encerrar al responsable de todo esto, y que le impide al otro conducir bien sus asuntos. Es preciso no olvidar que se trata de gente poco afortunada, muy vulnerable económicamente y a la que el menor sobresalto negativo en el patrimonio la puede hundir en el infortunio completo. Se requiere poca cosa para desbarajustar este orden económica inestable, y esos memoriales a menudo dan la impresión de describir frágiles nadadores amenazados por la próxima ola. Esta correlación tan frecuente entre elementos que conciernen la vida económica, y otros que conciernen la actitud personal, muestra hasta qué punto el vínculo conyugal es también un lugar. Es tanto el lugar del establecimiento socio-económico como el del entendimiento sexual y afectivo. El lugar del cuerpo, del corazón y el de la función social no se separan tan fácilmente; la pareja es una reunión de esos espacios, la expectativa de una armonía entre ellos y la certidumbre de que ellos están estrechamente dependientes los unos de los otros. En los múltiples consejos para casarse bien, y las instrucciones para el matrimonio llevadas por la literatura de buhonería que invade ciudades y campos del siglo XVIII, este tema regresa de manera muy particular18. El acuerdo entre el esposo y la esposa exige un ajuste económico entre las partes; no está mal que el hombre sea un poco más acomodado que la mujer, y los dos deben entenderse para hacer fructificar los bienes comunes. Que la pareja sea también un espacio económico, incluso entre los más pobres, no significa evidentemente que amor y atracción se excluyan allí. Muy frecuentemente ellos se instalan en ese lugar, y se fabrican cotidianamente en el corazón articulaciones intensas y sensibles, frágiles y tensas que se anudan entre la apariencia, los bienes gananciales, el respeto, el honor y el entendimiento. El matrimonio se habla en términos de esperanza; felicidad y bienestar se confunden para crear la buena alianza. Cuando se rompe el pacto económico entre maridos y mujeres, se desata la desgarradura. El entendimiento y la honestidad fabrican la mayor parte del tiempo una estabilidad económica que satisface incluso si a menudo está amenazada. Pero que al menos lo sea para uno de los miembros de la pareja, y en las peticiones hay detalles que no engañan. Algunos umbrales de tolerancia parecen insuperables: comerse la dote de su mujer, ir a buscar el dinero del otro antes que él para gastárselo, vender los efectos del otro sin que él lo sepa, para beber o divertirse. En medio de todo este desorden, una escena se revela aún más intolerable que las otras, y su simple descripción 18 A. Farge. Le miroir de femmes. París: Montalba, 1982, p. 70. 17 parece ella sola suficiente para provocar el orden real: la de robarse la cama (Vendió hasta su lecho; vendió hasta la cama de los hijos; se llevó incluso mi cama). Mueble esencial19 y singular; cuando no se tiene nada, se posee al menos una cama cuya función simbólica no puede ser olvidada; su venta clandestina es la negación misma de la cohabitación o una miserable impostura con respecto a los niños. Al vender la cama se comete lo irreparable y la falta debe ser castigada. Y cómo no subrayar que la pérdida del lecho es una carencia económica al mismo tiempo que la privación del lugar sexual… Ultrajes, excesos, descarríos, mala conducta, esos términos ritman los textos sin dar lugar a muchas precisiones. Como si ellos pudiesen siempre ser empleados los unos por los otros, como si no fueran suficientes por ellos mismos para hacer saber oficialmente la infamia del otro. Sin embargo, esas palabras hacen referencia a situaciones bien particulares, gracias a las que se puede esbozar una cierta figura del descarrío o de la mala conducta. En suma: se comporta mal aquel o aquella que se entrega a otros referentes distintos de su trabajo, su casa o la fructificación de su patrimonio. Él o ella corre al cabaret; sólo aparece por su casa a intervalos; ella se va con soldados; comete estafas o abandona el trabajo muy a menudo; ella se echa a perder con mujeres de mala vida. Estos son toda suerte de excesos que tienen como punto en común cometerse por fuera de la geografía tradicional de los espacios de labor y de la familia. En una vida ya marcada por la enrancia, la búsqueda del trabajo y del alojamiento, escandida por la inestabilidad y por los largos desplazamientos a pie, tanto de día como de noche, en la capital, la mala conducta sería una errancia