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hecho observaciones similares: «También en el Renacimiento puede percibirse la unidad del gusto porque, con mayor o menor distinción, se manifiesta...

hecho observaciones similares: «También en el Renacimiento puede percibirse la unidad del gusto porque, con mayor o menor distinción, se manifiesta en todos los períodos históricos... Resulta útil, pues, comparar las características de la arquitectura con las de la indumenta­ ria: lograremos así una evocación más nítida del clima en que se crearon las prendas que entonces estaban de moda. Por ejemplo: en los palacios del siglo xvi nos llama la atención la importancia que adquieren los efectos de volumen— por contraste con la lisa linealidad de las construcciones del siglo XV— y la aparición de la curva como importante elemento estructural que se reitera tanto en los arcos como en la planta circular de muchos patios y en el desarrollo espiral de las escaleras —por contraste con la época precedente, cuyos modelos arquitectónicos se basaban en diferentes combinaciones de la línea recta. Esas características armoniosas de la arquitectura se manifiestan también en los tranquilos jardines, llenos de frutas y flores, que se extienden frente a las lujosas casas de campo del siglo XVI, proyectándose en calculadas perspectivas, a menudo convergentes hacia amplios claros ovales; se manifiestan, incluso, en los juegos acuáticos, cuyos surtidores forman arcos que van a caer en estanques de variados contornos curvilíneos, así como en las turbulentas cascadas que a menudo vierten su líquido césped en los amplios nichos circulares de escenográficos templetes con columnas... Por lo general, la indumentaria, sobre todo la femenina, se concibe con vistas a simplificar la figura humana sin alterar sus proporciones. Esa síntesis simplificada que se impone durante el siglo xvi, donde el énfasis recae en los efectos de volumen, se revela también en la amplia y majestuosa abundancia de las telas que cubren las formas del cuerpo. De ese modo se completa la ruptura —-ya iniciada a finales del siglo XV— respecto de la marcada preferencia gótica por la línea recta [16], volcada con ingenuidad y minucia a la invención de pequeños detalles. La moda italiana encuentra entonces el equilibrio en una amplia y magistral euritmia de formas y colores, en una serena alternancia de líneas horizontales que cortan la verticalidad de la figura. La juntura baja de las mangas destaca armoniosamente la amplitud de la línea de los hombros [17]. El escote cuadrado subraya también la amplitud del busto. El talle marcado sin rigidez en su posición natural, la falda circular de las mujeres, así como los pantalones hasta las rodillas de los hombres, son elementos que cortan la figura, en lugar de subrayar su esbeltez, como hacía la moda gótica.»3 La misma autora observa a propósito del siglo xvii: «La búsqueda de efectos de claroscuro, tan típica de la pintura y arquitectura barrocas, encuentra su contrapartida en el arte textil, donde esos mismos efectos se obtienen unas veces alternando diferentes procesos de elaboración —como el terciopelo crespo y el labrado— y otras variando los tintes y los matices con un tacto para la variación de los colores, la luz y la sombra que recuerda casi el de un Caravaggio [18], Esa relación tan estrecha entre las expresiones de las diferentes artes parece casi inevitable. Lejos de estar dictada por el capricho de una dama de la corte o por la especulación comercial de un sastre, «la indumentaria» —afirma Laver— «no es nada menos que la manifestación visual de los contenidos mentales, el auténtico espejo del alma de una época»4. Los escépticos pensarán que algunos de nuestros ejemplos de paralelismo son meras coincidencias. Pero tal es el peso de las pruebas en contrario que terminamos preguntándonos, más bien, si acaso en este difícil terreno no nos hallaremos hoy en una situación similar a la de los primeros, lingüistas, que descubrieron las semejanzas entre las lenguas indoeuropeas: por ejemplo, Filippo Sacchetti, que recorrió la India a finales del siglo xvn y advirtió la afinidad lingüística entre ciertas palabras sánscritas y ciertas palabras italianas; o Gelenius, el erudito bohemio que en 1537 descubrió la relación entre las lenguas eslavas y las occidentales. Otra prueba de la peculiaridad del