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ucin, sobre las cuales los pretorianos cerraban el paso a toda posible huida. A este despiadado realismo se unía la búsqueda de lo pintoresco y los...

ucin, sobre las cuales los pretorianos cerraban el paso a toda posible huida. A este despiadado realismo se unía la búsqueda de lo pintoresco y los disfraces exóticos. Era norma que la naumaquia ofrecida al pueblo reprodujera una batalla naval célebre. Se basaban principalmente en la historia de Grecia, tal vez por el aprecio de que gozaban en Roma la lengua y la cultura de aquel país, o bien, simplemente, porque abundaba a este respecto en episodios pintorescos. De esta manera, bajo Augusto y bajo Nerón, pudo verse cómo los de Atenas vencían a los persas en la rada de Salamina; cómo los corcireanos destruían la flota de los corintios y mataban a todos los cautivos; bajo César, el esnobismo del momento impuso a los condenados que murieran sobre trirremes con pabellón egipcio. Esas ficciones implicaban, naturalmente, una puesta en escena más o menos compleja: por ejemplo, se había construido un fuerte en la isla situada en el centro de la naumaquia de Augusto, con el fin de que los atenienses, vencedores de los siracusanos, lo tomaran al asalto bajo la mirada de los espectadores; en el lago Fucin, salió un tritón del agua y dio la orden de combate. Los detalles relatados por Tácito nos hacen pensar que la preocupación por la exactitud en la reproducción era llevada muy lejos: el combate debía desarrollarse de acuerdo con las fases normales de una batalla naval, y permitir el despliegue de todo aquello que realza su interés: arte de los pilotos o fuerza de los remeros, potencia de los navíos de diferentes tipos, o juego de artillería situada sobre unos parapetos que habían sido construidos en un costado de las balsas que rodeaban el lago. Destaquemos que el gusto por las representaciones históricas no se limitó a las naumaquias; las ceremonias del triunfo, a la vez religiosas y políticas, incluían, en las postrimerías de la República, una parte de espectáculo puro destinado a impresionar a la masa y a satisfacer su curiosidad: se paseaban hasta el Capitolio, además del botín, a veces suntuoso, tomado del enemigo, unos cuadros que representaban los episodios más pintorescos de la campaña cuyo éxito era celebrado por el general. Claudio, en un orden parecido de ideas, llegó más lejos: hizo representar «al natural», en la misma Roma, la toma y el pillaje de una ciudad y la sumisión de los reyes de Bretaña. Podríamos decir, simplemente, que ésta era la manera como un pueblo que no tenía ninguna confianza en su imaginación manifestaba su gusto por el folletín histórico, si un detalle no diera a esta idea un tanto particular otro significado: Claudio presidió el espectáculo, no como se presiden los juegos, sino como se dirige la toma o la rendición de una ciudad, la sumisión de un rey que lleva capa de general. Este contrasentido de un príncipe «triunfante», por decirlo así, con ocasión de una representación teatral, no debemos cargarlo pura y simplemente en la cuenta de un desequilibrio mental: volveremos a hablar de esa tendencia a jugar con lo real, que constituye una de las orientaciones características de los espectáculos durante el Imperio. Si dejamos de lado esas complicaciones, vemos que la naumaquia fue, en el fondo, una especie de «superposición» en que el gusto por la muerte en serie iba unido al gusto por el espectáculo puro. A los romanos les hacía falta algo excitante en la efusión de sangre; en los combates de gladiadores, era el arte de las armas, el «suspense» de una lucha incierta; en este último caso, era el decorado y la ficción. Pero estos últimos elementos no eran los que más contaban en las naumaquias: no podemos citar más que un caso en que, después de haber inundado el anfiteatro, se contentaran con hacer evolucionar por el agua peces y «monstruos marinos». La atracción del agua, por muy fuerte que fuera para aquel pueblo familiarizado con el mar, no pudo hacerle olvidar jamás la afición por la sangre de que nos hablan todas las variantes de la naumaquia que hemos podido recopilar, tanto si se trata del refinamiento consistente en levantar puentes de madera sobre el agua para hacer luchar en ellos a gladiadores, como de la transformación