suplementaria de la yaobligatoria; añadiría ausencias de mala calidad a las ausencias habituales, y reforzaría aún esta especie de desparramamiento de los habitantes, haciendo estallar de manera espectacular el diseño ya embrollado de sus trayectos habituales. La mala conducta está forzosamente ligada a una utilización aún diferente de los espacios; ella rompe las precarias coherencias. El descarrío: espacios masculinos, espacios femeninos A primera vista no aparece una diferenciación muy clara entre los malos comportamientos femeninos y masculinos; los memoriales parecen presentar más o menos los mismos criterios para los dos sexos. La borrachez, la disipación de los bienes, la echada a perderse, son cosas que les pasa tanto a los hombres como a las mujeres. No se nota ni siquiera una insistencia más particular de la esposa sobre la ociosidad de su marido, como si el trabajo masculino y el trabajo femenino tuvieran los dos igual importancia, y que el hombre no estuviera más definido por su profesión que la mujer. La ociosidad es un vicio que comparten los dos sexos, lo que es normal puesto que la pareja es también una asociación entre dos personas en el trabajo. La ebriedad para nada es un defecto específicamente masculino; maridos y mujeres se acusan de ella mutuamente. Compañeros de miseria, el vino y el aguardiente vienen a agravar las relaciones 19 Los inventarios luego del deceso, así como los contratos de matrimonio de las pobres gentes, muestran claramente su importancia. Cfr. la tesis de maestría de B. Oriol, “Las costureras de ropa blanca y los mercaderes de confecciones de París en el siglo XVIII”, Universidad de París VII, 1980. 18 conyugales, destruir el entendimiento, impedir la confianza, arrastrando toda suerte de desórdenes económicos. Es un flagelo que rompe claramente todos los esfuerzos emprendidos para una eventual estabilidad económica. En este esbozo de tipología común de la mala conducta, que podría no darle la razón a ninguna de las partes, ni al hombre ni a la mujer al indiferenciarlos, se alojan sin embargo desemejanzas y discordancias significativas. Son ellas las que van a hacer resaltar más claramente los roles masculinos y femeninos, y ayudar a precisar mejor lo que cada uno de los compañeros espera de la conducta del otro. Son las mujeres las que se quejan de los golpes, de las heridas y de los malos tratos. Son ellas las que evocan la crueldad de los cuchillos, de las reglas, de los compases, de los badiles, de los calderos y de los morrillos que sirven para saciar la cólera de su marido. Ellas aguantan esto desde hace mucho tiempo, frecuentemente desde comienzos de su matrimonio ya lejano, y se angustian cuando llega el día que sienten su vida verdaderamente amenazada. La suplicante no quiere perecer en la flor de su vida; tiene cuarenta años y está casada desde hace trece con un sastre20 que no deja de perseguirla, y del que acaba de librarse de morir a causa de las cuchilladas que le propinó. También se defiende ella al indicarle al lugarteniente general de la policía el mal calibre de ese marido cruel. Tres cuartas partes de las demandas de encierro de maridos tienen que ver con acusaciones de violencias y sevicias (sólo ocho maridos de setenta quieren evocar algún maltrato de parte de sus esposas). Los golpes son el arma masculina por excelencia, la que puede denunciarse como intolerable sobre todo cuando la brutalidad tiene colores de inhumanidad. Por lo demás los textos no acallan la atrocidad de algunos gestos: Maltrata horriblemente a su mujer y a su hija; Le mató tres niños en su vientre uno tras otros; La muele a golpes y luego la echa por la escalera; Mató una primera mujer y maltrata a su mujer que está encinta; Practica con ella sevicias llenas de horror; Le sacó un ojo con la tenaza de la chimenea… Esta violencia descrita es tan espectacular porque quienes la testimonian están ya al final de un largo camino de contusiones y de humillaciones. Ya no tienen nada que perder si presentan así lo que fueron sus días y sus noches de triste cohabitación, de pasiones marcadas por el socaire de la violencia. Por el contrario nunca se tardan sobre eventuales violencias en las prácticas sexuales. Es este pudor del que ya hemos hablado el que parece frenarlas, y es sólo a través de algunas frases enredadas, deformes, vagas, y de todas formas poco frecuentes, que se cree apercibir su rechazo a ciertas formas de sexualidad. Utiliza malos procederes