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de expirar una forma de medir el tiempo, y con ella toda una sociedad, la de nuestra Edad Media. Cacciaguida lamenta aún este tiempo difunto: Fiore...

de expirar una forma de medir el tiempo, y con ella toda una sociedad, la de nuestra Edad Media. Cacciaguida lamenta aún este tiempo difunto: Fiorenza, dentro della cerchia antica, Ond'ella toglie ancora e terza e nona, si stava in pace, sobria e púdica. («Florencia, dentro del círculo de sus antiguas murallas, donde se halla aún el reloj que anunciaba tercia y nona, vivía en paz, sobria y virtuosa.») Pero antes de esa gran sacudida, lo que importa a los hombres de la Edad Media no es lo que cambia, sino lo que perdura. Como alguien ha dicho, «para el cristiano de la Edad Media, sentirse existir significaba sentirse ser, y sentirse ser suponía sentirse no cambiar..., sentirse subsistir». Era, sobre todo, como sentirse dirigido hacia la eternidad. Para él, el tiempo esencial era el tiempo de la salvación. Entre el cielo y la tierra tan íntimamente unidos, incluso tan inextricablemente mezclados, hay sin embargo una extraordinaria tensión en el Occidente medieval. Ganar el cielo desde aquí abajo: este ideal lucha en el espíritu, el corazón y el comportamiento con un deseo no menos violento, pero contradictorio: hacer descender el cielo a la tierra. El primer movimiento es el de la huida del mundo: fuga mundi. Se sabe perfectamente de cuándo data su aparición en la sociedad cristiana: implícito en la doctrina, desde el principio; como encarnación sociológica, desde el momento en que, ganada la partida en el mundo, los seres exigentes ponen de manifiesto la constante protesta del eremitismo para sí mismos y para sus hermanos ya desde el siglo IV. El gran ejemplo es el del Oriente, de Egipto. Las Vitae Patrum, las vidas de los Padres del desierto, gozan a través de toda la Edad Media occidental de un éxito extraordinario. El desprecio del mundo, el contemptus mundi, es uno de los grandes temas de la mentalidad medieval. No es el patrimonio exclusivo de los místicos, de los teólogos —Inocencio III, antes de ser elegido papa, escribe a finales del siglo XII un tratado, De contemptu mundi, que viene a ser la quintaesencia ideológica de este sentimiento—, ni de los poetas —recordemos, entre muchos otros, los poemas de Walther von der Vogelweide, los de Conrado von Würzburg y de otros Minnesánger sobre Frau Welt, el mundo personificado en una mujer de engañosos atractivos, seductora vista de espaldas, repulsiva vista de cara—, sino que está también profundamente enraizado en la sensibilidad común. Esta tendencia profunda que no todos logran poner en práctica durante su vida se encarna en algunos seres excepcionales que se presentan como ejemplos, como guías: los eremitas (o ermitaños). Ya desde su inicio, en Egipto, el eremitismo había dado lugar a dos corrientes: la de la soledad individual, personificada en san Antonio, y la de la soledad en común en los monasterios, corriente cenobítica representada por san Pacomio. El Occidente medieval conoce esas dos corrientes, pero sólo la primera consigue una verdadera popularidad. No hay duda de que las órdenes eremíticas, como los cartujos o los cistercienses, gozaron durante un cierto tiempo de un prestigio espiritual superior al de los monjes tradicionales, más vinculados al mundo, como los benedictinos, incluso reformados en torno a Cluny. Los monjes blancos —su hábito blanco es una auténtica bandera, símbolo de humildad y de pureza puesto que se trata de paño crudo, no teñido— se oponen a los monjes negros y ejercen al principio una seducción superior sobre el pueblo. Pero en la suspicacia popular pronto quedan equiparados todos los monjes, incluso el clero secular. El modelo es el ermitaño aislado, verdadero realizador a los ojos de la masa laica del ideal solitario, la más elevada manifestación del ideal cristiano. Es cierto que se da una buena coyuntura para el eremitismo, porque no todas las épocas son tan fértiles en ermitaños. Cuando el mundo occidental se libera del estancamiento de la alta Edad Media y se orienta hacia un progreso lleno de éxitos demográficos, económicos y sociales —desde finales del siglo X hasta finales del XII—, se produce como contrapartida, para equilibrar si no ya para protestar contra ese éxito mundano, una amplificación de la gran corriente eremítica, procedente sin duda de Italia en contacto, a través de Bizancio, de la gran tradición eremítica y cenobítica oriental, con un san Nilo de Grottaferrata, un san Romualdo fundador, a comienzos del siglo XI, de los camaldulenses, cerca de Florencia y un san Juan Gualberto y su comunidad de Vallombrosa. Movimiento que culmina en las órdenes de los premonstratenses, de Grandmont, de la Cartuja, del Cister, pero que junta grandes éxitos con realizaciones más modestas, como la de Roberto d'Arbrissel en Fontevrault y, sobre todo, esos innumerables solitarios — ermitaños, reclusos y reclusas— que, menos ligados a una regla, al sistema eclesiástico y más cerca de un cierto ideal anárquico de la vida religiosa y a quienes el pueblo tan fácilmente confunde con hechiceros como transforma en santos, pueblan los desiertos, es decir, los bosques de la cristiandad. El ermitaño es el modelo, el confidente, el maestro por excelencia. Hacia él se giran las almas en pena, los caballeros, los amantes atormentados por alguna falta. Ermitaños que terminan por convertirse a veces en agitadores espirituales y, a menudo, en agitadores populares, convertidos en predicadores ambulantes, situados en ciertos lugares de paso: encrucijadas en el bosque, puentes, y que acaban por abandonar el desierto para cambiarlo por las plazas públicas de las ciudades —con gran escándalo, por ejemplo, a comienzos del siglo XII, del clérigo de Chartres Payen Bolotin, quien escribe un poema reivindicativo contra esos «falsos ermitaños», mientras que el célebre canonista Ivo de Chartres alaba la vida cenobítica en contra del ermitaño Rainaud, partidario de la vida solitaria. Pero a lo largo de toda la Edad Media, al margen de esos momentos de fama y de popularidad del eremitismo, hay una presencia y un atractivo constante hacia los solitarios. La iconografía los representa tal como aparecen en la realidad, protesta viviente con una presentación salvaje frente a un mundo que triunfa, se instala y se civiliza. Con los pies desnudos, vestidos con pieles de animales —de cabras, sobre todo—, en la mano el bastón en forma de tau, bastón del peregrino, del errante e instrumento de magia y de salvación —el signo tau hecho con ese bastón es un signo protector, a imitación del signo salvador anunciado por Ezequiel (9,6: «Perdona a todo aquel que lleve el signo tau») y el Apocalipsis (7,3)— seducen como lo hiciera san Antonio, el gran vencedor de todas las tentaciones y, por encima de él, como el iniciador de la espiritualidad del desierto, san Juan Bautista. Pero no todos pueden hacerse ermitaños. Hay muchos que intentan llevar a cabo, al menos de forma simb

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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