en estanque del circo Flaminio, en el que un día les fue cortada la cabeza a una treintena de cocodrilos. El único placer que escapaba a esta contaminación, y que constituía un elemento específico de esa clase de espectáculos, era tal vez el que los romanos sacaban de los cambios súbitos de decorados, cambios que eran posibles en los anfiteatros gracias a los dispositivos de que ya hemos hablado: era muy frecuente que, después de haber tenido lugar un combate naval, se hiciera salir, unos instantes más tarde, a gladiadores para que lucharan en la arena ya sin agua. Nerón, en el curso de una sola jornada, ofreció una «caza», más tarde llenó la arena de agua para una naumaquia; hizo que fuese retirada para celebrar un combate de gladiadores, y volvió a ser llenada con agua la arena, finalmente, para dar un banquete sobre barcas. Es difícil no reconocer, en este gusto por lo facticio y las metamorfosis de la escena, en estado rudimentario, los elementos informulados de una tendencia hacia la estética barroca, bien manifiesta en el invento de aquel tritón de plata que, mediante un ingenioso mecanismo, surgía en medio del lago para dar la señal para el comienzo de la batalla. La dificultad para interpretar los monumentos Hemos visto que el interés de los combates de gladiadores residía, en parte, en el hecho de que se dejaba en la arena a dos hombres para que lucharan cuya manera de combatir y cuyo armamento eran completamente distintos, sin que, no obstante, hubiera desproporción entre los medios con que cada uno contaba. Podemos hablar, incluso, de una especie de ley del equilibrio, o, si lo deseamos, de complementariedad: un gladiador va provisto, como el reciario, de tres armas ofensivas; por otra parte, está privado de cualquier medio para cubrirse; posee, como el hoplomaco, un escudo considerablemente grande, del que ha de servirse para proteger, no sólo las partes vitales, sino también aquellos miembros en los que una herida puede ser muy molesta y limitar la libertad de movimientos: corre más riesgo, cuando se descubre, que su adversario, cuyos brazos y piernas están protegidos por cuero, e incluso por metal; y si un gladiador, como en el caso tal vez del mirmilón, luchaba con el cuerpo desnudo, sin que esta desventaja se viera compensada por la dimensión del escudo, podemos estar seguros de que poseía una técnica de combate o un arma ofensiva particularmente peligrosa. La existencia de parejas ne varietur, determinadas en función de ciertas afinidades, explica esa otra particularidad que hemos tratado de describir: el combate es una serie de «figuras»; se compone de fases bien determinadas, y su desarrollo obedece a unos esquemas tipo cuyo número es limitado: el reciario, por ejemplo, podía vencer, en primer lugar, lanzando la red; ahora bien, si esta primera maniobra fracasaba, manejando el tridente, lo cual daba lugar a unos enfrentamientos mucho más movidos; si conseguía arrancar el escudo al adversario, tenía la partida ganada; pero si, al contrario, dejaba que le hicieran perder el tridente, lo cual debía ocurrir bastante a menudo, puesto que contaba con un puñal como arma de reserva, debía tener también una habilidad excepcional para acabar venciendo, en el cuerpo a cuerpo, frente a un adversario que, ahora y en relación con él, iba armado hasta los dientes. Los rebotes de la lucha, sus cambios brutales, la progresión mediante la cual podía verse a la muerte acechar más de cerca a un hombre cada vez que perdía una de sus armas, hacían de aquellos combates un arte de entendidos: ante cada situación, había el bueno y el mal reflejo; una buena reacción podía permitir salir de una situación desesperada; una torpeza en un momento crucial equivalía a una condena a muerte. Los espectadores conocían todas las paradas, todos los engaños y, a veces, desde lo alto de las graderías, ponían en guardia a un combatiente contra una maniobra del adversario, o le sugerían alguna iniciativa. La importancia primordial de la esgrima y de sus reglas explica, entre otras cosas, por qué el público se encolerizaba contra los gladi

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Crueldade e Civilização
128 pag.

Cultura e Civilizacao Espanhola I Unidad Central Del Valle Del CaucaUnidad Central Del Valle Del Cauca

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