con ella; Se entrega sobre ella a excesos vergonzosos que su mujer por pudor no puede contar; Fuerza a su mujer cuchillo en mano; Es indecente; Abusa de su persona; nada preciso en todo esto, las palabras trazan límites sin describir lo que están circunscribiendo, de esa manera indican que ha existido exceso y abuso, pero nada vendrá realmente a revelar en qué han consistido. ¿Será sólo una coincidencia que estas pocas frases que hemos podido extraer en medio de tantas otras sólo aparezcan en nuestro dossier a fines de los años 1750, como si antes nada de este género autorizara a transpirarlo? Es una simple pregunta. Por el contrario, hombres 20 J. T. Desessarts. Ms. 11006, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 19 y mujeres anotan de manera igual la enfermedad venérea que ha contraído su cónyuge, con certificado expedido por el maestro barbero o del personal del dispensario del hospital. Enfermedad que en sí misma es ya prueba suficiente de las rutinas del otro y de sus descarríos. Descarrío, esta es la palabra más empleada, la que más a menudo viene bajo la pluma de los escribanos públicos; palabra clave; palabra imprecisa sin embargo y que parece resumir en sí toda las faltas del mundo sin nunca detenerse a dar el sentido exacto, el verdadero contenido. Sin embargo, si se leen bien los textos uno se da cuenta que si el marido como la mujer son designados ante el rey como descarriados, ese calificativo recubre realidades y situaciones muy diferentes. Cuando el marido se queja del desviamiento de su mujer, traza casi siempre el mismo retrato de ella: una mujer mal entretenida, depravada, de muy mala conducta, con malas costumbres, muy gastosa, y complacida en compañía de hombres. Frecuentemente añade su predilección por la bebida y su mala administración de la casa. Pero si se leen atentamente las quejas maritales, uno se da cuenta que ese retrato un poco estereotipado de la mujer de mala vida recubre dos tipos de comportamientos bastante distintos. Por supuesto que se encuentran mujeres libertinas y violentas que roban y beben, venden los muebles del menaje e injurian a sus maridos; pero existen otras que parecen que sólo estaban buscando irse para vivir con otro hombre del que si están enamoradas. En este caso la situación es relativamente simple puesto que se trata de una separación; sin embargo el marido goza empañando el retrato de su mujer. Le añade detalles sobre detalles destinados a acercar su imagen de la de la prostituta, como si tuviera miedo de no convencer suficientemente, y de no obtener la orden del rey, como si se inquietase de que la averiguación del comisario o del inspector terminara por no encontrar tan peligrosa la relación con su mujer. Quizás no se equivoque, y otras investigaciones en los archivos judiciales pueden dar testimonio de ello. Es seguro que la vagabundería sexual perturba el orden público; mientras que la mujer que se va con otro hombre es un evento más privado y menos grave, al que se asiste cotidianamente. ¿Habrá que abrirles las prisiones del rey si no hay escándalo público, si no se pone en riesgo la tranquilidad del barrio? El marido sabe todo esto; si quiere realmente hacer castigar a su mujer es preciso que demuestre que ella se ha vuelto una mujer “pública”, y que por consiguiente ya no se trata solamente del orden privado. Ángel o prostituta;no hay situación intermedia hasta que el divorcio no se instituya; y las peticiones de los maridos reflejan bastante bien esta alternativa obligada; recubrir el rostro de su mujer con la peligrosa máscara de la prostituta es ante todo parar su posible culpabilidad personal frente a una separación; además obligar a la autoridad a que castigue. El extravío descrito por su cónyuge es el de aquel que vive todos los días sin obligaciones, que abandona su trabajo, pasando la noche fuera de casa, regresando sólo a intervalos irregulares a la casa; es aquel que va con mujeres, sinvergüencea con ellas, goza en el cabaret, luego regresa como el gato, fatigado de sus sabbats nocturnos. Las mujeres acusan poco a sus hombres de mantener un lazo durable y continuo con otra; trazan más bien un retrato más estallado de su marido, lo señalan como un ser errático, cuya perdición está compuesta de nomadismos de todo tipo: está dedicado al ocio, 20 al vino, al aguardiente y al sexo femenino afirma por ejemplo la mujer de Claude Rousseau en 172821. Es seguro que estos textos de esposas dan la nueva e