ductus, o escritura, de las diferentes épocas surge en un terreno donde no tenderíamos a buscarla: el de las falsificaciones artísticas. No es en absoluto cierto lo que dijo una vez Léo Larguier —en Les Trésors de Palmyre, librito por lo demás delicioso, destinado a conmover a todos los aficionados al arte—: que «el tiempo trabaja para conferir una pátina a falsificaciones hoy muy evidentes, pero que con los años serán motivo de orgullo para el museo de alguna ciudad norteamericana o checoslovaca»5. Todo lo contrario: la repetida frase «El tiempo revela la verdad» nunca se verifica con más exactitud que en el caso de las falsificaciones. Esto no se debe a que con los años termina descubriéndose al falsificador ni a que los procedimientos modernos nos permiten determinar la edad de los materiales de la obra de arte. Sin dejar de reconocer los méritos de los rayos X, de las reacciones químicas y de la lámpara de cuarzo, hay otro factor, más simple y también infalible, que finalmente interviene. Todo juicio crítico supone un encuentro de dos sensibilidades: la del autor de la obra de arte y la del crítico o intérprete. Dicho de otro modo: lo que llamamos interpretación es el resultado de un proceso en virtud del cual nuestra propia personalidad actúa como filtro para la expresión de otra persona. Esto es evidente en el caso de la ejecución musical, pero vale también para cualquier tipo de imitación. Sin embargo, conviene subrayar que esa evidencia no es necesariamente tal para los contemporáneos. Puesto que la intrepretación de una obra de arte consta de dos elementos: el elemento original, que proporciona el artista antiguo, y el que añade sü intérprete posterior, hay que esperar a que este segundo elemento pertenezca también al pasado, para que se transparente, como sucedería en el caso de un palimpsesto o de un manuscrito realizado con tinta invisible. Por lo general, los contemporáneos no tienen conciencia de ese elemento añadido, puesto que éste corresponde al sentimiento común de la época, está en el aire que se respira; la conciencia que de él tienen no es mayor que la que una persona sana tiene de sus propias funciones fisiológicas. Pero si dejamos que pasen unos años (que no necesitan ser muchos) veremos que el punto de vista cambia de una manera imperceptible pero inevitable; la investigación histórica y filológica va modificando los datos de un problema; determinados aspectos de la personalidad de un artista, antes ocultos, pasan al primer plano, y como resultado de ello ya no sentimos igual que nuestros padres, o que nosotros mismos ayer. Ahora bien: el imitador de una obra de arte cristaliza la interpretación y el gusto de la época en que trabaja. Con el paso de los años, el segundo de los elementos a que me he referido se va destacando y exhibiendo. Así como en el filme inspirado en la famosa historia de Stevenson el perfil de Jekyll se va abriendo paso a través del rostro muerto de Mr. Hyde, también en las falsificaciones el perfil del falsificador va emergiendo desde el fondo de su disfraz. Max J. Friedlánder ha señalado con agudeza que «puesto que cada época adquiere huevos ojos, Donatello no tiene en 1930 el aspecto que tenía en 1870. Cada generación tiene criterios diferentes acerca de lo que debe imitarse. Por tanto, quien en 1870 fabricó con éxito obras de Donatello comprobará que en 1930 su ejecución ya no logra superar el examen de los expertos. Nos reímos de los errores de nuestros padres, así como nuestros descendientes se reirán de los nuestros»^. ¡Cuántos de nosotros podemos dejar de preguntarnos ante las esculturas de Dossena cómo pudieron engañar a reputados expertos! Hoy no se necesita demasiado olfato para detectar el pastiche de Macpherson en los poemas de Ossian —tan discutidos en/áu época— o el de los poemas que Chatterton atribuyera a un imaginario Rowley (falsificación por la qüe pagó indirectamente al suicidarse). El castillo de Horace Walpole, construido en estilo gótico en Strawberry Hill a mediados del siglo XVIII, no nos parece hoy gótico, sino más bien rococó disfrazado de gótico. El cuadro de Júpiter y Ganímedes, que Winckelman admiró como una obra genuinamente antigua, pero que en realidad

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Praz_Mario_MNEMOSYNE_El_paralelismo_entr
249 pag.

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