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No hay duda de que la prueba del milagro define ante todo a los seres de suyo extraordinarios, los santos. La creencia popular y la doctrina de la ...

No hay duda de que la prueba del milagro define ante todo a los seres de suyo extraordinarios, los santos. La creencia popular y la doctrina de la Iglesia coinciden en este punto. Cuando, a finales del siglo XII, el papado comienza a reservarse la canonización de los santos, hasta entonces designados la mayoría de las veces mediante la vox populi, incluye los milagros en el número de las condiciones obligatorias con que debe contar el candidato a la canonización. Y cuando, a principios del siglo XIV, quedan reglamentados los procesos de canonización, los expedientes deben contener capítulos especiales dedicados a relatar los milagros del presunto santo, los capitula miraculorum. Pero los milagros no se limitan a los que Dios obra por mediación de los santos. Pueden producirse en la vida de cada uno o, más bien, en los momentos críticos de todos aquellos que, por una razón u otra, han merecido gozar de esas intervenciones sobrenaturales. Los beneficiarios privilegiados de esas manifestaciones milagrosas son los héroes. Así es como un ángel pone fin al duelo de Roldan y de Olivier en la gesta de Girard de Vienne. En la Canción de Roldan, Dios detiene el sol; en el Pélerinage de Charlemagne, confiere a los proceres la fuerza sobrehumana que les permite llevar a cabo las proezas de las que temerariamente se han vanagloriado en sus gabs o juegos de imaginación. Pero incluso los seres más sencillos pueden obtener el privilegio de un milagro y, lo que es más, incluso los mayores pecadores si son devotos. La fidelidad a Dios, a la Virgen o a un santo, imitación de la del vasallo al señor, puede salvar más fácilmente que una vida ejemplar. Una obra célebre de comienzos del siglo XIII, Los milagros de la Virgen, de Gautier de Coincy, nos presenta la compasión de María hacia sus fieles. Sostiene con sus manos durante tres días a un ladrón ahorcado por sus fechorías, pero que nunca había dejado de invocarla antes de ir a robar. Resucita a un monje que se ahoga cuando regresa de visitar a su amante, pero que recitaba sus maitines en el momento de caer al agua. Libera clandestinamente de su carga a una abadesa encinta que sentía hacia ella una piedad muy grande. Pero la prueba suprema de la verdad mediante el milagro es el Juicio de Dios. «Dios está del lado del derecho» es la bella fórmula que legitima una de las más bárbaras costumbres de la Edad Media. Claro está que, para que las probabilidades no sean demasiado desiguales en el plano terrestre, se autoriza a los débiles, sobre todo a las mujeres, para que un campeón las reemplace —hay profesionales al respecto, a quienes los moralistas condenan como los peores mercenarios— y soporte la prueba en su lugar. Una vez más, lo que justifica aquí la ordalía es una noción completamente formalista del bien. Así es como, en la gesta de Ami et Amile, los dos amigos que se parecen tanto como si fueran gemelos, Ami toma en un duelo judicial el lugar de Amile, culpable de la falta que se le reprocha, porque él es inocente de la falta que se reprocha a su compañero y, de este modo, triunfa del adversario. En Tierra Santa, según la Canción de Jerusalén, un clérigo llamado Pedro pretendió que san Andrés le había revelado el lugar en que se hallaba enterrada la lanza que había traspasado el costado de Jesús en la cruz. Las excavaciones que se llevaron a cabo permitieron encontrar, efectivamente, una lanza. Para saber si la lanza era auténtica, es decir, si el clérigo había dicho la verdad, se le sometió a la ordalía del fuego. El clérigo murió a causa de las heridas al cabo de cinco días. Sin embargo se estimó que había soportado victoriosamente la prueba y que la lanza era legítima. Si se habían quemado sus piernas era porque había dudado en un principio de la verdad de su visión. Recuérdese igualmente la prueba de Isolda. «Se acercó a la hoguera, pálida y vacilante. Todos guardaron silencio: el hierro estaba al rojo. Metió entonces el brazo desnudo en las brasas, cogió la barra de hierro y caminó nueve pasos llevándola; después, habiéndola arrojado, extendió los brazos en cruz, con las palmas abiertas. Y todos pudieren ver que su carne estaba más sana que una manzana en el árbol. De todos los pechos subió entonces hacia Dios un grito de alabanza.» Basta pensar en la etimología de la palabra «símbolo» para comprender el lugar que ocupaba el pensamiento simbólico no sólo en la teología, la literatura y el arte del Occidente medieval, sino también en todo su bagaje mental. El symbolon era entre los griegos un signo de reconocimiento representado por las dos mitades de un objeto repartidas entre dos personas. El símbolo es un signo de contrato, es la referencia a una unidad perdida, recuerda y tiende hacia una realidad superior y oculta. Ahora bien, en el pensamiento medieval, «a cada objeto material se le consideraba como la figuración de alguna cosa que se correspondía con él en un plano más elevado, por lo que, de este modo, se convertía en su símbolo». El simbolismo era universal, y pensar era un perpetuo descubrimiento de significados ocultos, una constante «hierofanía». El mundo oculto era un mundo sagrado y el pensamiento simbólico no era más que la forma elaborada, filtrada, en el plano de los doctos, del pensamiento mágico en el que estaba inmersa la mentalidad común. No cabe duda de que los amuletos, filtros, fórmulas mágicas, cuyo uso y comercio estaban muy extendidos, no son más que los aspectos más vulgares de estas creencias y de estas prácticas. Pero para la masa, las reliquias, los sacramentos y las oraciones eran los equivalentes autorizados. Se trataba siempre de hallar las llaves capaces de abrir el mundo oculto, el mundo verdadero y eterno, aquel donde uno podía salvarse. Los actos de devoción eran actos simbólicos mediante los cuales se pretendía hacerse reconocer por Dios y obligarle a mantener el contrato cerrado con él. Las fórmulas de donación en las que los donantes hacían alusión a su deseo de salvar de este modo su alma ponían de manifiesto este mercado mágico que hacía de Dios el obligado del donante y le obligaban a salvarle. Del mismo modo, el pensamiento consistía en encontrar las llaves que pudieran abrir las puertas del mundo de las ideas. El simbolismo medieval comenzaba en el plano de las palabras. Nombrar una cosa era ya explicarla. Ya lo había dicho Isidoro de Sevilla y, después de él, la etimología florece en la Edad Media como una ciencia fundamental. Nombrar las cosas supone el conocimiento y la toma de posesión de las mismas, de sus realidades. En medicina, el diagnóstico es ya curación, puesto que se ha pronunciado el nombre de la enfermedad. Cuando el obispo

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LA_CIVILIZACION_DEL_OCCIDENTE_MEDIEVAL_4
342 pag.

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