interesante impresión de que ellas esperan de su marido una especie de presencia verdadera junto a ellas, hecha de trabajo, entendimiento y honestidad, pero hecha también de tiempo pasado a su lado, ocupándose también de los asuntos de casa. De repente, la vida de la pareja se aclara con una luz singular; la imagen de tacón gastado de la mujer metida en la casa se rompe un poco para dejar existir cerca de ella otra imagen complementaria, la de una mujer que aspira a la presencia de su marido en su hogar, y que encuentra anormales sus repetidas ausencias. Y si esta expectativa femenina –este deseo– se le representa al rey ¿no será a pesar de todo que para él es admisible? Lo que se puede leer en los memoriales de las relaciones con los hijos confirmarían esta anotación. Trastocando sin duda previsiones sospechosas de estar invadidas por los estereotipos, se muestra evidente que el calificativo de mala madre no hace parte de los argumentos empleados de manera masiva por los maridos contra sus esposas. Por el contrario, es sorprendente subrayar que las mujeres de quejan con bastante insistencia del poco cuidado que sus maridos le prodigan a los hijos; y una cosa si está clara: ellas no toleran que los maltraten, como tampoco que los abandonen, o incluso como dice una de ellas que él no se encarte suficiente, descuide cuidarlos, o también les dice discursos impúdicos. Mantener a sus hijos hace parte del deber económico y civil del marido; la madre tiene necesidad de que esta responsabilidad sea asumida, y darla a conocer cuando él la olvida, vehiculando al mismo tiempo, a través de sus acusaciones, una imagen de cuidado y de educación que era necesario subrayar. La atención prestada a sus hijos sin duda que es experimentada por ella de forma muy carnal y, simultáneamente, es esta sensibilidad la que ella va a remarcar. Ella y sus hijos forman un grupo afectivo y económico; si el marido no se ocupa de estos últimos, ella es traicionada económica en tanto que está siendo afectada en su cuerpo. Una vez más aquí se ve cómo se confunden las necesidades económicas con los deberes morales, y esto no es nada simple. Proporcionalmente, el marido parece reivindicar más de su mujer una actitud positiva a su respecto, más bien que los buenos cuidados de los niños. Quizás por otra parte tenga más certidumbre sobre su afección materna que sobre su afección conyugal; en todo caso es ciertamente refiriéndose a sus deberes con respecto a él que está más inclinado a juzgarla. Dos motivos suplementarios de encierro, la locura y la irreligión, son adelantados por las mujeres únicamente. Locura del hombre considerada por lo demás como la consecuencia ineluctable de su mala conducta y de su perdición vagamunda. Jeanne Catry le presenta muy humildemente a Vuestra Grandeza, que habiendo desposado al llamado Antoine Chevalier compañero albañil hace cerca de cuarenta y seis años, él siempre ha dado algunas muestras de locura que han aumentado año tras año y que se atribuyen solamente a sus desvaríos y a su mala conducta, porque él nunca se comportó como un 21 Ms. 11027, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 21 hombre ordenado, habiendo siempre gastado en el cabaret todo lo que ganaba sin preocuparse para nada de la familia, y habiendo siempre vendido la ropa de uso diario de su mujer, e incluso las suyas, para ir a beber en la cantina22… La falta de religión no es menos soportable que las muestras de locura: No le teme ni a Dios ni al diablo; No va a misa, mendiga para supuestas peregrinaciones; Vende hasta mis cirios benditos. Otras tantas actitudes que añadidas a las otras permiten mostrar claramente la infamia del marido. Actitudes nunca presentadas, en los textos, por los esposas contra sus mujeres. La mirada de los otros Echarse a perder, la violencia, la mala conducta, la locura, la irreligión, la ebriedad, el putanismo, son otras tantas maneras de encontrarse por fuera de los espacio razonables de la honestidad, de la armonía y del honor. Al multiplicar las acusaciones, los maridos y las mujeres muestran claramente todo lo que se hace por fuera de ellos, y es este “en otra parte” el que produce el escándalo. Pues la pareja no vive solo con sus hijos; la pareja vive observada, llevada, acompañada por los vecinos, ya sean habitantes de la casa o mercaderes de la calle, comisarios de barrio o cura de la parroquia. Y esto no es todo: la pareja vive igualmente rodeada de su familia, padres, cuñados y nueras les remiten sin cesar una imagen en la que ella quiere leer la del honor y la de la dignidad. La mirada de los otros nutre la intensidad del drama que se juega entre los participantes, amplifica su tragedia y su insostenibilidad, traza sobre la pareja la marca indeleble del odio y del menosprecio, o de la confianza o de la afección. La demanda de encierro se vuelve entonces un acto que también se emprende por los otros, para ser capaz de leer sin vergüenza su rostro en dicho espejo. Para ello, es necesario que cese finalmente el escándalo del que son testigos los vecinos, y del que los padres son más o menos parte interesada. No existe escándalo sin la mirada del otro, y las peticiones están en su casi totalidad de los casos firmadas por algunos vecinos, inquilinos o curas. Habiéndose escandalizado el vecindario por este exceso, se aconsejó poner la demanda. Ella se convirtió en el escándalo público de todos sus vecinos. El honor de quien depende su pan. Todas estas fórmulas significan la importancia capital del entorno. Siempre presente, actor importante del drama que se crea ante sus ojos, el vecindario es una componente esencial de la demanda. Se lo toma como testigo para hacer castigar, o bien es él el que se insurge para defender al acusado y restablecer el orden de las cosas, a veces atropellado por las mentiras y los azarosos rumores. Es en su nombre que algunos esposos pretenden al mismo tiempo hacer encerrar a las concubinas o concubinos de sus cónyuges, anunciando a voz en cuello que ese notorio concubinato escandaliza al barrio, y que es necesario de cualquier forma encerrar a los dos culpables. Sacado por allí, reivindicado por allá, actuando por sí mismo, pronto a emocionarse, es una figura necesaria al juego entablado, un peón indispensable en el tablero del ajedrez real. 22 Ms. 11004, Ars. Arch. Bastilla (año 1728). 22 Los momentos en que el vecindario parece más activo y más inclinado a solidarizarse, a tomar partido, a conmoverse finalmente, son sin ninguna duda aquellos en los que él asegura la protección de la mujer maltratada por su marido. En esos casos precisos, vecinos y mercaderes no dudan en firmar la demanda de la mujer, en denunciar al marido como siendoun ser salvaje, sediento de sangre, e incluso a prestarle socorro si por azar les toca ver los golpes y las heridas. La mujer golpeada por su marido pone al barrio en alarma. Todo el barrio ha venido a requerirme que lo detenga en el acto – escribe el comisario de policía– habiéndola matado por los golpes violentos que le dio. En desquite, es interesante anotar que el que quiere hacer encerrar a su mujer está más inclinado a acompañar su petición por las firmas de su familia que de las de sus vecinos. Es a ella a la que pide razones más bien que a ellos, como si desconfiara más de ellos, como si tuviera miedo de que ellos tomaran partido más fácilmente por ella. Una mujer cargada de hijos no se la encierra tan fácilmente; por naturaleza una mujer inspira más fácilmente piedad que el hombre, y su apresamiento puede también ser un escándalo. Encierro obtenido o el comienzo de una historia Así se presenta el memorial ante el lugar teniente general de la policía, en el que todo ha sido escrito para conmoverlo, y hacer que venga el encierro por favor real. De esta manera, la denuncia está formulada, el secreto por fin divulgado: las palabras que se le han dictado al oído al escribano están llenas de cólera y de miedo, cargadas de odio, a veces de esperanza y de ternura, siempre henchidas de pasión y llevadas por la vivacidad de los sentimientos. El teatro de la vida para nada se detiene acá; la petición enviada al rey abre a una larga historia que es la de la investigación, la detención, los desistimientos y de las peticiones de libertad. La vida continúa, y los cuadros se suceden; será preciso también contarlos. Cada dossier nos descubre una historia singular, la de un conflicto en el que los unos se baten para mantener a su cónyuge el mayor tiempo posible en prisión o en la casa religiosa, y donde los otros luchan por su libertad. Cada conflicto tiene su desenvolvimiento propio, su rostro único y una intensidad dramática particular. Imposible desde entonces hacer apresuradas generalizaciones; es necesario dejarse llevar por la lectura de esas múltiples hojas en las que aparecen, y luego desaparecen, numerosos personajes, todos afanados en esclarecer el acontecimiento y por encontrarse lo más cerca posible de justas soluciones. Se lee todo y su contrario, porque los que toman partido sacan de su memoria innumerables pequeños hechos susceptibles de torcer las decisiones ulteriores. Lo grueso de los cartapacios muestra claramente que el encierro no deja a nadie indiferente, y que a partir de él se despliega una intensa actividad en la que comisarios de policía, inspectores, parientes, amigos, camaradas del trabajo, patrones y vecinos se apresuran a devanar la madeja misteriosa de los hilos de la vida privada. Entregada como pastura, ella se deja ver, visitar, esculcar, y sin embargo nunca ofrece su verdadera cara. Avanza enmascarada, enjalbegada de cantidad de colores por los que la defienden y por los que la atacan. No se desenmascarará ante nuestras inteligencias demasiado curiosas y a menudo deformadas. Al final de la historia, nunca sabremos quienes son verdaderamente esas gentes que dan alaridos de 23 pena y que demandan amor. Y tal vez sea lo mejor; si se esculca demasiado, se simplifica siempre. Y esas vidas ante nuestros ojos desenvuelven sus apariencias sin nunca desprenderse completamente del secreto que las ha urdido, luego apesadumbrado. Nos queda lo visible, las palabras escritas, las investigaciones emprendidas, las cartas enviadas. Ellas no aclaran todo pero dan la medida de la singularidad de los acontecimientos. Oscuras “aclaraciones de policía” Y hay con qué sorprenderse completamente cuando se leen los reportes de los comisarios sobre las peticiones, llamados sin la menor ironía “aclaraciones”. Hechos para arrojar luz sobre el “cuerpo del delito”, son tan poco claros, tan llenos de poco más o menos y de nociones breves, que uno se pone a soñar con ese trabajo de la policía, a la vez tentacular y apenas esbozado. Sin embargo, los comisarios se hacen ayudar; tienen tanto trabajo por otras partes –siempre reprendidos por el lugar teniente general de policía para que vigilen tanto la iluminación como las localizaciones de los comercios, de las limpieza de las calles a las riñas entre soldados– que envían a inspectores al vecindario de la pareja para darse mejor cuenta de la situación. El más o menos reina por todas partes, los reportes indican que a veces se hacen ordenes de comparecencia, a veces no; que se interrogó más o menos al ventero de la esquina de la calle o que se escuchó a un hermano y a una cuñada. Nada sistemático en todo esto; una especie de desorden tranquilo, donde se recogen mezclados los testimonios, las intuiciones, los rumores, sin que nada sea verdaderamente clasificado. Acá y allí algunas promesas de que no va a volver a ocurrir, amonestaciones paternales, algunas recomendaciones. En otros lugares, órdenes de encierro, luego de haber escuchado al uno y al otro. En los registros se inscriben a menudo muchos reportes por día; la tarea es verdaderamente pesada, ¿cómo se podría efectuar minuciosamente y con rigor? 10 de septiembre de 1779 J. Cavour contra su marido por mala conducta y mal trato. Llamados a comparecer: el marido ha aceptado haberla maltratado por quitarle un niño de seis años que él quería tener, por medio de lo que ella lo abandonó; prometió en mi presencia dejarla. 17 de septiembre de 1779 B. Coutin contra su mujer él, comerciante tapicero prendero … de que por celos ella no deja de atormentarlo y de invectivar a la llamada Bertrand con la que ella lo supone vivir, y a al llamado Leconte y su mujer que son los que la alojan. Vi a la mujer que se queja y sus afirmaciones me parecieron desprovistas de toda verosimilitud; esta mujer me parece que la aconsejan mal; se ha valido de todos los artilugios contra su marido, los conoce el comisario Mutel, parece incluso que el padre se presta a la sustracción que ella hace de las mercancías del almacen de su marido; hice todo lo posible para hacerla entrar en razón pero no se pudo. En cuanto al marido, él me certificó la exposición verdadera y me dijo que había intentado hacer todo lo 24 posible para vivir en buen entendimiento con su mujer; se lo reconoce como un hombre honesto y a su mujer como muy mala. 22 de octubre de 1779 La mujer Denis contra su marido. No pude escuchar a las partes contradictoras; el marido de la querellante no se hizo presente a la convocatoria; no pude terminar este asunto. 25 de octubre de 1779 La mujer de François Jacob Pinson, calle de los Petits-Carreaux expone que los desarreglos del espíritu de su marido aumentan cada vez más; temiendo por sus días ella pide el encierro en la casa del señor Esquirol, con oferta de pensión. Vi a la mujer de Pinson que confirma los hechos y tiene testigos. El asunto se puede cerrar23. Es verdad, esos comisarios no tienen tiempo para demorarse en esas querellas de parejas, esos merodeos y disputas entre esposos; por lo demás lo dirán más tarde y se quejarán de haber sido invadidos por menudos infortunios conyugales. Pero esta no es la única razón. La policía del siglo XVIII trabaja en la imprecisión, golpe a golpe, sin nunca dominar las apuestas exactas de la situación. Su objetivo es estar omnipresente; lo que no es sinónimo de eficacia; y la época de entonces no es todavía la de las clasificaciones, de las medidas, de las estrategias. Por el momento responde al desorden tomando lugar por todas partes donde puede hacerlo; lo que no quiere decir que responda allí por el orden; las aclaraciones de la policía son el reflejo de su trabajo. A las investigaciones de policía se añaden, de cuando en vez, los certificados de los curas de parroquia, a veces solicitados en este género de asuntos. Se contentan simplemente con firmar la demanda, pero en algunos casos intervienendirectamente. En octubre de 1728, por ejemplo, el cura de Saint-Gervais se apresura a escribirle al lugarteniente general de policía para cargar contra Jean Terrassin des Essarts al que su mujer quiere hacer encerrar: El firmante, sacerdote, doctor en teología, cura de Saint-Gervais en París, certifica que el llamado Jean Terrassin des Essarts, maestro sastre de hábitos de mi parroquia es un gran desordenado de espíritu y tiene una malísima conducta, que escandaliza a todo el barrio con sus malos tratos a su mujer y a los vecinos cuando ellos quieren prestarle socorro cuando él la maltrata. Hecho en París este 3 de octubre de 1728. Cura de Saint-Gervais24 El mismo año, el cura de Saint-Paul apoya una demanda inversa, la de un marido contra su mujer: El firmante cura de Saint-Paul certifica que la llamada Geneviève Alloché, mujer de André Maie, metro cartero de París, es una mujer 23 Archivos de la Prefectura de Policía, AB 405. Barrio Saint-Denis. Reportes sobre las peticiones del 23 de julio de 1779 al 19 de abril de 1786. 24 Ms. 11006, Ars. Arch. Bastilla, folio 267. 25 descarriada en sus costumbres y de una conducta tan escandalosa que yo ruego, de acuerdo con su marido y los vecinos, Monseñor lugarteniente general de policía que la haga encerrar en el hospital general por siempre. En París este 22 de octubre de 1728 El cura de Saint-Paul 25 Verdaderamente estos no son casos frecuentes, y desgraciadamente es imposible –dada las lagunas de las fuentes– de correlacionar estas intervenciones y su resultado. ¿Tiene el cura de la parroquia verdaderamente una influencia? Nada en los archivos permite responder en un sentido o en el otro26. Una sola anotación interesante: los certificados de los sacerdotes y curas son más numerosos antes de 1750 que después; pero habría que hacer un trabajo sistemático para confirmar este hecho. El vecindario apoya por supuesto las demandas, o al contrario se indigna con ellas. Vecinos y comerciantes firman abajo del memorial, o escriben aparte si el escándalo los ha realmente afectado al punto de reagruparse para enviar una carta al lugarteniente general. Las comunidades de oficio intervienen también para defender a uno de los suyos. Monseñor, Los jurados encargados de la Comunidad de maestros y de mercaderes fruteros de naranja de París, suplican muy humildemente a Vuestra Grandeza, que esté de acuerdo en ordenar la liberación del llamado Alexandre Bruno, uno de los maestros de su comunidad y que actualmente está detenido en el castillo de Bicêtre. No pararán de rogar por la salud y la prosperidad de Vuestra Grandeza 27. Quizás solidaridad de clase, pero ocurre también que el maestro protege a su doméstico o que el empleador se toma el trabajo de defender a su asalariado. Houdard, alquilador de carrosas, representa muy humildemente a Vuestra Grandeza que el llamado Houdé, uno de sus cocheros, fue detenido el sábado 28 de febrero de 1738 en su casa de la calle de las Boucheries, a partir de falsas demandas puestas por su mujer, que para sustraerse a la presencia de su marido ha puesto todo su empeño para sorprender la religión de Vuestra Grandeza. El mencionado suplicantes se atreve a esperar que Vuestra Grandeza le pedirá que rinda informaciones de la vida y de las costumbres del llamado Houdé y de su mujer, para saber cuál de los dos se equivoca y castigarlo28… La policía siempre es muy sensible al clima del barrio, a su manera de recibir los acontecimientos, de circular los rumores, de ponerse en removimiento; los inspectores pasean por los cabarets y las calles, para tomarle el pulso a ese extraño personaje que es el barrio. Lo que han visto y escuchado es tan importante como los hechos mismos, de los que de hecho nunca pueden tener la prueba formal. Ocurre incluso que el comisario juzga 25 Ms. 11021, Ars. Arch. Bastilla, folio 13. 26 Precisemos por otra parte para todos los cartapacios del Arsenal en las que hemos trabajado en carpetas de encierro, la demanda siempre ha sido seguida de una lettre de cachet. 27 Arsenal, ms. 11989, fol. 249 (año 1758). 28 Arsenal, ms. 11013, fol. 127 (año 1728). 26 que un encierro sea necesario para intimidar al barrio cuando está muy presto al desorden. En ese caso, no son las reacciones del barrio las que son la fuente de la detención, sino el barrio mismo tomado como objetivo a través de la puesta a la sombra de uno de los suyos. Es el caso de Catherine Louis, bordadora, encinta de tres meses, encerrada en 1756 a petición de su familia; a propósito de ella, el comisario escribe: Todo el mundo dice que esta muchacha siempre se ha comportado bien… Pero el barrio mismo exige un ejemplo; está repleto de un populacho que sólo puede ser refrenado por el temor. Cuánto sujetos útiles no pierde el Estado por el libertinaje en el que caen la mayor parte de las muchachas del bajo pueblo29. Se ve pues lo arbitrario, un día el conjunto de la nación ya no querrá ni soportarlo ni seguir siendo su cómplice. El singular estatuto del arrepentimiento Mientras tanto lo esencial de la historia luego de la orden de encierro reside a pesar de todo en las relaciones que van a continuar manteniendo los esposos a todo lo largo de la detención. El uno o la otra aunque estén alejados en Sainte-Pélagie, o la Salpêtrière o Bicêtre, siguen existiendo, y hacen todo para que no se los olvide. Las mujeres encerradas escriben cartas emocionadas a su marido; los unos no dejan de negociar un precio de pensión juzgado demasiado caro, y utilizan toda suerte de argumentos para demostrar que la suma pagada es suficiente a un infame de ese tipo; los otros piden muy pronto la libertad de su cónyuge, asegurándole a las autoridades el arrepentimiento del detenido. Otros parecen enloquecidos por la suerte reservada a los que ellos han hecho alejar con tanto ardor; se subraya el horror de los calabozos, la humedad de las celdas de Bicêtre; se suplica para que los dejen hacer una visita. También se presenta lo contrario: maridos y mujeres encuentran anormal que sus cónyuges reciban tan fácilmente visitas de malos consejos y piden que cesen esas idas y venidas que le impiden al prisionero de “entrar en sí mismo”. Pero hay más: si aparece el rumor de que se aproxima una amnistía real por el nacimiento o el matrimonio del delfín, o que amigos poderosos buscan obtener la liberación del infortunado, puede ocurrir que su cónyuge vuelva a escribir un memorial que reconfirme su petición de detención, teniendo miedo y rechazando que vuelva a ver regresando a la casa al que fue fuente de todos los males, y más aún, de la deshonra. En suma, una vida intensa y febril continúa marcando a esas parejas, hecha de sobresaltos o de esperanzas, de pesares y de violencias últimas, de miedos y de piedades. De maldades también; algunas y algunos se han hecho acusar falsamente por razones de interés y no tienen nada de reprochable en sus conductas. Necesitan dedicarse a hacerlo saber. Y cada vez que la vida se mueve, una carta suplementaria viene a engrosar el expediente. Todos esos archivos son otros tantos gritos sorprendentes y contradictorios. A través de ellos se perciben algunos rasgos más claros que otros; es seguro, por ejemplo, que las mujeres buscan más hacer liberar a sus esposos que los maridos sus mujeres30. Por lo 29 Arsenal, ms. 11939. 30 Sin especificaciones de años, la mitad de las mujeres que ha solicitado el encierro de su marido solicitan luego su liberación; solamente un tercio de los maridos realiza la misma petición. 27 demás, ellas no ocultan las razones económicas; imposibilidad de aliviar las necesidades de sus hijos mientras paga la pensión; fallecimiento de la familia cuya ausencia del marido bloquea la sucesión. La herencia las
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